Lydia Zuckerman ELMORO DE PEDRO EL GRANDE

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Lydia Zuckerman
ELMORO
DE PEDRO EL GRANDE
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La mansión de Mikhailovskoe era una gran construcción baja,
construida con vigas cruzadas en las esquinas, como una casa
campesina. Su dueño era negro y muy viejo. Sus mil y tantos
siervos le temían más de lo acostumbrado, a causa de su edad, del
color de su piel y también a causa de su nombre que no les
parecía cristiano: se llamaba Aníbal. Los demás barins se llamaban
Petrof, Ivanof, Voznesenski, pero ¿Aníbal? ¿Quién habrá oído
que un gentilhombre ruso se llamara Aníbal? Pero principalmente
temblaban ante sus ataques de rabia, porque en esos momentos
nada le costaba ordenar cincuenta latigazos a uno de los sirvientes
por un quítame de allí estas pajas. Después del castigo, a la
víctima se la recogía en una sábana y se la llevaba al pueblo a
curarse.
Dos muchachos altos y fornidos, que su condición de lacayos
no impedía andar descalzos y sonarse en el borde de sus camisas,
se hallaban precisamente en el acto de llevar a su viejo amo negro aljardíl1. El barin sentía bajo sus axilas las grandes manos duras que
le guiaban hacia su banco al sol. El sol. .. ese sol de la violenta
primavera rusa, capaz de hacer crecer el pasto casi bajo la nieve
¡qué cosa! Calentaba su sangre y la impulsaba hacia los viejos
miembros tiesos. El cerró los oj os, puso las manos sobre el puño
de su bastón y apoyó su barbilla sobre ellas, en la actitud de los
viejos. Traía puesta una casaca corta, de faldones anchos (hoy las
hacían largas y aj ustadas al cuerpo) y una viej a peluca más gris que
blanca. Era la imagen misma del pasado.
Pero en el fondo del cuerpo encogido por la edad, la vida
vacilaba, trémula como la llama de una vela a punto de acabarse.
Decían que tenía cien años el viejo barin de Mikhailovskoe. El
mismo no sabía exactamente su edad. ¿Ochenta? ¿Noventa? O
más, quizá. El Zar Pedro estaba muerto. Isabel, que había jugado
con él como si fuera un muñeco, estaba muerta. Catalina estaba
muerta. Sólo él quedaba, como una roca resistiendo la marea
creciente de la eternidad.
A principios del siglo que terminaba en el desorden, él era un
paje, un siervo, un criado como los dos muchachos que le habían
llevado hacia ese lugar. Hoy era un barin, un caballero, cuyo
nombre figuraba en el Registro de la nobleza rusa. Y sin embargo,
el destino que convirtió a un pobre muchacho negro en dueño de
una hacienda y fundador de una dinastía de señores rusos, no le
extrañaba. El mismo tenía sangre real en sus venas. Era tan
aristócrata como el más linajudo de los descendientes de Rurik. En
los días en que Rusia estaba todavía habitada por los escitas,
Aníbal, su antepasado y tocayo, había hecho temblar a Roma.
A través de un siglo de aventuras, surgía en su pensamiento el
recuerdo de su Etiopía natal. El Raz, su padre, reinaba en un
territorio tan extenso como la más extensa provincia rusa, con tres
ciudades, de las cuales una, Lagan, tenía edificios de piedra.
Aníbal creció a la sombra de palmeras altas como catedrales.
Dibujos de Andrée Vrebos
Íbisis zancudos y rosados paseaban majestuosamente en el parque
del palacio o quedaban parados en una pata, a orillas del río
Mareb. El Raz tenía treinta esposas. La madre de Aníbal era la
más joven.
Un día, el palacio fue saqueado y la ciudad de Lagan incendiada por los genízaros del Gran Turco. Los razes eran vasallos del
Sultán y le pagaban tributo. Cuando al Sultán se le ocurría que los
príncipes etiopes deberían entregarle más oro, marfil, café y trigo,
mandaba a sus genízaros a saquear, quemar, decimar y llevarse a
las muchachas más bonitas y a los hijos menores de los señores
etiopes, para convertirlos en esclavos. También Aníbal fue raptado
por los invasores. Su último recuerdo de su Africa natal era la
imagen de su madre, siguiendo a nado la galera que llevaba a su
hijo preso.
Aníbal abrió los ojos. A su derredor se extendía la campiña rusa,
inmensa y llana bajo un cielo nórdico. El lago frío y gris
chapoteaba al llegar a los cañaverales. Otra vez, el anciano cerró
los ojos. Ahora veía Constantinopla, con el Bósforo lleno de
basura, con sus callejas angostas y sucias, y el harén enrejado del
Sultán. Una mañana las galeras turcas le dejaron allí, macilento y
demacrado, pero vivo. Durante mi año fue el juguete vivo de
doscientas sultanas que se morían de tedio detrás de las rejas. Ellas
fueron las que le dieron ese nombre de lbrahim que transformó
más tarde en Abrahán y finalmente en Aníbal. Todavía recordaba
el harén, la noche de su fuga; todavía percibía en su memoria el
olor dulzón de mujer gorda, el olor del serallo.
y ¿después? Después Moscú con sus cúpulas doradas, los
streltsi empalados para recordar lo peligroso de oponerse a la
voluntad del zar: Moscú, sumisa apenas, gruñendo sordamente
contra Pedro, ese joven soberano terco, inquieto, fantástico, que
vestía como alemán, fumaba en pipa y daba la mano a los
mercaderes extranjeros. ¡Ay de la Santa Rusia! ¿Dónde estaban
los días en que los zares sólo se dejaban ver enfundados en capas
cubiertas de oro y joyas? ¿Dónde, el complicado ceremonial de la
corte rusa que no había cambiado desde los días de los emperadores bizantinos? Los zares nunca salían de su Kremlin blanco y
dorado, y para hablarles había que hincarse de rodillas, la frente
en el polvo. Pero ¿Pedro? Apenas ciñó la corona, salió para viajar
por países extraños. Todavía si hubiera viajado con pompa y
magnificencia, como hubiera sido decoroso para el heredero de
emperadores. Nada de eso. El zar de todas las Rusias atravesó
Alemania, Holanda, Francia e Inglaterra a caballo y a pie, como un
patán, llegando a mesones, bebiendo en tabernas, visitando hospitales, fábricas, museos. En Harleem se enroló como aprendiz de
carpintero en un astillero de construcción naval. Y cuando regresó
a Rusia con una horda de marineros, artesanos, boticarios, arquitectos, seguido por una fila de carruajes llenos de libros, instrumentos, dentaduras postizas, arcabuces, esqueletos montados... la
,.-
Santa Rusia que hasta entonces había vivido rascándose la barriga,
feliz con sus pulgas, sus knuts y sus iconos, creyó en serio que
había empezado el reino del Anticristo. El zar cortaba personalmente las luengas barbas y las anchas garnachas de pieles, extraía
muelas y no desdeñaba colgar con sus propias, augustas manos a
los recalcitrantes.
Los boyardos, avergonzados de sus caras lampiñas y de las
pelucas que les colgaban hasta el ombligo, se escondían en sus
fmcas lejanas para dejar crecer sus barbas y vivir a la antigua. El
propio hijo del zar se declaró en favor de los malcontentos. Ni
tardo ni perezoso, Pedro le recluyó en las espantosas mazmorras
del Kremlin que databan de lván el Terrible. El zarevich era de
constitución delicada y no tardó en morir de miedo y de
privaciones, ahorrando a su padre la vergüenza de colgar pú blica·
mente a un descendiente de los emperadores de Bizancio.
Sin embargo, las costumbres empezaron a cambiar, no violenta
y rápidamente como hubiera querido Pedro, sino poco a poco. El
zar logró no solamente "vestir de hom bres a las bestias" que
constituían el grueso de sus súbditos, sino efectuar un cambio
profundo en el país. Hoy día, los nietos de los boyardos lucían
encajes de Malines y hablaban francés. La emperatriz Catalina
tenía correspondencia con monsieur de Voltaire. y él, Aníbal, era
la hechura del hombre que efectuó esa transformación prodigiosa.
El gran zar estaba muerto desde hacía sesenta años y sin embargo
a Aníbal todavía le llamaban el Moro de Pedro el Grande.
Otros recuerdos... La moda de tener pajes negros había invadido
las cortes europeas. Los enviados de los reyes les compraban a los
genízaros o les raptaban en los harenes de Constantinopla. Pedro
no podía quedar atrás. Aníbal -todavía se llamaba lbrahim- fue
llevado a Moscú para adornar la corte rusa. Le dieron una casaca
roja, bordada de oro y un par de zapatos con hebillas. Dormía en
la recámara del zar y le servía de paje y de secretario. A menudo,
se le ocurría a Pedro alguna idea en plena noche. Entonces,
despertaba al joven africano.
- ¡lbrahim!
-A sus órdenes, majestad.
-Trae la pizarra y una vela.
lbrahim daba un salto, descolgaba la pizarra, prendía la vela y
esperaba de pie, bostezando, a que el zar acabara de escribir.
Pedro le tenía cariño. A menudo, le llevaba en sus paseos. La
gente se persignaba al ver la figura gigantesca del zar, caminando
rápidamente con su bastón, hundido en pensamientos. Su bigote
escaso y tieso se paraba de cada lado de su cara, como el de un
gato.
lbrahim trotaba detrás de él, secándose el sudor de la cara con
su manga bordada de oro. Un día, el muchacho pidió permiso de
satisfacer una necesidad corporal detrás de un arbusto. Al cabo de
un minuto, el zar lo oyó gritar.
- ¡Majestad, Maje.stad!, ¡hay una tripa que me sale del estomago!
Pedro se acercó.
-No es ninguna tripa, bobo -dijo-o Es una lombriz.
y tomando al niño por el medio del cuerpo, el Autócrata de
todas las Rusias le quitó el parásito.
Otro cambio trajo el segundo viaje de Pedro a través de Europa. Al
principio de este segundo recorrido, en 1707, el zar mandó
bautizar al joven negro. La reina de Polonia, esposa del rey
Augusto, fue su madrina. lbrahim se transformó en Abrahán (o
Abram Petrovich, a la rusa) edecán del zar y su ahijado.
Europa lo deslumbra, París más que todo, París, capital del
mundo, pavimentado y alumbrado, galante, coqueto, racionalista. .. ¡Qué diferencia con el Kremlin sobrecalentado y oscuro, con
sus techos bajos y sus ventanitas que fIltran la luz pálida del norte
a través de vidrios gruesos, llenos de burbujas. Cediendo a sus
plegarias, Pedro le deja en Francia para estudiar el arte de la
guerra, ser alguien. ¿Por qué no? Rusia necesita gente culta y
Abram tiene madera de buen ingeniero. ¿Qué importa el color de
su piel? Y ¡qué lección para sus boyardos obesos y lerdos, estar
bajo las órdenes de un "moro"!
1714... la guerra de la Sucesión Española. Un joven ingeniero
negro, graduado por la Escuela de Vauban, participa en la contienda al lado de sus compañeros de escuela franceses. Herido, regresa
a París. Pedro le llama sin cesar. Le hacen falta gente, oficiales,
ingenieros. Pero. ," ¿dejar ese París bienamado con sus lindas
mujeres, sus cafés, sus teatros? ¿Regresar a la bárbara Moscovia
eternamente enterrada bajo su manto de nieve? Después de seis
años, Abram se siente francés por los cuatro costados.
y en contestación a sus cartas, el zar recibe largas misivas
embrolladas. Todavía no termina sus estudios, un año o dos más le
harían mucho' bien. .. Además los caminos son malísimos. ¿No
podría Su Majestad mandarle unas libras más? Es que la vida es
cara en Francia y también hay que pagar a los profesores si no, ya
se acabó la enseñanza. Firmado: "Su siervo indigno, Abrashka".
Desgraciadamente, las libras se hacían cada vez más escas<\S Y
Abram, por más ahijado del zar que fuera, ~ivía bastante .m~.
Pedro era avaro. Más de una vez, el pobre dIablo se acosto sm
cenar en su bohardilla helada. París bullía bajo su ventana: el lujo
inaudito de los recaudadores de impuestos insultaba a la miseria
del pueblo. Sus carrozas doradas volaban por las calles angostas ~in
miramientos para los transeúntes que se resguardaban como podlan
en las entradas de las casas (todavía no había banquetas). De vez
en cuando Abram lograba echar un vistazo a un lindo perfil en una
silla de manos. ¡Ah, esas mujeres de París! Tan diferentes de las
gordas sultanas, boyarinas, zarinas y otras moradoras de los
gineceos orientales. ¡Cómo le encantaban, le perturbaban esas
graciosas y traviesas criaturas! Desgraciadamente, el pobre estu-
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diante negro no poseía mucho con qué atraerlas. Tenía buena
presencia, los rasgos finos de su pueblo, pero era tímido y su
atuendo miserable, sus medias de algodón le acobardaban en
presencia de mujeres.
Después de seis años, ya no hubo excusas que valieran: el joven
ingeniero tuvo que emprender el camino de regreso. Moscú ya no
era la capital. Pedro había logrado abrir una ventana en el muro
que durante siglos separó a Rusia de Europa. Allí donde los
pantanos finlandeses se extendían en melancólica soledad, San
Petersburgo se construía sobre terrenos recién conquistados. Londres, Rotterdam y Hamburgo ya mandaban por lino, madera y
pieles a la nueva capital. Pero el infatigable arquitecto no gozó
mucho tiempo de su obra. En 1725 murió al pie del cañón, en
medio de las obras a medio construir de la flamante capital que
llevaba su nombre.
Abram había sido la propiedad de Pedro, su esclavo, su criatura.
La muerte del zar le dejó sin protector. Pronto cayó en desgracia
y el exilio siguió, como era de esperar. El destino tormentoso del
joven negro que le había hecho nacer en Africa y le condujo luego
a Turquía, Rusia, Francia, le llevaba ahora al fin del mundo, a
Siberia, cerca de la frontera con China.
Afortunadamente, al subir al trono, la emperatriz Isabel, hija de
Pedro, se acordó del negrito con el cual jugó durante su infancia.
Mandó por él y le dio Mikhailovskoe, con mil "almas" siervas.
Catalina le hizo caballero y le permitió cambiar de nombre por
tercera vez. Abram anhelaba llamarse Aníbal como el vencedor de
Roma.
y aquí vivía desde hacía medio siglo, un patriarca, impartiendo
justicia como su padre, el Raz etiope. Su vida familiar empezó
mal. Joven todavía pidió al griego Dioper la mano de su hija. La
muchacha puso mala cara al pretendiente " ... porque es moro y
además, no es de nuestra raza". Para el capitán Dioper, quien tenía
diez hijas por casar, Abram era el ahijado del gran zar y el color
de su piel le importaba un bledo. Una hija nació, era blanca. El
moro mandó azotar a su mujer hasta que le brotó la sangre y la
recluyó en la cárcel. Allí, la desdichada mujer pasó veinte años,
muriéndo de hambre, porque su esposo rehusaba pagar su mantenimiento.
El mismo tenía una amante, Cristina Scheberg y se casó con
ella sin esperar el divorcio. Cristina era hermosa y rubia, toda una
mujer. De su marido, decía con su espeso acento germano: "El
tiaplo negro me hace hijos negros y les pone nombres tiapólicos."
Ahora era una vieja, inválida a causa del reuma, y él mismo,
una reliquia de los tiempos del zar Pedro. Pronto tendrá que morir
y aparecer allí, arriba, delante del Dios de los blancos.
La llegada de los dos sirvientes interrumpió la corriente de sus
pensamientos. Gritando algo y haciendo aspavientos, corrían hacia
el banco donde estaba sentado el viejo barin negro. "¿Qué ... qué
pasa?", masculló, enderezándose con dificul~d. "Están llegando. .. ya llegaron... ya están aquí." "¿Quién está aquí?" "El
joven barin, el señor Osip... con una señora y una nifta."
Aníbal se detuvo. ¿Osip? ¿Una niña? ¿No que él le había
prohibido casarse con aquella María Alexeevna? Pero... ¿Quién
obedecía a sus padres, en estos tiempos impíos? No solamente se
había casado, sino que ya tenía descendencia y ¡colmo de la
desfachatez! venía a verle.
Lentamente, Aníbal se dirigió hacia la casa. L.os lacayos lo
sentaron con precaución en un sillón, en la sala, mientras el hijo
del Moro y su familia atravesaban el gran patio a pie, en sefial de
respeto. Osip ... era negro como su padre y también alto y guapo,
mientras su mujer blanca era bajita y rechoncha como muchas
rusas. Su mirifiaque de tafetán rosa acentuaba su gordura. Los dos
se arrodillaron delante del Moro, pidiendo su bendición. Aníballes
dejo arrodillados un rato largo, sin notar siquiera que María
Alexeevna estaba a punto de desmayarse de terror. ¡Que se
humillen! ¡Que sufran por su pecado!
De repente su mirada se fij ó en la niña que se pegaba
miedosamente a las faldas de la madre. La niña era. .. ¡·blanca!,
como su propia hija medio siglo atrás.
- j Una blanca! -bufó, tratándo de levantarse de su sillón.
-No, padre, no... -Osip se levantó de un salto, tomó a la nifia
por la mano y la llevó hacia el anciano-o ¡Mire, mire sus paliÍlas,
son amarillas! Y su pelo, rizado. Es cuarterona. Nadeshda, saluda
a tu abuelo.
El joven negro forzó a su hija a arrodillarse delante de su padre.
Aníbal levantó Sll mano nudosa como la rama de un viejo árbol e
hizo la señal de la cruz sobre los rizos negros de Nadeshda.
No sospechaba que acababa de dar su bendición a la futura
madre del más grande poeta ruso, Alejandro Pushkin.
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