Homilía del P. Josep M. Soler, abad de Montserrat

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LA NATIVIDAD DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA
Homilía del P. Josep M. Soler, abad de Montserrat
8 de septiembre de 2010
Rm 8, 28-30; Mt 1, 1-16.18-23
Hoy celebramos una fiesta muy querida en Montserrat: el nacimiento de Santa
María. Lo encontramos representado, este nacimiento, en tres lugares muy
significativos de esta basílica: sobre el dintel de una de las puertas de entrada la de mi derecha-, en uno de los cuadros del presbiterio -en la fila de abajo
de mi izquierda- formando parte de las escenas de la vida de la Virgen que
continúan en los vitrales de las capillas laterales, y, aún, en uno de los paneles
del trono de la Santa Imagen. ¿Por qué, queridos hermanas y hermanos, esta
reproducción repetida? ¿Por qué tanta insistencia sobre este momento inicial
de la vida de María? Podríamos responder que es debido a que nuestra
basílica tiene como titular la Natividad de la Virgen y que nuestro monasterio
está puesto bajo el patronazgo de esta advocación mariana. Pero, nos
quedaríamos a medio camino con esta información. Porque, cabe aún otra
pregunta: ¿cómo es que los monjes antiguos eligieron este título de la
Natividad? La razón es que hay un vínculo muy profundo entre el nacimiento de
Santa María en tierra de Israel, hace más de dos mil años, y la presencia
espiritual -podríamos decir, de un modo imaginativo, "el nacimiento"- de
la Madre de Dios en Montserrat. Aquí, como en tantos y tantos santuarios del
mundo, María se hace espiritualmente presente, y continúa su misión de llevar
a Jesucristo al corazón de los creyentes invitándoles a hacer todo lo que él les
diga (cf. Jn 2 , 5).
Dios, por amor, ha llamado a la existencia a toda la humanidad. Y, tal y como
leíamos en san Pablo en la segunda lectura, la quiere hacer imagen de su Hijo
Jesucristo. Pero la humanidad se había desviado del proyecto de Dios sobre
ella. Ni siquiera el pueblo que había sido destinado a ser signo de la alianza de
Dios con todos los hombres y mujeres del mundo había correspondido,
globalmente hablando, a su vocación. Y se sucedían las generaciones sin que
fueran capaces de rehacer la situación. Dios, sin embargo, a pesar de esta falta
de correspondencia, no había desistido de su plan. Tal como acabamos de
escuchar en el evangelio de la genealogía de Jesús, Dios había ido llevando
adelante desde Abrahán y desde David hasta José de Nazaret, el esposo de
María, su proyecto de salvación. Quería restaurar la humanidad dividida,
sacudida por la violencia, deseosa de ser liberada del sufrimiento y de
encontrar consuelo para las lágrimas que brotan de tantos ojos. Quería hacer
camino, para conducirla amorosamente, con una humanidad que era incapaz
de encontrar por sí sola la salida de esta situación y superar el drama de la
muerte.
En este contexto de alcance universal, para preparar la venida del salvador del
género humano, el Hijo de Dios hecho hombre en el seno del Pueblo de la
primera alianza, Dios escogió a María. El escogió de entre este pueblo para
hacerla la más eminente de las hijas de Israel. La quiso, de una manera única,
imagen de su Hijo. María, pues, es fruto de la misericordia divina que quiere
consolar a la humanidad, restaurarla en su dignidad y llevarla a la alegría para
siempre en Cristo. Esta es la razón por la que hoy, en la conmemoración del
nacimiento de Santa María, la Iglesia extendida de Oriente a Occidente hace
fiesta y da gracias. Nos admira pensar que el nacimiento de aquella que tenía
que llevar a Jesucristo en sus entrañas ya apunta hacia nosotros; ya apunta
hacia el hecho de que el Hijo de Dios e hijo de María pueda ser hermano
nuestro y también nosotros lo podamos llevar en nuestro interior como fuente
de vida y de alegría. María es la puerta a través de la cual nos es concedido
conocer a Aquel que siendo todo amor nos llamó, nos justificó, y nos quiere
glorificar para que gocemos de él para siempre.
La elección de María se sitúa, efectivamente, dentro del plan de salvación que
Dios Padre había pensado antes de la creación del mundo, para otorgar en
Jesucristo toda clase de bendiciones espirituales (cf. Ef 1, 3) a favor de la
humanidad entera creada a imagen y semejanza suya. Esta bendición
espiritual de la que Dios Padre nos quiso llenar, encuentra una concreción
especial y única en la Virgen María destinada a ser la madre del Salvador. En
ella se ha manifestado desde el inicio de su existencia toda la gloria de la
gracia que el Padre nos ha concedido en su querido Hijo, Jesucristo (cf. Ef 1,
6). A este don tan particular, ella correspondió con una vida de fe confiada, con
la máxima apertura de corazón y con una respuesta libre y generosa que
implicó toda su existencia. Por eso María sobresale entre toda la humanidad en
la acogida del don de la gracia divina.
La celebración del nacimiento de Santa María nos debe hacer agradecidos por
este plan de salvación que Dios ha establecido en favor nuestro, tan admirable
que alguna vez nos cuesta entenderlo debido a su dinámica de muerte y de
resurrección. La celebración del nacimiento de Santa María, además, nos debe
mover a proclamarla bienaventurada por la intensidad con la que creyó y por la
generosidad de su donación como servidora del Evangelio de su Hijo. Pero,
para que sea cristianamente coherente, la celebración del nacimiento de Santa
María nos tiene que llevar, también, a reproducir en nuestra vida, en lo posible,
su disponibilidad al plan de Dios, su vivencia interior del Evangelio que se
traducía en una actitud generosa de servicio a los demás para poner en
práctica el mandamiento del amor. De esta manera nosotros, como Iglesia,
contribuiremos a llevar a cabo el anuncio del amor entrañable de nuestro Dios
por la humanidad entera. Una humanidad que no encuentra en los esfuerzos
de la ciencia y de la técnica, y menos aún en las ofertas de felicidad que le
propone la sociedad consumista, la respuesta a sus deseos más profundos.
Estos deseos, en último término, no pueden ser satisfechos con los criterios y
los recursos que nos ofrece el mundo sino sólo con la Palabra divina arraigada
en el corazón humano. Nosotros tenemos que ser testigos a partir de la
experiencia vivida, a pesar de nuestra fragilidad y nuestras sombras.
El amor de Dios por la humanidad se renueva ahora en la celebración
eucarística. Y si "las entrañas de la Virgen María" fueron "dichosas" porque
"llevaron al Hijo del eterno Padre", también lo seremos nosotros cuando lo
llevemos en nuestro interior después de recibir la Eucaristía. Que como ella lo
sepamos acoger, hacerlo vida de nuestra vida y ofrecerlo a los demás como luz
y como salvación.
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