añoranzas del cabrero parte ii - Academia de La Historia de

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AÑORANZAS DEL CABRERO PARTE II
EL TEMPERAMENTO JOCOSO
DE NUESTRA MADRE
A pesar de los reveses de la vida, la niña Julia, nuestra madre, era una mujer
hermosa y de un temperamento adorable. Regordeta y menudita a su edad,
jamás olvidare que recién casado fue a vivir conmigo durante una temporada. En
cierta oportunidad, acompañándola durante una siesta en su alcoba, le pregunté
algunas cosas al oído en relación con mi padre: sobre cómo era su
temperamento, y si era parrandero y mujeriego, y si lo celaba mucho. Ella
susurrándome al oído, me dijo que el viejo César era un gran amante y muy
romántico. Me contó que cuando estaba de parrandas, le ponía serenatas y le
cantaba con frecuencia la canción “Los ojos de la Tapatía”, cuya parte principal
dice:
“No hay ojos más lindos en la tierra mía
Que los negros ojos de la Julia mía.
Miradas que matan, ardientes pupilas
De Noche cuando duermen, luz cuando nos miran
En cuanto a la bohemia, me contó que en cierta oportunidad él estaba en una
parranda con algunos amigos. La reunión era de tipo musical, y cuando el viejo se
enteró que ella estaba buscándolo, en el acto corrió y saltó la tapia con la guitarra
en la mano. En fin, fue un escape perfecto.
Aquel mediodía, en la intimidad, me confesaba que sentía un miedo terrible de
pensar que el día de su muerte tendría que quedarse sola en la fría tumba del
cementerio, mientras todos la abandonábamos para regresar a nuestras casas. De
inmediato le contesté que no tuviera miedo, que los muertos no se daban cuenta
de lo que ocurre a su alrededor.
LA SOLEDAD DE LA MUERTE
De acuerdo con la anterior afirmación de mi madre, vino a mi memoria lo que
hemos llamado “La soledad de la muerte”, esa cita que todos tenemos con
nuestra partida final. Por ejemplo, pensé que no era que ella tuviera miedo de
quedarse sola en el cementerio, era el miedo a recorrer caminos desconocidos.
Así, la vieja enfrentaba la cita de la no existencia, el aspecto negativo de la vida, es
decir, el más allá totalmente desconocido. Ese realmente era el miedo de la vieja
Julia, no el de quedarse sola en una tumba: era la soledad de la muerte que a
todos nos persigue desde que nacemos.
Nunca olvidaré el día de su muerte: fue una noche en los momentos en que nos
aprestábamos a dormir, cuando de repente se produjo una llamada telefónica de
Cecilia, la hermana mayor. En aquella temporada la viejita estaba viviendo en casa
de mi hermana. Cecilia me dijo: “¡ven rápido que a mamá le ha dado una cosa
maluca!” Inmediatamente tomamos un taxi (vivíamos en Marbella), y al llegar la
encontramos ya muerta sentada en una mecedora en el segundo piso. Había sido
víctima de un paro cardíaco, pues ella sufría de insuficiencia coronaria, la misma
enfermedad que yo padezco, pero aún no me ha llegado la hora de la partida
final, la cual espero se postergue muchos años más.
Según Cecilia, nuestra madre había cenado esa noche dos tasas de chocolate
acompañadas de pan y queso. Así pues, la soledad de la muerte la visitó de
repente, sin dolor y sin sufrimiento. No la dejamos sola en el cementerio como
ella temía, la dejamos en la compañía de sus padres y hermanos, de su marido
César. Todos ellos estaban esperándola en el mausoleo de la familia en el
cementerio de Manga, donde hoy también están sus hijos Julio y Roberto, porque
las cenizas de Cecilia reposan en la iglesia de Bocagrande con su esposo e hijo Luis
Fernando.
Pero continuando con el tema que veníamos tratando, a mi madre le encantaba
el chisme familiar, hasta el punto de que permanentemente nos llamaba para
contarnos algunas noticias que ella consideraba importantes. En aquella época
existía un noticiero radial, auspiciado por la Esso, una poderosa empresa
transnacional. Antes de iniciarse el noticiero, se escuchaba en la radio una voz
que anunciaba a gritos: ¡El reporte Esso!, El Reporte Esso.!Por tal razón los hijos
mayores la bautizaron con el remoquete de “el reporte Esso”. Ella reía de buena
gana, pero no dejó de seguir con sus chismes y noticias del momento.
Como se había levantado en un hogar en el que su padre dirigía la política liberal
en Bolívar, ella era una militante convencida, y es por ello que Jaime, nuestro
hermano mayor, cuando completó la mayoridad se convirtió en su hijo
predilecto por haber actuado en política, y por ser capaz de sostener a la familia,
pues tuvimos que mudarnos a una casita en la misma avenida del Lago, de la cual
era propietario don Samuel Juliao, y que Jaime pagaba con sus ingresos de $80.oo
como Secretario del Consejo Electoral.
Jamás olvidaré que todos los medios días, a las doce en punto, la muchacha del
servicio llegaba con los alimentos enviados por nuestro abuelo. Era una palangana
de peltre de color blanco, perfectamente tapada. Aparte, en una portacomida,
venía el arroz, la carne y el resto de los alimentos.
Los comensales éramos: Mamá, Jaime, Rebeca, Julio y yo, pues ya Cecilia se había
casado, y con ella residían en Barranquilla Roberto y Gloria.
La vieja, cuando no estaba malhumorada cantaba a todas horas, pues de joven
había sido pianista aficionada. Con frecuencia entonaba una ranchera mejicana
cuya letra es la siguiente:
“Allá en el Rancho Grande
Allá donde vivía, había
Una rancherita que alegre
Me decía…
La canción era la principal de la película mejicana “Allá en el Rancho Grande”,
protagonizada por Tito Guizar y Esther Fernández en 1936. Resulta que nuestro
padre era propietario de una finquita de dos hectáreas cerca de Turbaco, que
bautizó con el nombre de “Rancho Grande”. Y allá se trasladaba la familia todos
los fines de semana… De manera que la canción era una especie de recuerdo
nostálgico para mamá, que había visto desmoronarse a su familia con la muerte
de nuestro padre. También cantaba con frecuencia “Flores negras”, la poesía de
Julio Flórez convertida en canción.
LOS MINEROS CABRERANOS
“Los únicos mineros del mundo que no explotaban minas llenas de plata o de oro, eran los
mineros de Cartagena. Las que ellos explotaban estaban llenas de mierda…”
AUTOR DESCONOCIDO
Por aquellos días no existía alcantarillado en Cartagena. Las pozas sépticas construidas en el patio de las
casas, se convertían en depósitos de los excrementos y demás detritus humanos.
En la ciudad se creía que las personas dedicadas a la limpieza de los sumideros, ejercían un oficio igual al
de todos los mineros del mundo, por ello los llamaban “mineros”, era simple analogía. Las casas con
mayor número de habitantes requerían una limpieza anual; las menos pobladas, cada dos años. La del
abuelo era un caso excepcional: los mineros la visitaban cada tres meses. Por esta razón, y también para
evitar colas en los baños, el viejo hizo construir cuatro adicionales.
Los mineros preferían hacer su trabajo en oscuridad de la noche, y bajo los efectos del alcohol. Recuerdo
que en una ocasión, siendo apenas un niño, mi madre me advirtió que era mejor acostarme temprano
porque aquella noche llegarían los mineros a limpiar las pozas. En efecto, obedecí a mi madre pero lleno
de curiosidad en razón del misterio que rodeaba a los integrantes del grupo; ellos preferían conservar su
nombre en secreto. Temían a la crítica social por la clase de oficio que desempeñaban: les chocaba oír
que les gritaran: ¡Recogedores de mierdaaa!
El único minero ampliamente conocido en Cartagena era un antiguo cochero de carros fúnebres, a quien
apodaban: ¡Empaná con huevo!
El hombre decidió enrolarse en las filas de la minería porque en más de una ocasión se había tirado del
coche en pleno entierro para perseguir a quienes le gritaban ¡ Empaná con huevo..! Con razón los
dueños de las funerarias resolvieron dejarlo cesante; pensaron que carecía de aptitudes para conducir el
vehículo en el último viaje de un difunto.
Jamás olvidaré que aquella noche, al ser despertado por un nauseabundo olor a mierda, que penetraba
todo mi sistema respiratorio, vi desde la ventana que daba al patio, algo que nunca he podido olvidar:
dos afrodescendientes desnutridos y borrachos, recogían el excremento que posteriormente vaciaban
en un tanque colocado sobre la carreta.
Cuando la poza estaba casi vacía, uno de ellos se introdujo algo más de la cintura para recoger el
peculiar yacimiento animal. Y, así, poco a poco, lo iba entregando a su auxiliar, quien a su vez, lo echaba
en el tanque,
Terminado el oficio colocaron nuevamente la tapa de concreto y la sellaron con cemento. Al finalizar el
espectáculo pensé: ¡Dios mío, ese trabajo no lo haría yo por todo el oro del mundo…!
En aquel momento muy lejos estaba yo de saber que un hombre como Rafael Núñez, Presidente de
Colombia varias veces, también había expresado su repudio por esta clase de trabajo. Cuenta la historia
que el Presidente escuchó a su esposa, doña Soledad, discutir con un afro-descendiente que la noche
anterior había limpiado la poza séptica de su casa en El Cabrero. Como el obrero no accedía a la rebaja
que doña Soledad le pedía, el Presidente, al fin filósofo, interrumpió la discusión y se dirigió a su esposa;
“Sola, mija, págale lo que él te pide, que ese trabajo no lo haría yo por todo el oro del mundo…
EL CLUB NÁUTICO DE MARBELLA
Su inesperada muerte hizo renacer en mí las añoranzas de mi adolescencia y juventud. Se fue de viejo,
jubilado por la Colonia China de Cartagena. Había llegado a Cartagena en 1936, siendo muy joven para
trabajar con su tío José Yí en el famoso restaurante Chop Suey, situado entonces en el Portal de los
Dulces. En 1945 adquirió el Club Náutico de Marbella y fundó allí su propio restaurante. Antes había
existido en el lugar un club deportivo dedicado a la pesca y a los deportes acuáticos.
Lucho era el dueño de aquel inolvidable restaurante, situado sobre una especie de península en forma
de media luna que penetraba en el lago de El Cabrero, en la avenida de nombre Avenida de El lago.
Alrededor del restaurante, había una especie de corraleja con techo pajizo protegida con vigas de
mangle. Su pista de baile era bastante amplia; recuerdo que los sábados en la noche la cubrían con acido
bórico para proporcionar un suave deslizamiento a las parejas que allí bailaban.
Un frondoso y alegre arbolito de trupillo, situado en el extremo derecho de su jardín invitaba al reposo,
y unos lirios blancos y olorosos, perfumaban el ambiente. Un gran mangle de grueso tallo,
proporcionaba fresca sombra a los jugadores de tapita; allí anidaban mariamulatas, palenqueras y
cocineras. También era refugio de los estudiantes levíticos para ocultar el engaño a sus padres.
A la entrada del club había un kiosco de madera en forma de círculo, con amplios ventanales. Una media
agua, también circular, descansaba sobre cuatro columnas de cemento. La punta de la cúpula del techo
la adornaba una lámpara de luz roja, muy parecida a las que se usaban en algunas casas de prostitución
en el barrio de Tesca. En más de una ocasión, los francotiradores de escopetas de balín la hacían
explotar en pedacitos; sin embargo, a los pocos días los empleados del restaurante colocaban su
reemplazo por orden de Francia Fortoul, la administradora.
El jardín, sembrado de mangles y de lirios olorosos, era habitado por numerosos cangrejos, quienes se
escondían en sus profundos hoyos tratando de huir de nuestra incesante persecución.
El ruido que producían las tenues olas del lago, al estrellarse contra el murito de cemento que bordeaba
el club, nos daba la sensación de hallarnos en un buque frente a una isla encantada, desde el cual nos
embelesábamos sobre un estático paisaje: un circo de toros escondido detrás de unas murallas antiguas,
un imponente edificio bautizado con nombre de compañía oriental (Ganem), y otro, más al fondo del
lado izquierdo, con sigla de compañía americana (Andian)
En aquellos días no existía la urbanización de La Matuna; el paisaje era matizado por una especie de
prolongado aburrimiento que tan sólo era interrumpido por Enrique, un chinito traído por Lucho Yí
desde la China de Mao. Éste no sabía nada de español. Y además, era maniático pues meneaba sus
extremidades inferiores en todo momento; su cuerpo parecía temblar como “Tembleque”, el personaje
de las tiras cómicas de Dick Tracy.
Los muchachos, para molestarlo, nos acercábamos a él y le gritábamos en coro: “¡Tembleque…!..”, y
seguidamente huíamos en carrera.
A los pocos días, al vernos nos gritaba furioso:... ¡MALICONES, CALAJO, VELGAJOS! Hoy, 30 de agosto de
1985, añoro más que nunca mis años juveniles
LOS BARBUDOS DEL CLUB NÁUTICO
Los barbudos, aquellos peces que
merodeaban en torno al club Náutico,
parecían amaestrados. Cuando sentían
movimientos de cubiertos y cucharas,
chapoteaban en espera de su acostumbrada
ración. Muchos de ellos se convirtieron en
expertos fildeadores, brincaban y aparaban
con sus amplias fauces los mendrugos de
pan lanzados al lago. Otros, por el contrario,
permanecían escondidos debajo de las
letrinas al acecho de nutrientes
excrementos. Eran los únicos peces que podían ser atrapados sin carnadas, con sólo lanzar el anzuelo,
caían en la trampa y mordían el gancho. Nadie los apetecía, según los pescadores de El Cabrero, eran
unos peces “comemierda”.
Sin embargo, en el lago abundaban pescados de todas las especies: pargos rojos y morenos, lebranches,
mojarras, aguamalas y farolitos, sábalos de regular tamaño y peces sapos, estos últimos se empojaban
cuando rascábamos sus vientres.
Recuerdo a una vieja cocinera que mataba el tiempo refiriendo cuentos de muertos a la orilla del lago,
juraba haber visto cerca del club Náutico el espolón de un tiburón; en verdad, nadie pudo desmentir
esta misteriosa afirmación. Por aquellos días el color de las aguas del laguito ya empezaba a tornarse un
poco turbio, aunque por los alrededores del puente Olaya Herrera, que aún une a Torices con Marbella,
las aguas eran de un verde cristalino, tal vez por el verdor de la vegetación que lo rodeaba.
Un bosquecillo de mangles, donde anidaban aves de todas las especies, circundaba aquel inolvidable
puente. Los muchachos nos lanzábamos a las profundas aguas desde la baranda tratando de imitar a
Tarzán. Hoy, al pasar por aquel lugar me invade una gran nostalgia al ver que tan sólo un arroyuelo de
aguas negras apenas circula por debajo del puente.
Un poco más allá, mirando hacia Crespo, comenzaba el “Caño de Juan Angola”. De insospechada
profundidad, y como de cinco metros de ancho, era una especie de túnel que atravesaba un extenso
manglar sin final. Como en la selva, allí el cielo no se veía; abundaban nidos de garzas blancas y
morenas, chorlitos, barraquetes, patos, en fin, era una despensa ecológica que ya no existe.
En cierta oportunidad un grupo de muchachos alquilamos unos botes donde los Corpas y nos lanzamos a
la aventura. A las dos horas, después de muchas peripecias, arribamos a una gran ciénaga
ecológicamente rica. Allí gran
cantidad de pescadores lanzaban sus atarrayas: se trataba de la
famosa ciénaga de La Virgen, lo que hoy es una inmunda cloaca, cementerio de peces; sin embargo, las
obras de las Bocana le han dado una segunda oportunidad.
Jamás podré olvidar aquella mañana cuando el barrio despertó bajo un nauseabundo olor a
podredumbre. Miles de peces flotaban a lo largo y ancho del laguito, comenzando así aquella muerte
anunciada de un hermoso lago.
LAS ORQUESTAS DEL CLUB NÁUTICO
Las orquestas más famosas que ha tenido Cartagena en toda su historia, amenizaban los bailes en el
Club Náutico: la de Lucho Bermúdez, y la del maestro Moisés Pianeta Pitalúa. La de Lucho Bermúdez se
llamaba “Orquesta del Caribe”, y la segunda la “A” Número uno.
En aquel entonces no existían las baterías de hoy; los instrumentos de percusión que marcaban el ritmo,
eran el contrabajo, las timbas, y dos grandes timbales que el intérprete golpeaba con un par de bolillos o
baquetas, iguales a los que se usan para el redoblante. A la derecha de tales timbales, había un gran
platillo hediondo a cobre, y a la izquierda estaba el bombo, cuyo ritmo lo marcaba el timbalero haciendo
accionar con el pie una porra redonda y pesada: ¡ boom! ¡ boom!
Sobre el bombo estaba colocada una clave de madera hueca,la cual era golpeada en forma
intermitentepor el timbalero en los momentos de aceleración ritmica.
Yo, aún de pantalones cortos, curiosamente observaba embelesado a cierto joven de baja estatura que
tocaba el clarinete como encantador de serpientes. Era Lucho Bermúdez, en aquel entonces dueño de la
orquesta del Caribe.
El maraquero, a la vez cantante, era Cosme Leal, quien mirando hacia el cielo infinito, interpretaba una
melodía que después se hizo famosa dentro y fuera del país:
Marbella la playa más bella
Bonita y linda por su mar
Sus hembras de color de yodo
Quemadas por las luz solar.
Tienes que ir a ese lugar
Para vivir…para gozar
Mucho después supe que fueron unos versos que el maestro Lucho Bermúdez
había compuesto a Marbella, nuestro barrio.Y no contento con la melodía
anterior, el hombre del clarinete entonaba y arreciaba el ritmo del mapalé. Yo
sentía que aquello era igual al lamento de los negros pescadores de Marbella.
El maraquero miraba al cielo, y entonaba:
Negrita ven prende la vela
Que va a empezá la cumbia en Marbella.
Aquella letra tenía su razón de ser: en esa época las fiestas de noviembre se festejaban con cumbiambas
a la luz de la luna en las playas de Marbella.
LA ORQUESTA DEL CARIBE DE LUCHO BERMÚDEZ
La orquesta del Caribe era la principal orquesta que tocaba en el club Náutico. La presente foto fue
tomada en el club La Popa de Cartagena, sitio en el cual también se presentaba.
Lucho Bermúdez tenía poco tiempo de haber llegado a Cartagena, y se presentaba casi todos los
sábados en el citado club. Obsérvese que la agrupación estaba compuesta de once músicos.
Entre los integrantes se encontraba el Negrito Viroli, un extraordinario percusionista en quien yo me
inspiré para comenzar a tocar los tambores.
Lucho llevó la cumbia y la música de nuestra región al pentagrama musical, además de ello, por él
nuestra música de la costa llegó al interior del país y se adueñó de las salas de baile. Se estableció en
Medellín durante muchos años.
Esta es la carátula de un disco de la orquesta “A” Número Uno, dirigida inicialmente por el maestro José
Pianeta Pitalúa, y finalmente por Lucho Bermúdez, la cual se presentaba los sábados en el Club
Náutico.
Era una orquesta muy serena en los porros, y tocaba muy poca música internacional a diferencia de la
agrupación de Lucho Bermúdez.
Las trompetas, acompañadas de los redoblantes, le daban al porro cierta personalidad que caracterizaba
la música tropical cartagenera.
Además de las antes mencionadas, allí tocaba la orquesta de las Emisoras Fuentes, con su cantante
Remberto Brú, un químico Sandiegano que se caracterizaba por su sabor y pimienta. “Rembe”, como le
llamábamos cariñosamente, llevó nuestra música a Centro América ya que estuvo en Nicaragua
contratado por varios años.
Jamás podré olvidar que Rembe es el progenitor de
una alumna mía en la Facultad de Derecho de la
Universidad de Cartagena de nombre Zuly Brú, era
una hermosa y espigada morena a quien jamás he
vuelto a ver.
CAPITULO III
CONEJEROS EN EL CLUB NAUTICO
Leyendo el lexicón de colombianismos de Mario Alario Difilipo, encontré las acepciones de dos
modismos que tienen íntima rerlación con un pasaje del cual fuí protagonista hace muchos años. Son
muy usuales en nuestro léxico caribeño: “ poner conejo”, y “ponerse la leva”-.
El primero significa no pagar lo que se debe por algún servicio, y el segundo se refiere al termino “leva”
que significa “reunión de vagos y de ociosos con destino a integrar las tripulaciones de barcos.De allí
que, “ponerse la leva” signifique quedarse de vago todo un día sin asistir a clases. Es un engaño con los
padres. Estando pensando en ambos términos, me transporté involuntariamente hacia el pasado;
volaba en un avión sin motores, sin aire y por fuera del tiempo; así las cosas, me transporté al pasado y
me hallé en Marbella, en el Club Náutico, el gran restaurante: aquella mañana esdtaba obligado a
llevarle un trabajo al “Mesié” Egel, por ello resolví ponerme la leva en el Club Náutico. Así las cosas,
alisté mi cordel de pescar, teñido con algarrobo y me instalé en el murito que bordeaba el restaurante.
El mesero era Robinson, un joven recién llegado de provincia, quien aún no conocía a los jóvenes del
barrio.
Estando en plena actividad pesquera, siendo apenas las once de la mañana, observé a varios
muchachos, un poco mayores que yo que entraban al restaurante como clientes. Con desbordante
alegría, y estridentes carcajadas, pedían cervezas y cigarrillos americanos. Se tragaban las cervezas con
gran rapidez, dando la impresión de competir entre ellos mismos.
Por la conversación me enteré que festejaban la “corbata” oficial adjudicada a Benjamín Martínez,
(“Mincho”) en la Gobernación de Bolívar.
No se trataba de una prenda de vestir, sino de un cargo público con funciones ficticias. Los asistentes
pedían al aprendiz de burócrata que en señal de brindis colectivo pagara el valor de la cuenta; éste,
alegando que aún no había recibido el primer cheque, se negaba sistemáticamente y juraba no tener
plata para pagarla.
A pesar de las negativas, los jóvenes, incluyendo al mismo “Mincho”, ordenaron suculentos platos,
culminando en tremendo hartazgo.
Finalmente solicitaron la cuenta a Robinson, el meserito provinciano. Cuando éste se encaminó a las
oficinas del club para facturarla, los conejeros gritaron todos en coro: “ ¡CONEJOO! Y se dieron a las de
Villadiego en veloz carrera: se escaparon dando grandes zancadas que aún resuenan en mis oidos.
Robinson sabía que yo estaba escondido en el murito “poniéndome la leva”. Resolvió conducirme a las
oficinas del club con el objeto de que dijera el nombre de los conejeros. Como al principio me negué,
ellos me amenazaron con decirles a mi mamá y al abuelo lo de la leva. Me daban la oportunidad de
salvarme del castigo merecido.
Yo no sabía, por no conocer entonces ningún código penal, que me estaban constriñendo de forma
ilegal. Este es un hecho punible contra la autonomía personal, tipificado en el artículo 276, que a la letra
dice: “… El que constriña a otro a hacer, u omitir alguna cosa incurrirá en prisión de seis meses a dos
años de prisión…”
Así pues, por temor a un castigo de mis mayores me vi precisado a delatarlos: uno a uno fui señalando
sus nombres y sus direcciones: Benjamín Martínez, Guido Benedetti Ibarra, Orlando Bustillo, Rafael
Bustillo, Samuel y Julio Pinedo Brugés, y por último Guillón Serret. Todos residían en la calle Real de El
Cabrero.
Al siguiente día de aquella delación forzada, el chino, el mesero y un policía, fueron de casa cobrando la
cuenta más los perjuicios ocasionados con la infracción. Estuve un mes escondido por temor a una
represalia…y todo por haberme puesto la leva en el club Náutico.
COROLARIO: Quien presencie un delito poniéndose la leva, podría ser constreñido en forma ilegal.
CAPITULO IV
PERSONAJES DE LA AVENIDA DEL LAGO
DE MARBELLA
a) MIGUEL ANTONIO BRID
La amistad de un viejo es algo muy provechoso, pues con él
podríamos penetrar en el pasado sin la frialdad académica
de los libros de historia. Cuanto más culto sea, mayores
beneficios nos reportará, pues estaría en capacidad de
explicarnos con precisión los juicios de valor sobre los hechos del ayer. Si fuera medianamente culto,
podría decirnos lo que vio, oyó y sintió, sin apoyarse en la falacia de razonamientos subjetivos.
Su nombre era Miguel Antonio Brid. Tenía setenta años y yo apenas dieciocho, fue Capitán de la Policía
durante el régimen Conservador de los años veinte, y me juró más de mil veces que jamás en su vida
había matado o apresado a ninguna persona por el hecho de ser liberal.
Por él conocí, sin haberlos visto, a Pekín y Pueblo Nuevo, dos barrios populares que existieron detrás de
las murallas, en los alrededores del sector de La Tenaza.
En cierta ocasión, bajo los efectos de algunas copas, me contó que en “Pekín” existía la casa de “Chalán”
Blanco, un sitio de sano esparcimiento al cual asistía los sábados en la noche la juventud de la época.
Por su propia confesión, libre y espontánea, me enteré que la única maldad que cometió con los
liberales fue un sábado en la noche, cuando en casa de Chalán se hallaban algunos jefes liberales de
chaleco y cuello de pajarita. Él también estaba allí parrandeando con algunos amigos.
El agua que bebían, para pasar las copas, estaba almacenada en una fresca tinaja de barro, muy parecida
a la de la imagen que se encuentra más adelante, situada en un tinajero al fondo del comedor.
Bien avanzada la noche, cuando todo era color de rosas, Miguel Antonio fue al baño y se quitó sus
calcetines de dos días de uso: en medio de la oscuridad de la noche fue al patio y los rellenó de fango,
dejándolos como pelota de béisbol. Finalmente, ya bien seguro que nadie había observado el “Iter
criminis” de su censurable acción, echó la sucia pelota en el fondo de la tinaja llena de agua limpia.
Al poco rato, con fraternales abrazos se despidió de los líderes y de sus amigos. Al día siguiente, al
comprobar que la plana mayor del liberalismo se había bebido toda el agua sucia de la tinaja, se reía a
mandíbula batiente del “gran” Partido Liberal. Migue usaba peinado a lo Valentino y, de vez en cuando,
para lucir más joven, se dejaba crecer unos finos bigotes, los cuales teñía con carbón vegetal. Jamás
llegó a enterarse que habíamos descubierto ese
truco elemental, porque cuando la temperatura
subía hasta el máximo, el sudor le podría dañar el
maquillaje.
Fumaba una pipa curada que siempre llevaba al
cinto, y la rellenaba con tabaco negro de la región,
pues para él, el mejor del mundo era el tabaco de
El Carmen de Bolívar. Su casa estaba situada frente
al laguito de El Cabrero, en uno de los extremos de
la avenida de El Lago. Allí, en otros tiempos, se
hacían animadas reuniones los sábados en la
noche, y jugábamos póker, veintiuna y dominó. A
veces bailábamos la conga bajo torrenciales
aguaceros. Foto de una tinaja de barro, como la de Chalán.
Miguel Antonio estaba casado con doña Alicia Fortich, y de ese matrimonio nacieron Fredy, Elsy, Alicita y
Napito Brid Fortich, todos ellos excelentes personas. Fredy fue un gran deportista dedicado al atletismo,
campeón nacional de lanzamiento de jabalina, Elsy una joven rubia que aún a su edad llama la atención,
lo mismo Alicita.
B) DON CARMELO CRUZ
En la misma avenida, un poco más adelante, existía la casa de don Carmelo Cruz, un sexagenario bueno
y feliz. Mientras que Miguel Antonio Brid disfrutaba de su pensión de jubilación y se defendía detrás del
mostrador de una modesta tienda de abarrotes, don Carmelo Cruz se dedicaba las veinticuatro horas del
día a contabilizar, sin descansar, las pingües ganancias de un importador de licores extranjeros, quien
casualmente también era extranjero y dueño de la “La Casa Blanca”.
Pero como don Carmelo tenía facilidades para comprar mercancías foráneas a bajo precio, su despensa
siempre fue de las mejores de Marbella. Igual a la de Miguel Antonio, su casa era la de todos: allí, sin
que él hubiera sido un político en trance electoral, recibía democráticamente a las gentes de todos los
niveles sociales. Le daba igual atender a pescadores que a médicos o abogados, beisbolistas, carpinteros
jugadores de tapita, un juego practicado con tapitas de gaseosas, llamadas “chequitas” en Barranquilla.
A todos obsequiaba los mejores licores. Cuando escuchábamos reunidos en su casa los juegos de la
Séptima Serie Mundial de béisbol Amateur, repartía entre los asistentes su famoso vino de platanito, el
cual añejaba en grandes toneles en el patio de su casa.
PERSONALIDAD DE DON CARMELO CRUZ
Don Carmelo era amante del ajedrez y de la música clásica, dominaba las matemáticas con singular
maestría. Sus autores favoritos eran Darwin, Newton, y Papini, y, en cuanto a música, conocía las obras
de Wagner y las sinfonías de Beethoven.
Afeitarse era para él un solemne rito, y lo hacía siempre al revés, es decir, mientras que la mayoría de las
personas se rasuran de mañana y en el baño, él lo hacía en la terraza de su casa y a las seis de la tarde.
Sentado en la terraza, afilaba una barbera en una penca de cuero, y se cubría el rostro con espuma de
afeitar. Encendía la radio para escuchar su bella sinfonía musical, cerraba los ojos y sin espejo
comenzaba su solemne rito. Mientras tanto, desde los alambres del alumbrado público, un grupo de
alegres mariamulatas y pitirres observaban aquel espectáculo tropical, propio de nuestro mundo
caribeño.
CASA DE CARMELO CRUZ
En esta modesta casa, situada frente al laguito de El Cabrero, en la avenida del Lago, presenciaba yo
desde los diez años en adelante, todas las escenas que antes he narrado.
Lo que más admiraba yo de don Carmelo, era su solemne rito al afeitarse, lo mismo su apasionado
amor por la música clásica, y la profunda filosofía que
empleaba al hablar.
Al escuchar los juegos de béisbol de la serie Mundial, nos
iba explicando las jugadas con una gran maestría. Nos
juraba que había jugado béisbol en el campo de la
Matuna, cuando empezaba ese deporte en Cartagena.
Pero quien asimiló en el barrio todas esas enseñanzas, fue
Benjamín Martínez Ibarra, un joven de 16 años que había
jurado ser un gran violinista en el futuro.
EL “PAPI” CRUZ POMBO
Pero el personaje que más llamaba la atención en
Marbella era Jorge Cruz Pombo, a quien todos llamábamos
“El Papi”. Era el hijo único de don Carmelo Cruz y de doña
Margot de Pombo, y además de ser aficionado a la pesca,
era experto matemático como su padre. El “Papi” sacaba
logaritmos sin utilizar la tabla; además, cursaba segundo
año de ingeniería y al mismo tiempo dictaba clases de
cálculo en segundo año. Y como era pescador, coleccionaba pescaditos de colores de carne y hueso, y
no de oro, como los coleccionados por don Aureliano Buendía, el personaje de Cien años de Soledad.
Los conservaba en la sala de su casa en un acuario con luces multicolores. En otro cuarto almacenaba
serpientes marinas de todo tipo: la que más me impresionaba era la culebra morena de aspecto
siniestro.
El Papi Cruz contrajo matrimonio con doña Noris Benedetti Ibarra, hija de don Tomás Benedetti y de
doña María Ibarra. Ella era hermana de Guido Benedetti Ibarra., quien a su vez contrajo matrimonio con
Gloria Angulo Bossa, mi hermana menor.
ADELA DE POMBO GRAU (“LALA”)
Jamás podré olvidar a la tía solterona del “Papi” Cruz. Vivía siendo solterona en la misma casa de don
Carmelo y doña Margot. Cuando vi a Lala por primera vez, apenas era un infante. Cuarentona por
aquellos días, destellaba una fresca y radiante alegría que envidiarían las muchachas de hoy.
Jacarandosa y de andar rápido y seguro, fue precursora de la liberación femenina en un medio pacato
como el nuestro. Fumaba Lucky Strike en público, y en las fiestas no tenía inconveniente de ingerir una
que otra copa en presencia de damas y caballeros. Estos quedaban boquiabiertos y criticando, con
hipócritas razones, su tremenda “osadía social”.
En un antiguo álbum de sus recuerdos, coleccionaba con orgullo las fotografías del carnaval celebrado
en Cartagena durante el año de 1917, época en la que ella, la bella Lala había sido elegida Reina de
belleza de la Cartagena de antaño.
LA GUERRA DE LOS RETRATOS
Como en aquella época existía una intensa guerra entre liberales y conservadores, ese conflicto se
extendió a la exhibición de los retratos de los jefes políticos en las residencias. Por ejemplo en las casas,
dependiendo de la militancia política de los jefes de hogar, se colgaban en la sala o en el comedor, los
retratos de los personajes de moda. Así las cosas, como en casa de Carmelo Cruz eran partidarios del
conservatismo, Lala guindaba el retrato de Mariano Ospina Pérez, quien, según ella, lucía una
encantadora sonrisa Pepsodent. Para Lala, Ospina Pérez era un político buen mozo, en cambio Laureano
era de ojos saltones y sonrisa de tigre.
En la casa de nuestro abuelo, estaban colgados en la sala los retratos de Eduardo Santos y Alfonso López
Pumarejo, y en el comedor lucía el retrato de Jorge Eliecer Gaitán, pronunciando un discurso, con el
puño cerrado y en alto.
Pero lo singular en Lala era su simpatía con la gente. Para ir al cine se hacía acompañar casi siempre de
un adolescente; obviamente su objetivo era evitar habladurías o chismes capaces de dañar su
reputación. En varias oportunidades yo la acompañé al cine del Circo Teatro de San Diego: recuerdo que
salíamos de a pie desde Marbella a las siete de la noche, y llegábamos a nuestra meta a las nueve de la
noche, es decir, cuando ya la película casi se iniciaba. En nuestro recorrido por la calle Real, iba
saludando a voz en cuello de casa en casa; entraba en algunas, tomaba asiento y después de dialogar
sobre los últimos acontecimientos de la ciudad, se despedía cariñosamente. Mientras tanto, a los
acompañantes de turno no nos quedaba más remedio que esperar para completar nuestro recorrido. Al
llegar a nuestra meta, allí casi siempre la esperaba un viejito y se sentaban juntos.
DIALOGANDO CON EL PASADO
¿Recuerdas, primo Carlitos, cuando don Carmelo compró aquel radio marca Hallicrafter? Así daba rienda
suelta a su afición musical. Aquel radio tenía una infinita ante aérea que sobresalía al techo de su casa.
Diariamente, a las nueve de la noche sintonizaba la BBC de Londres, y de vez en cuando la Voz de Berlín
parta escuchar la música de Wagner, que era la de su predilección por sus aficiones hitlerianas.
Aquella música, primo, no la entendíamos los muchachos del barrio, tan sólo Benjamín Martínez, el gran
“Mincho”, osaba comentar con don Carmelo la Quinta Sinfonía. Aquel muchacho aspiraba firmemente a
ser músico, sin embargo el destino lo guió hacia la Odontología.
¿Recuerdas, Alfredito, cuando, sigilosamente, nos acercábamos a escuchar aquellas charlas para
nosotros misteriosas? Así fue que aprendimos cómo y por qué funcionan las neveras, por qué el
hombre desciende del mono y que el diablo no existe.
Jamás, Guido, podré olvidar el día en el que Mincho trató de seguir los pasos de don Carmelo: para ello
adquirió un viejo violín en la calle de la Media Luna, en
una conocida casa de empeño.
GUIDO BENEDETTI IBARRA
En las noches, cuando los muchachos parrandeábamos en
la playa, interpretando nuestra música del Caribe, la cual
tocábamos acompañados de bongós, timbas y maracas, a
lo lejos oíamos las notas desafinadas del violín de
Mincho, quien a la media noche caminaba por la calle
Real practicando misteriosas melodías. Desde entonces lo
bautizamos con el remoquete de “¡Beethoven!”. Migue
adoraba a los animales, por ello, en el patio coleccionaba
de todas las especies: loros, canarios, gallos finos, un
perro lobo
capaz
de comerse a un niño, y un mico malhumorado que
mataba el tiempo haciendo volantines en su casita de
madera.
¿Do you Remenber, Guido, aquella borrachera del mico? Esa noche estábamos un grupo de muchachos
en casa de Migue, cuando de repente se te ocurrió emborrachar al mico para curar su mal humor.
Sigilosamente fuiste al patio y lo despertaste, y, a la fuerza, como si trataras de extraerle una muela sin
anestesia, le abriste la boca y le diste un trago doble para alegrarlo. El pobre animal saltaba rascándose
la cabeza desesperadamente. Se bamboleaba como un bote a la deriva, y por último, dio un salto y
quedó colgando de su cadena.
Al día siguiente, Migue le prodigó los cuidados necesarios para quitarle el guayabo a su adorado mico.
Desde aquel día, Guidacho, cada vez que el mico escuchaba movimientos de fiesta, se encerraba con
candado en su casita de madera hasta el día siguiente.
DON SAMUEL JULIAO
¿Y cómo podría yo olvidar a don Samuel Juliao? Era el vecino más cercano de don Carmelo Cruz; a pesar
de ser un octogenario, su libido estaba siempre despierta y lista para el ataque. Don Samuel era la
antítesis de don Carmelo, era un poco más parecido a don Miguel Antonio Brid. Con frecuencia se
sentaba en la terraza de su casa, para hacerle la compañía a don Carmelo.
Desde allí interpretaba antiguas melodías con su voz ya quebrada por el tiempo, obviamente
acompañándose con su tiple.
En la soledad de su viudez, para consolarse, se inspiraba en el amor platónico de Josefina Nova, una
solterona buena y feliz. Añoro aquellos pasillos románticos de don Samuel. Su hijo Edwin, en aquel
entonces un joven pediatra, aprovechaba las noches de plenilunio para escaparse con nosotros bajo el
pretexto de ir a cine. En realidad, íbamos donde el “Mono” Vargas, el vendedor de estampitas y
escapularios para adquirirlos a módico precio.
SESENTA AÑOS DESPUÉS
Desde aquellos días han pasado muchos años; Miguel Antonio, Don Carmelo don Samuel Juliao, y
Guido ya se han marchado hacia el más allá.
El primero de ellos pensaba que lo más provechoso era la amistad con los jóvenes, no para tratar de
retornar al pasado. Así creía vivir su propio presente, radiante de juventud.
Don Carmelo Cruz era diferente, pues él trabajaba y estudiaba en exceso, transmitía sus conocimientos
a la juventud como a Mincho. Amaba, pero no se divertía como Migue don Samuel; en cambio, este
último, unos cuantos días antes de marcharse de este mundo, le cantaba a Josefina canciones de amor
con su tiple, y tomaba algunas copas de vino. Mincho era una especie de mezcla de estas tres
personalidades: le gustaba la bohemia en forma mesurada como a Miguel Antonio y don Samuel. Amaba
como don Samuel, don Carmelo y Miguel Antonio. A Mincho le encantaba la música clásica como a don
Carmelo Cruz.
Si García Márquez hubiese sido vecino de Marbella, de seguro que Don Carmelo, Don Samuel y Miguel
Antonio, hubiesen alcanzado la eternidad en Cien Años de Soledad.
ALFREDO Y GUIDO BENEDETTI IBARRA
En la foto de abajo, en primer término aparecen Alfredo y Guido Benedetti Ibarra.
Esta familia nació en el Cabrero. Guido y Alfredo fueron dos grandes jugadores de béisbol aficionado del
equipo cabrerano. Alfredo jugaba de receptor, y Guido de segunda base o center filder. A Tomasito se le
dio por practicar la tauromaquia, pero últimamente, antes de
irse a vivir a los Estados Unidos se convirtió en un mago que
adivinaba e hipnotizaba a las domésticas de Marbella.
A Alfredito, a quien llamábamos “el puerco uñon”, también se le
dio por ser un cantante como Bienvenido Granda.
En las noches, en la playa, frente al hotel Miramar, nos
reuníamos: Guido, Alfredito, Teodoro Riaño, Rafita Puello,
Carlitos Facio y Adolfo Pareja, para entonar canciones y toda la
música de la Sonora Matancera. Las cachaquitas disfrutaban de
nuestra música con amor. Yo tocaba las timbas y los bongós,
Adolfo Pareja la guitarra, Guido las claves y Carlitos Facio Lince las maracas.
Tomasito Benedetti también cantaba de vez en cuando, lo mismo Guido su hermano mayor. Pero el
mejor cantante de ellos era Alfredito Benedetti, quien imitaba a Bienvenido Granda, aquel célebre
intérprete de la Sonora Matancera.
ADOLFO PAREJA JIMÉNEZ
El “Maestro” Adolfo Pareja Jiménez, un reconocido médico cabrerano, era prácticamente nuestro guía
espiritual en las cuestiones relativas a la música y a la bohemia cabrerana. Basta decir que interpretaba
con sabor y maestría tres instrumentos musicales: el piano, la guitarra y el acordeón piano.
Estos tres instrumentos los utilizábamos en diferentes tipos de
reuniones; por ejemplo, la guitarra era para las reuniones en la
playa y las serenatas, o en reuniones improvisadas con vecinas y
vecinos. En cambio el acordeón piano era utilizado preferiblemente
en las parrandas, como cuando salíamos en grupo a diferentes sitios
de la ciudad. Y, finalmente, el piano era para amenizar fiestas en
casas de familia, etc. En la foto de arriba, Adolfo ya había llegado a
los 80 años, de modo que se acercaba su partida final. Deseo en
estas añoranzas recordarlo con cariño por haber significado para
nosotros, los del grupo arriba mencionado, un verdadero maestro
de la vida y de la espiritualidad.
Con Adolfo me inicié en la vida musical y bohemia. Después de
haber escuchado a las orquestas del club Náutico, y de haber visto
interpretar percusión al “Negrito” Viroli en la orquesta de Lucho
Bermúdez, quedé impresionado con el significado del ritmo
musical. La melodía sin ritmo es algo incompleto. El ritmo está en todo: en el corazón de los seres vivos,
en la manera de caminar, en las olas del mar y en el pulso de los seres vivos, y especialmente en la
cadencia musical.
Así, pues, con Adolfo me atreví a acompañar a Olguita Guillot tocando él el piano, lo mismo a Roberto
Ledesma en el Grill del Hotel Americano, y a la cubana Beatriz Márquez en algunos sitios de la ciudad.
En fin, como todos los seres humanos Adolfo tuvo que emprender su viaje hacia el más allá, dejando a
su esposa Dianita y a sus hijos sumidos en la tristeza, lo mismo a todos sus amigos.
HERMANOS BENEDETTI IBARRA
De izquierda a derecha Tomasito, el menor de la
familia y le siguen Noris y Guido Benedetti
Ibarra.
Tomasito desde muy joven fue un gran
deportista aficionado al béisbol. Jugábamos
juntos en el equipo de La Ley, en los Cangrejos.
Finalmente, después de fallecer su esposa en un
doloroso accidente, viajó a los Estados Unidos
con sus hijas y allí permaneció trabajando por
muchos años hasta su regreso para establecerse
nuevamente en Cartagena. Guido contrajo
matrimonio con mi hermana Gloria, y dedicó su
vida a la Odontología y a educar a sus hijos
Guido Alfonso, Gloria María, Soraya y Luis
Fernando. En cuanto a Noris, la mayor, desde
muy joven contrajo matrimonio con El Papi Cruz, un importante ingeniero cartagenero. El Papi era hijo
único de Carmelo Cruz, un personaje a quien nos hemos referido en estas añoranzas.
Son hijos de don Tomás Benedetti, un hombre que dedicó su vida a administrar una estación de gasolina
de su propiedad, que le sirvió para el sustento de la familia.
Alfredito, quien se encuentra en otra fotografía al lado de Guido, fue también mi gran amigo en el
béisbol y en la música. Era un gran receptor, y un cantante de la escuela de Bienvenido Granda. Muchas
noches de bohemias quedaron en nuestro pasado. Infortunadamente murió tempranamente.
En cuanto a Noris sólo me resta decir, que durante su vida ha sido una mujer de su hogar, el cual estuvo
conformado por tres hijos: Dayra, Gabito, el Quique. La primera reside en Medellín, el segundo en
Alemania y el tercero en Montería. De manera que a Noris le ha tocado acomodarse a su propia soledad
familiar.
CARLITOS FACIO LINCE BOSSA
Casi treinta años después de las fiestas cabreranas en la playa, a las cuales nos hemos referido con
anterioridad, nos graduamos de abogados y juntos trabajamos en la Universidad de Cartagena como
profesores, y él finalmente de Decano. En la foto, de espaldas, a la izquierda, aparece Alfredo Bettín
Vergara un amigo del alma quien también ya dejó de existir.
A la
derecha, aparece el autor de estas añoranzas el día en que lanzaba uno de sus libros en el aula máxima
de la Universidad de Cartagena, acompañado del primo Carlitos. Al fondo Edgardo González Herazo,
rector de la Universidad en aquellos días.
JOSE MARIA MARTÍNEZ DE APARICIO (“PEPILLO”)
Aquel cálido domingo de octubre de 1946, José
María Martínez Aparicio, el Marqués de
Bobadilla”, a quien todos conocíamos como
“Pepillo”, y su esposa Betty, se habían despertado
muy felices debido a que su primogénito, un
pequeñín travieso y juguetón, a quien llamaban
“Pepillito,” sería llevado a la pila bautismal.
Blas Herrera Anzoátegui, quien en aquellos días
desempeñaba el cargo de Ministro del Trabajo en
el Gobierno de Mariano Ospina Pérez, había
llegado el día anterior para bautizarlo. En su casa
de Marbella, situada en el callejón Bossa se
realizaría la fiesta. Recuerdo que era de madera y
verde como el aguacate. Al lado izquierdo de la
casa, entrando, se hallaba un aljibe de cemento en
forma tanque que sobresalía por encima del nivel
del techo.
Los chinos del Náutico prepararon gran banquete,
y el “pick Up” los Tres Amigos provisto de
micrófonos animaba el espectáculo.
Desde la ventana, en medio de numeroso público,
yo presenciaba el baile con admiración. Recuerdo
que los parejos estaban todos enchaquetados, y en las solapas de sus sacos lucían unas tarjeticas
adornadas con lacitos blancos.
Adheridas con alfileres, con la siguiente leyenda: “Recuerdo del bautizo de Pepillito”. Al baile asistieron
numerosas personalidades que acompañaron al Ministro.
Al baile penetraron numerosos patos: Guido Calvo y otros amigos, y tal como hacen los “Chicos Malos”,
arrasaron con todo: primero penetraron a la cocina y se comieron los mejores platos. Entre pieza y pieza
molestaron a los parejos pidiendo “barato” , y, por último, lograron trasponer unas botellas de ron en el
solar vecino para sacarlas más tarde. Como quiera que el jefe del hogar les llamara la atención, en medio
de la zambra lograron apoderarse de los micrófonos del “pick up”, y pronunciaron violentos discursos
contra el Gobierno Nacional y su Ministro Blas Herrera Anzoátegui.
La fiesta culminó en una gran pelotera de todos contra todos. Guido Calvo fue noqueado en plena calle
por el Papi Cruz, el hijo único de don Carmelo. Han pasado muchos años y el viejo Pepillo y su hijo
Pepillito ya se han marchado hacia el más allá, lo mismo su esposa Betty, sin embargo, estos recuerdos
no se han borrado de mi mente, quedando para siempre grabados en mis añoranzas de El Cabrero.
FIESTA NAVIDEÑA EN MARBELLA
LAS PROTAGONISTAS: Dianita y Gloria Bermúdez de León,
Gloria Angulo Bossa, Teresita Bossa Merlano, Rosita Noriega
Patrón, Rosita de León y Rosario Pareja Jiménez.
Se dice, por parte de quienes sobrepasan cierta edad, que los
tiempos pasados fueron mejor que los de hoy, lo anterior en
todos los aspectos. En todo caso, existe un consenso general en
el sentido de creer que todo tiempo pasado fue mejor. Así las
cosas, nos volvemos viejos cuando todo nos sabe a recuerdos.
Hace unos días, llegando casi a los cincuenta, recordaba yo cómo
festejaba nuestra juventud la Navidad en 1954. Como el “micro
mundo” en el cual transcurrieron mis primeros años fue el
sector de Marbella en El Cabrero, me trasladé mentalmente a una fiesta navideña de aquellos días:
Allí estábamos, un grupo de muchachos a la orilla del mar, planeando el baile de Navidad en 1954. Como
no habíamos conseguido un sitio adecuado, alguien sugirió que pidiéramos la sala de don Alfonso
Vásquez, un diminuto y alegre samario radicado en Cartagena al contraer nupcias con doña Alicia
Merlano, una distinguida cartagenera.
ROSITA NORIEGA Y GLORIA ANGULO BOSSSA- Dos protagonistas del baile navideño de 1954.
Ambas tendrían aproximadamente 19 años cada una.
Al recibirnos, el señor Vásquez accedió en el acto a nuestras pretensiones. A cambió exigió sólo dos
condiciones: a) Que pintáramos su casa toda de blanco, y b) Que los gastos fueran por nuestra cuenta.
Al instante el grupo se puso todo en movimiento: compramos dos latas de cal, pues en aquella época no
existía carburo. Con escobas y brochas desgastadas por el uso, en una hora, como cuatro muchachos
blanqueamos toda la casa, incluyendo las puertas. Recuerdo que desde la orilla del laguito del Cabrero
parecía un arbolito cubierto todo de algodón, hasta el punto de que no llegaban a distinguirse las
ventanas y puertas. Era una especie de ilusión óptica.
Al terminar nuestro trabajo, nos dirigimos a casa del Chencho Frías, el mejor pastelero de la ciudad, y
encargamos cuarenta suculentos pasteles. Compramos varias canastas de gaseosas y diez botellas de
ron blanco para los bebedores de trago fuerte. La ponina era de cinco pesos; las mujeres pagarían tan
sólo la mitad.
Seguidamente nos dirigimos a Torices y allí alquilamos el Pick Up Los Tres Amigos, el cual, para concepto
de muchos, era el mejor del contorno ya que su música era moderna y se escuchaba desde la orilla
opuesta del lago, o sea desde la avenida del Lago de Marbella. Aquella era una máquina decente, en
nada se parecía a las enormes máquinas que hoy se usan en muchos barrios populares, las cuales son
capaces de reventar el tímpano a cualquier bailador o vecino, o de hacer explotar los vidrios de los
ventanales a diez kilómetros a la redonda.
Esa noche también nos deleitamos con los boleros románticos de Rosario Pareja, quien acompañada de
su guitarra mágica, interpretaba repetidamente un bolero:
“¿Tú dónde estás, yo quisiera saber de tu vida ?...Cuéntamela aunque tenga que odiarte después. Se me
parte el corazón por la desesperación de estar pensando en ti…”
La fiesta fue animada por la alegría contagiosa de Dianita y Gloria Bermúdez, mi hermana Gloria
Angulo Bossa, Rosita Noriega Patrón, Teresita Bossa Merlano, Rosita de León y otras damas que hoy ya
pasan de cincuenta.
La sorpresa mayúscula la recibimos al momento de repartir los suculentos pasteles: los hijos del dueño
de la casa, que eran cuatro: Alfonsito, Orlando, Gustavo y Javier, se habían hurtado diez pasteles…!
DOS AMIGAS ENTRAÑABLES
REBECA ANGULO BOSSA Y NORIS
BENEDETTI DE CRUZ
Rebeca y Noris son dos amigas
entrañables, unidas no sólo por
los lazos de su amistad en El
Cabrero, sino porque nuestras
familias se unieron en razón del
matrimonio de Guido Benedetti
Ibarra (hermano de Noris) y Gloria
Angulo Bossa, nuestra hermana
menor.
Ambas residieron en la avenida del Lago, Noris en casa de su suegro don Carmelo Cruz, y Rebeca en una
casita situada también en la avenida de El Lago de Marbella. Rebeca tuvo seis hijos con su cónyuge
Benjamín Porto Hernández, de quien se divorció: Alfredo, Anita, Rebequita, César (El Piti), Rafael y
Robertico Porto Angulo, y Noris tres hijos: Dayra, Quique y Gabito Cruz Benedetti, todos ellos se
encuentran residiendo fuera de Cartagena.
En la época de mi adolescencia, ellas eran las muchachas que animaban las fiestas, Rebeca hasta
alcanzó a ser una reina estudiantil de la Universidad de Cartagena, y Noris una joven muy atractiva por
su alegría y simpatía. No se me olvidará nunca jamás que los muchachos, para molestar a Guido, el
hermano de Noris, por sus amores con el Papi Cruz, le gritábamos a éste: ¡Guido!: ¡Noris y el Papi!, a lo
cual él nos contestaba con palabras de grueso calibre e insultos.
En el ocaso de sus vidas, quiso la casualidad que establecieran sus residencias en sendos apartamentos
situados en Bocagrande en el edificio Lindamar, sitio donde permanecieron por mucho tiempo. Noris
aún reside allí.
ARMANDITO NORIEGA PATRÓN
En la foto tenemos al hombre del corbatín, Armandito Noriega Patrón, uno de los miembros del viejo
bonche de cabreranos que asistió a la fiesta navideña.
En la foto ya era un profesional, pues terminó estudios de
derecho en la Universidad de Cartagena.
Al fondo se encuentran mi hermano Julio y mi hijo Alvarito,
quien en aquellos momentos se aprestaba a llevarse un
cigarrillo a la boca.
Aquella noche se llevaba a cabo una fiesta en el club de
profesionales, por medio de la cual se conmemoraban mis
cincuenta años de edad.
Jamás olvidaré la amistad que me unió a Armandito Noriega.
Todo empezó por allá en los años de 1947, durante el
reinado estudiantil de mi hermana Rebeca Angulo B
Otro protagonista del baile navideño de 1954.
En aquellos bailes, Armandito y yo comenzamos
tomándonos un vinito Moscatel de don Ángel Núñez, y con el
tiempo aquello se extendió a nuestra juventud y hasta la madurez. Armandito falleció del corazón en
1999, y la verdad hay que decirla, su muerte me ocasionó un gran vacío. Era un amigo entrañable y fiel.
Junto con Yadira Ruiz, su querida esposa, nos visitábamos con mucha frecuencia. Él y ella, expertos en
la cocina criolla, con frecuencia preparábamos este tipo de comida para disfrutarla en compañía junto
con unos buenos vinos. Él dejó a su único hijo, Armando Noriega Ruiz, una buena herencia en el campo
del derecho, quien se ha distinguido por ser un experto penalista.
EL PELUQUERO AMBULANTE
DOMINGO PEREZ: PÁRATE FIRME.
Escribir una nota periodística cada ocho días sobre escenas, usos y costumbres de un pueblo es serio
compromiso intelectual. Ello se agrava cuando el medio explorado es un pequeño barrio de una sola
calle como el Cabrero, aunque le hayamos agregado las treinta y cinco casas que existían en el sector de
Marbella.
Hallábame preocupado por recordar algún personaje o un hecho que pudieran servirme de base para mi
próxima nota, pero los resultados eran negativos.
En esas estaba cuando decidí acudir a una peluquería Unisex en el centro amurallado con el objeto de
que me pulieran la barba, me cortaran el cabello a la moderna y al mismo tiempo me hicieran la
“manicure”.
Unas manos delicadas lavaron mi cabeza con champú y, posteriormente proporcionaron un delicado
masaje a mi rostro. El establecimiento, situado en la calle de la Universidad como tenía las puertas
abiertas de par en par, los peatones al pasar me miraban con cierta curiosidad. En principio sentía cierta
vergüenza, pues en mis tiempos juveniles los muchachos pensábamos que el “Champú “y la “manicure”,
eran asuntos exclusivamente femeninos. Llegué hasta pensar que desde la acera alguien podría
gritarme:“¡…Ayy..!, ¡maricaa.!
Pero no fue así, tan sólo alcancé a escuchar una voz que me gritaba desde la calle: “Ahora que te motilas
a la moderna, ¿por qué no escribes en tus crónicas algo sobre los peluqueros ambulantes del pasado?
Era nada menos que Eduardo Rodríguez, el famoso sordo. Entonces le contesté inmediatamente:
“…Gracias a ti podré escribir sobre un tema inolvidable en mi próxima nota periodística…”
Así las cosas, sin darme cuenta me fui adormeciendo en la bruma de los recuerdos, y así pude
transportarme al pasado: estaba en Marbella, frente al club Náutico, jugando al cabe y hoyo treinta y
cinco años atrás. Fue surgiendo un personaje de la vida real y lo alcancé a ver tal como era: moreno,
achinado, sesentón y vestido todo de dril blanco con chaqueta, corbata, zapatos negros y un sombrero
de fieltro gris. En su mano derecha portaba un maletín en el que guardaba implementos tales como
barberas, brochas, una mecánica, tijeras, polvos, peinillas, un ungüento mata piojos, agua de alhucema,
una penca de cuero y toallas para proteger de los pelos a los clientes.
Su nombre completo era Domingo Pérez, pero los muchachos le gritábamos “¡Salivita…!, porque cuando
estaba cortando el cerquillo, mojaba la punta de el dedo índice de su mano con el objeto de humedecer
el pelo de las patillas y cortarlas mejor. Otros le gritaban “¡Párate firme…! porque motilaba casi siempre
de pies.
Recuerdo que alcancé a odiarle, ya que en una ocasión, siendo apenas un adolescente, mi madre
estaba preocupada por mis piojos. Así las cosas, me encontraba feliz jugando con mi camioncito de
madera, cuando de repente escuché su voz de falsete, característica, que anunciaba a gritos la motilada.
Su misión era quitarme los pelos de mi cabeza para erradicar de plano a los piojos. Traté de escaparme
pero fui atrapado detrás de un escaparate. Me llevaron al patio y allí, Jaime, mi hermano mayor, quien
hacía las veces de padre por la temprana desaparición del nuestro, dio la orden perentoria: “¡Rápelo
a la bola “…!
Aún siento el frío de la mecánica sobre mi infantil cabecita… Mi llanto era desesperado, no por el hecho
de quedarme sin cabello, sino por temor al martirio al que sería sometido por mis compañeros de
colegio. Alcancé a escuchar las voces de “¡Cabeza de coco! Entre”, y seguidamente un cogotazo, y
otro…Entretanto, alcancé a escuchar una dulce voz que me susurraba al oído: “levántese doctor Angulo,
que ya hemos terminado…” Era mi peluquera moderna. Entonces, dije sonriendo: “Gracias a Dios y eres
tú, por un momento creí que sería “párate firme”, el peluquero ambulante del pasado.
Sin alcanzar a comprender mis palabras, inquirió por su significado, a lo cual le contesté: “… ¡Ya lo sabrás
cuando hayas leído mi próxima crónica…! Con esta agradable motilada, logré regresar a mi pasado…de
hace más de 50 años.
CAPITULO V
PERSONAJES DE LA CALLE REAL DEL CABRERO
EL DOCTOR SEBASTIÁN R. CASTELL
Entre su nacimiento y el día de su muerte, el tiempo consumió ciento tres calendarios.
Residió en el Cabrero durante 60 años, es decir, desde su casa situada en la calle Real vio celebrar
sesenta Onces de Noviembre, sesenta procesiones de la Virgen de las Mercedes, y la llegada de sesenta
años nuevos.
Y como si todo lo anterior fuera poco, durante cincuenta años fue Magistrado del Tribunal Superior de
Cartagena. Ello significa que pudo haberse jubilado más de dos veces. Dominaba tanto el derecho civil
como el penal, y por ello fue Magistrado del Tribunal en ambas salas.
Porazones cronológicas no
pude conocerlo
personalmente, pero
investigando y guiado por el
dicho de personas que
merecen entero crédito,
como el doctor Antonio de la
Vega Vélez (Tolín), logré
llegar a la conclusión de su
gran personalidad. Murió sin
techo propio, lo acompañó
siempre doña María Castell,
su hija solterona.
Siempre habitaron una casa
arrendada en la calle Real de
El Cabrero. Alguna vez don
Rafael de Zubiría, su íntimo amigo, quien además era su arrendador, le propuso comprar la casa a
crédito y la pagara en cómodas cuotas de cuantía llevadera. El doctor Castell no aceptó la propuesta
argumentando que su muerte ya estaba siendo anunciada por el tiempo, y que sentía temor de dejarle
deudas a su hija María; sin embargo, el destino le jugó una mala partida, pues el doctor Castell superó
en tres años la centuria.
Era profesor de derecho civil e inflexible en la justa calificación de sus alumnos. En aquella época
apacible en la que no meran concebibles las huelgas estudiantiles, acudió a su despacho un estudiante
desaprovechado, quien acababa de ser reprobado, y quien, curiosamente, demostraba tener grandes
habilidades como electricista. El joven imploró que le subiera la nota, asegurando haber respondido el
examen con acierto. Afirmaba que la calificación era injusta. A lo cual el doctor Castell respondió en
forma tajante: alégrate muchacho, ¡tú serás un gran electricista…!
Cuando nuestro personaje cumplió cien años de vida, recibió un impresionante
homenaje de las autoridades en su casa del Cabrero. El gobierno le había
otorgado una medalla conmemorativa, que al serle impuesta por el Alcalde
Haroldo Calvo Núñez, movió al homenajeado a hacerle al alcalde la siguiente
propuesta: “te devuelvo la medalla, si me devuelves a mis cincuenta años…”
En realidad, así era el doctor Sebastián R. Castell, ilustre hijo de El Carmen de Bolívar.
DON OSCAR MARTÍNEZ MATTOS (CAGANCHO II DE EL CABRERO)
El sueño de su vida fue la
Tauromaquia. Su madre entendió
la situación, y para complacerlo,
le obsequió un traje de luces con
montera, zapatillas y un pesado
capote.
Como era alto, delgado y majo,
lucía su atuendo con garbo y
españolísimo salero. Habitaba
una casona de dos pisos con
balcones voladizos, muy cerca del
parque Apolo, y practicaba por la
tarde, con todos sus aperos en el
campo de la Ermita.
Los muchachos hacían las veces de
toro, y él, con profunda maestría,
efectuaba lances de todos estilos:
verónicas, gaoneras, chicuelinas y
manoletinas.
En el último tercio realizaba pases
por alto, finalmente, en desplantes
de rodillas, acariciaba la testuz del
astifino y corniveleto toro
imaginario. Siempre utilizó la técnica del volapié para la suerte final.
Acudía los domingos a la ganadería de Aguas Vivas con el objeto de capotear algunos becerros, y
finalmente, ya creyéndose listo, juraba que era capaz de alternar con Luis Procuna o Manolete en la
Serrezuela.
Rogaba a Dios una gran oportunidad sin pensar que el azar muy pronto se la daría: su deseo se cumplió,
pues un lunes a eso de las siete de la mañana, después de un domingo de toros en el coso de San Diego,
cuando los muchachos íbamos a pie parta nuestro colegio, debido a que se había varado la chiva de
Tertuliano, la única que existía en El Cabrero, observamos que la gente corría apresuradamente porque
el toro sobrero que se había escapado de los chiqueros del circo de toros como consecuencia de unos
disturbios ocurridos el domingo anterior, perseguía a los vehículos y peatones.
Era un bicho negro, bragado, como de quinientos kilos de peso, y se dirigía hacia nosotros. No nos
quedó más remedio que la de tirarnos al lago, después de lanzar al suelo nuestras maletas estudiantiles.
Permanecimos en el agua un buen rato, pendientes de lo que ocurría con aquel toro bravo. Don Ángel
Núñez, el fabricante de vinos, que a esa hora llevaba para el colegio a sus hijos, observó con horror
desbarataba la puerta delantera de su automóvil, pero la Divina Providencia permitió que todos
escaparan ilesos.
Un panadero que repartía el pan de cada día en bicicleta, logró abrir el baúl delantero (un
compartimiento de madera de color verde), y se escondió allí dentro. Debido a las embestidas del toro,
la bicicleta, panes y baúl, con el panadero adentro, rodaron por el suelo. Afortunadamente el hombre
logró salir ileso.
Los espectadores se encaramaban en los árboles del parque Apolo, y por supuesto, el terror colectivo se
apoderó del barrio, mientras tanto, el astado se instaló en la mitad del campo de la Ermita. Escarbaba en
la arena y resoplaba con profundos mugidos: era un claro desafío al diestro cabrerano, quien se hallaba
en uno de los balcones de su casa de dos pisos.
Mientras tanto, la gente pedía que saltara al ruedo, pero él, vestido de luces con montera y capote,
permanecía inmóvil en aquel balcón. Desde lejos muchos notaron que temblaba de pies a cabeza; sus
piernas flaqueaban, y finalmente, logró esconderse y cerró la ventana con gran rapidez. El lío terminó
cuando las autoridades se presentaron y lograron llevarse al toro en un camión.
El matador nunca pudo explicar la razón de su defección. A quienes le preguntaban por tan grande
fracaso, explicaba que aquél toro era descendiente de Islero, el bicho que mató a Manolete.
Y…desde aquel día, Cagancho II de El Cabrero se cortó la coleta, y para siempre archivó su traje de
luces.
Una corrida de fantasía
Han pasado muchos años y todavía no entiendo por qué “Cagancho II del Cabrero) se retiró en aquella
forma repentina; sin embargo, tratando de descubrir la razón de lo ocurrido, invité a mi amigo Pedrito
Macía Hernández, cronista de la peña taurina “Cartagena de Indias”, y nos trasladamos a casa de Don
Oscar Martínez Mattos, a quien en sus años mozos apodaban “Cagancho II de El Cabrero”. La entrevista
se desarrollaría en su casa de la calle Real de El Cabrero, al lado del Café Don Chicho:
PMH: ¿Es cierto matador, que Ud. tembló de pies a cabeza cuando vio al toro resoplando y escarbando
en el campo de la Ermita, como desafiándolo, tal como lo afirma el cronista cabrerano?
CAGANCHO: Es cierto, no pude saltar a la arena. Sin embargo, no fue por miedo, sino por carencia
absoluta de condiciones técnicas: no había banderillas, peones, etc. ¿Cómo podría realizar la lidia? Yo
era muy joven y por ello preferí seguir viviendo que pasar a la historia. En aquellos momentos recordé
un viejo pensamiento de Moliére que dice: “… Y, con perdón de la gloria, mucho más estimaría vivir en
el mundo un día que mil años en la historia…”
PMH: ¿Cuando tomó Ud.la alternativa matador?
CAGANCHO: La alternativa la tomé el 13 de agosto de 1939 en el Circo de Toros de San Diego. Alterné
con Tito de Irisarri, Roberto Méndez y Fulgencio Segrera en una becerrada a beneficio de la Escuela
Salesiana de Artes y Oficios, y para comprobar su dicho, Cagancho puso de presente al cronista un cartel
de la época en el cual se dice que la campaña la auspiciaba Monseñor Biochi, Arzobispo de Cartagena.
PMH: Podría Ud., contarnos matador cuando realizó su primera faena, y cuáles fueron las incidencias de
dicha corrida?
CAGANCHO: La mejor faena de mi vida la llevé a cabo la noche del 19 de febrero de 1944.Recuerdo
haber recibido al animal con una larga cambiada de rodillas; luego ejecuté una buena tanda de
verónicas, y me adorné con chicuelinas y gaoneras. Después el banderillero Gastón Calvo Núñez las
colocó al quiebro en todo lo alto. Tomé la muleta con la mano izquierda e inicié la faena en serio, con
una tanda de naturales, y luego, para deleitar a los no entendidos, ejecuté una serie de pases por alto y
molinetes bien ceñidos. Colocado en suerte el astado, ejecuté un perfecto volapié, y de una sola
estocada, sin puntilla, lo hice rodas por la arena del coso.
PMH: Explíquese matador, ¿por qué habla de la noche del l9 de febrero de 1944, acaso la Serrezuela
tenía luces artificiales en aquella época?
CAGANCHO: Te hablo de la noche del 19 de febrero de 1944, porque la corrida se celebró una noche de
carnaval en el Club La Popa. Era un baile de disfraces que se llamó “Una noche en Madrid”. El toro
consistía en una cabeza disecada, colocada sobre un palo que descansaba sobre dos ruedas de
velocípedo. Estaba recubierta con un fique de color negro y la manejaba un pescador cabrerano. Lo que
más impresionó fue que al “toro” se lo llevaron unos borrachos para festejar en la plaza de la ermita del
Pie de la Popa.
Y dicho lo anterior, don Oscar puso de presente al cronistas PMH, un viejo diario en el cual se anunciaba
la famosa corrida de carnavales.
PMH Me miró de soslayo, y se puso de pies exclamando: “¡Ustedes me han mamado gallo...!” Ante lo
cual el entrevistado exclamó riéndose: “…Para ustedes es mamadera de gallo, pero para nosotros, los
viejos cabreranos es tomadura de pelo. Dos términos distintos pero de igual significado…”
COROLARIO: ¡Ir por lana y salir trasquilado!
RAFAEL BALLESTAS MORALESFOTO TOMADA EN 1956, CUANDO RAFITA IBA CAMINO A LA UNIVERSIDAD LIBRE PARA
MATRICULARSE.
En el año de 1954, ya nuestro abuelo había fallecido, pero Mamá Raque, nuestra querida abuelita, aún
vivía; sin embargo, su existencia comenzaba lentamente a deteriorarse.
Entre tanto, el primo Carlitos cursaba 5º, de bachillerato en el colegio
Fernández Baena, y yo 4º, en la Esperanza.
Por aquellos días conocí a un muchacho que cursaba 5º, de bachillerato en el
colegio Fernández Baena, y que al mismo tiempo era condiscípulo del primo
Carlitos Facio Lince Bossa, y Prefecto de Disciplina en el mencionado plantel.
El motivo de la visita de aquel muchacho, de nombre Rafael Ballestas
Morales, era preparar a Carlitos para los exámenes finales de matemáticas y
otras materias en las cuales se hallaba un poco atrasado. También
aprovechaba la visita para iniciar las clases de inglés a mi tía Alicia Bossa
Navarro.
Así las cosas, al llegar a casa de mi abuela, situada al lado de Villa Raquel, y
frente al laguito de Marbella, nos presentaron en la terraza, y desde aquel
momento comenzamos una gran amistad con aquel joven, desgarbado y
flaco, pero con ínfulas de científico. Desde aquel instante esa amistad se
extendió en forma inquebrantable a todo lo largo de nuestras vidas.
Primero lo llamábamos “Rafa”, y después “Rafita”. Así, desde aquella época
en 1954, Rafita ingresó a nuestro “bonche” cabrerano. Lo presentamos a los
maestros de la música Adolfo y Rosario Pareja Jiménez, y él comenzó a asistir
a nuestras bohemias, animadas por estos dos personajes y otros amigos y
amigas cabreranas.
Así las cosas, desde aquel día Rafita fue un miembro más de nuestro grupo.
Sin embargo, pasaron los años y todos escogimos la carrera de nuestra predilección, que
indudablemente era Derecho.
En 1957 yo me matriculé en la Universidad de Cartagena, lo mismo Carlitos. Pero Rafita viajó a Bogotá
para estudiar en la Universidad Libre, y así lo hizo desde 1956. Sin embargo, al caer la dictadura de Rojas
Pinilla Rafita nos convenció a Carlitos y a mí para que viajáramos a Bogotá, yo lo hice en 1958. Después
de matricularme en tercer año de Derecho en la Libre, me fui a vivir a casa de Rafita, y allí, en la calle 12
No. 2-91 se acrecentó aquella amistad que hoy cumple 59 años de existencia, sin sombras y sin
interrupción alguna.
Exactamente en aquella dirección, en pleno corazón de Bogotá, se hallaba situado aquel, nuestro
micromundo cartagenero de antaño. Aquella residencia se convirtió en la colonia de muchos
estudiantes cartageneros, por ejemplo, Juvenal Baena Pianeta, mi compañero de cuarto, un estudiante
de medicina en la Javeriana, quien tenía la recia e inquebrantable voluntad de hacer la siesta en medio
de la habladuría de los demás, cubriéndose siempre los ojos con un pañuelito blanco. Y Eduardito Bossa
Badel, quien almorzaba en la pensión de doña Carmen, y, quien, además, tenía la extraña virtud de
hacer la siesta sin arrugar en lo más mínimo sus pantalones, refería al mismo tiempo los misteriosos
cuentos del Conde Drácula y de sus hijos Draculito, Drajopa y de su nieto Drajopito.
Recuerdo aquella casa colonial, fría como las tumbas, oscura y con crujideras en sus pisos de madera, los
cuales formaban un extraño ritmo al paso suave y tímido del Maestro Raúl Saladén, compositor y autor
de “Quiero Amanecé”, y de “Librada”, dos porros famosos de antaño. El inmueble era de tres alcobas,
todas en línea y con una puerta que daba acceso a un helado corredor.
A mano izquierda,
entrando, estaba la sala de regular tamaño adornada por unos muebles de madera hueca color caoba,
y forrados en cueros del mismo color, los cuales servían de tambor en las noches de bohemia
estudiantil.
De todos los personajes cartageneros que allí llegaban, jamás olvidaré a Raúl Saladén, un compositor
que gozaba tarareando sus canciones, acompañándose él mismo con un improvisado tambor de mesa.
Yo marcaba el ritmo de fondo en los muebles, los cuales sonaban igual a una timba hembra, y Eduardito
Bossa, como si fuera un trompetista, agarraba una peinilla con un pedazo de papel celofán, y entonaba
la melodía de “Quiero Amanecé”, el porro cumbre de Raúl Saladén.
Pero lo último fue que Racho Saladén nos compuso un porro que ninguna casa disquera quiso grabar:
Así decía la letra:
En Bogotá conocí unos amigos/
Que tienen fama de ser muy divertidos/
Rafael Ballestas, Luis Armando Velasco/
El Curro Angulo y Carlos Facio Lince/
Coro: Bailen muchachas que ahí vienen/
Los abogados: a bailar en la fiesta/ vienen con/
Sus honorarios a gastá en la fiesta.
De los cuatro abogados antes mencionados ya dos se nos adelantaron en el inevitable viaje hacia lo
desconocido: Luis Armando Velasco y Carlos Facio Lince Bossa, lo mismo que Racho Saladén, quien
también hoy se encuentra en el lugar del no retorno.
EN LA FOTO: MARCIAL NORIEGA, EL CURRO ANGULO BOSSA, AUTOR DE ESTAS AÑORANZAS,
Y RAFITA BALLESTAS MORALES.
Eran los días felices de la linda y fría
Bogotá. No existían los trancones de hoy, y
puede decirse que era una ciudad muy fría
pero al mismo tiempo caliente. No existía
tanta delincuencia, y las hermosas
cachaquitas eran complacientes y
cariñosas con nosotros, pues les encantaba
el baile y la innata alegría costeña.
Esta foto callejera, fue tomada un sábado
en la tarde, cuando Marcial Noriega, el
suegro de mi hermano, Rafita Ballestas y
yo, nos aprestábamos para una parrandita
con las meseritas del “Café Bogotá”. A
pesar de su edad, a Marcial le gustaba vivir
con la juventud, ya que era el padre de
Armandito, mi gran amigo de toda la vida.
Rafita, con su gabardina, luce flaco y
desgarbado, pero listo para una aventura amorosa pues en aquellos días en su vida no existía Hortensia,
su futura esposa, quien aún se hallaba en la Costa Caribe terminando su primaria. Recuerdo que aquel
lejano día, estuvimos en el Café Bogotá, situado en la carrera Séptima, muy cerca del Capitolio Nacional.
Como de costumbre, aquella tarde sabatina llenamos varias canastas de cervezas, pues en aquella época
las cervezas se tomaban al clima de Bogotá, ya que en los bares no existían las neveras. A mí me tocó
una linda chatica, a Rafita una hermosa meserita de Usme, y al viejo Marcial una cachaca jamona.
ANTONIO CABALLERO CABARCAS
UN MARXISTA LIBERAL
Como ironía del destino, sus padrinos fueron Doña Soledad Román de Núñez y don Enrique Luis Román,
dos exponentes de la más rancia estirpe conservadora de Cartagena.
La razón de aquel bautizo tiene su origen en que su padre Don Antonio María Caballero, era liberal
Nuñista de tiempo completo, y siempre estuvo bajo la protección de El Pensador de El Cabrero.
Por extraña coincidencia, el acto se cumplió el día siete de noviembre de 1907 en la Ermita de El
Cabrero, es decir sin que nadie presintiera que diez años más tarde, en el mes de octubre del calendario
Juliano que regía en Rusia, ese mismo día el ejército bolchevique se tomaría el Palacio de Invierno,
implantando así la primera dictadura comunista del mundo.
No pasó por la mente de los padrinos ni por la del Cura, que aquel niño sería durante toda su vida, el
más infatigable defensor de los derechos del proletariado de Cartagena. Si así hubiese ocurrido, de
seguro que el acto hubiese sido suspendido por el Cura bajo algún pretexto.
Vivió en la calle Real de El Cabrero durante sesenta años, lo mismo que el doctor Castell, pero a
diferencia de este último que era conservador, le coqueteó siempre al comunismo. Parece que el
destino quisiera haberle jugado una partida: pues para dar alimentación a su espíritu dialéctico, en una
casa vecina se mudó el doctor Luis Felipe Angulo, líder Conservador con Biblia debajo del brazo.
Muy joven terminó sus estudios de derecho y se inició en la política activa, en el movimiento que
dirigían Simón Bossa, Miguel Gómez Fernández, Simón Bossa Navarro y Aníbal Badel.
En 1932 es elegido Representante a la Cámara, pero como en aquella época los votos del Sur venían en
chalupa, las papeletas fueron cambiadas antes de que llegaran a Calamar, y así perdió su Curul por
mínima diferencia.
Atraído por la ideología revolucionaria, marchó a Rusia con el objeto de abrevar en las canteras del
marxismo. Pero regresó al cabo de dos años y se dedicó de lleno al combate en las toldas de su antiguo
partido liberal.
Siguiendo las pautas de la Revolución Permanente de Trotsky, su vida estuvo en permanente revolución,
sin embargo, nadie podría señalarlo como subversivo. Nunca disparó un fusil contra la burguesía, ni
lanzó piedras contra los almacenes; jamás tiró una bomba Molotov, ni secuestró a un acaudalado
comerciante en busca de un rescate.
Su revolución fue pacífica y más que todo ideológica. La estructura de sus discursos en el foro siempre
fue dialéctica, con la esencia de la lucha de clases. Sin embargo, Caballero Cabarcas fue un gran liberal
que logró mezclar el comunismo con el liberalismo colombiano.
De paso firme y seguro, hasta hace pocos años usaba carramplones en los tacones de sus zapatos, los
cuales hacía resonar fuertemente. En cierta oportunidad al ver que usaba zapatos de goma, me atreví a
preguntarle:
“Dr. Caballero, y ¿qué pasó con sus carramplones? De inmediato me contestó con una sonrisa “…Es
imposible usarlos, mijo, con el Estatuto de Seguridad los revolucionarios debemos pisar suavemente…”
Eran los tiempos del Estatuto de Seguridad aprobado en 1980.
A los 76 años aún litigaba constantemente. Por las calles era común verlo en actitud de combate,
seguido de un grupo de morenos y algunos descamisados en busca de justicia. Su vida siempre estuvo
guiada por la probidad, y por su afán de servir a las clases necesitadas.
Con la crónica anterior quise hacerle un homenaje bien merecido, del cual estuvieron en mora los
sindicatos y marginados y proletarios de Cartagena.
A pesar de su ideología de corte marxista-leninista, Antonio Caballero Cabarcas nunca dejó de ser
miembro del partido liberal colombiano, y en el aspecto humano, Caballero Cabarcas estuvo
acompañado de Calixta Pacheco, el amor de su vida.
TIBURONES EN LAS PLAYAS DE MARBELLA
KID BURURÚ
En aquel invierno, las aguas de Marbella permanecían quietas y cristalinas como las de una piscina.
Nada hacía presagiar que aquella monotonía cabrerana sería estremecida por una horrible carnicería
humana, muy similar la que presenciaban los romanos en el Circo, cuando los leones, en desigual
combate, devoraban a los inermes prisioneros.
Antes de la carnicería, el único espectáculo capaz de interrumpir el prolongado aburrimiento, era Tomás
Padilla, un fornido y espigado nadador de ébano, a quien los cabreranos apodábamos: “El tiburón de
Marbella”.
Tal vez entusiasmado por Melanio Porto Ariza, un joven cronista deportivo que iniciaba en esa época su
larga búsqueda de un campeón mundial de boxeo, el Tiburón de Marbella hacía guantes en la playa
sobre su propia sombra y practicaba con boxeadores de “medio pelo”.
En resumidas cuentas, era un espectáculo para las turistas, ya que ellas se extasiaban con sus atributos
físicos peleándoselo parta que las enseñara a nadar. No contento con su fama de nadador, el Tiburón
decidió convertirse en boxeador profesional. Nadie sabe, quizá ni él mismo, de donde sacó el extraño
nombre de Kid Bururú. Lo cierto, sin dudas, es que así se hacía llamar en sus combates oficiales.
Los empresarios lo llevaron a la fama programándole encuentros con boxeadores novatos, a los cuales
derrotaba cómodamente. Pero su día le llegó: le programaron un combate con “Kid Dinamita Punch”, un
recio pegador que tenía la virtud de noquear a todos sus contendores.
EL COMBATE
Es de noche y el Circo Teatro ya está de bote en
bote. El público espera ansiosamente la pelea de
fondo, y por lo tanto un profundo silencio se
apodera del coso Sandiegano. Entretanto, el
anunciador, padre del famoso “Mochila Herrera”,
sin micrófono alguno y con su voz estentórea,
presenta a
los contendores: ¡En esta esquina tenemos a Kid
Dinamita Punch, de 160 libras! ; y en esta otra,
tenemos a Kid Bururú, el negro más bonito del
mundo!
Ambos boxeadores se miran fijamente en el centro
del cuadrilátero. Kid Bururú realiza toda clase de
elegantes piruetas; brinca constantemente sobre la punta de sus botas negras, las cuales hacen
extraordinario contraste con el blanco de sus medias, el blanco brillante de su pantaloneta y el rojo de
sus guantes. En cambio, Kid Dinamitas Punch es algo desgarbado, sin estilo boxístico. Dinamita persigue
al Tiburón por todo el ring, arrastrando pesadamente sus pies sin despegarlos casi de la lona.
Así transcurre el combate durante los tres primeros rounds. Mientras tanto, en medio del bullicio, se
escucha una voz chillona, aguda y aflautada, como de clarinete que a la vez grita: “¡Pégale en la cocina
Tiburón, dale duro a la cocina, negro lindo…! Es tunda, un marica enamorado quien se encuentra entre
los espectadores. Para él la cocina es el estomago o la barriga de Dinamita Punch.
Finalmente, al iniciarse el cuarto round, Dinamita coloca un poderoso recto a la mandíbula de Bururú,
otro gancho al hígado que lo hace estremecer de pies a cabeza. ¡Tiburón se tambalea! Y es llevado
contra las cuerdas, y allí
Dinamita coloca una seguidilla de golpes: es una lluvia de porrazos de diferentes estilos. El protector de
Bururú sale disparado por los aires, y va a parar a manos de Tunda, el marica enamorado, quien lo
guarda como recuerdo de la última noche de su héroe de ébano.
Kid Bururú ha caído pesadamente a la lona, todos comprendemos que ha llegado su final. Se acabó
Bururú, “el negro más bonito del mundo”, el “gran putas”. Estropeado se incorpora apoyándose en las
cuerdas. Allí, sobre la amarillenta y sucia lona, ha quedado la mancha de un extraño tricolor: negro,
blanco y rojo. Rojo encendido e irritante.
TIBURONES VERDADEROS
Al primero que vi caer bajo sus feroces dentelladas, fue a un CACHAQUITO recién desempacado del
avión. Era un día cualquiera de Semana Santa de 1950, el cielo estaba nublado y caía una llovizna
pertinaz sobre Marbella.
En la playa, un grupo de muchachos cabreranos jugábamos bolita de caucho, cuando de repente,
trajeado de paño negro, lo vimos bajarse del automóvil y penetrar rápidamente en el Hotel Kalamarí.
Había llegado a Cartagena en compañía de sus padres y hermanos para disfrutar de merecidas
vacaciones. Jamás había visto el mar; y por ello se registró de prisa en la recepción, y muy pronto salió
en vestido de baño para lanzarse al agua, la cual reflejaba sospechosa quietud con futuro olor a muerte.
Morán, un espigado y fornido nadador que Achicaba allí su bote, y Tomás Padilla, quien después de la
derrota boxística había regresado a su oficio de Salvavidas, le advirtieron del peligro de bañarse cuando
llueve. Le explicaron que, aun sabiendo nadar, es arriesgado bañarse en aguas profundas, sin embargo,
haciendo caso omiso de aquellos sabios consejos, se internó en el mar hasta la cintura, creyendo que se
hallaba en la sucursal del cielo o en el paraíso terrenal. No lo vimos más: el escualo lo haló de un solo
tirón y se lo comió de tres o cuatro mordiscos. Impotentes presenciábamos aquel espectáculo dietético.
Su cuerpo era zarandeado como un muñeco de trapo, igual que los gatos al aprisionar con sus colmillos
a un indefenso ratón.
Morán, el negro pescador, abriendo su enorme bocaza, gritó: ¡mierda!, ¡mierda! ¡Se lo comió la zarda!
Inmediatamente los dos hombres suben al bote y penetran al mar en defensa del cachaquito. En
desigual lucha, la cual se libra desde terrenos y ángulos diferentes, los fornidos negros, armados de
sendos canaletes, golpean varias veces el agua para espantar al hambriento animal.
Después de mucho insistir, finalmente logran arrancar de sus mandíbulas de acero, los restos del
frustrado turista.
Lo que mis ojos vieron jamás podré olvidarlo: parecía un muñeco de cera, con sus ojos fijos, mirando al
cielo infinito; me daba la impresión de estar preguntándole a Dios por la causa de su muerte. Se fue sin
despedirse, sin saber por qué.
A los restos le faltaban ambas piernas y un brazo. No tenía vísceras, por ello supongo que al monstruo le
fascinaba el colesterol. El hedor a sangre y a sarna era insoportable. Ese día no pude almorzar ni comer:
todo olía a sangre, no pensaba sino en sangre y sarna…es una carnicería, una pesadilla que jamás podré
olvidar.
UN MARIHUANERO SIN NOMBRE
El segundo en ser devorado por el tiburón, era un marihuanero sin nombre que había cruzado el puente
de Torices con la intención de tomar un baño dominical. Sabía perfectamente que las autoridades
habían prohibido el baño de mar. Sin embargo, como estaba bajo los efectos de la droga, anunció a voz
en cuello que lucharía como Tarzán y se lanzó al mar.
Al nadar unos cuantos metros, su cuerpo se hundió bruscamente y el agua se tiñó de rojo. Así todos
supimos que se lo habían manducado. Su cuerpo fue empujado por las olas hasta la playa: no tenía
muslos ni piernas, estaba en los puros huesos, era un mismísimo esqueleto. Su color, mezcla de zambo y
mestizo, denotaba ausencia total de sangre, estaba pálido como la muerte.
En aquel instante se hizo presente una radiopatrulla, repleta de policías armados hasta los dientes,
quienes dispararon hacia las olas manchadas de la
sangre del marihuanero sin nombre. El ruido de los disparos y el silbido de las balas, hicieron dispersar
un cardumen de hambrientos tollos, hartos de la sangre de aquel pobre marihuanero. Los tollos pueden
compararse con las pirañas que abundan en algunos ríos.
EL BAÑISTA BISOJO
Un silencio sepulcral nos hizo presentir que la masacre seguiría. Jamás podré olvidar su físico: era un
muchacho delgado, blanco bizco y epiléptico, de cabellos rubios, cortos y duros. Seguramente, hastiado
de la vida se ofreció de plato de sobremesa y se lanzó al mar en traje de Adán. Desde la playa veíamos
claramente varios espolones girando a su alrededor, se le acercaban y luego se alejaban, parecía como si
algo les repeliera. ¡A esta presa si la despreciaron los tiburones!
Los curiosos gritaban desesperadamente temiendo un nuevo desenlace fatal. Unos pescadores lo
recogieron en un bote y lo trajeron a la orilla del malecón: no tenía un solo rasguño, nunca podré
entender por qué lo despreciaron. Tal vez sus carnes magras no eran apetecibles, o quizá los escualos se
asustaron con su mirada estrábica.
A raíz de lo anterior, los pescadores se reunieron en casa de los Corpas con el fin de revisar el código de
la experiencia. Allí dieron por revaluados algunos principios, por ejemplo aquella creencia de que la
carne de los afrodescendientes era la única que no comían los tiburones, quedó derogada tácitamente.
Con base en aquella falsa teoría, los antiguos pescadores recomendaban a sus hijos no bañarse en el
mar sin zapatos y sin guantes. Con ello se podría evitar que los tiburones quedaran deslumbrados por el
blanco amarillento de la palma de las manos y de la planta de los pies. Desde aquel día resolvieron que
en el futuro sería más seguro, bañarse con careta de bizco y con una peluca rubia de pelo quieto.
Los tiburones cabreranos parecían seres pensantes, pues en cierta oportunidad un equipo de expertos,
dirigidos por Mr. Tollo, instaló unas boyas a las cuales amarraban cadáveres de perros, gatos y de toda
clase de animales. Los tiburones no se acercaban para evitar caer en el anzuelo., pero como los expertos
resolvieron cambiar algunas carnadas, al desengancharlas y tirarlas al mismo mar, los escualos las
devoraban a grandes dentelladas. No hay dudas, los tiburones cabreranos eran más sabios que los
mismos expertos.
UN TRISTE FINAL
Después de aquella carnicería, el turismo desapareció de Cartagena como por arte de magia. El país
entero temía a los escualos.
Los expertos sostenían que la invasión se había producido por causa de los primeros experimentos
atómicos; consideraban que los tiburones arribaron a nuestras playas huyendo de la conflagración
atómica. Sin embargo, unos tres años después, las autoridades y los pocos hoteles que en aquellos días
existían, trataron de recuperar el mercado turístico.
Las agencias de viajes promocionaron por todo el país al famoso Tiburón de Marbella. Lo mostraban
como el hombre capaz de salvar a cualquier bañista, y de enseñar a nadar a jóvenes y viejas. En fin, lo
mostraban como un Charles Atlas negro. De otra parte, las autoridades, de acuerdo con los hoteleros,
idearon ingeniosas tretas: en varias playas de la ciudad, cerraron espacios con mallas metálicas que
penetraban al mar. Querían hacer creer a los turistas que se trataba de seguras piscinas de agua salada.
Aunque han pasado más de 55 años, El Tiburón de Marbella aún conserva algo de la maravillosa
estampa de otrora; sin embargo, Kid Bururú ya no es el
“negro más bonito del mundo”, es un viejo
septuagenario ya desdentado.
Realmente, no añoro estos acontecimientos. Al contrario, se me hiela la sangre cuando pienso que a los
quince años pude haber terminado en las fauces de un tiburón, o defecado en el fondo del mar.
Hoy, a pesar del tiempo, siento que aún existe en mí una insaciable sed de venganza contra esos seres
del demonio, y para tratar de saciarla, cada vez que voy a un restaurante chino, ¡pido de entrada sopas
de aleta de tiburón!
RAMÓN AYOS, EL “AMIGO”, EL “MONO”.
La casa de Ramón Ayos era de madera pintada de azul y blanco. Frecuentemente era visitada por los
parroquianos de todas las clases sociales de El Cabrero. En la calle Real, en el sector de los pescadores,
allí tenía una tienda y a la vez un estanco de aguardiente.
El mostrador de la tienda era adornado por una serie de frascos bocones, en los cuales almacenaba
bolitas de tamarindo, arranca muelas, besitos, pirulís, “jartapobres”, y toda clase de golosinas. Sobre
sus bordes se hallaban expuestas, en rigurosa hilera, todas las monedas falsas que los compradores le
habían entregado en las noches oscuras. Decía que las coleccionaba para probar la historia del delito en
El Cabrero, según él, un barrio inescrupuloso.
Al fondo, en los armarios, almacenaba mercancías y licores. En aquella época la Industria Licorera de
Bolívar fabricaba el famoso Ron Bolívar, cuya botella estaba recubierta con la imagen de Simón Bolívar.
Recuerdo que aquella imagen de Bolívar hallaba de pies y con su espada en la mano derecha. Por ello el
pueblo lo bautizó con el sobrenombre de “Bolívar Parao”.
El Amigo también vendía Ron Popular, al que los parroquianos bautizaron con el apodo de “Gordo
Lobo”, debido a que su color era similar al de la ginebra inglesa, que tenía una leyenda en la etiqueta
que decía: “Gordon London”
Como un radio transistor, Ramón Ayos, o el “Mono”, como muchos lo llamaban, hablaba todo el día sin
descansar. Ese era su gran defecto, para muchos una virtud del caribeño: “…soy como un general, decía
a voz en cuello, “me encuentro a todas horas detrás de mi trinchera”, y señalaba el mostrador de su
tienda con el dedo índice de su mano derecha. Creía pontificar sobre las cosas del diario acontecer: “…
Soy negro y de cabellos duros, pero mis ojos son verdes, muchos dicen que hubo un pirata inglés dentro
de mis antepasados, quien se quedó en Cartagena en el ataque de Vernon.”
Yo quedaba boquiabierto de oír tanta palabrería en busca de mejores ventas, ya fuera en abarrotes o en
licores. Pero así era el amigo, el bullanguero, un cabrerano sin igual y exponente de nuestra raza
cósmica.
UNA NOCHE DE BOHEMIA CON EL MONO AYOS
GUIDO CALVO GLAESER, EL RUBIO BORRACHÍN
Era de noche, y donde el “Mono” Ayos estaba libando copas un numeroso grupo de parroquianos. Allí
también se hallaba Guido Calvo Glaeser, un joven estudiante de bachillerato, que recientemente había
regresado de Bogotá.
Con sus grandes ojos azules, de rubia cabellera y su rostro colorado como un tomate, parecía un artista
gringo escapado de las pantallas del Circo Teatro. Como estaba recién llegado de Bogotá, deseaba que
todo el barrio lo supiera; y en efecto, durante un mes estuvo usando, a todas horas el vestido de paño
azul que traía puesto el día en que se bajo del Douglas DC- 3.
Era un vestido de larga chaqueta, que le llegaba a las rodillas, como la que usaba en las películas Kiko
Mendive, un guarachero cubano. La gente en el barrio decía que no se quitaba el vestido ni para ir al
baño.
Los muchachos le gritaban: ¡Pó Venado!, como diciéndole que el vestido era ajeno, o de un muerto. En
todo caso, como siempre andaba borracho, no paraba bolas a esas expresiones burlonas de la
muchachada.
En cierta oportunidad, Guido se encontraba en compañía de Rafael Pareja Jiménez, y de Jaime, mi
hermano mayor, quien a la sazón apenas estudiaba derecho en la Universidad de Cartagena. El grupo
inició su recorrido como a las diez de la noche. Al llegar a la tienda de El Amigo, se detuvieron un buen
rato con el objeto de tomarse algunas copas. Y, finalmente, seguidos de varios muchachos siguieron su
rumbo hacia el parque Apolo, y allí se sentaron en el pedestal de la estatua de Rafael Núñez, quien,
como es sabido, en cierta época se dedicaba a filosofar en aquel lugar.
A continuación se dirigieron a darle serenata a la novia de uno de ellos, la cual residía cerca del parque.
En el trayecto entonaron boleros de la época, entre otros, el denominado “Vidas Paralelas”.
Al llegar a la terraza de la presunta enamorada, cantaron en coro sin acompañamiento alguno y en
forma disonante. Muy pronto se escuchó el madrazo que les espetó el padre de la joven, y dicen las
malas lenguas que también les lanzó un balde de orín ya fermentado porque era del día anterior.
De regreso a Marbella, sin dinero y sin ron, Guido Calvo se arrodilló en mitad de la carretera, y alzando
los brazos elevó la siguiente plegaria al Supremo Creador: “… ¡Dios Mío!, así como le permites al hombre
que pueda construir acueductos y oleoductos, por qué no le permites construir un RONDUCTO?
¡Si mi petición se hiciera realidad, en nuestras casas tendríamos la facilidad de instalar grifos para poder
servirnos un trago de ron cada vez que uno quisiera…!
Han pasado más de cincuenta años y aquellos tres amigos, como la letra del bolero, siguieron vidas
paralelas: Jaime escogió la política, Rafael una larga carrera judicial y Guido, una prolongada y
extenuante carrera bohemia que lo mandó finalmente a la tumba.
DOMINGO COGOLLO
A “Mingo” lo conocí hace más de sesenta años: residía en el sector humilde de la calle Real de El
Cabrero, y a pesar de ello, su casa era amplia, de concreto y de fresca terraza. La puerta de la calle
estaba situada en medio de dos grandes ventanales que colindaban con el piso de la terraza.
Domingo era un hombre polifacético: en las mañanas, vestido con traje de cotón de color carmelita,
muy parecido al que usaban los generales rebeldes de la guerra de los mil días, y con alpargatas de lona,
salía de su casa muy temprano para vender lotería. Y los domingos, para variar un poco su actividad
laboral, instalaba en la terraza de su casa una venta de “Raspado”.
Mientras estaba dedicado a esta última empresa, usaba una franela de mangas largas, de las llamadas
“amansa locos”, y afirmaba, con solemne seriedad, que las usaba debido a que nunca había visto a un
vendedor de raspado luciendo una chaqueta.
De baja estatura, moreno acanelado y de finas facciones, lucía unos poblados bigotes, los cuales peinaba
y engomaba meticulosamente. Su recorrido cotidiano lo iniciaba desde su casa hasta el Portal de los
Dulces, y allí se acomodaba en un asiento recostado a la pared para pregonar la venta de falsas ilusiones
a los compradores de lotería.
Sus principales pregones eran: “… ¡Compre lotería de Bolívar, la que hace ricos a los pobres, y a los ricos
más ricos! “
Frente a la casa de Mingo habitaban los Corpas, los pescadores más antiguos de El Cabrero. La de ellos
era de madera y colocada al revés; es decir, el patio frente a la calle Real, y la construcción en el fondo
del lote. Allí los vecinos organizaban grandes partidas de dominó. Recuerdo que las fichas que ellos
utilizaban eran de vértebras de sábalos. Pero además, lo singular en Mingo fue que sin haber sido
académico de la lengua, inventó un vocablo que hizo carrera en el barrio: ¡BUCHANTÁ!
Jamás pude encontrarlo en diccionario alguno, y después de la muerte de Mingo no volví a escucharlo,
sólo a Guido Benedetti, quien pasaba recordando los episodios de nuestro barrio.
En la realidad, el término se refería a un raspado especial, más caro que el raspado común y corriente.
Mingo elaboraba una chicha espesa y la almacenaba en un frasco bocón de tamaño gigante. La
buchantá era dulce como el almíbar, y así, a quien le pedía buchantá, a cambio de más dinero, le
agregaba tres o cuatro cucharadas de aquella chicha espesa.
Mingo gritaba a voz en cuello: “¡vengan muchachos, vengan que aquí está la buchantá!” Y con la
intención de hacer más teatral su propaganda,, colocaba un gallo en cada ventana, ambos amarrados
con sendas cuerdas de sus patas a los barrotes, estos últimos ya casi carcomidos por el oxido.
Los muchachos, embelesados con aquellos pregones, hacíamos largas colas para adquirir el agua
milagrosa. Pensábamos en nuestra fortaleza física, y hasta nos sentíamos futuros boxeadores o
beisbolistas famosos.
LOS GALLOS DE LOS CORPAS
El Guallito tuvo la idea de competir con Mingo, su vecino respecto de la fortaleza de aquellos gallos que
Mingo decía que eran de origen cubano. Y, en cierta oportunidad, para dar gusto al Guallito Corpas, sus
padres resolvieron obsequiarle dos gallos finos de las cuerdas de La Quinta. Se trataba de dos aves
veteranas y bien entrenadas, capaces de derrotar a los gallos de Mingo.
Un domingo en la mañana, cuando Mingo pregonaba desaforadamente la venta de Buchantá, el Guallito
lo desafió públicamente.
A nuestro personaje no le quedó más remedio que aceptar el reto. La riña se programó para el término
de quince días contados a partir de aquella fecha.
LA RIÑA
Siendo las once del día, los espectadores han llenado el patio de la familia Corpas, y formado un gran
ruedo para presenciar el histórico combate. Mientras tanto, Mingo baña a sus gallos con continuos
buches de Buchantá.
Después de ser calzados con puntiagudas espuelas, el Jabao de Mingo y el Giro de los Corpas son
lanzados a la arena.
Ambos contendores se miran fijamente, picoteándose fuertemente, y en lance simultáneo, se levantan y
caen pesadamente. De nuevo se alzan, y al desplomarse, el de Mingo muestra un golpe de espanto en
su cresta que le provoca mareo, y sale huyendo por todo el patio sin dirección alguna.
La algarabía le hace volver en sí. Entonces haciendo gran esfuerzo, logra conectar un golpe de zancajo
que ocasiona hemorragia al enemigo.
Sintiéndose mal herido, y sin demostrar que tiene culillo, el Giro regresa al combate para conectar un
golpe de “cinco chorros” a su oponente, y éste, perdiendo el sentido cae a la lona.
A pesar de su fiereza, el de Mingo recibe un golpe de cielo que le impide cerrar el pico, y huye en busca
de auxilio; sin embargo, el otro no se detiene y lo persigue hasta que logra derribarlo. Sin embargo, el
gallo de Mingo regresa al ataque: es algo impresionante, y sin que nadie pueda ayudarlo, el gallo del
Guallito mete certera puñalada al “almizcle o huevito del primero. Ha llegado el final, lo golpearon en
sus partes nobles, en el aparato reproductor. Cae desgonzado y nunca más se incorporará.
De nuevo los gallos son calzados para un nuevo combate: ahora el turno es para el camagüeyano del
Guallito Corpas, y para el Giro de Mingo.
Después de mutuo y detenido estudio, el giro conecta a su contendor una profunda puñalada a la altura
del muslo derecho que lo hace tambalear y caer a la arena. Sin embargo, el de Corpas se incorpora y
vuelve a la carga con un golpe al ojo derecho sin atravesarlo. Y luego conecta otro lance certero a la pata
derecha que lo hace bañarse en sangre, produciéndole un leve temblor que logra superar. Otro golpe
“buchisangre” hace caer nuevamente al gallo de Mingo.
Ahora, sin fortaleza, con canillera, tuerto y manando sangre por el lado derecho del buche, el giro de
Mingo siente que se eleva a los confines de su existencia. Bajo profundos mareos se sostiene
horizontalmente en el aire con el pico hacia el cielo y moviendo lenta y pesadamente sus alas. De
repente recibe otro golpe en el pescuezo que le provoca morcillera y se desploma pesadamente al
suelo.
Ha sido el fin de una riña desigual, el retorno a una realidad sin existencia. El gallo Giro de Mingo no
vuelve a pararse. Es el final de una riña desigualmente casada. ¡Se acabó la buchantá de Mingo Cogollo!
EL “GUALLITO” CORPAS
Fernando Corpas, a quien apodaban el “Guallito”, el Benjamín de la familia, era el chico “MALO” del
barrio de El Cabrero. Jugaba de receptor y de cuarto bate en el equipo de los pescadores del barrio. En
cierta oportunidad, jugando un partido de béisbol contra el equipo de San Diego en el campo de la
Ermita, de un fuerte batazo de “home run” partió la bola en dos. Y en un encuentro amistoso entre dos
novenas del barrio, cortó a Iván Chalela, quien jugaba de cátcher. Lo hirió, según dicen, con sus filosos
callos, pues siempre jugaba descalzo. Por sus amenazas, golpes e improperios, nadie se atrevía a
deslizarse en home, ya que el corredor, completamente bloqueado, terminaba golpeado en la jugada.
En fin, el Guallito Corpas era la amenaza viviente del barrio. En una oportunidad yo sufrí de su dictadura,
pues por haber golpeado al “Pílele”, me obligó a cruzarme a nado el laguito de El Cabrero frente al Club
Náutico.
A Carlitos Facio Lince le prohibió salir de su casa por no haberle prestado su escopeta de balín, y a Guido
Benedetti, el “Tim Mácoy de Marbella, no le permitió volver a pelear sus gallos durante el término de
dos meses, pues se había negado a regalarse cinco centavos.
Pero los años pasaron y el Guallito logró cambiar su existencia: después que su familia vendió el terreno
y la casa donde residían, se mudó para Canapote y allí montó un negocio de mercado en Santa Rita.
Tuvo su familia y logró subsistir decorosamente.
JOSE MIGUEL CORPAS (EL CABEZÓN)
Pero el más importante de la familia Corpas, en aquella época fue el gran José Miguel Corpas, “El
Cabezón” un jugador profesional de béisbol, que fue importante en nuestro naciente béisbol. Era un
hombre recio y de imponente figura. El comenzó viviendo en el Cabrero, pero con el tiempo se mudó al
barrio de Torices y allí hizo un semillero de futuros beisbolistas. Si mal no recuerdo, su posición era la
receptoría.
Pero el “Cabezón” le dio a Colombia un hijo que se consideró una estrella en nuestro béisbol. Ese
pelotero fue José Miguel Corpas Jr.
JOSÉ MIGUEL CORPAS JR.
En la foto de la izquierda, podemos ver a José Miguel Corpas
Jr., hijo de El Cabezón Corpas, aquel viejo pelotero
cabrerano.
José Miguel Jr., viajó a Medellín a realizar estudios y allí se
involucró en el deporte, hasta el punto de convertir a
Antioquia en una poderosa escuadra en el Rey de los
deportes.
Allí no sólo jugó sino que se convirtió en importante
entrenador en el béisbol y en el Softball, tanto femenino
como masculino.
En todo caso, la familia Corpas desempeñó un papel
importante en el deporte y en la sociedad.
LA CASA DE LOS CORPAS
En la casa de los Corpas, al lado de la del Mono Ayos, en la
calle Real del Cabrero, había varias canoas ancladas en el patio. Allí se jugaba dominó y Veintiuna. De las
personas que asistían diariamente a las reuniones, que yo recuerde tenemos a Hernán Arenas, Eusebio
Corpas, El “Piro”, El “Pílele”, y el Capi Valiente.
También allí se encontraban con mucha frecuencia Aidé Ayos, y un joven a quien le llamaban “El
Curvo”, ambos hijos de Ramón Ayos. Al Curvo le llamaban así porque tenía las piernas gambadas como
“Chencha”, la de la guaracha cubana, cuyo coro decía:
Ayy, camina como Chencha…
Coro: Pata gambá, camina como Chencha pata gambá
La esposa de Ramón Ayos, era una señora delgada y simpática, a quien la mayoría de la gente la llamaba
por el nombre de “Gala”.
HERNANDO “EL CAPI” VALIENTE
Hernando Valiente (El Capi), es uno de los pocos cabreranos de
aquella época que aún existe. A sus 87 años, El Capi es un hombre
que dirige su pequeña empresa de soldadura, lo cual con el tiempo le ha permitido hacerse a una
cómoda residencia en el barrio Martínez Martelo, y educar a sus hijos, entre quienes se encuentran
algunos distinguidos profesionales.
El “Capi” nunca fue Capitán ni de la policía, ni del ejército, y mucho menos de la Armada. El apodo le
viene por parte de su padre, ya que éste era piloto de barcos en el rio Magdalena. Según datos
familiares, su padre se llamaba Feliciano Valiente Ramírez, y ejerció el cargo de piloto durante 50 años,
hasta su muerte.
Don Feliciano era un liberal de capa y espada, hasta el punto de haberse alistado en las fuerzas liberales
comandadas por nuestro abuelo Simón Bossa Pereira durante la guerra de los mil días, las cuales
pelearon por los lados de Mahates y por todo lo que es hoy Bolívar, Sucre y Córdoba.
El “Capi” contrajo matrimonio con la señora Elida Espinosa Ortiz, hija de Nicanor Espinosa, quien
desempeñó la Dirección de Tránsito en 1948, época en la que mataron a Jorge Eliecer Gaitán.
El Capi Valiente tuvo 7 hijos, cuyos nombres son los siguientes: Hernando Rafael, estudió Técnica
Industrial. Myriam: Licenciada en Sociales, Gustavo, Abogado, quien actualmente desempeña un cargo
en la Alcaldía de Cartagena. Guillermo, bachiller y trabaja en asuntos de aduanas; Jaime, estudió
Ingeniería Química; Javier, Químico Farmaceuta, y Haroldo, Operador de Carga.
La familia de El Capi vivía en la calle Real de El Cabrero, y era vecina de la señora Gabina Vásquez,
aquella viejita que visitaba por las tardes a mi abuelo en su casa de Marbella, y besaba la mano del
retrato de mi tío. También eran vecinos del famoso Chencho Frías, el mejor pastelero de toda
Cartagena.
En todo caso, Hernando Valiente es un cabrerano de la vieja guardia, quien hoy reside en su propia casa
situada en el barrio Martínez Martelo. Siempre ha vivido de su pequeña empresa, dedicada a la
elaboración y soldadura de mallas metálicas, las cuales se colocan en las terrazas de las residencias.
Además, fabrica todo lo relacionado con el hierro y otros metales.
De todos sus hijos a quien más conozco es a Gustavo, mi colega.
EL GALLO DE DON ANTONIO
Jamás habíamos visto un gallo como el de don Antonio. Era un solo gallo para seis gallinas. Desde la
madrugada iniciaba su alegre canto, esperanzado en sus aventuras amorosas del día.
Era alicorto y de plumas negras, de grueso cuerpo y de largas patas con espuelas arqueadas,
puntiagudas y amarillentas. Su cabeza la tenía adornada por una cresta doble y rizada, de color rojo
azuloso. Era la clásica estampa de un gallo altivo y enamorado. Si Gabito lo hubiese visto, lo sacrificaría
para preparar su famosa sopa de cresta de gallo que da vigor y energía a quienes sufren de impotencia.
El apetito sexual de aquel hermoso gallo era de carácter permanente, y se distraía cuidando las gallinas
como el Emir de su harem. Nadie podía acercarse a sus gallinas, sin embargo cuando alguien osaba
hacerlo, levantaba amenazante la cabeza para proteger a sus seis amores cautivos.
Todo el día permanecía picoteando gusanillos y maíz. Cada tres minutos se divertía alegremente,
girando alrededor de su gallina de turno para realizar, en un segundo su corto e intermitente acto
sexual.
EL SANCOCHITO DE JULIO
Don Ricardo Mendoza vivía con toda su familia en la casona del abuelo. Por aquellos días mi abuelo ya
había dejado de existir, por lo tanto, mi tía Alicia Bossa Navarro había adquirido al lado de la casona del
abuelo una de dos alcobas con el propósito de arrendarla.
Para tal efecto, encargó a Julio, uno de mis hermanos mayores, de su acondicionamiento, y él,
consciente de su misión y de su responsabilidad, se hizo dueño y señor del inmueble.
La casita muy pronto se coinvirtió en sitio de reuniones y de jaranas de los muchachos del barrio. Por lo
anterior, una noche de enero organizamos allí una “gran fiesta en casa de Julio”, y él, como buen
anfitrión, realizó una colecta para la adquisición de los elementos indispensables, tales como gaseosas,
hielo., ron y cigarrillos.
Ciertamente, aquella no era una fiesta de abstemios, pues entre los invitados
Estaban: Adolfo Pareja, Guido y Alfredito Benedetti, Rafita Puello, Armandito Noriega, Carlos Facio,
Augusto de Ávila, y por supuesto, las domésticas más hermosas de Marbella.
Cuando la fiesta había llegado a la profundidad de la noche, y todo era color de rosas, alguien bostezó
para exteriorizar su apetito. Todos añorábamos un sancocho de gallina, y en el acto pensamos en las seis
gallinas de don Ricardo Mendoza. Estando en esas, alguien se acordó del gallo de don Ricardo Mendoza,
y sugirió secuestrarlo para sacrificarlo. Muy pronto se decidió el gallicidio por unanimidad, y a
continuación se llevó a cabo un sorteo para saber a quién correspondería la suerte de apoderarse del
gallo.
A continuación se realizó el sorteo para saber a quién correspondería cumplir la ejecución de la dura
sentencia: la mala suerte persiguió a Julio, pues fue a él a quien tocaría cumplirla. Una botella que se
hizo girar en el piso, apuntó directamente a mi hermano.
Como felino trepó el muro medianero de los dos inmuebles, y a los cinco minutos, después de
apoderarse de su presa, regresó triunfante con el gallo amarrado por el pescuezo.
PLUMAS DELATORAS
Aunque han pasado más de cincuenta años, aún recuerdo nítidamente nuestro hecho punible: de
inmediato fue desplumado, y terminada la operación, sus plumas fueron guardadas cuidadosamente en
una bolsa. Con ello intentábamos ocultar toda evidencia material de la infracción.
Finalmente, después de adobarlo únicamente con sal, lo echamos en una olla de agua hirviendo.
Al finalizar la cocción, encargamos a Julio de botar las plumas bien lejos para borrar la huella del delito.
Él, ya un poco pasado de copas, se dirigió a la playa y, sin prever lo que podría ocurrir, vació la bolsa
íntegramente. La brisa de verano fue nuestro peor enemigo: las plumas iniciaron su largo recorrido
desde la playa hasta la casa del señor Ricardo Mendoza en forma directa. Unas penetraron por los
calados de las ventanas, otras se enredaron en los
Trupillos que había en el patio. Algunas se posaron sobre el toldillo que cubría la cama de don Ricardo;
otras en el cuarto de sus hijas Judith y Orieta, en el sitio exacto donde otrora se arrodillara Gabina para
besar la mano de mi abuelo. También fueron a parar en el lugar del patio donde los mineros habían
colocado la tapa de concreto para sellar nuevamente la poza séptica, y finalmente en el rincón donde
hice el amor por vez primera con Etelvina.
Por último, la gran mayoría de las plumas fue a posarse cerca del lugar donde un día estuvo guardada la
urna que conservaba el corazón del General Ricardo Gaitán Obeso, el revolucionario radical.
A los gritos de ¡ladrones, ¡ladrones!, siguió una estampida general que finiquitó la divertida reunión.
Las seis gallinas salieron ganando con la muerte del gallo: a los pocos días, don Ricardo adquirió uno
más joven para reemplazarlo.
COROLARIO: Después de muerto el gallo se vengó,
Y con sus plumas delató a sus propios gallicidas.
NOTA: Los hechos antes narrados ocurrieron en la vida real, pero hemos cambiado los nombres de los
protagonistas para evitar resentimientos o reclamos. Lo cierto es que las gallinas salieron ganando, pues
la muerte del gallo les convino, debido a que el nuevo gallo disponía de más fortaleza física y sexual...
RESTAURANTE “EL MAIZAL”
LAS ADIVINANZAS DEL DOCTOR TOLÍN DE LA VEGA VELEZ
El Maizal era un restaurante-bar, situado frente a la playa en una casona que antes había sido habitada
por la familia Jiménez Nieto. Allí funciona actualmente un hotel de tercera categoría.
Los fines de semana se realizaban allí grandes bailes amenizados por la orquesta de Pedro Laza y sus
Pelayeros, quienes, como dato curioso, jamás habían estado en San Pelayo.
Los domingos al mediodía, el maestro Joaquín Mora, un argentino afrodescendiente, quien había
decidido establecer su residencia en Cartagena, interpretaba su famoso acordeón piano. Como hablaba
con perfecto acento argentino, al principio la gente pensaba que era un chocoano en plan de “mamador
de gallo”.
Como en aquella época era uno de los mejores sitios de Cartagena (1952), allí asistían gentes y
personajes de las capas medias y altas de nuestra sociedad. Recuerdo que en una ocasión, siendo
apenas un adolescente, desde la terraza presencié el juego de la Transmisión de pensamiento”, el cual
había sido inventado por el doctor Antonio de la Vega Vélez (Tolín), quien valiéndose de trucos y de
médiums previamente manipulados, hacía creer a los asistentes que adivinaba el pensamiento del
doctor Luis A. Gómez Santoya, un abogado cabrerano quien se distinguía por su pícara sonrisa y su
elegancia en el vestir. Vestía siempre de Lino blanco, y como era un gran fumador, utilizaba una boquilla
plateada con la que siempre sostenía un cigarrillo de prolongada y retorcida ceniza.
También recuerdo haber visto en El Maizal al famoso Enrique Castillo Jiménez, autor de aquella frase:
“¡Fiado compro hasta un piano!”
Y no faltaban los traviesos maridos como Mojarrita Vélez, quien burlándose de la estrecha vigilancia de
su esposa Rina Burgos, se escapaba una que otra vez en busca de un rato de solaz esparcimiento.
En relación con las orquestas, al Maizal llegaron las mejores de América: La Sonora Matancera y sus
cantantes Nelson Pinedo, Bienvenido Granda y Celia Cruz, lo mismo que Leo Marini y Albertico Beltrán.
Ellos animaron un par de noches en los patios de El Maizal.
Nosotros los adolescentes, montados en la pared medianera de la casa de Julio Romero, quien vivía al
lado del Maizal con su esposa Yolanda Romero, también vivimos las delicias de escuchar de cerca a la
Sonora Matancera.
Recuerdo que los músicos actuaron en círculo alrededor del patio del restaurante, el único que estuvo
sentado fue el pianista. Los demás actuaron de pies, incluyendo a los cantantes y al bajista.
LA QUIEBRA DEL MAIZAL
Como todos los sitios de diversión en Cartagena, el Maizal se inició como un sitio postinero para
terminar finalmente “perrateado”.
Todo comenzó cuando anunciaron a Germán Valdés, el famoso Tin Tan, y en su lugar presentaron a un
antioqueño de sombrerito que lo imitaba casi a la perfección. Seguidamente se sucedieron una serie de
estafas que desengañaron a las gentes: anunciaron a Daniel Santos, y tan sólo presentaron a Hernán
Cortés, un cantante colombiano que lo imitaba.
En reemplazo de Pedro Laza y sus Pelayeros, contrataron a una papayera de Santa Rosa para animar los
bailes de los sábados. En resumidas cuentas, El Maizal quedó reducido a un bailadero y desvestidero de
bañistas.
Los jóvenes del barrio, aprovechando la decadencia del lugar, integramos un conjunto musical y nos
apropiamos de los instrumentos en la forma siguiente: el maestro Adolfo Pareja del piano, el primo
Carlitos de las maracas, Mincho de un viejo violín con el cual interpretaba románticas canciones, y el
suscrito de las tumbadoras y los bongós.
Doña Marianita Jaramillo, una simpática antioqueña, a la sazón administradora del bar, aprovechaba las
noches de parranda para realizar atrevidas incursiones amorosas en pos del amor de Carlitos.
Ocasionalmente perseguía a Guido Benedetti Ibarra, quien a veces respondía a los melosos requiebros
amorosos.
Cierta noche, cuando la parranda estaba llegando a su final, Mincho nos manifestó que era mejor
aprovisionarnos de unas botellas de licor para dirigirnos donde el “Mono” Vargas, un proxeneta de la
Loma del Diamante, y culminarla en aquel lugar.
El “Mono” Vargas era el único proxeneta del mundo que vendía estampitas de todos los santos. Todos
aceptamos la propuesta de Mincho, y después de apropiarnos de algunas botellas, culminamos en la
Loma del Diamante donde el famoso Mono Vargas.
Aquella noche, entre estatuillas de santos, escapularios y estampitas benditas, el grupo recorrió el mejor
de los caminos. Jamás olvidaré la leyenda que existía debajo de una imagen de San Antonio: “… San
Antonio, no permitas que decaiga mi negocio…”
Si no hubieran transcurrido más de Sesenta años, aún estuviéramos donde El Mono, amanecidos, y en
medio de Santos, mujerzuelas y camas de tijeras… A excepción del autor de estas añoranzas, los autores
de aquella aventura ya se encuentran en el más allá.
LA MADAMA (MADAME JULIE)
Sus descomunales senos le impedían mirarse sus propias extremidades inferiores, hallándose de pies.
No alcanzaba más de un metro y medio de estatura, y sus piernas, siempre hinchadas, parecían sufrir de
erisipela.
Era ojizarca y de piel blanca tostada por el sol y llena de pecas. Como era desdentada, sus mandíbulas
parecían las de Popeye el marino. Por tal razón se enfermó de prognatismo, de modo que su labio
superior se acomodó sobre el inferior en tal forma que, a primera vista, daba la impresión de estar
siempre chiflando. Por todas estas razones, nadie entendía el idioma de la madama Julie.
Cayó en el callejón Pareja de Marbella como un paracaidista, y de inmediato se instaló en una casa sucia,
cuyas ásperas paredes jamás conocieron la pintura.
Allí vivía en compañía de veinte perros, veinte gatos y de un mico gigante, casi orangután, que nunca
hizo daño a nadie hasta el día en que lo envenenaron.
Del interior de su vivienda emanaban nauseabundos olores. Era la mezcla de las tres clases de
excrementos, lo cual ocasionaba un potente hedor. Debido a lo anterior, para evitar desmayos,
teníamos que contener la respiración al pasar por la ruta de madame Julie.
La madama era de cabellos rubios, cortos y ralos. Era ojizarca y de ojos saltones, y aunque usaba ropa
barata y sin interiores, afirmaba pertenecer a la nobleza europea. Decía ser baronesa, y que una tarde,
cuando paseaba con su marido por el muelle de un puerto alemán, las tropas Nazis lo asesinaron. Esa
misma noche, según su dicho, se refugió en un barco francés y partió rumbo a América, y casualmente
cayó en Marbella. Nunca supimos si vino por mar o si cayó del cielo.
Sus bienes fueron confiscados, pero años después, al finalizar la segunda guerra mundial, el gobierno de
su país la indemnizó. Todos los meses recibía un cheque en dólares que le permitía vivir sin privaciones y
alimentar sobradamente a toda su familia, la cual, como sabemos era únicamente perruna, gatuna y
antropoide.
En el barrio existían muchos fisgones, por ello se decía que muy tarde en la noche, la madame en los
puros cueros y con los senos sueltos y colgándole hasta el ombligo, recontaba su dinero y luego lo
escondía dentro del colchón de su cama. Allí guardaba su tesoro.
También muchos aseguraban que al bañarse, para enjabonarse bien el pecho, tenía que echar sobre sus
hombros sus abultadas y flácidas tetonas.
En cierta ocasión la vieja enfermó y fue llevada a un hospital de Barranquilla, pues allí habitaban muchos
paisanos que así lo decidieron. Ena y Amparito Burgos Gómez, sus vecinas, me contaban que en esos
días, durante su grave enfermedad, escucharon un prolongado y terrible aullido colectivo. El mono
chillaba como si algo estuviera ocurriendo. Poco después se supo que aquella misma noche madame
Julie había muerto en Barranquilla.
La madama fue enterrada en Barranquilla por orden del consulado de su país.
TERTULIANO
“La vida es un sueño y todo se va…”
Era una chiva de madera forrada de lata. A ambos lados, sobre un fondo amarillo chillón, lucía tres
franjas rojas. En su parte delantera, la chiva tenía dos asientos colocados horizontalmente, y en la de
atrás, dos más extensos situados paralelamente en sentido vertical. Al fondo, en la parte de atrás, había
una puerta con estribos por la cual subían y bajaban los pasajeros.
Al lado izquierdo del chofer, un poco más arriba del parabrisas, estaba empotrado un cuadro de la
virgen del Carmen adornado por unos lirios blancos y olorosos. A lo largo de las ventanillas laterales,
permanecían enrolladas unas cortinas de lona, malolientes y desteñidas, listas para proteger a los
pasajeros de las lluvias y del sol penetrante del mediodía-.
El maderamen de su estructura crujía al transitar lentamente por la calle Real de El Cabrero, y como si
fuera un caballo pasero, se desplazaba dando suaves y lentos salticos por aquella carretera de continuos
altibajos.
Al llegar a la casa de don Roberto Pareja, pitaba repetidamente y allí se estacionaba para esperarlo a
que terminara de ajustarse su chaqueta de lino blanco y su sombrero de fieltro del mismo color: era la
única chiva del mundo que aguardaba a que se alistaran sus pasajeros.
Muchas veces, hallándome sentado sobre la baranda que bordeaba el lago de El Laguito, presencié a
Tertuliano estacionarse frente a la casa de Carmelo Cruz para esperar a que Lala Pombo terminara de
desayunar. Recuerdo que ella al entrar a la chiva, le regalaba de premio un Lucky Strike en señal de
agradecimiento.
LAS TERTULIAS DE TERTULIANO
A Tertuliano le gustaba la Tertulia, y por lo tanto su chiva se convertía diariamente en un tertuliadero.
Tertuliano era moreno, alto y delgado. Era cincuentón y desde que agarraba el timón no soltaba la
palabra hasta llegar a su destino final. Bajo su moderación, en la chiva se ventilaban los problemas del
barrio y de la ciudad, sin la chocante terminología de los sabios de la era actual.
Como quiera que la chiva en la parte trasera tenía dos largos asientos paralelos entre sí, los pasajeros
estábamos obligados a mirarnos frente a frente durante el viaje, y como quiera que en aquella época no
existía la moda de los pantalones largos femeninos, ellas se incomodaban al sentarse frente a un
miembro del sexo opuesto, por esta razón, tratando de evitar panoramas de “despelote”, estiraban sus
faldas hasta el máximo y juntaban estrechamente sus piernas.
En la actualidad, al viajar como pasajero en una buseta del barrio de Manga, vi entrar a una linda
estudiante, muy joven por cierto. Recordando los tiempos de Tertuliano, me puse de pies y le brindé el
puesto; ella se dirigió a mi muy amablemente, y me dijo: “… Tranquilo señor, quédese sentadito, Ud. lo
necesita más que yo…”
Después de lo anterior, no volveré a cumplir con las rígidas y anticuadas reglas de Carreño.
EL “FANTASMA” DEL CABRERO
A la memoria de Antonio de la Vega Vélez (Tolín)
Un penetrante y prolongado sonido metálico interrumpía el silencio de la noche cabrerana. La gente
pensaba que era el alma en pena de un esclavo que había regresado para vengarse de los descendientes
de quienes fueron sus amos en el pasado.
Aunque en aquella época no existía la televisión, y aún Bonilla Naar no había escrito la “Pezuña del
Diablo”, su famosa novela, las gentes ignorantes veían en el sonido de la cadena a Diego León, el
temible esclavo de la futura novela que sería publicada por la televisión nacional. El sonido era
producido por el roce prolongado de los eslabones de una cadena sobre el concreto de la calle Real de El
Cabrero.
La prensa de la época hizo gran escándalo sobre aquel mito, convirtiéndolo en el más popular de todos
los infundios que jamás se hubieran tejido en Cartagena. En el Diario de la Costa, por ejemplo, desde la
primera página se informaba todos los días sobres las andanzas del fantasma cabrerano.
El asunto tomó mucho vuelo, hasta el punto de que en el mercado público no se hablaba de otro tema
distinto al de aquel misterioso fantasma. Hasta las servidoras domésticas abandonaron el barrio por
temor.
Sin embargo, los jefes de familia del barrio resolvieron poner punto final al asunto: fue así como se
montó una cacería del tan temido fantasma cabrerano, y así las cosas, como a las doce de la noche de
un día cualquiera, varios vecinos salieron detrás del espectro, o mejor dicho se dieron a la tarea de
encontrar el extraño sonido. Y, para sorpresa de los allí presentes, observaron que se trataba de un
perro Sungo: el animal tenía atada al cuello una cadena que arrastraba en el pavimento. Así, por esa
causa elemental, se producía el misterioso sonido.
Al analizar los hechos, descubrieron que el animal, guardián de una de las casas vecinas, se zafaba por
las noches y salía a recorrer la calle Real arrastrando la cadena. Quien soltaba al perro era nada menos
que Polocho Angulo, dueño del animal. Como en aquellos días no había buen alumbrado público, la
oscuridad ayudaba a fomentar más el misterio fantasmal.
A los pocos días se descubrió que el travieso Polocho Angulo, un personaje divertido e ingenioso, era
quien daba vida al folletín desde las columnas del Diario de la Costa. Fue descubierto porque llevado por
su desbordada imaginación, colgó una noche en la bonga de los Galofre, una sábana blanca con la figura
característica de los fantasmas, para asustar a los cabreranos que regresaban a la medianoche de la
función de cine del Circo Teatro.
Solo poniendo a Polocho en evidencia, el sosiego retornó al barrio. Por lo tanto, a los pocos días
regresaron las domésticas con sus baúles de madera y sus camas de tijeras.
La historia anterior ocurrió hace aproximadamente unos setenta años.
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