ROBINSON.—Me alegro de volver a Inglaterra, Viernes. Me alegro

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ROBINSON.—Me alegro de volver a Inglaterra, Viernes. Me alegro de irme de la
isla. No es mi isla. Creo que nunca fue mi isla, porque incluso entonces no entendí
que... Es difícil explicarlo, Viernes, digamos que no entendí lo que hacía contigo, por
ejemplo.
VIERNES.—¿Conmigo, amo? (risita). Pero si hiciste maravillas, acuérdate cuando
me cosiste unos pantalones para que no siguiera desnudo, cuando me enseñaste las
primeras palabras en inglés, la palabra amo (risita), las palabras sí y no, la palabra
Dios, todo eso que se cuenta tan bien en el libro...
ROBINSON.—Qué quieres, todo eso había que hacerlo para arrancarte a tu
condición de salvaje, y no me arrepiento de nada. Lo que no fui capaz de entender es
que alguien como tú, un joven caribe frente a un vetusto europeo...
VIERNES.—(Riendo). Tú no eres vetusto, amo.
ROBINSON.—No te hablo de mi cuerpo, sino de mi historia, Viernes, y es ahí
donde me equivoqué contigo cuando pretendí hacerte entrar en la historia, la nuestra,
por supuesto, la de la gran Europa, y muy especialmente la de la grande Albión,
etcétera (ríe irónicamente). Y lo peor es que hasta ahora me parecía bien, te imaginaba
identificado con nuestro modelo de vida, hasta que llegamos de nuevo aquí y a ti te
empeoró ese tic nervioso... Así lo llamas, por lo menos.
VIERNES.—Puede ser que se me pase, amo (risita).
ROBINSON.—Algo me dice que no, que ya no se te pasará nunca más. Pero es
curioso que el tic se agravara cuando llegamos a Juan Fernández, cuando de golpe
cambiaste, te encontraste con Plátano, y...
VIERNES.—Es cierto, Robinson. Muchas cosas cambiaron en ese momento. Y no
es nada al lado de lo que todavía va a cambiar.
ROBINSON.—¿Quién te ha autorizado para que me llames por mi nombre de pila?
¿Y qué es eso del cambio?
El leit-motiv se mezcla con una música de fiesta y los altavoces del aeropuerto; todo eso dura
apenas un instante.
VIERNES.—(Con una vo% más grave, más personal). ¿Por qué crees, Robinson, que
esta isla se llama Juan Fernández?
ROBINSON.—Bueno, un navegante de ese nombre, en el año...
VIERNES.—¿No se te ha ocurrido pensar que su nombre no es el mero producto
de un mero azar de la navegación? Tal vez no hay nada de casual en eso, Robinson.
ROBINSON.—En fin, no veo la razón de que...
VIERNES.—Yo sí la veo. Yo creo que su nombre contiene la explicación de lo
que te ocurre ahora.
ROBINSON.—¿La explicación?
VIERNES.—Sí, piensa un poco. Juan Fernández es el nombre más común, más
vulgar que podrías encontrar en lengua castellana. Es el equivalente exacto de John
Smith en tu país, de Jean Dupont en Francia, de Hans Schmidt en Alemania. Y por
eso no suena como un nombre de individuo, sino de multitud, un nombre de pueblo,
el nombre del «uomo cualunque», del Jedermann...
M
Rumor de fiesta popular, de multitud.
ROBINSON.—Sí, es cierto, pero...
VIERNES.—Y eso explica acaso lo que te ocurre ahora, pobre Robinson Crusoe.
Tenías que volver aquí conmigo para descubrir que entre millones de hombres y
mujeres estabas tan solo como cuando naufragaste en la isla. Y sospechar acaso la
razón de esa soledad.
ROBINSON.—Sí, creo que la sospeché mientras hablaba con Nora en el hotel; fue
como si de golpe pensara en tal como eras el día en que te salvé la vida, desnudo e
ignorante y caníbal, pero al mismo tiempo tan joven, tan nuevo, sin las manchas de
la historia, más cerca, tanto más cerca que yo del aire y los astros y los otros hombres...
VIERNES.—No te olvides que nos comíamos entre nosotros, Robinson.
ROBINSON.—(Duramente) No importa. Lo mismo estaban más cerca los unos de
los otros. Hay muchas maneras de ser caníbal, ahora lo veo con tanta claridad.
VIERNES.—(Afectuosamente). Vaya, Robinson. Y esto has venido a descubrirlo al
final de la vida, en el suelo mismo de tu isla. Ahora sabes que has perdido la facultad
de comunicarte, de conectarte con Juan Fernández, con Hans Schmidt, con John
Smith...
ROBINSON.—(Patético). Viernes, tú eres testigo de que yo quería salir a la calle,
mezclarme con la gente, que...
VIERNES.—No te hubiera servido de mucho con gentes como Plátano y sus
amigos, te hubieran sonreído amablemente y nada más. El gobierno quiso aislarte por
razones de Estado, pero hubieran podido ahorrarse el trabajo, lo sabes de sobra.
ROBINSON.—(Lentay amargamente) ¿Por qué volví? ¿Por que tenía que volver a
mi isla donde conocí una soledad tan diferente, volver para encontrarme todavía más
solo y oírme decir por mi propio criado que toda la culpa era mía?
VIERNES.—Tu criado no cuenta, Robinson. Eres tú el que se siente culpable.
Personal y vicariamente culpable.
ALTAVOZ.—Atención, embarque inmediato de los pasajeros con destino a
Londres. Se les ruega llevar en la mano los certificados de vacuna.
ROBINSON.—Sabes, casi quisiera quedarme ahora. Tal vez...
VIERNES.—Demasiado tarde para ti, me temo. En Juan Fernández no hay lugar
para ti y los tuyos, pobre Robinson Crusoe, pobre Alejandro Seikirk, pobre Daniel
Defoe, no hay sitio para los náufragos de la historia, para los amos del polvo y el
humo, para los herederos de la nada.
ROBINSON.—¿Y tú, Viernes?
VIERNES.—Mi verdadero nombre no es Viernes, aunque nunca te preocupaste
por saberlo. Prefiero llamarme yo también Juan Fernández, junto con millones y
millones de Juan Fernández que se reconocen como nos reconocimos Plátano y yo, y
que empiezan a marchar juntos por la vida.
ROBINSON.—¿Hacia dónde, Viernes?
VIERNES.—No está claro, Robinson. No está nada claro, créeme, pero digamos
que van hacia tierra firme, digamos que quieren dejar para siempre atrás las islas de
los Robinsones, los pedazos solitarios de tu mundo. En cuanto a nosotros dos (con
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Piones no esperan, Robinson, los aviones no
JULIO CORTÁZAR
Cortázar (Foto: Alberto jonquieres)
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Macho-Ratón, personaje de El Güegüence (Foto: Marco Contarelli)
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