... Y EN MI TIEMPO LIBRE, GUERRERO. Lágrimas, dolor, el acero de aquella espada chocando contra mí, dejándome sin luz. Un parpadeo, toda una vida. Unos momentos, mi sol desaparecía. Aquel día sólo puedo recordar los llantos de una mujer, una niña, mi hermana y los gritos ahogados de un soldado, un compañero, mi amigo. Pero el tiempo pasado, pasado está. Uno, dos, tres. Cuento los segundos antes de empuñar mi lanza. Cuatro, cinco, seis. Adelanto un pie, posición de ataque. Notando cómo el viento roza el filo de metal y gemas y mi pelo bailando al compás. Salto, corro, golpeo, esquivo. Keiser, mi compañero, mi amigo más fiel entrena junto a mí. Me ataca, le ataco. Se defiende, me defiendo. Él es mi fuerza y mi guía en ese campo de batalla que muchas veces es la vida misma. Al igual que yo, él también se sumergió en la oscuridad del dolor. Somos iguales, y a la vez, diferentes: él aún puede ver la luna ocultarse y el día amanecer. Su único ojo le muestra el mundo. Le muestro mi mundo de sombras, a moverse por ese espacio imaginario. Él en cambio, es mis ojos, me ayuda a ver. “¿Pero cómo puede ver un ciego?", os estaréis preguntando. Veo, sí, claro que veo y me río en la cara del que diga que no puedo hacerlo. Observo el silencio, contemplo los paisajes, no con la vista, sino con el corazón. Él es mi alma y lo que consigue dar luz a mi vida. Porque dentro están los brillantes cristales que son mis amigos, mis camaradas. Tras el largo entrenamiento con Keiser guiado por los sonidos, vivido por el viento silencioso, cojo el instrumento que me da vida, mi guitarra vieja, aunque única. Siete, ocho, quince...; pierdo la cuenta de los trastes que la forman. Toco en la plaza, aconsejado únicamente por las yemas de mis dedos y el sonido al rozarse con las cuerdas de “nylon” y acero. Los jóvenes se paran a escuchar, bailan, cantan, ríen. Sólo les noto, pero ellos pueden ver mi sonrisa. Dedo uno, traste dos, dedo tres, quinto traste. Aún me acuerdo, aún puedo ver en mi mente ese tiempo en que creaba melodías con mi vieja guitarra morisca. Coplas, cantares, partituras simples que dedicaba a aquella mujer imaginaria, esa sombra irreconocible, aquel ser inalcanzable en los sueños de un trovador ahora ciego. ¡Oh! ¿Pero dónde están mis modales? ¿Qué clase de juglar soy si no me presento adecuadamente? Mi nombre es Darren Harp. Soy músico y en mi tiempo libre, guerrero. ¿Extraño, verdad? Yo diría más bien... diferente. Cantando en la plaza las hazañas de los héroes con arco y espada, ¿quién no querría ser uno? Tal vez me equivoque, tal vez sea un insensato. Pero el mundo no está formado solo por seres serios y fríos. Os preguntaréis por qué yo, queriendo llevar la alegría al cuerpo de todos con unos simples acordes, lucho filo con filo contra un ser desconocido como es la guerra y bailo un vals con la muerte. Quizá simplemente sea para hallar allí mi despedida eterna. O tal vez para encontrar la vida. Retorcido y enrevesado es el cielo bajo el que vivimos y la tierra que pisamos, al igual que las mentes que ambos elementos controlan. Yo lucho por acabar con esos pensamientos. Lucho por llegar al centro del campo de batalla y poder alzar una bandera que no sea la de un bando u otro: quiero mostrar si no es con palabras, con símbolos, que no existen ejércitos buenos o malos, sólo ideales. ¿Qué sería del mundo sin ellos? Estos nos atan, nos ciegan, pero jamás culparé a alguien por seguir los suyos propios. Y si he de ser juzgado por los pensamientos que surgen de mi anhelo inaccesible, por mi deseo de un mundo en el que no haya más preocupaciones que los sentimientos... que así sea. Siempre me he preguntado si serviría llevar a mi vieja compañera musical a la guerra. No por miedo a que sea destrozada, sino por temor a que los corazones de aquellos que luchan no oigan el sonido de la libertad. No existe en el mundo guitarra, violín, piano, que pueda hacer oír a los pensamientos cegados por la cólera. Creo... no, afirmo, que si todos los que deseamos las libertades arrebatadas uniésemos nuestras melodías en una sola, las almas de los guerreros cesarían la rabia contenida en ellas. ¿Y qué melodía es esa? La melodía humana. Una voz, un grito, una risa. Compongo melodías, vivo canciones. Las veo. Os veo. Soy músico de almas y en mi tiempo libre, guerrero de ideales. Lucía Rodríguez, 1º Bachillerato A