TEMAS PARA CREACIÓN DRAMATÚRGICA CONTEXTO HISTÓRICO

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TEMAS PARA CREACIÓN DRAMATÚRGICA
CONTEXTO HISTÓRICO: CÓRDOBA DESDE SIGLO XVIII HASTA 1853 APROX.
Producción Escénica Para Tres Personajes
EXPULSIÓN DELOS JESUITAS
El 12 de julio de 1767 Carlos III, rey de España, emite la real Orden de Expulsión de los
jesuitas. En Córdoba el Sargento Mayor Fernando Fabro emite la orden. Las tropas se
dirigen desde Córdoba a Alta Gracia, Colonia Caroya, Santa Catalina y La Calera donde
funcionan sendos establecimientos jesuíticos, las reducciones. El hecho se desarrolla de
manera violenta con rapiña, depredación y no son ajenos a ello los franciscanos.
EN ORDEN A LA VIDA COTIDIANA
Comerciantes de mulas destinadas al Potosí; Esclavos en el tercer patio;
Estudiantes del Paraguay y el Alto Perú en el Colegio Mayor de Córdoba
LA CONSTRUCCIÓN DE LA CATEDRAL
Icono insoslayable de la Córdoba barroca, manifiesta su poder y jerarquía política y
eclesiástica en medio de una ciudad pequeña, hundida en el valle, en el centro de un
vasto territorio. Las secuencias de su controvertida construcción. Los hábitos de
celebración en torno a su atrio, la práctica de la visita y las oraciones diarias, las misas
célebres, las visitas de jerarquías de la Iglesia, autos sacramentales, las festividades de
Corpus Cristi, Navidad y Pascuas. La participación de los indios del lugar para su
construcción, los curas destinados a su gobierno, las señoras que recorren las calles
para ir a rezar a la catedral, los actos confesionarios, la vecindad con el cabildo.
EL CABILDO, CÁRCEL DE MUJERES EN EL SIGLO XVIII PARA RECLUSIÓN DE
“LAS MALAS”
Las mujeres que cometían delitos en Córdoba fueron confinadas a la cárcel que
funcionaba en El Cabildo. Cárcel asimismo que recluía también varones. ¿Quiénes eran
consideradas delincuentes? Desde luego que las ladronas y las asesinas, pero también
las infieles y desobedientes a la autoridad de maridos, padres, hermanos y amos. La
mayor frecuencia condenatoria se encuentra en torno a los delitos de carácter sexual,
homicidio de amantes y maridos, abortos,
lesiones, injurias, amancebamiento,
adulterio, incesto, bigamia, escándalos, infanticidio. Cabe considerar el doble estatus
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atribuido a las reas, en tanto delincuentes y pecadoras, de todas las clases sociales, es
decir mujeres españolas o criollas, libres o esclavas. Ofensas cometidas a la honra que
ponían en cuestión lo esperable de las mujeres, es decir, su castidad, obediencia,
sumisión. También la locura, herejía y la hechicería son consideradas motivo de
encierro.
VIAJEROS EN TRÁNSITO POR CÓRDOBA, SIGLOS XVIII Y XIX.
Numerosos documentos dan cuenta del pasaje de viajeros europeos por Córdoba.
Describen en sus anotaciones geografía, paisajes, costumbres, tipos sociales, vida
cotidiana, curiosidades, vestido, hábitos alimenticios, modalidades de la vida de
relación, organización social según género, estatus, edad, origen. Modos de habla,
educación y más. A modo de ejemplo la publicación en Londres del testimonio de
Samuel Haigh quien pasó por Córdoba en 1817 desde Buenos Aires en viaje a Chile y
Perú.
LA ESTADÍA DE SAN MARTÍN EN CÓRDOBA DURANTE LA PREPARACIÓN DE LA
CAMPAÑA MILITAR TRASANDINA.
En 1814 San Martín pasa por Córdoba reclutando hombres y diseña aprestos para la
campaña a Chile y Perú. Contactos y relaciones con la sociedad cordobesa. Casas y
lugares durante esa estadía. Perspectiva desde Córdoba.
INDIOS, NEGROS Y MESTIZOS EN CÓRDOBA SIGLO XVII Y XVIII
Texto de Emiliano Endrek. El mestizaje en Córdoba. Siglo XVIII y principios del XIX.
Cuadernos de Historia N° XXXIII. Dirección General de Publicaciones. UNC. 1966.
“El fruto de las uniones entre españoles e indígenas, que ha poblado gran parte
de Latinoamérica, fue uno de los primeros problemas sociales de la colonización
americana: el mestizo, constituía un nuevo “status” social. Mientras fue legítimo (es
decir nacido de legítimo matrimonio) los españoles aceptaban su presencia y la
legislación protegía sus derechos. Pero con la aparición del aporte negro y la abundancia
de las uniones extramatrimoniales, la mestización fue adquiriendo caracteres oprobiosos
para el blanco conquistado y sus descendientes criollos. La mezcla de “mala raza” y la
legitimidad marginaron al mestizo en la sociedad colonial. (…)
A comienzos del siglo XVIII aparecen los primeros síntomas de un “prejuicio
racial “que tiende a volverse recalcitrante hacia el último cuarto de este siglo. Tal
característica está en relación directa con el crecimiento de la población de castas
(negros, mulatos, mestizos, zambos, etc.) (…) Rechazado por su origen espurio,
despreciado por el color de su piel, bloqueado por una legislación que defendía a los
privilegios del blanco, sin acceso a la educación, porque las Reales Cédulas prohibían
que se les enseñara tan siquiera leer, sin asidero étnico, no eran pues ni blancos, ni
indios, ni negros, el mestizo se encontró sin plaza, y si posibilidades de conseguir una
en los estamentos
de la sociedad colonia. Optó por la vida libre y ociosa en las
campañas, viviendo del ganado cimarrón o… ajeno, (…).”
LOS DESAJUSTES ECONÓMICOS POSREVOLUCIONARIOS.
Texto de Norma Pavoni, El noroeste argentino en la época de Alejandro Heredia. UNC.
1981.
“Al igual que en otras regiones del país, el proceso revolucionario provocó una alteración
de importancia en la estructura económica y social del noroeste argentino. Una de las
primeras consecuencias que se experimentó fue la paralización o retracción del comercio
de todo tipo con las provincias de arriba; comercio prohibido oficialmente por uno y
otro de los beligerantes y que sólo podías hacerse a intervalos. Puede decirse que toda
la zona mercantil que había crecido sobre la ruta Buenos Aires-Alto Perú sufrió el
impacto. La guerra independentista privó a toda esa arteria- que fue vital durante toda
la época colonial- de una pieza esencial: el mercado alto peruano en poder de los
realistas hasta 1825 salvo breves paréntesis. Y ese mercado era el que proporcionaba
fundamentalmente, el metálico circulante y con el cual se pagaban las cada vez más
numerosas importaciones de efectos ultramarinos por el puerto rioplatense. En
adelante, todas las actividades comerciales legales y desde aquella zona estuvieron
estrechamente vinculadas con el avance o retroceso del ejército patriota. Hubo, sin
duda, tráfico clandestino de alguna intensidad, pero es evidente que este no podía paliar
las consecuencias de la interrupción del comercio ilícito, aunque resulte imposible
evaluarlo correctamente. Esta contracción comercial incidía necesariamente en las
arcas públicas, que veían disminuir en forma considerable sus entradas en momentos
que la lucha en los distintos frentes exigía mayores desembolsos. El gobierno
revolucionario debió recurrir, entonces, a los bienes particulares, a la par que
aumentaba y ampliaba las cargas impositivas sobre la población en general. Todo el país
quedó sometido a una economía de guerra y las exigencias del gobierno central se
sumaban de las autoridades locales de cada jurisdicción. (…)
La economía toda quedó aletargada y esto agudizaba, por cierto, las tensiones en una
sociedad ya alterada por las rivalidades de todo tipo. La obligada concentración de los
mercaderes en la porción libre de realistas de la ruta del norte enfrentaba, en la
competencia por la venta al menudeo a los comerciantes locales con los provenientes de
las provincias de abajo, como se identificaba entonces a los porteños.
Claro que estos comerciantes que llegaban “de abajo” no eran sólo porteños sino
también ingleses, quienes habían logrado penetrar, desde hacía ya tiempo, en las
corrientes comerciales del interior. De cualquier forma, lo cierto es que la población local
intensificó sus resquemores a respecto a los que, llegados del litoral, ejercían una
actividad competitiva que perjudicaba sus propios intereses. (…)
Así, en tanto la militarización de las fuerzas locales, impuestas por las circunstancias,
favorecía el surgimiento de poderes también locales, el gobierno central entraba en
franca crisis, sin acertar con la solución que la realidad del interior parecía imponerle. La
mentalidad localista, ese sentimiento tan arraigado de la “patria chica”, adquiría cada
vez mayor profundidad, superando la misma conciencia de la nacionalidad. (…)”
EN NOMBRE DE LA SANTA FEDERACIÓN.
Texto de Enrique Martínez Paz, La formación histórica de la Provincia de Córdoba.
Publicación del Instituto de Estudios Americanistas. N° XXXVIII. UNC. 1983.
“El asesinato de Quiroga, con el que se había eliminado el único caudillo de un amplio
prestigio en el interior y el fusilamiento y dispersión de los hermanos Reynafé, dieron a
Rosas una ocasión extraordinaria para desarrollar sus vastos planes de predominio en
toda la extensión de la República. Los hombres del partido gobernante de Córdoba
estaban debilitados bajo la humillación que los señalaba como complicados en un crimen
horrendo, y el caudillo de Buenos Aires, por contraste extraordinario, era la encarnación
del principio del orden, del respeto a las leyes fundamentales de la moral; la sumisión
de Córdoba a su poder y a su influencia resultó, en este estado, una necesaria
consecuencia. El instrumento de esta dominación fue el antiguo comandante de
campaña Don Manuel López. La descomposición de las clases sociales de la ciudad, la
pérdida de toda influencia directiva preparaba, una vez más, el advenimiento al poder
de un sujeto dotado de las cualidades primitivas: fuerte, grosero, astuto, capaz de
imponer el orden y la autoridad aún a costa de las mayores violencias. Don Manuel
López, seguido de las milicias que comandaba, vino a tomar posesión del gobierno,
invocando la autoridad de Rosas y de Estanislao López, los que, en efecto, acogieron
con muestra de simpatía su llegada al gobierno. La administración de López iba a
prolongarse por los largos años de la tiranía: el 30 de marzo de 1836 fue elegido por la
Legislatura gobernador titular y luego sucesivamente reelegido el 29 de junio de 1844 y
reelecto 1° de julio de 1847 por seis años, período que no alcanzó a desempeñar
porque fue interrumpido por la revolución del 27 de abril de 1852.”
CÓRDOBA Y LA REVOLUCIÓN DE MAYO*
La noticia de los acontecimientos de mayo de 1810 llegó a Córdoba en la noche del día
30, por boca del joven Melchor José Lavín, portador de una carta de Cisneros al exvirrey Liniers, que vivía en su estancia de Alta Gracia. El gobernador Juan Gutiérrez de
la Concha resolvió convocar a una reunión de notables para decidir la actitud a adoptar.
Si bien existían ya versiones de una posible conspiración en la capital del virreinato, la
novedad causó sorpresa y asombro entre los cordobeses. No podían concebir que el
Cabildo porteño, una institución de carácter meramente municipal, en nombre de
“nuestro amado monarca don Fernando VII”, hubiese depuesto al virrey y designado por
sí nuevas autoridades, sin tan siquiera consultar a las demás ciudades. Equivaldría a
que hoy, la Legislatura de la ciudad de Buenos Aires destituyera al presidente de la
Nación y designara a su reemplazante, además de gobernadores en las provincias, a las
que enviara ejércitos de ocupación.
Así fue que, con la única excepción del deán de la Catedral, doctor Gregorio Funes,
todos los asistentes a la reunión se manifestaron en favor del rechazo de las nuevas
autoridades y de la restitución del virrey. Los argumentos del deán para defender a los
revolucionarios no podían ser más endebles, por antijurídicos. “No son las leyes –dijo
entonces– ni los derechos los que deben salvar esta República, sino las fuerzas reales”.
Una apelación al derecho de la fuerza.
El cabildo cordobés se reunió el 20 de julio y trató una propuesta del virrey del Perú,
don José Fernández de Abascal, marqués de la Conquista, de reincorporar a Córdoba a
dicho virreinato –había pertenecido a él por espacio de 237 años–, empatándose la
votación
Advertidos del envío de un ejército desde Buenos Aires, los capitulares escribieron a la
junta porteña encareciéndole se abstuviera de semejante acción, de la que temían, con
fundamentos,
graves
consecuencias.
Le
encarecían
que
“se
sirva
suspender
absolutamente su expedición porque su venida, como no necesaria, produciría el
desorden y conmoción popular en gravísimo perjuicio del público sosiego”.
La junta respondió con prepotencia, “previniendo que no se alegue ignorancia si se
insiste en no reconocerle”, y ordenando suspender al gobernador en su cargo. El cuerpo
rechazó tal imposición “por ser contraria a la de este gobierno”, y decidió aceptar la
propuesta del virrey del Perú, “en atención a que en la capital de Buenos Aires no existe
legítimo representante de la autoridad del Excmo. Señor Virrey”.
Previendo la anunciada invasión, Gutiérrez de la Concha y Liniers organizaron la
resistencia, con la colaboración del ex-gobernador doctor Victorino Rodríguez, del
comandante de armas coronel Santiago Alejo de Allende, del tesorero de la real
hacienda Joaquín Moreno, del coronel José Javier Díaz y del obispo Rodrigo Antonio de
Orellana.
El 12 de julio partieron desde Buenos Aires 1.150 hombres al mando del coronel riojano
Francisco Antonio Ortiz de Ocampo. El 31 de julio, ante su inminente llegada e
impedidos de enfrentarlos por su inferioridad numérica, Liniers y los suyos decidieron
huir hacia el norte para unirse a las fuerzas que el mariscal Nieto preparaba en el Alto
Perú. Al norte de la Provincia fueron apresados, robados, maltratados y conducidos a
esta ciudad.
Hipólito Vieytes, comerciante porteño que acompañaba al ejército como representante
de la Junta, exhibió una orden secreta de ésta que disponía que fuesen arcabuceados
“en el momento en que todos o cada uno de ellos sean pillados (...) sin dar lugar a
minutos
que
proporcionaren
ruegos
y
relaciones
capaces
de
comprometer
el
cumplimiento de esta orden”. Está fechada el 28 de julio de 1810 y no revela los
motivos de tamaña decisión. Tan sólo invoca “los sagrados derechos del Rey y de la
Patria”, a la vez que aclara que “este escarmiento debe ser la base de la estabilidad del
nuevo sistema”.
Al conocerse en Córdoba, la reacción no se hizo esperar. Unánimemente, la población
expresó su repudio y solicitó a Ortiz de Ocampo que no le diera cumplimiento, a lo que
éste accedió, en un gesto que lo ennoblece, disponiendo el traslado de los presos a
Buenos Aires.
Enterado de ello, el secretario Mariano Moreno se indignó de tal manera, que logró que
Ortiz de Ocampo fuese destituido y que se enviase al vocal Juan José Castelli a cumplir
la orden. En carta a Feliciano Chiclana del 17 de agosto de 1810, le relataba que
después de tantas ofertas de energía y firmeza, pillaron nuestros hombres a los
malvados, pero respetaron sus galones y cagándose en las estrechísimas órdenes de la
Junta, nos los remiten presos a esta ciudad –preguntándose enseguida– ¿Con qué
confianza encargaremos obras grandes a hombres que se asustan de su ejecución?
El 26 de agosto, al reunirse Castelli con las tropas en el lugar llamado Monte de los
Papagayos, junto a la posta de Cabeza de Tigre (en las cercanías de Cruz Alta, actual
departamento Marcos Juárez), concretó la “obra grande” de Moreno, haciendo fusilar a
Gutiérrez de la Concha, Liniers, Allende, Moreno y Rodríguez. El obispo Orellana salvó su
vida gracias a su investidura religiosa y fue enviado prisionero a Luján.
La mezcla de consternación y repulsa que tan cruel disposición causó en el ánimo de los
cordobeses difícilmente pueda ser expresada. Al igual que en la Revolución Francesa, el
terror comenzaba a prevalecer entre nosotros, cobrando sus primeras e inútiles víctimas
en las personas de cinco ilustres y respetados ciudadanos, uno de ellos héroe de las
Invasiones Inglesas.
La revolución se había impuesto en Córdoba a sangre y fuego, pero lejos de arraigar en
el corazón de nuestros antepasados, generaba en su ánimo fundadas reservas.
Bernardo Monteagudo, entusiasta revolucionario, hubo de reconocer que la Junta pudo
haber sido más feliz en sus designios si la madurez hubiera equilibrado el ardor de uno
de sus principales corifeos y si en vez de un plan de conquista se hubiese adoptado un
sistema político de conciliación con las provincias.
Es evidente que aludía al secretario Moreno, declarado enemigo de la incorporación a la
Junta de los diputados de las provincias interiores, un fanático sanguinario insensible a
la piedad que, en nombre del rey, mandaba asesinar a quienes pensaban diferente. Se
le atribuye la autoría de un inicuo “Plan de operaciones”, cuyas instrucciones
constituyen un verdadero catálogo del terror. “No debe escandalizar el sentido de mis
voces de cortar cabezas, verter sangre y sacrificar a toda costa“, dice textualmente,
añadiendo que “Los bandos y mandatos públicos deben ser muy sanguinarios”.
No es seguro que fuese Moreno quien escribió el plan, pero resulta congruente con la
crueldad que revelan algunos de sus escritos, como la carta que le envió a Castelli, en la
que le indicaba que “en la primera victoria que logre dejará que los soldados hagan
estragos en los vencidos para infundir el terror en los enemigos”. Cumpliendo dichas
instrucciones, Castelli y Monteagudo cometieron tales monstruosidades en el Alto Perú –
llegaron a violar mujeres, asesinar hombres, profanar templos y arrastrar cruces por las
calles–, que provocaron la rebelión del pueblo y la separación de esas provincias.
Saavedra, en carta a Feliciano Chiclana, llama a Moreno “hombre de baja esfera,
revolucionario por temperamento, soberbio y helado hasta el extremo” y alude al
“sistema robespierrano que quería imponer en ésta, a imitación de la revolución
francesa”. Bernardo Frías, por su parte, acusa a Castelli de ser el ejecutor de “la política
terrorista de Moreno, que en mala hora vino a iniciarse y que sólo sirvió para que la
revolución bajara al crimen, rindiera su altura moral y se labrara su propio
desprestigio”. Y su contemporáneo, Dámaso Uriburu, al referirse a ellos afirma que
ambos eran los representantes de la doctrina de esta secta política, que pretendía, a
ejemplo de la que le servía de modelo, regenerar el orden político y social de estos
países por medio de la sangre y del crimen.
Volviendo a Córdoba, cuenta la tradición que en la corteza de un árbol aparecieron
escritos los apellidos de los cinco ajusticiados y del obispo, formando con sus iniciales la
palabra CLAMOR (Concha, Liniers, Allende, Moreno, Orellana y Rodríguez), expresión del
sentimiento que despertó tamaña ferocidad. En su Sinopsis Histórica de Córdoba, ya
mencionada, el doctor Pablo Julio Rodríguez la califica, junto con la expulsión de los
jesuitas, como el hecho “más atroz y más salvaje” que registra la historia de la
Provincia, añadiendo que “Córdoba sólo tiene que avergonzarse de que este atroz
asesinato se haya cometido en su territorio”.
Mientras tanto en la ciudad el ejército porteño, que había ocupado las instalaciones del
Monserrat, procedió a destituir a los miembros del cabildo y el 15 de agosto hizo asumir
como gobernador al coronel Juan Martín de Pueyrredón, designado por la Junta.
Ambrosio Funes, hermano del deán y después partidario de la Junta como él, escribía a
doña Margarita de Melo al enterarse del envío del ejército: “¿Hasta cuándo quieren ser
bulliciosos esos porteños? De modo que de guapos sólo se quieren pasar y ahora
también se les pone venir a conquistar cordobeses”.
Los horrores cometidos en nombre de la Revolución de Mayo no encuentran justificativo
alguno y constituyen peligrosos precedentes del terrorismo de estado. Aprobar la
violencia como medio para imponer revoluciones –por buenas que sean las intenciones
de quienes las promueven y ejecutan–, equivale a legitimar la supremacía de la fuerza
sobre la razón, y a convalidar el argumento maquiavélico de que el fin justifica los
medios y de que el éxito enmienda los crímenes cometidos en su consecución. Tan
perverso sofisma ha servido de excusa a todos los golpes de estado que ha padecido
nuestro país, los que, por cierto, invocaron sin excepción el “ideario de Mayo” como el
dogma que guiaba sus actos.
SOBRE MONTE Y LAS INVASIONES INGLESAS
“Al primer cañonazo de los valientes escapó Sobre Monte con sus parientes”
Estos u otros versos parecidos nos enseñaban en la escuela primaria, para grabarnos en
la memoria la cobardía y la ineptitud del virrey que huyó de Buenos Aires cuando los
ingleses conquistaron la ciudad, a lo que algunos sedicentes historiadores añaden que
intentó robar los dineros de la Real Hacienda.
La primera pregunta que surge es cómo un hombre con una brillante foja militar, que
desempeñó con tanto celo, rectitud y eficacia el gobierno de Córdoba, al punto de
constituirse en uno de los mandatarios que mayor impulso le dio a su progreso, puede
haber devenido en pocos años un inepto, cobarde y ladrón. El deán Funes, que no era
precisamente su amigo, reconoció que “levantó a Córdoba a un punto de decoro
desconocido hasta su tiempo”, y los padres franciscanos, en un informe del 13 de
setiembre de 1806, elogiaron su conducta, destacando que “jamás se dio a la voz del oro,
ni a los atractivos de la gobernación, ni a los hechizos del sexo débil”.
La respuesta surge clara cuando se investiga seriamente la conducta del marqués
durante los aciagos días de 1806. En primer lugar, se comprende su estrategia de
concentrar las tropas en Montevideo al enterarse del peligro de la invasión, por cuanto
el puerto de Buenos Aires era absolutamente inviable para una flota, sin un práctico que
la guiara. De hecho el plan de los ingleses era atacar por la Banda Oriental, pero gracias
a un tal Mr. Russel se enteraron de la reciente llegada de una fuerte partida de dinero a
Buenos Aires y, movido por la codicia, Beresford logró desembarcar en Quilmes y tomar
la capital. Admitamos que en esto Sobre Monte se equivocó –al igual que todos los
demás–, pero hizo lo que era lógico hacer.
Caída Buenos Aires en manos del invasor convocó a una junta de guerra que se reunió
en Monte Castro el 28 de junio, para decidir la conducta a seguir. Allí se convino cumplir
con las instrucciones dadas por el virrey Vértiz el 2 de abril de 1781 ante una hipotética
caída de la capital, con motivo de otra amenaza de invasión. Ellas consistían en evitar a
todo trance que la persona del virrey cayese en manos del invasor, por el tremendo
impacto negativo que tendría, para lo cual debía retirarse a Córdoba, llevando consigo
los archivos, la pólvora, lo que se pudiera del tren de artillería y, muy en especial, “el
tesoro del rey y particulares, como también la plata, joyas y demás muebles del
vecindario”.
Precisamente eso es lo que hizo el marqués de Sobre Monte. Su huida a Córdoba
impidió que la máxima autoridad del virreinato cayera en manos de los ingleses, lo que
elogió el Cabildo cordobés al señalar que “su superior prudencia nos libertó de este
peligro”. Mientras tanto en Buenos Aires la totalidad de los funcionarios y el cabildo
porteño en pleno juraron lealtad al rey Jorge III y entregaron a los ingleses los caudales
públicos, que ascendían a la enorme suma de 1.291.323 pesos de plata.
La clase alta de dicha ciudad recibió con beneplácito la presencia inglesa y se esmeró en
agasajar a los oficiales. Los comerciantes Martín de Sarratea y su cuñado León de
Altolaguirre les ofrecieron el 1° de julio una lujosa recepción, a la que asistieron
importantes personajes de la burguesía local, incluida la famosa “patricia” Mariquita
Sánchez de Thompson. Esta señora elogiaba sin retaceos la elegancia de los soldados
del 71° regimiento de infantería escocés –conocidos como los highlanders–, a los que
describía como “las más lindas tropas que se podrán ver (…) la más bella juventud”, a la
par que manifestaba su admiración por sus uniformes, sus “caras de nieve” y “la
limpieza de estas tropas admirables”. Celebraba asimismo que hubiesen introducido en
su ciudad “jabones de olor”.
Ignacio
Núñez
afirma
haber
visto
como
“los
ingleses
individualmente
fueron
particularmente distinguidos por las familias principales de la ciudad, y sus generales
paseaban del bracete por las calles con las Marcó, las Escaladas y las Sarrateas”. Y
Alexander Gillespie, capitán del ejército británico, relata que en la tarde del 27 de junio
de 1806, mientras entraban triunfantes en la ciudad en medio de un aguacero, “los
balcones de las casas estaban alineados con el bello sexo, que daba la bienvenida con
sonrisas y no parecía de ninguna manera disgustado”. Más adelante añade que estando
ya instalados, “casi todas las tardes, después de obscurecer, uno o más ciudadanos
criollos acudían a mi casa para hacer el ofrecimiento voluntario de su obediencia al
gobierno británico y agregar su nombre a mi libro, en que se había redactado una
obligación”. Gillespie les hizo firmar en dicho libro un juramento de fidelidad a la corona
inglesa a cincuenta y ocho de ellos.
Volviendo a Sobre Monte, dificultada la travesía por el peso del tesoro decidió
esconderlo en Luján, pero gracias al Cabildo porteño los ingleses lograron apoderarse de
él, como dije. Desde Cañada de la Cruz le escribió el 30 de junio al teniente de
gobernador, Dr. Victorino Rodríguez, anunciándole su llegada, informándole su decisión de
designar a Córdoba capital provisional del virreinato y aclarándole que decidió su venida
“no habiendo querido yo entrar en la capitulación, sino mantenerme reforzado afuera para
sostener los dominios del Rey y quedar libre de ejercer el Gobierno Superior”.
Llegó a Córdoba el 12 de julio “con lo puesto y sin equipaje”. A su arribo se puso de
inmediato en la tarea de reclutar hombres para la reconquista y en el increíble lapso de
dieciocho días logró reunir un ejército de 1.800 efectivos, al mando del cual el día 30 partió
de regreso al Puerto a marcha forzada, desoyendo las recomendaciones del Cabildo
cordobés, que le reclamaba que no fuera, pues aunque admitía que “la idea es propia de la
grandeza de V.E. (…) no puede menos que representarle el peligro a que expone su
respetable persona y por consiguiente la seguridad de todo el Reino”.
Santiago de Liniers, que había huido también, pero a Montevideo, reunió allí otro
ejército. Lo mismo hicieron, siguiendo las instrucciones de Sobre Monte, los paraguayos
y los cuyanos. A todos ellos les mandó el virrey reunirse con él en Cruz Alta, orden que
Liniers desobedeció, decidiendo atacar a los ingleses sin esperar a los demás.
El 12 de agosto, al llegar a la posta de Fontezuelas, ya en jurisdicción de Buenos Aires,
Sobre Monte se enteró del triunfo de Liniers. La ciudad recién reconquistada recibió a las
tropas cordobesas que iban en su auxilio con groseras muestras de hostilidad. Arturo
Capdevila relata que desde los balcones les gritaban insultos y les arrojaban aguas
servidas y ratones muertos. “Se les esperaba con la irrisión y aún con la muerte”, relata
don Ambrosio Funes, que odiaba a Sobre Monte. Cuesta entender tamaña ingratitud.
Beresford y el mayor Denis Pack, que fueron apresados y recluidos en la estancia de los
betlemitas para ser llevados a Catamarca, lograron fugarse el 16 de febrero de 1807
gracias a la ayuda de Saturnino Rodríguez Peña, Manuel Aniceto Padilla, Juan José
Castelli, Nicolás Rodríguez Peña, Hipólito Vieytes y Antonio Luis Beruti. Los embarcaron
en un bote del barco Flor del Cabo, del contrabandista portugués Antonio Luis de Lima,
y lograron llegar a Montevideo, que estaba en poder de los británicos, a quienes
Rodríguez Peña y Padilla ofrecieron entregarles la ciudad de Buenos Aires.
En carta a lord Castlereagh del 12 de mayo de 1807, Beresford afirmaba que sus
liberadores habían actuado “de acuerdo con los deseos de los principales habitantes de
Buenos Aires”. Y el propio Padilla lo ratificaba en un memorial enviado a Wellesley desde
Londres, el 8 de abril de 1808, cuando le decía que Rodríguez Peña y él habían urdido la
fuga “con el conocimiento y la intervención de un gran número de personas, las más
respetables de la ciudad”.
El resto de la historia es por demás conocido. Sobre Monte fue destituido por el Cabildo
porteño y denostado hasta la infamia. Los cordobeses acudieron en su defensa,
destacando el acierto de su conducta, lo que les valió recibir agravios e injurias. Tal el
caso del gobernador interino doctor Victorino Rodríguez –asesinado cuatro años más
tarde por orden de la Junta porteña–, al que los pasquines llamaban “cordobés bagual”,
o el del propio Cabildo mediterráneo, a cuyos integrantes insultaban “las señoras
porteñas” en una carta por demás grosera y afrentosa fechada el 26 de octubre de
1806, en la que los saludaban “con todo el respeto, con todo el recato y con todo el
desprecio que pide la semejanza de sus firmantes individuos con las piaras de los
marranos y con las recuas de los jumentos cimarrones”.
Cara pagó Córdoba su lealtad para con su antiguo gobernante, al que Capdevila llama
“el más ilustre de los virreyes y el mejor de los caballeros”. Sin embargo, dejando de
lado las injurias recibidas, cuando al año siguiente regresaron a Buenos Aires los
ingleses, no satisfechos con el envío de aquellas tropas, que participaron de la
reconquista, el mismo gobernador Rodríguez y el Cabildo convocaron, el 21 de febrero,
a una colecta pública para ayudar a la defensa de la Capital. A ella contribuyó con su
aporte el pueblo de Córdoba en pleno, incluidos los gremios de menestrales, como
consta en un documento del 11 de marzo de dicho año. “Y en cuanto al vecindario de la
docta ciudad –añade Capdevila–, apenas sabida la victoria se echaron a las calles en
procesión, olvidando resquemores y aun aviniéndose a la nueva autoridad virreinal”.
Al regresar a España Sobre Monte pidió ser sometido a una Junta de Guerra la que, por
unanimidad, declaró injustificada su destitución, aprobó su conducta y lo ascendió al
grado de mariscal de campo. Poco después se le confirió la orden de San Lázaro,
destinada a premiar los méritos militares.
LA GUERRA QUE TRAJO PAZ
José María Paz nació en Córdoba y vivió aquí hasta los veinte años. Pasó la mayor parte
de su vida guerreando y ganó bien merecida fama por sus notables aptitudes
castrenses. Desde su partida, en 1811, hasta su muerte, ocurrida en 1854, solo se
registra su presencia en esta ciudad por espacio de tres años, de 1820 a 1821 y de
1829 a 1831. Veamos qué hizo por Córdoba en esos breves períodos.
A fines de 1819 el director Rondeau convocó a los ejércitos de los Andes y del Norte a
bajar a Buenos Aires para combatir a sus adversarios internos. San Martín desoyó la
orden, en desacuerdo con abandonar la guerra de la independencia en beneficio de la
guerra civil. En concordancia con esa actitud, en el Ejército del Norte se produjo, el 8 de
enero de 1820, un levantamiento capitaneado por el jefe de estado mayor, coronel
mayor Juan Bautista Bustos, secundado por el coronel Alejandro Heredia y el entonces
comandante José María Paz.
Paz acompañó al ejército a esta ciudad, en donde tuvieron un recibimiento apoteótico,
pero consumido por los celos al advertir que el homenaje se centraba en la persona de
su superior, comenzó a alimentar hacia Bustos un odio mortal. Vicente Fidel López, al
describir la recepción que Bustos ofreció en su casa, en la que treinta señoritas
comandadas por doña Amparo Maldonado de Posse les entregaron flores, destaca “el
rabioso despecho del coronel Paz”, quien en rigor no ostentaba aún dicho grado.*
Su resentimiento se agravó poco después, al ser Bustos elegido gobernador de la
Provincia, en la primera elección de la historia argentina realizada mediante el voto
universal y obligatorio de todo hombre mayor de 20 años. Pensando quizás que debería
haber sido él el depositario de tal honor, Paz comenzó a conspirar, buscando el
derrocamiento de su antiguo jefe, mientras la Provincia se organizaba por vez primera
bajo el sistema republicano, al amparo de los sabios mandatos de su primera
Constitución.
Con ánimo de aplacar su animadversión, Bustos le entregó en persona los despachos de
coronel, pero Paz se los devolvió de manera poco cortés y se fue a vivir a su quinta. El
gobernador lo convocó nuevamente y le ofreció la jefatura del estado mayor del
Ejército, lo que esta vez aceptó, pero pronto retomó sus conductas conspirativas.
Tomado prisionero tras su último intento golpista, fue enviado a prestar servicio en el
Ejército Auxiliar del Perú, pero logró huir y refugiarse en Santiago del Estero.
Él mismo destila en sus Memorias el rencor hacia Bustos, a la vez que confiesa que para
combatirlo, tomó parte “en la guerra civil del peor lado, con los montoneros y con
Carrera”, enemigo declarado del gobernador de Córdoba y de su aliado, el general San
Martín.
El segundo regreso de Paz a su ciudad natal tuvo lugar ocho años más tarde. Manuel
Dorrego, que gobernaba la Provincia de Buenos Aires, acordó con Bustos la realización
de un congreso constituyente en Santa Fe, que se reunió en 1828. Pero a fines de dicho
año el general Juan Lavalle, al mando del primer contingente de las tropas que volvían
de la guerra con el Brasil, destituyó y fusiló a Dorrego. Poco después llegó Paz a Buenos
Aires y se unió a Lavalle, abandonándolo más tarde para venir a Córdoba a satisfacer
sus ansias vindicativas contra Bustos.
Son bien conocidas las dos batallas –San Roque y La Tablada– mediante las cuales logró
apoderarse de la Provincia, instalando un gobierno despótico y dejando sin efecto la
constitución liberal que desde 1821 la regía. Torturas, fusilamientos, persecuciones,
confiscaciones y destierros estuvieron a la orden del día. Las instituciones republicanas
fueron avasalladas, el erario público literalmente arrasado, dejando las finanzas en
estado calamitoso, y los avances logrados en una década de paz en materia de
educación y de cultura se perdieron lastimosamente.
Desde los cuatro puntos cardinales hubo levantamientos para resistir al invasor y, por
primera vez en su historia, Córdoba conoció la guerra en su propio territorio, y también
por vez primera envió ejércitos de ocupación a otras provincias hermanas, a las que
sometió. La resistencia fue combatida con inusitada crueldad, pero la tenacidad con que
los cordobeses defendieron su suelo fue tal, que en una escaramuza en los campos de
Calchín, las boleadoras de un soldado raso dieron por tierra con el caballo del invasor,
poniendo fin a su desafortunado gobierno.
El último intento de Paz por venir a esta ciudad se vio afortunadamente frustrado. En
1853, cuando todas las provincias menos Buenos Aires estaban reunidas en Santa Fe
para sancionar por fin la ansiada Constitución que –aunque deformada– aún nos rige, el
Manco, al servicio de Buenos Aires, fue enviado por el jefe de la provincia sediciosa,
Bartolomé Mitre, para convencernos de retirar nuestros diputados y hacer fracasar la
Convención Constituyente. En una actitud que lo ennoblece, el gobernador Alejo Carmen
Guzmán le prohibió su ingreso al territorio de la Provincia, y lo propio hizo Domingo
Crespo, gobernador de Santa Fe.
Los honores que Córdoba le ha tributado a un hombre que le causó tanto daño, solo se
explican por el vergonzoso sometimiento de la Provincia a las órdenes del Puerto,
después de la batalla de Pavón. La historia oficial porteña llegó al extremo de señalarnos
cuáles debían ser nuestros próceres. Y nosotros acatamos sumisos el mandato.
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