19 LAS TRANSFORMACIONES SILENCIOSAS

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Índice
1. Desde otra perspectiva que la del sujeto - acción/transformación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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2. Bajo la transformación: la transición . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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3. La nieve se funde (o la idea preconcebida del Ser impide pensar la transición) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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4. ¿Hay un inicio de las modificaciones? . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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5. Transición o travesía - envejecer ya ha empezado . . . . . . . . .
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6. Figuras de la inversión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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7. Fluidez de la vida (o cómo lo uno es ya lo otro) . . . . . . . . . .
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8. ¿Había que inventar el «Tiempo»? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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9. Mitología del acontecimiento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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10. Del concepto que falta: histórico-estratégico-político . . . . . .
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¿De dónde viene aquello que se produce incansablemente ante nuestros ojos, aquello que es lo más efectivo, que es patente, ciertamente,
pero no se ve?
Es efectivo, sin duda alguna: tiene un efecto tan real que, a fin de
cuentas, es lo que sentimos más intensamente y nos asalta en pleno rostro. Porque no se trata de una invisibilidad interior, secreta, psicológica,
como la de los sentimientos; ni de la invisibilidad de las ideas, que la filosofía ha decretado de entrada que tiene otra esencia que lo sensible.
No, la invisibilidad de la que hablo es propia del «fenómeno» y paradójica: aquello que no cesa de producirse y de manifestarse abiertamente
ante nosotros –continua y globalmente– y, sin embargo, no discernimos.
Es discreto por su lentitud al mismo tiempo que demasiado quieto para
que lo distingamos. No produce un deslumbramiento súbito que cegaría
la mirada si surgiera; sino, por el contrario, algo más banal: se ofrece a la
vista en todos los lugares y todo el tiempo, y por eso mismo nunca lo percibimos. No constatamos más que el resultado.
Crecer, no vemos crecer: ni los árboles, ni a los niños. Pero un día,
cuando los volvemos a mirar, nos sorprendemos de que el tronco sea ya
tan grueso o de que el niño nos llegue ya a los hombros. Envejecer: no
vemos envejecer. No sólo porque envejecemos sin cesar y el envejecimiento es demasiado progresivo y continuo para que salte a la vista; sino
también porque todo en nosotros envejece. Todo: no sólo los cabellos encanecen, sino que también las ojeras se ahondan, los rasgos se abotargan,
las formas se ablandan y el rostro se vuelve inexpresivo. Y la piel cambia de color y se agrieta, a la vez que la carne se hunde y se afloja, etc. Lo
dejo. Hace mucho tiempo que, con ironía o piedad, en todas las literaturas del mundo, se describe el proceso del envejecimiento, y, por larga que
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sea la enumeración, nunca abarcará ese todo. «Todo», es decir que nada
se escapa de él: la mirada envejece y la sonrisa y el timbre de la voz y el
gesto de la mano; todo se encorva y, por supuesto, nuestro «porte», con
suelas de plomo, como dice Proust, que se pegan a los pies.
Ahora bien, como es todo lo que se modifica y nada es aislable, la manifestación de ese proceso, aunque ocurre ante nuestros ojos, no lo vemos. Quizá una mañana nos hayamos dado cuenta de que tenemos en la
sien algunos cabellos blancos que antes tenían color, pero, lo tomamos
como algo anecdótico. Porque no son los cabellos blancos los que nos
harán tener aspecto de viejo y que un día alguien se levante para cedernos el asiento en el autobús. No, es el «aspecto», es decir, es todo, está en
todo… Los que se someten a la cirugía estética, ¿no se han dado cuenta
de eso? Al intentar reparar el envejecimiento en el rabillo de los ojos o en
el rostro, aquél se vuelve más patente por contraste con la espalda encorvada o con el timbre debilitado de la voz. En resumen, esos pocos cabellos blancos no son más que un indicio accidental, tal vez un poco más
llamativo, de la «transformación silenciosa» que no vemos desarrollarse.
«Silencioso» es más exacto que invisible, incluso más expresivo. Porque no solamente esa trasformación no se percibe, sino que se produce
sin llamar la atención, sin alertar, «en silencio»: sin hacerse notar y como
independientemente de nosotros; se diría que no quiere molestarnos,
aunque es en nosotros donde sigue su trayectoria hasta destruirnos. Un
día encuentras una fotografía de hace veinte años y la impresión repentina es irreprimible. La mirada escrutadora se centra en la pregunta: ¿este
rostro es el mío? No soy «yo», ¿pero quién es, si no? Es verdad que poco
a poco me voy reconociendo en él, recomponiendo pacientemente los
rasgos, pero sólo de manera alusiva y desde fuera: ante la mirada perpleja, el «yo» se deshace. O, también, al cruzarnos con un amigo al que no
habíamos visto desde hace años: «… mantenía muchas cosas de antes.
Pero no podía comprender que fuese él» (Proust, al final de El tiempo recobrado).1
Al evocar cualquier cosa sin ningún motivo especial, como en esa última mañana en casa de la princesa de Guermantes, la literatura toma la
delantera a la filosofía porque pone de manifiesto lo que la filosofía
(europea) no ha pensado, pues ésta ha dejado de lado ese agujero, tan obvio, que surge de pronto en nuestra experiencia. Yo lo sé, claro está, al
cruzarme con el amigo o al mirar la fotografía, que es él, que soy yo, pero
al mismo tiempo no me lo creo. No es que pretenda dudar (la famosa
«duda» que nos lleva a la filosofía), pero ¿cómo llegar a aceptarlo, a persuadirme de ello? ¿Qué brecha se ha abierto entre los dos, que la razón
no consigue estrechar? ¿Qué carencia –o la carencia de qué– opone ahí
su resistencia? Incluso reconocemos que la pregunta que surge entonces
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y nos mantiene perplejos nos parece que repentinamente prevalece sobre
cualquier otra pregunta (con ella empezamos a tirar de un hilo desde lo
anodino y lo cotidiano, y presentimos que nos puede llevar demasiado lejos…). Y, sin embargo, ¿no será esa pregunta, en el fondo, la más importante? En cualquier caso, está claro que nos conduce, de pronto, a una
profundidad, una radicalidad, mayor que las demás al abrirse a lo imprevisto, como por descuido, a algo más verdadero que cualquier otra verdad. Es la pregunta más viva, la más clara, la más discreta.
Claro que se trata de una «revelación», como se suele decir en esa tesitura, pero en este caso no tiene nada que ver con una tentación mística,
porque lo que tenemos ante nosotros es tan patente que nos arrastra en su
remolino. «He envejecido.» Pero ¿es suficiente una palabra para decirlo?
¿O esa palabra es más «grande» que cualquier otra palabra? Porque, silenciosa hasta ese momento, la transformación se impone entonces de la
manera más estridente y brutal, y su efecto real nos salta en pleno rostro.
Eso es lo que se ha producido secretamente en mi «yo» (hasta el punto de
que ya ni hay «yo») y, sin embargo, ha escapado a mi conciencia. Algo
que expulsa repentinamente fuera de nosotros –como elementos abstractos o secundarios– los famosos problemas del conocimiento en los que
tanto se ha complacido la filosofía.
Notas
1. Le temps retrouvé, la Pléiade, París, 1954, III, p. 941 [trad. cast.: El tiempo recobrado, Madrid, Alianza, 2004; trad. cat.: El temps retrobat, Ediciones 62, Barcelona, 1990].
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