Lectura de verano Eugenia de montijo una ESPAÑOLA EN PARíS por Cristina Morató Eugenia heredó de su padre su físico: cabello rubio castaño, piel muy clara y ojos azul violeta. Era alta, tenía una cintura de avispa y vestía siempre a la última moda. Nacida en Granada en el seno de la nobleza española, fue Emperatriz de los franceses al casarse con Napoleón III. Icono de moda, se preocupó también por los pobres, los derechos de la mujer y la política. L a última emperatriz de Francia fue en realidad una mujer desdichada marcada por las tragedias personales. Acusada de frívola, inmoral, arribista..., nunca se sintió querida por sus súbditos. Maltratada por la historia, se la culpó de la caída del Segundo Imperio francés y el fin de la dinastía Bonaparte. Más allá de su leyenda negra, Eugenia de Montijo -tía-bisabuela de Cayetana Fitz-James Stuart, actual duquesa de Alba- fue una adelantada a su época que revolucionó el tiempo que le tocó vivir. una noble granadina El día de su boda lució un vestido de novia en satén blanco con pequeños brillantes, manto de encaje inglés y cola de terciopelo. En la cabeza, una espléndida diadema de diamantes y zafiros. A María Manuela Kirkpatrick, madre de Eugenia de Montijo, le gustaba contar que un fuerte terremoto pre- cipitó el nacimiento de su hija, la futura emperatriz de Francia. Según su testimonio, el 5 de mayo de 1826, en el número 12 de la calle de Gracia en Granada, y ante la violencia de las sacudidas del terremoto, salió al patio de su casa en busca de refugio. Sorprendida por los dolores de parto, hizo levantar una tienda en el fondo del jardín y dio a luz. Así venía al mundo la célebre Eugenia de Montijo, aunque la reali- dad fue menos romántica y el seísmo tuvo lugar diez días después del alumbramiento. Mujer en extremo fantasiosa, María Manuela inventó esta versión del nacimiento de su hija para alimentar la leyenda. Pero nada hacía imaginar entonces el destino que le esperaba a aquella niña prematura, de tez muy pálida y cabellos cobrizos, tan parecida a su padre, don Cipriano Guzmán de Palafox y Porto-Carrero, conde de Teba. El conde era el hermano menor del rico y poderoso conde de Montijo, tres veces Grande de España. Había servido a José Bona- parte como coronel de su ejército y sus ideas liberales le habían llevado a idealizar al máximo la política napoleónica. Tras la desastrosa derrota de Napoleón en Vitoria en 1813, se negó a abandonarle. El conde malvivió en el exilio, defendió París contra los aliados y sólo a la caída del Primer Imperio francés se decidió a regresar a España amparándose en una amnistía decretada por Fernando VII. En 1817 se casó con María Manuela Kirpatrick y Grivegnée, la atractiva, refinada, culta y ambiciosa hija de un acaudalado comerciante de vinos escocés (nombrado cón- sul de Estados Unidos en Málaga) y una aristocrática dama de origen belga. Manuela era malagueña pero se educó en Francia. El matrimonio tuvo dos hijas: la primera, Francisca de Sales -llamada Paca-, la preferida de su madre, era una belleza clásica: morena, de profundos ojos negros y tez oscura. Su carácter, dulce y espiritual, era el polo opuesto de su hermana, un año menor que ella. Eugenia, de cabello rubio castaño, piel muy clara y ojos azul violeta, era impetuosa, terca y rebelde. Desde niña mantendría una relación especial con su padre, del que heredó sus rasgos físicos, su profundo idealismo y su gran pasión por la figura de Napoleón. Entre parís y madrid L os condes de Teba tenían prohibida la entrada en Madrid como castigo por las simpatías bonapartistas de don Cipriano, pero en 1830 el rey Fernando VII levantó la prohibición. La familia se trasladó a Madrid y, cuatro años más tarde, la muerte inesperada del conde de Montijo sin sucesión hizo heredero a su hermano. De la noche al día, Cipriano se convertía en grande de España y disponía de un importante patrimonio. Las aspiraciones de la condesa de Teba, ahora también duquesa de Peñaranda, se vieron al fin satisfechas. La herencia incluía el espléndido palacio de Ariza (más conocido como palacio de Montijo), en la madrileña plaza del Ángel, y una finca en Carabanchel, a las afueras de la capital. El palacio de Ariza se convertiría pronto en lugar predilecto de la alta sociedad madrileña del siglo XIX. En 1837, y debido al clima violento que se vivía en España tras el estallido de las guerras carlistas, doña Manuela abandonó Madrid y se instaló en un París en el que reinaba entonces Luis Felipe de Puedes leer más sobre la vida de Eugenia de Montijo en el libro de Cristina Morató Reinas malditas (Plaza & Janés, 20,90 €). Y para saber más de la autora: facebook. com/Cristina.Morato.Oficial. ‘ En mi país, señor, las mujeres sólo besan a sus padres o a sus esposos ’ Orleans. La condesa de Teba y sus hijas -que habían sido inscritas en la elitista escuela del Sacré-Coeur- contaban con un anfitrión de lujo, Prosper Mérimée, quien a estas alturas se había convertido en un gran amigo de la familia y las introdujo en la vida social parisina. En aquellos días Eugenia conoció también al célebre escritor Stendhal, autor de La cartuja de Parma, con quien mantuvo una relación especial de mutua admiración. Pese a todo, la joven añoraba a su padre, que apenas las visitaba. La relación de sus padres se había roto hacía tiempo y, aunque mantenían las apariencias, habían tomado caminos distintos. La pequeña de los Montijo seguía muy atenta, a través de la prensa francesa, las andanzas de Luis Napoleón por hacerse con el trono y sus intentos de levantar a los franceses contra la monarquía de Luis Felipe. Luis Napoléon era hijo de Luis Bonaparte -hermano de Napoléon I y rey de Holanda- y de Hortensia de Beauharnais -hija de la emperatriz Josefina-. Era el heredero legítimo de los derechos dinásticos. Fue en esa época cuando Eugenia perdió a su padre, fallecido en 1839, lo que supuso un duro golpe del que tardaría en recuperarse. Tras aquel triste suceso y finalizada la Primera Guerra Carlista, la viuda condesa de Montijo regresó a Madrid. Para entonces, su único objetivo era “casar bien” a sus dos hijas. Eugenia se había convertido en una muchacha de singular belleza y mirada melancólica que estaba enamorada de Jacobo Stuart Fitz-James, duque de Alba. Al parecer el tímido una vida en fechas ✔ 1826: el 5 de mayo nace en Granada María Eugenia Palafox Portocarrero de Guzmán y Kirkpatrick. ✔ 1852: el 2 de diciembre Luis Napoleón Bonaparte se convierte en Napoleón III, segundo emperador francés. ✔ 1849: instalada en París con su madre, conoce al Emperador. ✔ 1853: el 30 de enero se casa con Luis Napoléon. ✔ 1856: da a luz a su primer y único hijo, el Príncipe Imperial Napoleón Eugenio Luis Bonaparte. ✔ 1870: el 2 de septiembre el Emperador es apresado por los prusianos y el día 4 cae el Imperio. ✔ 1871: Eugenia se ve obligada a abdicar el 11 de enero. La familia se exilia a Inglaterra. ✔ 1873: fallece Luis Napoléon y ella se retira a una villa en Biarritz. ✔ 1920: muere en Madrid, el 11 de julio de 1920, a los 94 años de edad. aristócrata dudaba entre las dos hermanas, pero la condesa de Montijo ya había elegido al duque, “uno de los mejores partidos de España”, para su hija Paca. Eugenia vivió este desengaño como un auténtico drama. En 1848, tras la proclamación de Luis Napoleón como presidente de la Segunda República Francesa, la condesa de Teba regresa a París, donde se instala con su hija en un apartamento de la plaza Vêndome. Con la ayuda de Mérimée, se dedicará a pasear a Eugenia por los mejores salones de la alta sociedad parisina. Entre el nutrido grupo de damas de alcurnia que frecuentan está la princesa Matilde Bonaparte, prima del soltero Luis Napoléon Lectura de verano Eugenia era una joven bellísima pero impetuosa, terca y algo rebelde. que actúa como primera dama del Elíseo. Luis Napoleón y Eugenia tienen su primer encuentro en una fría y multitudinaria recepción en el Palacio del Elíseo, el 12 de abril de 1849. No hubo un flechazo y ni siquiera Eugenia se sintió especialmente atraída por este hombre poco apuesto y con fama de hábil seductor que casi le doblaba la edad. Por entonces, todos sabían que su amante oficial y generosa protectora era miss Howard, la bella inglesa a la que había instalado en una mansión cerca del Elíseo. UN emperador enamorado P ero el atractivo de Eugenia no debió pasar desapercibido del todo a Luis Napoleón, que volvió a coincidir con la “señorita Montijo” - como todos la llamaban en París- en diversas recepciones. La noble granadina tenía 23 años y sabía sacar provecho a su belleza. El príncipe pronto empezó a cortejarla aunque sin demasiado éxito. Eugenia no sucumbió a sus encantos. Uno de sus encuentros tuvo lugar en la cena de fin de año en el palacio de la princesa Matilde. Al sonar las campanadas, Luis debía besar a Eugenia, sentada a su lado, pero ella apartó la mejilla mientras en tono de disculpa le decía: “En mi país, señor, las mujeres sólo besan a sus padres o a sus esposos”. El 21 de noviembre de 1852, el príncipe-presidente era elegido emperador de los franceses con el nombre de Napoleón III. Durante meses el ahora emperador de Francia había cortejado a la hermosa dama española y obsequiado con valiosas joyas. Pero cuando llegó a oídos de la corte que tenía intención de casarse con ella, la idea no fue bien recibida. Eugenia de Montijo comenzó a ser tachada de arribista, seductora y frívola. La familia Bonaparte, partidaria de una unión con una princesa europea, tampoco lo vio con buenos ojos. Sólo la princesa Matilde le dio su incondicional apoyo porque veía a su primo enamorado. Cuatro días después, Napoleón III anunciaba al Gobierno su intención de contraer matrimonio con su amada en un emotivo discurso. Apenas una semana más tarde, una joven aristócrata granadina de 26 años entraba en la historia de la mano de un Bonaparte. El 30 de enero de 1853, en la Basílica de Notre-Dame de París se La vida de Eugenia transcurría entre recepciones oficiales, visitas de mandatarios, cenas de gala, bailes y cacerías. La primera vez que Eugenia vio a Luis Napoleón -poco apuesto, mucho mayor que ella y con fama de seductor- no hubo flechazo. celebraba el enlace con toda la pompa imperial. Eugenia lucía radiante un vestido de novia en satén blanco, adornado con pequeños brillantes y cubierto por un manto de encaje inglés que finalizaba en una cola de terciopelo de cuatro metros. En su cabeza llevaba una espléndida diadema de diamantes y zafiros. Entre los magníficos obsequios que le hizo su futuro esposo, el que más la emocionó fue el talismán de Carlomagno, un trozo de la Vera Cruz engastado en un colgante de zafiros y perlas, que lució Josefina Bonaparte en su coronación. desencanto conyugal D urante la luna de miel que pasaron en una solariega mansión de Villeneuve-l’Etang, los recién casados pudieron estar al fin solos y lejos de todas las miradas. Eugenia tenía el prioritario deber de dar un heredero varón que garantizase la dinastía. Mientras ese día llegaba, ella se volcó en las obras de caridad y su esposo en un ambicioso proyecto de remodelar el viejo París y convertirlo en una esplendorosa urbe. La gran Exposición Universal de 1855 atrajo a millones de turistas y París recibió a los principales monarcas y jefes de Estado de todo el mundo. Este importante evento mostró la magnitud de las aspiraciones del Segundo Imperio y coincidió con el primer embarazo de la emperatriz Eugenia. Tras descansar un tiempo en su querida Biarritz, la emperatriz regresó a París para dar a luz. El 16 de mar- zo de 1856 nacía en el Palacio de las Tullerías el príncipe imperial Eugenio Bonaparte. Fue un parto muy largo -22 horas- que a punto estuvo de costarle la vida. Mientras el pueblo celebraba la llegada del heredero, Eugenia tuvo que guardar cama unas semanas para recuperar su delicada salud. Muy pronto llegaría el desencanto conyugal al conocer de primera mano que Luis le era infiel. Ella, por su parte, tras el traumático parto, y el miedo a quedarse de nuevo embarazada, se distanció de su esposo. Las aventuras extraconyugales de Napoleón III se multiplicaron desde ese mismo instante y en 1855 apareció en la corte una mujer que se iba a convertir en su peor rival, la condesa Castiglione, una exuberante aristócrata italiana de 18 años que muy pronto sería la favorita del rey. Habiendo perdido terreno en lo sentimental, Eugenia se esmeró en ganarlo en el ámbito político. En julio de 1856, meses después del naci- miento del heredero, el Senado acordó nombrar regente a la emperatriz. En adelante tendría una 01 02 03 04* 05 06 una extraña en la corte UN TRÁGICO DESTINO La viuda de un imperio UNA ESPAÑOLA EN PARÍS espíritu indomabLe la última zarina (6 de agosto. Mía 1.452) (13 de agosto. Mía 1.453) Isabel de Baviera (16 de julio. Mía 1.449) María Antonieta (23 de julio. Mía 1.450) Victoria de Inglaterra (30 de julio. Mía 1.451) mayor intervención en los asuntos de Estado y sus opiniones serían escuchadas. la imagen del imperiO N apoleón III, llevado por sus sueños de grandeza, impuso durante el Segundo Imperio la pompa y el boato en su corte. Eugenia representaría con gran dignidad el papel de emperatriz en este marco suntuoso que trataba de imitar la grandeza del antiguo imperio napoleónico. A la soberana se le asignaron doce damas de honor, dos chambelanes, dos escuderos, dos secretarios y un bibliotecario. La vida de Eugenia transcurría entre recepciones oficiales, visitas de mandatarios, cenas de gala, bailes y cacerías. Cuando Napoleón se ausentaba para cuidar su salud y tomar las aguas en algún balneario, Eugenia acudía a Biarritz -un pintoresco pueblo de pescadores que gracias a ella se convertiría en el destino de moda de la alta sociedad y la realeza europea-. La vida social obligaba a Eugenia a cuidar con esmero su imagen. Ella representaba el esplendor del Segundo Imperio y no dudó en gastar grandes sumas de dinero en joyas, accesorios y vestidos de alta costura. Muy pronto la elegancia y distinción de la nueva emperatriz darían que hablar. Eugenia, con sus hermosos ojos color violeta, sus cabellos tirando a pelirrojo, su perfecta complexión, pies pequeños y talle de avispa, se convirtió en un icono de la moda, creando su propio estilo. Las damas de la corte copiaban sus peinados, sus recogidos de bucles y cabello adornado con flores naturales, incluso se teñían el pelo de su color caoba rojizo. Popularizó el uso del miriñaque de crinolina que acentuaba su fino talle, las amplias pamelas, el collar de chatones, el color malva - su preferido-, y puso de moda el escote que realzaba sus hombros caídos. También marcó estilo en su forma de maqui- llarse. Se delineaba los ojos con kohl, cuidaba sus pestañas con abeñula (una pomada) y se pintaba los labios con rojo carmín. El modisto inglés Worth fue su diseñador personal. una mujer generosa L a fastuosa pompa impuesta por Napoleón III contribuyó a la imagen frívola de la emperatriz; sin embargo, Eugenia tenía otros intereses más allá de la ociosa y superficial vida cortesana. De hecho, pocos días antes de su boda, por ejemplo, decidió destinar el regalo nupcial del consejo municipal a obras de beneficencia (fueron 600.000 francos). Pero, además, la emperatriz creó Eugenia de Montijo Cristina de Suecia Alejandra Romanov (20 de agosto. Mía 1.454) numerosos orfanatos y asilos e impulsó la educación gratuita a las niñas huérfanas y a los padres sin recursos. Convirtió las cárceles de niños en penitenciarías agrícolas y consiguió indultos para más de 3.000 presos políticos, entre otras iniciativas. Durante las epidemias de cólera que azotaron París en 1865, visitaba los hospitales y hablaba con los enfermos sin temor al riesgo de contagio. También luchó, a su manera, por los derechos de las mujeres y la educación femenina se convirtió en asunto prioritario. Consiguió que se concediese por primera vez la Legión de Honor a una mujer, la pintora Rosa Bonheur, y abogó por el sufragio femenino. En lo político, Eugenia se tomó con gran seriedad y compromiso sus responsabilidades como regente. Estudiaba a fondo los asuntos que se discutían en el Consejo de Ministros, no dudaba en pedir la opinión de personalidades competentes, y todo ello sin descuidar la educación del príncipe imperial. Con mayor o menor acierto, desempeñó la regencia del imperio en tres ocasiones, 1859, 1865 y en los últimos años antes de la caída del Segundo Imperio. Entre sus más En cuanto se supo que el graves desaciertos estuvo emperador quería casarse con el apoyar la expedición ella comenzó a ser tachada de destinada a situar a Maxi- arribista, seductora y frívola. miliano de Habsburgo en el trono Imperial de México (sería fusilado en Querétaro) y, en 1869, empujar a Napoleón III a la guerra contra Prusia ya que, tras la humillante derrota en Sedán, el emperador fue hecho prisionero. La emperatriz fue abandonada por todos sus ministros y los miembros de su gabinete. En la calle, sus súbditos no perdonaban a un Bonaparte la vergüenza de la capitulación y comenzaron los altercados. Ante la gravedad de los acontecimientos, y en contra de su voluntad, se vio obligada a abdicar, el 11 de enero de 1871. Cuando cruzaba el canal de la Mancha para reunirse con su hijo en Inglaterra, consciente Cuatro meses después de dar a luz al de que había perdido el impe- heredero, Napoleón Eugenio Luis, el Senado la rio, se desmoronó. Tenía 45 nombra regente. Desempeñaría la regencia del imperio en tres ocasiones, 1859, 1865 y 1870. años y había reinado en Francia dieciocho. Dejaba atrás un París en llamas donde imperaba el caos y pronto se proclamaría la Tercera República. Pero su pesadilla no había hecho más que empezar... La próxima semana: cRISTINA DE SUECIA *