san alberto hurtado

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SAN ALBERTO HURTADO
Jaime Correa Castelblanco S. J.
SAN ALBERTO HURTADO
Fiesta: 18 de agosto
Incluimos entre los “cincuenta” santos jesuitas al Beato Padre Alberto Hurtado,
cuyo Proceso de canonización está muy avanzado, pues la recuperación presentada
ha sido declarada por unanimidad por la Consulta médica de la Congregación para
las Causas de los Santos como repentina, total y inexplicable según la ciencia
médica. El Congreso de los Teólogos y la Reunión de Cardenales y Obispos serán
las siguientes etapas en este Proceso.
Nacimiento e infancia
Alberto nació en Viña del Mar el 22 de enero de 1901, el primogénito, en el hogar
formado por don Alberto Hurtado Larraín y doña Ana Cruchaga Tocornal.
El padre era el penúltimo de siete hermanos y había heredado una parte del fundo
Lo Orrego. Había vendido sus derechos y comprado “Mina del Agua”, un tercio del
predio “Los Perales de Tapihue”, en la misma zona de Casablanca. Las tierras no
eran buenas y debía trabajar con esfuerzo.
La madre pertenecía también a una familia aristocrática, pero pobre, a igual que su
esposo. Ambos se casaron muy jóvenes y en el campo podrían ser felices.
Por mayor seguridad unos días antes la madre fue llevada a casa de un pariente
cercano en Viña del Mar donde nació el niño. Un año y medio después nació Miguel.
Y la familia continuó su vida campesina.
Un niño huérfano y pobre
En junio de 1905 murió su padre. Esa mañana vinieron a avisarle que unos
sospechosos merodeaban en un extremo del fundo, y él partió a caballo con un
mozo. Volvió a mediodía, desmontó junto al corredor y logró llegar a su cama
vacilante. Pidió un vaso de agua y cuando su mujer se lo trajo, lo encontró muerto.
¿Qué podía hacer una viuda joven con dos hijos tan pequeños?
cargado con muchas deudas.
El fundo estaba
Hubo entonces que vender y trasladarse a Santiago a vivir con su hermano Jorge,
soltero, quien arrendaba un departamento.
Poco después, al fallecer su hermano en 1913, fue a vivir a casa de su hermana
Julia, casada con don Ricardo Ovalle, ricos y sin hijos. Ana se dedicó por entero a
sus dos niños y no volvió a casarse. Empezó así una vida de pobres y de
“allegados”.
En el Colegio San Ignacio
A la edad de ingresar a un Colegio, conforme a los deseos de su madre, Alberto fue
matriculado en el Colegio San Ignacio en el que estudiaban muchos de sus
familiares. En atención a su difícil situación económica, los jesuitas le dieron una
beca.
Alberto entró al curso preparatorio de Elemental Inferior, en 1909, cuando él tenía
ocho años cumplidos. En los primeros años, las clases se reducían a Catecismo,
Historia Sagrada, Aritmética, Castellano y Geografía. Se portaba bien en el Colegio,
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tenía un carácter fácil y alegre, como decía el Rector, Padre Estanislao Soler, con su
duro acento catalán. El estudio no lo entusiasmaba, no parecía tener una
inteligencia brillante y se aplicaba sólo para dar satisfacción. Nunca ocupó, en los 3
años básicos y 6 secundarios, los primeros lugares ni ganó especiales distinciones.
Formó parte, desde muy joven, de la Congregación Mariana del Colegio (hoy
llamada Comunidades de Vida Cristiana, CVX) De comunión frecuente, comenzó
muy pronto a ejercitar el apostolado en el barrio, entonces muy pobre y necesitado,
y en la Parroquia de Andacollo donde dedicaba las tardes de los días domingos al
trabajo social en el Patronato de Andacollo. Lo había enviado su director espiritual,
el P. Fernando Vives Solar, s.j. Sus compañeros de curso lo acompañaban. Entre
éstos es necesario nombrar a Manuel Larraín Errázuriz, su mejor amigo y después
obispo, fundador y primer presidente de la Conferencia Episcopal de Latinoamérica;
a don Juan Gómez Millas, después Ministro de Estado y Rector de la Universidad de
Chile; a don Luis Fernández Solar, hermano carnal de quien será después Santa
Teresa de Los Andes; a don Fernando Ochagavía, senador de la República; a don
Carlos González Foster; a los mellizos Jorge y Germán Domínguez etc.
El ejemplo que Anita, su madre, le daba en su constante empeño en bien de los
pobres, era sin duda la mejor escuela para su formación. Ella solía repetir a sus dos
hijos: “ Es bueno tener las manos juntas para rezar, pero es mejor abrirlas para
dar”.
El Padre Fernando Vives Solar
Alberto sin, ni siquiera, el recuerdo de su padre, tuvo en cambio la fortuna de
encontrarse con un hombre extraordinario, un jesuita de gran simpatía moral e
intelectual, su profesor de Historia en el año 1915, el Padre Fernando Vives Solar,
quien pasó a ser su confidente, amigo y director espiritual. Este jesuita era chileno
y, recién ordenado, en 1910, había regresado a Chile.
La vocación del Padre Vives era clara: ayudar a los obreros y a los pobres, dedicar
la vida a ellos. “No basta protegerlos, es necesario darles el lugar que por su
dignidad humana les corresponde”. Los Superiores, por sus ideas sociales, lo habían
enviado a Córdoba, en Argentina, donde estuvo dos años. Y había regresado a
Chile.
Alberto, aún antes de terminar sus estudios secundarios, luego de cumplir los 15
años, decidió pedir su ingreso al Noviciado de los jesuitas. Pero fue disuadido por
su Padre espiritual quien le aconsejó terminar la educación secundaria y aún más
tiempo, no por falta de madurez y decisión, sino por la especial situación económica
de su madre y hermano.
Por eso postergó la decisión. Y al terminar el Bachillerato ingresó a la Universidad
Católica, a la Escuela de Leyes. Y al mismo tiempo proseguía con su trabajo entre
los obreros, sin descuidar la vida espiritual.
En la Universidad Católica de Chile
En 1918 comenzó sus estudios de Derecho. Pero aprovechando que las clases le
ocupaban sólo las mañanas, buscó y consiguió para las tardes un empleo rentado,
que le ayudaría para sus gastos personales y, en cuanto fuera posible, a su madre
y hermano. A Alberto le atraía la política y su empleo fue el de prosecretario del
Partido Conservador. Ese cargo lo consiguió por influencias de su tío político don
Guillermo González Echenique. Y en la Universidad Alberto pasó a ser un alumno
distinguido: estuvo entre los tres primeros más distinguidos en su curso de 55
alumnos.
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Alberto y su hermano Miguel pasaban la mayor parte de las vacaciones de verano
en el fundo El Peñón que su tío Ricardo Ovalle tenía cerca de Pirque y solían ir por
un par de semanas a la hacienda que otro tío, Guillermo Hurtado, arrendaba cerca
de Rosario. Se conservan cartas de Alberto dirigidas desde Pirque a su amigo
Manuel Larraín comentando sus ansias vocacionales.
Con sus amigos, del Colegio y otros nuevos, continuó su apostolado en Andacollo y
con los que le pedía su Congregación Mariana. Entre estos trabajos se preocupó por
atender a jóvenes católicos de provincia, que venían a estudiar a Santiago y, que
con frecuencia encontraban en las pensiones peligros morales de variada especie.
Su director espiritual, el P. Fernando Vives, había sido trasladado a España, y
Alberto, por su consejo empezó a dirigirse con el Pbro. Carlos Casanueva Opazo.
Pero éste tenía poco tiempo, aunque Alberto pudo asistir a unos Ejercicios dados
por él en el balneario de Las Cruces. Más tarde decidió dirigirse, gracias a una
indicación de su amigo universitario Osvaldo Salinas, después obispo, con el P.
Damián Symon, ss.cc., con quien va a continuar hasta su ingreso en la Compañía.
Pero también asistía a los Círculos de estudios sociales que dirigía el P. Jorge
Fernández Pradel, s.j. en el Colegio San Ignacio.
Eran los años de 1920 cuando surgía el fuerte movimiento que propiciaba los
cambios sociales, considerados por muchos como muy avanzados. Hubo tensión,
también incidentes en las calles, diatribas anticatólicas por considerar a la Iglesia
defensora del Partido Conservador. Las elecciones de ese año llevaron a la
presidencia de Chile a don Arturo Alessandri Palma, considerado el líder de los más
avanzados.
Antes de asumir su cargo, el gobierno anterior convocó a las armas a la juventud
por una pretendido peligro de guerra contra Perú y Bolivia. Alberto estaba en
segundo año de Leyes y dio su nombre para ingresar a los cuarteles. Él y varios de
sus amigos quedaron en el Regimiento de Infantería “Yungay”. En esos cien días de
cuartel, Alberto se sintió, como nunca, muy cerca de la patria.
El gobierno de don Arturo Alessandri no pudo solucionar todos los problemas como
lo esperaban sus partidarios. El primero que debió afrontar fue la paralización de
las salitreras del norte del país y el enorme flujo de los mineros cesantes hacia el
centro. El gobierno tuvo que habilitar albergues para acogerlos y poder
controlarlos. Eran miles y miles las personas, y el hambre y la miseria hicieron
estragos.
Grupos de señoras católicas comenzaron a preocuparse, especialmente de las
mujeres. Y Alberto arrastró una vez más a sus compañeros de la Universidad y de
la Congregación Mariana a esta obra indispensable.
En la Avenida Matta se había establecido un albergue en donde vivían cientos de
personas y el grupo de jóvenes empezó a visitarlos. Fruto de este trabajo fue la
creación que hizo Alberto de un “Secretariado Obrero” que empezó a funcionar en
el Liceo Nocturno que los jesuitas mantenían en la calle Lord Cochrane, al lado del
Colegio.
Y así pasaron los años. El tema escogido por Alberto para su Memoria de abogado
mucho tuvo que ver con el Círculo de Estudios del P. Fernández Pradel s.j. donde
recomendaban a los estudiantes investigar la realidad social chilena. Una Memoria
fue “La reglamentación del trabajo de los niños” y la otra “El trabajo a domicilio”
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El ingreso a la Compañía de Jesús
Alberto estaba a punto de recibirse de abogado, pero lo que más le interesaba no
parecía todavía tener solución. Y rezaba con perseverancia. Alberto se postraba a
orar durante una hora larga, tendido en el suelo, frente al Santísimo. Era el mes de
junio consagrado al Corazón de Jesucristo, en el rigor del invierno, en la iglesia de
los Padres de los Sagrados Corazones, a las diez de la noche, cuando nadie podía
venir a presenciar ese mudo coloquio. Sólo el Padre Damián, su director espiritual,
sentado, rezando el breviario, presenciaba la escena que se repetía noche a noche,
durante todo el mes. Alberto pedía la gracia de entrar por fin a la Compañía. Y el
cielo parecía mudo.
El día del Sagrado Corazón, el último viernes de junio llegó. Alberto oyó misa,
comulgó y se fue a sus ocupaciones. A las tres de la tarde, por un llamado
telefónico, supo que todo estaba arreglado.
Un amigo había estado revisando los papeles del préstamo que había solicitado en
el Banco Hipotecario el comprador del fundo de los Hurtado y descubría en ellos un
vicio que permitía un juicio de “lesión enorme”, porque los herederos eran niños
pequeños. Alberto estuvo vacilando en entablar el pleito que se le indicaba. El
fundo había sido vendido voluntariamente por su madre y ellos habían recibido el
dinero. ¿Qué valor moral tenía la causa legal de nulidad de la venta por no haberse
cumplido las solemnidades exigidas por ser menores de edad los herederos? Desde
el punto de vista jurídico la cuestión era clara, pero lo moral le parecía dudoso. Sin
embargo todos a quienes consultó le dijeron que nada inmoral podía haber en
ejercitar la acción que el Derecho le otorgaba. Así, el comprador fue demandado y,
finalmente, como su situación no tenía defensa se llegó a una transacción por una
buena cantidad de dinero. Su madre quedó en situación más desahogada y Alberto
quedó listo para ingresar en la Compañía.
El 14 de agosto de 1923, sin recibir personalmente su diploma, sólo dos días antes
había dado su examen final ante la Corte Suprema, estaba ya en Chillán, porque
quería asegurar que dos años más tarde haría sus Votos perpetuos el día 15, fiesta
de la Asunción de la Virgen María.
En el andén de la Estación Central su madre había llorado mucho. Sus amigos
habían decidido acompañarlo hasta la ciudad de San Bernardo. Desde allí él había
seguido solo.
El noviciado en Chillán
El Noviciado de Chillán, fundado un par de años antes de la llegada de Alberto, era
un caserón inmenso, situado en las afueras de la ciudad. Allí se encontró con un
grupo de jóvenes que, como él, querían servir al Señor: Hernán Irarrázaval, Miguel
Angel Olavarría, José Garrido, Antonio Jüptner, Luis Reyes, Luis Alarcón, Manuel
Fincheira y Albino Schnettler, todos bajo la dirección del Maestro de Novicios, el P.
Jaime Ripoll.
Alberto conocía bien al P. Jaime Ripoll, pues había sido su último Prefecto de
División en el Colegio San Ignacio. Y el P. Ripoll conocía también bien a su nuevo
novicio y apreciaba sus grandes valores. Severo en las exigencias del reglamento,
era afable y cariñoso en el trato personal. Y estaba consagrado por entero a su
importante tarea de formación de los futuros jesuitas de Chile.
En todas las experiencias del noviciado, señaladas desde un comienzo por San
Ignacio: Mes de Ejercicios, Mes de servicio en Hospitales, Mes de Peregrinación en
absoluta pobreza viviendo de limosnas, Mes de trabajos humildes, fue modelo,
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como lo atestiguan sus compañeros. A estas experiencias más estructuradas se
agregaban los trabajos ordinarios de la casa: barrer, lavar la loza, limpiar ollas,
asear los servicios higiénicos, etc. La oración meditada de la Biblia, el estudio de
las Constituciones de San Ignacio, la lectura de las Vidas de los Santos, la devoción
mariana, la Historia de la Compañía de Jesús, le ayudaban a cultivar el “modo de
proceder” del jesuita. Conjuntamente un apostolado en Catequesis completaba esa
formación de dos años.
Alberto estuvo en Chillán un año y medio y, los Superiores determinaron enviarlo
en febrero de 1925 al Estudiantado de Córdoba, en Argentina, para terminar allí su
período de noviciado, consagrarse con los votos religiosos e iniciar la formación
clásica grecolatina.
El Juniorado en la ciudad de Córdoba de Argentina
Para viajar a Argentina tuvo que pasar por Santiago. Estuvo con su mamá y Miguel
a quienes no veía desde su ida a Chillán. En la modesta casa de la calle San Isidro
comprada con los dineros de la transacción por la venta del fundo.
Desde la ciudad de Los Andes siguió en ferrocarril de cremallera para cruzar la
enorme cordillera. El otoño apenas comenzaba y no había nieve más que en las
cumbres de los montes. Pasaría el túnel internacional y estaría en Argentina.
Llegaría a la casa de la Compañía en Mendoza y de allí seguiría a Córdoba. ¿Cuánto
tiempo faltaría para su regreso?
Córdoba le resultó agradable. Los jesuitas argentinos, y los chilenos que estudiaban
ahí, lo recibieron con cariño. Especialmente el P. Luis Parola que sería su segundo
Maestro de Novicios, hasta los votos religiosos, y su director espiritual en todo el
Juniorado.
El 15 de agosto de 1925, día de la Asunción de la Virgen, como lo había querido al
ingresar, hizo sus votos ante el altar, en presencia de todos los demás jesuitas que
luego le dieron el abrazo de ritual.
Estaba en los estudios. Debía aprender a dominar el latín, a iniciarse en el griego y
estudiar a fondo su propio idioma y literatura. A todo esto se dedicó durante dos
años.
Para su apostolado los Superiores le designaron trabajar con los pobres de la
“Bajada de los perros.” Le gustó ese trabajo porque allí había tanta miseria en esas
tolderías que rodeaban a la ciudad. Y le recordaban los mismos problemas que
había vivido en Santiago y observado en Chillán cuando iba a hacer catecismo para
los niños de los arrabales.
Estudios de filosofía en España
A mediados de 1927 fue enviado a Europa para continuar los estudios en España.
En aquellos tiempos no se pensaba en viajes a la patria para despedirse de los
familiares. Alberto, pues, en largo viaje en barco llegó a Barcelona para iniciar los
estudios eclesiásticos de filosofía.
Al primero que vio al desembarcar fue a su tan querido amigo y director espiritual
el P. Fernando Vives y se fundieron en estrecho abrazo. El P. Vives vivía en la
Residencia de la calle Caspe, en Barcelona, y Alberto iba a vivir en el Colegio
Máximo San Ignacio en la muy vecina ciudad de Sarriá; de modo que podrían verse
con una relativa frecuencia.
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El Colegio de Sarriá era un palacio comparado con la vieja casa de Córdoba. Para
Alberto tuvo un cierto sabor cuando supo que en su construcción había intervenido
la Sierva de Dios Antonia Dorotea Chopitea, chilena residente en España, y muy
rica.
Alberto fue un buen alumno en filosofía escolástica como lo había sido en Córdoba.
Y continuó distinguiéndose como buen religioso. Él era allí el único chileno, pero por
su carácter y simpatía, y sobre todo por su virtud, lo hicieron muy pronto popular y
querido. Había estudiantes de otros países de habla no hispana, y Alberto siempre
se dedicó a atenderlos con gran paciencia y caridad ayudándolos en la lengua
nueva del castellano.
En julio de 1930, el obispo de Calahorra, Monseñor Fidel García, le dio la tonsura y
le impuso las órdenes menores hasta el Acolitado.
Los Superiores de Chile lo eximieron de los años de magisterio, comunes a todos, y
Alberto en el mes de octubre comenzó los estudios de teología. Pero las
circunstancias políticas en España del año 1931 cambiaron los planes.
La monarquía española cayó sin sangre, pero ardieron algunas iglesias y conventos.
Y la República adoptó medidas que prácticamente significaron la expulsión de los
jesuitas. Los jesuitas españoles comenzaron a diseminarse por toda Europa.
Muchos fueron a Bélgica. Alberto debería ir también allá. Arregló sus papeles y
viajó apresuradamente a Barcelona a despedirse de su amigo el P. Vives. Éste le
tenía la noticia de que a ello hacían volver a Chile después de 14 años en España.
Él tenía 60 años.
En Lovaina estudia teología y pedagogía
Como medida preventiva por la revolución, Alberto adelantó sus exámenes de su
primer año de Teología. Y partió por varios meses a Irlanda. Allá lo invitaban
insistentemente sus muchos amigos a quienes había ayudado en Sarriá y que
deseaban pagarle en la misma moneda ayudándolo en su “inglés”. Esos meses en
Irlanda fueron sólo un compás de espera y, a la vez, un descanso, pues ya estaba
destinado a terminar en Lovaina los estudios de Teología.
Al Colegio Máximo de San Juan Berchmans, en Lovaina llegó Alberto a fines de
septiembre de 1931 y, sin duda, éste fue uno de los acontecimientos más
importantes en su formación sacerdotal.
Ante todo, encontró allí a un rector extraordinario, el Padre Juan Bautista Janssens,
luego General de la Compañía de Jesús, quien lo conoció y trató muy íntimamente,
y le profesó desde entonces una gran estima, y una amistad sincera y paternal.
Tuvo profesores de gran nivel como el P. Pierre Charles y el anciano P. De Villers.
Al llegar, Alberto se matriculó simultáneamente en la Facultada de Filosofía y Letras
de la Universidad Católica de Lovaina para seguir un curso de ciencias pedagógicas.
El intento de seguir, a la vez, los estudios de Teología y el curso en la Universidad
de Lovaina, iba a obligarlo a un trabajo abrumador. El solo hecho de que se le haya
autorizado para hacer ese esfuerzo muestra que sus Superiores tenían su capacidad
por extraordinaria, ya que no eran muchos, entre los doscientos jesuitas que había
en el Colegio Máximo, los autorizados o los osados a emprender una hazaña
semejante. .
La Universidad de Lovaina no era, por cierto, menos estricta y a ello se debía en
gran parte el prestigio de que seguía gozando. El mismo Alberto anotaba que entre
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los 4.000, sólo 1.200 habían aprobado todos sus exámenes al final del año anterior
al de su entrada. El contacto obligado con los jóvenes universitarios, entre los que
había centenares de latinoamericanos, proporcionó a Alberto un campo que,
ciertamente, no descuidó, iniciándose así en el amplio trabajo que realizó después
en Chile con universitarios: jornadas y retiros espirituales; fuera del trato y ayuda
espiritual de esos jóvenes, expuestos a tantos peligros para su fe y costumbres
lejos de sus familias.
En la Universidad y en el Colegio Máximo fue muy buen alumno y llamó la atención.
Los estudios secundarios habían sido buenos, pero corrientes; en la Universidad
Católica, muy buenos y coronados con éxito, pero sus preocupaciones económicas y
familiares sin duda le eran un escollo para alcanzar mayor profundidad y brillo. En
cambio, en Lovaina fue un alumno verdaderamente brillante.
Un compañero de él, extranjero, después atestiguó: “El transcurso de veinte años
ha borrado casi todos los detalles de nuestra amistad en Bélgica, pero aún guardo,
tan vívida como entonces, la imagen de este gran jesuita. Tal vez otros puedan ser
tan celosos como Alberto Hurtado; yo nunca he encontrado a alguien que lo fuera
más. Sólo un Francisco Javier podría combinar tanto celo con tanta comprensión.
Tengo la convicción de que una vez que Alberto Hurtado se entregó a Cristo, nunca
ya vaciló, nunca, en ningún detalle faltó a su consagración”
En el mismo bloque de las viejas construcciones de la casa de los jesuitas estaba la
pequeña iglesia, y en el altar mayor se conservaba el corazón de San Juan
Berchmans, un jesuita flamenco, que se distinguió por su virtud heroica en el
cumplimiento de las Constituciones de San Ignacio. Allí, frente a ese humilde
corazón del santo y frente a Jesucristo en el sagrario, Alberto hacía su oración y
pasaba horas en adoración, todo el tiempo que sus estudios y vida comunitaria le
dejaban.
El mejor testimonio de Alberto lo dio quien iba a ser General de la Compañía y era
en ese entonces su Rector. El P. Juan Bautista Janssens comunicó al P. Provincial
de Chile su juicio e impresión acerca de la petición de Alberto para la ordenación
sacerdotal. Esa carta la escribió el 22 de febrero de 1933:
“Si no me engaño, después de la próxima Consulta de esta Provincia de Bélgica le
serán transmitidos por nuestro Padre Provincial los informes referentes a las
órdenes del Padre Hurtado. Pero permítame, desde ahora, testificarle a Su
Reverencia de cuán grande edificación nos ha sido a todos el Padre Hurtado, por su
piedad, caridad, discreción, buen trato con todos: ciertamente ha ido delante de los
compañeros por su ejemplo. Es querido de todos. Juzgo que el Señor ha destinado
a su Provincia un hombre verdaderamente eximio: por lo menos así nos parece a
nosotros. Verdaderamente le agradezco que lo haya destinado a Lovaina. En esta
comunidad ha ejercido un verdadero apostolado. Me encomiendo en sus oraciones.
Juan Bautista Janssens, s.j.
Los jesuitas que tienen experiencia saben que en la Compañía de Jesús no suele
darse este tipo de informes.
Sacerdote de Jesucristo
En Lovaina, durante el tercer año de teología, recibió las órdenes del subdiaconado
y el diaconado y, al término de él, el 24 de agosto de 1933, fue ordenado sacerdote
por el Cardenal van Roey, Primado de Bélgica.
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Inmediatamente le puso un cable a su madre y hermano que en Chile sabían que
había llegado el gran día. Fue un cable de tres palabras, con gran sentido de
pobreza: “Sacerdote, bendígoles. Alberto”.
Al día siguiente celebró la primera misa. A su lado, como presbítero asistente,
estaba su gran amigo, compañero de Colegio y en el Regimiento Yungay, el Padre
Alvaro Lavín Echegoyen, s.j., quien andando el tiempo sería su Provincial en Chile y
el Postulador de su Causa de canonización. En primera fila estaban todos los
miembros de la Legación de Chile en Bruselas.
Alberto, al año siguiente, hizo el cuarto año de teología, y al subsiguiente la
Tercera Probación, o año que todo jesuita debe dedicar, por indicación de San
Ignacio, a volver a templar su alma antes de lanzarse definitivamente a la acción.
Su Instructor de Tercera Probación fue el Padre Jean Baptiste Hermann, s.j.,
exigente y espiritual. En la apacible casa de Tronchiennes cerca del río Gante volvió
a hacer entero el Mes de Ejercicios Espirituales, nuevamente la experiencia de
hospitales, de peregrinación y de trabajos humildes, como lo había hecho en el
Noviciado de Chillán. Alberto tenía ya 34 años.
Poco después de terminar la Tercera Probación, Alberto presentó en la Universidad
su tesis de doctorado: “El sistema pedagógico de Dewey ante las exigencias de la
doctrina católica” y obtuvo el título de doctor “avec grande distinction”
Sólo le quedaban unos meses, porque estaba en julio de 1935 y debía estar de
regreso en Chile antes del mes de marzo, según los Superiores. Alberto se movió y
aprovechó al máximo esos meses, visitando Centros de Acción Apostólica y Social
en Bélgica, Holanda, Francia, Italia, Austria. También visitó Facultades de Teología
y profesores, porque su antiguo director espiritual Monseñor Carlos Casanueva
Opazo, Rector de la Universidad Católica de Chile, le pedía que lo ayudara a
organizar la Facultad de Teología que él quería para Santiago.
Con un cargamento de libros, Alberto se embarcó rumbo a Buenos Aires.
El regreso a Chile
El 15 de febrero de 1936 llegó a Santiago, en tren, vía Cordillera de Los Andes. Su
amigo sacerdote Manuel Larraín Errázuriz había ido hasta la ciudad de Los Andes y
desde allí habían viajado juntos. Los Superiores jesuitas estaban en el andén de la
Estación Mapocho. Y por fin la señora Anita Cruchaga pudo abrazar a su hijo.
Destinado al Colegio San Ignacio, de inmediato le señalaron su trabajo: las clases
de Apologética en los cursos superiores, la Congregación Mariana, y dirección
espiritual. Además se le indicó que la Universidad Católica lo había pedido para
dictar clases de Psicología Pedagógica y que el Seminario Pontificio también lo
quería como profesor..
Pocos días después viajó a Valparaíso, con su amigo Manuel Larraín, Vicerrector
entonces de la Universidad Católica. Quería saludar al P. Jaime Ripoll, quien era
ahora Superior de la Comunidad de los jesuitas en el puerto. Era su primera salida
fuera de Santiago y tenía que ser para quien lo había recibido y empezado a formar
en la Compañía de Jesús.
Pero los cauces iniciales de su labor apostólica muy rápidamente fueron
sobrepasados y multiplicados por Alberto en forma que era difícil seguirlo en su
actividad. Unía a su juventud un temperamento dinámico y sobre todo el deseo que
durante doce años ha controlado y al cual ha querido entregarse de veras: la
misión sacerdotal. Sus clases de Apologética no se limitaron a las horas
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reglamentarias sino pronto fueron secundadas por Círculos de Estudio del
Evangelio. Y a través de esos Círculos y de la Congregación Mariana fomentó los
apostolados de los alumnos: Catecismos en las Poblaciones Velásquez y Buzeta.
Y muy pronto empezó a dar Cursos de Ejercicios Espirituales, de dos, tres y hasta
ocho días, con lo cual fue despertando un inmediato fervor en un gran número de
muchachos y resultando algunas vocaciones sacerdotales para el Seminario y la
Compañía. El campo de su apostolado no se limitó únicamente a sus alumnos.
Simultáneamente se fueron formando grupos de otros Colegio, universitarios o de
liceos fiscales. La pregunta que proponía a los jóvenes iba siempre en la misma
línea: ¿Qué haría Cristo si estuviera en mi lugar? Y en la respuesta encontraba él el
modo de ayudarlos en el servicio apostólico y en la oración.
El número de muchachos que le pidió dirección espiritual aumentó muy
rápidamente. Y muy pronto su “clientela” era de alrededor de 300 jóvenes, no
siempre los mismos, y que se renovaba constantemente.
Casa de Ejercicios y la construcción de un nuevo Noviciado jesuita
El ministerio de los Ejercicios espirituales lo entusiasmó. Los que pudo dar en las
Casas de San Juan
Bautista, San José, y San Francisco Javier, todas del
Arzobispado de Santiago, lo confirmaron en la idea de construir una Casa propia de
la Compañía de Jesús. Ya había acordado con el Padre Provincial la conveniencia de
trasladar el Noviciado de la Compañía de Jesús desde Chillán a Santiago y había
encontrado unos terrenos cercanos, a 25 kilómetros, donde podría empezarse la
construcción de la Casa de formación y una parroquia para los campesinos. Alberto
se comprometió a buscar los medios económicos que hicieran posible ese proyecto.
Y creyó, al mismo tiempo, que la Casa de Ejercicios podría estar junto a esas dos
obras y ser atendida por los mismos jesuitas. Consiguió los permisos y con
entusiasmo se entregó de lleno al apostolado de “constructor”.
Los Ejercicios dados en esa Casa se hicieron pronto muy famosos. Muchachos, de
Colegios y parroquias, iban todas las semanas. En Semana Santa, para los que
predicaba Alberto, se hacían pocas las 70 habitaciones individuales de la Casa y las
40 que cedían los novicios y estudiantes jesuitas.
Las vocaciones sacerdotales y religiosas
En esos Ejercicios empezaron a nacer y a decidirse algunas vocaciones a la vida
religiosa y sacerdotal. Alberto siempre presentaba este tema, y lo hacía con
entusiasmo y verdadero fervor.
El mismo año de su llegada al país había publicado un folleto sobre “La crisis
sacerdotal en Chile”. En él hizo ver cómo la extrema escasez de sacerdotes era el
más grave problema que debía enfrentar de inmediato el catolicismo chileno. El
asunto lo venía preocupando desde hacía tiempo. El hecho de que en Chile no
hubiese sino 900 sacerdotes chilenos era un índice del decaimiento del espíritu
cristiano en el país.
Y años más tarde, para ayudar en el discernimiento vocacional, publicó otro folleto
sobre “La elección de carrera.”
Después de la muerte de Alberto, la Revista Mensaje hizo un estudio sobre el
número de vocaciones religiosas y sacerdotales acompañadas por él en el
discernimiento. Se llegó al número de poco más de cien sacerdotes, entre
diocesanos y religiosos, y no se quiso contar el grupo de jóvenes que ingresó y
después decidió retirarse.
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¿Es Chile un país católico?
En 1941 apareció un libro del Padre Alberto Hurtado, cuyo título “¿Es Chile un país
católico? a algunos pareció una impertinencia. Su celo, el espíritu observador y su
patriotismo le confirmaron, desde un comienzo, el profundo dolor de una realidad
muy generalizada de ignorancia religiosa en Chile y, la necesidad urgente de
remediarla.
Su amigo Osvaldo Augusto Salinas, ahora obispo auxiliar de Santiago, escribió en el
prólogo:
“Con multitud de informaciones estadísticas y observaciones personales, el Padre
Hurtado dirige primariamente una mirada al estado del mundo en el orden
religioso, y analiza después el de nuestra patria, desde diversos aspectos que
convergen en último término a uno mismo. Era necesario hablar de las miserias de
nuestro pueblo con la dura realidad de los hechos, a la vez que con elevado criterio
y con caridad evangélica. Era necesario presentar el cuadro real de la vida cristiana
en Chile, para que se midiera el abismo de ignorancia y de incredulidad a que
hemos llegado”
Y en el mismo prólogo, un poco antes, decía su amigo:
“Escrito sin otro apasionamiento que el amor a Jesucristo y a las almas, iluminado
con la luz del Evangelio y de las enseñanzas pontificias y con la claridad del
reconocido talento de su autor, este libro debe servir como examen de conciencia
para esos numerosísimos católicos que permanecen en la indolencia más
incomprensible, mientras la Iglesia chilena sufre males tan profundos que la
amenazan de muerte.”
Esto era lo que ciertamente y ante todo pretendía el Padre Hurtado. Y, sin duda, el
libro fue una valiente voz de alerta y de estímulo que marcó como un hito en los
trabajos pastorales de evangelización.
No deja de ser significativo que en Francia, un libro como el del abate Godin,
“France, pays de mission”, cuyas tremendas comprobaciones sirvieron de
antecedente para la fundación de la Misión de París que lanzó a los primeros
sacerdotes-obreros, apareciera un año después que el libro ¿Es Chile un país
católico? del Padre Hurtado.
Asesor Nacional de la Acción Católica de jóvenes
Al comenzar ese año 1941 había sido nombrado Obispo auxiliar de la arquidiócesis
de Santiago su amigo de universidad Osvaldo Augusto Salinas, ss.cc. Y pareció
natural, si no inevitable, que él pensara en Alberto como el Asesor ideal para la
Acción Católica de Santiago, y poco después también para la de todo Chile.
En estos cargos Alberto no puso límite a su actividad y entusiasmo. Los centros de
Acción Católica se fueron multiplicando en todo Chile que él recorrió desde Arica a
Punta Arenas, animando con su presencia y su palabra. Sabía descubrir, animar y
promover todos los valores de los jóvenes, especialmente los de generosidad.
Mostraba metas e ideales altos y difíciles; quería formar jefes, héroes y santos.
La vida de esta rama de la Acción Católica pasó a ocupar ostensiblemente un lugar
que antes no tenía. En la nueva Casa Central de la Juventud Católica, en Alameda
con Ejército, ella bullía en reuniones formales y de estudio, en exposiciones, actos
litúrgicos, conferencias y exposiciones. Allí se estudiaban y redactaban las revistas
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del movimientos, sus volantes, cancioneros e invitaciones. El Congreso Nacional de
Valparaíso, en octubre de 1942, reunió a cinco mil jóvenes venidos desde todo
Chile con gran entusiasmo y sacrificio. Algo semejante acaeció el año siguiente al
llenar el teatro Caupolicán de Santiago, con capacidad para 11.000 personas, en el
día del Joven Católico. Esto pareció a todos algo sorprendente e inaudito para un
movimiento religioso. Los desfiles nocturnos con antorchas, en la Fiesta de Cristo
Rey, presididos por el mismo Asesor Nacional, a lo largo de la Avenida principal de
Santiago, fueron testimonios impresionantes de fe y entusiasmo de 15.000
muchachos. “Contento, Señor, contento” era el lema que el Padre Hurtado y esos
jóvenes tenían en los labios para mostrar la fe.
Incluso llegó a fundar para los jóvenes más destacados un “Servicio de Cristo Rey”,
y como él decía: “formado por aquellos que aspiran, con la gracia de Dios, a vivir
plenamente su fe, y aceptar todos los sacrificios que traiga consigo el apostolado de
la Acción Católica para la extensión del Reinado de Cristo”. Los muchachos
pertenecientes al Servicio de Cristo Rey quedaban obligados, a más de los actos
colectivos de la Acción Católica, a llevar una vida espiritual intensa: comunión
diaria, un cuarto de hora de meditación al día, Ejercicios Espirituales de tres días
una vez al año, y director espiritual al que debían recurrir por lo menos cada quince
días. Además se comprometían de antemano a aceptar cualquier puesto que les
confiara la Acción Católica, sin poder ofrecer otra excusa que el deber de estado.
Los voluntarios hacían una promesa, renovable, por todo un año. El grupo alcanzó
el número de doscientos.
Los 1.500 jóvenes distribuidos en 60 centros que recibió el Padre Hurtado, muy
pronto se multiplicaron por diez: en 1944 había 15.000 jóvenes y 600 centros
organizados.
Un término dramático
Los éxitos de unos, siempre ocasionan asombro en otros. Y en espíritus pequeños,
críticas y envidias. Y así pasó también con el Padre Hurtado.
Era natural, quizás inevitable, que el Padre Hurtado fuera criticado, aún dentro de
la misma Compañía de Jesús, por quienes tenían un concepto más tradicional de las
cosas.
En materia de educación, había expresado algunas ideas sobre el régimen de
disciplina que podían aparecer distintas a las aplicadas en su Colegio San Ignacio.
Otros pensaban que el cargo de Asesor nacional de Acción Católica no podía
justificar ninguna excepción en la vida común religiosa: no miraban con buenos
ojos las reuniones que se hacían después de las ocho de la noche y que él tuviera
que quedarse a comer en la Casa de la Acción Católica. Se levantaba sí a las cinco
y media de la mañana, como todos, y hacía su hora de oración antes de la misa de
las siete de la mañana en la iglesia, pero se apagaba la luz de su pieza al filo de la
medianoche.
En la Acción Católica, también hubo algunos problemas. El Padre Hurtado se opuso
a la separación de la juventud en dos ramas: secundaria y parroquial, y la
universitaria. Él creía que los dirigentes juveniles debían tener una buena formación
y esto se encontraba más fácilmente en la Universidad. Si a la Acción Católica
juvenil de las parroquias y de los Colegios se le quitaban los dirigentes
universitarios, era como dejarla sin cabeza.
Y las quejas llegaron hasta las más altas esferas eclesiásticas. Se le acusó de falta
de espíritu jerárquico en la dirección de la Acción Católica, de injerencia en política
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al no promover que los jóvenes pertenecieran al Partido Conservador, y de tener
ideas muy avanzadas en materia social.
Todo esto el Padre Hurtado lo trató, oral y por escrito, con el Visitador de la
Compañía de Jesús, Padre Tomás Travi s.j., quien como Vice General gobernaba,
debido a la guerra, esta parte de América. Lo conversó detenidamente con el
arzobispo de Santiago, Monseñor José María Caro y con el Asesor Nacional de la
Acción Católica, Monseñor Augusto Osvaldo Salinas. Antes de estas conversaciones
había consultado con personas de su confianza, incluso a su amigo Monseñor
Manuel Larraín Errázuriz, el obispo de Talca. Lo pensó mucho, lo meditó muy
seriamente y al fin creyó que por el bien de la Acción Católica debía presentar su
renuncia al cargo de Asesor.
La renuncia fue aceptada, después de un rechazo del Arzobispo, en diciembre de
1944. Sin duda, el dejar este ministerio fue una prueba grande y dolorosa para
Alberto Hurtado. En ese trabajo se realizaba, pero por amor a la Iglesia aceptó
dejarlo como algo venido de la mano amorosa del Señor. Jamás dijo una palabra de
queja o de crítica, al contrario, con sincero esfuerzo logró que sus queridos jóvenes
aceptaran los deseos de la Jerarquía episcopal. Llegó al extremo de no admitir
ninguna manifestación de despedida, ni siquiera una misa, para no dar la más
mínima ocasión a comentarios de ninguna especie en ese punto. Sus amigos
consideraron que esta actitud de Alberto fue verdaderamente heroica.
El Hogar de Cristo
Después de dejar su cargo de Asesor, los Superiores de la Compañía le indicaron
que sería bueno volver de lleno al ministerio de dar los Ejercicios Espirituales de
San Ignacio, no sólo en la Casa construida por él en la Estación de Marruecos y
vecina al Noviciado, sino también en Santiago a personas que no pudieran tener un
régimen de internado.
Y en un Retiro a señoras se produjo un hecho que cambió la vida a él y a muchas
de sus oyentes. Era un grupo de unas cincuenta señoras reunidas en la Capilla del
convento de la Congregación del Apostolado Popular, en la calle Lord Cochrane,
muy cerca del Colegio San Ignacio. Al segundo día del retiro, comenzado el 18 de
octubre de 1944, el Padre Hurtado explicaba el evangelio de la multiplicación de los
panes. Y de improviso, se demudó; fue algo visible que todas advirtieron con
sorpresa. Él se quedó en silencio un instante, y luego dijo:
“Tengo algo que decirles. ¿Cómo podemos seguir así? Anoche no he dormido y creo
que a ustedes les hubiera pasado lo mismo al ver lo que me tocó ver. Iba llegando
a San Ignacio cuando me atajó un hombre en mangas de camisa, a pesar de que
estaba lloviznando. Estaba demacrado, tiritando de fiebre. Ahí mismo, a la luz del
farol, vi cómo tenía las amígdalas inflamadas. No tenía dónde dormir y me pidió
que le diera lo necesario para pagarse una cama en una hospedería. Hay
centenares de hombres así en Santiago y son todos hermanos nuestros, hermanos
realmente, sin metáfora. Cada uno de esos hombres es Cristo. ¿Y qué hemos hecho
por ellos? ¿Qué ha hecho la Iglesia en Chile por esos hijos que andan por las calles
bajo la lluvia y duermen en las noches de invierno en los huecos de las puertas y
suelen amanecer helados? Estas cosas pasan en un país cristiano; esta noche un
mendigo puede morir a la puerta de la casa de cualquiera de ustedes. ¡Qué
vergüenza para todos nosotros!
Y el rostro del Padre Hurtado tenía impresionadas a las oyentes. Él estuvo un
momento callado y luego, como volviendo a la realidad, agregó:
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“Perdónenme. Yo no pensaba hablarles de esto. Hace días que me preocupa, pero
no tenía intención de hablarles de este asunto, ninguna. Quizás haya sido una
inspiración del Espíritu Santo”
A la salida, las señoras se reunieron para comentar el incidente, impresionadas
todavía. Allí mismo se juntaron las primeras limosnas; unas dieron dinero, otras se
quitaron alguna joya y todas las donaciones se entregaron al Padre Hurtado para
que con ellas iniciara alguna obra a favor de los indigentes que, como el Hijo del
Hombre, no tenían donde reclinar la cabeza. Las donaciones alcanzaron imprevisto
volumen con el aporte de una señora que ofreció regalar el terreno necesario y otra
que hizo un cheque por doscientos mil pesos.
Al día siguiente, el Padre Hurtado les agradeció y dijo que seguía sorprendido de lo
que ocurría, porque nunca había pensado iniciar él alguna obra como la que ellas
proponían., pero que, evidentemente, se estaba manifestando la voluntad de Dios.
Ese mismo día consultó con su Superior y con la aceptación de él fue a exponer el
proyecto al Arzobispo, el Cardenal Monseñor José María Caro, quien lo bendijo. En
esa misma tarde escribió un llamado a la generosidad de los católicos que se
publicó al día siguiente en la prensa.
Así nació el Hogar de Cristo. El poner ese nombre a una hospedería, para vagos y
mendigos y gente del hampa, no dejó de inquietar a algunos en un comienzo.
Inmediatamente abrió los hogares provisorios para jóvenes y hombres en una casa
arrendada en la calle López y, para mujeres y niños en la calle Tocornal. Y también
de inmediato empezó la construcción de los locales definitivos en la calle Chorrillos.
De las Hospederías pasó a los Hogares de niños; después, a los Talleres para
regenerar y capacitar; después, a la construcción de casas para los marginados. El
Padre Hurtado nunca dijo “basta”.
Su palabra resonaba en la prensa y en las emisoras:
“Yo sostengo que cada pobre, cada vago, cada mendigo es Cristo en persona, que
carga con su cruz. Y como a Cristo debemos amarlo y ampararlo. Debemos tratarlo
como a un hermano, como a ser humano, como somos nosotros. Yo conozco el
alma de los mendigos, de los niños que viven en las alcantarillas del río Mapocho, la
de los raterillos. Y sé que son buenos cuando se les trata bien y no como a
pingajos”
A fines de 1951, el año anterior a la muerte del Padre Hurtado, a los seis años de
haber empezado, las camas de las Hospederías del Hogar habían alojado 700.000
veces a pobres que no tenían dónde dormir, y había repartido 1.800.000 raciones
alimenticias. Nuevas construcciones estaban en marcha y eran ya decenas los ex
muchachos de la calle, convertidos en jóvenes obreros, los que se ganaban la vida
honradamente. Como prolongación del Hogar había nacido la Sociedad Hogar
Obrero S.A., la futura Hogar de Cristo Viviendas, para construir casas baratas, al
alcance de los trabajadores, en terrenos aportados por el Hogar.
Se beneficiaron también los mismos bienhechores cuyo espíritu caritativo contribuía
a la mantención del Hogar. “Esta entrega a Dios, anotaba el Padre Hurtado, tiene
como consecuencia lógica el amor al prójimo sin distinción de clases, razas,
educación, buscando en el pobre al más pobre, al más abandonado, al que está
más envuelto en el dolor, porque en ese pobre se ve y se encuentra a Cristo”. De
este anhelo de vida más evangélica surgió la “Fraternidad de Cristo”. Los que
podrían llamarse Estatutos fueron redactados por el propio Padre Hurtado. Los
miembros de la Fraternidad quedaban obligados por promesa a los tres votos
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clásicos de pobreza, castidad y obediencia, cada uno según su estado, y, como los
jesuitas, hacían un cuarto voto: el de servir al pobre, especialmente en el Hogar de
Cristo.
Después de su muerte el Hogar de Cristo siguió creciendo. Hoy, en el año 2003, a
los cincuenta años de ella, está extendido en más de 60 ciudades de Chile y en
unas 800 obras desde Hospederías, Hogares de mujeres, de niños y de ancianos,
Talleres, Policlínicos, Hospitales. Casas de rehabilitación para drogadictos, etc.
Funciona también la Funeraria Hogar de Cristo, la Fundación Viviendas Hogar de
Cristo y la Universidad del Trabajador, Infocap, para capacitar a los más
desheredados en pro de un trabajo digno.
Viajes de estudio y de renovación apostólica
Los Superiores decidieron pedirle que aceptara la invitación que le hacía Monseñor
O’Hara, obispo de Kansas City a visitar los Estados Unidos para estudiar sociología
y conocer las experiencias del catolicismo norteamericano. Así podría descansar,
renovarse, ya que en Chile le era difícil Y Alberto Hurtado viajó al norte. Primero se
detuvo en Costa Rica, porque quería conocer y conversar con el Arzobispo Sanabria
que había establecido el Movimiento Rerum Novarum con 75 sindicatos cristianos.
Después fue a Kansas City, y durante cuatro meses se movió incansable por toda la
Unión y alcanzó, incluso a hacer un viaje rápido a Montreal, en Canadá.
Durante ese viaje no dejó de mantenerse informado y consultado sobre su Hogar
de Cristo. Visitó y admiró, entre otras instituciones, la famosa Ciudad del Niño del
Padre O´Flanagan. Y escribió apuntes de sus experiencias y vivencias espirituales
que después se han recogido y publicado con el nombre que él mismo puso en su
cuaderno: “Cómo vivir la vida”.
Al llegar a Chile, en marzo de 1946, empezó a escribir su libro “Humanismo Social”.
Este libro, en verdad, es un testimonio de primer orden para conocer el
pensamiento del Padre Hurtado, cuando apartado ya del apostolado exclusivo con
los jóvenes se va orientando a un nuevo campo de actividades. Lo publicó en
septiembre de 1947. Su libro anterior tenía un prólogo de su amigo Osvaldo Salinas
Fuenzalida, éste tuvo el de su otro amigo obispo, Manuel Larraín Errázuriz.
A comienzos de 1947, el General de la Compañía nombró como Provincial en Chile
al P. Alvaro Lavín Echegoyen, el amigo más íntimo del Padre Hurtado en la
Compañía, tal vez con la excepción del Padre Vives. Habían asistido a las mismas
clases de latín en el Colegio San Ignacio y habían sido compañeros de filas en la
Décima Compañía del Regimiento Yungay. Alvaro Lavín había entrado en la
Compañía varios años y por eso pudo ser el Presbítero Asistente en la Primera Misa
de Alberto. Eran amigos. Y el Padre Lavín siempre quiso mantenerse cerca de
Alberto.
Éste en julio de 1947 le escribió: “¿Será mucha audacia pedirte que pienses si sería
posible que asistiera este servidor al Congreso de París? Te confieso que lo deseo
ardientemente, porque me parece que me sería de mucho provecho para ver las
nuevas orientaciones sociales y apostólicas. Podría ver cómo enfocan en España y
Francia. Se trataría de un viaje rápido. Los medios económicos creo que yo podría
encontrarlos”
Y como no era audacia, el Padre Lavín le dio el permiso. Feliz el Padre Hurtado
partió a Versailles a la Semana Internacional de Estudios, dedicada al Apostolado
moderno, y a la que sólo habían sido invitados los doscientos jesuitas más
competentes de toda la Compañía. El organizador del Congreso, el P. Boscé escribió
después agradecido al Padre Lavín, pues la actuación del Padre Hurtado había sido
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“bien marquée”. Corrió el comentario, esto lo supo el Provincial de Chile, que
algunos padres franceses habían indicado al Padre Hurtado como un posible futuro
General de la Compañía.
Y permaneció en Europa, con una nueva licencia del P. Lavín, hasta enero de 1948,
visitando España, Italia, Bélgica, Holanda y Alemania. En París estuvo con el
Cardenal Suhard, y también en los cuartuchos de los sacerdotes obreros. También,
con l’abbé Pierre en un suburbio y comió con él, porque alguien había llevado una
lata de porotos en conserva. Más adelante descubrirá a los Petis Frères del P.
Voillaume, seguidores de Carlos de Foucauld.
Y después de un breve viaje por España: Madrid, Valencia y Barcelona, volvió a
París para ir a Roma donde quería entrevistarse con su antiguo Rector en Lovaina y
ahora General de la Compañía de Jesús.
La entrevista con el Papa
Después de una serie de entrevistas con el Padre General, quien le volvió a
demostrar un excepcional interés y simpatía por su persona y sus puntos de vistas,
el Padre Hurtado obtuvo el 8 de octubre una audiencia privada con el Santo Padre.
Para conocimiento de Pío XII el Padre Hurtado había redactado un memorándum
que el propio General de la Compañía había corregido previamente por su mano.
En él explicó, después de una nota referente a toda América Latina, la situación
social, religiosa y política de Chile. En cada uno de estos aspectos presentó su
visión: la misma que había expuesto en sus libros y en tantos artículos y
conferencias. Al fin expone los puntos que a él le parecen “problemas urgentes”, la
pérdida de confianza de muchos fieles en la Jerarquía, el avance del marxismo y la
campaña protestante, y solicita la gracia y bendición para su trabajo social,
mediante la Asich, Asociación sindical chilena, entre los obreros de Chile.
El Papa lo animó a proseguir su labor social al término de la audiencia. Y el Padre
General, cuya aprobación le era igualmente necesaria le demostró una simpatía
excepcional por sus ideas.
Al año siguiente, el P. Janssens antes de enviar a toda la Compañía
una
Instrucción sobre el Apostolado Social de la Compañía, e incluso antes que los
Padres Asistentes de su Consejo la conocieran, remitió los borradores al Padre
Hurtado, para que éste le hiciera las sugestiones que estimara convenientes, cosa
que ya le había pedido en Roma cuando tenía la Instrucción en proyecto.
Cuando salió de Roma viajó a l’Arbresle, en Francia, a la casa donde un admirable y
audaz equipo de sacerdotes y laicos, dirigidos por un dominico, el Padre Joseph
Lebret, estudiaba la manera práctica de hacer la síntesis de Economía y
Humanismo en nuestro tiempo.
El 8 de enero de 1948 aterrizó en Chile. Traía como un tesoro la hoja de la
Secretaría de Estado de Su Santidad, en la que Monseñor Domenico Tardini,
subsecretario para los Asuntos Extraordinarios le comunicaba que Su Santidad
había examinado atentamente el memorial que había puesto en sus manos y
hallado en su lectura “una confirmación de la grave situación moral y social de
Chile y por eso quería alentar calurosamente el propósito que le había expuesto de
ayudar al generoso grupo de laicos seglares que se proponía desarrollar un vasto
plan de trabajos sociales según los principios de la doctrina católica, bajo la
dependencia de la jerarquía eclesiástica y con plena sumisión a ella, apartado
completamente de la política de los partidos”. Este programa le había parecido al
Papa “sólido y lleno de esperanzas” y en prenda de los celestiales favores que
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esperaba para el apostolado al cual el Padre Hurtado quería dedicarse, le enviaba
“con paternal afecto una especial Bendición Apostólica”.
Este supremo espaldarazo le resultó al Padre Hurtado muy consolador y necesario.
La Asich, Asociación sindical chilena
Un reportaje que le hizo el mejor periodista chileno sobre su viaje a Europa y las
intenciones de fundar “una central sindical católica con el visto bueno del Papa”
provocó una verdadera tormenta, a pesar de que el Padre Hurtado había creído que
mencionar al Papa serviría para suavizar asperezas.
El trabajo fue muy duro. La ley chilena establecía el sindicato único en cada
empresa. Y entre los sindicatos ya organizados no había prácticamente ninguno en
el cual los católicos tuviesen una influencia determinante. No había más remedio
que partir con los pocos obreros y empleados dispersos en los sindicatos,
agruparlos en alguna forma, adoctrinarlos y lanzarlos a la lucha en sus respectivas
organizaciones. La Asich trabajaría con sus equipos de empleados y obreros que
actuarían como células en el seno de la organización sindical, y sometidas a una
estructura basada en la jerarquía y la disciplina. Para pertenecer a la institución no
sería necesario ser católico, sólo bastaría aceptar los principios de un orden social
basado en las encíclicas sociales de los Papas.
Al cabo de su primer año, la Asich ya comenzaba a funcionar. Tenía una sección de
obreros, una cincuentena, que se reunían en cursos de formación sindical, y otra de
empleados, que podía agrupar a un mayor número y a dirigentes ya formados.
Al término de la Conferencia Episcopal de 1950, el Cardenal José María Caro le
dirigió una carta al capellán de la Asich en la que expresó: “La Conferencia
Episcopal ha creído conveniente, junto con alabar el celo y abnegación de los que
trabajan en una obra de tanta urgencia y necesidad, cual es la Acción Sindical, el
reconocer a la “Asich” como la institución donde los católicos pueden cumplir su
Acción sindical, dentro de las doctrinas sociales de la Iglesia y en íntima
colaboración con las otras iniciativas que el Secretariado Económico Social
promueve”.
Era el reconocimiento oficial, el eco chileno a la carta que el Papa, a través de
Monseñor Tardini, había bendecido a la Asich tres años antes. Pronto la Asich tuvo
un periódico quincenal, “Tribuna sindical”, cuyo tiraje era de 3.500 ejemplares.
Y en medio de la vorágine de su trabajo encontró tiempo para escribir otros dos
libros: “El Orden social cristiano” en dos tomos con los documentos sociales de la
Iglesia, y “Sindicalismo, historia, teoría y práctica.
La Revista Mensaje
En 1950 el Padre Hurtado terminó de pensar en la necesidad de publicar una
revista. Y le escribía a su amigo el P. Alvaro Lavín, su Provincial, pidiendo su
permiso: “No sería de carácter literario, ni tampoco piadoso, sino más amplia: de
orientación. Urge publicarla porque hay una gran desorientación, sobre todo entre
los jóvenes y nosotros contamos con un equipo de Padres muy concordes en su
criterio, unidos y bien formados, tal vez como en ningún otro país americano. Hay
obispos que la desean, la Conferencia Episcopal alentó el proyecto y numerosos
seglares colaborarían con gusto”
El 1 de octubre de 1951 nació su revista y que él quiso llamar “nuestra” y con el
nombre “Mensaje” aludiendo al mensaje que el Hijo de Dios había venido a traer a
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la tierra y cuyas resonancias la revista quería prolongar. Él escribió el primer
editorial e hizo votos para que se prolongara en el tiempo.
La Revista Mensaje lleva ya más de 50 años de vida. Es la revista más antigua de
Chile que continúa apareciendo mes a mes. Muchas otras han quedado en el
camino.
Los días de la enfermedad
Siempre el Padre Hurtado creyó que iba a morir joven y de repente. Lo dijo muchas
veces. Creía en los antecedentes familiares. Al comienzo no fue algo espectacular.
Cuando principió a sentirse mal, a mediados de 1951, ya sabía que tenía la presión
arterial alta y por eso mismo se resistía a recurrir a los médicos. Algo andaba mal
y, como tantos enfermos, quería cerrar los ojos a su enfermedad para poder seguir
su trabajo.
Pero a mediados de noviembre, las fuerzas le fallaron claramente. Si se quedaba en
Santiago sería imposible mantenerlo en reposo. El Padre Alvaro Lavín, que lo
conocía tan bien, hizo que se lo enviara a Valparaíso, en donde un Superior muy
enérgico podría tenerlo en jaque descansando. Se resfriaba y la amigdalitis era
frecuente. Con todo podía seguir despachando su correspondencia y planear
trabajos para la Asich y Mensaje.
En los meses de verano siguió trabajando, instalado en su rincón favorito de la
Casa de Calera de Tango, la de las vacaciones de los jesuitas. Le gustaba pasear
por el viejo parque, junto a la laguna y a lo largo de la avenida de cipreses. Los
jesuitas, especialmente los jóvenes estudiantes lo perseguían discretamente, le
pedían consejo, y ese contacto con la juventud a él también parecía rejuvenecerlo.
Una colitis rebelde lo tenía con un régimen muy estricto. Pero no tenía
presentimientos. Ya pasarían los achaques y volvería a su trabajo.
Vuelto a Santiago quiso preparar los Ejercicios que pensaba dar en Semana Santa,
en la Casa del Noviciado, como lo había hecho siempre. Pero no le fue posible. Un
dolor se le instalaba en el pie y otro dolor le hacía oprimirse la región del hígado.
Debe ser el hígado, decía, y se quedaba conforme.
Uno de sus amigos se le encaró un día y le dijo: Padre, le tengo pedida una hora
con el Dr. Rodolfo Armas Cruz. Mañana lo paso a buscar. Él contestó: Pero, Lucho,
ese médico es uno de los más importantes de Chile, que me vea sólo el de siempre.
El Dr. Armas Cruz lo examinó cuidadosamente. El dolor del pie se había extendido y
claramente era una flebitis. Para saber la causa de la colitis persistente indicó una
serie de exámenes. El Padre quería eximirse de los exámenes pero el médico
insistió. Estaba adelgazando a ojos vistas. Él trataba de mantenerse en pie y a
duras penas podía celebrar su misa diaria.
El 15 de abril sacó fuerzas de flaqueza para irse con ese amigo a Talca, porque
deseaba hablar en la Catedral en la celebración de las bodas de plata sacerdotales
de su gran amigo Manuel Larraín. “Estoy como para irme a Calera de Tango y
tirarme allá” le dijo a Lucho antes de salir. Entonces, dejemos el viaje. “No, eso sí
que no. No me conformaría nunca no haber estado con Manuel en el día de
mañana.” Y ahí estuvo, en la Catedral llena de gente, hablando en el solemne
silencio sobre el misterio y la grandeza del sacerdocio. Era la vida del amigo y la
propia la que él justificaba.
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Nunca más volvería a hablar en público. Sólo le quedaba ofrecer el sacrificio. Y
ofrecerse él mismo.
Poco después el P. Lavín le pidió que fuera a pasar unos días en Algarrobo, en casa
de su pariente y muy amigo Arturo Echazarreta Larraín y de su esposa, prima del
Padre, María Hurtado, con la esperanza de que los aires marinos y natales le dieran
alivio. Y como el mal lo minaba, él mismo pidió al Padre Provincial que lo fueran a
busca. Regresó, y esa noche alojó en la Casa del Noviciado que él había construido
y tanto quería. Al día siguiente, con gran dificultad se levantó y pudo celebrar la
misa, el 19 de mayo, por última vez. Llegado a Santiago debió guardar cama hasta
el final de sus días.
Cáncer al páncreas
Estando aun en su pieza del Colegio San Ignacio, sufrió el 21 de mayo un doloroso
infarto pulmonar. Pidió la Santa Unción y Viático expresando a todos los jesuitas su
fe, esperanza y entrega feliz al Señor. Pidió además se comunicara a su querido
amigo el Padre General Juan Bautista Janssens su recuerdo muy agradecido y su
amor a la Compañía de Jesús.
Superó ese infarto, pero los médicos que lo atendían, Rodolfo Armas Cruz y Ricardo
Benavente, descubrieron la causa última y fatal de sus dolencias. Diagnosticaron
“Cáncer al páncreas” y, para hacer los esfuerzos posibles en el aliviarlo pidieron que
fuera trasladado al Hospital Clínico de la Universidad Católica. Para el Padre
Hurtado dejar su pieza de religioso fue doloroso, pero no puso objeciones.
El diagnóstico se mantuvo en secreto algunas semanas. Sólo lo supieron su íntimo
amigo, Monseñor Manuel Larraín, y su Provincial.
El Cardenal Arzobispo, Monseñor José María Caro Rodríguez, lo fue a ver a su pieza
en la Universidad. Y le renovó el permiso que había dado en el mes de enero de
que todos los días se pudiera celebrar la misa en su aposento. Un grupo de
sacerdotes jóvenes, de los formados por él, o habían discernido con él la vocación,
la dijeron siempre, y a veces varios en el mismo día.
Una de sus más fieles colaboradoras, la señora Marta Holley de Benavente, que
podía entrar por ser esposa del Dr. Benavente, iba todos los días a verlo y anotó
cuidadosamente todas las alternativas de la enfermedad, porque ya sabía que iba a
morir. Este Diario ha sido publicado y es de un patetismo impactante.
El día 23 de julio hubo junta de médicos y todos estuvieron de acuerdo en que ya
no había nada que hacer. El Dr. Rodolfo Armas Cruz y el Rector del Colegio San
Ignacio, el Padre Pedro Alvarado, s.j. le comunicaron al Padre la realidad de su
estado. Su reacción fue la de siempre, la de una persona totalmente entregada a la
voluntad amorosa de Dios. Cuenta el Padre Lavín: Esa mañana yo había tenido que
ir por razón de mi cargo a la Casa del Noviciado. Estando allí recibí un llamado
telefónico diciendo que el Padre Hurtado pedía que yo fuera a hablar con él. Dada
su delicadeza, de no querer molestar a nadie, me pareció raro, porque había estado
con él hacía pocas horas. Fui inmediatamente. Y me recibió con estas palabras que
jamás olvidaré: “Me he sacado la lotería, me he sacado la lotería. Me he atrevido a
molestar para que me ayude a dar gracias a Dios” Y se le llenaron los ojos de
lágrimas, pero añadió: “Podré llorar de emoción, pero créame, Padre, estoy feliz,
muy feliz”
Y pidió que la puerta de su pieza en el Hospital quedara abierta, para todos lo que
quisieran despedirse. Él quería verlos a todos.
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Y el flujo de visitantes ya nadie lo pudo contener. Unos estudiantes jesuitas se
turnaban para pedir que las visitas fueran más bien breves para no cansarlo. Volvió
a venir el Cardenal, una y otra vez, el Nuncio Apostólico, los obispos de Chile,
también su amigo Osvaldo Augusto Salinas quien le pidió perdón por sus diferencias
en la época de la Acción Católica, sacerdotes, seminaristas, todos los jesuitas,
religiosas, senadores y diputados, ministros de Estado, las señoras de la
Fraternidad de Cristo, la esposa del Presidente de la República, los empleados y
obreros de la Asich, cientos de jóvenes y dirigidos espirituales. A Monseñor Manuel
Larraín lo miró largo rato en silencio y después le pidió que se preocupara de todos
los problemas de la Iglesia que quedaban pendientes. Algunas de las monjitas
alemanas del Hospital estaban verdaderamente asombradas con esa afluencia de
gente y querían controlar de alguna manera, pero parecía imposible. “Contento,
Señor, contento”, repetía él, una y otra vez, mientras trataba de sonreír y bendecir.
El día de la muerte
En la madrugada del 18 de agosto se estaba muriendo. El Dr. Benavente ordenó
sedantes. Pero Alberto suplica que no, porque desea comulgar. Su primo hermano,
y ahijado de bautismo, el Pbro. Carlos González Cruchaga, más tarde obispo de
Talca, le celebra la Eucaristía y le da la comunión, la cual apenas puede tragar.
A las once se le empezó a velar la mirada. El Dr. Armas le tomó la mano y le
preguntó suavemente cómo se sentía. El contestó: Muy mal. El médico volvió a
preguntar ¿Tiene algún dolor?. Los labios resecos se movieron apenas, y Alberto
apretó la mano del médico y se la llevó a la boca para besarla.
Luego entró en agonía. A las dos y media de la tarde los jesuitas rezaron a su
alrededor las oraciones de la recomendación de su alma. A las cinco, cuando el
aposento está lleno de gente, y también los corredores, el Padre entregó su alma al
Creador.
Y el Padre Lavín comenzó a rezar las preces de los difuntos.
El Dr. Rodolfo Armas Cruz dijo después: “Estuve tratando enfermos desde 1927
hasta 1992, algo como 65 años. Es difícil comparar, pero en esta larga experiencia
de médico, nunca vi a un moribundo que esperara a la muerte con esa serena
alegría, sin temor, más bien con impaciencia, como el Padre Hurtado. Fue algo
asombroso.”
Los funerales
Al llegar los restos a la iglesia de San Ignacio, como a las 7 de la tarde, ya lo
esperaba una multitud de gente, que comenzó a rezar y a desfilar junto a su ataúd,
lo que se prolongó muchas horas, hasta avanzada la noche, para continuar todo el
día siguiente, desde las cinco de la mañana hasta medianoche con emocionantes
escenas de dolor. El día 19 celebraron dos obispos: uno dijo una misa a la que
asistió todo el Colegio, y otro para el público.
Todas las emisoras de radio comunicaban, una y otra vez, la noticia de su muerte y
su traslado a San Ignacio. Todos los diarios del país pusieron esta noticia en la
primera página, con largos reportajes de sus obras y de su vida.
La misa de funerales la celebró Monseñor Manuel Larraín, obispo de Talca y amigo
de toda su vida. El P. Alvaro Lavín hizo de Presbítero asistente y el Pbro. Carlos
González Cruchaga ofició de diácono. En el Presbiterio asistieron el Cardenal
arzobispo de Santiago Monseñor José María Caro Rodríguez, el Nuncio Apostólico de
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Su Santidad Monseñor Mario Zanín, otros cuatro obispos, muchos sacerdotes, fuera
de todos los jesuitas. Cantó la Misa el Coro del Seminario, que vino íntegro, el
Seminario Mayor y Menor, acompañados por sus profesores y rector.
La oración fúnebre de Monseñor Larraín fue magnífica y a muchos le pareció como
inspirada.
“Un gran silencio, entrecortado sólo por la plegaria, era el único elogio que el Padre
Hurtado ambicionara. Un gran silencio también, donde esconder un gran dolor,
hubiera sido también lo único que el amigo de toda una existencia, en estos
instantes deseara. Y, sin embargo, es necesario decir en palabras lo que murmuran
las lágrimas. Si silenciáramos su lección, desconoceríamos el tiempo de una gran
visita de Dios a nuestra patria”.
Esta frase, de una gran visita a Chile, la hizo suya el Santo Padre en su homilía en
el día de la Beatificación.
A la salida de la iglesia, la multitud asombrada observó que en el Cielo se delineaba
perfectamente una cruz formada por las nubes. Centenares y centenares de
personas la pudieron contemplar y aún captar por medios de máquinas
fotográficas. La prensa publicó las fotografías al día siguiente.
La carroza fue arrastrada por cientos de admiradores, también mendigos y niños
del Hogar de Cristo, por 38 cuadras, más de 5 km., hasta la Parroquia de Jesús
Obrero. Se tenía la autorización civil y religiosa para enterrarlo en una Capilla
lateral, semi independiente, cumpliendo así los deseos del Padre de quedar junto al
Hogar de Cristo.
Los elogios al Padre Hurtado
En el Senado y en la Cámara de Diputados se hicieron sendos homenajes a su
memoria y a su obra, por la boca de parlamentarios de todas las ideologías;
asimismo en la Municipalidad de Santiago, cuyo alcalde tuvo, además, el discurso al
enterrar sus restos.
En el primer aniversario de su muerte se celebró una Magna Asamblea que repletó
el Teatro Municipal de Santiago.
El año 1954, por ley de la República se cambió el nombre del pueblo de Marruecos,
donde el Padre había construido la Casa de Formación de los jesuitas y la Casa de
Ejercicios, por el de “Padre Hurtado”
Y empezaron a llegar a la Compañía de Jesús innumerables peticiones solicitando
que se iniciaran los Procesos eclesiásticos para su canonización.
Los Procesos de beatificación y canonización
El 20 de octubre de 1970 la Compañía de Jesús en Chile pidió que se introdujera la
Causa de canonización del Padre Hurtado.
El 21 de enero de 1977 el cardenal arzobispo de Santiago, Monseñor Raúl Silva
Henríquez, introdujo la causa. Desde esta fecha es Siervo de Dios.
El 13 de octubre de 1982 el Tribunal eclesiástico designado por el arzobispo de
Santiago terminó la Investigación diocesana sobre la vida, virtudes y fama de
santidad del siervo de Dios, y envió las actas a la Congregación para las Causas de
los Santos.
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El 2 de julio de 1991 se inició en el Arzobispado de Santiago el análisis de pruebas
sobre un presunto milagro debido a la intercesión del Padre Hurtado.
El 5 de noviembre de 1991 la Congregación para las Causas de los Santos aprobó la
heroicidad de las virtudes del Padre Hurtado. Desde esta fecha es Venerable.
El 8 de enero de 1992 terminó la Investigación diocesana sobre las pruebas del
presunto milagro presentado en Santiago. Los documentos fueron enviados a
Roma.
El 10 de febrero de 1993 el milagro atribuido al Padre Hurtado fue aprobado, con
voto unánime, por la Consulta Médica de la Congregación para las Causas de los
Santos.
El 4 de junio de 1993 el milagro aprobado por los médicos fue también aprobado
por el Congreso de teólogos de la Congregación para las Causas de los Santos.
El 9 de noviembre de 1993 la Sagrada Congregación ratificó la aprobación de dicho
milagro. Y el 23 de diciembre de 1993 el Santo Padre firmó el Decreto de
beatificación.
El 16 de octubre de 1994 se celebró en Roma la Beatificación del Padre Hurtado.
El 3 de mayo del 2001 en la diócesis de Valparaíso se inició la Investigación
diocesana sobre un “presunto milagro” presentado como requisito para la
canonización.
El 18 de octubre del 2001 en la diócesis de Valparaíso se tiene la Sesión de
clausura de esa Investigación. El proceso fue en viado a la Congregación para las
causas de los santos.
El 8 de octubre del 2003 el presunto milagro atribuido al Padre Hurtado fue
declarado, con voto unánime, por la Consulta Médica de la Congregación para las
Causas de los Santos, como recuperación repentina, total e inexplicable según la
ciencia médica. .
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