Las credenciales epistemológicas de la Historia Inmediata: el caso

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O Olho da História, Salvador (BA), julho de 2009.
Alejandro Estrella González
Las credenciales epistemológicas de la Historia Inmediata:
el caso de la actualidad mexicana
Alejandro Estrella González
(Instituto de Investigaciones Sociales UNAM e Universidad de Cádiz)
La práctica de la historia inmediata no se encuentra exenta de problemas. Algunos
de estos problemas provienen de su propia idiosincrasia en tanto que disciplina científica. En
este sentido, la naturaleza de dichas dificultades no difiere de aquellas que debe encarar
cualquier otro campo del saber: estatus epistémico, delimitación de objeto de estudio,
técnicas y metodologías adecuadas, utilidad social de sus productos, etc. Sin embargo, la
historia inmediata debe encarar una acusación “extra” que afecta directamente a su
legitimidad como disciplina. No son pocas las veces oímos apelar a la consabida “perspectiva
histórica” como prevención necesaria en pos de un conocimiento objetivo. Este juicio
epistémico tiene como objetivo no confesado delimitar el espacio de objetos legítimos sobre
los que debe volcarse la mirada del historiador. Éste, se afirma, no dispone de técnicas
adecuadas para abordar problemas de su “presente histórico” con la certeza de que su
voluntad expresiva de orden ético-político no interfiera ni distorsione la objetividad de los
resultados. En definitiva, sólo cabe hablar de historia científica en el caso de aquellos
procesos históricos que puedan darse por cerrados: los “objetos del presente” quedan fuera
de la mirada del historiador. No voy a entrar a discutir en profundidad las más que dudosas
credenciales teóricas que sustentan esta estrecha interpretación de la labor historiográfica,
en general, y de la historia inmediata en particular. Simplemente me centraré en un ángulo
del problema.
Cuando se nos invita a asumir la tesis de la perspectiva histórica, al menos en los
términos en la que la hemos presentado, no sólo se está deslegitimando el potencial
interpretativo de la historia inmediata sino que simultáneamente se nos impele a buscar
herramientas para construir cualquier representación social del presente en otros campos;
campos que actualmente suelen identificarse con la palestra política y los medios
periodísticos. Pero, ¿acaso el periodismo o la política gozan de mayores credenciales
“perspectivistas” que la historia? La capacidad para adoptar perspectiva hacia un
determinado problema depende de dos variables: distancia (ejercer como observador y no
como parte implicada en el problema) y tiempo (disponer de octium para escapar a las
urgencias con las que dicho problema nos acucia). Dada las funciones sociales que cumplen,
las ciencias sociales y la historia se encuentran inmersas en las luchas que estructuran las
relaciones de fuerza del universo social. Sin embargo, su dependencia respecto a estos
conflictos resulta mucho menos directa que en los casos de la política o del periodismo.
Dicho de otro modo, la historia y las ciencias sociales gozan de una mayor autonomía
respecto a las determinaciones que ejercen los cambios acaecidos en el universo social que
el campo periodístico y el político. La mayor dependencia del periodista y el político proviene
en gran medida del hecho de que su agenda, estrategias y técnicas son valoradas por el
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juicio de agentes externos al campo, en un grado mucho mayor que en el caso del
historiador.
Lo que nos interesa señalar ahora es la siguiente ecuación: a menor independencia,
menor perspectiva. Efectivamente, en primer lugar, cuanto más directamente depende la
lógica de un campo de las luchas sociales, mayor implicación de sus agentes en dichos
conflictos; es decir, menor capacidad para actuar como observador y mayor tendencia a
hacerlo de forma partisana. En segundo lugar, esa mayor dependencia también se traduce
en una hipoteca temporal. El ritmo que gobierna la lógica del campo goza de poca autonomía
respecto a la temporalidad de las luchas sociales. En este sentido, el campo político y el
periodístico son especialmente sensibles a cualquier acontecimiento que acaece en el
universo social. El ritmo que los regula responde a un tempo événementiel de constante
reactualización en función de las urgencias que impone la lucha social. En otras palabras, a
mayor dependencia, menor octium y, en consecuencia, menor perspectiva. En definitiva,
dado dicho déficit de perspectiva del que adolece el periodismo y la política en comparación
con la historia, cabe concluir que, en la construcción de la representación del presente,
aquellos cumplen mucho mejor y más eficazmente su función ideológica que ésta.
¿Qué se nos está pidiendo entonces cuando se nos conmina a que abandonemos las
ambiciones de una historia actual apelando al argumento de la “perspectiva histórica”? Al
“invitarnos” a abandonar al pretensión de dotar al presente de una perspectiva histórica
apelando a la sanción epistémica que hemos descrito, se nos sitúa en la tesitura de que, a la
hora de construir las interpretaciones y juicios sobre las luchas sociales actuales,
sustituyamos una disciplina con potencial crítico por unas prácticas donde la función
ideológica desempeña un papel primordial. En pocas palabras: menos ciencia y más religión.
Por otro lado, con el éxito de esta estrategia disfrazada de axioma científico, los movimientos
emancipadores y subversivos que concurren en las luchas sociales actuales quedarían
desahuciados de las inapreciables armas de la ciencia que los intelectuales comprometidos
con sus causas pueden poner a su disposición.
A partir de estas reflexiones me gustaría mostrar la capacidad de que dispone la
interpretación histórica sobre el presente para tomar una perspectiva respecto a la realidad
vivida de la que carecen los medios informativos y la palestra política. Me centraré para ello
en el entorno en el que actualmente me encuentro: México a mediados del 2009. Una
interpretación
meramente
presentista
de
esta
realidad
vendría
marcada
por
tres
problemáticas que suturan el debate actual: las elecciones al Congreso de la Unión, el
problema de la seguridad y el narcotráfico y los efectos de una crisis económica cuyas causas
parecen ajenas a toda responsabilidad de los agentes nacionales. No obstante, si enfocamos
éstas y otras problemáticas – que por razones estratégicas no adquieren resonancia – con
las armas que nos ofrece el análisis histórico, el punto de partida para analizar esta realidad
actual debe situarse en el 1 de enero de 1994, fecha marcada por la entrada en vigor del el
Tratado de Libre Comercio (TLC) firmado entre México y Estados Unidos.
Descifrar el sentido profundo de este tratado requiere situarnos en un plano que
trasciende las relaciones bilaterales entre ambos países vecinos. La competencia global
activada tras el colapso del bloque del este, situó a los Estados Unidos en la necesidad de
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hacer frente a dos nuevos polos emergentes: el europeo y el asiático – especialmente China.
En este escenario, América Latina se ha convertido en objeto de una estrategia que apunta a
una profunda reordenación del espacio latinoamericano con el fin de adecuarlo a las nuevas
exigencias de la competencia global. En este sentido, el TLC constituye la primera pieza de
un diseño que viene seguido por las fases del Plan Puebla-Panamá (extensión del proyecto al
área centroamericana) y del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA, que finalmente
prolongará el TLC hasta Tierra de Fuego).
En el marco de esta estrategia, México constituye una pieza clave. Relevancia del
país azteca que adquiere dos claras dimensiones: una geopolítica y otra económica. En
primer lugar, México constituye la frontera natural que separaría el centro de ese gran
mercado de la periferia. La construcción del muro en la frontera USA-México debe
entenderse en este marco global y no sólo como una acción para frenar la inmigración ilegal.
En segundo lugar, México constituye la lanzadera hacia Centroamérica y de aquí hacia todo
el subcontinente. En tercer lugar, y relacionado con lo anterior, un México tolerante a esta
estrategia norteamericana facilitaría la creación de un “cordón sanitiario” – el otro polo
decisivo sería Colombia – contra los avances del izquierdismo en Venezuela, Ecuador y
Bolivia; sin olvidar la sempiterna presencia de Cuba en el mar Caribe. La política de,
llamémosla,
seguridad
nacional
y
guerra
contra
el
narcotráfico
que
México
está
implementando siguiendo para ello el modelo colombiano, debe situarse en este marco
geopolítico continental.
Por otro lado, el problema adquiere un perfil estrictamente económico. En este
sentido, es útil reconocer la existencia de tres Méxicos no del todo integrados: el norte (rico
e industrial) el centro (dominado por el D.F y la administración) y el sur (agrario e indígena).
No cabe duda del interés que la zona norte despierta en los Estados Unidos, no sólo por
constituir la frontera natural sino por los vínculos económicos y culturales ya existentes.
Ahora bien, es la zona sur la que ha cobrado una nueva importancia económica debido a la
presencia de recursos estratégicos en el nuevo proceso de competencia global: energéticos,
ecológicos (fundamentalmente agua) y el enorme patrimonio genético que constituye la
selva; sin olvidar el potencial de una industria turística en expansión.
E interés geopolítico y económico que se ha materializado en los acuerdos del TLC,
ha supuesto un giro en la política interna mexicana con el fin de adecuar el país a las
exigencias de ese nuevo gran mercado en construcción. Entre otras acciones, cabe destacar:
las privatizaciones de recursos estratégicos como el petróleo, de las comunicaciones y de las
infraestructuras; las eliminación de aranceles y ayudas, fundamentalmente en el terreno de
la producción agrícola; el fomento de las inversiones norteamericanas a través de un sistema
fiscal atractivo; la modernización y agilización de la administración estatal, lo que supone
entre otras cosas, renovar la anquilosada estructura política del régimen del PRI; la gestión
de la violencia, especialmente la derivada del narcotráfico; y finalmente, el control de los
flujos migratorios procedentes de Centroamérica.
En la implementación de estas políticas, Estados Unidos ha contado desde finales de
la década de los 80 con el apoyo de la gran burguesía mexicana y de los sucesivos gobiernos
del PRI y del PAN. Evidentemente, esta fracción de la clase dominante se ha beneficiado y se
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beneficiará de las privatizaciones, de los intercambios comerciales con USA y del favorable
régimen fiscal. Por su parte, los gobiernos del PRI y del PAN –conectados cada uno de ellos
con redes específicas de la clase dominante y contando cada uno de ellos con canteras de
votos diferenciadas- se han limitado a ejercer como meros ejecutores de estas directrices. Es
algo más que una casualidad que los 5 presidentes mexicanos desde De la Madrid – quien
introdujo a México en el GATT y puso en práctica las primeras medidas neoliberales – hayan
pasado en el algún momento de su formación por Harvard o por Yale.
Ahora bien, los efectos perversos del TLC sólo están empezando a proyectar su
sombra sobre el solar mexicano, alentados desde este mismo año de forma traumática por la
crisis financiera internacional. Que no podamos vincular el origen de ésta al TLC no significa
que entre ambos no exista una relación. La razón de que determinados sectores geográficos
y sociales de México se encuentren más o menos expuestos a la crisis actual depende en
buena medida de cómo han sido afectados por el TLC. De hecho, ni siquiera toda la
burguesía mexicana se habría beneficiando del acuerdo con Estados Unidos. Como bien nos
recuerda Carlos Aguirre en su libro América Latina en la encrucijada existe un sector de la
burguesía mexicana cuyos intereses se encuentran vinculados al capital y a las industrias
nacionales y en consecuencia, defiende el desarrollo del mercado interno, los bienes y
empresas del estado y una mayor estabilidad y cohesión social. El descontento de este sector
de la burguesía estaría convergiendo con el de unas clases medias urbanas sometidas a un
paulatino proceso de proletarización y de erosión de sus expectativas de vida. Ambos grupos
constituyen la base social de una izquierda parlamentaria y socialdemócrata fragmentada.
Tras la fraudulenta derrota del PRD en 2006 – a la que sin duda contribuyeron los errores
estratégicos del propio partido que, paulatinamente fue perdiendo apoyos entre la clase
obrera y entre la clase media al modular un discurso a la par tibio y populista- ha surgido
una miríada de fuerzas políticas a las que, con mayor o menor entusiasmo izquierdista, cabe
situar en este espectro ideológico.
Sin embargo, no cabe duda de que han sido las clases populares las primeras en
sufrir los efectos combinados del TLC y la crisis internacional. Según el Banco Mundial el
número de pobres había alcanzado ya en abril del 2008 la cifra de 45 millones, sobre un total
de 104 millones de mexicanos. Insiste acertadamente la misma institución en que este
empobrecimiento de la población se ha repartido de forma desigual, afectando especialmente
al agro y al sur de México. Efectivamente, con la eliminación en enero de 2008 de todos los
aranceles sobre el maíz, el frijol, la leche y otros productos agrícolas importantes se está
acelerando un proceso devastador para el campo y la economía mexicana: dependencia de
las importaciones de la subvencionada agricultura norteamericana, acelerado incremento del
precio de la canasta básica a un ritmo muy superior al de los salarios, aumento del
desempleo y de la pobreza entre los pequeños agricultores, emigración masiva hacia las
grandes urbes y los Estados Unidos como consecuencia de esta progresiva depauperización,
etc.
No debe resultar entonces extraño que sean estos sectores populares –apoyados por
fracciones de las clases medias- quienes protagonicen nuevos movimientos sociales situados
al margen del sistema parlamentario. Movimientos de diferente naturaleza - por los derechos
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civiles, movimientos obreros y campesinos, movimientos indígenas e insurgencia armadaque bien pueden combinar varios de estos caracteres. Esta nueva oleada tiene como punto
de partida simbólico el alzamiento zapatista del 1 de enero de 1995, día de entrada en vigor
del TLC. Desde esta fecha hasta el 2006, el zapatismo habría logrado un protagonismo
indiscutible, merced al apoyo que obtuvo de buena parte de la sociedad civil y de la izquierda
mexicana, máxime desde el momento en el que renunció a la vía armada. Sin embargo, a
partir del 2006 y la apuesta zapatista por la “Otra Campaña” en el marco de las elecciones
presidenciales, comenzaron a surgir con fuerza nuevos movimientos sociales con contenidos
y objetivos alternativos. El movimiento por la defensa del voto y de la vía electoral tuvo
como origen la demanda ciudadana de una reestructuración del sistema electoral que evitara
los continuos fraudes, diera expresión a la voluntad popular y evitara así la opción de la
insurgencia armada –en una vía similar podría situarse el movimiento por el voto nulo que se
está movilizando en la actual campaña al Congreso-. Por otro lado, la APPO que comenzó
como una reivindicación laboral de los maestros de Oaxaca, acabó convirtiéndose -merced a
la displicencia del gobierno y al caldo de cultivo de una población oaxaqueña sumida en la
miseria- en un verdadero poder popular que sostuvo durante meses en jaque a las fuerza de
seguridad. Reactivación también de los tradicionales movimientos obreros y campesinos que,
tras ser completamente absorbidos durante la larga etapa del PRI, están comenzando a
romper, no sin dificultades, esta tutela caciquil. Finalmente, no debe olvidarse la presencia
de diversas guerrillas marxistas, quizás con menos base social que los movimientos
anteriores,
pero
con
una
presencia
innegable,
como
demuestra,
por
ejemplo,
las
negociaciones abiertas con el EPR.
Dos conclusiones para finalizar. Por un lado, la capacidad del análisis histórico para
dotar de perspectiva a las construcciones de la realidad actual que provienen del discurso
político y periodístico, lo cual pone en entredicho la sanción epistémica que niega a la
historia las credenciales para comprender la realidad inmediata. Segundo, el potencial de
dicho análisis para, lejos de enturbiar la comprensión del presente, ayudar a esbozar mapas,
establecer líneas evolutivas y ordenar el acceso a la información: la encrucijada en la que se
encuentra hoy México así como toda América Latina, no deberían encararse sin el auxilio de
una historia inmediata capaz de ubicar el presente en el pasado y proyectarlo hacia el futuro.
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