EL TELEGRAMA

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NARRATIVA,
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EL TELEGRAMA
Enrique Álvarez
Cuando
ocurrió
la segunda muerte, nueve años después de la primera,
a
Paloma Moratiel se le hizo tan odioso recibir llamadas de teléfono, que sus seres
queridos tuvimos que aprender a ingeniárnoslas de mil maneras para mantener la
comunicación con ella prescindiendo de marcar su número cada vez que lo necesitábamos. Pero ése fue, naturalmente, sólo el efecto secundario de tal muerte, la
secuela de un horror que ya sería imposible
de olvidar; un horror, el de aquella
llamada, la segunda de su vida, que por fuerza había de prevalecer sobre la pena
de perder a su madre, por inmensa que ésta fuese.
Dos muertes repentinas, dos llamadas de teléfono que las... ¿contradijeron? Era
absurdo creerlo y aceptarlo, y, sin embargo, también era absurdo que Paloma nos
mintiera. Tenía que tratarse de un error, y no de ella tal vez, sino de los demás,
pero un error tan extraño ¿podía ser real, y, sobre todo, podía repetirse casi idéntico nueve anos después?
Paloma acababa de cumplir
los quince
la primera
vez, aquella
comienzos de un verano en que iba a estrenar sus vacaciones y ultimaba
tarde de
los pre-
parativos para su primer viaje a Inglaterra. Yo entonces no la conocía, pero después he sabido que aún tenía mucho de la niña ordenada y minuciosa
siempre, y que a la vez era la adolescente equilibrada
podría serio más.
que fue
y serena que luego no
Cuando su amiga Ana Alix llamó por primera vez hacia las cuatro de la tarde,
fue ella misma la que contestó al teléfono. Quedaron citadas para ir juntas de compras al cabo de hora y media. Muy puntual, Paloma estaba ya en el descansillo
esperando el ascensor, acababa de cerrar la puerta de la casa, cuando sonó de
nuevo el teléfono. Fue su madre la que descolgó ahora. Era otra vez Ana Alix. Su
madre no tuvo nunca duda de que aquella voz era, realmente, la de Ana Alix, a la
que conocía hacía más de cinco años. No conversó con ella, se limitó a gritar a su
hija y a correr hacia el vestíbulo. Paloma la oyó y volvió a casa. Tampoco ellas dos
conversaron apenas. Ana llamaba tan sólo para aplazar la cita, pero casi no le dio
expl icaciones:
-Ahora no puedo verte -le dijo-, ya te contaré. Te llamo más tarde, espérame.
Espérame, sí, fue su última palabra. Diez, quince, a lo sumo veinte minutos des-
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pués, llamaba a casa el hermano mayor para anunciarles
estrellarse con su motocicleta. Había muerto en el acto.
que Ana acababa de
Durante los nueve años siguientes sus padres y amigas se volvieron
locos tra-
tando de explicarse el error. zCómo era posible que Ana se hubiese estrellado,
según el parte oficial y según todos los indicios, a las cinco menos diez de la tarde
y, sin embargo, hubiese hecho una llamada telefónica a las cinco y veinticinco?
zY
cómo era posible que sólo quince o a lo sumo veinte minutos después de salir de
casa, ya su hermano estuviera en situación
de anunciar el accidente fatal a la
amiga? zY si, en vez de un error, había habido simplemente alguien lo bastante vil
como para fingir la voz de la recién muerta y permitirse una broma macabra?
Cierto que durante muchos meses Paloma estuvo tan conmocionada
dida de su mejor amiga, que el aturdimiento
por la pér-
le dejó poco espacio para calibrar
aquel abismo de la lógica, pero con el tiempo éste comenzó a remodelar
sonalidad,
de modo que, además de echar abajo su natural equilibrio,
guando en ella una tendencia a la superstición.
su perfue fra-
//Espérame//: y Paloma se habituó
a esperar y se dio poco a poco a extraer de aquel misterio una luz imaginaria para
sus zozobras e incertidumbres;
daba fuerza.
el espíritu de Ana la acompañaba,
la conducía,
le
Así pasaron los nueve años menos un mes. Buena estudiante a pesar de todo,
Paloma Moratiel terminó el bachillerato
Medicina.
y, sin perder un solo curso, la carrera de
Fracasó, por el contrario, en el examen para el MIR, pero casi inmedia-
tamente, fue contratada para una larga sustitución en uno de los pueblos más difíci les de encontrar de la Tierra de Campos.
Era el día de su cumpleaños,
entre las siete menos cuarto y las siete de la
madrugada.
Llevaba sólo un mes en aquel lugar y yo había comenzado
tumbrarme¡
no menos por obligación
a acos-
que por placer, a pasar con ella muchas
noches. Valía la pena la hora larga de viaje desde la ciudad, a cuenta de evitarle
una soledad
nocturna
en la que no lograba verse libre de la imaginación.
Estábamos los dos ya despiertos cuando sonó su teléfono móvil. No era raro, como
tampoco lo fue oír la voz de su madre, a pesar de la hora, porque llevaba una temporada algo enferma y con insomnio.
-Felicidades,
Dado el silencio y la cercanía, pude oír:
hija. zNo te habré despertado?
-No, no, gracias. zQué tal estás?
-En vela, sin pegar ojo. zY tú?
-Yo muy bien. Empezando a cumplir otro año, ya sabes.
-Te he comprado ayer una cosa, no la vas a adivinar.
-zA qué hora te espero hoy?
-No lo sé, pero espérame. Que sea otra sorpresa.
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No duró más la llamada. Paloma hizo luego algún comentario,
oí porque el sueño comenzaba a envolverme.
tos. Recuerdo perfectamente
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pero yo no la
Fue cosa de veinte o treinta minu-
que miré mi reloj cuando me despertó el timbre de
la puerta: eran las siete y veinte. Yo mismo salí a abrir con tranquilidad.
Tío Marcos
y Angelita, los hermanos de su madre, allí estaban, como dos atracadores desolados. Venían a decirle a Paloma que a las cuatro de la mañana su madre había
fallecido de un derrame cerebral mientras llamaba ella misma a un teléfono de
urgencias.
Ahora yo tenía que admitir la imposibilidad
de aquel error. ¿Tenía que creer de
veras en la existencia del bromista macabro? ¿O tenía que aceptar que también el
espíritu de mi futura suegra había sucedido al de Ana Alix en la misión de desquiciarla
para siempre?
Fue obligado que Paloma abandonase aquel lugar y aquel trabajo. No estaba en
condiciones de ejercer la Medicina. Se le hizo intolerable que sus seres queridos, sus
tíos, sus amigas, su padre y, sobre todos, yo, la llamáramos por teléfono. Tampoco
nos dejó apelar al fax ni al correo electrónico.
Entre todos procurábamos
que no
estuviese sola nunca. Las llamadas eran siempre para su acompañante, que le transmitía los avisos. Yo, que por causa de un trabajo bello, hube de mudarme a otra ciu-
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dad, tuve que recuperar la artesanía epistolar y resignarme al despilfarro de las mensajerías urgentes, porque siempre he sido un hombre muy alérgico a la lentitud.
Pasó el año del luto y otro más.
El
amor nos ayudaba a sobrellevar aquel régi-
men tan duro, a la vez que nos urgía a terminar con él: queríamos casarnos y vivir
definitivamente
juntos. Pero las dudas me corroían. Ella me llamaba cada tarde y
cada noche un sinfín de veces. Su terror a vivir sola era evidente, pero apenas se
atrevía a suplicarme que me la llevase pronto. Hasta que un día, en la soledad nocturna de un restaurante, lo decidí: uniría mi vi da a la de Paloma, sacrificaría mi
libertad e incluso aquel trabajo excelente, por el bien de la mujer a quien amaba,
por enferma y desquiciada que estuviese.
Aún no había amanecido
al otro día cuando me dirigí al edificio de Correos.
Llevaba el texto redactado en el envés de una receta médica y lo copié como un
autómata en el impreso que me dieron en la ventanilla:
"ESTÁ DECIDIDO. CASAMOS YA. VOY A BUSCARTE. ESPÉRAME HOY".
Entregué el telegrama junto con las monedas y volví a la calle. Entonces me
percaté de que ya apuntaba el alba, pero era un día de densa niebla, como de
mediados del otoño. No sé qué repentina aprensión impulsó a mis piernas a correr,
pero lo cierto es que tardé bastante y, al vislumbrar al fin mi casa, vi encendida la
luz de mi habitación.
Casi no tuve tiempo para reflexionar:
una ambulancia
se
detenía en aquel mismo instante en el portal. Era, pues, yo, esta vez era yo. Y sólo
dispuse ya de seis o siete segundos para despedirme en mi corazón de Paloma.
Pasé veloz delante de mi propia casa y me perdí enseguida al fondo de la calle,
entre la niebla.
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