El sacramento de la confesion

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CONFERENCIA EN SAN VICENTE FERRER,
c/ Ibiza, 43
El 12 de abril, martes, 7 pm, sobre:
Pecado, confesión y Eucaristía:
Su mutua relación e implicaciones
por
Germán Martínez Martínez,
autor de Los sacramentos, signos de libertad.
Profesor de la Facultad de Teología “San Dámaso”
¡TODOS SON BIENVENIDOS!
(Salón parroquial: entrada a la izquierda)
Como preparación a la conferencia, puede verse un resumen sobre el Sacramento de la
Confesión (extracto del libro arriba citado) en la página Web de San Vicente Ferrer:
www. parroquia.com.es
1
RECONCILIACIÓN, SIGNO DE CONVERSIÓN
El principal ministerio de la Iglesia es el de la proclamación de la reconciliación
que emana del misterio de Cristo. El sacramento de la reconciliación es una expresión
concreta y vital de la totalidad del ministerio eclesial. En perspectiva histórica vemos que
es un sacramento complejo, cuyo sentido no puede captarse si no se considera ená
correlación con la vida y situación social de cada época cultural en la que la Iglesia ha
tratado de responder a las necesidades espirituales de sus fieles. Por eso más que en
cualquier otro sacramento, son evidentes los cambios profundos que se han producido a
lo largo de la historia en la teología y la práctica del sacramento de la reconciliación. La
realidad del pecado y su interpretación ha sido uno de los principales factores que ha
contribuido a esa complejidad.
Los cambios radicales que han tenido lugar en la cultura contemporánea han
constituido un auténtico desafío para los pilares religiosos en los que estaba asentada la
práctica tradicional de la reconciliación. Todo aquello que sea vital en la búsqueda
humana de sentido transforma a la persona. Una transformación que trae consigo nuevas
oportunidades, así como nuevos dilemas. Aunque asediado por múltiples críticas, el
sacramento de la reconciliación da muestras de vitalidad en nuestro tiempo. Así, por
ejemplo, a nivel general, al tiempo que las filas de penitentes decrecen en Europa y
Norteamérica, crecen en los demás continentes, y en comunidades católicas dondequiera
en las que se ha producido un nuevo despertar espiritual.
Los diversos nombres con que se conoce al sacramento son también una muestra
de esa vitalidad. El debate se concentra en torno a tres nombres presentes en la tradición:
confesión, declaración de los pecados; penitencia, pasos a dar para la reparación y
satisfacción del pecado en orden a la conversión; reconciliación, renovación de la
relación de amor con Dios, con la comunidad y los demás. Por nuestra parte usaremos el
término «reconciliación». El presente capítulo recoge los aspectos teológicos, históricos y
pastorales del sacramento.
En primer lugar consideraremos el misterio central de la reconciliación en su
dimensión cristológica y eclesiológica. A lo largo del capítulo se hará referencia a la
conversión moral como fundamento de un verdadero crecimiento espiritual. En segundo
lugar, prestaremos atención a los cambios teológicos e históricos tanto en lo que se
refiere al contenido como a la forma de la celebración sacramental; trataremos de
presentar las enseñanzas constantes de la tradición
Por último, exploraremos la relación entre el desarrollo doctrinal del sacramento y
la concepción cristiana del pecado en referencia a los retos actuales en el terreno
sacramental, espiritual y ministerial, tanto en esta área como en otras que también se
revelan problemáticas. No puede darse ninguna renovación profunda sin una visión
coherente y completa de la totalidad del misterio sacramental donde la reconciliación
juega un papel importante como signo profético para el hombre de hoy.
2
1. EL MISTERIO DE LA RECONCILIACIÓN
El ministerio liberador de Jesús debe inspirar la teología y espiritualidad del
misterio de la reconciliación y renovar la praxis sacramental actual. La reflexión que
ofrecemos a continuación se centra en las perspectivas cristológicas y eclesiológicas de
las cuales dimana el sentido profundo de este sacramento. La reflexión concluirá con el
examen del lugar central que ocupa la conversión, tanto en la Escritura como en la
celebración sacramental, como experiencia de la santidad de Dios mediante la aceptación
incondicional de Cristo por parte del creyente.
1. Jesús, compasión de Dios
La compasión que muestra Jesús por los pecadores no sólo resultaba increíble a
sus seguidores, sino también extremadamente ofensiva para el sistema religioso. Los
ideales que predicaba y vivía se asentaban en la paradoja de la santidad y perdón
incondicional de Dios hacia los pecadores. Una relación compasiva difícilmente
comunicable mediante afirmaciones de tipo doctrinal. No obstante, el evangelio sí
proporciona una sólida base para comprender la actitud compasiva de Jesús hacia los
pecadores. Es lo que observamos en parábolas, como la del hijo pródigo, y en la
invitación de Jesús a los marginados para compartir la mesa, como sucede con la mujer
junto al pozo de Jacob. Jesús fue para todas esas personas marginadas compasión
liberadora y sanante de Dios. A esto es a lo que denominamos «gracia»: «El nos salvó, no
por nuestras buenas obras, sino en virtud de su misericordia» (Tit 3, 5).
La reconciliación en el Nuevo Testamento, especialmente en la cristología de
Pablo, es una realidad clave que implica varios elementos. Primero, el sacrificio de Cristo
en la cruz fue un acontecimiento de reconciliación, ya que «por la muerte de Cristo… os
ha reconciliado con Dios y ha hecho de vosotros s pueblo, un pueblo sin mancha ni
reproche en su presencia» (Col 1, 22). En segundo lugar, también fue un gesto de
expiación universal y permanente del pecado de los hombres, «de una vez para siempre»
(Rom 6, 10). Tercero, es la iniciativa amorosa de Dios y el don de su gracia la que ha
perdonado el «pecado del mundo», pues «todo viene de Dios…a quien no conoció
pecado, Dios lo trató por nosotros como al propio pecado, para que, por medio de él,
nosotros sintamos la fuerza salvadora de Dios» (2 Cor 5, 18.21). Finalmente, el horizonte
último que hace posible la reconciliación humana es el reino de Dios que encarna Cristo,
«que es nuestra paz… que ha reconciliado a todos los pueblos con Dios» (Ef 2, 14.16).
Al hacer presente el ministerio de Jesús, los sacramentos celebran el misterio
pascual. La totalidad de este misterio puede interpretarse, según Balthasar, como una
3
gran celebración del sacramento de la reconciliación. La reconciliación supone la
incorporación del pecador a una situación en la que Cristo es el arquetipo: «la disposición
de Cristo crucificado que lleva sobre sí los pecados del mundo y los confiesa ante el
Padre, recibiendo en la resurrección la ‘absolución’ visible»1. Esta perspectiva fructífera
no sólo hace depender el sacramento de la reconciliación de la centralidad de la acción
salvadora de Cristo, sino que constituye a la vez el corazón de una confesión de la fe
universalmente aceptada. Es expresión de la redención de la humanidad mediante la cruz
gloriosa de Cristo.
Alrededor de esta afirmación del cristianismo se estructura todo el sistema
sacramental. Todos los sacramentos son expresión de la riqueza y vitalidad del mismo
misterio que se hace presente en la vida humana. Son, sobre todo, acciones de
reconciliación. Esto es especialmente cierto en el caso del bautismo y la eucaristía de la
que el sacramento de la reconciliación es interdependiente. El sacramento de la
reconciliación es una realización eficaz, mediante la contrición del creyente, de la acción
de la gracia de Dios que restaura, perdona y sana en la mediación de Cristo. La
centralidad de la reconciliación proviene de su fundamentación en Jesús, salvador del
mundo. Además, según Osborne, todo aquello que rodea el sacramento de la
reconciliación y se refiere al problema de la justificación, está básicamente
interconectado. Justificación es el término teológico con que aludimos al don de la
misericordia de Dios que trae consigo la reconciliación (cf. Rom 5). Así pues, «cualquier
teología de la justificación o del sacramento de la penitencia que comprometa esta
centralidad de Jesús y la gratuidad de la gracia de Dios es incompatible con la fe
cristiana»2.
2. La Iglesia, sierva de la reconciliación
Cristo fue el reconciliador sin mancha que, venciendo al mal y la muerte, el
pecado y el odio, restauró la vida de la humanidad a la santidad de Dios. Todo ello
mediante su muerte y resurrección, cima de su poder profético para perdonar a través de
su predicación, sus curaciones misericordiosas y su relación con marginados y pecadores.
Jesús continúa su ministerio definitivo de reconciliación mediante el ministerio de la
Iglesia, reconciliadora y llamada a reconciliarse. Pues, «todo viene de Dios, que… nos ha
confiado el ministerio de la reconciliación» (2 Cor 5, 18). Desde el comienzo, aparece
explícitamente expresado el mandato de la reconciliación, la conversión y el perdón dado
a la comunidad de los discípulos: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los
pecados les quedan perdonados; y a quienes se los retengáis les quedan retenidos» (Jn 20,
22-23).
4
Este mandato ha de situarse junto a otros dos textos clásicos acerca del poder de
perdonar concedido a Pedro y a la comunidad apostólica en general: Mt 16, 17-19 y Mt
18, 15-18. En estos textos se emplea la imagen del «atar y desatar» que posee, en la
Iglesia y ante Dios, un significado fundamentalmente salvífico y escatológico. Jesús
entrega a Pedro las «llaves» del reino de la salvación y la vida que prevalece ante las
puertas del abismo de la muerte. La teología contemporánea ha recuperado la dimensión
eclesiológica de la reconciliación. En el pensamiento de Rahner se concede más
importancia al poder universal de la reconciliación eclesial que a otras consideraciones,
como pueden ser las de tipo histórico3. El poder de las llaves constituye, de hecho, «el
beneplácito divino que permite a la humanidad participar en el reino escatológico (el
reino de los cielos), es decir, abrir el acceso a la salvación (el poder de las llaves que es
propio del dueño de la casa)»4.
De modo que la Iglesia se convierte en misterio y sierva de la reconciliación
mediante la conversión al mensaje del evangelio. Como sacramento universal de
reconciliación, la tarea permanente de la Iglesia es la de proclamar la paz de Dios
mediante el ministerio de los creyentes que son como «embajadores de Cristo» (cf. 2 Cor
5, 20), es decir, portadores de la paz de Dios. La Iglesia también da testimonio de la
plenitud del perdón y la santidad divina en medio del mundo.
En la Iglesia primitiva, el retorno sin condiciones de la persona alejada al regazo
sanante de Dios era resultado de la llamada a la conversión predicada por los apóstoles.
El bautismo venía tras el anuncio profético: «Arrepentíos y bautizaos cada uno de
vosotros en el nombre de Jesucristo, para que queden perdonadas vuestros pecados» (Hch
2, 38). Es así como los creyentes se convertían en «cuerpo de Cristo» y miembros del
«pueblo de Dios» aun en la permanencia de la realidad del pecado y la tentación: «Si
decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos» (1Jn 1, 8). A
consecuencia de ello, la novedad en Cristo y la realidad de la santidad eclesial (primera
conversión) quedaba dañada en ocasiones por la presencia en la comunidad de
situaciones de pecado. Lo cual hizo necesaria una praxis de reconciliación posbautismal
(segunda conversión), pues se daban incluso ciertos casos de pecados graves que
requerían la exclusión de la propia comunidad.
En varios pasajes del Nuevo Testamento es evidente la conciencia de la necesidad
de una reconciliación y vigilancia constante. Se trata de textos que presuponen la
existencia de procedimientos correctivos y gestos simbólicos como formas intracomunitarias de reconciliación. Lo que más tarde se convertiría en una constante histórica
con el surgimiento de una acción sacramental y litúrgica para la reconciliación tiene aquí,
en las prácticas del periodo apostólico, su raíz embrionaria. Estas prácticas son
representación de la voluntad de un Dios de amor y misericordia y han inspirado la
tradición de las sucesivas generaciones cristianas. El Espíritu del evangelio requería de
5
los discípulos el perdón incondicional (Mt 18, 21-35) y la corrección fraterna (Mt 18, 1517; Tit 3, 10-11), la reprensión y penitencia públicas (1 Tim 5, 20; 1 Cor 5, 1-11) e
incluso la reconciliación antes de participar en la eucaristía: «Si en el momento de llevar
tu ofrenda al altar recuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofenda
delante del altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelve y presenta tu
ofrenda» (Mt 5, 23-24).
En el Nuevo Testamento no existe un rito formal de reconciliación. No obstante,
existen varias referencias que hablan de la existencia de ciertas prácticas incipientes de
reconciliación en las comunidades de los primeros cristianos. Es el caso de la
excomunión, o expulsión de un miembro que ha pecado gravemente contra la santidad
bautismal y comunitaria (1 Cor 5, 1-5), así como el caso de la posibilidad de
reconciliación con la comunidad (2 Cor 2 5-11). Estas comunidades llenas del Espíritu
(tal y como muestran los Hechos) eran profundamente conscientes, pues ellas mismas
habían hecho experiencia de la propia reconciliación, de la presencia del misterio
reconciliador de Cristo en ellas y mediante ellas.
Documentos de los primeros siglos dan testimonio de la existencia de un rito de la
reconciliación que fue definiéndose y desarrollándose progresivamente. La dimensión
eclesial de la reconciliación creció en paralelo a la profundidad de los testimonios
presentes en escritos cristianos como, por ejemplo, el de Isaac de Stella: «La Iglesia no
puede perdonar nada sin Cristo, y Cristo no quiere perdonar nada al margen de la Iglesia.
La Iglesia no puede perdonar sino a aquel que se arrepiente, es decir, a aquel a quien
Cristo ha tocado con su gracia; Cristo no perdona nada a aquel que desprecia a la
Iglesia»5.
3. La conversión, paso de gracia hacia la reconciliación
La meta más importante y decisiva que persigue el sacramento de la
reconciliación es la conversión. Una renovación constante del bautismo como tarea de
toda una vida buscando caminos de santidad. Por esta razón al bautismo se le ha
denominado «primera conversión», modelo paradigmático de toda la vida cristiana del
individuo, y a la reconciliación «segunda conversión» (paenitentia secunda). El
Catecismo de la Iglesia Católica describe la reconciliación como una tarea
ininterrumpida de toda la Iglesia que «recibe en su propio seno a los pecadores y que
siendo santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la
penitencia y la renovación»6. El teólogo luterano Dietrich Bonhoeffer ha captado
perfectamente esta relación crucial: «La confesión es la renovación de la alegría del
6
bautismo»7. Esta visión es muy importante ya que da cuenta del sentido teológico y
espiritual de este sacramento. Al mismo tiempo manifiesta el vínculo que existe entre la
reconciliación y el proceso de iniciación cristiana. A la luz de la conciencia bautismal
(que incluye la eucaristía), la reconciliación es parte integrante de la realidad total del
misterio cristiano.
La conversión es un proceso existencial que desemboca en un cambio radical en
la percepción, la vida, la orientación, el modo de actuar y relacionarse de la persona.
Normalmente este proceso no lleva consigo una experiencia dramática, sino que más bien
se trata de un movimiento que se prolonga a lo largo de toda una vida en busca del Dios
vivo; a veces es verificable y muy a menudo misterioso. Desde el punto de vista de la fe,
la propia impotencia ante el pecado y «el deseo y decisión de cambiar la propia vida»8
son la condición previa para que se haga presente la gracia de Dios que fortalece a la
persona y la abre a la llamada y misericordia divina. La persona accede así a la
experiencia de un cambio interior (metanoia) al que acompaña una actitud de
arrepentimiento que se traduce desde lo hondo del corazón en diversas conductas vitales
(epistrophe) que visibilizan la vuelta a Dios.
La llamada a la conversión es un elemento nuclear del mensaje de los profetas de
Israel que instan al pueblo a renovar su alianza con Dios. Otras realidades importantes
incluidas en esa llamada son el cambio del corazón, la vuelta a Dios, la reconstrucción de
la comunidad, la confianza en el poder de Dios, la entrada en comunión con su Señor9. La
llamada a la conversión ha conservado su centralidad desde los profetas hasta Juan el
Bautista, de Cristo a los apóstoles.
Todos los evangelios sinópticos recogen el logion de Jesús que enuncia la
proclamación decisiva de su misión redentora: «No he venido a llamar a los justos, sino a
los pecadores, para que se conviertan» (Lc 5, 32). El «Arrepentíos y creed en la buena
noticia» (Mc 1, 15) enuncia la condición necesaria para entrar en el reino de Dios y
participar en la comunidad escatológica de los salvados. La nueva actitud existencial de
los creyentes en busca de la verdad y la autenticidad alegra y libera. La aceptación de la
conversión lleva consigo cambios en la vida y el sacrificio personal: dejarlo todo y seguir
a Jesús (Lc 5, 11), incluso tomar la propia cruz y caminar tras él (Mt 10, 38). De hecho, el
discipulado no solo consiste en un movimiento de «conversión de», sino que también se
orienta a la «conversión a» Dios aceptando la voluntad de Cristo. El es el fundamento, el
camino y la meta de la conversión. El ministerio de Jesús gira en torno al anuncio y los
milagros, signos de conversión al reino de Dios.
Junto a la proclamación de Cristo resucitado, la llamada a la conversión también
es central en el testimonio apostólico de los Doce: «Ellos se marcharon y predicaban la
conversión» (Mc 6, 12). De igual modo, la actividad misionera de Pablo se organiza
7
alrededor de la misma llamada profética (Hch 26, 20). Pablo desarrolló su sentido con la
teología de la nueva ley de la gracia y de los frutos del Espíritu, valiéndose de varias
imágenes opuestas como, por ejemplo, «vida y muerte», el «hombre viejo y el nuevo», la
«oscuridad y la luz» El mensaje de Juan es parecido y se centra en Jesús considerado Hijo
de Dios portador de vida y reconciliación (Jn 3, 36). Juan concede una relevancia especial
al poder del Espíritu y al amor, que lleva a la unión con Dios que es la luz (1Jn 1, 3.5).
La reconciliación supone la vuelta a la comunión con Dios y la Iglesia mientras
que la penitencia se refiere a las acciones que requiere dicha vuelta. La secuencia de la
celebración, penitencia/reconciliación, nos pone en los pasos que conducen al camino de
conversión: contrición, confesión, satisfacción, absolución/reconciliación. Han de estar
relacionados, por tanto, con el proceso vital de la conversión. James Dallen ha mostrado
la drástica reducción que ha experimentado a partir del Medioevo tardío la acción
litúrgica de reconciliación. La implicación entre la Iglesia y la actividad de los penitentes
en orden a la conversión se redujo al mínimo. Una visión que contrasta con la tradición
antigua. Más allá del compromiso personal del penitente, la verdadera conversión ha de
expresarse externa, eclesial y sacramentalmente. «Tras el paso de los penitentes por el
rito de la conversión celebrando la liturgia de la penitencia, el sacerdote les responde con
el anuncio de la reconciliación: Dios concede el perdón mediante la Iglesia que actúa a su
vez a través del ministerio del sacerdote»10.
Pecado y reconciliación
Toda comprensión teológica del pecado ha de atender a algunas dimensiones
importantes: la relación con Dios, con el propio yo y con la comunidad. Siguiendo la
definición clásica agustiniana, el Catecismo de la Iglesia Católica define el pecado como
«una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para
con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la
naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. Ha sido definido como ‘una
palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna’»11.
En primer lugar es una ofensa contra la verdad de Dios. El pecado siempre afecta
a la relación de amor interpersonal que se da entre Dios y los seres humanos. Rompe la
alianza con él y destruye el compromiso personal de fidelidad mutua. En la enseñanza del
magisterio, o autoridad doctrinal de la Iglesia, la esencia del pecado yace en la «exclusión
de Dios, la ruptura con Dios y la desobediencia a Dios» por parte del sujeto12. Cuando
desobedecemos su verdad sobre el modo de vida que hemos de asumir (como queda
8
reflejado, por ejemplo, en los diez mandamientos), nos distanciamos del sentido mismo
que marca la dirección de la existencia humana y favorece su crecimiento13.
En segundo lugar, el pecado es una ofensa contra la verdad de la persona. Lo
que piensa la persona sobre sí en relación con Dios condicionará sus actitudes morales. Si
la gloria de Dios es nuestra vida, el pecado supone negarse a crecer para alcanzar esa
gloria. La mayor dignidad de la persona brota de ser, incluso en situación de debilidad,
imagen concreta y reflejo de Dios. Dotado de libertad inalienable, el sujeto llega a ser una
verdadera persona en la relación responsable con el otro. La verdad de Dios y la verdad
de la persona son inseparables (Lc 10, 25-37), tal y como señala con cierto dramatismo el
profeta Miqueas mediante una triple expresión de la misma verdad moral: «Se te ha dado
a conocer, oh hombre, lo que es bueno, lo que el Señor exige de ti. Es esto: practicar la
justicia, amar la misericordia y caminar humildemente con tu Dios» (Miq 6, 8).
Tercero, el pecado es una ofensa contra la verdad de la comunidad. El pecado
también posee una dimensión social y comunitaria. Valiéndonos del concepto
interpersonal de Buber, podemos decir que existe una relación «yo-tú» (frente a la
alienante «yo-ello») de solidaridad y responsabilidad moral entre la libertad interior y la
realidad social y comunitaria, así como entre la persona y la familia humana. Las
elecciones libres que hacen las personas son parte vital de la vida real en su dimensión
social y espiritual. Desde el punto de vista de las relaciones socio-históricas, el pecado
hace añicos el tejido social y familiar. Se convierte en un obstáculo para el crecimiento
del amor y la justicia en la sociedad. Generando situaciones de injusticia a las que se
puede denominar con toda legitimidad «estructuras de pecado».
Retos actuales a la práctica sacramental
1. El pecado como violación de una relación de alianza. A la hora de discernir y
caracterizar el comportamiento humano respecto de las tres dimensiones a las que nos
hemos referido, la noción de pecado se ha ampliado en las últimas décadas más allá de
las categorías tradicionales de pecado mortal y venial. En primer lugar, la actual teología
moral manifiesta que el pecado supone antes que nada la violación de una relación de
alianza y lealtad fiel a un Dios personal. Esta perspectiva de la alianza subraya la función
real de la reconciliación como celebración sacramental. Actualiza la fidelidad
inquebrantable de Dios en Cristo que acoge al pecador arrepentido14. Este contexto de
una relación de alianza es esencial para vislumbrar el propósito fundamental de la
reconciliación.
2. Conciencia de pecado. Un segundo factor crucial en el momento en que la
persona de fe se confronta con este sacramento es la conciencia de pecado. El relativismo
9
moral imperante en la actual cultura individualista infravalora la realidad que representan
los valores morales y se muestra indiferente ante el juicio cristiano. La conciencia de
pecado pasa por la mediación del dictado de la conciencia, tal y como enseña la Iglesia:
«Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley cuyo cumplimiento
consiste en el amor de Dios y del prójimo… la dignidad humana requiere, por tanto, que
el hombre actúe según su conciencia y libre elección»15. De ahí que la cuestión de la
participación frecuente en el sacramento de la confesión tenga más que ver con una
conciencia informada y la sensibilidad espiritual hacia la vivencia del evangelio que con
la realidad del pecado y la disponibilidad del sacramento.
De hecho, el drástico declive que ha experimentado el número de aquellos que se
acercan a la confesión individual se atribuye a la pérdida de la conciencia de pecado.
Junto a ésta, puede hablarse también de la pérdida del sentido de «comunidad», en la
medida en que el pecado se percibe tan sólo como obstáculo que se interpone entre «Dios
y yo». El corazón (conciencia) puede endurecerse en ausencia de la referencia a la
santidad de Dios. Hecho que impide a la persona reconocer las situaciones de pecado.
Sólo la relación con Dios transforma y conduce a la persona al arrepentimiento. Como
confesaba san Agustín: «Me llamaste, me gritabas, y rompiste mi sordera; brillaste y
resplandeciste, y echaste de mis ojos mi ceguera»16.
3. Influencias culturales. Para poder comprender mejor el complejo tema de la
práctica de la reconciliación es necesario confrontarse con la realidad de la cultura
contemporánea y sus profundas transformaciones. En la actualidad existen grandes
diferencias entre las diversas comunidades católicas, al menos en lo que se refiere al
número de personas que se acercan al sacramento. Por un lado, hay grupos religiosos que
tienen un sentido comunitario de lo sagrado muy arraigado en su visión del mundo. Por
otro, existen personas religiosas que viven inmersas en sociedades secularizadas e
individualistas cuya vida cotidiana carece de una referencia firme a lo sagrado. El
ambiente cultural (sobre todo teniendo en cuenta la influencia de las teorías de la
moderna psicología) afecta a la percepción que las personas tienen del pecado puesto que
ha propiciado el cambio de su sistema de valores y sus actitudes espirituales. Del mismo
modo que ha variado su visión respecto de la relevancia del papel de la propia Iglesia
como medio de salvación.
No obstante, todos estos cambios son ambivalentes. Por ejemplo, se ha dicho que
en la sociedad contemporánea no se ha perdido el sentido del pecado; simplemente ha
cambiado. El énfasis que se ha puesto sobre los problemas relacionados con la justicia
social y la solidaridad humana evidencia que las comunidades han crecido en
responsabilidad moral y madurez, al menos en el terreno social. Algunos de estos
problemas quedaron reflejados en declaraciones de obispos tanto de Europa como de los
Estados Unidos: «Creemos que la situación presente apunta a una confusión que se
10
extiende a una serie de cuestiones básicas: la naturaleza del pecado, la responsabilidad
personal moral, el significado de la ‘opción fundamental’ u orientación de la vida como
factor influyente en la moralidad personal, el papel de la reconciliación en el crecimiento
y madurez espiritual y la naturaleza del sistema sacramental en una Iglesia
sacramental»17. También la sociología da cuenta de una fuerte tendencia entre los
católicos a abandonar la comprensión de la Iglesia como locus de autoridad moral.
2. La celebración de la reconciliación
El don pascual del perdón da sentido al sacramento de la reconciliación. Se trata
de un signo de las «gestas poderosas de Dios» a favor de su pueblo en la vida de la
Iglesia. «Lo que está llamado a celebrar el sacramento de la reconciliación es la altura, la
anchura, la profundidad y la extensión de este misterio de la gracia de Dios que
perdona»18. Tanto el pecado como la reconciliación guardan relación con esas «gestas de
poder», el primero como antecedente, la segunda como resultado. Lo más importante en
el sacramento es que ambos tienen que ver con esas tres dimensiones esenciales: Dios,
persona y comunidad. Los términos que hemos empleado para articular el sentido del
pecado.
Si el pecado tiene esta triple dimensión, también la tiene la reconciliación. Vamos
a centrarnos en cada una de esas dimensiones para subrayar la triple estructura que posee
el encuentro interpersonal del sacramento, es decir, (a) el aspecto cristocéntrico; (b)
eclesial y, (c) personal de la reconciliación. Una visión presente en el Vaticano II e
invocada en la reforma del ritual publicado en 1974:
Dimensión cristocéntrica. En primer lugar, sólo Dios puede perdonar pecados (cf.
Mc 2, 7). Dios conduce en Cristo al creyente por la senda de la libertad y sana en
profundidad el ser de la persona arrepentida. El signo sacramental de la reconciliación
prolonga en la historia el ministerio del Jesús que perdona y sana: «Hombre, tus pecados
quedan perdonados… [el paralítico] se fue a su casa, alabando a Dios» (Lc 5, 20-25). La
reconciliación es continuación de la misión de Jesús que muestra su compasión mediante
el don de Dios y la fuerza re-creadora de su Espíritu presente en la Iglesia penitente.
Dimensión eclesial. En segundo lugar, el pecado amenaza la comunión de los
santos –el cuerpo de Cristo y la familia de la Iglesia. Si un miembro se halla afectado por
el pecado, sufren todos, y si un miembro es sanado, se fortalece la comunidad. La
mediación para la conversión «es una tarea ininterrumpida propia de toda la Iglesia que
‘recibe en su mismo seno a los pecadores’ y que siendo ‘santa al mismo tiempo que
11
necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación’»19. De
manera semejante al ministerio profético de Cristo con los marginados y pecadores, el
papel mediador de la Iglesia es eficaz cuando se la percibe como comunidad de
compasión. Lo que significa que no puede ser excesivamente rígida, sino que ha de curar
las heridas infligidas por la culpa y apoyar al que busca sinceramente a Dios. De hecho,
la Iglesia cuenta en este sacramento con un enorme potencial para su propia reforma
espiritual. También puede decirse de este sacramento que es un proceso que acompaña la
configuración vital del creyente con Cristo.
Dimensión personal. Tercero, Dios no salva al margen de la respuesta humana del
arrepentimiento. El sacramento libera de la opresión del pecado, pero, en primer lugar, ha
de penetrar en el corazón del hombre. Ratificando la respuesta al reto del evangelio, la
reconciliación sacramental es un signo de libertad cuando se refleja en la vida. El
arrepentimiento es condición necesaria para la recepción de la gracia de Dios. El
arrepentimiento, el dolor profundo y la libertad de la esclavitud del pecado forman parte
del crecimiento humano. Esto es esencial para la existencia humana. Si el creyente es
devuelto a la vida de la gracia o sanado espiritualmente, la contrición (el dolor del
corazón, que es el alma del sacramento), la confesión y la satisfacción son los actos del
penitente que le llevan a la reconciliación.
Como sacramento del mismo Cristo que sana y libera, el sacerdote acoge al
penitente con delicadeza y sabiduría. El Catecismo describe bellamente este ministerio:
«Cuando celebra el sacramento de la Penitencia, el sacerdote ejerce el ministerio del
Buen Pastor que busca la oveja perdida, el del Buen Samaritano que cura las heridas, del
Padre que espera al Hijo pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez que no hace
acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso. En una palabra, el
sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador»20.
Queriendo recuperar la concepción bíblica de la reconciliación de Dios en Cristo,
el concilio aportó una nueva clave teológica y pastoral para interpretar el misterio y
presentar el poder de la reconciliación sacramental. Y así, percibe el sacramento como
una acción de toda la Iglesia y, por tanto, «social y eclesial en su naturaleza y sus
efectos»21. La inspiración básica que está tras el Vaticano II se expresa en la siguiente
afirmación: mediante el sacramento de la reconciliación los creyentes «se reconcilian con
la Iglesia, a la que, pecando, ofendieron, la cual, con caridad, con ejemplos y con
oraciones, les ayuda en su conversión»22.
Nombres y modelos rituales del sacramento
12
El nuevo significado que ha recibido la reconciliación aparece claramente en la
doctrina de la Iglesia contemporánea. Es percibido esencialmente como un signo de un
encuentro con la gracia de la reconciliación. También puede verificarse el significado del
sacramento contrastando los diversos nombres que ha recibido y las nuevas estructuras
litúrgicas de la reforma del ritual. La reforma del ritual constituyó un intento de integrar
las diversas tradiciones históricas. Más en concreto, supuso un compromiso entre la
visión tridentina del ministerio eclesial del perdón de los pecados, y la visión del
Vaticano II. Los tres nombres que ha recibido el sacramento a lo largo de la historia
(confesión, penitencia y reconciliación) se refieren a diversas dimensiones de la misma
realidad del arrepentimiento: la apertura del alma y el retorno a la gracia de Dios y a la
participación en la eucaristía de la Iglesia.
La «confesión» se refiere a la acción sacramental que tiene lugar individualmente
entre el confesor y el penitente. La declaración verbal de los pecados entraña un diálogo
sincero y el reencuentro con Dios en la Iglesia. De igual modo, expresa la necesidad
psicológica que tiene la persona de abrirse, de ser escuchada y comprendida. Compartir
las propias heridas tiene un efecto saludable en el alma. Como cuando se libera de una
carga pesada, puede suponer una experiencia liberadora.
«Penitencia» es el nombre antiguo con el que se subraya la actitud sacrificial y las
acciones medicinales propias del penitente durante el proceso de conversión. Es una
suerte de reparación de la ofensa a Dios y el daño causado a la comunidad de fe y a uno
mismo.
«Reconciliación» indica el retorno de la persona a Dios y a la Iglesia, sabiéndose
totalmente perdonada. También es un nombre antiguo que responde a la esencia del
sacramento. En la praxis de la comunidad la reconciliación simboliza la plenitud de la
conversión espiritual y subraya la fuerza de la acción misionera de la Iglesia. Así pues,
estos dos últimos nombres guardan relación con el aspecto social y eclesial de la
celebración del sacramento.
Iniciado hacia el comienzo del siglo trece y confirmado por el concilio de Trento,
el antiguo rito estuvo vigente durante casi un milenio. Las nuevas estructuras litúrgicas
del Ritual de la Penitencia (1974) rompieron con la tradición histórica de una única forma
de celebración. Supuso el mayor desarrollo histórico en la interpretación teológica y la
praxis sacramental de la reconciliación. Las características más importantes del mandato
del Vaticano II son la recuperación de la dimensión eclesial de la celebración del
sacramento (reconciliación comunitaria), el papel principal que se otorga a la palabra de
Dios como fuerza de conversión, y la posibilidad del recurso a la absolución general en
casos excepcionales.
La conciencia de la pluralidad de modelos sacramentales que se ha dado a lo largo
de los siglos condujo a la introducción en el nuevo Ritual de la Penitencia de tres modos
diversos en los que puede celebrarse el sacramento. El primero es el tradicional, la
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reconciliación individual, forma privada de confesión. El segundo, la reconciliación
comunitaria, se celebra en la iglesia con la comunidad parroquial reunida. Durante la
celebración se proclama la palabra de Dios, el sacerdote llama a la comunidad a la
conversión y se ora en comunidad. Al final, aquellos que lo desean hacen una confesión
individual y reciben la absolución. Tercero, la reconciliación comunitaria con absolución
general, en la que el sacerdote, en los casos previstos por el derecho, imparte la
absolución a todos los creyentes sin que haya confesiones individuales.
Las tres fórmulas apuntan al cambio del corazón y al crecimiento espiritual. La
contrición, o respuesta humilde al amor de Dios, constituye el núcleo mismo de la
reconciliación. Cuando descubre la gloria y el amor de Dios, el corazón contrito
experimenta la libertad y la salud, el perdón y la compasión, la renovación espiritual y la
transformación gozosa: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, ya no merezco
llamarme hijo tuyo» (Lc 15, 18-19).
3. Perspectivas renovadoras
En esta sección final consideraremos la práctica del sacramento en la actualidad y
su potencial en orden a la transformación espiritual de la comunidad cristiana. La revisión
que ha llevado a cabo el Ritual de la Penitencia ha tenido sus éxitos. Si bien a largo plazo
aun está pendiente de nuevos desarrollos pastorales que abran una nueva etapa
renovadora que debería sortear el vacío que se da hoy entre la práctica sacramental y la
experiencia de fe de las personas. De hecho, la experiencia de los creyentes católicos
(sensus fidelium), en particular los nuevos movimientos laicos de espiritualidad y la
renovación del catecumenado (RICA) en el mundo, han de ser clave para revitalizar la
práctica del sacramento.
El panorama sacramental contemporáneo es bien conocido, especialmente en lo
que respecta a la amplia crisis que afecta al sistema penitencial de la confesión.
Comparada la actitud de los católicos de hace una generación con la práctica y actitudes
actuales, podemos apreciar la indiferencia de una gran mayoría de bautizados hacia el
sacramento. Incluso antes de que se llevase a cabo la renovación del Ritual en 1974,
Francis Buckley observaba: «Durante los últimos cinco años se ha producido una bajada
notable en la confesión: en torno al cincuenta por ciento en Europa y más del setenta y
cinco por ciento en algunas partes de los Estados Unidos»23.
La situación en que se encuentra el sacramento cuarenta años después no es muy
distinta. No obstante, parece que esta visión no se corresponde con la situación que se
vive en las iglesias católicas no occidentales, en algunos grupos étnicos de los Estados
Unidos y en ciertos grupos católicos marcadamente espirituales presentes en parroquias
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de todo el mundo. Las estadísticas no permiten vislumbrar el futuro, y entrar en
generalizaciones no hace justicia a la complejidad propia de este sacramento. De ahí que
sólo nos sea posible aquí hacer un breve repaso de algunos de los temas que han de ser
considerados a la hora de elaborar una visión renovada del sacramento: (a) el sentido del
pecado, (b) el uso de la absolución general en situaciones extraordinarias y la necesidad
del impulso misionero, y (c) la centralidad de la eucaristía y otras formas de perdón.
a) Pecado y contrición
Tras el espejismo de la ausencia de culpabilidad se esconde una crisis de
espiritualidad. Es obvio que existe un vínculo directo entre el sentido personal de la
responsabilidad respecto del pecado y el correspondiente arrepentimiento que se da en la
contrición. Si, a pesar de la racionalización y el relativismo moral, el pecado sigue siendo
una realidad inhóspita a nivel personal, comunitario y social (como vimos antes), la
percepción de su significado cambia según el contexto cultural. Y, una vez más, parece
que el vínculo actual entre la realidad del pecado y la oferta del don sacramental presenta
nuevos desafíos a la pastoral de la Iglesia en el presente clima de secularismo gnóstico.
Desde el punto de vista teológico se ha progresado en el esclarecimiento del
sentido del pecado desde el punto doctrinal y catequético. En particular, el Catecismo de
la Iglesia Católica (Nos. 1846-1876) nos ofrece una visión profunda del mensaje
liberador de Cristo, la referencia primera y última de una catequesis sobre la realidad del
pecado y la “sobreabundancia de la gracia” actualizada por el sacramento del perdón
(Nos.1422-1498).
La confusión existente hoy en la opinión pública que afecta a tantos católicos
depende en gran parte de las corrientes culturales (filosóficas, de los media, etc.) que
reducen la moralidad a un concepto relativo. De aquí la continua exhortación del
Magisterio respecto a la necesidad de defender nuestra identidad cristiana contra el
relativismo moral y la confusión generalizada de los valores morales en nuestra sociedad.
Como escribió poco antes de ser elegido papa el Cardenal Ratzinger, «En las sociedades
pluralísticas de hoy, donde coexisten diversas orientaciones religiosas, culturales e
ideológicas, se hace más y más difícil el poder garantizar una base común de valores
éticos»24.
b) Absolución general
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Desde el punto de vista sacramental otro tema crítico es el relacionado con los
medios apropiados para experimentar el perdón y la gracia de Dios en y más allá del
sacramento de la reconciliación. Se trata de un problema con muchas aristas, donde
aparecen implicados dos extremos distintos: (1) la posibilidad de la absolución general y
(2) otros medios para alcanzar el arrepentimiento y la reconciliación. Fijar la atención en
estos temas, no sólo supondrá que pasen a primer plano las principales verdades sobre
esta práctica sacramental, sino que propiciará una visión más enriquecedora del dilatado
proceso de la reconciliación sacramental.
La confesión comunitaria en términos generales con la proclamación pública de
absolución sobre el conjunto de la comunidad sin confesión individual previa (Rito III) se
ha hecho muy controvertida. El rito queda restringido a situaciones extraordinarias de
emergencia. Obispos de diferentes países y diócesis han solicitado mayor flexibilidad e
incluso algunos han presidido celebraciones de reconciliación con absolución general.
Como respuesta, varias congregaciones vaticanas y el propio Juan Pablo II se opusieron a
esta práctica, insistiendo en que la reconciliación individual de los penitentes es la única
forma de celebración normal y ordinaria25. La celebración comunitaria (Rito II) se
considera equivalente a la reconciliación individual por lo que respecta a la normalidad
del rito.
La absolución general ha sido pastoralmente percibida como una celebración de la
Iglesia arrepentida que vuelve a Cristo, que busca la conversión y proclama gozosamente
la gracia misericordiosa de Dios. Incluye la posterior confesión individual de los pecados
graves. Por un lado, la práctica de esta tercera forma de reconciliación (Rito III) no
debería oscurecer la importancia vital de la necesidad propiamente humana de confesar,
de abrir la intimidad del yo al conocimiento y al diálogo, es decir, la necesidad de algún
tipo de «dirección espiritual». Así es como el penitente experimenta la curación y recibe
el alimento espiritual y una paz profunda. De ahí que el Ritual de la Penitencia subraye la
importancia de la confesión y absolución individual. La opinión individualista, o
despectiva, según la cual «basta confesarse con Dios» está extendida entre muchas
personas poco formadas e indiferentes ante el ministerio de la Iglesia. Una postura que
niega el aspecto público del pecado y conduce al vacío espiritual.
Por otra parte, la verdadera contrición y la oración de absolución son esenciales
para la reconciliación sacramental, como lo es también la confesión de los pecados al
sacerdote (Catecismo, No. 1424). La insistencia obsesiva en la enumeración escrupulosa
de los pecados y en el rostro negativo del comportamiento humano ignora la complejidad
de las dimensiones reconciliadoras de la vida cristiana. Además limita todo el proceso de
reconciliación, que va más allá de la confesión auricular, y cuyo objetivo es reparar,
nutrir e iluminar. Ladislas Örsy mantiene que los modelos religiosos han de adaptarse y
pasar de estar centrados en una lista de pecados insignificantes a la conciencia de la
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inclinación al mal que anida en el corazón: «Allá donde no se ha producido ninguna
ruptura con Dios en la vida de la persona, sería más importante centrarnos en nuestros
movimientos y hábitos íntimos que en nuestros actos individuales»26.
El principal efecto del sacramento es la reconciliación con Dios por su gracia. «El
pecado mortal destruye la caridad en el corazón de hombre por una infracción grave de la
ley de Dios»27. Muchos confesores pueden ser testigos ante la ausencia en el
confesionario de católicos no practicantes, sobre todo ante aquellos en los que se ha
producido una ruptura de la comunión con Dios. Es cierto que también ellos
experimentan gran alegría cuando se encuentran con el caso del «hijo pródigo» que
vuelve a casa. Como observa Dallen, «la mayor dificultad reside en lograr una Iglesia
creíble como comunidad penitente, reconciliada y reconciliadora, que actúa como
mediadora de la experiencia de un Dios misericordioso, compasivo y amoroso»28.
La absolución general se convierte en un problema pastoral si se pone en práctica
de manera irreflexiva. Una celebración guiada por la Palabra de Dios y realizada con
prudencia pastoral puede convertirse en una ocasión privilegiada para provocar a la
«oveja perdida» a que vuelva al redil. ¿Favorece hoy la comunidad cristiana una genuina
y profunda conversión a través de una celebración penitencial apropiada, que le permita
construir puentes de compasión para alcanzar a los alejados? ¿En línea con el espíritu de
la gracia incondicional que emana de la compasión de Cristo, está siendo la Iglesia hoy
una realidad verdaderamente reconciliadora para los samaritanos, zaqueos e hijos
pródigos que se acercan a ella? El Rito de iniciación cristiana de adultos (RICA),
juntamente con la acción misionera y evangelizadora de la parroquia, responde a estas
preguntas. En este sentido, por ejemplo, el sacerdote que se confiesa antes de escuchar
confesiones en una celebración comunitaria puede ser ante la asamblea un signo creíble.
El segundo tema, que mencionamos antes, respecto de otros posibles medios para
experimentar el perdón de Dios, es muy importante, pues sitúa este sacramento en el
mismo contexto pascual del misterio de la reconciliación. «Cada sacramento es a su
manera un momento de reconciliación»29 cuando el creyente, escuchando la Palabra de
Dios, se une con corazón sincero al misterio reconciliador de la Cruz. Sin embargo, el
efecto curativo que persigue el sacramento puede ser oscurecido ocasionalmente por la
deformación de ciertas celebraciones donde se insiste más en la culpa y alienación de los
hijos de Dios que en el don gozoso y liberador de la misericordia de Dios.
c) El poder purificador de la eucaristía
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Este poder se hace particularmente visible en el caso de la eficacia que posee la
eucaristía para perdonar todos los pecados del creyente que se acerca a ella bien
dispuesto. La eucaristía desempeña un papel central en la reconciliación eclesial. La
enseñanza de Tomás de Aquino al respecto (de la que hemos hablado en el capítulo
anterior) es esclarecedora y representa un vínculo olvidado con la antigua tradición de la
Iglesia30. Esta tradición muestra que «la eucaristía constituye la perfección de la remisión
de los pecados puesto que la cruz, misterio de reconciliación, sólo se hace presente en
ella. La Iglesia ha vivido estas verdades durante siglos, permitiendo que el sacramento de
la penitencia jugase un papel extraordinario»31. Más en concreto, la tradición sacramental
antigua a este respecto puede resumirse en dos puntos: (1) los creyentes tienen la firme
convicción de que se acercan a la mesa eucarística siendo conscientes de sus pecados; (b)
las peticiones de perdón no son, originalmente, un medio de preparación para una
celebración digna de la eucaristía; son, más bien, su resultado y don de la gracia. Todos
los creyentes están llamados a la conversión y transformación, porque están llamados a
vivir como pueblo santo que celebra la eucaristía. Ambos sacramentos son dos signos
perennes del amor de Dios y de la continuidad del ministerio de Jesús que sana y ejerce el
perdón mediante sus palabras y acciones.
Cristo, centro y agente de la reconciliación sacramental invita al creyente a
compartir su pasión para poder vivir su resurrección. La reconciliación sólo es una
expresión particular del gran misterio de la reconciliación, «un sacramento del amor
sobreabundante de Dios, de su misericordia que reconcilia, justifica y deifica»32. Que se
encuentra orgánicamente interconectado con la eucaristía, principal misterio sacramental
de la victoria sobre el pecado, y síntesis de todos los momentos sacramentales de la
reconciliación cristiana. Expresando esta rica tradición, el Catecismo de la Iglesia
Católica se refiere a varios medios para obtener el perdón de los pecados, especialmente
la eucaristía. Como enseña el concilio de Trento: «Es un remedio que nos libera de
nuestras faltas cotidianas y nos guarda de los pecados mortales»33.
Por último y como conclusión, podemos decir que la crisis por la que atraviesa el
sacramento en la actualidad dentro de la comunidad cristiana, está pidiendo a la Iglesia en
general que continúe avanzando. La enorme diversidad que se ha dado en el pasado tanto
en lo que se refiere a la disciplina como a las formas concretas, manifiesta la necesidad
que existe hoy de adaptar y desarrollar nuevos modelos según la diversidad de
experiencias y las necesidades espirituales de las diversas iglesias en la actualidad. La
reforma del Ritual de la Penitencia llevada a cabo en 1974 sugiere una renovación a
medio plazo, un movimiento evangélico y centrado en Cristo. De ahí que el Catecismo de
la Iglesia Católica presente este sacramento como proceso de conversión y
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arrepentimiento cuyas características se encuentran en la parábola del hijo pródigo: «Sólo
el corazón de Cristo que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos
el abismo de su misericordia de una manera tan llena de simplicidad y de belleza»34. La
acogida generosa por parte de la comunidad de los alejados y «espiritualmente muertos»,
el proceso mediante el que se cultiva la conversión del corazón y la curación y
fortalecimiento del creyente en la vida del Espíritu son, aun hoy, objetivos básicos de la
tradición de este sacramento.
La práctica frecuente de la confesión aun se encuentra hoy bastante abandonada a
pesar de su fomento por parte de la Iglesia. Se trata de un aspecto importante de nuestra
rica herencia espiritual. Cuyo objetivo es el de sanar y renovar, por acción de la gracia de
Dios, para favorecer el discernimiento y crecimiento en el espíritu. Históricamente ha
estado estrechamente vinculada, de diversos modos (hasta el momento presente) a la
dirección espiritual. Sin embargo, una práctica mecánica y superficial del rito al margen
del compromiso sincero puede acabar convirtiéndolo en una realidad carente de
sinceridad. Sólo es posible reconocer los propios pecados cuando se tiene una mente y un
corazón espiritualmente renovados. La persona experimenta la gracia de Dios y el anhelo
íntimo de la redención de Cristo a través del ministerio de la Iglesia. La reconciliación
permanece viva como gesta poderosa de la gracia de Dios a favor de un mundo
fragmentado y dividido.
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