ASUNCIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA

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ASUNCIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA
Homilía
La primera lectura de la Misa del día nos presenta el final del capítulo 11 y
parte del 12 del Apocalipsis. Primero se nos muestra el santuario, que no es ya el santo
de los santos del templo, sino el santuario del Cielo y en él el Arca de la Alianza. Según
2 Mac 2,7, Jeremías había ocultado el Arca de la Alianza que, de acuerdo a
interpretaciones rabínicas, reaparecerá al final de los tiempos, o como dice el texto:
“cuando Dios reúna a su pueblo y le sea propicio”. ¿Qué contenía el Arca de la Alianza?
Maná, las Tablas de piedra de la Ley y la vara de Aarón. Pero atención,
inmediatamente después del Arca aparece la Mujer, figura portentosa “vestida de sol, la
luna por pedestal y coronada con doce estrellas”.
Ya desde la época de los primeros Padres de la Iglesia se personificó a esta
Mujer en María, la Madre del Señor. Entre las razones que la avalan están que esa
Mujer “da a luz un Hijo varón, el que ha de regir a todas las naciones con cetro de hierro”, y
ese Hijo no es otro que el Mesías, o sea Cristo. Está vestida de sol porque está
revestida de la maternidad divina y es Reina, Madre del Rey. Coronada con doce
estrellas que aluden tanto a las doce tribus de Israel, por ser Hija de Sión, como a los
doce apóstoles de la Iglesia.
Quienes negaron que la Mujer fuera María se apoyaron en que en el pasaje dice
que sufría los dolores del parto. Ciertamente que no pueden ser los del parto de Jesús
ya que Ella no sufrió ningún dolor, pero sí el parto de los hijos que recibió en la Cruz,
cuando su Hijo la hizo Madre de todos nosotros. “Mujer, he ahí a tu hijo”, le dice
Jesús agonizante refiriéndose a Juan, el Discípulo amado y en él a todos nosotros. Y la
llamó “Mujer”, como en esta visión del Apocalipsis. “Mujer”, nos recuerda el pasaje del
llamado Protoevangelio, Gen 3,14: “Pondré enemistad entre tu linaje y su linaje, ella te
pisará la cabeza mientras acecharás tú su calcañar”, le dice Dios a la serpiente, o Satanás. Y
aquí vale la pena detenerse para ver cómo a través de ese término “Mujer” se está
develando el misterio de María. Comentan los entendidos que, en la versión original
hebrea del Génesis, hay una lucha entre el bien y el mal sin solución de continuidad y
que no está determinado quién ha de ser que aplastará la cabeza a la serpiente. En la
versión griega, la Septuaginta, hay una identificación, es alguien del linaje de la Mujer,
es decir que ya ahí está presente la redención mesiánica. En la latina, en cambio, quien
aplastará la cabeza no es un término neutro (que sería ipsum), ni masculino (ipse) sino
femenino (ipsa). De allí viene la tradición mariana del triunfo de la Virgen sobre
Satanás en la batalla final. Ello no quita que el triunfo de María venga por Cristo. A
este respecto es interesante la representación iconográfica de los franciscanos con la
Virgen y el Niño en brazos sosteniendo un tridente con el que atraviesa al Dragón. Allí
está condensada la verdad teológica que estamos comentando.
Pues bien, en el Apocalipsis estamos de lleno ante el drama de la lucha entre la
Mujer, o sea la Santísima Virgen, y Satanás. Drama que está ante nuestra vista, que
estamos todos viviendo en estos momentos. Drama que se nos anticipó en las
apariciones de Fátima y que conocemos por ellas su desenlace porque “finalmente mi
Corazón Inmaculado triunfará”.
Esta Mujer es el Arca, pero el Arca de la Nueva Alianza. Arca porque en su
seno contuvo no ya el maná perecedero sino al mismo Pan de Vida, Pan bajado del
Cielo, Pan de eternidad que da la vida al mundo. No ya las piedras en las que estaban
impresas las palabras de Dios, de la Ley, sino a la Palabra misma, que es Dios. No ya la
vara de Aarón sino al Sumo y Eterno Sacerdote. Si el Arca era santa, muy santa, María
es Santísima, Inmaculada.
Queridos hermanos, hoy celebramos a esta Mujer que está en el Cielo, en la
gloria. La Iglesia desde siempre lo supo, pero fue el Papa Pío XII quien en 1950
declaró solemnemente como Dogma de fe, divinamente revelado, la Asunción de la
Santísima Virgen en cuerpo y alma al Cielo. La Santísima Madre de Dios no conoció
en su cuerpo la corrupción de la muerte y fue elevada al Cielo. Está ahora Ella con su
cuerpo glorioso en el Cielo. El Papa dejó una cuestión abierta, y esto porque aún hoy
los teólogos no se ponen de acuerdo, si murió o no. Es decir si por algunos instantes
estuvo muerta o no. Hay quienes sostienen que sí porque la Madre no puede ser más
que el Hijo y el Hijo murió. Otros (debo decir que me inclino totalmente sobre esta
opinión) arguyen que no, puesto que Ella era la Inmaculada que exenta, en mérito de
su Hijo, del pecado original, que nunca cometió ni siquiera un pecado venial, no podía
morir. Siendo el pecado la causa de la muerte, no podía haber muerto. Sí, dicen los
otros, pero quién más inmaculado que Jesucristo. Cierto, pero Jesucristo “se hizo
pecado”, asumió el pecado del mundo y lo llevó a la cruz para vencerlo con su muerte,
como venció a la misma muerte y a Satanás. En fin, dejemos la cuestión abierta
sabiendo, unos y otros, que la Santísima Virgen goza de la visión beatífica y de la
cercanía, más que cualquier otra criatura, de Dios.
María no ha dejado nunca de estar unida a su Hijo y por eso también está Ella,
la Reina, sentada a la derecha de su Hijo. En el momento culminante de la Redención,
estaba Ella al pie de la cruz. Esa cruz del Hijo era su misma cruz. Esa Pasión era la
suya en la medida de la máxima Com-pasión. Esos sufrimientos eran los suyos, aún en
su cuerpo, terribles dolores de parto de la nueva gestación. Allí junto al Redentor está
la Corredentora, la que ofrece al Padre junto al Hijo el sacrificio en total aceptación.
Allí junto al Mediador está la Mediadora. Mediadora subordinada, claro está, a la única
mediación de Jesucristo.
En unos momentos más y vendrá el sacrificio eucarístico y todos sabemos con
absoluta certeza que en la Eucaristía nos encontramos con nuestro Señor Jesucristo,
que es Dios. ¿Y con la Virgen dónde nos encontramos? Ciertamente en la oración, y
especialmente en el Santo Rosario. Pero también en la adoración. Cuando adoramos a
su Hijo, Ella, la primera y más perfecta adoradora, está presente y nos llama a la
adoración.
Esto también nos hace evidente que la misión de la Virgen es ser portadora del
Señor. Ella nos trae a Jesús y nos lleva a Jesús. En este sentido, nosotros, los
sacerdotes, tenemos que ser como Ella, traer a Jesús a los fieles (y lo hacemos en cada
Eucaristía, en su Palabra, en los sacramentos) y llevar a los fieles a Jesús en cada
intercesión, en que palabra que nos dicte el Espíritu Santo y en nuestra fidelidad a la
gracia de nuestro estado que se manifiesta en un camino de santidad.
El Evangelio de san Lucas es el de la visitación a Isabel. Por esta visita y ante el
mero saludo de María se produce una efusión del Espíritu Santo: Isabel confiesa quién
es esa visitante y quien es el Hijo que está gestando, “la Madre de mi Señor”,
(inseparables Madre e Hijo), y el niño -que será Juan el Bautista- de seis meses de
gestación, da un brinco en el seno de Isabel manifestando así lo que había sido
anunciado por el Ángel a Zacarías, su padre, que ese niño estaría lleno del Espíritu
Santo desde el seno de su madre. ¡Cuánta gracia trae la visita de la Virgen! Más aún,
trae al mismo Autor de la gracia, trae a Dios en el Hijo y en el Espíritu. Así también
hoy, cuando nos dejamos visitar por María recibimos gracias. Gracias, grandes gracias
en sus santuarios, en sus lugares de verdaderas apariciones.
Si ahora por un momento volvemos al Arca, podemos recordar que cuando
David llevaba el Arca a Jerusalén iba danzando, brincando ante ella. Eso le valió el
desprecio de su mujer, Mical, la hija de Saúl. Pues, David respondió al desprecio
diciendo “delante de Yahvé danzo yo…” Y, dice la Escritura, Mical no tuvo ya hijos,
como indicando una maldición de Dios. De aquí dos comentarios. El primero es
vincular este Evangelio de hoy con el este episodio, porque ante el Arca de la Nueva
Alianza, como David, el niño brinca de alegría en el seno de su madre Isabel. Lo
segundo es el honrar a María y con Ella y a través de Ella al mismo Señor. Pobres
aquellos que la desprecian, pobre de aquellos que se mofan de quienes la honramos,
pobre aquellos que no se arrodillan, que rechazan hacer cualquier gesto de adoración y
reverencia a Dios. Por ellos debemos interceder y reparar.
Para finalizar con el pasaje lucano, el Espíritu Santo llevó de prisa a la Virgen
hasta Isabel y el Espíritu se expresa en Ella cuando María rompe su silencio en su
canto de alabanzas, su Magnificat. “Proclama mi alma la grandeza del Señor”,
“Magnificat anima mea Dominum” que se puede traducir como “mi alma hace grande al
Señor”. No es que a Dios lo hagamos grande nosotros porque Él es el Inefable, Infinito,
Eterno, Tres veces Santo, sino que el alma, el corazón se dilata ante la presencia de
Dios y explota en alabanzas.
Dios dilata el corazón de la pequeña, de la humilde para hacerla Madre del Hijo
y luego Madre de todos los hombres. Esto debe enseñarnos a hacernos pequeños para
dejar todo el espacio del corazón a Dios. Así sí seremos grandes ante Dios. Que la
Santísima Virgen nos enseñe a alabar y a adorar a Dios. Adoración que ya tiene que
hacerse presente en esta Misa a partir del momento de la consagración.
P. Justo Antonio Lofeudo
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