BY-NC-SA Mientras los demás disparan Mientras los demás

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Mientras los demás disparan
No siempre he sido abuela, Pablo. Una vez fui niña, como tú. Fue en esta misma casa
que entonces estaba rodeada de bosque. Aquí vivimos mi madre y yo solas un tiempo. También con mi hermano después cuando volvió de la guerra. Estuvo a punto de morir en el
frente cuando una bomba explotó cerca de donde hacía guardia.
Un pequeño trozo de metal incrustado en el cráneo fue su pasaporte de vuelta.
Volvió como una persona completamente distinta. Al poco de llegar empezó a dibujar;
se pasaba todos los días con el carboncillo vomitando las imágenes que había retenido de la
guerra. Como si así pudiera limpiarse el alma; pintaba con rabia, con fuerza; y los dibujos
que hacía eran explícitos, sin maquillaje alguno para la muerte y la desesperación. Me estremecían tanto sus dibujos como verlo pintar.
Dibujar se convirtió en su única obsesión. Apenas hacía otra cosa; sólo dibujaba imágenes de la guerra que mi madre intentaba esconder antes que yo pudiera mirarlas.
Cuando se quedaba sin papel o sin lápices lloraba y gritaba a medio camino de la histeria. Por eso mi madre intentaba que no sucediera jamás. Pobre madre mía, se pasaba los días
contando papeles y escondiendo dibujos. Después, por la noche, lloraba al ver que su hijo
invertía lo que le quedaba de vida en pintar un retrato macabro, cruel y sincero de la realidad del hombre.
Finalmente, tu bisabuela se apagó. Al ver que su hijo no volvería jamás a ser quien
había sido, se limitó ahogar los llantos contra la almohada durante días. No sé si esperando
morir en el intento o si tan solo quería ocultar la pena que sentía por ella misma.
Sentí tanto miedo, Pablo. Por mi hermano, pero también por nosotras. Mi hermano sólo pintaba y mi madre… mi madre no nos era muy útil y yo no era más que una niña; había
tres personas en casa, pero no había ningún adulto. Sólo éramos tres niños incapaces de valerse por si mimos.
Un día nos sorprendimos al ver a mi hermano trabajando el patio que teníamos delante
de casa. Arrancó todas las plantas y hierbas que crecían sin orden; limpió las zarzas que rodeaban la higuera y empezó a cuidar su pequeño jardín. No le di importancia; no pensé que
fuera absurdo cuidar un jardín en plena guerra. Trabajó semanas enteras en aquel trozo de
tierra mientras yo buscaba qué llevarnos a la boca. Ya no hubo más gritos por las noches, ni
más dibujos macabros. Sólo plantas y flores.
Qué bonito era aquello, Pablo. Cada día, antes de salir de mi habitación, abría las ventanas y respiraba tan fuerte como podía sin abrir los ojos. Toda la casa estaba impregnada
de un olor dulce, frutal, que nos levantaba el ánimo. Los colores, que lo salpicaban todo,
eran tan vivos e intensos que parecía un jardín dibujado por un niño pequeño.
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Mientras los demás disparan
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Era como si mi hermano hubiera conseguido crear colores en un mundo que sólo tenía
grises. Mi madre no tardó en bajar a la sombra de la higuera. Bajo el viejo árbol volvimos a
parecer una familia.
Fue un día de primavera. Unos soldados aparecieron desde el bosque. Yo jamás entendí cómo podía haber enemigos dentro del mismo país, pero sabía que ellos eran el enemigo.
Esos hombres sucios, sudorosos y armados eran lo más parecido al demonio que yo había
visto. Daba igual de qué bando fueran; eran malos porque ser malos era su trabajo.
Mi madre y yo estábamos juntas mirando como trabajaba mi hermano y noté cómo a
ella se le paró la respiración. La observé mientras contenía el aliento y sus ojos se movían
nerviosos buscando dónde esconderse. A mí me temblaban las piernas incluso cuando corrí
detrás de la higuera; era una niña y, ese día, también bastante cobarde.
Mi hermano no se asustó; a él ya se le había acabado el miedo. Se limitó a levantar la
cabeza y sonreír sin apartar las manos de sus flores.
El soldado que iba delante nos miró con tanta lástima como curiosidad. Poco a poco se
iban acercando más soldados por su espalda pero ninguno decía nada. Quizá fue por la mirada perdida y aspecto de muchacho enfermo que tenía mi hermano, por el aspecto desvalido
de mi madre o por la belleza inesperada del jardín, pero no nos hicieron nada.
—¡Por aquí no hay nada! Sigamos hacia el norte—. Gritó el que iba en cabeza y todos
los que lo acompañaran volvieron de nuevo al bosque ante nuestra sorpresa.
Creí que iban a hacernos daño pero prefirieron dejarnos en paz. Quizá el frente estaba
lejos y ellos eran solo una avanzadilla; quizá no quería complicarse la vida con una niña, una
vieja y un tarado; o simplemente les habían gustado las flores. No lo sé. Sólo sé que se fueron.
Mi madre y yo quisimos entender que se habían quedado sorprendidos ante semejante
maravilla y, desde ese momento, empezamos a cuidar el jardín y el huerto que mi hermano
comenzó a sembrar.
Trabajamos muchas horas al día, Pablo. Muchísimas. Llegamos a desviar un pequeño
riachuelo para poder tener todas las plantas bien regadas. Nos convertimos en un pequeño y
peculiar ejercito. Éramos los tres jardineros de la guerra.
Algunos soldados más pasaron por aquí mientras duró la guerra y ninguno, nunca, jamás, nos hizo daño a nosotros ni a las flores. Llegué a pensar que nuestra casa era un santuario donde no cabía mal alguno.
Este jardín fue a lo que nos dedicamos en la época más triste de este país. Hicimos algo
bonito. Esta fue nuestra pequeña obra de arte. Como si fuéramos escritores o pintores.
Siempre que lo miro me habla y me dice cosas bonitas. Y me recuerda que yo puedo tomar
mis propias decisiones; me dice que mientras el mundo se pelea, mientras los demás disparan, yo siempre puedo sembrar flores.
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