Un ciclo religioso singular, Cartagoviejo-Pereira

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Un ciclo religioso singular, Cartagoviejo-Pereira
Alfonso Gómez Echeverri*
En las postrimerías del siglo XVII, 150 años después, los habitantes del
poblado se aprestan a abandonar el lugar en donde habían iniciado su vida
en colectividad, por voluntad de aquel aguerrido ubetense, que un 9 de
agosto de 1540, se había atrevido a hoyar el corazón de la provincia
Quimbaya. Desde 1603 la comunidad venía expresando a la Audiencia de
Santafé de Bogotá, su deseo de mudarse de sitio debido al estado de
inseguridad en que vivían, ocasionado por la incursión permanente de los
temibles pijaos, quienes sin contemplación alguna bloqueaban los caminos,
secuestraban a quienes conducían los ganados, impedían la introducción de
víveres, daban muerte a los animales, robaban y por doquier sembraban el terror. La muralla
construida de tierra pisada en tapiales, le proporcionaba seguridad a los habitantes del área
urbana y había sido levantada en convites por los vecinos, haciéndolos cautivos de sus quehaceres
cotidianos: la situación por lo tanto, no podía ser menos desesperante.
El gobernador de Popayán Don Vasco de Mendoza y Silva confiere comisión a su hijo Don Pedro de
Mendoza, para organizar una partida de 30 hombres y dar así cumplimiento, a una real provisión
expedida por la Audiencia para establecer una campaña contra los Pijaos. En 1603, en el camino
real Buga-Cartago, don Pedro de Mendoza, su primo Jerónimo de Silva y el sirviente Cristóbal
Rodríguez, fueron víctimas de los pijaos y puestas sus cabezas en guaduas sobre la vía para
escarnio público. La respuesta de las autoridades no se hizo esperar y fue contundente; el capitán
Diego Bocanegra al mando de 95 españoles y 2OO nativos, logró aprehender a nueve indígenas,
siete fueron decapitados y sus cabezas expuestas en el mismo sitio donde habían sido sacrificados
los españoles.
Tras estos avatares, un episodio singular conmueve el espíritu de religiosidad de la feligresía. En el
año de 1608 María Ramos, una vez terminado sus quehaceres domésticos de barrer y asear el
convento de San Francisco, se trasladó fuera de las murallas del entorno urbano del caserío, para
lavar en el río Otún la ropa de la sacristía, incluido un lienzo sucio y roto que se utilizaba para
limpiar lámparas, candeleros y demás objetos de culto y ornamentación; su sorpresa fue
mayúscula cuando una vez limpio, se revelaron trazos de una figura femenina sagrada que se fue
renovando sorprendentemente, dando aviso al padre guardián del convento de San Francisco, fray
Fernando Macías Escobar, quien ordenó colocarle una moldura de guadua y asignarle un
importante sitial en la capilla del convento. El “imaginario popular” no tardaría en denominar esa
imagen como la Virgen de la Pobreza, dado el lamentable estado de deterioro en que se
encontraba el lienzo. Se dio comienzo así al culto de su veneración por parte de los parroquianos,
quienes acudían masivamente a pedir protección contra el hostigamiento de los “salvajes”. Por
singular coincidencia, este episodio de renovación extraordinario del lienzo, sería similar a los
hechos ocurridos 22 años antes en 1586, cuando avecindada en la ciudad de Tunja, una similar
María Ramos natural de Guadalcanal, España y casada con el castellano Pedro de Santa Ana, fue
testigo presencial del fenómeno de renovación de la imagen de Nuestra Señora del Rosario, que se
encontraba encima del altar de la capilla de los Aposentos de Chiquinquirá.
Con la muerte del cacique Calarcá en 1611, durante la administración de don Juan de Borja y
Armendía, presidente de la Audiencia de Santafé, los Pijaos se confinaron en parcialidades,
aminorando su espíritu belicoso. No obstante la relativa calma vivida por los pobladores durante
algunos años, se empezó a gestar entre los lugareños el proyecto de abandonar el poblado; “Las
Sabanas”, distante a pocos kilómetros de la ciudad, comenzó a poblarse de estancias y haciendas
ganaderas, para lo cual y en atención a las necesidades espirituales de un conglomerado humano
cada vez más creciente, fue preciso construir dos pequeñas “capillas” bajo las advocaciones de San
José y San Antonio; el templo de Santa Ana ya venía prestando sus servicios con el nombramiento
del cura doctrinero para todas “Las Sabanas”, el licenciado Don Francisco de Mora Maldonado. En
1665 el obispo de Popayán practica la primera visita pastoral a la pequeña iglesia de Santa Ana y
en 1667 lo hace el obispo Don Cristóbal Bernaldo de Quiróz. Prosperaba para entonces la
ganadería y los productos de subsistencia básica; el desplazamiento, pensaban los lugareños, los
colocaría en una ruta privilegiada de comunicación y comercio entre Santafé, Cali y Popayán.
Se mantuvo la presión de algunos pobladores prestantes ante la Real Audiencia en solicitud de
abandono del lugar, hasta obtener la anhelada licencia, la cual fue concedida el 18 de noviembre
de 1681, en la presidencia de Don Gil de Cabrera y Dávalos, siendo gobernador de Popayán Don
Juan de Salazar. Un largo pleito entre partidarios y adversos al traslado como el círculo de
comerciantes, retardó diez años la traslación definitiva, sin embargo el éxodo sistemático era un
hecho irreversible hasta el punto de que un día cuando se celebraba una misa de renovación, no
se encontró dentro ni fuera de la Iglesia, parroquiano alguno para llevar el palio, originando la
queja del cura ante las autoridades quienes trataron de convencer a los pobladores de “Las
Sabanas” para que regresaran, pero todo fue en vano. El agotamiento de las arenas auríferas
donde se extraía el oro por indígenas, esclavos y mazamorreros, ya no coadyuvaba al
sostenimiento de autoridades y encomenderos.
El advenimiento del día 21 de abril de 1691, comenzó con el tañido melancólico de la única
campana del poblado, que ya no ocupaba su sitio de privilegio en el torrejón de la humilde Iglesia
Mayor, sino que yacía en una parihuela sostenidas por bueyes, en donde compartía trono con
Nuestra Señora de la Paz, efigie finamente tallada en madera, que había sido donada por Felipe III
en 1602; atrás cargado en andas, se destacaba el lienzo de Nuestra Señora de la Pobreza, llevado
en turnos por piadosas mujeres enfundadas en pañolones negros; se conjeturaba así, el inicio de
una larga jornada de éxodo masivo, sumiéndose la localidad en un prolongado sopor, del cual vino
a despertarla la tenacidad y el esfuerzo del presbítero cartagueño Remigio Antonio Cañarte, quien
antes de abrazar el sacerdocio, había combatido en las campañas llaneras de las guerras de la
Independencia.
Una vez concluida la misa campal, el cura y vicario licenciado Don Manuel de Castro y Mendoza
desde su cabalgadura y portando un crucífero a manera de lábaro, dio la orden de partida,
mientras los monaguillos extinguían el fuego de los incensarios y guardaban las campanillas,
ciriales y “vasos sagrados”. Se dio así inicio al recorrido de una caravana interminable,
encabezada por el vicario y los comisarios de la Santa Cruzada y del Santo Oficio, Marcelo de
Mendoza y Juan de Herrada Prieto, quienes revestidos de toda la pompa y solemnidad conforme
a un acto de tal trascendencia, lucían la mejor indumentaria del culto religioso, no estaba de
menos la galanura exhibida por las autoridades civiles de los licenciados Antonio de Borja y
Ezpeleta y Juan Félix de Herrera, del procurador General Nicomedes Sanz de Oviedo, del sargento
Mayor Gaspar de Borja y de los capitanes Francisco Solano de Rojas y Francisco Martínez. Unas
mulas cargadas de corotos y otras soportando el peso de puertas y ventanas, se convertían en
símbolos patéticos de un improbable retorno; un grupo numeroso de aborígenes al son de
tamboriles y caracolas, danzaban alegremente cerrando el cortejo. Atrás quedaba la vieja Cartago,
la del conquistador Jorge Robledo; el futuro se adivinaba en la lejanía unas leguas más allá, sobre
la margen izquierda del rio La Vieja, en la nueva Cartago.
Caída la tarde un día después de la partida, los lugareños congregados en la plazoleta de San
Antonio del naciente villorrio, conducidos por Tomasa Izquierdo, quien presidia el comité de
recepción, acogió cálidamente a los nuevos inmigrantes y se dispuso a darles albergue; esta
actitud de la hacendada Izquierdo, le valió el aprecio de los recién llegados, facilitándole luego la
venta de grandes extensiones de terreno, al comercializarlos con excelentes réditos. En la capilla
de San Antonio, hoy templo de San Francisco, fue entronizado el lienzo de Nuestra Señora de la
Pobreza. La imagen de Nuestra Señora de la Paz fue solemnemente colocada en el camarín de la
humilde iglesia parroquial de San José , que ocupaba el sitio actual del templo de San Jorge;
posteriormente fue trasladada al Santuario de la Paz del Seminario Mayor de Cartago.
Ciento sesenta años más tarde desde 1851, después del abandono de Cartagoviejo, colonos
antioqueños pobres, agobiados por las guerras interminables, se propusieron buscar tierras
baldías en las orillas del río Otún para hacerse propietarios, haciendo desmontes, y construyendo
viviendas de paja y teja de guadua; estos terrenos baldíos fueron legalizados un año después en el
gobierno de Mariano Ospina Rodríguez. Cuando Guillermo Pereira Gamba “regaló” tierras, los
colonos ya disponían de 5.550 hectáreas escrituradas por la Nación desde 1858. Los antioqueños
Francisco Hernández, José Maria Gallego, Laurencio Carvajal, Nepomuceno Buitrago, Tomás
Cortés, Rosendo Marulanda, José Hurtado, Manuel Ramírez y Jesús Marulanda entre otros,
animados desde Cartagonuevo por el padre Remigio Antonio Cañarte, se dieron a la tarea de
redescubrir la vieja ciudad española, de cuyos vestigios había dado fe José Francisco Pereira
Martínez padre de Guillermo Pereira Gamba. Fue decisivo para acometer esta empresa, la
facilidad de comunicación terrestre que proporcionaba “El Camino del Privilegio” construido en
concesión por Félix de la Abadía, y la voluntad expresa de Ramón Ernesto Rubiano Ángel
gobernador de la provincia del Quindío y Vicente Bueno Betancur alcalde de Cartago.
El devenir histórico de una procesión iniciada el 21 de abril de 1691, se cerraba aquel 30 de
agosto de 1863, cuando el sacerdote Remigio Antonio Cañarte bendice el primer templo pajizo y
celebra “misa de fundación”. Los incensarios que una vez ordenó guardar Don Manuel de Castro y
Mendoza, ondeaban en manos de Elías Recio y Jesús María Ormaza, quienes fungiendo de
monaguillos, colmaron de fragancia los nuevos aires de aquel memorable día.
El sueño de una gran ciudad del abogado cartagueño José Francisco Pereira Martínez, se hacía
realidad de la mano de su gran amigo el padre Cañarte, recibiendo así todo honor y
merecimiento, cuando mediante Ley de la República de abril 25 de 1870, quedaba oficializado el
establecimiento de La Villa de Pereira.
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