Cuando las multas sustituyen al tabaco

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lunes 24 de octubre de 2005
EDICIÓN IMPRESA - Sociedad
Cuando las multas sustituyen al tabaco
Esta es una situación imaginaria, pero que puede acabar ocurriendo a partir del 1 de enero. Una
mujer sale de su casa sin ser consciente de que, en menos de nueve horas, puede haber
acumulado multas por importe de entre 661 y 11.200 euros. Y le puede pasar a cualquiera
TEXTO: GONZALO ZANZA
MADRID. Veintiocho años fumando, dos paquetes diarios, un cigarrillo cada 24 minutos. Cuando se duerme no fuma,
pero a veces ha soñado hacerlo. Dos hijos de 11 y 14 años y un trabajo de dependienta. Se llama Rosa. 42 años a
cuestas y... poco más. Ella es uno de los españoles que a partir del 1 de enero tendrá que cruzar puertas sin
chimeneas entre sus labios. Este es un ejercicio de futuro, anticiparse más de dos meses y ver qué haría Rosa el 2 de
enero en cualquier ciudad. Como cualquier otro ciudadano. En ocho horas habrá acumulado tres expedientes de
infracción y pagará entre 661 y 11.200 euros, según la bondad del ente sancionador.
No saldrá de su casa el día de Año Nuevo, fecha de la entrada en vigor de la nueva ley del tabaco. Preferirá quedarse
sola. Sus hijos están con su padre hasta la noche, cosas de las separaciones. Pero sí lo hará el siguiente, un lunes tan
vacío como otros. Sabe que ese lunes ya no podrá fumar en el almacén del trabajo. Sabe que tendrá problemas para
inhalar nicotina con su cuadrilla en muchos de los lugares habituales. Pero quiere estar preparada.
Intentos frustrados
Ella lo intentó hasta en tres ocasiones. La primera sólo con su voluntad. Malo, aguantó dos días. La segunda con
parches. Peor, resistió tres días, hasta que en un pub, un día que había conseguido «aparcar» a sus retoños en manos
seguras, decidió arrancárselo y suplicar un cigarrillo. La tercera tenía que ser la definitiva. Hasta fue al médico. Las
pastillas le sirvieron para recuperar sus pulmones 22 días. Resultado: 120 euros tirados (70 de los chicles y 50 del
fármaco). La mañana del día de Nochevieja, Rosa pidió cita con su médico de familia. No le quedaba más remedio que
dejarlo. Era viernes, se le reservó hora a primera del lunes. Iba a ser la cuarta vez que lo intentaba.
Llega el lunes y pide a su hijo de 11 años que le acompañe al bar a por churros. Franquea la puerta y sin
sorprenderse huele a frituras y tabaco. Los olores no habían cambiado, las voces sí. «El niño no puede entrar». Cara
de asombro. «Aquí se fuma, me pueden multar hasta con 600 euros si le pillan, perdona». El niño sale. Rosa consigue
la docena de churros. Con las vueltas intenta comprar tabaco. No puede. El dispensador las escupe. «Necesitas una
ficha», dice el camarero. Se la da, aunque empieza a estar harto de la maquinita. Por fin... lleva dos paquetes.
Regresa a su casa y desayuna. Los churros van acompañados de café, humo y nicotina. Lo hace frente a sus hijos, sin
disimulo. Espera a que llegue la asistenta, a quien le repugna el olor del tabaco y ya ha comenzado a pensar en cómo
decirle a su «patrona» que no aguanta más, que no quiere respirar en su lugar de trabajo el humo de Rosa. De su
casa al garaje, Rosa fuma en el ascensor. Malo. Vive en un octavo. En el tercero un vecino se suma al metro y medio
cuadrado. En dos segundos le amenaza con denunciarla, aunque no sepa a quién. Estrella el cigarro en el suelo. Le
podían caer de 30 a 600 euros.
Monta en su coche. Enciende otro cigarro. Sale, tuerce a la izquierda. Primer semáforo. Para. Un niño vende pañuelos,
otro asalta los parabrisas con un chorro de agua. Si no pagas puedes salir con otra raspadura en el coche. No tiene
miedo, sólo respeto. Paga, pero el niño le pide un cigarro. Se lo da. Mala suerte. Una patrulla de la Policía Local
contempla la escena. Arranca. A quince metros, es detenida. «No se puede dar tabaco a menores, es la nueva ley. Por
favor, el permiso de conducir». «¿Me va a multar?», inquiere Rosa. «Es la norma, lo siento, es una infracción grave, lo
que ha hecho está penado con multas de 601 a 10.000 euros», dice el policía. «¿Cómo?, lo siento, no lo sabía. Si no
le daba un cigarrillo me podía romper el espejo...». «Lo siento. Recibo órdenes. Prosiga su camino».
A Rosa no le queda más remedio que reanudar el camino. Pero no puede. Para el coche en el primer hueco que ve.
Piensa en el policía, en una multa que puede acabar con tres cuartas partes de su sueldo, en el mejor de los casos.
Tendrá que buscar un abogado. Y pagarle. Confía, al menos eso piensa, en que se apiaden de ella. Lo que está claro
es que debe dejar de fumar.
Llega al ambulatorio. Aparca. Enciende otro cigarro. Puede ser uno de los últimos. Vuelve a pensar en la multa y... no
puede ser... Consumido, cae sobre los adoquines. Entra. Tiene suerte, es la primera. Le espera una doctora. Le
cuenta: «Quiero dejar el tabaco, lo he intentados tres veces...». Sale, el consejo médico se ha resumido en una
receta, otra vez los mismos fármacos. Te coinciencias (sola), te preparas (sola) y decides el día en que se acaba el
humo (con la fuerza de voluntad, es decir, sola). Y pagas, eso sí, 50 euros, el fármaco no está financiado por el
seguro.
Las primeras horas en el trabajo
Monta otra vez en el coche. Enciende otro cigarro y se dirige al trabajo. Llega dos horas tarde, eso sí con permiso.
Saluda y entra al almacén a cambiarse. Como siempre enciende otro cigarro. En la tienda nunca se ha podido fumar
ante el cliente, éste sí. Uno de sus compañeros le grita: «No puedes, apágalo, estoy harto de chuparme vuestro
humo». «¡Calla, imbécil, ¿quién eres tú para decirme qué tengo que hacer?» Mala contestación.
Su compañero abandona el almacén. Ella se queda fumando. Cabreada. Pero él acude al enlace sindical y éste al
gerente del negocio. «O paras esto o aviso a la inspección de trabajo, a la empresa le caerá una buena multa (de 30 a
600 euros) y a ella, lo mismo». Rosa ya pliega vaqueros tras el mostrador. El teléfono suena. Es el gerente, quiere
verla. Sube media planta. Abre la puerta. «Rosa, o dejas de fumar o te pongo de patitas en la calle». «La ley dice que
no me puedes echar», dice. Malo. «Es la última vez que fumas en la tienda, ¿vale?».
Pasa una hora, se habría fumado ya entre tres y cuatro cigarros. No puede más. Sale a la calle. Hace frío pero da
igual, hay que vencer el mono, todavía no ha comprado las pastillas. Pasan dos horas. Y lo vuelve a hacer. Sale a la
calle, enciende un pitillo. El gerente también va fuera. «O vuelves ahora mismo o te pongo una falta por abandono de
puesto de trabajo». «Vete a la mierda», dice Rosa. Pasan tres horas, se aproxima el descanso. Otros 60 minutos sin
fumar. Ve cómo el encargado del almacén acaba su jornada. Y aprovecha. Malo. El enlace sindical está allí y ve cómo
ella enciende su cigarrillo. Resultado: primera denuncia ante la inspección laboral, a Rosa le pueden caer entre 30 y
600 euros, a la empresa otro tanto. El gerente empieza a pensar en cómo echarla con el menor coste posible.
En el restaurante
Por fin se acaba la mañana del dos de enero. Día aciago. Lleva dos sanciones; una multa de entre 601 y 10.000
euros, otra de entre 30 y 600, y lo que puede ser peor, el odio de su jefe. Cuando sale, recoge a dos dependientas
que trabajan en la tienda de al lado. Como siempre, acuden al mismo restaurante a por el menú del día. Cuando
entran notan algo raro. No huele a tabaco. Rosa enciende el cigarro. El propietario del local, de 150 metros
cuadrados, le dice que lo apague. «Aquí no se fuma. He tenido que preparar una zona de fumadores». «Pues danos
una mesa ahí».
Rosa y sus amigas se instalan. Las tres fuman. Mientras dan cuenta del postre, llegan al local dos inspectores de
Sanidad. Analizan si el restaurante familiar se ha adaptado a la normativa. Y no lo ha hecho aunque crea que sí, no
utilizando, además, la moratoria de la que legalmente dispone hasta el uno de septiembre. Primero: la zona de
fumadores no tiene un sistema de ventilación independiente del circuito general y el humo pasa al área donde no se
puede fumar. Segundo: la máquina expendedora sigue en la calle y sin fichas. Tercero: los inspectores han entrado en
el establecimiento porque han pillado a un menor comprando tabaco. Resultado: tres multas. Una por deficiente
instalación, de 601 euros a 10.000. Otra por no haber metido la máquina dentro y no cambiar el mecanismo, de otro
tanto, y una tercera, por el mismo importe, por permitir la venta a un menor. El propietario llora y suplica. Rosa le ve,
y piensa en lo que le puede caer a ella, nada parecido a entre los 1.803 y 30.000 euros que pueden arruinar al
hostelero.
El día es nefasto para los fumadores. Ella lo sabe y lo siente como algo propio. Se ha quedado sin dinero, acude al
cajero antes de volver al trabajo. Lleva un cigarro encendido. «Al menos se puede fumar en la calle». En la calle sí,
pero no en un cajero y más si hay dos dispensadores y uno está ocupado por uno de los inspectores que habían hecho
su «agosto» en el bar. Ella fuma mientras introduce su tarjeta de crédito.
Y van tres
A su lado, el inspector hace lo propio. Pero no sólo con su tarjeta, también con la misma cámara digital con la que ha
retratado las infracciones del bar. Un fogonazo deslumbra a Rosa, el inspector le ha pillado. Otro expediente
sancionador abierto. Y van tres, dos de 30 a 600 euros y otro de 601 a 10.000. De nada le sirven las súplicas, el
inspector parece regocijarse, no en vano es el mismo que un año antes había denunciado a un estanquero por
permitir fumar en su establecimiento. Rosa llora.
Sus amigas parecen no creérselo, ya han decidido no ir al concierto de jazz en el polideportivo porque tampoco se
puede fumar. De madre separada con dos hijos va a pasar a arruinada y con las mismas responsabilidades. Saca del
bolso el paquete de tabaco para coger un cigarrillo. Pero no, lo tira y lo aplasta con la bota. «Se ha acabado». Cuando
a las cinco de la tarde vuelve a entrar en la tienda ya es una ex fumadora, exhausta y en una situación muy peligrosa.
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