Evitar la incomunicación a través de la cultura y del

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Evitar la incomunicación a través de la cultura y del
conocimiento de los medios (I)
Juan Tomás Frutos
Resumen:
La etapa en la que nos hallamos se caracteriza por una sobreabundancia de
información que no se traduce en unos mayores niveles de conocimiento global.
Hay más posibilidades de acceso, pero también hay más saturación, más
movimientos sin orden de datos y de acontecimientos que, sin el debido contexto,
no se entienden, no se comprenden del todo, que aún es peor. La comprensión, ante
todo este caos, ha de venir de la cultura, de la formación, de ese mundo de las ideas
que nos puede permitir tomar auténticas opciones desde la libertad individual y
colectiva. El reto es importante.
Abstract:
The stage in which we are situated is characterized by an overabundance of
information that is not translated in a few major levels of global knowledge. There
are more possibilities of access, but also there are more saturation, more
movements without order of information and of events that, without the due
context, are not understood, there are not understood completely, what is still
worse. The comprehension, in front of all this chaos, has to come from the culture,
from the formation, from this world of the ideas that can allow us to take authentic
options from the individual and collective freedom. The challenge is important.
La era de la comunicación tropieza con demasiada soledad. Hay una
contradicción en sí cuando aseveramos este planteamiento que, por desgracia, es verdad.
Asumimos los papeles que nos tocan con prisas y competencias que desdibujan las caras
que quisimos tener de pequeños. Conformamos otros árboles, otras ramas, un exceso de
objetivos e intereses en los que no nos reconocemos. Lástima.
La valentía se presenta en forma de premuras que rompen los diseños con los
que soñamos y que no cumplimos ni cumplimentamos por falta de entrega y de tiempo,
que siempre se diluye, porque nos hemos empeñado en ello.
Comunicar implica muchos procesos y elementos dentro del procedimiento
global. Debe haber mensajes estipulados o no, con códigos más o menos comprensibles,
debe haber voluntades en los emisores y en los receptores, debe haber movimientos de
ida y de vuelta, con efectos, consecuencias, planteamientos previos y resultados, con
gestos, con proxémica, con una metalingüística, con unos resortes que nos conduzcan
por vericuetos llenos de sensaciones más o menos objetivas. Ha de darse mucho
dinamismo. Se trata de un proceso exultante.
También debe haber amor. Decía San Agustín, y más tarde Santo Tomás de
Aquino, que con la estimación basta para que el mundo y sus condiciones se alíen con
nosotros. No sé si es así, pero lo cierto es que es un magnífico punto de partida. El
cariño rompe muchas barreras y no deja fronteras pues fomenta la cercanía, que es
sinónimo de comunicación.
Las ciudades se llenan de gentes, de personas que no se miran (sin mirada no
hay comunicación, no hay entendimiento). Y se colmatan de ruido, de obstáculos en el
flujo comunicativo: las prisas, los intereses creados, las distancias cada vez mayores, los
ahogos económicos, el querer ganar siempre, las carreras por la nada, el deseo de llegar
antes al océano de las dudas, que aún nos generan más lejanías… Es todo un bagaje
estremecedor.
El proceso de crecimiento vital de la persona se basa en la comunicación. Hay
un momento en que olvidamos esto, que es como olvidarnos de nosotros mismos, de
nuestras esencias, de cuanto somos. Pensar es fruto del intercambio de ideas, de
pensamientos, de consideraciones. La meditación y la comunicación se consiguen
dándonos a conocer y tratando de conocer al otro desde el respeto y la altura de miras.
Como todo en la existencia humana, esto que decimos se consigue con práctica, con
mucha práctica, con mucho tesón. Es cuestión de animarse.
En el abismo narrativo
La vida es un conjunto de ciclos en los que hemos de mantener una media
aceptable. No quiere eso decir que no podamos equivocarnos. Claro que podemos. De
los errores se aprende y mucho. Tampoco queremos decir que vivamos exclusivamente
de los éxitos y de viejas glorias, si alguna vez las cosechamos. Hay que buscar, en todo
caso, ese ritmo tranquilo y sosegado, que a menudo puede estar salpicado de prisas y de
aceleraciones. Somos humanos, y hemos de demostrarlo. Mucho consuelo nos puede
otorgar, e indefectiblemente nos proporcionará nuevas perspectivas.
Lo que, sin duda, no es defendible es que nos mantengamos en una frontera de
excesos, de estridencias permanentes, de controversias complicadas que pueden hacer,
y, de hecho, hacen de las existencias cotidianas unos cursos tristes, demagógicos y rotos
por estampas colmadas de frustraciones y de melancolías. No hay más que mirar al
interior de muchas personas y contemplar, por desgracia, lo que señalamos.
Oteemos un poco los medios de comunicación, y observaremos, en ese espejo,
“el Callejón del Gato” de Valle Inclán. Duele ver tanta habladuría, tanto enfrentamiento,
tantas palabras de dolor, sufrimiento y pena, tanta distancia en el plano corto, tan pocas
miradas de consenso y de complaciente entendimiento… Las hay, evidentemente, pero
no las mostramos. Conviene que lo hagamos, como conviene que nos digamos que nos
queremos, porque estoy convencido de que es así, de que hay más amor en el mundo
que odio. No dejemos para otros días venideros las panorámicas de cariño y de entrega
sincera que tanto placer nos pueden regalar.
Cuando nos dedicamos a dar cuenta de tantos abusos cometemos, puede que sin
caer en la cuenta de ello, esa distorsión y ocasionamos esa fractura que puede consistir
en que una parte, en este caso negativa, parezca el todo de la sociedad, cuando no es de
esta guisa. Los excesos, cuando son las reiteradas señas de identidad de un momento
social, no son buenos. Que los difundamos tanto como ejemplos o modelos, aunque no
lo hagamos con esa intención, no es una opción óptima, no lo puede ser, pues
recordemos que los mejores períodos históricos son los que han publicitado las
excelencias de sus artistas y de sus adelantados en los más diversos ámbitos, ya fueran
el científico, el filosófico, el musical, etc.
Cuando las garras de algunos sucesos laceran nuestros intelectos y endurecen
algunas almas, deberíamos preguntarnos por el coste que ello tiene. Seguro que, como
decía el poeta, alguien tendrá que pagar por la pérdida de tanta inocencia. Todos y
todas. Quizá estemos en una frontera demasiado extendida y con muchos excesos.
Arbitremos consensos.
La existencia como es
No hay nada mejor, cuando hablamos de comunicación, que la que ejercemos en
directo, esto es, cara a cara. Aquí no hay trampa ni cartón. Tienes a tu público,
contemplas su retroalimentación, puedes entender, si quieres, su interés, su empatía o
antipatía, su comprensión, su perplejidad, su asentimiento, su versatilidad, todo cuanto
es o debería ser… En la comunicación presencial, si somos honestos, y en eso la cara y
el rostro nos dicen muchas cosas, podemos advertir si llegamos al auditorio, o si, por el
contrario, hay una distancia mayor que el propio espacio físico en el que nos hallemos.
Es difícil fingir en esta índole de procesos.
Por eso, precisamente, esta comunicación a la que ahora nos referimos es el gran
reto, el gran desafío, el gran aprendizaje, lo mejor de lo mejor. En las fórmulas de cara a
cara no caben dobleces, no caben ambigüedades, pues, en cualquier momento, veremos
si están de acuerdo o no con lo que decimos, y también podremos contemplar si somos
capaces de llamar la atención y de despertar el interés, o si, por desgracia, no somos lo
suficientemente habilidosos o atractivos para llegar a los que tenemos delante. Se palpa
en el ambiente cuando hay comodidad y cuando se cuentan cosas útiles e interesantes no
solo para el emisor sino en paralelo para los receptores.
Además, no dejemos en saco roto la circunstancia de que, en este tipo de
interconexiones, se aprende mucho. En primer lugar, se ha de saber lo que se quiere
contar y cómo hacerlo. Hay que tener ideas, aprender a hilvanarlas y a mantener el
ritmo, que no ha de detenerse en cuestiones baladíes. Lo accesorio puede aparecer como
una anécdota, pero no podrá ser el todo, o bien el riesgo es no entusiasmar.
Hemos de comprobar, igualmente, y en todo momento, lo que hacemos, si
captamos la atención, si vamos por buen camino, si se nos entiende, si el público sigue
con pasión o con desidia lo que narramos: todo se ha de “baremar” con el objetivo de
chequear constantemente si llegan los mensajes que tenemos previstos.
Claro que hay errores en este tipo de comunicaciones. Lo raro sería que no los
hubiese, pero también estos posibles equívocos contribuyen a dar más naturalidad al
mensaje, y, por lo tanto, más credibilidad también. Al mismo tiempo hemos de tener
unos sanos reflejos de rectificar cuando erramos o cuando no nos damos a entender
suficientemente. Para eso también hay que estar muy atentos.
Si tenemos en cuenta los “pros” y los “contras” de la comunicación en directo y
cara a cara, personalmente creo que es la mejor. Es, asimismo, la base del resto de
relaciones y de negociaciones, pues tiene en cuenta todos los grandes niveles en la
comunicación, que se engloban en los afectivos y racionales, por decirlo de manera
resumida. La vida, señoras y señores, es comunicación. Ésta es una buena referencia.
También lo es decirlo cambiando los términos: la comunicación es vida. Cuando es en
directo todavía nos adentramos más en las esencias relacionales, y podemos decir con
toda claridad que el directo, que el directo comunicativo, es la misma vida.
Estar atentos a lo que ocurre
Nos repetimos día tras día que ésta es la era de la comunicación, y que, por
saturación, a menudo se produce la paradoja de la incomunicación. No sabemos del
otro, porque, cuando nos habla, no le escuchamos lo suficiente. Al otro le pasa igual.
También es cierto que vendemos tanta superficialidad que dejamos a un lado lo
verdaderamente importante. Puede que contemos qué somos, pero no quiénes somos.
No queremos perder el tiempo, nos indicamos, o bien preferimos optimizarlo de
maneras que nos hacen, en realidad, no aprovecharlo como deberíamos.
El atender al otro, al vecino, al conocido, al que pasa diariamente por nuestro
entorno, es básico para que sepamos lo que piensa, lo que le preocupa, lo que nos podría
identificar con él, o a él con nosotros. Sin esa cercanía es difícil que conectemos con él,
o con ella. Son las prisas, son esas premuras, según nos decimos, las que hacen que no
demos con las claves del acontecer cotidiano. Es una media verdad. Así nos va.
Sacamos partido urgente a lo que nos parece rentable e importante en el
deambular diario. Otra vez las prisas por llegar. Lo que ocurre, por desgracia, es que
hemos cambiado los patrones culturales y educativos, y nos parece relevante lo que sin
duda no lo es tanto. Por eso surgen tantas melancolías y frustraciones en nuestras
existencias, porque, como dice el protagonista de “El Protegido”, no hacemos lo que
querríamos.
Un primer paso es, por ende, qué sepamos lo que queremos hacer. Para tal
aprendizaje hemos de empezar por nosotros mismos. Conviene que escuchemos a
nuestras conciencias y corazones, y que no queden los sentimientos postergados o
escondidos por las dichosas prisas o por éxitos que no nos satisfacen tanto como
pensamos, o decimos…
En el mundo de la comunicación, de la saturación, del aprendizaje perpetuo,
igualmente de la incomunicación, de las posibilidades de información, el silencio para
escuchar a los otros puede ser una base para recuperar una posición más pre-activa en el
proceso de intercambio de ideas, de datos y de experiencias. Probemos hoy mismo, que
es cuestión de hábitos, de desarrollarlos, claro.
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