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Homilía pronunciada por el Cardenal Norberto Rivera Carrera, Arzobispo Primado
de México en la Catedral Metropolitana de México.
15 de Febrero del 2009, VI Domingo del Tiempo Ordinario
Sin duda alguna a todos nosotros nos golpeó fuertemente el contraste que
escuchamos entre la primera lectura y el Evangelio. En el libro del Levítico se nos narra
el comportamiento que se debía tener, según la ley de Moisés, ante el contagiado por la
lepra. Prescripciones verdaderamente aterradoras: era arrojado de la sociedad, debía
vivir solo, “fuera del campamento”; traer la ropa descosida, la cabeza descubierta,
cubierta la boca e ir gritando continuamente: ¡Estoy contaminado! ¡Soy impuro! Para que
así nadie se le acercara. Normas para que la comunidad se defendiera del leproso en
lugar de que la sociedad ayudara al leproso. Por el contrario en el Evangelio vemos cómo
Jesús se conmueve ante el leproso que le pide la curación, lo escucha, le extiende la
mano, lo toca y lo cura. Es Jesús superando la ley con la misericordia.
En nuestra cultura actual hay algunos fenómenos que tienen como denominador
común la dureza, que se manifiesta en la violencia creciente, la agresividad, el uso de la
fuerza, el terrorismo.
El mismo arte refleja esa dureza de la cultura dominante con
pinturas y esculturas descoyuntadas, la música estridente y chillona que tanto impacto
tiene en ciertos ambientes en donde triunfa lo punk y el hard rock, la cadena y la moto con
el escape abierto. En nuestra misma Iglesia ha sido aplaudida una interpretación violenta
del Evangelio, que llega a presentar a Jesús como un guerrillero, metralleta en mano y
gesto duro.
Ante este conjunto de fenómenos de nuestra cultura, es necesario volver nuestros
ojos para ver en el Evangelio el verdadero rostro de Cristo y deducir los cambios que
necesitamos. El pasaje de hoy, la curación de un leproso, nos invita a reflexionar sobre
uno de los rasgos característicos de Jesús: la misericordia. Esta virtud no se opone al
compromiso temporal de los cristianos, no se opone a la responsabilidad que tiene el
seguidor de Jesús de luchar a favor de los más oprimidos y marginados, al contrario, le da
el sello verdaderamente cristiano, el estilo evangélico, a no ser que pensemos que
empuñar la violencia es más evangélico que enarbolar el corazón, a no ser que ignoremos
que la violencia engendra violencia, mientras que la misericordia suprime miserias.
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La frase clave para descubrir el verdadero rostro de Cristo es: “Jesús se
compadeció del leproso que le pedía la curación”. Esta actitud de compasión ante el
individuo necesitado recorre las páginas del Evangelio. Es más, la explicación última de
los milagros de Jesús no es el poder, la demostración de su divinidad, sino la piedad;
mostrarnos el amor misericordioso del Padre por nosotros. En este caso, Jesús supera la
ley que le prohíbe tratar y mucho menos tocar al leproso, porque para Cristo la ley
suprema es el amor que, ante la miseria humana, se vuelve misericordia. “Extendiendo la
mano, lo tocó y le dijo: ¡Sí quiero, queda limpio! Inmediatamente se le quitó la lepra y
quedó limpio. Esta misma actitud ante la adúltera, marginada social y moral, evita que la
apedreen y la perdona de su infidelidad. Ante la viuda que ha perdido a su hijo, “se le
conmueven las entrañas” y se lo devuelve con vida. Y cuando la muerte de su amigo
Lázaro, llora de dolor antes de resucitarlo. Son innumerables los pasajes evangélicos en
donde Jesús muestra la misericordia, en donde supera la ley para mostrar el amor
misericordioso.
En una civilización dura, impersonal, fría y violenta, no es fácil aceptar la
compasión, la misericordia, el perdón, como valores humanos y cristianos.
Con
frecuencia estas actitudes y sentimientos son juzgados como signos de debilidad. El
volver nuestros ojos hacia Jesús, tercamente compasivo, nos ayudará a recuperar la
admiración perdida hacia la misericordia, el perdón y la compasión, valores
indispensables para poder rehacer el tejido social, valores indispensables para que la paz
y la convivencia humana se hagan posibles en nuestras familias, en los centros de trabajo
y en la gran ciudad.
Debemos volvernos agentes activos de la compasión y de la
misericordia porque nuestra sociedad está urgida de corazones misericordiosos.
Si
continuamos la meditación del Evangelio de hoy descubrimos que esa compasión y
misericordia de Jesús se provoca por la súplica del leproso que de rodillas le grita: “Si tú
quieres, puedes curarme”.
¡Qué difícil nos resulta reconocer nuestras impurezas y
miserias! ¡Qué difícil se nos hace pedir perdón, pedir e implorar la salvación que tanto
necesitamos!
Cerca de Jesús quizá había otros muchos con lepra, pero se avergonzaron de
reconocer su enfermedad, tuvieron miedo de reconocerse pecadores ya que la lepra se
consideraba como sinónimo o consecuencia del pecado. Reconocerse leproso equivalía
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a confesarse públicamente como pecador. En el tiempo del profeta Eliseo había muchos
leprosos en Israel -igual que en el tiempo de Jesús– pero ninguno fue curado sino
Naamán el Sirio, y este fue curado porque se puso en camino, creyó en el poder y en la
misericordia del Señor, se humilló y aceptó lavarse en el Río Jordán. El sentido de todo
esto lo revela el mismo Jesús en la parábola del hijo pródigo, cuando éste regresa a la
casa del Padre, se le arrojó a los pies y le gritó: “¡Padre he pecado!”. Para que en
nosotros se muestre el amor misericordioso de Dios nuestro Padre, necesitamos
reconocer nuestra enfermedad y pecado, confesar nuestros pecados, arrepentirnos y
pedir a Jesús que nos sane y nos purifique.
Para los que pertenecemos a la cultura actual hay una grave dificultad que
debemos vencer.
La cultura moderna nos inculca que es un error reconocernos
pecadores, que no podemos cultivar el sentido de culpa, que es vergonzoso darnos
golpes de pecho, porque lo que nosotros llamamos pecado sólo es un tabú, son
condicionamientos e inhibiciones de nuestra infancia, son simplemente preferencias o
inclinaciones.
Por supuesto que el cristiano debe valorar las ayudas humanas que
pueden prestar la psicología y la psiquiatría, pero si de verdad quiere la salud completa
debe descubrir el auténtico sentido bíblico de la conciencia de pecado y debe tener la
sabiduría y el valor de saber pedir perdón.
Es fundamental reconocer la enfermedad y saber pedir perdón. Pero Jesús dice
algo más al leproso: “Ve y preséntate al sacerdote”. No podemos despreciar la voz de
Jesús. Debemos presentarnos al sacerdote y confesarnos, reconciliarnos con Dios por
medio de la Iglesia. Naamán el Sirio sufrió la misma tentación que muchos de nosotros:
“¿Qué acaso en Siria no hay ríos más grandes que el Jordán? ¿Por qué bañarme en el
Jordán? ¿Por qué confesarme con un hombre que es pecador igual que yo? Simple y
sencillamente porque el Señor ha elegido a los que Él ha querido y les ha dado poder de
perdonar, con el mismo poder que Él recibió de su Padre.
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