El Levantar del Anaconda La lancha de motor rehusó encenderse. Miguel maldijo cuando vio el problema: una parte se había roto, sin posibilidad de reparación. El pueblo donde podría comprar un reemplazo quedaba a varios kilómetros en contra de la corriente, y se suponía que tenía que estar de regreso en el colegio a la mañana. —Déjalo, Miguel, ven a la casa, —llamó su tía desde la choza. —¿Qué, quieres que espere una semana entera hasta que pase el Ferry o vaya y vuelva del pueblo? La tía de Miguel salió y se sentó a su lado. Miguel se levantó, arrojando la parte dañada al interior de la lancha. –Me voy en la canoa. Fue tanto el terror en la mirada que le dio su tía que el muchacho se rió. –Vamos, tía. ¿Acaso crees que estar seis meses en ese colegio cristiano me ha sacado el Amazonas de la sangre? —Pero… pero te demoraría casi un día entero, hijo. No puedes remar solo todo eso. Sé que conoces el río como tu propio rostro, pero hay corrientes escondidas bajo la quieta superficie, y las anacondas pueden tragar vacas enteras…y hombres también, si tienen hambre. La noche es el tiempo en que salen los animales a cazar, y peor aún, la mafia… Tan pronto aquellas palabras habían salido de su boca, la tía de Miguel cayó en cuenta de su error. Miguel le sonrió burlonamente y comenzó a empacar sus cosas. Añadió un poco de comida y tomó el viejo rifle que su tía guardaba detrás de la puerta. —De pronto lo necesito, ¿de acuerdo? Ella asintió sin palabras. Desde el atracadero se despidió con la mano mientras Miguel despegaba por las profundas y turbias aguas del Amazonas. La oscuridad cayó velozmente. Miguel remaba con fuerza, sonriéndose a sí mismo al recordar a su tía preocupándose por la mafia cuando él, Miguel, era mafia. Llevaba trabajando con ellos 7 años ya, desde que había sido apenas un chico de 10. Se había refugiado en una escuela de Adventistas después que la policía les había descubierto la sede, destruido los laboratorios de cocaína y dispersado la banda. Pero era temporal; pronto se uniría a ellos de nuevo. La luna llena iluminó la selva y las aguas tranquilas que se extendían infinitamente ante él. Miguel remaba en silencio, pero su mente bullía con contradictorios pensamientos, recordando el colegio hacia donde se dirigía. Esos adventistas tenían ideas extrañas, como por ejemplo decir que Dios amaba a la gente. Sonaba bonito, pero Miguel había vivido lo suficiente para saber cuán falso y ridículo era. Luego de varias horas la mente de Miguel se entumeció y sus brazos también. Finalmente, a eso de las 4 a.m., Miguel tuvo que admitir que ya no era capaz de seguir. También sabía que éste era el peor momento para detenerse y buscar un lugar para dormir, pues las horas de la madrugada era el mejor momento para la anaconda. Pero era tanto el cansancio que tenía que no le importó. Más adelante vio una playita arenosa. La selva quedaba a un lado, y al otro había una especie de barranco. Miguel arrastró la canoa a la arena, luego se tambaleó unos metros y cayó dormido bajo un árbol. Un tiempo después, abrió los ojos de golpe. No sabía qué lo había despertado, pero sentía peligro. Lentamente giró la cabeza hacia la negra agua. No se veía nada. De repente un objeto oscuro rompió la quietud de la superficie iluminada por la luna, volviéndose a sumergir casi al instante. Miguel se comenzó a levantar. Seguro no era más que un gran pez, pero por si acaso… De repente Miguel oyó un rugido al tiempo que el agua se agitó. Apenas logró tirarse a un lado cuando una anaconda de 10 metros se le lanzó. Ni tiempo tuvo de gritar mientras la culebra se le lanzó de nuevo, rozándole el brazo. Miguel logró ponerse de pie, corriendo en zig-zag para confundir al monstruo, arrojándose contra el barranco. Desesperadamente se trepó, sirviéndose de raíces y piedras salidas. La anaconda se deslizaba para delante y para atrás al pie del barranco. Miguel se aferró al barranco con la fuerza del miedo a la muerte. La inclinación hacía imposible trepar más, y la anaconda le esperaba abajo. Se sintió comenzar a resbalar lentamente al ir aflojándose la raíz sobre la cual se encontraba apoyado. Las palmas de sus manos estaban raspadas por las piedras afiladas. No podría aguantar mucho rato. En pánico, luchando por respirar y no soltarse, los pensamientos de Miguel volaron nuevamente a Dios. Con la esperanza de que había estado equivocado en cuanto a Dios, Miguel le gritó a los cielos, rogándole a quien estuviese en las estrellas que lo oyera. El sonido de su propia voz, a pesar de estar aterrorizado, le dio fuerzas, y parecía fastidiar a la anaconda, quien poco a poco se estaba retirando al agua nuevamente. Con un alivio casi ebrio Miguel contempló el alejamiento de la anaconda. Pero luego sintió un frío en el corazón cuando el monstruo verde descubrió su canoa. Con un fuerte empujón, la culebra volcó la estructura de madera, derramando sus contenidos a la arena. Si la anaconda le destruía la canoa, no tendría escapatoria, ya que esta ruta era muy poco transitada. Tendría que sobrevivir solo y a pie en la selva durante días o semanas hasta que diera con un pueblo—por si encontraba. De nuevo, Miguel clamó a Dios. Recordaba las cosas terribles que había hecho mientras en la mafia—¿no querría Dios más bien deshacerse de él? Pero aún así, clamó a él, colgado de la esperanza de la misericordia, sabiendo que no tenía otra salida. La criatura esculcaba entre sus cosas. Miguel se esforzó por ver si su canoa seguía bien; repentinamente, sus ojos captaron el opaco brillo de algo metálico. ¡El rifle! Ah, ¡qué solo lo tuviera consigo en ese momento! ¿Habría forma de alcanzarlo? En el instante que Miguel creyó que ya se iba a caer, la anaconda regresó a meterse al agua. Forzando sostenerse un ratito más, Miguel finalmente desprendió sus dedos con cuidado y se dirigió hacia el piso. Sabía que la anaconda estaba cerca, aguardándolo. Ella podía esperar mucho más tiempo que él. El rifle era su única esperanza. Miguel cayó sobre la maleza al pie del barranco lo más silenciosamente que podía, calculando la distancia entre sí y su arma. Vio bullir el agua y supo que ésta era su única oportunidad. Con un estallido de velocidad se lanzó hacia la canoa y agarró el rifle, recogiendo a la vez varias balas que se habían derramado sobre la arena. La anaconda se expulsó del agua. Sin dejar de correr, Miguel le disparó. La bala compenetró las verdosas escamas, pero la serpiente apenas se sacudió, acomodándose para atacar de nuevo. Miguel luchó por recargar el rifle al ir corriendo. Lo logró al mismo tiempo que llegó al pie del barranco. La culebra le venía pisando los talones. Miguel se giró, apuntó y le disparó directamente a uno de sus brillantes ojos azules. La serpiente se convulsionó, dándole tiempo a Miguel para encaramarse por el barranco con una mano mientras apretaba el rifle y las balas en la otra. A unos pocos metros arriba encontró una gran piedra donde se podía apoyar sin usar las manos. Luego de recargar el rifle rápidamente, Miguel cogió el arma y disparó de nuevo, dándole a la culebra en el otro ojo. Miguel se escabulló a una posición más segura, luego se viró para ver qué efecto había tenido su tiro sobre la serpiente. La anaconda se estaba serpenteando de regreso al agua, dejando tras de sí un camino de sangre sobre la arena. Aún después que Miguel aceptó que ya no estaba en peligro, demoró mucho tiempo para que los latidos de su corazón volvieran a su velocidad normal. Aunque el gigantesco monstruo seguía con vida, Miguel sabía que ya no volvería a molestarlo. La luz del alba se filtró por la espesa selva. Miguel enderezó su canoa y comenzó a cargarla de nuevo con sus cosas. Por poco había muerto. Al darse cuenta, el muchacho tambaleó. En muchas ocasiones había estado cerca de la muerte, pero nunca tan cerca. Por alguna razón esta vez se le había hecho mucho más real. ¿Por qué seguía con vida? ¿Por qué se había despertado precisamente en el momento que era? ¿Cómo era posible que la anaconda se le hubiese lanzado de tan corta distancia y errado el blanco tres veces? ¿Por qué fue que no le había hecho añicos la canoa? Miguel sabía no había explicación alguna—excepto una. Cayendo de rodillas, adoró a Dios. Miguel arribó al colegio para mediodía después de aquella pavorosa experiencia, habiendo vivido para contarla. Poco después de su milagrosa librada, se bautizó a la iglesia Adventista del Séptimo Día. Nunca volvió a la mafia.