Toribío: entre la zozobra y el fuego cruzado

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11-07-14
14 Jul 2011 - 12:18 am
Cuatro días después del atentado
Toribío: entre la zozobra y el
fuego cruzado
Por: Alfredo Molano Jimeno, enviado especial Toribío, Cauca
Los pobladores de este municipio del Cauca cuentan qué pasó ese día en que murieron
cuatro personas, quedaron 128 heridos y 460 casas averiadas, tras el ataque de las
Farc.
Foto: Óscar Pérez-El Espectador
Una de las casas que quedó destruida, tras el ataque de las Farc el pasado sábado en Toribío.
Tres días después de que las Farc hicieran estallar una chiva bomba contra la
estación de Policía ubicada en pleno casco urbano de Toribío, la gente sólo
piensa en reconstruir su pueblo. Un campesino de unos 40 años, con la tez
tostada y rasgos indígenas, levanta junto a su hijo un cercado destruido
después del ataque con pipetas de gas. Su casa fue una de las 460 que
quedaron inservibles por la acción terrorista. Está ubicada frente al puesto de
Policía. Los separa la calle donde fue situada la chiva de don Humberto* que la
guerrilla cargó con explosivos. La detonación arrancó el techo y las paredes
como si un ciclón hubiera pasado. Marcos Campo mira su casa y añade:
“Estamos preparándonos para el próximo susto”. Luego sonríe, entre resignado
y rabioso, pues como los demás sabe que tiene que prepararse, pues todos
viven en medio del fuego cruzado del conflicto armado.
Llega la noche. Los televisores permanecen encendidos en las casas. Unos
ven novelas, otros fútbol. Tratan de recobrar la cotidianidad, pero una nueva
explosión invade el entresueño de sus habitantes y el miedo regresa al pueblo,
de unas 3.000 personas acostumbradas a la guerra. La gente corre, los
establecimientos comerciales bajan las rejas aprisa. Hay gestos de angustia, a
algunos niños se les escucha lloriquear ante el apremio. Pero segundos
después ya saben que fue una granada y que el combate está lejos. Conocen
en qué paredes rebotan las balas, a dónde tienen que ir, cómo tienen que
acostar sus pipetas de gas para evitar que las balas las exploten. Un segundo
estallido ratifica su diagnóstico. Una ráfaga de ametralladora cierra la bélica
sinfonía. Luego la lluvia se lanza contra los techos agrietados. Primero liviana e
intermitente, después se desgaja en aguacero y el pueblo duerme en calma
chicha. Los toribianos saben que el día siguiente será igual, o quizá peor.
Así llegó el sábado en la mañana. Era día de mercado. Habitantes de los
resguardos indígenas de San Francisco, Tacueyó y Toribío llegaron a vender y
comprar remesas para la semana. Adán Ui llegó de la vereda Río Negro a
negociar café y pagar la energía. A las diez de la mañana escuchó los primeros
disparos. Y de inmediato la respuesta de la fuerza pública. De repente, la chiva
de don Humberto empezó a avanzar por la loma de la calle que da contra la
estación de Policía. En apariencia iba cargada de plátanos. Segundos
después, a las 10:30, cuando descendía la cuesta —unos dicen que a toda
velocidad y sin conductor al timón; otros, que arrastrada con una cabuya—, se
oyó el bombazo cuando se estrelló contra una garita. “Sonó durísimo”, repite
una y otra vez la gente cuatro días después.
“Se levantó un hongo explosivo, como ese de la bomba atómica”, describe un
toribiano locuaz. Dice que la humareda era de esquirlas, gas y escombros de
las casas que se llevó. Que volaron pedazos de piedra, metal, restos de la
chiva, y que minutos después se trabó la balacera. No duró mucho, pero fue
una eternidad para los vendedores y compradores del mercado. Adán, de 63
años, falleció en ese cruce de disparos. Otros dicen que fue por una de las
esquirlas que cayeron como un diluvio sobre la plaza. Un sargento de la Policía
que se encontraba a esa hora en la garita fue la segunda víctima. Quedó
destrozado. “Cuando paró la cosa y corrí a ver en qué podía ayudar, vi sus
restos. Entre las botas se le veían los huesos de las piernas, como si lo
hubieran pelado con agua caliente. Un brazo en el piso y el casco con la tapa
de la cabeza adentro”, relata Iván, que tuvo que presenciar la espantosa
imagen.
Diego Julián Penagos, de 28 años, también murió ese sábado. Salió a las siete
de la mañana a trabajar a un taller de cerrajería, a las nueve volvió a su casa a
desayunar y se recostó un momento, antes de recobrar su rutina. “A la media
hora sonó la explosión. No le pasó nada y prefirió irse al barrio 1° de Mayo a
buscar a su mujer y a su hija. En el camino quedó muerto. Lo alcanzó una bala
perdida. “Fueron tiros de lado y lado”, explica María del Socorro Penagos, tía y
madre putativa de Julián. María Lucrecia Yatacué, de 19 años y su hija de tres,
perdieron a su esposo y padre. “Ahora la niña lo representa”, recalca María del
Socorro con el llanto acumulado en sus parpados. “Que el Gobierno piense en
cómo acabar tanta violencia por aquí. Deberían pelear entre ellos mismos,
entre Ejército y guerrilla, y no meterse con nosotros”, agrega con un gesto de
dolor extremo.
Leonardo Escué tiene 34 años, una hija de cinco y otro de dos. Su casa queda
a menos de 15 metros de la estación de Policía. Cuenta que ese día llegó de
Santander de Quilichao, donde vende helados, descargó sus cosas y cuando
se iba a tomar un tinto, empezó el hostigamiento. “Fueron ráfagas seguidas.
No hubo tiempo de nada. Sólo corrimos a resguardarnos en un cuarto. Los
niños ya saben qué hacer en estos casos. Acomodé la pipa de gas para que no
le diera una bala y apenas entraba al cuarto cuando sonó el estallido. Se
levantó una polvareda y cuando me puse de pie ya no había nada. Todo quedó
en el piso. Los niños se quedaron pasmados y aturdidos. Cuando me vieron
ensangrentado soltaron el llanto. Quedé sin casa. Ahora estamos viviendo en
una iglesia cristiana donde nos acomodaron en una pieza”, sostiene Leonardo.
Hay muchas versiones. Unos dicen que nadie esperaba el bombazo, otros que
desde el viernes se sabía que la guerrilla andaba cerca. Se rumora que a don
Humberto, habitante del pueblo, engañado le compraron la chiva en 20
millones. Otros dicen que se la robaron encañonado. Todos sostienen que es
un trabajador de Tacueyó y temen que lo acusen de cómplice del atentado.
Como también temen por el comentario del presidente Santos y el gobernador
del Cauca, Guillermo Alberto González, de tumbar casas. Sólo saben que les
tocó vivir en este pueblo caucano situado en las estribaciones de la Cordillera
Occidental, donde es normal la violencia. Asumen que el del sábado fue el
ataque más fuerte de los 15 que han vivido en los últimos 18 años, pero
entienden que no será el último. Cuando los periodistas y el Gobierno se
vayan, todo volverá a ser como dice la canción: “números rojos en la cuenta
del olvido”.
* Nombre ficticio
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