CUANDO LOS NÚMEROS NO ESTABAN.

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CUANDO LOS NÚMEROS NO ESTABAN
Rubén Darío Henao Ciro
Se cuenta que en la sierra de Urdasa, en el año 111, vivía un pastor que salía
todos los días, con su nieto de siete años, a pastorear sus ovejas. A medida que
salía una oveja él metía una piedra en una bolsa. Cuando salían todas las ovejas
cerraba la bolsa con las piedras y se las daba a su nieto. El pastor empuñaba su
báculo y se disponía a alimentar sus ovejas.
Cada piedra era una oveja y viceversa.
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Las piedras que utilizaba tenían forma de pirámide. El mismo las había pulido y
marcado con tinta azul para ser utilizadas exclusivamente en el conteo de sus
animales.
Cuando llegaban al pasto se sentaba en una piedra y dejaba pasar las horas
viendo como sus ovejas se alimentaban y tomaban agua de la quebrada.
Todos los días ocurría lo mismo.
Una tarde, al regresar las ovejas al corral, se asustó mucho al ver que quedaba
una piedra, tallada y pintada, en el fondo de la bolsa. El sabía que si quedaban
piedras era que faltaban ovejas.
Corrió en busca de su oveja, subió al cerro, atravesó el pequeño monte, bajó al
valle, bordeó la quebrada sin ver ninguna oveja. Al anochecer regresó a su casa
sin poder hacer nada por recuperar su oveja.
La cena de esa noche tuvo el sabor amargo de la pérdida. Se prometió no sólo
poner más cuidado de ahí en adelante sino buscar nuevamente al día siguiente.
Mientras tanto guardó en una caja la piedra sobrante para evitar confusión en su
conteo.
Ya en la mañana puso más cuidado en dejar salir las ovejas lentamente y
establecer la correspondencia puntual entre una piedra y una oveja; tantas
piedras, tantas ovejas; no había razón para error alguno.
Las ovejas pastaron y bebieron agua como de costumbre. Se les veía en su
inocencia animal no preocuparse por nada sino por rumiar y rumiar estableciendo
un diálogo con el pasto y el agua.
Esa tarde, al entrar las ovejas, el rostro del abuelo palideció nuevamente; quedaba
otra piedra en su bolsa. Una sombra gris llegó a su frente. Rápidamente devolvió
las piedras a la bolsa, le pidió ayuda a su nieto para sacar las ovejas de nuevo y
entrarlas una a una; piedra a piedra. Vaya sorpresa… ¡sobraba una piedra!
Desconsolado echó a caminar nuevamente hacia el monte. Revisó el llano donde
las pastoreaba, miró matorral a matorral, se asomó a la quebrada. Tal vez había
caído al agua, lo mismo que la anterior y entonces se habían ido rio abajo. Pero
todo esfuerzo fue en vano porque no apareció ninguna oveja.
A su regreso tuvo otra ocurrencia.
Desesperado consiguió una buena cantidad de troncos y de lazos. Amarró cada
oveja a un tronco. Las ovejas miraban impresionadas aquella inusitada operación
matemática sin comprender, igual que su nieto, lo que estaba ocurriendo.
Cuando vio que había igual cantidad de troncos, de lazos y de ovejas, se dispuso
a poner una piedra frente a cada trío. Entonces pudo
confirmar que en efecto sobraba una piedra. Hiciera lo que hiciera seguía faltando
otra oveja.
Al día siguiente ordenó de nuevo las ovejas con los lazos y los troncos, puso una
piedra en cada trío, soltó las ovejas y guardó las piedras. Le pidió al nieto que
agudizara su vista aunque sabía que por su corta edad era poco lo que podía
hacer. El día pasó sin ninguna novedad. Pero al regresar en la tarde y descontar
piedra a piedra, nuevamente quedaba una piedra al fondo de la bolsa.
Esa noche lloró en silencio. No quiso alarmar a nadie con lo que estaba pasando.
Toda la noche caviló cómo resolver el problema de sus ovejas perdidas. Sabía
que si continuaba así llegaría un momento en el cual se iba a quedar sin una sola
oveja. La cabeza se le había hecho un nudo. Soñó con una jauría de hombres
asesinos vestidos de lobo comiéndose sus ovejas. En el pasto de su sueño
aparecieron muchas fosas llenas de sangre y lana.
En esos días se había escuchado la historia de un lobo disfrazado de oveja que se
metía entre ellas, hacía sus fechorías y se iba con total sigilo. También se decía
de un maleficio que los dueños de las propiedades les habían hecho a los
pastores de ovejas que robaban pasto: el mal consistía en que una extraña ave las
raptaba y se las llevaba sin dejar ningún rastro.
Después de varios días ocurriendo lo mismo, la mañana del último día del mes, el
abuelo salió con su paso cansado a pastorear las ovejas, como de costumbre. En
su rostro se reflejaba el desánimo por la extraña desaparición de una oveja cada
día. Ya sabía que en la tarde lo esperaba la desilusión de haber perdido una más
en su rebaño. No tenía manera de contarlas pero según la cantidad de piedras
que guardaba en su caja sabía que ya había perdido una buena cantidad de
ovejas; incluso veía cada vez mas pequeño su rebaño.
No le importaba mucho cuidarlas o no cuidarlas. Entonces, esta vez, se detuvo a
observar a su nieto, lo que nunca antes había hecho. Su cara se iluminó cuando
vio lo que hacía el niño.
El nieto sacó del bolsillo un pedazo de roca y se dispuso a pulirla, se pasó un rato
perfilándola y dándole forma de pirámide, luego la pintó con tinta azul y la puso a
secar. Finalmente la echó a la bolsa.
El abuelo sintió volver a la vida, el sufrimiento de las últimas lunas se cambió por
un sol radiante que iluminó su llanto. Pronto comprendió que nunca había faltado
una oveja sino que siempre sobraba una piedra.
Se acercó a su nieto, lo alzó del suelo y lo estrechó contra su pecho en un abrazo
lleno de gratitud y alegría. El niño lo miró sorprendido, se rió con él y con su
manito limpió las lágrimas que rodaban por las mejillas del abuelo.
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