Una peregrinación de esperanza

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Una peregrinación de esperanza
El camino de la comunión con Dios
Circular del Superior general.
CAPÍTULO I
Preparando la peregrinación
Escribo esta circular para nosotros, hermanos del Instituto, y para las personas con
quienes compartimos nuestra vida y misión. Quiero subrayar en ella la necesidad y la
urgencia de volver en nuestra vida a lo esencial, en fidelidad al carisma recibido del P.
Andrés Coindre, encarnado y transmitido por el Venerable Hermano Policarpo y por
nuestros antepasados.
No es fácil decir algo que pueda servir a personas con mentalidades tan distintas.
Quedaría muy satisfecho si el mensaje de esta circular nos ayudara a vivir en
profundidad el espíritu de nuestro Capítulo general de 2006 y nos estimulara a
emprender nuestra peregrinación de esperanza con una profunda disposición de
conversión a Dios y con el deseo de que el Padre nos haga experimentar su inmenso
amor en el encuentro íntimo con Jesús-Hermano (cf. Capítulo general de 2006,
Ordenanza).
Además de la confianza en Dios y del apoyo de mis hermanos, otro de los motivos que
me animaron a aceptar mi servicio como Superior general del Instituto fue pensar que
no tenía que preocuparme por hacer un programa. Ha sido siempre muy claro para mi
que nuestra vida religiosa se fundamenta en la Palabra de Dios y en el Carisma de
André Coindre, tal como los encontramos expresados en nuestra Regla de Vida y en el
legado de nuestros antepasados. El Capítulo general tenía que señalar los puntos
fuertes de dicho programa. Lo importante, pues, era estar atento a él y escuchar en él
la voz del Espíritu.
El 8 de abril de este año, Domingo de la resurrección del Señor, publicábamos las
informaciones y decisiones del Capítulo general. Decíamos en la introducción que los
capitulares, “movidos por la esperanza“, quisieron avanzar “mar adentro“, es decir,
vivir hoy la vida religiosa con radicalidad. Propusieron para ello emprender “Una
peregrinación de esperanza por el camino de la comunión”. Afirmábamos también que
en las palabras peregrinación, esperanza, camino y comunión está la clave “para vivir
con autenticidad nuestra vida religiosa y ser signos de esperanza en el mundo actual”
(Una peregrinación de esperanza, p. 3). Por eso, quiero detenerme a explicar un poco
cada una de estas palabras.
Les invito, hermanos, a iniciar nuestra peregrinación con los ojos y el corazón puestos
en el Corazón de Dios que nos llama a vivir una creciente comunión con Él. Mediante
ella, hermanos y colaboradores avanzaremos en la peregrinación de esperanza por el
camino de la comunión fraterna y de la comunión en el carisma y en la misión.
Peregrinación, camino
“¡Oh, qué alegría cuando me dijeron:
vamos a la casa de Yahveh!”
(Sal 122, 1)
“¡Qué amables tus moradas,
oh Yaveh Sebaot!...
Hasta el pajarillo ha encontrado una casa,
y para sí la golondrina un nido
donde poner a sus polluelos:
¡tus altares, oh Yaveh Sebaot,
rey mío y Dios mío!”
(Sal 84, 2-4)
Peregrinar es algo característico de la persona humana. El hombre, antes de ser
sedentario, fue nómada, desplazándose a distintos lugares para poder encontrar el
alimento y proveer a sus otras necesidades. La condición peregrinante del hombre se
manifiesta en su sed de viajar, de descubrir nuevos mundos, como si buscara
permanentemente algo que le falta. El viaje se convierte a veces en una huída para no
encontrarse consigo mismo ni con los demás.
Ponerse en camino es también una actitud cristiana. La vida cristiana se ha entendido
desde siempre como una peregrinación: venimos de Dios y hacia Él vamos. El pueblo
de Israel camina cuarenta años a través del desierto. Jesús recorre con nosotros los
caminos de este mundo. La Virgen María, peregrina en la fe y en la esperanza, se
pone también en camino. Lo mismo tantos santos: Santiago el Mayor, Bartolomé,
Francisco de Asís, Ignacio de Loyola... y tantos misioneros... y tantos hermanos
nuestros.
El hombre religioso se pone en camino hacia los lugares consagrados a Dios y a sus
santos. Desde los primeros siglos del cristianismo los discípulos de Jesús peregrinaron
a Jerusalén, Roma, Santiago de Compostela, Le Puy, Fourvière… Yo nací en un
pequeño pueblo de Navarra, España, cerca del Camino de Santiago. Miles de
peregrinos hicieron el camino en la época medieval; todo parecía olvidado cuando, en
la segunda mitad del siglo XX, renace esta peregrinación. Hoy es casi imposible salir
al camino, a cualquier hora del día y en cualquier época del año, y no encontrar
peregrinos.
¿Qué motivos puede tener esta gente para hacer el camino a pie, con el morral a la
espalda, solos o en pequeños grupos? Unos caminan para sentirse libres en un
mundo de tantas esclavitudes; otros para hacer ejercicio físico y mantener o mejorar
sus condiciones de salud; a otros les atrae el contacto con la naturaleza; a otros su
afición a la historia y al arte; otros caminan como reacción al mundo de hoy, en el que
se vive a un ritmo frenético; otros como expresión de gratuidad frente al ídolo de la
eficiencia; otros como rechazo a la sociedad del confort; otros para experimentar su
propia precariedad al sentir la sed y el cansancio; otros para descender a la
profundidad de sí mismos, sentir la necesidad de los demás, liberarse de la reducción
egoísta del yo, abrirse a encuentros importantes y recobrar la alegría de existir;
finalmente, otros peregrinan para vivir una profunda experiencia del Dios que sale a su
encuentro en el camino.
¿Qué motivos me impulsan a peregrinar en la vida religiosa respondiendo a la llamada
del Señor? Hermanos, les abro mi cuaderno de ruta. La imagen del peregrino me pide
ser un religioso más auténtico, me ayuda a buscar el sentido de mi vida religiosa en
Dios. Él, Padre-Madre, me ha dado la existencia; en la persona de Jesús, su Hijo y mi
hermano, se ha hecho mi compañero de camino; me da su Espíritu para amarlo y
amar a los hermanos y me espera al final del camino para recibirme en su casa que
será también la mía. Como religioso, no estoy en el mundo para un fin exclusivamente
humanitario. Soy un consagrado para vivir la experiencia gozosa del “sólo Dios basta”.
2
Vivo la experiencia profunda de Dios en el encuentro íntimo con Jesús-Hermano,
identificándome con él, con su forma de ser y de vivir. Esto me lleva a apreciar todo lo
que hay de bueno en el mundo y en la cultura de hoy: el cuidado de la naturaleza, el
interés por el conocimiento, los avances científicos y tecnológicos, la valoración
adecuada del cuerpo humano, la sensibilidad ante el dolor ajeno, la solidaridad, la
dignificación de la mujer… Pero también me lleva a ser crítico, rechazando los falsos
ídolos del individualismo, materialismo, consumismo, confort, de la búsqueda de la
eficiencia a cualquier precio, de la superficialidad, del hedonismo…
En un mundo en el que la gente vale por su capacidad de compra y por la cantidad de
cosas que posee, vivir para Dios me lleva a peregrinar ligero de equipaje, con lo
indispensable, en el desprendimiento de las cosas y de mi mismo, alejado de todo
apego, siempre en búsqueda, vigilante, lejos de la mediocridad y de la instalación.
Como peregrino, trato de dejarme conducir por el Espíritu Santo y de vivir en estado
permanente de conversión al Dios Amor. Esta disposición me ayuda a orar “en espíritu
y en verdad”. Esta relación alienta y da forma a mi vida de comunión con los demás y
a mi compromiso por el Reino.
Esperanza
“En Dios sólo el descanso de mi alma,
de él viene mi salvación;
sólo él mi roca, mi salvación,
mi ciudadela, no he de vacilar.”
(Sal 62, 2.3)
“El Señor nos ama demasiado, querido Hermano,
ya que después de habernos mostrado el fondo del abismo,
quiere alejarnos de él. Mantengamos siempre la esperanza.
Abraham llegó a ser el Padre de los creyentes
porque esperó contra toda esperanza.”
(André Coindre, Escritos y Documentos, 1, Cartas 1821-1826, Carta VIII, página 87)
El 4 de junio de 2005, Fiesta del Inmaculado Corazón de María, el hermano Bernard
Couvillion publicó la circular “Un patrimonio de esperanza”. Os recomiendo que volváis
sobre ella para tenerla muy presente. A riesgo de repetir sus ideas, hago algunas
consideraciones a propósito de la esperanza.
Dios espera en nosotros
Dios espera en nosotros antes de que nosotros esperáramos en Él. Y Dios espera en
nosotros porque nos ama. Espera en nosotros cuando crea este mundo, cuando nos
crea a su imagen y semejanza, cuando, después pecado del hombre, nos da a su
propio Hijo que se hace hombre como nosotros y que, sin hacer alarde de su categoría
de Dios, renuncia a librarse del poder mismo de la muerte; Dios espera en nosotros
cuando sufre con Jesús en la cruz, cuando lo resucita como garantía de nuestra propia
resurrección.
Dios es nuestra esperanza
Dios se hace esperanza para nosotros en Jesucristo, por obra del Espíritu. Él es el
“’Dios de la esperanza’ (cf. Rm 15, 13): el ’Padre de la gloria’ que en su Hijo descubre
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al hombre su ’inmensa gloria’ (cf. Ef 1, 18) y le abre su Reino” (cf. Mc 1, 15; Lc 17,
21)1.
En Jesucristo, el Padre bueno nos descubre su rostro de Padre, nos revela que somos
hijos, llamados a la intimidad con Él y que nuestra vida es un camino hacia la
resurrección. Cristo es nuestra esperanza, pues en Él se han cumplido ya todas las
promesas (cf. Hch 2, 25-35; Lc 4,21; Rm 8, 11; Col 1,18; Hb 10,23).
El texto de la primera carta de San Pedro es más expresivo que cualquier comentario
que podamos hacer:
“Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien, por su
gran misericordia, mediante la Resurrección de Jesucristo de entre los
muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva, a una herencia
incorruptible, inmaculada e inmarcesible, reservada en los cielos para
vosotros, a quienes el poder de Dios, por medio de la fe, protege para la
salvación.” (1 Pe 1, 3-5)
Nosotros esperamos en Dios
La esperanza forma parte de lo más profundo de la persona humana, está siempre en
camino entre su ser de hoy y su futuro deber ser; es un proyecto que se construye día
tras día. En esta proyección de la persona vemos los creyentes una sed de Dios.
Decíamos antes que es Dios quien espera primero en nosotros. Por ello la verdad
completa podríamos expresarla así: la esperanza es tendencia de Dios hacia nosotros
y tendencia de nosotros hacia Dios.
Puesto que la esperanza cristiana es una virtud teologal, no es obra nuestra sino del
Espíritu Santo; tiene su fuente en nuestra participación en la vida trinitaria, pues por el
don del Espíritu somos en Cristo hijos del Padre y, por lo tanto, herederos de Dios (cf.
Rm 8, 16-17). La esperanza emana de la certeza del amor de Dios y conduce, por lo
tanto, al abandono filial en las manos del Padre; es la seguridad confiada de recibir la
herencia de los hijos de Dios, en cumplimiento de las promesas. Para el cristiano, el
Reino ya ha comenzado, aunque todavía no ha llegado a su plenitud. La esperanza es
el presente de los hijos de Dios, peregrinos, que ya están en camino, aunque todavía
no han llegado a la meta.
Puesto que Cristo es nuestra esperanza, ésta se mantendrá viva en nosotros si
permanecemos enraizados en Él (cf. Col 2, 6; 1 Co 3, 10-11). El encuentro con el
Resucitado reavivará nuestra esperanza como les sucedió a los discípulos de Emaús.
Nuestro amor a Jesús nos llevará a identificarnos con Él y a la confianza absoluta en
el Padre. Como Jesús, seremos capaces de esperar aún en la noche oscura de
Getsemaní. Como Él seguiremos confiando en el Padre, incluso a pesar de su silencio,
cuando no haya motivos para esperar ni garantías de éxito. La esperanza es una
osadía desde la fe que lleva a esperar, como Abrahán, contra toda esperanza (cf. Rm
4, 18-19). Es la certeza de obtener lo que todavía no poseemos
Llamados a ser y a construir la esperanza
Diariamente los medios de comunicación nos informan de desastres naturales,
injusticias, pobreza, hambre, enfermedades, guerras y muerte. No podemos
encerrarnos en un castillo para soñar en un mundo perfecto, cerrando los ojos a la
realidad. Pero tampoco podemos caer en el derrotismo o en el pesimismo. El cristiano
1
BORILE, Eros y otros. Diccionario de pastoral vocacional. Salamanca: Ed. Sígueme, 2005, p. 437.
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es un realista esperanzado. La vocación cristiana es una llamada a la esperanza (cf.
Ef 4, 4). Nuestro optimismo se fundamenta en la fe en el Dios creador – “y vio Dios
que era bueno” (Gn 1,4) – y liberador. Sepamos descubrir los signos de esperanza:
sepamos mirar los signos de vida sin limitarnos a ver únicamente los signos de
muerte. Como profetas, denunciemos los signos de muerte y anunciemos los signos
de vida que pueblan la historia humana, y la historia de la Iglesia. Creamos en la
bondad de la creación y en que nuestra historia es historia de salvación. Esperemos
que el Dios que resucitó a Jesús resucitará esta humanidad.
¿Nos contentaremos con vivir la esperanza para nosotros mismos? No, porque
nuestra esperanza es misionera y nos mueve a comprometernos en la construcción
del Reino desde este mundo. La esperanza es incompatible con una vida cristiana
desencarnada, alienada, alejada de las responsabilidades históricas. Dice el Concilio
Vaticano II: “Se alejan de la verdad quienes, sabiendo que nosotros no tenemos aquí
una ciudad permanente, sino que buscamos la futura, piensan que pueden descuidar
por ello sus deberes terrenos” (GS, n° 3). En el mismo documento leemos: “En efecto,
la esperanza escatológica no disminuye la importancia de los compromisos terrenos,
sino que añade nuevos motivos para sostenerlos y realizarlos” (GS, n° 21).
No hay esperanza sin caridad: no podemos separar el amor a Dios y al prójimo. Por
eso, estamos llamados a ser esperanza para los demás, para los niños y jóvenes y en
particular para los más necesitados. Lo seremos en la medida en que hagamos
nuestra la preocupación del P. Coindre: “Librar a los jóvenes de la ignorancia,
prepararlos para la vida y darles el conocimiento y el amor de la religión” (Regla de
vida, Preámbulo, p. 15).
Muchas personas se preguntan hoy si la vida religiosa tiene porvenir. Ante la
disminución del número de hermanos nos preguntamos cuál será nuestro futuro. ¿Qué
hacer? El temor, la desesperación y la angustia no son propios de quien vive en
esperanza. Tampoco la pasividad, pues sabemos que la salvación es fruto del
encuentro del don de Dios con el esfuerzo humano Por lo tanto, vivamos con fidelidad
nuestra vocación, trabajemos al máximo por la promoción de las vocaciones y la
formación y, a la vez, esperemos y dejemos el futuro en las manos de Dios.
Comunión
En nuestros días, la población se va concentrando en las grandes ciudades. Las
personas están cada vez más juntas pero viven más aisladas. La soledad y el
individualismo caracterizan al hombre de nuestro tiempo. Pero, por otra parte, hay
también una fuerte tendencia a estrechar los lazos entre las personas y grupos, a
intensificar la comunicación y la colaboración; esto se constata en la multiplicación de
los gestos de solidaridad, de las asociaciones nacionales e internacionales y de las
instituciones de ayuda a las gentes más desfavorecidas del planeta. Vemos también
que en el mundo del pensamiento se insiste cada vez más en la dimensión social de la
persona, la cual sólo puede realizarse en la convivencia con las demás.
Sin el ánimo de generalizar, el hombre religioso del pasado corría más riesgo de vivir
su relación con Dios como una relación individual, en la que lo importante era hacer
méritos para su propia salvación. Hoy las cosas han cambiado mucho y la Iglesia
comprende mejor que la fe se expresa también por la vivencia de la comunión y del
servicio. Esto se debe a los cambios culturales y sociales y a una lectura del Evangelio
en clave de comunión.
Ciertas corrientes teológicas actuales nos presentan a Dios como Dios-Familia y
subrayan su dimensión trinitaria: El Padre, al darse completamente, suscita al Hijo y de
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su don recíproco surge el Espíritu. Dios, esencialmente don y comunión, crea al
hombre a su imagen y semejanza (cf. Gn 1, 27). Puesto que somos imagen y
semejanza del Dios comunión, nosotros también estamos llamados a la comunión. Y
esa es, al mismo tiempo, la realidad más profunda de la Iglesia. El amor es la misma
vida de Dios (cf. 1 Jn 4, 8.16, R 1) y la caridad es la esencia de la Iglesia y signo de su
vida: “si no tengo amor, nada soy” (1 Co 13, 2).
La Iglesia es sacramento del Reino; de ese Reino que no es de este mundo (cf. Jn 18,
36). El Evangelio nos presenta el Reino como un banquete, un lugar de encuentro y de
comunión (cf. Mt 22, 2). El Reino es, por lo tanto, un lugar de encuentro; es la
comunidad de los que viven los valores del Evangelio de Jesús.
La Iglesia en los últimos cincuenta años ha venido insistiendo en la comunión como
elemento constitutivo de la vida cristiana y eclesial. En los documentos del Concilio
Vaticano II se encuentra claramente expresada esta enseñanza. Ya en los primeros
párrafos de la Constitución, la Lumen Gentium, leemos que la Iglesia, cuerpo místico
de Cristo, es “el sacramento, o sea, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y
de la unidad de todo el género humano” (LG, n° 1). Más recientemente la Iglesia se ha
presentado como “casa y escuela de comunión” (Caminar desde Cristo, n° 25). La
Iglesia es sacramento del Reino viviendo y construyendo la comunión.
Si la Iglesia debe vivir la comunión, con mayor razón los religiosos y, especialmente,
los religiosos hermanos y nosotros, Hermanos del Sagrado Corazón. El 29 de octubre
de 2005, en una presentación de la identidad del religioso hermano a los religiosos y
religiosas de Colombia, destacaba que nuestra Regla, cuya versión postconciliar fue
aprobada en 1984, tiene un esquema similar al de la Exhortación Apostólica Vita
Consecrata, publicada el 25 de marzo de 1996. Esta tiene tres partes: la confessio
Trinitatis, el signum fraternitatis y el servitium caritatis. Nuestra Regla de vida, de
manera significativa, prefiere comenzar mas bien por subrayar la unidad, el signum
fraternitatis, en sus tres primeros capítulos; vienen después la confessio Trinitatis (la
consagración) y el servitium caritatis (la misión).
Estamos convocados y reunidos para vivir la comunión. Y esto interpela a los
hermanos a vivir en común. Pero la vida en común, bajo el mismo techo y con un
horario y actividades comunes, es insuficiente. Vivir en comunión implica cultivar el
diálogo, las buenas relaciones, el conocimiento mutuo, la amistad verdadera y, en una
palabra, el auténtico amor fraterno que llega hasta el olvido de sí y la corrección
fraterna.
Suelo repetir que la única vocación en esta vida es la vocación a la comunión. En ella
se resume el amor a Dios y al prójimo, que es “toda la ley y los profetas”. La comunión
es también nuestra vocación definitiva, que viviremos en plenitud cuando el Padre nos
reciba en su bienaventuranza eterna.
La comunión fraterna no se cierra en sí misma. Estamos en comunidad para los
demás. Ella es expresión de la comunión con Dios y su finalidad es formar comunidad.
Un obispo de Colombia me decía: “Admiro en los hermanos que no solamente son una
verdadera comunidad sino que forman comunidad a su alrededor”.
Sólo podemos amar de verdad y vivir en comunión en un espíritu de conversión
profunda al Dios Amor que nos mueve a ser verdaderos hijos y hermanos de todos.
Para entrar en el Reino de la comunión hay que pasar por la puerta estrecha del don
de sí mismo hasta dar la propia vida por amor.
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CAPÍTULO II
Una peregrinación de esperanza por el camino de la comunión : la comunión con
Dios
La frase “Una peregrinación de esperanza por el camino de la comunión” resume la
decisión fundamental de nuestro Capítulo general de 2006. El texto central de la
Ordenanza es el siguiente :
• “En respuesta a las interpelaciones del Señor resucitado (cf. Jn 21,15s),
nosotros, Hermanos del Sagrado Corazón, nos comprometemos a avanzar
más radicalmente por el camino de comunión para la que estamos reunidos (cf.
R 22).
• Reafirmamos así nuestra esperanza: que por la gracia de la comunión recibida
en el bautismo, nosotros y nuestros colaboradores, en fraternidad universal,
lleguemos a ser signos de esperanza para nuestro mundo herido y para sus
hijos.
• Nos comprometemos a emprender, de aquí al año 2012, una peregrinación de
esperanza por el camino de la comunión: bajando a la vida interior,
revitalizando las relaciones interpersonales y encendiendo el fuego en el
santuario de la misión”.
La ordenanza comienza así: “en respuesta a las interpelaciones del Señor resucitado”.
Ello quiere decir que no emprendemos la peregrinación únicamente por iniciativa
propia, o por voluntarismo, sino porque Jesús resucitado sale a nuestro encuentro en
el camino de la vida, como les sucedió a los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13-35).
El segundo párrafo destaca cómo hermanos y colaboradores, “en fraternidad
universal”, “por la gracia de la comunión recibida en el bautismo”, estamos llamados a
ser signos de esperanza para nuestro mundo.
El tercero nos hace ver que el camino de la comunión tiene tres dimensiones: “la vida
interior”, “las relaciones interpersonales” y la “misión”. Por lo tanto, estamos llamados a
vivir la comunión simultáneamente en cada una de sus tres dimensiones. Éstas se
explican de la siguiente manera:
Es una comunión con Cristo resucitado; con Aquél que nos apasiona y nos
devuelve al amor del primer encuentro (cf. Os 2, 16-21). Es una comunión que se
fundamenta en la comunión del Dios Trinidad: para que seamos uno como el
Padre y el Hijo en el Espíritu (cf. Jn 17,21).
Una comunión con nuestros hermanos, porque es el mismo Señor quien nos
sigue llamando a ser testigos de fraternidad en un mundo en busca de sentido y
de esperanza. Una comunión para responder a la llamada de la Iglesia: que
nuestras comunidades sean casa y escuela de comunión (cf. Caminar desde
Cristo, nº 25).
Una comunión con nuestros colaboradores para responder juntos, desde un
carisma compartido, al grito de los niños y jóvenes, especialmente de los más
necesitados. Hermanos y colaboradores debemos ser testigos de unidad y
signos de esperanza.
En cada una de estas dimensiones el Capítulo propone medios concretos para
responder a las interpelaciones del Señor: “Hermano, ¿me amas lo suficiente
como para descubrir… compartir… abrir…?”. Nuestro compromiso de comunión
con Dios, con nuestros hermanos y con nuestros colaboradores expresa cuánto
amamos a Dios, a nuestros hermanos, a los niños y jóvenes y a todas las
personas”.
Comunión con Dios
“Dios, tú mi Dios, yo te busco,
sed de ti tiene mi alma,
en pos de ti languidece mi carne,
cual tierra seca, agotada, sin agua.”
(Sal 63, 2)
Iniciamos la reflexión sobre este tema presentando el texto de la primera dimensión de
la comunión, tal como se explica en la Ordenanza del Capítulo.
Encontrar a Jesús – “Venid a mí.” (Mt 11, 28)
Hermano, ¿me amas lo suficiente
como para descubrir cada día
en los acontecimientos, en las personas y en tu vida de oración
cuánto te amo?
Deseamos vivamente experimentar el amor del Padre. Nos invita a conocerle en
un encuentro íntimo con Jesús-Hermano, que quiere llenarnos de su compasión
salvadora y transformarnos para una más profunda comunión con los demás.
Ponemos nuestra frágil esperanza en la gracia del Espíritu Santo, siempre activo
para unificar nuestra vida y liberarnos de las coacciones que nos impiden dedicar
tiempo para comulgar de corazón a corazón con Jesús en la oración.
Nos atrevemos a arriesgar la transformación del ritmo trepidante de nuestra vida,
tomando el “camino necesario” de la ascesis “para orar ‘en espíritu y en verdad’
(Jn 4, 23)” (R 131; cf. R 133, 139).
El primer párrafo de este texto expresa nuestro fuerte deseo de “experimentar el amor
del Padre”, sin olvidar que la primera iniciativa viene de Dios mismo. Él es quien
despierta en nosotros el deseo de conocerlo en un encuentro íntimo con JesúsHermano. Y de este conocimiento surge el amor. El encuentro continuo con Jesús nos
identifica progresivamente con Él, nos llena de su compasión salvadora y nos
transforma para una creciente comunión con los demás.
Vivir la compasión y la comunión exige salir de nosotros mismos, venciendo nuestra
tendencia al egoísmo. Y ello requiere de la gracia del Espíritu Santo, quien actúa
permanentemente en nosotros para “unificar nuestra vida”, es decir, para vivir en cada
instante el encuentro con Dios que nos va transformando en personas de compasión y
de comunión. El mismo Espíritu nos ayuda a superar nuestras resistencias para
comulgar de corazón a corazón con Jesús en la oración, hasta llegar a orar en espíritu
y en verdad.
Hay diversas expresiones para referirnos a la comunión con Dios. Por ejemplo,
hablamos de ella en términos de encuentro con Dios, vida interior, experiencia de
Dios, espiritualidad. Estas dos últimas son las que emplearé con más frecuencia de
aquí en adelante. Sobre todo la última. Pero antes de hablar de la espiritualidad como
algo propio de la persona humana, quiero exponer muy brevemente la unidad
fundamental de la misma.
8
La persona humana, una unidad
La persona humana es una unidad de espíritu y cuerpo. A quienes hablan hoy de
espiritualidad se les mira a veces como sospechosos de un espiritualismo
desencarnado y de buscar egoístamente su equilibrio y felicidad personal,
desconectados del mundo y de sus necesidades. Es la actitud de la “fuga mundi”, de la
falta de compromiso por construir el mundo en que vivimos, de la espera pasiva e
irresponsable. Esta disposición tiene su origen, en buena parte, en la exclusiva
valoración de la dimensión espiritual del hombre en detrimento de su dimensión
corporal. Entonces las realidades materiales no tienen importancia e importa poco que
las personas carezcan de alimento, vivienda digna, medios para la salud y educación,
etc. Esta forma de ver no está de acuerdo con el Evangelio
Para nosotros la persona humana es una unidad de cuerpo y espíritu. El hombre es
formalmente cuerpo y formalmente espíritu. “El hombre se halla compuesto de una
sustancia psíquica y de millones de sustancias materiales, pero todas ellas constituyen
una sola unidad estructural. Cada sustancia tiene por sí sus propiedades, pero la
estructura les confiere una sustantividad única, en virtud de la cual la actividad
humana es absolutamente nueva”2.
El Concilio Vaticano II reconoce esta unidad substancial cuando afirma: “En la unidad
de cuerpo y alma, el hombre, por su misma condición corporal, es una síntesis del
universo material, el cual alcanza por medio del hombre su más alta cima” (GS, n° 14).
El Dios de nuestra oración
Puesto que, como vamos a ver, la espiritualidad es la vivencia de nuestra relación con
Dios, es importante precisar cuál es nuestra concepción de Dios. ¿Es el Dios de los
filósofos? ¿Es el Dios del Antiguo Testamento? ¿Es el Dios de Jesús?
Para nosotros Dios no es una energía sin rostro, al modo del Dios de la nueva era,
pues si así fuera no podríamos tener una relación ni un diálogo personal con Él.
Tampoco es un Dios espectáculo que hace milagros a cada instante, realizando lo que
nos corresponde hacer a nosotros. No es el Dios comerciante que se da solamente en
la medida en que nosotros le damos. No es el Dios que quiera nuestro mal y a quien
podamos reprochar diciéndole: “¿Por qué has querido que me suceda esto?”.
Nuestro Dios es el Dios Padre-Madre que ama entrañablemente a sus hijos. Es el
Dios-Amor que se da gratuitamente a todos, aún a aquéllos que pensamos no lo
merecen. Es el Dios-Familia, Padre, Hijo y Espíritu Santo; es el Dios-Comunión, que
nos ha creado a su imagen y semejanza, para que vivamos la comunión. Es el Diosde-Jesús, encarnado, uno de los nuestros, débil, siervo, igual en todo a nosotros, que
padece, compasivo, compañero de camino, sediento de justicia, que muere por el
perdón y la reconciliación y es resucitado por el Padre (cf. Flp 2, 9-11). Es el Dios de la
vida que quiere que todas las personas vivan y sean salvadas. Es el Dios que respeta
nuestra madurez y libertad, pues hace lo que está de su parte y espera nuestra
respuesta responsable. Es el Dios del encuentro que hace arder nuestros corazones
mientras nos explica las Escrituras.
Espiritualidad cristiana
2
ZUBIRI, Xavier. Cinco lecciones de filosofía, 2ª ed.. Madrid: Sociedad de Estudios y Publicaciones,
1970, p. 25.
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La palabra espiritualidad viene de espíritu que significa soplo, aire, aliento vital: “El
espíritu de Dios revoloteaba sobre las aguas” (Gn 1, 1). Está asociada también al
fuego. “Vieron aparecer como lenguas de fuego que se repartían y se posaban sobre
cada uno de ellos” (Hch 2, 3). Avanzando un poco más, debo decir que la palabra
espiritualidad se refiere al Espíritu, tercera persona de la Trinidad. Vivir la
espiritualidad cristiana es vivir según el Espíritu de Jesús. Y puesto que el Espíritu es
relación de amor, podemos afirmar que la espiritualidad es la manera particular de vivir
nuestra relación con Dios y la repercusión de esta relación en nuestra vida.
Bauer dice que la vida interior o espiritualidad es “una elevada disposición de amor de
Dios, cimentada en un profundo espíritu de fe y de confianza en Él; en una actitud
permanente del alma, una alegre prontitud de nuestra voluntad a hacer todo lo que
Dios quiere y como lo quiere”3.
Relaciones, intercambo de conocimientos, sentimientos y servicios
Para profundizar un poco más en el significado de la espiritualidad, y puesto que
estamos diciendo que la espiritualidad es relación, se me ocurre afirmar que en las
relaciones interpersonales intercambiamos conocimientos, sentimientos y servicios.
Podríamos señalar, por lo tanto, que la espiritualidad es la relación permanente con
Dios en la que intercambiamos conocimientos, sentimientos y servicios.
La espiritualidad cristiana como intercambio de conocimientos En este sentido forma
parte de la espiritualidad lo que Dios me dice de sí mismo, lo que yo sé de él (gracias
sobre todo a su Palabra) y lo que yo le digo a Dios de mi mismo (lo que pienso, lo que
deseo, lo que hago, lo que me pasa…). En mi relación con Dios aprendo a ver a Dios
como Él es y aprendo a verme como Dios me ve, es decir, con ojos de compasión, de
aceptación, de misericordia, de amor. En la misma relación aprendo a ver al mundo y
a las personas como Dios los ve: con ojos de admiración y de amor. La espiritualidad
nos lleva a ver en los demás el rostro de Cristo y a ver la vida con los ojos de Dios.
La espiritualidad cristiana como intercambio de sentimientos
Esto significa que la
espiritualidad es escuchar lo que Dios siente por mi (en su Palabra, sobre todo) y
expresar a Dios mis sentimientos de admiración, reconocimiento, humildad… amor.
Son estos los sentimientos que el Espíritu pone en mi corazón. En mi relación con
Dios aprendo a tener para con Él, para conmigo mismo, para con los demás y para
con toda la creación los mismos sentimientos de Dios, que son los sentimientos de
Jesús. De este modo sigo el consejo de S. Pablo: “Tened entre vosotros los mismos
sentimientos que Cristo ” (Flp 2, 5). Vivimos la espiritualidad en el encuentro íntimo
con Jesús-Hermano; la espiritualidad es una experiencia íntima de amistad con Dios.
La espiritualidad cristiana como intercambio de servicios
Nuestro Dios es un Dios
que está siempre en actitud de servicio. Recibo de Él la vida física, la vida espiritual,
los sacramentos, el perdón, etc. Por mi parte, lo sirvo amándole y por las buenas
obras a favor del prójimo, pues “cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más
pequeños, a mi me lo hicisteis” (Mt 25, 40), y no puedo decir que amo a Dios a quien
no veo si no amo al prójimo a quien veo (cf. 1 Jn 4, 20).
Los encuentros especiales con Dios son momentos fuertes de relación con Él. En ellos
comparto conocimientos, sentimientos y servicios. En ellos estrecho mi unión íntima
con el Padre por el encuentro íntimo con Jesús-Hermano, que me enriquece con “su
compasión salvadora y (me transforma) para una más profunda comunión con los
demás” (Capítulo de 2006, Ordenanza, primera dimensión). Dichos encuentros me
3
BAUER, Benito. En la intimidad con Dios. Barcelona : Herder, 1997, 13a edición, p. 204.
10
permiten vivir la compasión y la comunión en las demás actividades y momentos de mi
peregrinar cotidiano de hombre de acción.
La persona espiritual
En los siguientes párrafos trataré de presentar algunos de los rasgos que caracterizan
una persona espiritual. Con respecto a su relación con Dios, la persona espiritual vive
en sintonía y en intimidad con Él por el encuentro con Jesús, medita la Palabra de
Dios, dedica un buen tiempo a la oración, celebra y vive la liturgia y los sacramentos y
acompaña a María, la mujer orante, en la contemplación de los misterios de Dios.
La relación de una persona espiritual consigo misma se caracteriza por su amor a ella
misma, su alegría y su paz interior, su equilibrio, su coherencia de vida, su capacidad
de silencio, su motivación para vivir y por el dinamismo de su vida.
La relación de una persona espiritual con las otras personas se destaca por el respeto,
su capacidad para la escucha y el diálogo, su sensibilidad para con el dolor ajeno, su
compasión, su bondad, su sencillez, su cercanía, su acogida, su ayuda, su solidaridad
como opción afectiva y efectiva por los más pobres, por su generosidad en su entrega
a la misión.
La relación de una persona espiritual con la creación se distingue por su aprecio a la
naturaleza, por el interés que pone en cuidarla y conservarla.
A modo de síntesis de este apartado podemos decir que la persona espiritual vive una
profunda experiencia de Dios, es decir que sale de sí misma para conocer al Dios
Amor, para verse, para ver a los demás y al mundo con los ojos de Dios; al mismo
tiempo, para amarse a sí misma, amar a los demás y al mundo con el Corazón de
Dios, en una vivencia de compasión y servicio. Su vida está llena de los frutos del
Espíritu que son, entre otros, “amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad,
fidelidad, mansedumbre, dominio de sí” (Ga 5, 22.23).
La espiritualidad de nuestro Instituto4
“Hay que trabajar por mantener la unión con Dios
no para disfrutar del goce de la paz, sino para sostenerse en el ardor del combate.
La paz total la tendremos en el otro mundo.”
(André Coindre, Escritos y Documentos, 1, Cartas 1821-1826, Carta XXII, página
142)
Una espiritualidad: múltiples rostros
La única espiritualidad es la vida según el Espíritu o según el espíritu de Jesús. Ahora
bien, la persona de Jesús es tan rica, tiene tantas facetas, que cada uno puede
acercarse a Él atraído por un rasgo particular. Este puede ser la pobreza de Jesús, su
intimidad con el Padre, la obediencia a su voluntad, su entrega al anuncio del Reino,
su sensibilidad para con los que sufren, su preferencia por los pobres, su
mansedumbre, su amor total e incondicional a todas las personas, etc.
4
He tomado ciertas ideas de esta sección de conferencias dadas por el hermano René Sanctorum en los
años noventa. Alguna otra, de la circular del hermano Bernard Couvillion, “La opción por la compasión”.
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Un instituto religioso reúne a personas que tienen una forma particular de vivir el
Evangelio, es decir, de relacionarse con el Dios de Jesús y de expresar esta relación
en su forma de ser, en la relación con sus hermanos y con toda la creación, en un
esfuerzo por construir el Reino de Dios. Dicho grupo, al ver a Jesús, se fija en algún
rasgo característico de su persona y centra su atención en algunos pasajes preferidos
del Evangelio; y su forma de ver a Jesús influye en la forma de verse a sí mismo, de
ver a los demás, a toda la creación y a la Iglesia. Los Hermanos del Sagrado Corazón
tenemos una forma particular de aceptarnos y de amarnos, de ver a nuestros
colaboradores y a las personas a quienes servimos, de convivir con los demás, de ver
el mundo y de comprometernos en él.
Nuestro fundador, Andrés Coindre, y después el hermano Policarpo, han vivido una
verdadera espiritualidad del Sagrado Corazón. Encontramos las huellas de la misma
en muchas frases de sus escritos, pero ninguno de los dos nos dejó un estudio
ordenado del tema. Tal vez esa es la razón de que hayamos podido identificar la
espiritualidad con determinadas prácticas de piedad, buenas por cierto, pero
claramente insuficientes.
En el apartado siguiente intento presentar algunos rasgos de la espiritualidad del
Instituto. No pretendo hacer una presentación exhaustiva, pues iría más allá de la
finalidad de esta circular. Reconozco el valor de los pocos estudios que se han
realizado hasta el presente y, al mismo tiempo, soy consciente de que siempre será
posible profundizar el tema, precisarlo cada vez más y presentarlo con un lenguaje
actualizado. Tengo la firme convicción de que en la Regla de vida encontramos la
naturaleza de nuestra espiritualidad y cómo vivirla hoy. Ella nos presenta una
espiritualidad centrada en Cristo, que surge de la contemplación, que se expresa en el
amor, que abarca toda la vida, en estrecha relación con la misión, en la que la oración
y la liturgia ocupan un lugar especial, iluminada por la presencia de María, Madre,
educadora y modelo.
Espiritualidad centrada en Cristo
“… Mientras ellos conversaban y discutían,
el mismo Jesús se acercó y siguió con ellos;
pero sus ojos estaban retenidos para que no le conocieran…
Se dijeron uno a otro:
‘¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros
cuando nos hablaba en el camino
y nos explicaba las Escrituras?’…”
(Lc 24, 13-35)
La espiritualidad de nuestro Instituto es una espiritualidad cristiana. Y cristiana viene
de Cristo, Camino, Verdad y Vida (cf. Jn 14, 6). La Regla de vida en el artículo 112
dice al respecto: “Cristo, en su misterio de amor, ocupa por ello un lugar primordial en
nuestra vida de Hermanos del Sagrado Corazón. Está en el centro de nuestras
motivaciones y referencias, así como en el principio de nuestro don total y de nuestra
acción apostólica”. El hermano del Sagrado Corazón tiene el Espíritu de Cristo:
manso, bueno, humilde, sencillo, sensible, servicial, agradecido, filial, fraterno,
generoso, desprendido, firme, valiente…
Contemplación de Cristo con su costado atravesado
Nuestra espiritualidad “brota de la contemplación de Cristo, cuyo corazón abierto
significa y manifiesta el amor trinitario a los hombres” (R 14). Juan, por su parte, nos
invita a contemplar a Jesús con el costado abierto. A quien contemplamos es al que
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traspasaron, es decir, a la persona entera de Cristo, recapitulada en su corazón
traspasado. Juan nos presenta el costado abierto de Cristo con solemnidad e
insistencia (cf. Jn 19, 33-37 y 20, 19-29), como el artista que quiere perpetuar en una
de sus obras la vida entera de una persona.
Decíamos antes que la espiritualidad es intercambio de conocimientos. Al contemplar
el costado abierto comprendemos el gran amor de Dios (cf. R 113) y acogemos lo que
nos dice en San Juan (cf. 1 Jn 4, 8) que encontramos en el primer artículo de nuestra
Regla de vida: “Dios es amor” (R 1). El costado abierto es testimonio de la solicitud del
Corazón de Jesús por el mundo (cf. R 64). Esa mirada nos ayuda a “creer en el amor
de Dios, vivir de él y difundirlo” (R 13). La contemplación del costado abierto requiere
que cuidemos con esmero nuestra vida de oración (cf. R 128-148). Y ésta permitirá
que encontremos al Señor en cada uno de los momentos de nuestra vida.
Hablábamos también de la espiritualidad como de un intercambio de sentimientos.
Nuestra espiritualidad consiste en revestirnos de los sentimientos del Corazón de
Jesús, lo que implica abrazar su estilo de vida casto, pobre y obediente (cf. R 61).
Hemos dicho también que la espiritualidad es un intercambio de servicios. Dios nos da
su Palabra, su Hijo y su gracia; nosotros le respondemos con nuestra oración, el culto
y el servicio a los demás. Nuestra espiritualidad aporta un matiz propio a nuestras
relaciones con el prójimo (cf. R 15) y al servicio a nuestros contemporáneos (cf. R 6), a
los pobres (cf. R 10, 50, 126, 150), a los niños y jóvenes, especialmente a los más
necesitados (cf. R 11, 13, 18, 118, 149, 151, 155).
Espiritualidad del amor
“La salvación y [la preocupación] por la perfección de las almas es uno de los fines de
la congregación. Los Hermanos del Corazón de Jesús recordarán a menudo estas
palabras de Jesucristo: He venido a traer fuego a la tierra y no deseo sino que arda.
Procurarán extender este fuego en todos los corazones, después de haberlo prendido
ellos mismos del corazón sagrado de Jesucristo”.
(Andrés Coindre, Escritos y Documentos 2, Reglas y Reglamentos, p. 25)
“Acercaos frecuentemente a quien funde el hielo de los corazones más fríos.
Continuad amando a nuestro Salvador, permaneciendo fieles a él,
pues solamente en él se encuentran la paz y la felicidad verdaderas,
la fuente del amor y el tesoro de los bienes celestiales.”
(Positio del hermano Policarpo, pp. 439-440)
“Sed todos, sin cesar y en todo lugar el buen olor de Jesucristo,
por la práctica fiel de todas las virtudes cristianas y religiosas.”
(Hermano Policarpo, Carta a los hermanos de América, 28 de febrero de 1847)
El costado abierto nos invita a mirar el amor de un Dios compasivo que nos llena de su
gracia.
¿Qué significa el símbolo del costado abierto? Dice nuestra Regla de vida: “El
Evangelio nos muestra al Salvador con el costado traspasado como la fuente del
Espíritu vivificador, el camino y el signo del amor divino” (R 114). El costado abierto de
Cristo nos invita a contemplar el inconmensurable amor recíproco del Padre y el Hijo, y
el amor del Padre y del Hijo a nosotros. Jesús es el nuevo Cordero Pascual que nos
da la vida y nos libera. De su costado abierto brotan la sangre y el agua, es decir la
Iglesia y los sacramentos, por los que recibimos la vida de Dios (cf. Jn 19, 34). De la
fuente del amor de Dios, de su corazón, nace un río de gracia : la creación, la
13
redención, la Palabra, la Iglesia, los sacramentos, la vida religiosa, nuestro querido
Instituto; todas estas realidades son gotas de ese río de gracia cuya fuente es el
Corazón de Dios que se nos muestra en el Corazón de Jesús.
Es en el momento de la muerte de Jesús cuando Dios se nos da del todo. Conocedor
de la incapacidad de nuestro pobre corazón para amar, Dios nos regala el Corazón de
su Hijo para que con Él, animados por el Espíritu, podamos amar al Padre en espíritu
y en verdad. Y para que podamos amar a nuestros hermanos y a todas las criaturas
de Dios. De este modo, Dios, que pone en nosotros la sed y el hambre de amor, nos
regala el agua y el pan de dicho amor para que podamos seguir caminando hacia la
meta del amor pleno, hacia el momento del ágape definitivo, cuando ya solo quedará
el Amor.
El costado abierto nos revela también a un Dios humilde, lento a la cólera; a un Dios
compasivo que ‘sufre con’ – como la madre con su hijo enfermo –, ‘sufre por causa de’
– como los padres, al comprobar la falta de reconocimiento y de amor de sus hijos – y
‘sufre para’ nosotros – como los padres que se imponen mil trabajos y sacrificios por el
bien de sus hijos.
Sufrir con los que sufren. Esto supone empatía y sensibilidad especial para con los
más necesitados, para con nuestros hermanos, los profesores, alumnos y todas las
personas. Sufrir con los que sufren implica capacidad de escucha, asumir riesgos para
responder a las necesidades de los demás, tener gestos amables y acompañar a
Jesús cuya pasión se prolonga en los que sufren.
Sufrir, como el Hijo, por causa de otros. Todos estamos llenos de imperfecciones y de
defectos: el egoísmo, la soberbia, la envidia, la tendencia a dominar a los demás…
Todas estas limitaciones hacen que nos causemos heridas en nuestra convivencia
diaria. Sufrir con paciencia las limitaciones propias y ajenas requiere de una gran
fortaleza espiritual para perdonar de verdad y amar a pesar de las dificultades.
Sufrir, con el Padre, para los otros. Esto nos exige comprometernos por el bien de los
demás, empeñarnos en el difícil trabajo de la educación de los niños y jóvenes, cuidar
con solicitud a nuestros hermanos enfermos y a aquellos que tienen especiales
dificultades y estar permanentemente en actitud de servicio a los demás.
Espiritualidad unificadora
El amor inconmensurable de Dios reclama nuestro amor. La experiencia de su amor
nos lleva a la estima y aceptación propias, a la compasión y a la misericordia para con
nosotros mismos.
El amor de Dios nos lleva, igualmente, a amar a los demás y amar el mundo a la
manera de Dios, es decir, a vivir la pasión de Dios por el hombre y el mundo. En el
contacto con el Corazón abierto, el hermano del Sagrado Corazón va llegando a ser
corazón abierto. Y un corazón abierto derrama benevolencia, compasión, bondad,
ternura, aprecio, comprensión, acogida, amor incondicional, ánimo conciliador, perdón,
misericordia hacia todos, especialmente para los niños y jóvenes que se nos confían.
Vivir la espiritualidad del Instituto es ser apasionados, con la pasión de quien ama sin
medida, porque ha recibido del Corazón de Dios el don del amor; es mirar a todas las
personas con cariño, hasta aquéllas que son difíciles – y sobre todo a ellas –, vivir
para ellas, dándoles ayuda, servicio, orientación, acompañamiento, apoyo, escucha y
comprensión.
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La espiritualidad del Corazón traspasado penetra también enteramente nuestra misión.
Ella nos impulsa a mostrar la ternura de Dios en un mundo en el que hay tantas
personas que carecen de afecto, tantos niños y jóvenes no queridos, despreciados y
abandonados. Esta espiritualidad nos lleva a abrir nuestro corazón a la miseria de los
más pobres, de los niños y jóvenes con mayores dificultades, al dolor de los heridos
por la vida, a los hundidos en el infierno del alcohol o de las drogas. En principio, la
exclusión de los alumnos más difíciles de nuestras obras educativas no va con el
Evangelio ni con la práctica de Jesús.
La visión que presentamos es la de una espiritualidad unificadora gracias a la cual la
vida de oración, la vida comunitaria y la misión están íntimamente unidas. La
espiritualidad penetra la vida comunitaria y la misión, dinamizándolas y dándoles una
forma particular; y la vida comunitaria y la misión imprimen también a la espiritualidad
un sello característico. Así como no podemos separar en una persona el cuerpo, la
mente y el espíritu, tampoco podemos separar cada uno de estos tres elementos. La
vida espiritual es impulsada por el Espíritu de Amor y se expresa en la práctica del
amor exigente, “vivido en la relación personal con el Señor, en la vida de comunión
fraterna, en el servicio a cada hombre y a cada mujer” (Caminar desde Cristo, n° 20).
Sin espiritualidad, la misión se coinvierte pronto en activismo o, en el mejor de los
casos, en profesionalismo. Por supuesto, tenemos que ser muy profesionales en el
ejercicio de nuestra misión apostólica; pero ésta debe estar siempre marcada por el
sello de nuestra relación íntima con Jesús-Hermano que nos transforma en hombres
de Dios y hombres para los demás. Por el contrario, si no hay compromiso auténtico
en la misión, hay que dudar de la espiritualidad. Existe, pues, una estrecha relación
entre espiritualidad y misión.
El Decreto Perfectæ Caritatis subraya que los religiosos están llamados a vivir una
profunda espiritualidad:
“Los que profesan los consejos evangélicos busquen y amen ante todo a Dios,
que nos amó primero (cf. 1 Jn 4, 10), y procuren con afán fomentar en toda
ocasión la vida escondida con Cristo en Dios (cf. Col 3,3), de donde fluye y se
urge el amor al prójimo para la salvación del mundo y la edificación de la Iglesia”
(PC, n° 6).
El mismo Decreto, tras afirmar que la acción apostólica y de beneficencia pertenece a
la naturaleza misma de los institutos de vida activa, subraya con las siguientes
palabras la unidad que hay entre espiritualidad y misión:
“Por eso, toda la vida religiosa de sus miembros debe estar imbuida de espíritu
apostólico, y toda la acción apostólica, informada de espíritu religioso. Así, pues,
a fin de que sus miembros respondan ante todo a su vocación de seguir a Cristo
y sirvan a Cristo mismo en sus miembros, es necesario que su acción apostólica
proceda de la íntima unión con Él. Con lo cual se fomenta la caridad misma para
con Dios y el prójimo” (PC, n° 8).
Quiero insistir en el hecho de que la espiritualidad es un estilo de relación con Dios
que informa toda nuestra manera de ser y de obrar, tanto en el ámbito personal como
en el comunitario. No podemos reducirla al intercambio íntimo individual con Dios, ya
que está presente también en nuestras relaciones fraternas y en toda nuestra acción
apostólica, marcándolas con una especial impronta o estilo, y contribuyendo así a la
unificación de nuestra existencia.
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Aunque toda comparación es imperfecta, podemos considerar la espiritualidad como el
perfume del encuentro con el Señor que da el buen olor a la misma persona espiritual,
a todos sus encuentros, a todas sus relaciones, a todas sus actividades. La
espiritualidad, por lo tanto, involucra todo nuestro ser: ilumina nuestra inteligencia,
refuerza nuestro sentido común, anima nuestra oración, guía nuestras opciones,
mueve nuestra voluntad, ordena nuestros sentimientos e impulsa nuestro obrar.
Hace algún tiempo decía a los religiosos y religiosas de Colombia que no podemos
separar la espiritualidad de la misión, el amor a Dios del amor al mundo, la pasión por
Cristo de la pasión por la humanidad, el seguimiento de Jesús del compromiso por el
Reino, la opción por Jesucristo de la opción por el pobre. Asimismo, no podemos
separar la meditación de la atención al enfermo, la eucaristía de la clase de
matemáticas, la oración del taller, la contemplación de Dios de la contemplación de las
personas que atiendo en la oficina, de los niños que llegan al colegio, de las madres
que se desviven por ellos, de la persona saludable, de las personas agobiadas por
problemas que llegan a nosotros resentidas y agresivas. Tenemos que ser religiosos
las veinticuatro horas del día y día tras día, en el ora y en el labora, unidos al Señor en
la escucha de la Palabra de Vida: oración, lectio divina, lectura espiritual, meditación,
sacramento del perdón, eucaristía… Y unidos al Señor en una vida cotidiana en la que
encarnamos la Palabra de Vida, en una vida según la Palabra. Activos en la
contemplación y contemplativos en la acción. El mundo de hoy nos necesita, no tanto
para que le digamos palabras importantes sino para que seamos Palabra viva, Palabra
encarnada.
Hermanos, les describo el comienzo de mi peregrinación como religioso hermano:
estoy en el Instituto porque al comienzo de mi vida religiosa viví la experiencia de la
cercanía de Dios. En aquel momento sentí especialmente el amor de Dios para
conmigo; al mismo tiempo, desde lo más profundo de mi corazón, surgió en mi el
deseo de corresponder a dicho amor haciendo algo por Él y por los demás, y tomé la
decisión de entregarme a Dios del todo y por toda mi vida.
Esta primera experiencia del encuentro con Jesús que vive, continua todavía influendo
en mi vida cotidiana. A lo largo de ella, con momentos de más ánimo y otros de
menos, perdura en mí el gozo de encontrarme con Jesús cada día, de escuchar su voz
y de experimentar las delicadezas de su amor. Esta experiencia me llena de paz
suficiente para afrontar la vida en los momentos desagradables y para soportar las
dificultades y desencantos de mi existencia. El hecho de vivir la experiencia del Dios
que me ama, me da fuerza, dinamismo, alegría y paz.
Una de mis mayores cruces en el poco tiempo que llevo como Superior general ha
sido tener que dar curso a la solicitud de algunos hermanos para abandonar el
Instituto. Cada uno de ellos expresa sus motivos: la dificultad para vivir los votos, la
vida comunitaria, el apostolado… Pero en la mayoría de los casos se advierte un
denominador común: un déficit de espiritualidad. Hermanos, es urgente profundizar
nuestra espiritualidad: sin espiritualidad no hay futuro para nuestra vida religiosa. Sin
ella no podemos hablar de vida sino de muerte religiosa. Un cuerpo sin espíritu está
muerto. Es imprescindible que verifiquemos, tanto a nivel personal y comunitario, la
calidad de nuestra espiritualidad, acogiendo la invitación de la Regla de vida: “Ante
Dios y ante los hermanos aceptamos verificar nuestros objetivos de acción, nuestro
obrar apostólico y nuestra disponibilidad” (R 27).
Espiritualidad mariana
El nombre que el Padre Coindre quiso darnos fue Hermanos de los Sagrados
Corazones de Jesús y de María. Con el tiempo se perdió la alusión a María en nuestro
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nombre oficial. Pero la disposición y la práctica de vivir el encuentro con el Señor en
compañía de María, Madre de Jesús y Madre nuestra, se han mantenido. Nuestro
fundador y todos los hermanos, a lo largo de nuestra historia, han tenido siempre el
nombre de María en los labios y el amor a ella en el corazón. La Regla de vida nos la
presenta como “el modelo acabado de la fidelidad al Señor” (R 66), como la
consagrada por excelencia, como modelo “que persevera en la intimidad de su Señor”
(R 74), como la madre que Jesús nos dio en la cruz (cf. R 119) y a quien dirigimos
nuestra oración (cf. R 138) y como “nuestra madre y educadora” (R 178).
Reconozcamos en María a la madre que, como en Pentecostés, nos reúne a sus hijos
en Iglesia, para vivir la comunión con Dios y anunciar y construir su Reino.
Verdaderamente María es, también, artífice de nuestra comunión.
Nutrientes de nuestra vida espiritual
La oración ocupa un lugar especial en la espiritualidad. Desarrollaré este tema en la
próxima circular, que publicaré en mayo del próximo año. Veremos la manera de vivir
nuestro encuentro diario de intimidad con Jesús-Hermano.
Por el momento les invito, hermanos, a reflexionar, orar y compartir esta circular. Que
ella nos ayude a avanzar en la peregrinación de esperanza por el camino de la
comunión con Dios que, en la persona de Jesús, sale diariamente a nuestro
encuentro.
Que María, peregrina en la fe y en la esperanza, nos acompañe y proteja.
Roma, 30 de septiembre de 2007, 186º aniversario de la fundación del Instituto.
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PREGUNTAS SUGERIDAS PARA LA REFLEXIÓN PERSONAL Y PARA EL
COMPARTIR COMUNITARIO
1. ¿Qué entiendes por espiritualidad?
2. ¿Cuáles son los rasgos fundamentales de la espiritualidad del Instituto?
3. ¿Qué señales nos llevan a afirmar que un hermano vive una profunda
espiritualidad?
4. En estos últimos tiempos, ¿qué textos de la Sagrada escritura inspiran más tu
encuentro con Jesús? Escoge uno o dos y explica el por qué.
5. En estos últimos tiempos, ¿qué textos de la Regla de vida inspiran más tu
encuentro con Jesús? Escoge uno o dos y explica el por qué.
6. ¿Qué motivos te impulsan a peregrinar hoy en la vida religiosa, a permanecer y
realizarte en ella?
7. …
CELEBRACIONES DE LA PALABRA.
Sugiero, para favorecer la vida espiritual tanto a nivel personal como comunitario, que
los equipos provinciales de animación y acompañamiento preparen, para ser
realizadas en las comunidades locales, algunas celebraciones de la Palabra sobre
algunos de los temas de esta circular, y los iluminen con la Palabra de Dios y con la
Regla de Vida. Donde no existan dichos equipos, se pueden preparar las
celebraciones en cada comunidad local. Es importante emplear signos en ellas. Los
temas pueden ser:
1.
2.
3.
4.
5.
6.
Una peregrinación de esperanza.
Mirar al que traspasaron.
El encuentro íntimo con Jesús.
Dame tu Corazón para amar.
María, madre de la comunión.
…
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