Mujer y democracia en España: Evolución jurídica y realidad social

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Mujer y democracia en España:
Evolución jurídica y realidad
social
Esperanza Bautista Parejo
Abogada
Democracia y derechos humanos suelen ser coincidentes, por eso,
hablar de la evolución de la situación jurídica de la mujer equivale a
recordar el largo camino recorrido en la conquista de sus derechos y
el proceso que se ha seguido hasta verlos recogidos en los diferentes
textos legales.
La memoria histórica es algo que nos ayuda a evitar la repetición
de nuestros errores. De ahí que recordemos, en primer lugar una visión
de la situación jurídica de la mujer en un tiempo aún cercano, pero
que aparece a nuestros ojos perdido en la noche de los tiempos porque,
ante los logros adquiridos en la lucha de la mujer por la igualdad y la
dignidad, se nos puede olvidar que, cuando el talante democrático de
los legisladores y demás miembros de la sociedad no acompaña a los
principios legales, surgen reacciones en contra del avance de la mujer
que restarán efectividad al ejercicio de sus derechos en la sociedad.
1.
ANTECEDENTES
A pesar de los cambios sociales que comenzaron a surgir a finales
del siglo pasado, y a pesar de la lucha por los derechos de la mujer de
insignes juristas como Concepción ARENAL, políticas como Clara
CAMPOAMOR, O escritoras como Emilia PARDO BAZAN, en España, las
mujeres hemos tenido que esperar mucho, casi hasta la llegada de la
democracia, para ver recogidos plenamente nuestros derechos en la
Ley. Esta lucha se concreta en cuatro campos especialmente significativos: el derecho a la educación; los derechos políticos, profesionales
y laborales; los derechos dentro de la institución familiar y los derechos en el ámbito del orden penal.
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Recordar el contexto socio-jurídico en que se enmarca la lucha de
estas mujeres, y la de otras muchas, puede ayudar a comprender algunas de las «razones» legales de ese complejo de inferioridad de la mujer de que hablaba Emilia PARDO BAZAN. La legislación del sistema
político liberal mantenía una continuidad básica con la Novísima Recopilación y, aun inspirándose en la Revolución Francesa, no mejoraba las relaciones asimétricas que en el antiguo Régimen discriminaban a la mujer. La normativa que se inspira en el Código napoleónico
dio lugar a situaciones restrictivas para las mujeres. Además de constituir una situación de hecho, las diferencias de género en la sociedad
se vieron entonces reforzadas por la ley.
El derecho a la educación
La preocupación de Concepción ARENAL por la educación de todos los miembros de la sociedad, y en concreto por la de la mujer, es
uno de los ejes principales de su pensamiento. En el informe que presentó al Congreso Pedagógico de 1892, decía: «... Lo primero que necesita la mujer es afirmar su personalidad, independiente de su estado,
y persuadirse de que soltera, casada o viuda, tiene deberes que cumplir,
derechos que reclamar, dignidad que no depende de nadie, un trabajo
que realizar, e idea de que la vida es una cosa seria y grave... Dadme
una mujer que tenga esas condiciones y os daré una buena esposa y
una buena madre, que no lo será sin ellas. Y si permanece soltera, puede ser muy útil, mucho, a la sociedad, harto necesitada de personas
que contribuyan a mejorarla, aunque no contribuyan a la conservación
de la especie» (1). Para ella, la idea fundamental en torno a la que gira
el cambio social estaba en la soberanía personal y creía que la revolución que estaba por hacerse había de tener lugar en las conciencias. Por
eso es importante la instrucción y la moralización (2), y tenía muy claro que uno de los medios de dignificar a la mujer consistía en su educación, que debía elevarse y extenderse, pues «si la educación es un met í ) Emilia PARDO BAZAN: «La educación del hombre y de la mujer. Sus relaciones y
diferencias». Memoria leída en el Congreso Pedagógico de 1892, La mujer española y otros
artículos feministas. Selección y prólogo de Leda Scniavo, Real Academia Gallega, Editora
Nacional, Madrid.
(2) Concepción Arenal denuncia que el progreso material y el moral no crecen en lamisma proporción. C. ARENAL: «Cartas a un obrero», Obras Completas, tomo VII, 1995.
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dio de perfeccionar moral y socialmente al educando; si contribuye a
que cumpla mejor su deber, tenga más dignidad y sea más benévolo; si
procura fortalecer cualidades esenciales, generales siempre, aplicables
cualquiera que sea la condición y circunstancias de la persona que forma y dignifica; y si la mujer tiene deberes que cumplir, derechos que
reclamar, benevolencia que ejercer, nos parece que entre su educación
y la del hombre no debe haber diferencias» (3).
Aunque hoy día nos pueden parecer insuficientes algunos de los
derechos reclamados por Concepción ARENAL para terminar con la
discriminación de la mujer, también es cierto que hizo mucho a favor
de su liberación y de la igualdad de oportunidades educativas y, en
muchas ocasiones, se adelantó a su época, sin caer en tópicos y prejuicios. Por ello, se la puede considerar como una de las primeras y
más grandes defensoras de los derechos de la mujer porque, si bien su
pensamiento se contextualiza en las preocupaciones y los condicionamientos propios del siglo XIX, lo cierto es que por lo universal de muchos de sus planteamientos, siempre se pueden encontrar rasgos sugerentes para nuestras preocupaciones actuales. Y también es cierto que
su huella se dejó sentir muy pronto en esa nueva mentalidad, surgida
a principios de nuestro siglo, sobre la igualdad de los sexos y de sus
derechos a participar en el desarrollo de la sociedad. Instituciones
como la Institución Libre de Enseñanza o la Institución Teresiana
plasman la inquietud intelectual por la educación y la formación personal, cultural y profesional de la mujer.
El derecho jurídico de la mujer a participar en todos los niveles
de la enseñanza no se reconoció hasta el Real Decreto de 5 de marzo
de 1910. Por primera vez la escolarización de las niñas estuvo respaldada por la legislación. Sin embargo, la enseñanza se enfoca más
como una preparación para sus futuras responsabilidades familiares,
más como un período de espera antes de casarse, que como un reco(3) En el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, núm. 37, de 31 de octubre de
1892, podemos leer lo que decía C. Arenal sobre la educación: «Si la educación no debe
prescindir de la inteligencia, no se dirige exclusivamente a ella, sino a todas las facultades
que constituyen el orden moral y social, a los impulsos perturbadores para contenerlos, a
los armónicos para fortificarlos, a la conciencia para el cumplimiento del deber, a la dignidad para reclamar el derecho, a la bondad para que no se apure contra los desventurados. La educación procura fortalecer el carácter, hacer del sujeto una persona con cualidades esenciales generales, de que de no podrá prescindir nunca y necesitará siempre si ha de
ser como debe.»
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nocimiento oficial de sus estudios y de su preparación para ocupar un
puesto de responsabilidad en el desarrollo de la sociedad.
Al finalizar el siglo XIX no llegaban al 10% las mujeres que sabían leer y escribir. En los primeros años del siglo XX, niños y niñas
comienzan a estar juntos en las aulas, pero las actividades son diferentes en función del sexo. Las familias van comprendiendo la necesidad
de la alfabetización de las niñas, pero los colegios de las niñas son distintos y la enseñanza que se imparte en el nivel primario es diferente.
A las niñas se las prepara para ser buenas esposas, madres y amas de
casa y se les enseña sobre todo religión y labores. Los centros de Enseñanza Secundaria ven aumentado el número de alumnas, pero el
profesorado es masculino. María de MAEZTU introduce en el Instituto-Escuela la coeducación. Se dan los primeros pasos para abrir el
mundo del trabajo a la mujer y aparecen estudios para ella en los centros de Formación profesional; en la Facultad de Medicina se comienzan a reconocer oficialmente los títulos de comadrona, enfermera y
puericultura y surgen centros dedicados a la preparación de la mujer
en otros campos y actividades. Son focos importantes de preparación
laboral la Universidad Profesional de Acción Católica, la Escuela
Central de Idiomas y el Real Conservatorio de Música y Declamación, en los que se prepara para una dedicación pública. La labor docente encuentra su ámbito oficial en la Escuela Normal Central y en
la Escuela de Estudios Superiores del Magisterio. Aumenta el número
de alumnas en la Universidad y hacia 1920, Clara Campoamor funda
la Asociación de la Juventud Universitaria Femenina.
Pero si los objetivos de una política educativa por erradicar el
analfabetismo habían comenzado a cumplirse, sin embargo en 1940
el 3 7 % de las españolas era todavía analfabeta. La lucha por la libertad y la igualdad de oportunidades tenía aún que esperar la llegada de
tiempos mejores, quizá porque seguía sin tenerse en cuenta la situación de inferioridad en que se encontraba la mujer, tanto en ese proceso como en el social y cultural en general.
Los Derechos Políticos, Profesionales y de Trabajo
Clara CAMPOAMOR destacó por su constante, abnegada y decidida
defensa de los derechos de la mujer como persona, de su igualdad, de
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su libertad y capacidad de participación. En 1925 comenzó a ejercer
la profesión de abogado; como diputada al Parlamento fue muy importante su participación en el debate parlamentario sobre el tema de
la concesión del voto a las mujeres. Sus argumentos en pro de la
igualdad de derechos de hombres y mujeres, de la igualdad de oportunidades laborales y educativas, parten del convencimiento de que la
concesión del voto a las mujeres beneficia a la democracia y en su
confianza en que el ejercicio del derecho político del sufragio supone
un paso decisivo para la consideración y la participación social de la
mujer. Este derecho al voto fue el único que permaneció cuando se
implantó la Dictadura en España.
El triunfo del liberalismo dio lugar a un sufragio censitario tan
restringido que sólo abarcaba entre el 0,8% y el 4 , 5 % de la población. La inmensa mayoría de los varones, además de la totalidad de
las mujeres, quedaba fuera de la participación política. El sexenio liberal implantó el sufragio universal, pero exclusivamente para los
hombres, y la Restauración retrocedió a la situación anterior al «68».
En 1890, mientras el derecho a voto se extiende a los hombres de todas las clases sociales (4), aparece la exclusión del sufragio por razón
del género.
De esta manera, en tanto que la sociedad de clases es definida
como igualitaria jurídicamente, mujeres y hombres están en cambio
considerados en las leyes de modo claramente desigual: hay derechos
que se niegan a todas las mujeres por el simple hecho de serlo. Y el
derecho al trabajo era uno de ellos.
En este punto, surge una primera distinción que atañe directamente a las mujeres: la del trabajo productivo, y por tanto remunerado, y el trabajo «doméstico» que, a priori, queda siempre clasificado como no productivo. Un campesino bretón, al recordar la jornada
de su madre a finales del siglo XIX, nos pinta el siguiente panorama:
«... después de levantarse, se ocupaba de los animales: preparar las sobras para el cerdo, ordeñar la vaca. Daba de comer a los niños, los enviaba a la escuela, trabajaba en un pequeño retazo de encaje y regre-
(4) Gloria NlELFA CRISTÓBAL: «El Nuevo Orden liberal», en Bonnie S. Anderson y
Judith P. Zinner (1992): Historia de las mujeres: una historia propia, apéndice «Historia de
las mujeres en España», 2 vols., Crítica, Barcelona, pág. 620. Para una visión de conjunto
del siglo XIX, ver págs. 617-634.
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saba andando media legua hasta donde había llevado a pastar la vaca.
Algunas tareas domésticas, algunas ropas que lavar y las ocupaciones
del día continuaban: tener la comida al medio día preparada, hacer
ganchillo mientras volvía al campo, trabajar la tierra con todas las
fuerzas que pudiera reunir, volver tirando de la cuerda de la vaca, con
la espalda cargada de heno, o una pesada cesta en la mano; encontrar
a los niños en casa, conseguir que se portasen bien e hiciesen los deberes, remendar la ropa rota, rabiar y enojarse o reír abiertamente, según las circunstancias; engordar al cerdo, ordeñar la vaca por segunda
vez, cocinar las gachas o las patatas, meter a todos los crios en la
cama, poner orden, volver a su ganchillo o a su costura... esperar al
padre y no meterse en la cama hasta que él no lo hiciera» (5). Esta escena muestra cómo en el mundo rural se da a la vez este espacio de
trabajo y ocio en el que, como recuerda Gloria NlELFA, no se da la separación entre lugar y horario, entre trabajo y vida, algo bien conocido por al ama de casa de cualquier medio y época histórica. Pero esto
muestra también hasta qué punto le resulta difícil a la sociedad discernir en el trabajo de las mujeres lo que se considera trabajo «productivo» y «doméstico».
La oportunidades laborales consistían principalmente en el servicio doméstico, seguida de la artesanía, la confección y, cómo no, la
prostitución. Pero incluso en el trabajo productivo, la desproporción
salarial en la mano de obra femenina ha estado siempre presente (6).
Esta situación estaba aceptaba por la sociedad y por las propias mujeres como algo que pertenecía al orden natural. En el Congreso Pedagógico de 1892, ante la afirmación de algunas congresistas acerca de
la admisión de la mujer en todas las profesiones, Ana María SOLO DE
ZALDIVAR, que llega a decir que no creía que eso «pueda ser ni hoy ni
mañana practicable en España», opone el siguiente argumento: «Opino que es de todo punto impracticable que la mujer española, cualquiera que sea su estado y condiciones, pueda ejercer estas profesiones —Medicina y Derecho—, pues le es difícil acusar a un delincuente, ponerse en relaciones directas con un criminal en las cárceles,
y mucho más pedir la cabeza de un reo o firmar una sentencia de
(5) Historia de las mujeres. Una historia propia, vol. I.
(6) Madoz recoge en una estadística de 1841 sobre la industria catalana algodonera
que a los hombres les correspondía el 65,5% del salario total, mientras que a igual número de mujeres les correspondía el 20,7%.
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muerte.» Admite la posibilidad de la docencia en el nivel primario y
escuelas normales de Magisterio, pero rechaza el que pueda desempeñar la docencia en la enseñanza media y en la universidad, «por no reconocer en la mujer cualidades bien apropiadas de carácter que lleven
a poder dirigir un aula de hombres o de jóvenes» (7).
Con la Dictadura, la mujer fue perdiendo los pocos derechos que
había adquirido y se ignoró la igualdad jurídica de los sexos recogida
en la Constitución republicana. El Fuero del Trabajo, en un falso
afán de proteccionismo paternalista —«se liberaría a la mujer del taller y de la fábrica»—, eliminó en la práctica a la mujer casada del
mundo laboral; se prohibió a la mujer ser notario, registrador de la
propiedad, diplomático, funcionaría del Ministerio de la Gobernación, etc., e incluso en los casos en que podía trabajar, necesitaba de
la autorización del marido, quien, además, podía llegar a pedir para
él el derecho a cobrar el salario de su mujer.
El Derecho de Familia
El Derecho de Familia es el que mayores resistencias ofrece a la
hora de eliminar discriminaciones por razón de sexo. Las reformas
anteriores a nuestra época no hicieron otra cosa que consolidar una
situación de eterna minoría de edad de la mujer, especialmente de la
casada, por ello es bueno recordar también algunos «pormenores» de
su situación jurídica y de la reducción drástica de la personalidad de
la mujer casada que se daba en la legislación civil (y que también se
daban en el Derecho Canónico), tal y como se contemplaba en el
Código Civil de 1889, un texto que mantuvo su vigencia durante
casi un siglo, hasta las reformas de los años 1958, 1975 y 1981. En
realidad, hasta la promulgación de la Ley 1/1981, de 13 de mayo, por
la que se modifica el Título III del Código Civil, referente al Régimen Económico Matrimonial, no se llegaron a eliminar por el legislador todas las diversas clases de discriminación por razón de sexo
existentes dentro del matrimonio. En el Código de 1889, la situación
de la mujer dentro del matrimonio nos recuerda más a una ideología
(7) Congreso Pedagógico Hispano-Portugués-Americano.
Reunido en Madrid en el mes
de octubre de 1892, Librería de la Viuda de Hernando y Cía., Madrid.
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propia de la época del antiguo Derecho gentilicio de Roma y del poder ilimitado del «paterfamilias», ya en desuso en el siglo II de nuestra
era, que a la propia de una sociedad en la que las corrientes de opinión sobre la emancipación de la mujer estaban ya presentes, y que
sin embargo el legislador ignoró totalmente.
En este texto legal, el marido está protegido y custodiado al máximo por la Ley, un ser tratado con exquisito cuidado y condescendencia. El hecho de ser representante legal de la esposa y administrador de los bienes de la sociedad conyugal, unido a otras disposiciones, otorgaba realmente al marido la oportunidad de vivir ampliamente de los bienes de su esposa, y para dignificar el expolio que sufría la mujer casada en nombre de la Ley, se le revestía con el manto
del honor y de la autoridad.
Desde el punto de vista económico, la mujer casada solamente
podía administrar, pero siempre con controles, los bienes parafernales
que no hubiese entregado al marido, y tenía prohibido, bajo pena de
nulidad, adquirir u obligarse a título oneroso o lucrativo; necesitaba
la licencia marital para enajenar, gravar o hipotecar sus bienes parafernales o dótales inestimados. Sin esta licencia, tampoco podía aceptar herencias. Al ser su marido su representante legal, tampoco podía
comparecer en juicio por sí misma, ni mediante procurador, ni siquiera para defender sus intereses, sin la previa licencia marital. El
marido era, además, el administrador y «propietario» de los bienes gananciales —aunque éstos fuesen ganados por la mujer—, ya que tenía facultades de disposición sobre los bienes muebles e inmuebles;
era también el administrador de los bienes dótales, así como de los
parafernales que la mujer le hubiese entregado en escritura pública.
Estaba sometida a la tutoría del marido y obligada a obedecerle, a
adoptar su nacionalidad y a seguirle a donde él fijase su residencia.
No tenía patria potestad sobre sus hijos, que incluso podían ser dados
en adopción por el padre sin que ella ni tan siquiera se enterase. Si
enviudaba y se volvía a casar, perdía la patria potestad sobre los hijos
del matrimonio anterior.
En caso de separación, y como la casa conyugal era considerada
como «la casa del marido», tenía que pasar por la humillación de ser
«depositada», y se veía obligada a salir de la casa con la cama, la ropa
de uso diario y los hijos menores de tres años. Dictada sentencia, el
culpable perdía los hijos, pero la mujer perdía, además, la administra-
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ción de los parafernales que hubiese entregado al marido en escritura
pública, la restitución de la dote y la mitad de sus gananciales, que los
conservaba el marido en administración como si fueran dótales. A
ella no le quedaba más que el derecho a alimentos. No podía ser tutor
ni protutor. Cuando la ley la llamaba, como en el caso de las abuelas,
se exigía que se conservase viuda. Al derogarse la Ley del Divorcio
con la Dictadura, entró de nuevo en vigor el Código de 1889 y la
casa conyugal volvió a ser la «casa del marido».
La mujer soltera estaba mejor tratada; gozaba de plena capacidad
de obrar al alcanzar la mayoría de edad, no obstante, estaba sometida
a ciertas limitaciones por razón del sexo, destacando entre ellas la
contenida en el artículo 3 2 1 , que le prohibía dejar la casa del padre o
de la madre, en cuya compañía vivía, sin su licencia, a no ser para tomar estado, o cuando ellos hubiesen contraído ulteriores nupcias.
Tampoco podía ejercer la patria potestad sobre sus hijos naturales si
el padre los había reconocido, ni ser tutor o protutor, salvo en los casos en que expresamente la llamaba la ley; ni testigo en testamento,
salvo en casos de epidemia...
El Derecho Penal
Uno de los problemas que suele presentar la normativa penal es
la forma de aplicar, e incluso la ausencia de aplicación de determinadas normas legales. En el orden penal destaca la dureza con que siempre fue tratada la mujer, precisamente por considerarla como garantía
estabilizadora de la familia patriarcal y de la pureza de la descendencia. En el fondo, todo gira en torno al honor y la honra; unas veces
de la mujer, pues ella, para ser mujer, debe tener honor, es decir, ser
honorable y honesta; otras del varón; sin embargo, el honor de la
mujer era sólo aparentemente, pues siempre estaba en relación al honor del marido o del padre. En realidad, tal y como se han venido
concibiendo determinados tipos legales, parece que lo que se está reflejando es la opinión masculina respecto de la mujer. A menudo se
nos ha presentado a una mujer preocupada por su honor, pero la concepción de ese honor es bastante sintomática y, en definitiva, sirve
para oscurecer la situación de abandono de la mujer, su falta de apoyo
personal y económico por parte de las instituciones y de sus familias.
Se oscurece además el que si la mujer se preocupa por su honor es
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porque la sociedad distribuye el honor y la reputación de las mujeres
según su conducta sexual: no es la mujer la que está "obsesionada"
por su honor, sino que ella está reflejando la obsesión de la sociedad
por distribuir y eliminar reputaciones. Dice el penalista Gimbernat:
«... se protege al hombre en tanto en cuanto actúa defendiendo la esfera de su pretendido honor y no se tiene consideración alguna con el
otro varón, que ha osado poner en entredicho (al deshonrar a la hija)
el honor de un padre. La mujer asiste como testigo silencioso a todo
este reparto de privilegios; su tragedia a nadie le interesa» (8).
Los redactores del Código Penal de 1848, a diferencia, en este
caso, de lo establecido en el Derecho Canónico, entendieron el adulterio como un delito cometido por una mujer casada, sin que existiera el concepto de adulterio del marido respecto de su esposa. El deber
de fidelidad conyugal impuesto a ambos cónyuges quedaba claramente diferenciado a lo largo del siglo y buena parte del nuestro: sólo la
infidelidad de la esposa era considerada como adulterio y castigada
con dureza; la del esposo era amancebamiento y sólo se castigaba
cuando tenía la manceba dentro de la casa conyugal o notoriamente
fuera de ella. Más allá del principio, lo que se intentaba proteger, de
nuevo bajo el manto de honor, era la certeza de la paternidad.
El Código Penal de 1870 recogía en su texto la fórmula de la
«venganza de la sangre», una facultad criminal concedida a los padres
y maridos para matar a sus hijas y esposas y a los hombres que yacían
con ellas. Los antecedentes de esta facultad se remontan al Derecho
gentilicio romano, a la Lex Iulia de adulteris coercendi,
promulgada
por el emperador Augusto, que introduce legalmente la pena por
adulterio para la mujer casada, y a dos textos de Papiano, 1 de adult.
Dig, 48, 5.21 y Dig, 48, 5.23, que muestran el derecho del paterfamilias de matar al cómplice del adulterio, e incluso también a su misma hija. A finales del siglo II, se volvió a admitir que el marido pudiese matar impunemente a su mujer y, a pesar de la influencia del
cristianismo, el emperador Constantino instauró la pena de muerte
para la mujer culpable de adulterio. En el siglo XIII, el Fuero Real, en
su Ley 1. , Título VII, Libro IV, otorgaba al marido y al padre el
«privilegio» de «lavar su honra con sangre», por el cual podían matar
a
(8) E. GlMBERNAT: «La mujer y el Código Penal español», en Estudios de Derecho Penal, Madrid, Tecnos, 1990, 3 . ed.
a
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a su mujer, o a su hija soltera y al hombre que yacía con ellas, si eran
sorprendidas en flagrante delito. En cambio, en las Siete Partidas
(Partida VII, Título XVII, Ley XIII), el marido podía matar al adúltero, pero no a la adúltera, cuyo castigo era de azotes y reclusión en
un convento, del que podía salir a los dos años cuando el marido la
perdonaba (9). Este raro privilegio de la «venganza de la sangre» fue
reintroducido por la Dictadura y revisado en 1963, eliminándolo del
Código Penal.
2.
LA LLEGADA DE LA DEMOCRACIA
Desde el punto de vista formal, podemos y debemos afirmar
que la democracia le sienta bien a la mujer. Las reformas realizadas
en nuestro ordenamiento jurídico a lo largo de la época democrática
vienen a establecer una igualdad formal de las mujeres y los hombres ante la ley. Pero se fue haciendo camino a través de las sucesivas
reformas del Código Civil. La reforma de 1958 permitió a la mujer
soltera ser testigo en testamentos. La casada pudo ser albacea, testigo en testamentos y pasar a ocupar cargos tutelares. Pero la licencia
marital era condición previa. En caso de separación, se eliminaron
las figuras del «depósito de la mujer» y de «la casa del marido» y la
vivienda común pasó a ser considerada como el «hogar conyugal» y
en él podía permanecer la mujer con los hijos mientras durase el
procedimiento. Dictada la sentencia, la mujer tenía derecho al dominio y administración de la mitad de los bienes gananciales y a la
totalidad de sus bienes propios. Pero no se establecía el derecho a
alimentos. El adulterio pasó a ser la causa única de separación para
el hombre y la mujer. La viuda pudo conservar la patria potestad sobre los hijos a pesar de contraer nuevas nupcias. Pero la reforma más
importante y que mayores conflictos provocó fue la de recortar la
facultad de disposición que tenía el marido sobre los bienes gananciales, pues, ciertamente, con esta reforma el poder absoluto del marido se minaba, y con ello, se atacaba la base de la familia patriarcal.
Para enajenar y obligar a título oneroso bienes inmuebles o establecimientos mercantiles de la sociedad de gananciales, se comenzaba a
(9) María TELO: «La evolución de los derechos de la mujer en España», La mujer española: de la tradición a la modernidad (1960-1980), Ed. Tecnos, Madrid, 1986.
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exigir el consentimiento de la esposa, y en su defecto, la autorización judicial.
Sin embargo, la figura del marido como cabeza de familia y la necesidad de la licencia marital no desaparecieron hasta la reforma del
Código Civil de 1975, que supuso un paso decisivo; el artículo 62 del
nuevo Código declaraba: «El matrimonio no restringe la capacidad
de obrar de ninguno de los cónyuges», y el 63 establecía que ninguno
de ellos podía atribuirse la representación del otro; el deber de obediencia de la mujer al marido quedó eliminado y sustituido por el deber de mutuo respeto y protección recíprocos. Desde el punto de vista práctico, la mujer podía disponer por ley de sus bienes parafernales, aceptar herencias, comparecer por sí en juicio, contratar, ser tutor, etc.; el domicilio conyugal se elegía de común acuerdo y ya no estaba obligada a seguir al marido ni perdía su nacionalidad. Pero el
marido seguía conservando la patria potestad y la administración de
los bienes gananciales y podía disponer de los bienes muebles, valores, cuentas, etc., aunque los hubiese ganado la mujer con su trabajo.
Consiguiente a esta última reforma fue la modificación del Código
de Comercio, por la que se permitía a la mujer casada el ejercicio de
la actividad mercantil sin la licencia marital.
Otras dos reformas importantes fueron la de 1970, que eliminaba
la posibilidad de que el padre diese en adopción a los hijos sin el consentimiento de la madre, y la de 1972, que permitía a las hijas mayores de edad, pero menores de veinticinco años, abandonar la casa de
los padres sin su consentimiento.
El mundo del trabajo no se abrió de forma definitiva para la mujer hasta la Ley de Derechos Políticos, Profesionales y de Trabajo de
la mujer de 1961, que eliminaba toda discriminación por razón de
sexo, exceptuándose su ingreso en la Administración de Justicia, los
Cuerpos Armados y en la Marina Mercante. Se declaró también la
igualdad de salario, pero seguía considerándose necesaria la licencia
marital, con lo que en la práctica, el camino abierto volvía a cerrarse
hasta la reforma de 1975.
Finalmente, y con la instauración de la democracia en España, la
no discriminación legal por razón de sexo quedaba garantizada por la
Constitución de 27 de diciembre de 1978. En su artículo 9.2 se dispone un mandato a los poderes públicos para la consecución de la
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igualdad efectiva y real de los individuos y de los grupos en los que se
integran; la no discriminación legal por razón de sexo quedó garantizada al declarar este principio expresamente en su artículo 14 y recogerlo asimismo en los artículos 32, al tratar del matrimonio, y 35, al
tratar del trabajo. El Tribunal Constitucional, en la Sentencia 128/
1987, de 16 de julio, interpreta la norma contenida en el artículo 9.2
y en el artículo 14 de la Constitución declarando que dicho precepto
«halla su razón concreta en la voluntad del constituyente de terminar
con la histórica situación de inferioridad en la que en la vida social y
jurídica se había colocado a la población femenina, situación que, en
el aspecto que aquí interesa, se traduce en dificultades específicas de
la mujer para el acceso al trabajo y su promoción dentro del mismo».
La misma doctrina se reitera, entre otras, en las sentencias de
28/1992, de 9 de marzo, y 25/1993, de 25 de marzo. En la primera
de las resoluciones citadas se pronuncia el Alto Tribunal a favor de las
medidas de acción positiva, entendiendo que «...la referencia al sexo
en el artículo 14 de la Constitución Española implica también acabar
con una histórica situación de inferioridad atribuida a la mujer en el
ámbito del empleo y las condiciones de trabajo, por lo que son constitucionalmente legítimas aquellas medidas que tiendan a compensar
una desigualdad real de partida».
Con la democracia, la mujer puede comenzar a creer que se la
considera como una persona libre y responsable por sí misma, sin necesidad de tutelas ajenas ni de paternalismos protectores. Ya no es la
mujer sino la persona quien pasa a estar considerada como sujeto pasivo de los delitos de estupro y rapto (Ley 46/1978, de 7 de octubre);
se despenaliza la venta de anticonceptivos (Ley 45/1978 de 7 de octubre) y la Ley de 26 de mayo de 1978 elimina los delitos de adulterio y amancebamiento. Pero el tema del honor no ha quedado eliminado hasta el Código Penal de 1996. En la Exposición de Motivos de
la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal, en
vigor desde el 24 de mayo de 1996, se menciona como eje de los criterios que han inspirado los distintos intentos de reforma de este texto «la adaptación positiva del nuevo Código Penal a los valores constitucionales». De entre los cambios introducidos se destaca el de haber «procurado avanzar en el camino de la igualdad real y efectiva...
eliminando regulaciones que son un obstáculo para su realización».
En la regulación de los delitos contra la libertad sexual, el tema del
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honor en relación a la mujer queda por fin conjurado al señalar que
el bien jurídico protegido no es ya la honestidad de la mujer, sino la
libertad sexual de todos. Y se añade: «Bajo la tutela de la honestidad
de la mujer se escondía una intolerable situación de agravio, que la
regulación que se propone elimina totalmente.»
El Estatuto de los Trabajadores (1980) declara el derecho al trabajo y a no ser discriminado por razón de sexo o de estado civil, siendo causa de nulidad aquellas cláusulas de los contratos o convenios
laborales, o pactos individuales, o decisiones unilaterales del empresario, que contengan o impliquen discriminaciones laborales o salariales por razón de sexo, origen, estado civil, etc. Finalmente, la Ley de
13 de mayo de 1981, otorga a la mujer la capacidad plena, y la Ley
de Divorcio de 7 de julio de 1981, no contiene en principio discriminación legal alguna de la mujer. Se puede decir que, por primera vez
en su historia, la mujer ha conseguido la más amplia igualdad jurídica. Pero si esto es verdad formalmente, la realidad social deja todavía
mucho que desear. Se dice que del dicho al hecho hay un buen trecho, y en ese trecho hay mucho que hacer todavía. Y la mujer sigue
siendo la protagonista principal.
3.
REALIDAD SOCIAL
En las mujeres que superan las barreras de la costumbre se despierta un deseo de realidad, de una realidad distinta de la vivida hasta entonces. Esto es lógico e importante porque, como ha escrito Zubiri, el
ser humano es un animal de realidades. La persona humana tiene vocación de realidad. Por ello, la igualdad jurídica que determina la Ley
no significaría mucho si no fuese aceptada por la sociedad, pues si
cuando una norma legal no es aceptada y su aplicación puede crear
problemas (en ciertas culturas incluso de orden público) difícilmente
se traducirá la igualdad jurídica en una igualdad real en la sociedad.
En España se ha asistido en la última década a una profunda
transformación de la realidad social femenina, que se manifiesta especialmente en los terrenos demográficos, educativos y laborales; los
cambios legislativos e ideológicos configuran una realidad muy distinta a la de hace sólo diez años. Sin embargo, aún estamos lejos de
alcanzar efectivamente esa realidad social, pues para ello se requiere
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un talante democrático que no siempre se da en todos los miembros
de la sociedad.
Conciencia de sí misma
La efectividad de los derechos de la mujer suele provocar reacciones y actitudes que unas veces intentan sesgar el avance de la mujer en su acceso a la cultura y al trabajo, manteniendo que se debe a
un «abaratamiento» de la cultura y de los puestos de trabajo. Y aducen como prueba que los sectores privilegiados y mejor pagados siguen siendo exclusivos del varón. Otras veces se dan actitudes que
promueven el regreso a antiguas posturas conservadoras, y procuran
crear una opinión pública que justifique, alabe y glorifique el retorno de la mujer al hogar. O bien utilizan el problema laboral que
existe en la sociedad para justificar así que los escasos puestos de trabajo se repartan sólo entre los varones y se niegue el acceso a ellos a
las mujeres que, al igual que los emigrantes, sólo son unos recién llegados.
Para que los derechos adquiridos se vean reflejados en la realidad
social sigue siendo fundamental que la mujer tome conciencia de su
ser como persona porque, como pensaba Concepción ARENAL, la plenitud de la vida de la conciencia es la esperanza de emancipación de
los individuos y del progreso de las sociedades. Esta idea subyace
también en el pensamiento de Emilia PARDO BAZAN cuando, al enfrentarse con ese complejo de inferioridad tan interiorizado por las
mujeres, dice: «... si este fuera sitio para dar consejos, yo no me cansaría nunca de repetir a la mujer que en ella residen la virtud y la
fuerza redentoras. Más que nuestros discursos y nuestros estudios nos
ha de sacar a flote el ejercicio de nuestra propia voluntad y la rectitud
de nuestra línea de conducta. La mujer se cree débil, se cree desarmada porque todavía está bajo el influjo de la idea de su inferioridad. Es
gravísimo error: la mujer dispone de una fuerza incontrastable, y basta a que se resuelva a hacer uso de ella sin miedo» (10). También para
(10)
Emilia PARDO BAZAN: «La educación del hombre y de la mujer. Sus relaciones
y diferencias», Memoria leída en el Congreso Pedagógico de 1892, La mujer española y
otros artículos feministas,
selección y prólogo de Leda Schiavo, Real Academia Gallega,
Editora Nacional, Madrid.
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Emilia PARDO BAZAN es fundamental que la mujer tome conciencia
de su ser y su valía como persona. Y desde ahí, es preciso crear una
conciencia colectiva y solidaria entre las mujeres.
Pero no es ésta una tarea fácil porque, aún hoy día, las mujeres
tienen que transformar la conciencia que ellas tienen de sí mismas, su
pensamiento. Y concienciar a los hombres de que si tienen que com­
partir las oportunidades que ofrece la sociedad es porque las mujeres,
y los «otros», tienen un derecho auténtico a participar en todo ello en
igualdad de condiciones. No se trata de buena voluntad ni de una ne­
cesidad puntual. Y ser muy conscientes de que sólo si cambian los
hombres y las mujeres cambiarán las instituciones.
La realidad social y el orden penal
La aplicación irregular, e incluso la inaplicación en los Tribunales
de determinados tipos de delitos contra la mujer, la forma como se
aplican e interpretan las normas, inciden en una realidad que guarda
escasa relación con ese talante democrático que se requiere para acep­
tar y asumir la igualdad jurídica y social.
En el IX Congreso Estatal de Mujeres Abogadas, celebrado en
Alicante en noviembre de 1995, se tuvo muy en cuenta esta realidad,
por ello se afirma a modo de conclusiones que es un sentir y una re­
alidad históricas que los ordenamientos jurídicos suelen ser un medio
para la formación de género y que el Derecho ha sido usado históri­
camente para conservar la posición hegemónica de un género sobre el
otro. El Derecho, que en definitiva es un instrumento de poder, ha
sido y es utilizado por los hombres para controlar a las mujeres y su
aplicación es diferente según el género al que pertenezca la persona
destinataria de la norma. De ahí se concluye la necesidad de la parti­
cipación paritaria en la toma de decisiones en la sociedad civil y todas
las instituciones, porque sólo entonces el Derecho regulará las relacio­
nes entre hombres y mujeres en condiciones iguales.
Algunos aspectos de cómo se aplica el Derecho Penal y las conse­
cuencias que tiene en la vida real constituyen ejemplos bastante clari­
ficadores sobre la distancia que existe entre la igualdad jurídica for­
mal y la realidad social.
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En este IX Congreso se pone de manifiesto la indignación que
producen las reflexiones contenidas en las recientes Memorias elaboradas por los Fiscales Jefes de la Comunidad Foral de Navarra y del
Tribunal Superior de Justicia del País Vasco, por considerar que contienen juicios de valor de signo claramente sexista, en el caso de la
Fiscalía de Navarra, y contrarios al ordenamiento jurídico vigente en
el del TSJ del País Vasco.
Las juristas denuncian y rechazan el que se impute a las mujeres
que determinadas agresiones sexuales vengan provocadas por sus propias conductas, indumentarias, mayor presencia en la calle y ausencia
de control de los padres, tal y como manifiesta el Fiscal Jefe del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco; también el que se haya manifestado contrario al divorcio, al aborto, incluso en los supuestos actualmente regulados, y a las relaciones homosexuales, y todo ello amparándose en una Ley natural no siempre aceptada actualmente por
muchos juristas. Si bien estas opiniones podrían ser respetables en su
condición de ciudadanos particulares en el ejercicio de la libertad de
expresión, en modo alguno pueden admitirse en quien se ve obligado
por su propio Estatuto a defender el Principio de Legalidad y a actuar
con imparcialidad en el marco del ordenamiento jurídico. Porque así
la aplicación del Derecho es diferente según el género al que pertenezca la persona destinataria de la norma, al tiempo que se demuestra
hasta qué punto nada, ni siquiera la administración de Justicia es
neutra o insensible.
Pero no son solamente estas dos Memorias. No son tan infrecuentes las sentencias en las que también se vierten juicios de valor
de signo sexista para sustentar una decisión judicial contraria a la
mujer. Los medios de comunicación han difundido sentencias en las
que las agresiones sexuales, y sobre todo el acoso sexual, se justifican
por el tamaño del vestido o la falda de la mujer agredida; los interrogatorios a que se somete a una mujer que haya sufrido una agresión sexual siguen siendo a menudo humillantes y vejatorios y en la
práctica la mujer se convierte por segunda vez en víctima a causa
del sistema; se ha dado algún caso en que el juzgador ha detenido el
procedimiento en espera de que la víctima de una violación se recupere para poder interrogarla sobre si ella consintió u opuso la suficiente resistencia a ser violada. Hasta el tema del honor vuelve a resurgir, como ocurre en esa sentencia de los tribunales italianos que
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justifica el que, por celos, el marido pueda maltratar físicamente a la
mujer.
Otro tema que desde hace tiempo preocupa mucho a las juristas
es el de la violencia doméstica, y más en la actualidad, ya que las
estadísticas a nivel mundial señalan un aumento progresivo de los casos de malos tratos, con la circunstancia de que este dato suele ir
acompañado de una mayor incidencia en casos de violencia física
ejercida sobre los niños. Aunque el nuevo Código Penal se ocupa e
intenta corregir la deficiencia de regulaciones anteriores, los remedios
que se proponen pueden perder eficacia, pues las instituciones legales
siempre intentan preservar la unidad familiar. Las agresiones tienen
que ser denunciadas y probadas mediante los informes médicos pertinentes, lo que implica una publicidad de los hechos; pero cuando
la víctima, por temor ante el agresor, o porque éste le impide por
cualquier medio salir del hogar para denunciar ante la policía los hechos o para ir a un centro de asistencia sanitaria (lo que podría suponer en algunos supuestos una situación de secuestro encubierto, no
siempre fácil de probar), las agresiones se convierten en «privadas»,
algo que pertenece a la «sagrada» privacidad del hogar, y el juzgador
difícilmente va a entrar en la cuestión.
El artículo 153 del nuevo Código Penal sigue requiriendo la habitualidad de la violencia física para poder ser calificada como delito
y castigarla con la pena de prisión (seis meses a tres años), lo que significa que si los malos tratos son esporádicos, el agresor puede quedar
impune, salvo que se diese un resultado de lesiones de las contempladas por la ley, en cuyo caso se aplicarían las normas que regulan este
tipo de delitos. Y cuando las lesiones ocasionadas constituyan faltas,
la pena será la de arresto de tres a seis fines de semana o multa de uno
a dos meses. Pero no se excluye al agresor del domicilio común ni
tampoco se resuelve la necesidad de que la víctima pueda adquirir
una nueva vivienda y protección para ella misma.
Las casas de acogida para las mujeres víctimas de violencia doméstica resuelven el problema, pero sólo momentáneamente, lo que
ya es mucho, pero lo más frecuente es el estado de indefensión en que
finalmente queda la mujer, aún más si carece de recursos económicos
para remediar definitivamente su situación. Tampoco debe olvidarse
que en los supuestos de separación conyugal judicial, el impago de la
pensión por alimentos señalada presenta en la práctica numerosos
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problemas que, a pesar de lo previsto en la ley para obviarlos, no
siempre son todo lo eficaces que sería de desear.
La realidad socio-laboral
Los datos estadísticos recogidos por los Informes del Consejo Económico y Social indican que, como consecuencia tanto de las modificaciones del sistema productivo como de los cambios legislativos e ideológicos, la realidad socio laboral de la mujer española ha cambiado profundamente en la última década; pero también cómo la discriminación
por razón de sexo sigue estando presente en nuestra sociedad.
Este proceso se manifiesta sobre todo en el campo de la educación. La tasa de escolarización de las mujeres ha mejorado sensiblemente; está siendo superior a la de los hombres en preescolar, y en secundaria representan casi una media del 1 0 % superior a la de los
hombres, así como mayor éxito en la finalización de los estudios; por
ejemplo, son más las mujeres que alcanzan el título de Graduado Escolar. A nivel universitario es también mayor el número de mujeres
graduadas que el de los hombres, y en formación profesional se está
acercando el número de hombres y mujeres que se matriculan. Así
pues, las estadísticas demuestran que el nivel educativo de las mujeres
ha mejorado claramente, pero falta conseguir una equiparación del
contenido de los estudios entre ambos sexos en las etapas destinadas
a la inserción profesional; las mujeres se encuentran en mayor proporción en las carreras de humanidades, ciencias jurídicas y sociales y
ciencias de la salud, que son las que tienen peores salidas profesionales, mientras que en las carreras técnicas su presencia todavía sigue
siendo menor que la de los hombres; en formación profesional, la
distribución desigual por ramas —mayor presencia de los varones en
las ramas de electricidad y electrónica, automoción, metal y agraria,
frente a una mayor presencia de mujeres en las ramas administrativa
y comercial, hogar, moda, y confección, peluquería y estética y sanitaria— sigue mostrando una segregación sexual que, con toda probabilidad, puede ser el origen de los problemas de segregación en la entrada al mercado del trabajo de las mujeres.
No obstante, el cambio en el ámbito laboral es también importante. La mujer no sólo se ha incorporado más al mundo del trabajo,
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sino que permanece en él incluso en las edades en que antes lo abandonaba para dedicarse al cuidado de los hijos. Sin embargo, es sobre
todo a partir de los veinticinco años cuando se produce realmente un
fuerte aumento de la actividad laboral femenina; pero ésta comienza
a decrecer a partir de los treinta y nueve años. No obstante, esta tendencia no siempre significa un progreso en la igualdad del empleo
masculino y femenino, porque una parte de esa mayor actividad femenina se traduce en paro: en 1993 las mujeres representaron el 4 7 %
del total de parados y sólo un tercio de la población activa y esta situación es particularmente grave en las más jóvenes, 54% para el grupo de edad entre dieciséis a diecinueve años y del 4 5 % para el grupo
entre veinte y veinticuatro años.
Las mujeres se han incorporado al mundo del trabajo sobre todo
en el sector servicios y, dentro de éste, en la Administración Pública.
Pero, además del paro, soportan un mayor grado de temporalidad en
los contratos de trabajo y usan con más frecuencia que los hombres el
empleo a tiempo parcial, pero no por compaginar su actividad profesional con las actividades domésticas, sino por segregación profesional y ocupacional. La compaginación del trabajo doméstico con la
actividad laboral continúa suponiendo una doble jornada y una traba
para el desarrollo profesional de la mujer y, además, determina un
mayor riesgo de enfermedades psicosomáticas.
La feminización de la pobreza
No podemos terminar esta reflexión sobre la realidad social de la
mujer sin hacer referencia a ese fenómeno que se está produciendo en
todo el mundo y del que no escapan ni Europa ni España: la feminización de la pobreza.
La pobreza recae cada vez más sobre la mujer. El recurso a la asistencia social, junto con el menor nivel de ingresos de las mujeres y la
todavía limitada aceptación de las madres solteras, son factores que
reducen la autonomía de la mujer respecto de la familia y limitan sus
posibilidades de elegir su propia vida. En la sociedad actual, el estatus
de adulto y su reconocimiento social viene determinado y está estrechamente unido a la realización de un trabajo remunerado, lo que lleva a aceptar cualquier trabajo, pues, por bajo que sea el salario, siem-
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pre será mejor que la desocupación. Y esto degrada a los trabajadores
y los hace más sumisos. Pero además, esta sitación suele ir asociada al
grado de formación y al nivel de ingresos, a lo que se añade, en el
caso de las mujeres, que el reforzamiento de las relaciones patriarcales, no sólo por las leyes tradicionales, sino también por las costumbres que imponen la inferioridad de las mujeres, incida sobremanera
en su dependencia económica y esta circunstancia limita, a menudo
de manera decisiva, las oportunidades sociales, educativas y políticas.
A nivel mundial, las causas generales de la feminización de la pobreza son la recesión económica; las escasas posibilidades de acceso a
los recursos económicos; la situación generalizada de paro, que incide
en el hogar y lo empobrece, y dentro de él, afecta mucho más a la
mujer, y la nula valoración del trabajo de la mujer en el hogar (11), a
pesar de que es ella la que con su aportación ajusta el presupuesto de
manera «invisible» para hacer frente a la situación de pobreza. Pero
también que los ingresos de las mujeres son menores respecto de los
de los hombres, con independencia del estado civil, la raza, la edad o
el tipo de actividad u ocupación laboral. Desde este punto de vista,
las mujeres más desfavorecidas son en primer lugar, las casadas, seguidas por las de mediana edad y las pertenecientes a una raza distinta
de la blanca. En términos generales, los salarios de las mujeres, en
comparación con los de los hombres, han disminuido en los últimos
años y más de la mitad de las ocupaciones que normalmente desempeñan las mujeres no proporcionan un nivel de ingresos suficiente
para mantener a sus familias por encima del nivel de pobreza. También en el ámbito laboral existe una jerarquía cuya lógica no permite
tratar con más ecuanimidad a la mujer, pues la igualdad reduce las
ganancias, eleva los costes de los servicios públicos y altera las relaciones cotidianas entre hombres y mujeres, entre los directores y los subordinados. Faltan estructuras de soporte para el cuidado de los hijos
y el trabajo doméstico, lo que implica que la mayoría de las mujeres
tengan que enfrentarse con graves problemas en su lucha por la igualdad laboral. Sin olvidar el problema, casi habitual para las mujeres
trabajadoras, del acoso sexual, que no deja de ser una de las formas de
discriminación sexual casi sistemática que disuade a muchas mujeres
(11) Un ejemplo extremo es el que una de las primeras medidas que se toman en los
regímenes fundamentalistas islámicos consiste en prohibir a la mujer que trabaje, fuera del
hogar, claro, y, por tanto, sin remunerar.
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en su intento de conseguir una mejora laboral. También el aumento
de las separaciones matrimoniales, sobre todo entre las familias con
hijos que no han alcanzado todavía su independencia económica, ha
arrastrado a muchas mujeres a la pobreza. Y dado que no siempre pagan los maridos las ayudas económicas señaladas por los tribunales en
los procedimientos de separación o divorcio, las mujeres se ven obligadas a solicitar los servicios de la asistencia social para poder mantener a sus familias.
Este panorama general tiene su reflejo en la situación real de la
mujer española. El Informe 3/94 del CES (12) menciona los factores
que en nuestro país están conduciendo a la feminización de la pobreza. Entre ellos, cabe destacar el riesgo que supone la concentración de
la actividad laboral femenina en el sector servicios, especialmente en
la Administración. Como señala este Informe, si bien el empleo femenino en el sector público y de servicios puede hacer más resistentes
a las mujeres frente a la crisis de otros sectores, existe el riesgo de una
mayor precarización respecto del tipo de contrataciones, salarios y
costes laborales. De hecho, entre los funcionarios públicos de nivel
superior y directivos de empresa el número de mujeres asalariadas es
inferior al de los hombres.
La contratación temporal representaba en 1993 el 37,2% de las
mujeres asalariadas mientras que la de los hombres era del 29,8%.
En la contratación a tiempo parcial se detecta una mayor utilización
de esta modalidad por parte de las mujeres (el 14% frente al 2 % de
los hombres), de las que sólo un 9 % adujeron motivos familiares para
estar en esta situación, mientras que el 4 3 % lo atribuía al tipo de
trabajo que estaba desarrollando y de éstas casi un tercio estaban empleadas en la rama del servicio doméstico. Lo que puede estar indicando que la segregación profesional y ocupacional de las mujeres ha
sido la causa de su contratación a tiempo parcial. La información
proporcionada por la Encuesta de Salarios según sexos indican que las
mujeres con categoría profesional ganaban el 7 3 , 5 % del salario masculino (1989), las empleadas el 6 4 % del salario de los hombres en esa
categoría y las obreras el 71,6%.
(12)
CONSEJO ECONÓMICO Y SOCIAL: Informes
nes, Madrid, febrero de 1995.
1994, Departamento de Publicacio-
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El problema del acoso sexual también está presente en nuestra sociedad y refleja la posición subordinada de las mujeres en la estructura jerárquica laboral y constituye otro factor posible de la feminización de la pobreza, pues, como ya se ha dicho, suele disuadir a las
mujeres a la hora de intentar mejoras laborales. Este problema está
contemplado por nuestra legislación nacional y por las Instituciones
Comunitarias que en la Recomendación de la Comisión de 27 de noviembre de 1991 sobre protección de la dignidad de la mujer y del
hombre en el trabajo, incluye un código de conducta para combatir
el acoso sexual. Pero según se puede deducir de lo expuesto hasta
ahora, los textos jurídicos no son efectivos frente a una práctica que
está muy arraigada y que no sólo representa un grave obstáculo para
la integración de la mujer en el mundo laboral, sino que pone además de manifiesto la discriminación por razón de sexo. Y la realidad
es que a pesar de la presencia real de esta situación no existen bastantes datos sobre el acoso sexual, pues no hay suficiente información sobre las denuncias presentadas por esta causa.
Un índice clarísimo del proceso de feminización de la pobreza en
España nos lo proporcionan los datos sobre las prestaciones contributivas y asistenciales por desempleo. El número de mujeres beneficiarías de estas prestaciones ha aumentado, y no sólo por su mayor presencia en el mundo laboral, sino también por ser una parte importante de la contratación temporal, y por ser mayor el número de desempleadas que perciben los subsidios de paro. Una de cada dos hombres percibe las pensiones de jubilación e invalidez y, nuevamente, las
diferencias entre las cuantías de las pensiones expresa la diferencia de
recursos económicos en perjuicio de las mujeres. De forma que la
manera en que se distribuye la asistencia social por sexos afecta a las
mujeres e incide en la feminización de la pobreza, de manera que se
puede afirmar que la protección social de carácter asistencial se ha feminizado. Si sumamos a esto el sector «inactivo» de las mujeres dedicadas a las tareas domésticas, cuya aportación a la economía familiar
no se reconoce, se puede afirmar que todo ello está reflejando la posición desigual, laboral y social, que todavía existe en nuestra sociedad, y que a pesar del progreso conseguido respecto de la igualdad jurídica, los riesgos de segregación, discriminación y exclusión social de
la mujer continúan siendo muy altos.
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