Escribir para Jóvenes Eliacer Cansino He dicho en diversas

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ENCUENTROS EN VERINES 2012
Casona de Verines. Pendueles (Asturias)
Escribir para Jóvenes
Eliacer Cansino
He dicho en diversas ocasiones que la novela es un género
esencialmente juvenil: no solo por su nacimiento, el más joven de los
literarios, sino también por la identificación de sus temáticas con las de la
vida de un joven. Un joven apetece leer novelas porque en casi todas las
novelas –evito ahora entrar en detalles sobre metanovelas y otras
consideraciones artísticas- hay un trasunto de sus vidas: alguien que se
haya en un conflicto y que pugna por resolverlo. Las trasgresión, la
incertidumbre, el desconcierto, la ausencia de respuestas ya establecidas, la
aparición del amor, la aventura como experiencia transformadora, el
descubrimiento en todas sus dimensiones, los dilemas morales y la
identificación con unos protagonistas como él, muy lejos de aquellos otros
héroes clásicos a los que los dioses otorgan poderes sobrenaturales, todo
eso hace de la lectura de la novela una experiencia profundamente juvenil.
Así que en puridad hablar de novela juvenil es una redundancia, porque no
hay novela que en su fondo no lo sea y no hay lector de novela que de una u
otra forma no mantenga una actitud juvenil en el momento de la lectura.
Cuando esa actitud se pierde el lector de novela se torna sobre todo en
lector de historia: alguien que, debilitado su interés en el futuro, se complace
sobre todo en comprender y rememorar el pasado.
Dicho esto, no puedo negar que existe algo que llamamos
estrictamente novela juvenil, y me refiero a aquella que va dirigida
expresamente a lectores (no solo jóvenes de espíritu) sino necesariamente
también de cuerpo, es decir a personas cuyas edades oscilan de 11 a 20
años aproximadamente. Esa novelística tiene unas causas y un origen bien
determinados. Veámoslo.
Los jóvenes, como grupo social definido sociológicamente, son una
creación moderna, tan moderna que algunos defienden su estricto
surgimiento en la segunda mitad del siglo XX. Antes, el tránsito de la infancia
a la vida adulta se realizaba con mayor premura, sin ese largo periodo en
que la persona adolece de una falta de constitución propia. La línea de
separación de un niño a un adulto la marcaba el mundo del trabajo (o de las
relaciones sociales) y este comenzaba no más allá de los 13 o 14 años. Sólo
a mediados del XIX la burguesía pudo ir alargando ese periodo hacia la vida
adulta entre los infantes de su clase con la intención de que adquiriesen una
formación adecuada para seguir ocupando los lugares privilegiados de la
dirección social. Y es después de la primera guerra mundial cuando
podemos empezar a hablar de jóvenes en sentido estricto. Es el momento
en que el joven se convierte en público y por tanto objeto de atención de los
productores más variados, generando una demanda y una oferta adecuada
a sus intereses. A partir de ahí surge todo lo etiquetado como “juvenil”:
indumentaria, ocio, música…y literatura. (Podemos decir que la literatura
juvenil tiene pues una doble causa en su origen: la circunstancia social que
determina la formación de un grupo social y el fenómeno editorial que a
partir de ahí se constituye).
Ahora bien, esos orígenes sociales, esos condicionantes que
impone la época no son más que un nuevo pie al que debe someterse el
escritor para hacer su obra. Todos los géneros literarios están de alguna
manera en relación dialéctica con su público. Y es en esa relación como se
van estableciendo las líneas de demarcación (fronteras) con otras formas
literarias.
En mi caso concreto, los jóvenes constituyen el público al que en
principio me dirijo. Si alguien ha dicho que una buena novela para niños es
aquella que también pueden leer los adultos, yo diría que una buena novela
para jóvenes es aquella que puede leer todo el mundo. Al menos así la
concibo: escribo pensando en los jóvenes pero procurando no rechazar a
ningún otro lector que se acerque a mi obra.
Cuando se me pregunta si pienso en el lector a la hora de escribir, a
veces he contestado que no. Pero eso suele ser verdad a medias. Es verdad
que cuando estoy inmerso en mi obra es la propia obra -sus personajes, sus
problemas internos, sus alternativas estilísticas- la que va decidiendo el
curso de la escritura. Una vez iniciado el camino la aventura es completa, y
prefiero dejarme seducir por lo que hallo en el proceso de escritura que
aferrarme a un modelo predeterminado con accidentes previstos y
soluciones anticipadas. Pero si es verdad que iniciada la historia, como en la
propia vida, es lo imprevisto lo que me obliga a ir dando respuestas
adecuadas, también es verdad que cuando comienzo a escribir tengo un
objetivo que me guía y me impulsa: escribo para jóvenes, para chicos y
chicas cuyas edades van de los 11 a los 20 años. ¿Qué significa para mí
eso? Es aquí, en el significado que doy a esa afirmación, donde podemos
encontrar las fronteras de mi literatura, esas que para mí la convierten en
juvenil y que, en líneas generales, intento no traspasar. Ahí van:
1) No quiero que en mis obras triunfe el pesimismo. A veces surge, pero
finalmente es derrotado por la actitud de mis personajes. Ello no es
fruto de una actitud predeterminada, sino que creyendo yo en el
profundo valor de la vida, en el privilegio que es vivir, y en el misterio
del que emerge nuestra existencia, no puedo evitar apostar por el
optimismo y la esperanza. Una literatura esperanzada, que encuentra
sentido a la vida, y que refleja ese entusiasmo por vivir me parece una
condición imprescindible de la literatura juvenil.
2) Me gusta defender algunos valores y evitar el relativismo exagerado.
No quiere esto decir que tuerza la voluntad de los personajes para
llevarlo a mi ideal. Eso sería confeccionar un artefacto y no escribir
una novela. Los personajes irán actuando como pida su carácter y su
posición en el mundo, pero mi particular visión de la vida debe
imponerse en la totalidad de la obra y mostrar que los grandes
valores: el amor, la generosidad, la solidaridad, la compasión, la
verdad, la ternura, etc., son superiores y por tanto preferibles a sus
contrarios. En contacto continuo con los jóvenes para los que escribo
y sabiendo de su natural relativista, suelo hacerles la prueba que
llamo del amigo preferible: si pudieses elegir, les pregunto,
las
cualidades del amigo que ha de acompañarte en el camino, ¿cómo lo
preferirías: amable o arisco, egoísta o generoso, tierno o agresivo,
sincero o mentiroso, etc. etc.? Planteado así, de forma personal, la
respuesta, si no es por epatar, no deja lugar a dudas.
3) Procuro edificar, construir, dotar de herramientas a los lectores para
que al finalizar la lectura de la novela salgan enriquecidos, con una
nueva perspectiva, con un nuevo entusiasmo. Mostrar razón y
corazón, las dos guía esenciales del ser humano. El lector
adolescente busca puentes para cruzar, escalones para subir,
caminos para llegar. Intentar ofrecerle alguno, a eso llamo edificar.
4) Una novela juvenil debe ser sencilla en su estructura formal y
lingüística. Pero la sencillez es para mí un valor superior, dificilísimo
de conseguir y al que no sé si logro acercarme. No consiste en reducir
el vocabulario, ni en dejar de tratar temas esenciales, ni en evitar
asuntos problemáticos; la sencillez es la manera de ir a lo esencial
por el camino más fácil, de utilizar el lenguaje de una manera eficaz
sin renunciar a ninguno de sus virtualidades: la exactitud, la
expresividad, la belleza, la poesía, el juego irónico…
5) Ser profundamente serios, si es posible con humor mejor. Lo contrario
de lo serio es lo frívolo, lo banal, lo intrascendente. Por eso procuro
afrontar problemas existenciales, metafísicos, morales.
6) No soy especialmente historicista. Y eso no por una voluntad de
estilo, sino por mi propia concepción de la vida. Reconozco que
cuando abro un periódico algo me impulsa leer primero y con mayor
urgencia una reflexión sobre el destino del alma humana que las
noticias del día, a saltar el artículo que habla de la actualidad política
y detenerme en el que intenta comprender la eternidad -labor casi
siempre fracasada, por cierto-. Me interesa, pues, lo que está por
encima de la época. La condición humana en general, los problemas
existenciales a los que el joven si se le detiene un segundo en su
ajetreo es especialmente sensible. Esas preguntas que forman el
enigma de la existencia humana, que son fruto de la elevación del
hombre sobre su propia circunstancia, me parecen esenciales para el
lector juvenil. Por supuesto sin despreciar los trajes y el mobiliario de
la época, claro está.
7) Doto a mis obras de un cierto idealismo espiritual. ¡Vaya! Con el
tiempo me he dado cuenta de que casi siempre en mis novelas hay
un personaje que procede o vive en un ambiente del que poco podría
esperarse. Pues bien, en ese ambiente y a riesgo de no ser creíble en
alguna ocasión, de faltar al “verismo” de la vida, mi personaje da
respuestas , creadoras, responsables, sensibles …
8) Introducir sorpresas en la narración, estímulos para la lectura (una
actividad que hay que alentar hoy más que nunca debido a la
profusión de imágenes que nos devuelven a un primitivismo
perceptivo al que es difícil resistirse y más quienes viven inmersos en
ese mundo icónico). Rapidez y visibilidad. Si esto mismo se ha pedido
para cualquier literatura del futuro (Italo Calvino, Seis propuestas para
el próximo milenio) con más razón para la literatura juvenil donde nos
encontramos con un lector que tiene prisa por naturaleza, que
apetece el cambio continuo, que es incapaz de quedarse quieto (en
un sentido real y figurado). Pero las sorpresas tal como yo las
entiendo no son la aparición de un monstruo tras otro, no son la
imaginería de tramoya, la fantasía desbordada, la construcción
esquizofrénica de mundos paralelos sin asideros con la realidad, la
sorpresa es también un deslumbramiento o, más humildemente, una
advertencia sobre algo de verdadero interés.
9) Ahí están los abismos, pero vayamos por otro camino. Fue un amigo
quien me hizo ver esto que de forma inconsciente venía haciendo en
mi obra desde hacía algún tiempo: “Presentas los abismos –me dijo(el dolor, el sufrimiento, el mal), te acercas a ellos y después te
retiras”. Y llevaba razón. La vida está rodeada de abismos, pongo
flechas en sus direcciones, pero no creo conveniente aún bajar al
infierno, prefiero solo insinuarlo.
10) Remito al lector con frecuencia a la historia de la literatura. Dejo
señales de obras maravillosas, paisajes sorprendentes que tanto me
enseñaron, con los que disfruté y aprendí. Lo hago con el
agradecimiento de quien se sabe deudor y se siente partícipe de una
historia común, con la convicción de pasar un testigo.
Por supuesto que todas estas directrices se someten finalmente al
resultado artístico de la obra. Se es escritor no por lo que se dice que se
quiere escribir, sino por lo que realmente escribimos. Y es el resultado el
que, siempre, decide el valor de una obra.
Sí, claro que pienso en los jóvenes cuando escribo. Sé quienes son,
dónde están, qué dificultades les impiden entrar en mi obra, por qué
prefieren otras distintas a las mías, por qué algunos prefieren las mías. Pero
eso no me hace deudor de nada, como alguno piensa. Simplemente me
obliga a construir mi novela con algunos límites. Como el poeta al escribir un
soneto, como el pintor de pintura religiosa, como el humorista, o el escritor
de novelas de caballería. Sé que son los jóvenes quienes primeramente me
van a leer. Pero los jóvenes, así dicho, como grupo nunca leen, lee una
persona joven, concreta, única,
cuyo rostro ignoro. También sé que me
leerán otros, pues la literatura es siempre una misiva que ignora su receptor
y el lugar y el tiempo del encuentro. ¡Cuántas cartas no he recogido yo de
otras épocas, de otras culturas y lugares cuyos autores no podían ni
sospechar de nuestro encuentro! Y en cambio he recibido su mensaje.
Escribir para jóvenes me obliga, pues, a cuidar algunos detalles, a ser
cuidadoso con algunos elementos. Pero eso no es ningún vasallaje, ninguna
reducción de mi libertad, es una autoexigencia que me impongo para
conquistar la obra que quiero. Los hombres contemporáneos hemos
potenciado un concepto de libertad tan banal y frágil que, bien mirado,
podría considerarse una esclavitud al capricho. Siempre me han atraído
aquellos creadores que utilizan el concepto de obediencia en su creación:
obediencia a unas formas, a una llamada, a una palabra que sólo se
escucha estando atento, sin interferir demasiado con nuestro yo. Cuando mi
paisano Luis Cernuda dice:
Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien
Cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío;
está hablando de esa profunda libertad del amor. El escritor también puede y
en ocasiones debe someterse a ella.
Me gustaría concluir con una fórmula: el escritor, atento a las
circunstancias de su época, intenta servir desde su personal visión del
mundo, tanto a su arte como a su público.
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