En la noche, hasta la aurora

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En la noche, hasta la aurora
A la escucha de la vida/12
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 11/09/2016
«No olvidéis nunca que, hasta el día en
que Dios se digne desvelar al hombre
los secretos del futuro, toda la
sabiduría humana estará resumida en
dos palabras: confiar y esperar».
Alejandro Dumas,
Montecristo»
«El
conde
de
Para hablar, las palabras de la boca
no siempre bastan. A veces ni siquiera sirven. También hablamos con las palabras
del cuerpo, con los gestos que, muchas veces, son más fuertes, claros, universales y
radicales que las palabras pronunciadas o escritas. Estas palabras distintas pueden
ser anteriores a las de la boca. O posteriores, y explicar entonces lo que las
palabras pronunciadas no alcanzan a decir. Algunas veces no tenemos a nuestra
disposición otras palabras que las de las manos o las de la carne. O son las únicas
que podemos entender. Las palabras de la lengua no son buenas ni bellas si no
van precedidas, acompañadas y seguidas de las del cuerpo, porque las palabras
desencarnadas no son palabras de vida.
«En aquel tiempo habló el Señor por medio de Isaías, hijo de Amós, en estos
términos: “Ve y desata el sayal de tu cintura y quítate las sandalias de los pies”. Él lo
hizo así y anduvo desnudo y descalzo» (Isaías 20, 1-2). Isaías recibió el mandato de
hablar a su gente con el cuerpo desnudo y descalzo. Ejecutó la orden profética,
pero su significado no se le reveló hasta pasado un tiempo: «Dijo YHWH: “Así como
ha andado mi siervo Isaías desnudo y descalzo tres años como señal y presagio
respecto a Egipto y Kus, así conducirá el rey de Asur a los cautivos de Egipto y a los
deportados de Kus, mozos y viejos, desnudos, descalzos y nalgas al aire"» (20, 3-4).
Vamos introduciéndonos cada vez más en el corazón de la vocación de Isaías. Su
desnudez (cuya historicidad no hay que excluir) nos desvela otra dimensión
esencial de la profecía. En la vida de un profeta hay fases en las que entiende
claramente que debe actuar, realizar una acción, pero sin entender su significado.
Entiende con mucha claridad qué hacer («Dijo YHWH...»), pero no tiene ninguna
certeza, a veces incluso ninguna idea, de por qué hacerlo. No comprende el
sentido del gesto.
Sentimos que tenemos que dejar un trabajo, terminar una relación, entrar en un
convento o salir de él, pero no sabemos por qué lo estamos haciendo o, por lo
menos, no estamos seguros de que el sentido que le damos a esa decisión y/o el
que le dan los demás, sea el verdadero. Algunas veces el sentido se desvela
muchos años después. Otras veces sólo al final de la vida. A veces puede que no se
desvele nunca. Pero seguimos “caminando desnudos y descalzos” por la ciudad,
hasta el final. Para los profetas caminar es más importante que entender el
sentido del trayecto, porque el significado primero y más importante es el de la
voz que nos invita a caminar. Cuando traicionamos la vocación es cuando
dejamos de caminar desnudos y descalzos, no cuando dejamos de entender el
porqué. No es tarea del signo interpretarse a sí mismo. El exégeta, si lo hay, debe
ser otro. Los profetas son significantes que no conocen su propio significado. En
esto se concentra casi toda la gratuidad-pobreza-obediencia-castidad de su vida:
en no conocer el significado de lo que son ni de lo que hacen.
Así pues, gracias a los profetas comprendemos con extrema claridad algo que vale
para todos los seres vivos y ciertamente para los seres humanos: no somos dueños
del sentido último de nuestros actos, de nuestra vida, de su dirección y de su
significado. Somos un misterio para nosotros mismos. Algunas veces nos
encontramos con un hermeneuta que nos explica alguno de nuestros actos y
algún fragmento de nuestra historia y hacemos fiesta grande. Pero sabemos que
no tenemos acceso a la interpretación de la partitura completa. Nuestras
sinfonías bajo el sol, incluso las más majestuosas, maravillosas y heroicas, son
siempre inacabadas.
Seguimos caminando en compañía de Isaías y mientras aún estamos embrujados
y encantados por su gesto profético, pasamos la página y en el capítulo siguiente
nos espera uno de los cánticos más hermosos de toda la Biblia: Shomer ¿ma-mi-
láilah?: «Centinela: ¿cuánto falta para el día?». «Así me ha dicho el Señor: “Ve y
ponte como un vigía que otea y avisa, (…) presta atención, mucha atención. Y
exclamó el vigía: “Sobre la atalaya, mi Señor, estoy firme a lo largo del día, y en mi
puesto de guardia estoy firme noches enteras"» (21,6-8). Ponerse como centinela es
la respuesta de Isaías al mandato de YHWH que dice: «Ve».
Es posible “ir” siendo un signo mudo que recorre las ciudades, desnudo y descalzo,
y también es posible “ir” poniéndose de guardia “a lo largo del día” y de la “noche
entera”. Es posible “ir” vagando por la tierra y también quedándose de vigía sin
abandonar el puesto. El centinela es el profeta. De entre todas las imágenes de la
vocación profética y tal vez de toda vocación humana auténtica, la del centinela
es la que más me gusta.
El vigía ve carros, caballos, caballeros. Ve la caída de Babilonia. Pero
inmediatamente después descubrimos que la tarea-misión de ese centinela es
otra. El texto se eleva poéticamente de forma inesperada. El centinela cambia su
misión ordinaria de avistar enemigos por la de dar voz a un misterioso y
maravilloso diálogo: «Me gritan desde Seir: "Centinela, ¿cuánto falta para el día?
Centinela, ¿qué hay de la noche? ". Dice el centinela: ¡La mañana se acerca, pero
todavía es de noche! Si queréis preguntar, volveos y seguid preguntando» (21,11-12).
Es un punto álgido de la poesía de Isaías, un vértice de la conciencia de la
humanidad. Son versos más grandes que su autor, más grandes que el ya de por sí
inmenso libro de Isaías. Son puro don de gratuidad, porque esas palabras no
tienen función alguna en la lamentación por las ciudades ni tampoco en la
teología de Isaías. No son necesarias para su discurso. Podían no haber existido.
Son palabras difíciles de comprender en su contexto, por lo que cada generación
y cada lector tienen que interpretarlas y reinterpretarlas sin poder aferrarlas. Estos
versos sólo deberían comentarlos los grandes poetas, los verdaderos maestros
espirituales, aquellos que han conocido las noches infinitas de las cárceles y los
campos de concentración, o las noches de las largas enfermedades propias o
ajenas: "¿Qué hay de la noche?". Pero todos podemos rezar con sus palabras,
cantarlas y dejarnos cantar por ellas.
El poema nocturno del centinela es muchas cosas a la vez. Posiblemente el
primer sentido que estaba en la mente de su autor se haya perdido para siempre.
Es una oración de confianza y esperanza en el tiempo de la noche, de confianza y
esperanza en Dios, en el amigo, en la paz, en el paraíso, en la justicia, en el amor
que todavía no regresa cuando debería regresar. Es el canto de los que luchan por
no perder la fe, de los que saben que el alba llegará aunque, inmersos en la
oscuridad, no sepan cuándo. Es el llanto de las noches del alma, que no acaban
nunca. Pero también es una revelación del misterio de la vocación profética y por
consiguiente de los carismas de ayer y de hoy.
El profeta es el centinela de la noche. No es el hombre o la mujer de la luz. No es
el habitante del mediodía. Sabe que la noche no durará siempre, que el alba
llegará. Pero sobre todo sabe que no sabe cuándo y sabe que «todavía es de
noche». Es habitante de la noche, como todos, y como todos ignora el tiempo de
la aurora. No llama a la noche día, no enciende fuegos para apagar la oscuridad. La
conoce. Es su tiempo. Y no da respuestas que no puede dar. El profeta no es un
astrólogo, no sabe leer las estrellas, no es un adivino ni un vidente. No es esa su
tarea. Él es “el que está firme” en su puesto de vigía nocturno. Y allí espera, confía,
cree, no sabe, como todos, con todos. Pero dialoga con los que pasan, habla con
los viandantes de la noche: «Si queréis preguntar, volveos y seguid preguntando».
No puede dar respuestas, pero no se niega a escuchar las preguntas. No ahuyenta
a los que preguntan por no tener respuestas que dar; es más, les invita a seguir
preguntando, a volver, a regresar.
Profeta es el hombre y la mujer del dialogo nocturno, compañero y compañera
del tiempo de las preguntas sin respuesta. Sólo puede responder con sus dos
únicas certezas: que todavía es de noche y que el alba llegará. No es experto en los
tiempos, no aventura previsiones acerca del momento de la aurora. La esperanza
profética no niega la noche ni niega el alba. La fidelidad a su vocación radica en
saber ser ignorante entre la noche y el alba, e invitar a los que pasan a hacer
preguntas. Los profetas aman su tiempo dialogando con los que preguntan
buscando respuestas, sin poder responder. Y mientras habitan esta noche
dialogante, comienzan los primeros resplandores del día. No hay alba más
hermosa que la que nos sorprende en compañía de profetas honestos.
La falsa profecía es la negación de la noche o la negación del alba. El profeta
siempre tiene la tentación de transformarse en un adivino, en un hermeneuta del
alba que todavía no ha llegado y muchos anhelan, olvidando la realidad concreta
de la noche. Estos falsos profetas traicionan la verdad de la noche, porque, en
lugar de ser solidarios con todos los ignorantes del tiempo, creen evitar la
oscuridad ofreciendo la certeza del tiempo del día, como si conocer el momento
del final de la noche pudiera borrar la realidad de la ausencia de la luz. Dialogan
sobre un futuro abstracto y hacen que sus interrogantes pierdan la concreción de
la noche. Eschaton sin historia, paraíso sin tierra, tiempo sin plaza, resurrección sin
cruz. El profeta no es un vendedor de futuros desconocidos, no es un técnico del
tiempo, sino un simple e ignorante habitante de la noche.
Otros falsos profetas niegan el alba. Cuando anuncian honestamente que «todavía
es de noche» y se olvidan de decir que «el día llegará». Esta es la tentación que
sufren sobre todo los profetas honestos que, cuando la noche se alarga y se ven
rodeados de vendedores de un falso futuro consolatorio, comienzan a pensar que
la única posibilidad de ser solidarios y verdaderos con los que pasan es eliminar el
final de la noche, eternizar la oscuridad, suprimir la espera, la esperanza y la fe.
Pero entonces la historia pierde el eschaton, nos quedamos crucificados para
siempre.
Los profetas que no son falsos saben habitar el tiempo que transcurre entre la
noche y el alba, saben estar firmes en su propia ignorancia y en la de los
paseantes nocturnos, fieles en su propio lugar de avistamiento. Y acompañan y
llenan la noche hablando y volviendo a hablar, escuchando y volviendo a escuchar
las preguntas de los que siguen interrogando: «Centinela, ¿cuánto falta para el
día?».
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