¿Deseo edípico o mandato endogámico?

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REV. DE PSICOANÁLISIS, LXV, 2, 2008, PÁGS. 379-389
¿Deseo edípico o mandato
1
endogámico?
Mauricio Abadi
Ya se sabe. Cuando alguien formula una de esas preguntas en las
que se ofrecen dos soluciones alternativas es porque, en su fuero interno,
ya tiene decidida la opción. Yo no soy una excepción a esta regla. La pregunta del título tiene, para mí, una respuesta. La anticipo para poder
luego desarrollar mi tesis sin un innecesario suspenso. Mi respuesta
es: deseo edípico y mandato endogámico.
En lo que hace a un mayor esclarecimiento del deseo edípico, solo
falta esperar que disminuya, hasta un nivel tolerable, el deslumbramiento enceguecedor del descubrimiento freudiano acerca del Edipo.
Podremos luego, quizás, aproximarnos más inquisidoramente a su problemática en el intento de esclarecer zonas oscuras del planteo freudiano. En ese nudo, para ser más exacto, en esa estructura que por su
tensión dinámica parece tener la endemoniada configuración de un nudo
inextricable y que Freud llamará “complejo de Edipo”, aparece por una
parte un elemento ligado a la pulsión, a la sexualidad infantil y significante, en fin, a algo del orden del deseo. Ese anhelo, deseo edípico,
tiende a repetir en la relación con la madre aquella satisfacción que la
pulsión exige y que la ausencia mitifica. Un montante de excitación y
su representante en el orden de lo psíquico, movidos por la nostalgia de
una irrepetible experiencia de satisfacción, tienden a buscar el acercamiento a la madre. La Hillflosigkeit, vale decir, la indefensión biológica y la consiguiente vivencia de desamparo, aumenta la dependencia
frente a un vínculo objetal no solo deseado, sino también temido. El deseo ya no es puro sino marcado por la angustia inherente al riesgo de
toda relación analítica. Contra ese deseo edípico se enfrenta la prohi-
1. Publicado en la Revista de Psicoanálisis, vol. 42 Nº 2, 1985.
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bición superyoica (por algo el superyó es el heredero del complejo de
Edipo), vale decir, la ley del padre, su “NO” al acercamiento a la madre
y su imposición de no subvertir el orden establecido en la escena primaria. Es el NO del orden cultural, es la interdicción propia del universo humano que configura una estructura fundante de la psicosexualidad y basada en el artificial (antinatural) principio que rige la
pertenencia de los bienes. Esto es mío y esto es tuyo. Esta mujer es
mía. Otra habrá de ser la tuya. En apariencia (o en una de las realidades menos inaparentes), la posesión y el derecho giran alrededor de un
bien: la mujer, la madre. ¿Y el hijo? ¿Qué de ese otro bien acerca del cual
se centra la lucha entre los sexos, la disputa por la hegemonía, con sus
múltiples derivados, la envidia del pene, la envidia de la capacidad procreativa, la rivalidad y, en último término, la lucha por la posesión del
hijo? ¿Qué acerca del sentido más profundo y latente de la prohibición que
implícitamente pesa sobre el intento de la madre de acercarse al hijo, de
retenerlo, recuperarlo, reinfetarlo y unirse a él en una alianza eventualmente disimulada? De eso –¿por la ley del patriarcado? – no se habla.
La prohibición superyoica, que está en el fundamento mismo de la
cultura, tanto que podemos hablar de una prohibición fundante de la
cultura, puede entenderse solamente a la luz de la transgresión. La
transgresión sustenta la estructura de la prohibición y esa transgresión
posible (ya que nada en la legalidad natural se opone a su realización)
es una transgresión que en apariencia (así por lo menos nos aseguran
los etnólogos) intenta violar la ley de todas las culturas: la ley de la interdicción del incesto. Incesto: unión prohibida de la madre con el hijo,
independientemente de su sexo. Lo importante no es que sea prohibida
por sexual, pienso yo. Lo importante es que esté prohibida. La fundamentación sexual de esa prohibición es tan solo una oportuna racionalización. ¿De dónde proviene esa prohibición? Ya está dicho. Es la ley
del Padre. Una ley exogámica no solo por invitar al hijo a buscar en el
exogrupo su pareja sexual, sino exogámica también por provenir, frente
al adentro materno –símbolo de la unión simbiótica madre e hijo–, de
“afuera” que es el ámbito del padre. (Si queremos llevar esta argumentación hasta su límite más extremo, diremos que el mandato exogámico es la ley de la cultura que reclama para su ámbito exterior a la
naturaleza lo que esta endogámicamente incuba en su interior).
De ahí que podamos calificar a aquella prohibición del incesto, por su
origen, como de mandato exogámico. Esto lo sabemos no solamente gracias a las investigaciones psicoanalíticas de Freud, que iluminó con una
luz nueva la problemática de las relaciones psicosexuales en el ser humano, sino que lo sabemos también por los aportes de antropólogos y etnólogos, quienes nos han demostrado, con Lévy-Strauss a la cabeza,
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que la ley de la interdicción del incesto es la ley universal común a todas las culturas y de alguna manera fundante del orden cultural: orden
del padre –por lo menos en las culturas patriarcales–. El tabú del incesto
y la ineludible y mágica sanción para el culpable le aseguran al “in casto”
(de ahí la palabra “incesto”) un “castigo”: la “castración” que, además de
hacerle expiar su culpa, lo hará forzosamente “casto” en el futuro. (Huelga
recordar al lector que castigo, castración y casto tienen una misma raíz
etimológica, la misma que la de su antónimo “in cesto”).
Ahora bien, llama de alguna manera la atención que Freud haya
aceptado el mandato exogámico como un hecho que, aun siendo sospechosamente manifiesto, no merecía al parecer ser investigado acerca
de su contenido o significado latente.
Cada vez que trata el sentido de la conducta, ya sea una norma social o un síntoma neurótico, Freud arranca de la consideración del contenido manifiesto y trata de desentrañar el sentido latente, oculto, inconsciente. Podemos preguntarnos qué pasaría si aplicáramos este mismo
procedimiento al estudio psicoanalítico del mandato exogámico.
Podría ocurrir, por ejemplo, que descubriéramos que lo que es exogamia en lo manifiesto de nuestras estructuras sociales y de nuestra
cultura representa, en el contenido latente y reprimido, algo muy diferente y quizás opuesto.
En segundo lugar, confieso que, si bien entiendo el sentido del mandato exogámico en cuanto solución transaccional entre el impulso edípico endogámico y la prohibición del incesto, a través del mecanismo
de desplazamiento hacia las mujeres del afuera, no puedo fácilmente
aceptar que todo se limite a esto.
Es sabido que en la conducta no solo del neurótico, en la que reconocemos un cierto corolario del deseo edípico, no siempre descubrimos el
placer, el goce y la satisfacción inherentes al cumplimiento, siquiera
en la fantasía, de un deseo inconsciente.
A veces el deseo edípico, aun siendo evidente, tiene características tales que llevarían a pensar, además, en un sometimiento del sujeto a una
norma que le es impuesta desde afuera. No siempre el sujeto se reconoce
en su deseo edípico aun después de desentrañar su sentido latente. Claro
que se podría suponer que esto es obra de la represión. Así como puede
afirmarse que es obra de la represión el hecho de que el cumplimiento,
siquiera desplazado hacia el afuera, del deseo edípico, produzca sufrimiento. Ese sufrimiento sería la consecuencia del castigo superyoico, aunque no se infrinja la interdicción al incesto, porque, podría argüirse, toda
exogamia es, al final de cuentas, endogamia, en la medida en que el desplazamiento metonímico hacia otra mujer no hace sino encubrir el vínculo inconsciente –ecuación simbólica– con la madre prohibida.
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Razón por la cual he acuñado, hace algún tiempo, el neologismo “sustitución criptotransgresiva” para hablar del cumplimiento del mandato exogámico, en el cual no veo solamente el acatamiento a la Ley
del Padre, sino también la velada y críptica realización del incesto.
Además, hay una consideración que nos tiene que llamar la atención y es la gran cantidad de situaciones sociales en que existe un verdadero mandato endogámico (los nacionalismos extremos, los fanatismos grupales, los racismos y la norma de ciertos grupos étnicos en los
cuales está prohibido el casamiento con personas que no sean de la
misma grey). Todo esto muestra claramente que el ser humano actúa
obedeciendo también a un otro mandato menos aparente, más disimulado, que le dice: no tienes que irte con otra, con la extranjera, con la
de afuera, tienes que estar con tu familia, con tu madre. En mi entender late allí, en el doble sentido de este hermoso verbo latino (latere es
estar oculto y palpitar), un imperioso mandato endogámico.
Si así es, cabe preguntarnos: ¿de dónde viene? De acuerdo con las
ideas que expuse, hace ya muchos años, en mi libro Renacimiento de
Edipo, se trata de un mandato básicamente materno.
En aquel libro decía yo que el complejo de Edipo solamente podía
entenderse si lo ubicábamos en el entrecruzamiento, en la intersección
de dos parámetros, uno que representaba (simbolizado por una coordenada vertical) la lucha generacional de padres contra hijos y de hijos
contra padres, y otro que representaba (simbolizado por una coordenada
horizontal) la lucha de los sexos, la lucha entre matriarcado y patriarcado, entre mujer y hombre, y afirmaba yo que lo fundamental de esta
lucha era lo “apostado”: el hijo. Ese hijo que ilusoriamente rescataba la
completud, el falo y la inmortalidad en el espacio y en el tiempo.
¿Envidia del pene? Sí, en cuanto símbolo que, desde la perspectiva
de la cultura patriarcal, denotaba y connotaba la superioridad y completud del varón. ¿Envidia de la procreación (según señalé en mi enfoque ya en 1960)? Sí, en cuanto desde aquellas culturas (cuyos residuos
actuales intuimos en la persistencia de rituales como la couvadé) la capacidad procreativa resulta ser lo más parecido a las potencias taumatúrgicas de un demiurgo. En último término, desde cualquier ángulo
que se lo mire, siempre se trata de la garantía contra la muerte, la nada,
la castración, la mutilación, el agujero, el cero y el vacío.
Por lo tanto, la lucha de los sexos es lucha por el hijo, motivada por
la angustia de muerte y por la fantasía mágica de que el hijo represente una garantía contra la muerte.
Ahora bien, esta es la razón, que de ningún modo se contradice con el
planteo freudiano de “falo y castración”, por la cual la madre le ordena
al hijo, desde antes de su nacimiento: “no me dejes, eres mío, serás mío,
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solamente mío”. Esa madre, en último término, estaría enunciando un
mandato endogámico, que en un determinado momento puede conjugarse
y potenciarse con el deseo edípico. Conjugarse y potenciarse con él. Pero
también disimularse detrás de él. La conducta posesiva, de dominio, de
retención, de contención, el “eres mío”, “eres una parte mía”, “te prohíbo
que me dejes”, “si me dejas eres culpable” (lo que llamé “protoculpa del
nacimiento impedido”) y “si me dejas te castigaré” (lo que llamé “la primera angustia persecutoria de reinfetación por parte de la madre”), todo
eso se disimula a menudo parapetado detrás del deseo edípico.
En cuanto al mandato exogámico, no lo vería solamente como un encubrimiento, un contenido manifiesto encubridor del mandato endogámico, sino que, en este planteo que corresponde a la fantasía de robo
del hijo por parte del padre, corresponde al intento paterno de aliarse
al hijo. Surge del padre que quiere adueñarse del hijo, que quiere quitárselo a la mujer, por significar para él ese hijo lo mismo que para la
mujer: la completud y la garantía frente a la angustia de muerte.
Ahora bien, en la medida en que reconozcamos la validez de este enfoque, nos daremos cuenta de que el deseo edípico puede estar o no estar presente. Pero, cuando está, se alía al mandato endogámico, y cuando
no está, el mandato endogámico actúa por sí solo. Del mismo modo podremos comprobar cómo el mandato endogámico, siempre presente,
pocas veces está manifiesto. Renegado por la fuerza de una voluntad
contraria, que sería la voluntad exogámica del padre que se impone al
mandato endogámico de la madre, persiste, acallado y silencioso, en
cuanto su vigencia en una estructura cultural de tipo patriarcal no podría legítimamente oponerse a la ley del padre.
Ese orden cultural, estructurado patriarcalmente, es aceptado por la
mujer, en función de una transacción que consiste en que puede tener
al hijo durante un determinado período a condición de cederlo al padre
(o a su cultura) en otro período; también por esa otra transacción, más
importante, que consiste en que ella puede tener al hijo de un determinado modo, con tal de renunciar a tenerlo de otro modo.
En último término, se procede con el hijo, en función de estas soluciones transaccionales, como si fuera un bien divisible. División en la
que no es difícil reconocer el germen de futuras escisiones yoicas. El hijo
intentará, a menudo vanamente, desprenderse de los requerimientos
inconscientes de la pareja parental, muchas veces desunida en sus deseos, para así pertenecerse a sí mismo. (Decía la divisa de Paracelso:
“Que no sea de otros el que puede ser de sí mismo [qui sui esse potest]”).
En esa división, en lo que hace a la posesión del bien filial, madre y padre tendrán derechos sobre aspectos diferentes del hijo. Este reconocerá
su dependencia frente a la madre y se someterá a ella en el marco de
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un cierto encuadre de la relación materno-filial, pero hay una parte de
él que es como si no perteneciera a la madre. Esa parte que corresponde al padre es el sexo y las normas que rigen la vida sexual.
Quiero decir que esta ley exogámica, ley estructurada desde la cultura, se opone a la ley endogámica, la cual tiene su modelo (?) y su fuente
de inspiración en el ámbito de la Naturaleza.
Esta oposición de ambos mandatos, exogámico y endogámico, se resuelve a menudo en una transacción, cuya principal característica es
la represión y la renegación que tienden a hacer inconsciente el secreto
reinado de la Diosa Madre.
Esa transacción está ya predeterminada desde los padres, desde antes de la inserción del niño en el universo simbólico. En este universo
la estructura de las relaciones objetales está determinada de un modo
tal que lo endogámico y lo exogámico tienen presencias y ausencias
predeterminadas.
Unas pocas palabras más para explicar, además, para qué existe la
ley exogámica, de acuerdo con mi teorización. En el contexto de mi teoría la ley exogámica es el modo, por parte del padre, de comunicarle
al hijo: no tienes que acercarte “sexualmente” a tu madre, solo para así
poder transmitirle el: “no tienes que ser de tu madre, no tienes que ser
el aliado de tu madre, tienes que ser el aliado mío”. El pacto de alianza
signado en la Biblia entre Abraham y Dios exige que Abraham, a partir de ese momento, habrá de ser el “hijo del padre” (en parte maternizado). A partir de ese momento, en la historia de la religión judía se
opera una metamorfosis por la que la figura de la Diosa Madre del Mediterráneo, deidad correspondiente a arcaicas culturas matriarcales, es
subsumida en la figura de un Dios Padre, Jehová, que pasa a tener
rasgos inaparentes y ocultos de figura materna, mezclados con rasgos
aparentes y encubridores de figura paterna. (En realidad, en ambos
casos, crípticamente, son la imagen de la pareja combinada). Es en ese
“momento” en que el Dios Padre hace una alianza con el hijo, para excluir (como ya sugerí en Renacimiento de Edipo) no al politeísmo o adoración de los muchos hijos sino para excluir a la diosa madre. Los muchos hijos simbolizan ahí, como un contenido manifiesto encubridor, a
la madre. El monoteísmo, que sustituye en apariencia al politeísmo, es
la expresión de incondicional fidelidad a un solo Dios Padre: un monoteísmo sin disimulo sustituye así a otro monoteísmo encubierto. A la fidelidad a una sola diosa-madre, monoteísmo teñido de politeísmo, porque a la madre con sus muchos hijos, símbolo de su fertilidad, la desplaza el nuevo credo paterno. Luego se constituye el pacto de alianza
entre padre e hijo; el padre le dice al hijo: “no volverás nunca más a
unirte con tu madre, a ser aliado de ella, cómplice de ella; te lo pro-
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híbo”. Luego la prohibición del incesto no es tanto para que no haya relaciones sexuales del hijo con la madre porque el padre esté celoso de
la madre y no quiera cedérsela al hijo, sino que el verdadero sentido latente de la prohibición del incesto es que el padre le prohíbe acercarse
a la madre porque está celoso del hijo y no quiere que la madre se lo
quite. Luego al mandato endogámico por parte de la madre: “serás siempre mío y no de tu padre” se opone la respuesta paterna del mandato
exogámico: “yo, tu padre, te ordeno mantenerte lejos de tu madre”.
Por supuesto, se me podría decir frente a este aluvión de conjeturas
que el material clínico sería aquí importante para probar que realmente
existe este mandato endogámico inconsciente. La finalidad de este trabajo estaría, sin embargo, plenamente alcanzada si logro plantear de
un modo coherente una conjetura, ofrecer una esclarecedora teorización
al respecto y estimular la tarea de verificación clínica.
Por el momento me basta con aportar una argumentación que, sin
desechar la tesis freudiana del deseo edípico, agregue una tesis más que
amplía su base de sustentación. Una consecuencia importante de tal
postulación es la posibilidad de interpretar la conflictiva intrapsíquica
como la resultante del encontronazo entre dos leyes que se inscriben,
ambas, en el registro superyoico de la conducta. Así a veces subsistirá
el mandato endogámico más allá de la vigencia del deseo edípico, en su
acepción erótica, y tendremos quizás una patología signada por una
homosexualidad masculina que tendrá el sentido de una rebelión al
mandato endogámico y de una adhesión tipo cortocircuito a la imposición exogámica.
La inversa también es cierta, o sea que la interdicción del incesto que
siempre surge por parte del padre pueda entrar en conflicto con un deseo edípico, que empuja al hijo hacia la madre, en contra del mandato exogámico. Esto sería el caso clásico que plantea Freud cuando habla del
complejo de Edipo del varón. Yo pienso, y no creo estar lejos de una correcta lectura de Freud, que esta es una de las cuatro posibilidades a tomar en cuenta y que todas, en último término, remiten al Edipo positivo
y al Edipo negativo del varón y al Edipo positivo y negativo de la mujer.
Algo corresponde ahora decir acerca de la tan mentada prohibición.
Su concepto es inseparable del de transgresión que la sustenta.
Se trata de comprender qué es prohibición y qué es transgresión.
Dejemos el punto de vista ingenuo de pensar que hay primero una prohibición, luego una transgresión, y que esa transgresión de la ley prohibitiva determina el sentimiento de culpa. Creo, haciendo una lectura
más estructuralista, que transgresión y prohibición se implican mutuamente y que no hay prohibición posible sin una transgresión que la
sustente, del mismo modo que no hay transgresión sin una prohibición
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violada. Una y otra se sustentan mutuamente, y esto es lo que me lleva
a decir a manera de paradoja y de boutade que el verdadero fin de la
prohibición es la transgresión. Con esto quiero decir que la prohibición
necesita de la transgresión. Esa transgresión, por supuesto, muchas veces no es real. Pensemos, por ejemplo, en la interdicción del incesto.
Pero yo no quiero simplemente decir que al no ser real es posible, o que
se da en el mundo de la fantasía. Quiero decir otra cosa, y considerar la
cuestión desde el punto de vista dinámico de la metapsicología. Desde
el punto de vista dinámico, la transgresión es una fuerza, o sea el deseo
edípico del niño de tener una relación sexual con la madre es un movimiento determinado, como Freud lo enseña, por una fuerza. Luego, no
es que la transgresión se cometa o se deje de cometer, sino que lo que
ocurre es que la transgresión y la prohibición son fuerzas que actúan una
en contra de otra, y del mismo modo que en física la acción produce una
reacción opuesta, así también es porque hay una transgresión que está
pujando para realizarse que se le opone una prohibición.
La prohibición necesita de la transgresión. Tal como si le dijera: “te
conmino a que te manifiestes y te opongas con todas tus fuerzas a mí,
que soy la prohibición, porque necesito de ti, de tu fuerza, de tu empuje
para violarme, para poder de este modo ser, existir. Ya que si llegara
en algún momento a desaparecer el empuje dinámico de la transgresión, no habría más prohibición. Empújame para que se cumpla esta
transgresión y para que yo, de este modo, al oponerme pueda existir, y,
al existir, pueda convertirme en el elemento fundante de una cierta estructura, de una cierta organización convencional que se llama “cultura” y que sirve simplemente para decir: esto sí, esto no”. Toda la cultura sirve para esto. ¿Por qué? Simplemente porque en el orden natural –tomemos, por ejemplo, la ley de la interdicción del incesto–, para
la endogamia, existe el sí y el no. Del mismo modo la exogamia en el orden natural es tanto sí como no. El orden natural no impide ni impone
ni endogamia ni exogamia. Es necesario poner un orden, para que se
dé esa estructura. Es necesario en este metafórico tablero de ajedrez
pintar recuadros de negro, otros de blanco, para que haya un tablero
de ajedrez. Luego es necesario poner un esto sí, esto no. Por ejemplo,
endogamia no, exogamia sí. Ahora tenemos un orden, pero este orden,
¿para qué es? ¿Es solamente para cumplir de alguna manera velada o
abierta con la interdicción del incesto? Yo no lo creo. Creo que todo ese
dispositivo que tiende a poner un cierto orden en la realidad tiene que
ver con dos palabras: mío, tuyo. Todo el orden que se trata de poner a
través de la cultura por encima del orden natural que desconoce lo mío
y lo tuyo es para que se pueda establecer una diferencia entre dos cosas, mía, tuya. Con todas las cosas y principalmente con las más im-
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portantes. Entre ellas, por ejemplo, la mujer de la casa, la madre. Allí
aparecerá una ley que dirá: la madre, no, esa es mía. Las mujeres de
afuera, exogámicas, tuyas. Este es el esquema al que también remite
todo intento de explicación de la exogamia. Huelga decir que, para mí,
no es del todo suficiente en la medida en que pienso que no hay un
mandato solamente exogámico, sino que hay también un mandato endogámico. O sea que el deseo edípico se alía siempre a un mandato endogámico, que, desde la madre, podría formularse como un imperativo
que dice: “serás mío y no serás de tu padre”. Por lo tanto, la ley exogámica es una ley paterna.
Dos palabras sobre perversiones
Heterosexualidad adulta normal y perversiones sexuales tienen en
común el hecho de ser modos externamente evitativos e internamente
violatorios de la ley paterna acerca de la interdicción del incesto. Para
eso acuñé el neologismo “sustituciones criptotransgresivas”. Son formas
de transgresión, que se diferencian las unas de las otras por la siguiente
característica: la heterosexualidad adulta es una sustitución criptotransgresiva que no solamente no viola la ley de la sociedad, sino que
además usa para expresarse el lenguaje genital. Las perversiones son
también sustituciones criptotransgresivas, pero la diferencia está en
que utilizan, para enunciarse, un lenguaje que corresponde a etapas
pregenitales de la sexualidad humana.
A mí me parece que si se tiene en cuenta la existencia de un mandato endogámico, todo se hace mucho más claro en la interpretación de
la conducta o del significado inconsciente de la condición humana. La
conducta parecerá determinada, no solamente por una lucha del deseo
contra la prohibición, sino también por una lucha de una prohibición
contra otra prohibición. La prohibición contra la endogamia, que proviene del padre y que se opone a la prohibición celosa frente a la exogamia, que proviene de la madre.
También hemos de oponer en nuestra comprensión de la conducta
del analizando el deseo edípico de unión con la madre al deseo edípico
de unión con el padre, que también existe y que no es mero acatamiento al requerimiento paterno.
Hablando del deseo edípico de unión con la madre, señalaba yo, en
Renacimiento de Edipo, que representa el intento de buscar la completud penetrando en la madre y renaciendo de ella más completo. Sin
embargo, debo también agregar que la madre representa un refugio
frente al padre en la medida en que este pueda ser sentido como muy
persecutorio y resuelto a adueñarse posesivamente del hijo.
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Al revés, cuando es el apego hacia el padre y al pene del padre, cuando
el deseo edípico está centrado en el pene del padre, se trata de la búsqueda en el padre de alguien que lo extraiga de la madre, que lo defienda de la persecución materna, que lo absuelva de la protoculpa del
nacimiento impedido, que lo proteja frente a la agresión retaliativa de
la madre que se sintió agredida y mutilada por su nacimiento y por su
transición al padre.
Quiero recordar de nuevo que ya en Renacimiento de Edipo decía que
no se puede hablar del complejo de Edipo positivo del varón como del
equivalente simétrico al complejo de Edipo positivo de la mujer. Ambos, varón y mujer, tienen frente al mandato endogámico una misma
reacción, que es la de buscar una salida soteriológica en los brazos del
padre. Lo cual hará de una niña una mujer heterosexual que vive su
Edipo positivo con el padre, y hará del niño un homosexual que buscará su salvación en el Edipo negativo con el padre.
Si se me preguntara cuál es el origen del mandato exogámico, diría
seguramente que es un mandato que nace de la actitud celosa del tercero
excluido frente a la pareja unida. Es el padre que, frente a la pareja madre hijo que ha logrado separar, dice: “prohíbo que se vuelvan a juntar”.
¿Hemos de pensar acaso que la cultura, o por lo menos la cultura
patriarcal en la cual se desenvuelven nuestras vidas, es el producto de
un ordenamiento social fundado en los celos, o sea organizado, estructurado de tal manera que el tercero excluido pueda siempre imponer
su ley que separa a los dos que integran la pareja?
¿Acaso debemos pensar que la estructura de la cultura patriarcal se
funda en separar para reinar, vale decir, separar a la madre del hijo
para imponer su mando?
Por otra parte, también podríamos preguntarnos qué pasa con el
origen del deseo edípico positivo.
Contesto. Para mí el deseo edípico nace de una pulsión sexual que intenta reeditar algo. Luego, una pulsión sexual revestida de una significación. Por lo tanto, no puedo pensar que la pulsión sexual se vincule al
cuerpo de la madre sin que esto tenga algún sentido, alguna intención.
Esta intención es “entrar” en el cuerpo materno de nuevo por dos motivos: a) porque siempre queda una nostalgia de ese primer domicilio,
en el cual se gozó de una determinada forma de vida, y b) porque el nacimiento significó un desgarramiento no solamente deseado por la criatura, que así se liberó de la cárcel materna, sino que también significó
un desgarramiento de la criatura misma que se sintió como escindida
(como Túpac Amaru), liberando una parte y dejando otra dentro de la
madre, por lo cual surge el deseo de volver a recuperarla.
¿Qué decir, entonces, del deseo edípico patrofílico? Pienso que este
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es, en el hombre, el deseo edípico negativo; en la mujer, el deseo edípico
positivo. Ambos significan el deseo de agarrarse, en el naufragio del
afuera, de un salvavidas. Ese algo, simbolizado por el falo del padre, es
la protección contra el torbellino de la vagina amenazante y reinfetante de la madre posesiva.
¿Debo acaso volver a repetir lo que tantas veces afirmé acerca del
sentido metafórico y no real de mis conjeturas? Por ejemplo, no es que
el niño haya nacido partido en dos, sino que todos nosotros nos sentimos incompletos y desgarrados y en parte alienados, y que todos buscamos desalienarnos, reuniéndonos con esa parte que se ha separado
de nosotros en el momento del desgarramiento inicial.
Si la exogamia es la ley de la cultura patriarcal y la endogamia es la
ley de la cultura matriarcal, quizá comprendamos que la clave para el
descifre no consiste en oponer naturaleza a cultura, sino una cultura a
otra cultura, del mismo modo que antes dije que no tenemos que oponer
deseo a prohibición, sino una ley a otra ley, disimulada pero aún vigente.
Como vemos, sigue siendo fundamental en todos los planteos una noción básica, que es la noción de conflicto. Únicamente se trata de saber
cuáles son los dos términos en conflicto. Lo que yo trato de hacer es de
completar el planteo de un conflicto heterogéneo entre deseo y prohibición, mediante el suplemento de otro conflicto, signado por la homogeneidad, que se puede dar, que se da, paralelamente, entre dos legalidades y dos culturas enfrentadas.
DESCRIPTORES: COMPLEJO DE EDIPO / DESEO / ENDOGAMIA / MANDATO / PROHIBICIÓN
/ PERVERSIÓN
DEL INCESTO
KEYWORDS: OEDIPUS COMPLEX / DESIRE / ENDOGAMY / MANDATE / PROHIBITION OF INCEST / PERVERSION
(Este trabajo fue seleccionado para su publicación el 30 de abril de 2008)
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