analogía teológica: el matrimonio como culto

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GERMÁN MARTÍNEZ
ANALOGÍA TEOLÓGICA: EL MATRIMONIO
COMO CULTO
El matrimonio y el culto son dos realidades universales en las que convergen diversos
elementos: cuerpo y espíritu, actos humanos y actos simbólicos, fenómenos naturales y
misterio divino. Aunque históricos por su naturaleza, trascienden las realidades en que
están inmersos. El autor desarrolla en qué sentido el matrimonio puede ser considerado
como un culto.
Marriage and Worship: A theological Analogy. Worship, 62 (1988) 332-253
Como el culto -que etimológicamente, significa honrar, venerar a otro ser- el
matrimonio es la total valorización del otro en la devoción y el servicio, la celebración y
el misterio de una relación.
Por esta razón, el concepto de culto puede ser aplicado al matrimonio de forma
analógica. Analogía que sugiere conceptos teológicos muy importantes para expresar el
meollo de la espiritualidad matrimonial. Tanto el matrimonio como el culto, son, de
hecho, un caso típico de coherencia, al menos desde tres enfoques importantes: acción
simbólica, profundidad de sentido y autotrascendencia.
La acción simbólica es el lenguaje que el pueblo usa tanto para expresar la experiencia
de su fe como su amor participado en la relación matrimonial. La naturaleza de esta
relación se basa en el amor, de la misma forma que la naturaleza del culto se funda en la
fe. Sin la fe, el culto carecería de sentido. Sin amor, el matrimonio es algo vacío de
contenido. En uno y otro se da una relación simbólica y existencial. El culto encierra
una vida interior, expresa la creencia a través de ritos. Tiene el lenguaje y el gesto
adecuados para las realidades íntimas. Lo mismo sucede en el matrimonio. Sus
manifestaciones verbales o corporales, la calidad y realidad de su intimidad, sus alegrías
y sus conflictos, y, en una palabra, la total interacción de su entrega y servicio mutuo
surgen de la realidad más profunda de este amor. La espiritualidad depende de la
veracidad de esta relación, tanto en el matrimonio como en el culto, que se reflejará en
el lenguaje simbólico y existencial de dicha relación.
La profundidad de sentido responde a los múltiples niveles de la realidad a los que el
matrimonio y el culto pueden referirse. Esta es la razón de ser de las acciones
simbólicas y del lenguaje. La simple experiencia de una comunidad de amor o de fe,
proporciona las metáforas con las que la gente expresa sus valores y la revelación
describe la alianza entre Dios y su pueblo. De hecho, el matrimonio y el culto son tan
complejos y ricos que es verdaderamente difícil definirlos. Todos hemos experimentado
el amor -primer fin del matrimonio-, y todos participamos en las acciones litúrgicas,
pero nos es difícil hacer participantes de estas experiencias a los demás. La complejidad
del amor y de los ritos religiosos son manifiestas e indican su intrínseca conexión y
mutuo apoyo en los diversos niveles. "Es imposible manifestar el amor a Dios o a una
mujer a no ser por medio de acciones simbólicas, es decir, por medio de actos rituales"
(L. Mitchell).
GERMÁN MARTÍNEZ
Finalmente, la autotrascendencia define intrínsecamente tanto el culto como el
matrimonio. Cualquier definición del culto, aun desde el punto de vista de no pocos
antropólogos, gira alrededor de esta dimensión esencial. Tal es el caso de la clásica
definición de Evelyn Underhill: culto es "la respuesta de la creatura a lo Eterno".
Tampoco el matrimonio puede entenderse sin esta dimensión vertical del amor creado,
el más allá experimentado en el encuentro entre Yo y Tú. Encuentro que, por su
dinamismo, está inmerso y tiende hacia el misterio más profundo: Dios en sí mismo.
Dios viene a ser la base del encuentro. El amor matrimonial entregado, como signo del
amor divino y tendiendo hacia Dios, revela y celebra el misterio de Dios. Y esto no es
otra cosa que el culto. El matrimonio, como el culto, si son verdaderos, se fundamentan
primordialmente en el amor que se trasciende a sí mismo. Uno y otro, se refieren a algo
en las profundidades de la conciencia humana y apuntan más allá de su propia realidad.
Así Dios se hace presente.
Esta relación analógica entre matrimonio y culto, que incluye la acción simbólica, la
profundidad de sentido y la autotrascendencia, se halla en la enseñanza bíblica. Es con
este telón de fondo de un amor eminentemente humano como se revela la Alianza de
Dios en su más hondo significado.
La relación nupcial de Dios con su pueblo en el Antiguo Testamento se convierte en el
paradigma de la más íntima relación humana. "El matrimonio es la gramática que usa
Dios para expresar su amor y su fidelidad" (W. Kasper). Igualmente en el Nuevo
Testamento, Cristo, amante y esposo de la humanidad, renueva la Alianza por medio de
su sacrificio y se convierte en el modelo del matrimonio cristiano. La realidad nupcial
entre Cristo y su Iglesia es el verdadero cimiento y la fuente de la espiritualidad
cristiana del matrimonio.
El culto espiritual ejemplariza los ideales de la alianza y, consecuentemente, del
matrimonio. Israel, el "pueblo elegido y sacerdotal" reconoce la Alianza con una vida de
servicio y de culto espiritual. Los profetas usan el mismo lenguaje, y Cristo renueva su
concepción litúrgica "en espíritu y en verdad". Pablo evoca a los Efesios la realidad de
la Alianza concluida en Jesucristo a fin de establecer un paralelo entre el matrimonio y
la unión de Cristo con su Iglesia.
La aplicación de la teología bíblico- litúrgica al matrimonio abunda en los escritos de la
primitiva Iglesia que inspiraron luego los sacramentarios romanos. No es hasta el siglo
XI que comienza a desarrollarse la mentalidad contractual del matrimonio.
Las Iglesias de Oriente son un ejemplo de espiritualidad matrimonial. Siguiendo la línea
bíblica, la fundamentan en el ágape-sacrificio, que constituye la realidad místicosacramental del matrimonio. Los trabajos de investigación del Cardenal Raes han
mostrado la fundamentación de esta espiritualidad bíblica y litúrgica. Los rituales
orientales manifiestan el equilibrio entre una visión muy positiva de la vida conyugal un tipo de espiritualidad terrena-, y una teología mística y litúrgica. Sobre este telón de
fondo de la realidad humana, el fundamento de la espiritualidad matrimonial se concibe
como la oblación nupcial de la Iglesia ofrecida por Cristo en la Cruz.
Este ministerio sacerdotal de Cristo no tiene nada que ver con los objetos sagrados.
Igualmente, el matrimonio como culto desborda las fronteras de la sacralización de lo
creado. El "una carne" es santo desde su raíz sólo por el acto creador de Dios-ágape. En
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este sentido, la teología católica ha reconocido desde siempre el impacto de la
desacralización en el Nuevo Testamento, que contempla los valores humanos desde la
realidad escatológica de Cristo (cfr Ef 2, 14-15).
El culto, por tanto, sólo se aplica analógicamente al matrimonio en este supuesto. En
sentido amplio, abraza todos los valores humanos, si se vive como símbolo y realidad
de la trascendente presencia de Dios-ágape. Esta dimensión divina del aspecto humano
del matrimonio no es una mítica sacralización ni una idealización mística. Puesto que el
matrimonio es, ante todo, un valor secular, la espirit ualidad cristiana rechaza la falsa
dicotomía entre lo sagrado y lo profano y contempla la presencia de lo santo en este
valor secular.
Por otra parte, la idealización mística, tanto en el matrimonio como en el culto,
desvaloriza la bondad y la belleza del orden de la creación. La verdadera religión hunde
sus raíces en la experiencia humana y en los sentimientos, que son canales muy
importantes para el encuentro con Dios. ¿Por qué, pues, la religión, especialmente la
mística, ha sido considerada como enemiga del cuerpo y de los afectos? De la misma
forma que los hombres se relacionan con el Absoluto por medio de símbolos en el culto,
la pareja es atraída a la vida íntima de Dios por la entrega mutua de todo su ser, cuerpo
y espíritu. Olvidarlo ha llevado a la desastrosa división entre fe y vida, y es la causa de
que, en la esfera del matrimonio, muchos se hayan alejado de la Iglesia.
El largo proceso de iniciación en una vida de íntima comunión en el matrimonio, ha de
ser visto, por tanto, con una perspectiva cultual, es decir, como una alabanza al Dioságape. Esta perspectiva genera, en realidad, una espiritualidad vital, esencial para un
matrimonio vivo, porque el verdadero significado del culto es espiritualizar todas de las
experiencias personales, festejadas como don de Dios y en la intimidad con Dios. Los
esposos, conocedores de la íntima presencia de Dios en el otro, se aceptan uno al otro
como don permanente y se perfeccionan en su específico camino espiritual. Esta
intimidad con Dios les da fuerza para una vida santa, o sea, para ser, en lenguaje
litúrgico, el "memorial" del Señor.
Comida y eucaristía, ágape de intimidad
El ágape define la cualidad fundamental del amor. Y ha sido aplicado al banquete
eucarístico. Esta nueva analogía cultual, basada en el simbólico y trascendente concepto
del ágape, es una gran ayuda para comprender el centro de la espiritualidad
matrimonial. De hecho, la entrega de uno mismo y la participación en una misma
comida no son funciones estrictamente utilitarias y corporales gracias al ágape.
Compartir el cuerpo y el pan en este contexto son don y comunión, es decir, ágape. Es
una íntima participación que tiene la cualidad simbólica de donación y de servicio, de
reverencia y cuidado. La Eucaristía, como comida-ágape y ágape-oblación de Cristo
resucitado se apoya en el natural significado de esta participación en una comida
fraternal. Consecuentemente, la mutua intimidad del cuerpo y del pan forma parte
integrante de la diaria experiencia de la espiritualidad matrimonial, si ésta se vive en el
espíritu del ágape -es decir, "en el Señor"- y se celebra en la Eucaristía.
Cualquier escisión entre fe y vida familiar conlleva consecuencias graves, porque la
división paraliza la espiritualidad conyugal en su misma raíz, que es la realidad
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comunicadora y unificadora de vida del ágape-amor y que ha de vivirse en lo concreto y
humano. El Dios-ágape está presente tanto en las experiencias extraordinarias como en
la cotidianidad familiar: comidas, intimidad psicológica y sexual, y participación de la
autooblación de Cristo. Estos no son más que tres momentos privilegiados que pueden
enriquecer la espiritualidad familiar que lo abraza todo.
La importancia de esta reflexión surge de la clarificadora naturaleza del ágape frente a
las ambigüedades del amor de nuestra cultura actual. Un profundo análisis psicológico
ayuda a comprender la compleja realidad del amor como respuesta a la pregunta: ¿Qué
es el ágape?
Agape significa una forma de ser. Es un proceso creativo. Nunca falla porque es
incondicional, es autodonación y sacrificio de sí mismo. Esta fecunda actividad del
amor no es una diosa, dice E. Fromm, porque el adorador de la diosa del amor cae en la
pasividad y pierde su fuerza. De hecho, nadie puede tener amor porque el amor sólo
existe en el acto de amar (E. Fromm). La crisis de intimidad depende de esta estructura
existencial de las relaciones humanas.
La presencia de Dios posibilita la experiencia de la trascendencia por medio del amor.
El Nuevo Testamento muestra esta trascendencia como una relación dinámica, con la
que el hombre es fortalecido por el misterio del amor de Dios. El Dios bíblico es el Dios
de la intimidad y la pasión. Es simplemente Amor (1 Jn 4, 8. 16).
El matrimonio, especialmente en Juan (Jn 2, 1-12) y en Pablo (Ef 5, 25 y 32) es la
completa comunión que abarca la totalidad y refleja la imagen del sacrificio nupcial de
Cristo. Por tanto, las características esenciales de la espiritualidad matrimonial son:
amor incondicional, sacrificial, atento y siempre en continua renovación. Así, "el amor
no acaba nunca" (1 Cor 13), porque manifiesta al cónyuge que él o ella nunca morirá.
Al subrayar la importancia del ágape-amor se reafirma la realidad del eros-amor, porque
el ágape trascendente carecería de sentido sin el deseo sexual del eros. El temor
exagerado de "contener los perversos deseos dentro de sus debidos límites" de San
Agustín, mantuvo, durante siglos, y teoréticamente al menos, el divorcio entre la pasión
sexual, la ternura y la intimidad, de una parte, y la espiritualidad matrimonial, de otra.
Ratzinger escribe: "De la misma forma que la Alianza sin la creación carece de sentido,
el ágape sin eros es inhumano".
Una falsa dicotomía entre la carne y el espíritu ha socavado la verdad de la creación del
varón y de la mujer a imagen de Dios. Más aún: ha mutilado la sexualidad humana, la
capacidad de amar y de procrear, en su sentido físico y espiritual de ser y hacer. De
hecho, la estructura dialogal de la intimidad sexual complementa y acrecienta el ser del
hombre y de la mujer ("seres sexuados") y, al mismo tiempo, corno misterio salvador en
la fe, simboliza y realiza la unión con Dios. La espiritualidad matrimonial y la intimidad
sexual no son enemigos, porque el autor de la vida y del amor está presente en su
experiencia sexual sacramental. Están llamados a la santidad íntimamente unidos al
amor de Dios mediante su compromiso total, manifestado en la cópula de cuerpo, alma
y espíritu.
La intimidad manifiesta la capacidad interpersonal de una total participación de la vida,
no sólo por el eros-pasión, cálido y maduro, del encuentro sexual, sino también a través
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del ágape de su compromiso -aceptación del otro y donación de uno mismo-. La
intimidad no puede reducirse al tacto o a lo sexual. Es un modo de ser y de relacionarse
íntimamente con el otro en un proceso vital que crea la comunidad.
De hecho, nadie ha captado la participación en la intimidad de Dios -en cuanto amante
apasionado de la verdad y la vida- como los profetas, el Cantar de los Cantares, los
salmistas o la sabiduría cristiana de los místicos -como Teresa de Avila y Juan de la
Cruz-. Existe una correlación entre el toque de Dios, profundo y total, y la experiencia
de la intimidad humana. Descubrir esta correlación es descubrir la llave de la
espiritualidad conyugal.
Por lo tanto, la intimidad existencial es absolutamente necesaria en la vida del hombre.
Paradójicamente, mucha gente ha perdido la capacidad de participar de la intimidad a
causa del feroz individualismo competitivo, lo que indica la necesidad de revalo rizarla
en la vida familiar. Es una llamada a una total intimidad sexual, pero se refiere también
a la más amplia interacción mutua de los cónyuges, especialmente alrededor de la mesa
familiar.
Las comidas son momentos privilegiados de íntima presencia. Presencia irremplazable
en una sociedad con un alto grado de movilidad, para que los esposos se mantengan
próximos y conserven su ternura. El ágape como participación de una comida es una
parte importante de estar juntos. Es como un "sacramento natural" de amor y vida que
mantiene la comunicación familiar y apunta, por la fe, hacia el banquete eucarístico. La
intimidad de la comida, como la intimidad del cuerpo, rechaza toda ideologización y
todo utilitarismo. Los dos son dones de Dios que hay que cuidar y mimar.
Morir y resucitar cada día
Vivir y morir es el paradigma básico de toda vida. Paradójicamente la fe cristiana
subvierte este paradigma convirtiéndolo en un misterio de muerte a vida mediante la
transfiguración de la vida humana por el culto. Por tanto, este misterio de morir a la
misma muerte, acto de culto trascendental, es el corazón de la espiritualidad.
Idealmente, esta espiritualidad significa una nueva forma radical de relacionarse con los
demás, basada en la íntima libertad personal y la pasión del amor.
Esto se aplica específicamente al matrimonio por su realidad interpersonal; una
fidelidad e independencia, en la que el otro cónyuge nunca será completamente
conocido y valorado en su interioridad. Este estilo de vida no puede darse sin la
experiencia de un libre amor oblativo. En cambio la sociedad moderna ha creado una
cultura marcada por el interés y en la que la lealtad y la fidelidad son la excepción.
El verdadero amor es un signo de verdadera libertad, pero ésta no existe en el
matrimonio sin una respuesta humana a los deseos íntimos de la otra persona y sin la
coherencia de una fidelidad creativa. No puede existir verdadera libertad sin vaciarnos
de nosotros mismos "de tal forma que podamos abrirnos a la única realidad capaz de
satisfacer por completo nuestro poder de amar y conocer" (René Laturelle). La pareja
descubre esta "única realidad" en Dios por medio de una relación profunda, que se
caracteriza por el control de sí mismo, la fidelidad y el compromiso. En la perspectiva
cristiana esto es un asunto de fe y de amor, porque mediante estos dones los cristianos
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son llamados a la libertad en el cotidiano morir y resucitar. El don de sí mismo (el
amor) se resuelve en la posesión de sí (la libertad) y forma la más íntima y estimulante
de las relaciones humanas.
Esta relación en el matrimonio se ve sujeta a las influencias externas e internas que
afectan a cada una de las partes, y a las de los diversos estadios de desarrollo que se dan
a lo largo de la vida familiar. Las parejas experimentan el flujo y reflujo de la vida
misma, sus altos y bajos. La mentalidad del "para siempre felices" en un permanente
éxtasis, no sólo crea falsas expectativas y acaba en desilusión, sino que niega la
paradójica realidad del amor oblativo de darse y de perdonar, la disciplina saludable y
liberadora del autocontrol y echa en olvido la idea de la purificación redentora,
necesaria en todo amor dinámico y creativo.
Es evidente hoy más que nunca, que la vida matrimonial se compone de distintos
estadios o tránsitos que cada pareja experimenta en el curso de su relación. Esta
mentalidad de continuo desarrollo ha de ser considerada como el necesario punto de
partida para entender el proceso de la relación matrimonial. A lo largo de años de
cambios y de crecimiento los dos se hacen distintos, con necesidades y deseos
diferentes. La unidad y plenitud matrimonial puede darse y mantenerse en su ser y en el
hacerse en medio de estos cambios, si se da un "matrimonio creativo" que alimente los
valores fundamentales de atención, empatía, respeto, igualdad, confianza y compromiso.
Hoy se hace necesaria una espiritualidad de la estabilidad. Esto significa una
espiritualidad de "permanencia en el amor", que comprende, por una parte, el coraje de
ser un cónyuge -efecto fortificador existencial de la autodonación- y, por otra parte, y
hablando en términos cristianos, que tenga la sabiduría de la cruz. El primero -ser
cónyuge, compañero- da una fuerza saludable y dinámica contra el envejecimiento del
tiempo. La segunda es una roca estable contra toda dependencia desintegradora interna
y externa.
Los intentos de desarrollo y de fidelidad basados en análisis y teorías sobre la relación
lleva las de fracasar, porque el crecimiento de una pareja no es un proceso automático,
antes al contrario, algo impredecible y complejo. Además de los deseos y del estilo de
vida de cada pareja, existe el elemento espiritual que incentiva y hace posible el
autoconocimiento y la autodonación. Sólo la fe auténtica posibilita la transformación y
autorrevelación. La paradoja de la cruz -autoentrega y autodonación- evidencia la
futilidad de la humana autorrealización. La religión no es garantía de éxito, pero sí un
llamamiento serio a la fidelidad. Tanto lo humano, transitorio, como lo divino -valor
definitivo-, realizan esta plenitud.
La comunicación, don gratuito
La comunicación es la savia de la comunión interpersonal de la pareja. Hay distintos
grados de realización en la relación, porque crece o decrece en la medida que lo hace la
actividad participativa de la pareja. Esta comunión -auténtico encuentro interpersonales un reto que pone de manifiesto la propia intransferible individualidad de cada uno por
un lado, y, por otro, aparece como don de sí mismo que ha de ser reconocido como tal
por el otro cónyuge. Creado con una inviolable interioridad -constitutiva de mi libertad
y mi dignidad humana-, yo estoy dotado de palabras y de amor para hacer dar valor a la
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existencia del otro. En el encuentro con el otro, libremente doy lo que libremente he
recibido - mi propio yo-.
En este nivel antropológico de la necesidad de relacionarse con el otro, no está aún
implicada la reflexión teológica. Toda una dimensión nueva de la espiritualidad de los
esposos que anhelan una efectiva comunicación, dándose y recibiéndose, se abre a la luz
del misterio de la autocomunicación de Dios.
La revelación es un acontecimiento del incondicional amor de Dios, manifestado a lo
largo de la historia, de diversas formas, en hechos y palabras, a la humanidad. Dios sale
al encuentro de su pueblo, y, en el encuentro, el pueblo puede conocer lo que Dios
puede hacer por él. En la participación de la realidad viva de Dios, el pueblo participa
de la eterna verdad que tiene lugar en el pleno desarrollo de su potencialidad para ser.
Esta participación se actualiza en el misterio del culto, puesto que el culto es revelación
y autodonación. Como lo es el matrimonio.
Las formas de comunicación en la Escritura, como en la relación matrimonial, son
infinitas. Pero en ambos casos las analogías conducen a las mismas características:
diálogo, comunión, presencia y energía.
El diálogo es vital en toda relación humana. Su importancia surge de la estructura
dialogal del hombre. M. Buber señala que la comunicación está intrínsecamente unida a
la realidad de Dios y que es como un camino hacia El.
Los métodos de la moderna psicología y los puntos de vista humanísticos (madurez y
libertad personal) son importantes en la relación matrimonial interpersonal. Con todo,
no serían de ninguna utilidad sin la conversión de corazón y sin un crecimiento
espiritual. La conversión se hace posible a la luz de la palabra bíblica. Los esposos se
miran uno al otro y a Dios. De hecho, la iniciativa parte de Dios al llamar a los dos al
diálogo, porque los esposos y Dios hablan el mismo lenguaje del amor. Como en el
culto -diálogo de Dios y el pueblo- los esposos se "dan" uno al otro en un diálogo
oblativo.
El resultado del diálogo es la comunión profunda. La comunión de vida y amor se
mantiene mediante la comunicación del espíritu y del cuerpo. Relación que exige una
total libertad y transparencia espiritual. Y que puede verse comprometida por presiones
externas e internas ambigüedades. De nuevo, la Revelación nos presenta un diálogo de
comunión. Pues la Revelación es, de hecho, la comunión personal en la que Dios recrea
la libertad y el valor de la persona y posibilita el encuentro con los otros y con Dios
mismo. Dios es la definitiva posibilidad de comunión de la pareja y se nos presenta
como la más reveladora metáfora de la autodonación de Dios a su pueblo.
La presencia es un modo de comunicación. Estar juntos, aun sin hablar mucho, refuerza
la relación amorosa que, a su vez, genera una atmósfera de comunicación. Presencia que
puede causar profundas emociones, porque el lenguaje corporal es la forma más original
de comunicación humana.
Los cónyuges están presentes uno al otro de forma eminente por medio de su vínculo de
amor y de su compromiso. Presencia en las interacciones cotidianas. Presencia salvífica,
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ya que los cónyuges, mediante su compromiso, participan de la concreta y amorosa
intimidad de Dios.
Finalmente, la comunicación es energía, porque es siempre una fuerza dinámica, una
realidad que revela la persona y la afecta. Uno de los grandes dones que Dios ha dado a
los esposos "es el poder de darse la vida uno al otro. Mediante la palabra los esposos
pueden comunicarse la vida o destruirla" (J.Q. Quesnell).
El misterio del espacio inviolable interior del otro ya nos está indicando una paternidad
divina. Desde el principio Dios dice una palabra de vida para establecer una comunidad
de amor. Palabra que no sólo es creativa desde su inicio, sino que es permanente
revalorización de la existencia humana como un inefable poder de salvación.
Esta teología de la revelación, aplicada al arte de la comunicación, crea un espacio
importantísimo de la espiritualidad matrimonial: la comunicación como poder creativa
de la perfección. De la misma forma que la palabra de Dios pide fe y confianza, la
comunicación en el matrimonio sólo es posible con empatía y amor.
La fe participada en la Iglesia doméstica
El Vaticano al hablar del matrimonio y la familia como "Iglesia doméstica" recuperó
una rica teología bíblica y patrística acerca de la dignidad sacerdotal del matrimonio
cristiano. Esta dignidad sacerdotal no brota del ejercicio de una determinada función
sagrada, sino del carácter sacramental de la unión, carácter vivido en el misterio nupcial
de Cristo y del que la pareja cristiana es un símbolo.
Otra importante consideración que se deriva de esta dignidad sacerdotal es la función
ministerial de los laicos en el servicio de la iglesia y en la construcción de la
comunidad. Esta perspectiva demuestra la importancia del concepto teológico de
"Iglesia doméstica". En ella la pareja no sólo aprende a ejercer el ministerio en su
existencia concreta -como imagen de la Iglesia-, sino que la comunidad eclesial sigue y
desarrolla este modelo de la iglesia doméstica.
Esta nueva perspectiva comunitaria y sacramental enriquece la teología del matrimonio
y la familia. El presente es rico en experiencias, pero débil en la fe. Con la perspectiva
de la familia como una viva realidad de una "familia de familias" (es decir, de la
iglesia), surgen dos líneas en la espiritualidad conyugal: 1) La vida en el interior de la
familia espiritual si se experimenta como libre y continuo don de Dios por medio de las
diversas componentes de su realidad: un lugar en el que el amor, ley de la familia, es
experimentado en todo su rico significado. 2) El testimonio de fe exterior depende del
mismo concepto de familia como célula viva de un organismo vivo. Como tal, la familia
manifiesta el misterio de Cristo, presente en su vida y amor. Hace visible su experiencia
y es una prolongación de la Iglesia.
La vida de esta pequeña comunidad de culto "recibe una especie de consagración" que
toca y transforma toda su vida conyugal porque está llamada a ser presencia y
testimonio del ministerio de Cristo que transforma toda realidad humana.
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Esta analogía de la iglesia y la familia no es una pía comparación mas hunde sus raíces
en la tradición cristiana. En el Nuevo Testamento, la "iglesia doméstica" nos sale al
encuentro en numerosos pasajes. Pablo, con su afirmación central (Ef 5, 21-23) creó la
espiritualidad conyugal de la primitiva Iglesia la tradición de los Padres sigue la misma
línea-, como culto espiritual, donación y servicio de los cónyuges.
En los albores del cristianismo la Iglesia se reunía en las casas particulares. El hogar no
sólo era la iglesia en el sentido literal, sino que de los ho gares nacieron las
comunidades. La intelección teológica de la fe participada en el hogar, igual que la
intelección de otras realidades del amor-ágape, nos proporciona la base para afirmar la
relación existencial e intrínseca del matrimonio y el culto en el centro, no sólo de la
vida, sino del mismo misterio de Cristo. En términos específicamente cristianos, la
entrega de sí en el abrazo matrimonial y la participación en una única eucaristía se
entrecruzan en el misterio de la cruz, paradigma de todo culto cristiano. El matrimonio
sólo puede ser una vital y colmante realidad de amor cuando se vive como una profunda
experiencia humana y trascendente, del culto espiritual, en el lecho y en la mesa, con los
hijos y la sociedad.
Tradujo y condensó: EDUARD PASCUAL
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