Creo en Jesucristo (3) CCE 638-679

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CURSO DE FORMACIÓN PERMANENTE [XI]
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
CREO EN JESUCRISTO
Los misterios de la vida de Cristo (desde la resurrección: 638-679)
Acontecimiento histórico y trascendente (638-647)
Tras el abajamiento de Jesús hasta los infiernos, vino la exaltación.
El Padre no abandonó a su Hijo Jesucristo en el abismo de la muerte, sino que lo glorificó. Rompió
las cadenas de la muerte y Cristo salió triunfante del sepulcro. Un sepulcro que, como vemos en los
relatos evangélicos, está vacío.
Los ángeles son los primeros en explicar el sentido de lo acontecido. Se lo comunicaron a las
mujeres aquella bendita mañana; les invitaron, de hecho, a no buscar más entre los muertos al que
vive.
Más tarde, Jesús resucitado en persona se apareció a las mujeres, y por último, al final de aquel
primer día de la semana, se encontró con los Once, reunidos en Cenáculo, atónitos por lo sucedido y
no queriendo creer a lo que las mujeres les decían: Hemos visto al Señor.
Nuestra fe confiesa, como nos recuerda el Catecismo, que Cristo vive. Vive con un cuerpo real y de
carne como el nuestro, pero que ya no está sometido ni al espacio ni al tiempo. Se trata de un cuerpo
glorioso que se presenta bajo formas diferentes y en lugares distintos y distantes entre sí. Es un
cuerpo que ya es todo de Dios, poseído por completo por su Espíritu y que participa de la gloria
propia de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, a la que permanece unida indisolublemente
por toda la eternidad.
Ciertamente el momento de la resurrección no fue presenciado por ningún testigo ocular. Nadie,
ni los soldados que custodiaban el sepulcro, vieron a Jesús salir de él. Cuando llegaron las mujeres,
se encontraron con que la piedra estaba movida y que el cuerpo ya no estaba. Jesús resucitado no se
dejó ver sino de unos pocos, que incluso llegaron a comer con él. Quienes le vieron recibieron la
misión de anunciar que estaba vivo, de dar testimonio de Él, de lo que hizo, de lo que enseñó y de lo
que nos mandó. Desde entonces, la Iglesia vive del testimonio de los apóstoles y hace resonar su
mensaje en todos los rincones de la tierra.
La Resurrección de Jesús es, por ello, la verdad culminante de nuestra fe. Es la verdad central del
cristianismo.
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La resurrección obra de la Santísima Trinidad (648-650)
La resurrección es una intervención trascendente de Dios en la creación y en la historia.
En la resurrección de Jesús no sucedió, como en otras obras de Dios, en las que se da
una concomitancia, o un actuar conjunto entre las causas naturales y la providencia divina. Como,
por ejemplo, cuando alguien se cura: Dios interviene devolviendo la salud al enfermo, mas, al
mismo tiempo, contamos con la eficacia de la ciencia médica y, por lo general, también con la
actuación de los fármacos. En la resurrección, sin embargo, no hubo intervención de causas
segundas. Todo fue obra de Dios. De ahí que se diga que fue una intervención trascendente suya. Se
añade, por otra parte, que fue en la creación y en la historia, porque, aun siendo el Verbo de Dios,
el que resucitó era un hombre exactamente como los demás, una criatura entre otras y un personaje
como tantos de la historia.
A continuación, el Catecismo nos indica que en la resurrección de Jesús actuaron las Tres personas
a la vez, aunque cada una dejó huella de su originalidad:
Las primeras confesiones de fe, las que están recogidas en los escritos del Nuevo Testamento,
cuando hablan de la resurrección, atribuyen todo el protagonismo al Padre. De Él se dice que
resucitó a Jesús de entre los muertos. Frase ésta que se convierte en las cartas de san Pablo, como
una especie de aposición al nombre mismo de Dios: Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que lo
resucitó de entre los muertos. Con toda razón, por tanto, el Catecismo habla, en primer lugar, de la
originalidad de la intervención del Padre en la resurrección del Hijo. El Padre resucitó al Hijo hecho
carne, y, de este modo, introdujo en el seno de la Trinidad a la humanidad entera, pues es Jesús
quien resucitó, pero, a su vez, con Él resucitamos todos.
Sin embargo, se puede decir igualmente del Hijo que resucitó con su propio poder y virtud. Jesús,
de hecho, anunció que tenía que padecer y morir, pero también que iba a resucitar, dándole a este
término un sentido activo. Afirmó asimismo que tenía poder tanto para entregar la vida como para
recuperarla. Por eso, la resurrección es atribuible a la acción misma de la segunda Persona de la
Santísima Trinidad, que tenía poder y virtud para vencer a la muerte, y así sucedió.
La resurrección es vista en los escritos del Nuevo Testamento como una manifestación singular del
poder del Espíritu Santo: el poder y la fuerza de Dios que actuó en Jesús para rescatarlo de la
muerte, y que también actúa en cada uno de los creyentes para rescatarlos de sus propios pecados y
que, en su momento, también actuará para arrancarnos de la muerte, dando vida a nuestros cuerpos
mortales.
Por último, nos explica el Catecismo que si en la muerte de Jesús, la divinidad de la Segunda
Persona de la Santísima Trinidad permaneció unida tanto con su cuerpo como con su alma, aunque,
en virtud de la muerte real, cuerpo y alma estuvieron separados, luego, en la resurrección, cuerpo y
alma volvieron a unirse, gracias a que la naturaleza divina es una sola y, de por sí, es indivisible.
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Sentido y alcance salvífico de la resurrección (651-655)
Comienza el Catecismo recordándonos la frase de san Pablo en la primera carta a los Corintios:
«Si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, y vana es también vuestra fe».
Efectivamente, si Cristo no hubiera resucitado no tendría ningún sentido hablar de Él para suscitar
la fe y la confianza en Él. Insistimos en este punto porque siempre ha habido intentos, y también
existen hoy en día, de diluir en el cristianismo todo lo que suene a trascendencia (y la resurrección,
como decíamos el domingo pasado, es un hecho trascendente donde los haya). Se quiere reducir la
fe cristiana a una doctrina filosófica más, o sea, a un modo, entre muchos, de entender la vida; y se
intenta, al mismo tiempo, presentar las opciones y los valores cristianos como una opción ética más
entre las muchas posibles. Como cualquier otra ética, la ética cristiana debería limitarse a proponer
unos criterios de comportamiento o normas de conducta, que prohíben unas cosas y permiten e
invitan a hacer otras. Pero ni las obras buenas ni las malas tendrían una trascendencia capaz de
traspasar los límites del espacio y el tiempo, del momento y de la historia humana. Hablar de
premios eternos o de castigos eternos sería el mayor de los absurdos para la mentalidad
inmanentista.
Al quitar o amortiguar el sentido trascendente de la vida, espacio y tiempo pasan a ser absolutos, y
todo lo demás es relativo al momento y a las circunstancias; y lo que hay que hacer es amoldarse a
ellas. Entonces, cada cual es muy dueño de hacer lo que mejor le parezca, sin preocuparse de si hay,
o no, alguien por encima o más allá del espacio y el tiempo que me pueda pedir cuentas, y a quien
deba rendir cuentas.
Mas la resurrección es un acontecimiento que nos hace trascender el espacio y el tiempo. Hay
“Alguien” que está más allá y por encima del aquí y del ahora. La resurrección, por tanto, nos habla
de que Dios existe. Y nos dice también que los justos, los que creen en Dios, los que esperan en Él,
los que lo arriesgan todo por Él, como lo hizo Jesús, pueden vivir confiados.
La resurrección de Cristo, tal y como anuncia Pedro en la mañana de Pentecostés, es el modo que
tiene el Padre de reivindicar que era verdad cuanto Jesús había dicho y enseñado acerca de sí
mismo, acerca de Dios, acerca del templo, acerca de la Ley, acerca del sábado, etc.
Pero también, porque Jesús resucitó, podemos decir que era verdad lo que le dijo el Ángel a María:
«Heredará el trono de David, su padre y se llamará Hijo de Dios». También era verdad lo que
dijeron los ángeles en el momento de su nacimiento: «Os ha nacido el Mesías, el Señor». No mintió
la voz del Padre que lo proclamó por dos veces su Hijo amado, el predilecto. Con razón Pedro le
confesó como el Mesías, el Hijo de Dios Altísimo. Y no dijo tampoco ninguna tontería aquel
centurión romano que le vio morir de muerte tan ignominiosa en el patíbulo de la cruz, y que, sin
embargo, no dudó en proclamar: «Verdaderamente éste era Hijo de Dios».
En definitiva, cuanto la Iglesia enseña sobre Jesús como Salvador, como Mesías y como Hijo de
Dios, descansa y se apoya en un hecho trascendental, pero innegable, y es que resucitó. Si quitamos
la resurrección, el resto del edificio se nos derrumba.
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La resurrección, como nos recuerda el Catecismo, nos da la prueba definitiva de la autoridad divina
de Jesús. Hemos, pues, de escucharle como quien escucha al Padre que lo envió. Hemos de acoger
sus enseñanzas, sabiendo que son palabras de vida, y de vida eterna. Y hemos de desear estar unidos
a Él, como lo están los sarmientos a la vid, para poder vivir la vida de Dios que se nos ha regalado.
Los efectos de la resurrección
A partir del número 654, el Catecismo nos dice que Cristo por su muerte nos ha liberado del pecado
y por su resurrección nos ha abierto el acceso a una nueva vida. Es decir, dejamos de contemplar al
resucitado y comenzamos a contemplar los efectos que el resucitado y la resurrección causan en la
humanidad.
La razón de causa-efecto que existe entre el resucitado y la humanidad, no lo olvidemos, viene dada
porque, quien resucita es el nuevo Adán. En Jesús estamos representados todos los hombres, por eso
lo que le sucede a Él repercute en todos nosotros. Y el resucitado ha vencido a la muerte, cuyo
origen no es otro que el pecado; por tanto, Cristo, al vencer a la muerte, ha vencido al pecado. Y,
dado que por el pecado la humanidad había roto la comunión con Dios y prefería vivir lejos de Él y
de su amor; ahora, al resucitar Cristo y ser exaltado a la derecha del Padre, con Cristo toda la
humanidad entra en las mansiones eternas.
Esta doble realidad que produce en la humanidad la resurrección de Cristo: victoria sobre la muerte
y acceso a Dios, se conoce también con dos términos de una honda tradición teológica: justificación
y filiación.
¿A qué llamamos justificación? Pues al perdón de los pecados obtenido por gracia de Dios en virtud
de que Cristo se ha puesto en nuestro lugar y, ofreciéndose como víctima por nuestros pecados, a
los que éramos injustos y pecadores nos ha hecho justos y santos.
La humanidad ha sido recreada, nuestra naturaleza pecadora ha sido transformada completamente,
pasamos del hombre viejo, dominado por las pasiones, al hombre nuevo, sobre quien ha sido
derramado el Espíritu Santo y, que, gracias al Espíritu, da muerte en él al pecado y vive en la
libertad de los hijos.
Gracias a que hemos sido justificados, y sin mérito alguno por nuestra parte, podemos iniciar
el camino de vuelta a la casa del Padre. El Dios que nos amó primero, nos anuncia su perdón,
nos arranca del pecado y nos invita a caminar en verdadera libertad. A esta iniciativa divina
el hombre tiene que responder, por eso forma parte del misterio mismo de la justificación la
respuesta del hombre pecador. Cada uno de nosotros está llamado a colaborar, o sea, a asentir desde
la fe a la voluntad de Dios, aceptando los caminos que la providencia divina nos propone como
caminos de salvación. Esta cooperación, que es también sostenida y animada por el Espíritu Santo,
es necesaria para que el hombre justificado pueda alcanzar la plena posesión de la vida divina.
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Y, además de la justificación, el Catecismo habla de la filiación. Si, gracias a la resurrección
gloriosa de Cristo, Jesús vuelve a su Padre. Un Padre, que, como le dijo a María Magdalena en la
mañana de Pascua, es su Padre y el nuestro: «Subo al Padre mío y Padre vuestro».
Esto es lo más maravilloso que le ha podido suceder a la humanidad. Jesús nos ha regalado la
condición que desde toda la eternidad Él poseía como Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Si
Él es el Hijo, nosotros somos hijos de Dios en Él, porque en Él vivimos, como los sarmientos viven
gracias a que están injertados en la vid.
Sabemos, además, que somos hijos porque Jesús no se ha avergonzado de llamarnos hermanos. y, al
igual que quiso que participáramos de su condición divina, tuvo a bien compartir con nosotros
la condición humana. Y, cuando subió cielo, subió ya no sólo como Hijo eterno de Dios, sino
también como Hijo del hombre, aquel que fue engendrado y nació del seno virginal de María.
También nosotros resucitaremos
En el número 655 ya no se nos habla del Resucitado, sino de nuestra resurrección. En concreto se
nos dice que la resurrección de Cristo —y el propio Cristo resucitado— es principio y fuente de
nuestra futura resurrección.
Vamos a detenernos para comentar brevemente este punto:
Puesto que el que resucita es el nuevo Adán, que es Hijo de Dios y, al mismo tiempo, Hijo del
hombre, al resucitar Jesús, con Él, resucita toda la humanidad. Parafraseando a san Pablo, podemos
decir que lo mismo que el pecado del primer hombre trajo la muerte a todos, y todos morimos,
el triunfo de Cristo trajo también la vida para todos; y, porque Cristo resucitó, sabemos que
no moriremos para siempre.
Es importante subrayar este aspecto porque la fe en la resurrección de Jesús incluye necesariamente
creer que nosotros también resucitaremos; ambas cosas están unidas con una relación de causaefecto. Hemos de hacer caso a la advertencia que hacía san Pablo a los de Corinto y tener muy claro
que, si no creemos que los muertos resucitan, tampoco Cristo resucitó, y, entonces, dejamos a Dios
por mentiroso, porque enseñamos que resucitó a Jesús, lo cual no es verdad si nosotros
no resucitamos.
La trascendencia de esta verdad de fe es mucha. Al confesar que, al igual que Cristo resucitó,
nosotros también resucitaremos, estamos afirmando que la salvación no se limita tan sólo al perdón
de los pecados; va más allá. La salvación supone que la condena de muerte que pesaba sobre
la humanidad quedó abolida y, a cambio, Jesús, tal y como explicó en sus parábolas, nos introduce
en el Reino de Dios, su Padre, y nos sienta a su mesa, para que comamos y bebamos con Él en
el banquete celestial por toda la eternidad. La esperanza de que nosotros también resucitaremos
descansa, pues, en el hecho de que realmente somos de Cristo. Y Cristo, al resucitar, no nos
ha abandonado, al contrario, nos ha querido llevar consigo para que estemos siempre donde está Él.
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Por eso hacemos bien creyendo, y es justo que así lo hagamos, que, si Cristo resucitó, también
nosotros resucitaremos con Él. Si no creyéramos en que vamos a resucitar, nuestra fe en
la resurrección de Jesús sería incompleta y no habríamos entendido nada de quién es Jesús,
ni tampoco cuál fue la misión que el Padre le encomendó. Pues Jesús vino para darnos vida y vida
eterna, y el Padre quería que no perdiera nada de cuanto le confió, sino que lo resucitara en
el último día. Hemos de confiar, por tanto, en que, al igual que Cristo venció, nosotros también
venceremos y viviremos con Él para siempre en las moradas que nos preparó en la casa del Padre.
Para que nuestra fe en la resurrección final no decaiga, sino, al contrario, se afiance día a día, el
Señor resucitado ha querido dejarnos su Espíritu, el Espíritu Santo. Cristo realmente habita en
el corazón de los fieles por medio del Espíritu, el mismo Espíritu por medio del cual el Padre
resucitó a Jesús de entre los muertos y que vivificará igualmente nuestros cuerpos mortales.
Mientras tanto, mientras llega la resurrección en el último día, el Espíritu actúa ahora en el corazón
de los fieles, dando muerte al pecado y haciéndolos vivir para Dios. Sí, en el momento presente,
gracias a la acción del Espíritu Santo, vamos experimentando la fuerza de la resurrección, que nos
hace pasar de la muerte a la vida, del hombre viejo al hombre nuevo, de pecadores a justos. Ésta es
precisamente la mejor prueba que el Señor nos ha podido dar para que creamos en que también
nosotros resucitaremos. La prueba consiste en que ahora ya, en el tiempo presente, gustamos y
saboreamos los efectos de su fuerza vivificadora.
Jesucristo subió a los cielos ... (659-664)
El número 659 del Catecismo arranca con el versículo del evangelio de san Marcos, que da noticia
de la ascensión de Jesús a la derecha de Dios, tras haber estado con sus discípulos después de
su resurrección durante unos cuarenta días.
La Iglesia siempre entendió que la glorificación de Jesús se produjo al mismo tiempo que su
resurrección. Se apoya para afirmarlo en los datos que se desprenden de los relatos de encuentro
con el resucitado. En ellos se ve claramente que el cuerpo de Jesús goza de propiedades nuevas y
sobrenaturales, pero, puesto que, para suscitar la fe en sus discípulos incluso llegó a comer y beber
familiarmente con ellos, pues hay que reconocer también que su gloria quedaba como velada bajo
los rasgos de una humanidad todavía aparentemente ordinaria. De hecho, en los relatos sobre
la ascensión que se encuentran en los evangelios sinópticos y también al comienzo del libro de los
Hechos de los Apóstoles, aparecen claramente elementos como la nube, el cielo, la derecha de Dios
y la aparición de los ángeles, que revelan que Jesús ha entrado para siempre en el santuario
celestial; y allí permanecerá hasta que vuelva aparecer glorioso al final de los tiempos.
El que entra triunfante en el cielo es el mismo que se encarnó en el seno de María, la Virgen, y
se hizo hombre, en todo semejante a nosotros menos en el pecado.
Al subir a los cielos como hombre verdadero, Jesús ha abierto a toda la humanidad aquellas mismas
puertas que fueron cerradas después del pecado de Adán. Ahora ya sí que nuestra esperanza de vida
eterna tiene un fundamento verdaderamente sólido sobre el que asentarse. Si Cristo, que es la
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Cabeza de la nueva humanidad, ha penetrado en los cielos, estamos seguros de que también
nosotros, los miembros de su Cuerpo, allí estaremos con Él para siempre.
Jesús así lo había prometido en su predicación: «Cuando sea levantado sobre la tierra, atraeré a
todos hacia mí». El ser levantado sobre la tierra, como señala el Catecismo en el número 662,
significa tanto el momento de la cruz, como el momento de la exaltación de Jesús a los cielos.
Lo cual quiere decir que Jesús en virtud de su misterio pascual ha comenzado a ejercer
el sacerdocio definitivo a favor de todos los hombres. Con su muerte en cruz nos ganó para Dios;
ahora, sentado a la derecha del Padre en el cielo, intercede por nosotros para salvarnos
definitivamente. De hecho, la liturgia de la Iglesia, por la que se glorifica a Dios y se pide
la salvación de los hombres, no hace otra cosa sino unirse a la intercesión eterna que Jesús ejerce
por nosotros ante el Padre.
Al mirar a Jesús y verle sentado a la derecha de Dios, reconocemos y creemos firmemente que se
ha inaugurado ya para siempre el reino de Dios. El Padre ha aceptado gustoso la ofrenda del Hijo.
Su Hijo eterno, consustancial y eterno como Él, y que ahora está sentado “corporalmente” a
su derecha.
Esta glorificación de la humanidad de Cristo, por encima de los Ángeles y de todas las potestades
celestes, nos lleva a creer con mayor seguridad en las promesas del Reino que hicieron los profetas
y las que el propio Jesús anunció a lo largo de su vida y en su predicación: Es verdad que el Padre
ha dispuesto para nosotros un Reino, es verdad que todos estamos llamados a él, es verdad que
el Reino vale más que una perla preciosa o que un tesoro riquísimo, es verdad que el Reino crece y
crece hasta formar un arbusto frondoso en el que anidan las aves del cielo, y tantas otras cosas.
Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos (668-679)
El Catecismo divide en dos partes lo concerniente a este punto del Símbolo de la fe.
La primera, que abarca los números 668 al 672, se fija en la esperanza última de la fe cristiana:
Jesús volverá en gloria. Y la segunda, números 678 y 679, se centra en el objeto de esa vuelta:
Jesús volverá y juzgará a vivos y a muertos.
La Iglesia confiesa que Jesús volverá al final de los tiempos lleno de gloria, porque está convencida
de que el triunfo de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte no sólo consiste en que Jesús
haya entrado definitivamente en los cielos y allí lo único que hace es esperar a que lleguemos
los demás. El triunfo y la victoria de Cristo inciden también sobre la realidad de este mundo y sobre
esta tierra. La Iglesia es mirada como el cuerpo de Cristo, el mismo que está ya en los cielos,
pero cuya presencia continúa también aquí en la tierra como germen segurísimo y comienzo del
Reino de Dios.
Este mundo, la realidad presente, la creación entera, están afectados por el pecado de los hombres,
pero, al mismo tiempo, han sido asumidos por Cristo en su encarnación; y ahora, en virtud de la
ascensión de Jesús a los cielos, son portadores de un germen segurísimo de vida nueva, de plenitud
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y de santidad. Y la iglesia, los cristianos que vivimos ahora en este mundo, estamos llamados a ser,
y somos, sacramento de su destino final: el Reino celestial.
Por eso, aunque las fuerzas del mal ataquen e intenten ahogar la esperanza definitiva de que todo
será transformado, los cristianos, porque creemos que Jesús está en el cielo y volverá, debemos
aguardar a que se cumplan definitivamente las promesas.
Ese aguardar se traduce, primeramente, en pedir anhelantes que pronto se realice y gritar para que
el reino de justicia, de amor y de paz que Dios prometió por boca de sus profetas. venga y
se cumpla.
En segundo lugar, hemos de dar prueba de nuestra esperanza, comportándonos de forma coherente
con lo que anhelamos, hemos, pues, de luchar para que el plan de Dios se realice aquí en la tierra
como en el cielo, y también hemos de colaborar con todos aquellos que promueven en este mundo
la justicia, la paz, la verdad y el bien, sean de la nación que sean.
No sabemos cuándo será el momento de la vuelta gloriosa de Cristo, pero estamos convencidos de
que llegará. Antes de que llegue, la Iglesia, como recuerda el Catecismo en el número 675, deberá
pasar persecuciones y muchos intentarán extraviar a los hijos de Dios. En medio de esas pruebas,
aunque haya momentos en que todo se pueda dar por perdido y no haya lugar para la esperanza,
el Señor vendrá y derrotará definitivamente a todos sus enemigos. Él será el verdadero y único
vencedor. Cuando Jesús venza, aparecerá junto a Él, también llena de gloria, su esposa, la Iglesia.
El Cristo glorioso hará descender del cielo a la Jerusalén celestial engalanada para las bodas con el
Cordero.
El triunfo último de Cristo supondrá que salga a la luz todo lo bueno y lo malo de la conducta de
cada uno, incluso lo que haya quedado secreto en lo oculto de los corazones. Seremos juzgados por
nuestra fe: si hemos creído, o no, en Jesús como el Hijo de Dios, como el Mesías, como el Salvador.
Seremos juzgados asimismo por nuestra conducta con respecto al prójimo, porque no podemos
decir que amamos y creemos en Dios, a quien no vemos, si no amamos y servimos a nuestro
prójimo a quien vemos.
Ante el juicio del Señor Jesús, nada hemos de temer. Como Él dijo, no vino para condenar al
mundo, sino para que el mundo se salve por medio de Él. Y el juicio será de salvación para cuantos
hayan creído en Jesús.
Que, por tanto, la fe y la esperanza nos muevan, sobre todo, a amar. Quien ama cumple la Ley
entera, y el que ama a Dios cumple sus mandamientos. Si amamos, nada hemos de temer; al
contrario, cuanto más amemos más desearemos que el Señor resucitado vuelva y nos haga gozar de
lo que aquí en la tierra hemos creído, hemos esperado y hemos amado sin haber visto. Cuando Él
vuelva y nos invite a tomar posesión de su Reino, entonces comprenderemos que hicimos muy bien
en creer, en esperar y amar, aun en medio de tantas dificultades, pruebas y persecuciones.
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