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UN DUELO
En el amanecer del 6 de septiembre de 1897, dos hombres, uno de 28 años
y el otro de 45, salieron con sables en sus manos de uno de los galpones portuarios de las Catalinas Sur, en Buenos Aires. Iban a batirse a duelo. Las
condiciones pactadas no eran l i g h t: a filo, contrafilo y punta, y autorización
para liquidar al oponente si uno podía lograrlo. El más joven de los duelistas era delgado y ágil, conocía todas las técnicas de la esgrima y practicaba
asiduamente y con brillantez este deporte en clubes lujosos. Por eso se pensaba que iba a matar con facilidad a su oponente, que tenía diecisiete años
más y un gran sobrepeso, se movía con lentitud y sostenía con dificultad su
arma. El primero era Lisandro de la Torre, un convencional santafesino del
radicalismo; el otro, Hipólito Yrigoyen, el jefe de ese partido, que en febrero de 1905 haría tomar como rehén en Córdoba al vicepresidente de la
Nación, José Figueroa Alcorta, para intentar infructuosamente derrocar con
las armas al eterno gobierno oligárquico del país -entonces representado por
Manuel Quintana-, reemplazándolo por uno salido de la clase trabajadora.
Las causas de este enfrentamiento eran, obviamente, políticas. Poco antes,
Lisandro (como llamaban popularmente al más joven duelista) había acusado a Yrigoyen ante los otros convencionales de “egoísta, malsano y paternalista”, declarando a continuación que “su influencia es hostil y
perturbadora”. Inmediatamente, el caudillo lo retó a duelo con el arma que
se le antojara, aunque con el deseo íntimo de que eligiera los puños.
-Quiero romperle la jeta a ese cajetilla perfumado -declaró entonces.
Como el líder radical no sabía nada de esgrima, todos sus conocidos se
horrorizaron y trataron de hacerlo desistir del duelo. No y no. Eligió como
padrinos al coronel Tomás Vallée y a Marcelo Torcuato de Alvear, otro
“cajetilla” que llegaría a ser presidente de la Nación; y con calma se preparó, una vez más, para jugarse la vida.
De la Torre, que eligió como representantes a Carlos Rodríguez Larreta y
a Carlos Gómez, les dijo a estos:
-Usaré sable porque lo voy a moler a planazos a ese viejo de mierda.
Y se floreó ante ellos, en el Jockey Club de Buenos Aires, con unas elegantes fintas con el arma elegida.
El duelo duró una media hora. Le pusieron fin, de común acuerdo, los
padrinos. Los contendientes estaban muy transpirados, pero había una gran
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diferencia: Lisandro, el gran esgrimista, tenía heridas en un antebrazo, la
cabeza, la nariz y las mejillas (esto último lo obligaría a usar barba desde
entonces); por su parte Yrigoyen, el neófito en esta materia, no tenía ni un
tajo. Los padrinos acordaron la reconciliación. No se pudo saber lo que iba
a decir Lisandro cuando extendió su mano porque su duro rival, que entre
otras cosas había sido comisario de Policía, lo miró con desprecio, le tiró el
sable a los pies y se fue sin mirar una sola vez para atrás.
Quince años después, los duelistas de 1897 se encontraron nuevamente en
el porteño hotel España. Dirigentes radicales los juntaron por un tema
importante: se venían unas elecciones y los congresales de Santa Fe querían que el popular Lisandro volviera al partido y los representara. Yrigoyen
estuvo de acuerdo y así se lo pidió. De la Torre dijo que se negaba “por una
cuestión de principios y de procedimientos”. A partir de eso, sus caminos no
volvieron a cruzarse.
A Yrigoyen lo eligieron dos veces presidente de la Nación y lo dejaron
solo en 1930, cuando militares y civiles inescrupulosos pensaron que los
sables eran mejores que la democracia; Lisandro, por su parte, rechazó una
oferta de José Félix Uriburu, el militar que derrocó a Yrigoyen: ser el primer mandatario del país a través del fraude. En vez de eso, prefirió combatir el delictivo comercio de las carnes a rgentinas con los ingleses, terminando luego su vida en 1939, por propia decisión, con un desesperado tiro del
final al ver que la suya era una solitaria batalla contra los molinos de viento.
En 1935, a casi cuatro décadas de su duelo con Hipólito Yrigoyen, y a
once años de haberse opuesto en el Congreso a una urgente compra de
armas que había exigido Agustín Pedro Justo -entonces caudillo del
Ejército; más adelante, presidente de la Nación-, lo que había molestado a
un joven oficial de apellido Perón, Lisandro estaba desencantado del radicalismo y de casi todos los políticos, pero aún embestía contra lo que parecía imposible. El 23 de julio de ese año, cuando estaba demostrando en el
edificio del Congreso en Buenos Aires cómo los ministros de Justo -que gracias al fraude gobernaba el país desde 1932- regalaban la carne argentina a
los ingleses, recibiendo por ello siderales coimas, Ramón Valdez Cora, un
policía matón que solía ganar algunos dinerillos como guardaespaldas de
Luis Duhau, intentó matarlo a tiros en el Senado, pero se cruzó entre los dos
el senador Enzo Bordabehere y la víctima fatal no fue la que los conservadores y los oligarcas esperaban.
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El frustrado asesino fue detenido, pero nunca denunció a nadie. Cumplió
su pena y murió a poco de salir de la cárcel. Fue el que apretó el gatillo, pero
el gran culpable quedó en libertad. Lo único que trascendió durante el juicio contra Valdez Cora fue que había entrado varias veces en la casa de
Duhau -entonces ministro de Agricultura y dueño de un palacio en la
Recoleta, de 113.334 hectáreas del mejor campo y de miles de cabezas de
ganado- en los días previos al homicidio, dato corroborado por varios vecinos suyos.
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