La Mandragora Año VI ~ Nº 7 ~ Abril / 2006 [#72] TEATRO «DIVINAS PALABRAS» Fechas: del 23 de febrero al 9 de abril de 2006. Lugar: Teatro “Valle-Inclán” del Centro Dramático Nacional (Plaza Lavapiés, s/n - Madrid). Horario: De martes a sábado, a las 20.30 horas, domingos a las 19,30 horas. de Don Ramón María del Valle-Inclán El Teatro Valle-Inclán inició el 23 de febrero su andadura como segunda sede del Centro Dramático Nacional (CDN) con un montaje de la obra ‘Divinas palabras’ dirigido por Gerardo Vera. Representar el teatro de Valle-Inclán no es fácil, vaya esto por delante. Y hay que aplaudir a quien afronta tal riesgo, como hay que señalar, si uno lo cree así, que el intento falló, por más que esto último sólo sea privilegio de quienes lo intentaron. En el escenario ideado para acoger Divinas Palabras sólo existe el color negro. El centro lo ocupa un árbol seco –un abedul, cuya pálida corteza hace que resalte aún más la oscuridad del entorno–, sin hoja alguna entre sus ramas, y que según avanza la obra veremos elevarse con las raíces al aire e inclinarse cual escoba de bruja gracias a un mecanismo-grúa situado en el techo. Tierra, también negra, alfombra el suelo del espacio escénico. La pared del fondo, negra y más negra, tiene unas puertas ciclópeas del mismo color. Con todo ello quiere Gerardo Vera, el director de la obra, ofrecer un Valle-Inclán “de tragedia”, dicen que griega y castiza, aunque uno más bien la ve como de pesadilla de invierno, en cerrada noche sin luna y dentro de una mina en la que se hubiera derrumbado la galería que podría permitir salir afuera a los mineros. Estas Divinas Palabras beben en los desastres de la guerra y las pinturas negras de Goya. Pero la mera acumulación de desastres no hacen una tragedia teatral (aunque sí puedan hacerlo en la vida real). La tragedia griega exige un héroe enredado en su destino, mientras que en la obra de Valle predomina el coro de aldeanos milagreros, movido por pecados naturales como la lujuria, la avaricia o la gula. Por el contrario, en la lectura/interpretación de Vera se nos ofrece una masa variopinta de seres demoníacos representativos de pecados capitales. Incluso el “engendro” −el niño hidrocéfalo al que sus parientes transportan en un carretón de romería en romería para sacar dinero de la compasión humana− muestra una gesticulante y desmedida afición por el licor anisado, algo que en la obra de Valle no es más que la inocente falta de luces del deforme. Uno puede leer la obra como quiera, interpretarla del modo más peregrino, pero debe admitir que hay lecturas más acertadas que otras, que no toda lectura vale, ni toda lectura es Valle, y desde mi punto de vista, la de Vera está errada. Respeta el texto, al menos en líneas generales, pero traiciona el espíritu. Mucho mejor sería hacerlo al revés. ¿El espíritu? Sí, eso que anima a la obra y la hace ser lo >> I. E. S. León Felipe – Benavente >> que es. Divinas palabras es, según la letra y por tanto el espíritu de Valle, una “tragicomedia de aldea”. Para mí tengo que ninguno de los tres elementos (tragedia, comedia y aldea) aparecen en esta versión de Vera. No es tragedia, aunque el color predominante de la puesta en escena sea el negro; del mismo modo que el drama barroco alemán, protagonizado por un príncipe en permanente luto, tampoco lo es, como con claridad meridiana mostró hace mucho Benjamin. Ni el que haya sangre y muerte sobre el escenario hace de la obra una tragedia, sino a lo sumo una historia tristísima o cruel, realista o no. Tampoco tiene nada de comedia, pues el ambiente que se respira es el del tétrico “oficio de tinieblas” o el de algún dantesco círculo infernal, y eso que uno de los personajes ideados por Valle, “Séptimo Miau”, es, sobre el papel, un consumado chulapo de verbo fácil, castizo y elegante requiebro, pero todo ello queda oculto bajo la capa de polvo de tierra negra que el director echa sobre los ojos del espectador (algo literal si estás en la cuarta fila de la sala cuando el mecanismo-grúa eleva el árbol de cuyas raíces va desprendiéndose la tierra agarrada a ellas). Y de aldea tiene el montoncito de alfalfa seca que en algún momento de la obra un personaje indeterminado, para acompañar el diálogo con movimiento, va lanzando al suelo desde un altillo, más como si el diablo con su tridente echase escaleras abajo a un condenado, que como si de un labrador afanado en su trabajo se tratase. Para dar remate a la obra, una vez el sacristán ha leído en el misal las divinas palabras con unción humorística (“bizcando los ojos” escribe Valle, aunque en la propuesta de Vera el sacristán las recita mirando ausente a la lejanía como lo haría un enajenado), produciendo en los aldeanos crédulos el milagro pacificador, Valle inicia así el último párrafo: “Los oros del poniente flotan sobre la quintana...” Sin embargo, la violenta luz que entra en ese instante por las ciclópeas y negras puertas que hay abiertas en la pared del fondo del escenario ideado por Gerardo Vera parece emanada de las mismísimas llamas del infierno. No digo que Vera se lo haya inventado todo al montar su espectáculo. Muchas cosas están en la obra. Pero por exceso de tenebrismo conceptual despoja a Valle-Inclán de “la flor de su figura” (según Rubén Darío: la sonrisa altanera y esquiva) y a Divinas Palabras, de sus latines milagreros, esos que al pronunciarse dejan en la boca el sabor antiguo a pan recién sacado del horno. SALUSTIANO FERNÁNDEZ ***** http://centros5.pntic.mec.es/ies.leon.felipe2 Pág. 16