1 Para mí el mundo solo era un gran desierto. Una inmensa planicie borrascosa llena de soledad, un universo infinito de muerte y desolación. Un terreno árido aislado de toda esperanza y futuro. Quizás este era sólo otro patético pensamiento que mi atormentado corazón fabricaba en días de presumible felicidad. El tiempo era otra ilusión en la mente de los que tenían la desfachatez de darle nombre a los momentos. Ni siquiera me hacia falta. Nunca pensé en él. Yo no pretendía ir a ningún lado aunque caminara constantemente por este macro cosmos buscando algo más que simple materia, algo más allá de una simple y vana condición existencial. Mucho más lejos de cualquier pensamiento tangible que llenara los espacios vacíos en el gran cuaderno de la mezquindad universal. Buscaba agua potable para saciar mi sed de libertad; por esta razón recorría este desierto en el cual me había tocado habitar. Nunca pedí estar aquí, alguien me había enviado por una razón que yo desconocía. Con un motivo, con un propósito definido y era mi deber, y más que nada mi karma, encontrarlo. Cada vez ese sol gigantesco, astro de luz y esterilidad, sé hacia más y más intenso, como si quisiera castigarme por haber tenido la osadía de pretender mirar más allá de su circunferencia. 2 Me flagelaba constantemente con su grandeza hasta carcomerme los huesos por encima de mi húmeda piel de hombre anfibio. Siempre estuvo ahí, desde el principio hasta el final, sin siquiera mover su eje para mostrarme un poco de misericordia por mi desventura de ser un simple ser humano. Me miraba lánguidamente sin hacer ningún gesto de compasión. Esto se había convertido en parte fundamental de mi pequeño e incomodo cosmos, parte de este paisaje de exuberante belleza muerta donde yo tendría que desarrollar lo que me restaba por vivir. Mientras seguía mi camino, mis pies se hundían constantemente en la hambrienta arena de esos médanos. Mientras más me esforzaba por dominarlo más abrupta se hacía la tarea de sobrevivir en el infame desierto. Mi espalda ardía con el intenso calor de esos medios días eternos; podía sentir los pedazos de mi carne caer sobre la superficie de mi desmedida ilusión. Era el dolor más intenso que había sentido jamás; no era sólo un dolor físico sino la milenaria flagelación de todo el peso de la humanidad que cargaba mi conciencia. Me arrastraba y lloraba. Mi boca engullía buches de arena cada vez que mi cansado cuerpo caía rendido sobre esa superficie estéril. Pensé que jamás podría escapar de este medio ambiente de soledad donde sólo 3 podía visualizar la compañía de algún reptil solitario a lo lejos, en el horizonte; que, al verme, quedaba inerte, atento a mi putrefacto e inútil esfuerzo. Definitivamente esto era peor que la muerte, un infierno encarnado en mi conciencia. Ese desesperante afán de sobrevivir dentro de la gigantesca planicie de muerte era insoportable. ¿Adónde se iban todas esas palabras que un día llenaron el vacío de mis venas? ¿Dónde quedaban mis pensamientos? Parecía que ya no tenía nada, que todo se me había esfumado entre mis dedos mientras intentaba contar los granos de arena que yacían en este desierto. ¿Eran demasiados? ¿Era mi incapacidad de recolectarlos dentro de mi memoria? Y, ¿Dónde quedaba el resto de mí? ¿Los pequeños sueños encerrados en mis más secretas frustraciones? Aquel día era fugaz, pero con un terrible sentimiento previsivo, una sublime y abstracta melodía que objetaba mi derrota y mi propio decaimiento. El sol seguía ahí, estancado en un medio día eterno, sanguinario. De pronto, en cada punto cardinal se avistaron nubes elásticas que se dirigían hacia donde geométricamente el sol languidecía el espectro de mi alma. Pequeñas dádivas de esperanza marchaban minuciosamente hacia donde yo me encontraba. Su tenso 4 silencio conmocionó mi atormentada alma. Sabía que esa era la oportunidad de vencer a mi enemigo. ¿Yo mismo? ¿El sol? Las nubes estaban nutridas de alimento para mi desolación. Agua fresca para mi corroído armazón de carne y materia. En su lento andar hacían formas que jamás yo había visto. Como si trataran de hacerme entender que venían a mi rescate. Mi acompañante eterno, la estrella asesina, comenzaba una terrible combustión de odio hacia mí. Explotaba dentro de sí misma buscando destrozar los últimos pedazos de carne que me quedaban. Su desesperación era conspicua. Yo crujía los dientes para resistir tal afrenta. Pero ese día olía a vida, con un hedor incipiente a verdad que cargaba las hendijas por donde el oxígeno alteraba el metabolismo de mi caótica destrucción. Yo decidí enterrarme en la arena de ese pantano de aridez para esperar que esas nubes arremetieran contra el horrendo y flagelante astro de luz que era mi verdugo. Cavé profundo, hasta donde calculaba que mis pies tocarían el hemisferio superior del centro de la tierra. Abrí mi pecho para filtrar las frías penas dentro de mi corazón y calmar ese calor asesino y asfixiante. Me arropé con millones de partículas arenosas de ese mismo infierno y esperé a que las nubes elásticas se acercaran lentamente sobre mí. La espera era fastidiosa e interminable 5 pero estaba decidido a dar hasta mi más recóndito aliento para lograr la meta. Los cúmulos nubosos me gritaban: ¡Espera! ¡Resiste! Se aglomeraban graciosamente como deleitándome con su espectáculo sobrenatural para que yo olvidara el dolor y recibiera su elixir de vida. Cuando estuvieron sobre mí comenzó una batalla milenaria. Un pandemonio similar a cualquier sangrienta confrontación humana. Vi como el sol asesino engullía nube tras nube tragando con gran elocuencia y desesperación. Estaba decidido a destruirme y evitar que esos imprevistos aliados liberaran mi esclavitud. Las nubes se enlazaban entre sí para crear una fuerza que rechazara el ataque del asesino. Escupían relámpagos de luz que se clavaban en la circunferencia de ese dictador astral. La batalla se intensificaba cada vez más. Tuve un terrible miedo de perder la única oportunidad de escape de esta pesadilla horizontal. De pronto. Una, dos, tres, cien, mil gotas de agua caían sobre mí y el sol, lentamente, retrocedía derrotado, extenuado. No podía creerlo, al fin lograba saciar mi sed de agua potable. Reí y reí; con una carcajada que hacía eco en cada rincón del planeta. El llanto se me mezclaba con la alegría y esas nubes, salvadoras de mi pesimismo, me nutrían con su líquido de vida. Comenzó a caer una increíble 6 lluvia; un aguacero que borraba todo rastro de ardor en mi piel. Las nubes sonreían al ver mi suave locura. Me incorporé y salí del hoyo que había cavado para sobrevivir. Comencé a danzar junto con cada gota de agua cristalina que abrazaba mi cuerpo. Mi desnudez ya no me dolía, y el terrible y asfixiante calor poco a poco se fue convirtiendo en solo un mal recuerdo. Llovió por siete días mientras yo me revolcaba en el lodo que se hacía un océano a mi lado. De repente, en un día y un tiempo no contado, cesó de llover. Un tenso silencio se apoderó de la tierra luego de la ensordecedora cacofonía de gotas cayendo sobre el planeta. Guardé silencio y esperé. Esperé a ver que sucedía. El sol no se encontraba donde antes había estado pero temía que volviese con más odio y más venganza que antes. Me acurruqué en el suelo, observando a todos lados; esperando algún movimiento imprevisto que me indicara que mi pasión comenzaría de nuevo. De pronto todo se oscureció. Desaparecieron las nubes, el sol, el desierto, el horizonte, la arena, los reptiles; en fin, todo. Ya no existía; ni yo ni mi macro cosmos. Entonces comprendí que el juego había terminado. Yo era solo una pieza en un pasatiempo cruel que alguien más se había inventado. No había dolor, no había frustraciones ni karma. Todo era 7 mentira. Poco a poco veía como mis manos se desaparecían pues el constructor de mi desventura había decidido echarme a la deriva. Se había aburrido de mí. Yo nunca tuve control sobre nada y él todo sobre mí. Ni siquiera me permitió completar mis pensamientos para poder terminar esta última oración donde pudiera decir.................................... “Entonces el hombre dejó caer el lápiz sobre aquél viejo cuaderno y reflexionó. Supo entonces que él también tendría un fin así. El solo era la creación de alguien más que, eventualmente, también se fastidiaría con su curso y lo desvanecería entre las rígidas líneas de algún otro cuaderno...”