La bruja de Rosemont

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La bruja de Rosemont
© 2001, Juan Manuel Torres-Moreno
Marcel soñó una calle de una ciudad ajena. Una calle alejada,
lejos del ruido del centro. Con grandes casas de jardines obscuros,
llenos de hongos, caracoles y árboles sombríos. En la calle hay una
casa grande, de estilo victoriano, muy antigua, con paredes de
ladrillo rojo cubiertas de hiedra. Y en la casa hay muchos cuartos.
Algunos de ellos con ventanas condenadas, que dan sólo a paredes
desnudas. En un cuarto hay una vela encendida, sobre una mesa de
madera. Una bruja vestida de negro lee unos naipes muy gastados.
La bruja se levanta, toma un cuchillo de carnicero recién afilado y
camina en el sueño de Marcel.
Estela sabe que la mujer de negro está loca. Sabe que desea matarle. Y
sabe que no podrá hacer nada para evitarlo. Desde la infancia
recuerda un montón de leyendas del Finisterre sobre brujas que
devoran las entrañas frescas de sus víctimas en calles oscuras.
Historias que la aterran secretamente en sus sueños. Fue una
imprudencia lo de pasear esta tarde justo por esta calle solitaria, y
más aun de detenerse a mirar la casa con paredes cubiertas de hiedra,
y de escuchar a la vieja pidiéndole ayuda para mover algo dentro de
la casa. La mujer aquella era una vieja extraña. Estela lo supo casi al
primer instante porque la mujer era una bruja. No debió haber
entrado a la casa ni aceptar tampoco la taza del extraño té color rojo
obscuro que le ofreció. No debió haberse demorado más de un
minuto en esa casa maldita, con múltiples cuartos cerrados. Las
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brujas no existen sólo en lo sueños ni sólo en los cuentos de la
infancia. Las brujas existen en las casas malditas soñadas en las
ciudades ajenas. Un mareo la invade repentinamente. Poco a poco
deja de escuchar la voz de la vieja que juguetea con unos naipes
gastados mientras habla siempre en un idioma extranjero. Factum hoc
existentiam. Dei probat sine dubio. Beatus vir qui non abiit in consilio
impiorum, et in via peccatorum non stetit. Estela se encuentra mal. Se
sienta tambaleante en la silla de madera con respaldo alto. Se
recuesta sobre la mesa, mientras la luz de la vela se hace negra y
proyecta sombras vacilantes sobre las paredes desnudas. In cathedra
pestilentie non sedit.
Marcel sigue soñando el cuarto con la bruja. Una sola vela
encendida ofrece una luz grasienta y negra que se pega a los objetos.
Además de la bruja, hay alguien más en el cuarto, sentado en la silla.
Alguien que Marcel no consigue distinguir con claridad, pero que
está angustiado y atado de pies y manos. La bruja camina hacia la
silla de madera con un cuchillo en la mano, dirigiendo diestramente
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la punta recién afilada hacia un cuello indefenso. Sabe que la bruja se
comerá después las entrañas calientes de la víctima. Marcel despierta
en ese momento. Un sueño desagradable con sudor frío, como todos
los sueños desagradables. Son las siete de la tarde y es hora de su
paseo de fin de semana. Sale de su casa andando distraídamente y sin
quererlo se encamina hacia las calles del centro. El ruido lo molesta y
por eso ahora da vuelta a la derecha y pasea por los faubourgs de
Rosemont, la vieja zona residencial de Montréal. Camina entre calles
tranquilas aunque un poco solitarias. Llega a la esquina de Queen
Mary. Fachadas elegantes de casonas antiguas con largos jardines. Ni
un alma en la calle. Nadie se atreve a perturbar los encantos de la
noche. ¿Podría ser una de estas calles la misma calle de su sueño?
¿Podría la realidad existir en los sueños más desquiciados? Marcel
obtiene la respuesta al momento de pasar enfrente a una casa
cubierta de hiedra que se parece a la casa soñada. Ladrillos rojos tras
la planta trepadora. El mismo jardín con hongos, líquenes y los
árboles que la oscurecen en sus pesadillas. Las múltiples habitaciones
que quizás ocultan horrores en su interior. El cuarto con la vela
encendida.
Cuando despierta está amordazada, atada fuertemente a la silla de un
cuarto vacío que da a la calle. Paredes desnudas. Signos extraños
pintados entre las sombras. Cruces invertidas. La vela ilumina muy
poco, apenas para invocar las maldades de la noche y para distinguir
la figura de la bruja de negro que sigue leyendo naipes y contando
historias ajenas. A través de la ventana ve un paseante solitario en la
acera. Un paseante que mira fijamente la hiedra trepadora, los
árboles, los hongos de la humedad del jardín, las ventanas
condenadas; y que adivina el horror que quizás se oculta entre los
cuartos de la casa. Imposible gritar para atraer su atención, pues se
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halla cautiva y amordazada en una casa maldita soñada por un
hombre cualquiera, en una ciudad cualquiera.
La bruja camina despacio en el cuarto que da a la calle que soñó
Marcel. En el cuarto hay una mesa y una silla de madera. Sobre la
silla de respaldo alto se encuentra una mujer. Una mujer joven atada
y amordazada, temblando de terror. Sudando frío. El corazón
latiendo muy fuerte. La bruja se acerca mostrando sus dientes
repugnantes, y no oculta sus ganas de comerse las entrañas de
alguien. Cierra los ojos con fuerza cuando siente el filo del cuchillo
tocar su cuello desnudo, cuando comienza a abrir su blanca piel con
un dolor agudo y un hilo de sangre que escurre.
Despierta gritando. Se lleva una mano temblorosa a los senos. Tiene
el corazón latiendo aceleradamente y un sudor helado que le moja
apenas la piel. Los vellos de los brazos están erizados. Se toca el
cuello que por supuesto está intacto. Todo termina ahí. Recuerda sin
embargo todo su sueño con una claridad espantosa que la hace
estremecerse. Si cierra los ojos la visión sigue ahí: se mira paseando
sola entre calles desconocidas de una ciudad ajena. Recuerda haberse
detenido un instante a mirar hacia una antigua casa de ladrillo rojo
con muchas habitaciones y un gran jardín obscuro y húmedo. Mirar
hacia el cuarto que tiene una vela encendida, que ilumina apenas
unas cruces invertidas y a una espantosa bruja vestida de negro que
baraja unos naipes gastados. La ve caminar hacia una silla hablando
siempre en un idioma extranjero, con un afilado cuchillo de carnicero
en la mano y dirigir hábilmente la punta sobre el cuello indefenso de
Marcel.
Québec, Noviembre de 1999
© 2001 Juan Manuel Torres Moreno
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