Tema 7: Una de las historias: el surrealismo

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Los Discursos del arte contemporáneo
Asiertxo
Tema 7: Una de las historias: el surrealismo
1. Todo en torno a la revolución. Política y políticas surrealistas
La historia del movimiento surrealista no puede entenderse sin tener en mente una palabra:
revolución. El mundo que vería nacer a esos portavoces funámbulos del inconsciente y del deseo
que fueron los surrealistas no fue sino un mundo revolucionado por unos planteamientos científicos
que vinieron a desestructurar las nociones anteriores de la materia y del mismo hombre. La Teoría
de la Relatividad de Albert Einstein y los descubrimientos en el ámbito de la teoría cuántica de
Louis-Victor de Broglie y Werner Karl Heisenberg destruyeron los principios de la causalidad con
los que la física venía explicando el universo, revelando ahora a éste en función del
electromagnetismo, la energía en reposo, la curvatura del espacio-tiempo y relaciones de
incertidumbre. Los estudios de Sigmund Freud vinieron a representar la misma revolución pero en
el plano de la mente: lejos de moverse por la razón, la lógica y la voluntad, el hombre estaba
gobernado por un estrato lejano, nebuloso, desconocido e incontrolable, el inconsciente. Junto a la
importancia que estas revoluciones tendrían para el desarrollo del pensamiento surrealista, otro tipo
de revolución vendría a marcar sus pasos: la política.
1.1.
Pero... ¿qué revolución?
Antes de entrar en una especie de recorrido por los avatares políticos surrealistas, debemos
detenernos en el mismo concepto de revolución, pues fue en él donde se encontraron los motivos de
discordia no sólo dentro del movimiento sino en sus relaciones con el Partido Comunista y, llegando
más lejos, en los debates más actuales de la crítica historiográfica en torno al surrealismo.
La ruptura que se produjo con Dadá en 1922 a raíz del proceso Maurice Barrés vino a mostrar que
los futuros miembros del surrealismo tenían un propósito bien distinto a la negación dadaísta.
Los nuevos descubrimientos de la ciencia y el psicoanálisis habían sacado a la luz un nuevo mundo
alejado de los imperativos racionales y lógicos con los que se regía la existencia. Una nueva fuente
de inspiración había irrumpido para cambiar el mundo: el inconsciente. Mediante la exploración de
los sueños, la locura, la infancia y la espontaneidad irracional de muchos actos podían encontrarse
nuevos medios de conocimiento con los que descubrir un modo de pensar y actuar completamente
distintos.
He ahí donde estaba la revolución surrealista: en su firme creencia en una omnipotencia del
pensamiento que generaría un nuevo y liberador modo de vida. Y este pensamiento, que no es otro
que el del inconsciente, había sido avistado ya en los siglos precedentes. Del siglo XVIII los
surrealistas pondrán sus ojos precisamente en los condenados de la razón: en la superstición del
ocultismo y el misticismo, y en el materialismo descarnado del principal portavoz del deseo llevado
hasta sus últimas consecuencias, del contrarrevolucionario de la razón ilustrada, el Marqués de
Sade. El siglo XIX, además de ser el siglo de Gerard de Nerval y Charles Baudelaire, había sido el
siglo de los tres hombres que marcaron la revolución surrealista: Karl Marx, Arthur Rimbaud e
Isidore Ducasse. Del primero se tomaría su deseo de transformar el mundo en un sentido
estrictamente político y económico; del segundo y el tercero, la intención de revolucionar la
existencia.
Para los surrealistas estaba claro. Premisas: la poesía se expresa a partir de la imaginación, no de la
razón; de la imaginación está íntimamente ligada al inconsciente. Conclusión: puesto que todos los
hombres tienen inconsciente, todos son poetas en potencia. Sería el surrealismo, el gran privilegiado
en el conocimiento de lo oculto. Fue de este modo como revolución política y revolución estética
vendrían a conformar el ideario surrealista en un identificación de vanguardia artística con
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vanguardia política. Pero lo que en un principio no parecía plantear ninguna incompatibilidad
pronto se revelaría como uno de los grandes problemas del surrealismo, generando polémicas y
crisis.
El primer número de La Révolution surréaliste, publicado el 1 de diciembre de 1924, vino a
constatar el nacimiento del movimiento surrealista. El colectivo surrealista, aún muy numeroso,
aparecía clasificado alfabéticamente por apellido en el fotomontaje, gravitando en torno a un
imagen central en la que se condensaban dos de las grandes pasiones del grupo: el crimen y la
mujer. La retratada era la militante anarquista Germaine Berton, asesina del jefe del movimiento
político nacionalista Ligue d'Action française Marius Plateau.
En estos años iniciales, la “nueva declaración de los derechos del hombre” a la que apelaba el
surrealismo fue de orden casi exclusivamente estético. Más concretamente, la revolución que se
había iniciado esta en la literatura, en la liberación del lenguaje a la que había llevado la escritura
automática. Las investigaciones en torno a la hipnosis, las alucinaciones y duermevelas de Robert
Desnos, los coqueteos con el ámbito de lo oculto y las visitas a médiums, marcaron los años
siguientes, unos años en los que se continuaría indagando en la subversión de los principios
racionales del lenguaje y del pensamiento. Progresivamente, el surrealismo establecía las bases para
su revolución estética, la revolución del inconsciente y de los sueños, y definía las armas para la
misma la creación literaria. Ya sólo faltaban dos elementos: un centro administrativo para registrar y
clasificar todas las experiencias y un manifiesto con el cual establecer programáticamente la
ideología del grupo. Y ambos se materializaron en octubre del año 1924: la fundación del Bureau
de Recherches surréalistes y la publicación del Manifeste du surréalisme de André Breton.
Tal y como proclamaba el Manifiesto, esta revolución literaria poseía fuertes connotaciones
políticas: al subvertir las leyes lingüísticas no sólo se liberaba al lenguaje de sus represiones para
sumirlo en el mundo de lo imaginario, sino que también se liberaba al mismo pensamiento. El
retorno al mundo de lo maravilloso y del inconsciente que afloraba con la escritura automática
sacaba al hombre de la sociedad, de sus normas y represiones, de sus leyes e imperativos morales,
de las inhibiciones religiosas.
En 1925 los debates internos en el surrealismo en relación con el posicionamiento político
comenzaron a tomar cada vez más importancia.
Pero a pesar de estas tentativas de encaminarse a la realidad política, la revolución que preconizaba
el surrealismo seguía encontrándose en el ámbito de las ideas. Por considerarlo una idea burguesa,
los surrealistas se declaraban hostiles a cualquier pragmatismo; y, en consecuencia, vinculaban la
revolución surrealista al ámbito del espíritu, de cuya liberación ellos eran los responsables.
Semejante posicionamiento generaría numerosas respuestas y ataques, reprochándose al
movimiento su aislamiento en el “arte por el arte” y sus irresponsabilidad política en el terreno de lo
real.
El problema al que se estaba enfrentando el surrealismo era la búsqueda del modo mediante el cual
conjugar la revolución de lo intangible, del espíritu, del inconsciente, con la revolución de la acción
directa, de la realidad política. Pero el asunto no era fácil; de hecho, para Pierre Naville y para otros
tantos resultaba una brecha insalvable. La revolución estética surrealista se inscribía en el ámbito
del idealismo más puro, en la metafísica: aunque el surrealismo se proclamaba ateo, tenía un nuevo
dios, el dios inconsciente en el que se encontraba la liberación del espíritu. En cambio, la revolución
política que buscaba el surrealismo se inscribía en la realidad física. Mientras la primera concebía la
liberación del espíritu como condición para liberar la vida, la segunda procedía precisamente a la
inversa. Cercano al pensamiento dialéctico y, por tanto, reacio a afirmar que el espíritu o el
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individuo era algo ajeno a la realidad, Naville se decantó por la segunda.
1926 puede considerarse el año en el que el surrealismo inició su relación real con el comunismo.
Para el surrealismo su revolución consistía en mostrar la fragilidad del pensamiento moderno y
cómo ésta derivaba de un deterioro de la vida: dejando al espíritu libre y mostrando posibles puntos
de fuga respecto al racionalismo imperante en la existencia moderna era como el surrealismo
contribuiría a la causa de la lucha política.
André Breton continuaría a lo largo de los años siguientes justificando, poniendo “en claro”, la
postura política del surrealismo. Pero las cosas fueron tomando un cariz cada vez más conflictivo.
Breton se había ido erigiendo, progresivamente, en el juez del surrealismo, iniciando una serie de
procesos de depuración ideológica del grupo cercanos a una “caza de brujas”. Artaud, Soupault y
Vitrac ya se encontraban fuera de las filas surrealistas, Robert Desnos había decidido, asimismo,
separarse del grupo... Breton no podía permitirse más sorpresas de este tipo: era necesario saber
cuáles eran los principios políticos de cada uno de los miembros de su grupo, desenmascarar a los
posibles farsantes y/o oportunistas que pudiesen estar entre los revolucionarios surrealistas. El
surrealismo debía estar compuesto únicamente por aquellos que profesasen, junto a sus principios
estéticos, una militancia política.
1.2.
La toma de posición ante la revolución surrealista
Las contradicciones entre el compromiso estético con el que nació el surrealismo y el compromiso
político-social inherente a éste, han sido el punto de las más diversas interpretaciones, generando
que éstas tiendan tanto a defender las posibilidades de su coexistencia como a negarla, tomándose
partido por una de las dos opciones.
La acusación de irresponsabilidad política lanzada al surrealismo se apoya, generalmente, en la
ideología mística del mismo. Al haberse establecido los fundamentos del movimiento en algo
intangible y oculto, el inconsciente, y al haber introducido en su discurso los elementos
imaginativos derivados de las libres asociaciones encontradas mediante procedimientos como la
escritura automática, el surrealismo se situó más en el terreno del mito que en el de la Historia.
Conceptos como deseo, pulsión, azar, lo maravilloso y lo “mágico-circunstancial”, a pesar de darse
en la vida bajo la forma de encuentros o “hallazgos”, no aludían sino a un mundo bien lejano del
histórico. Es en el discurso derivado de un lenguaje formado por el reino de lo oculto donde se ha
encontrado la negación de la realidad, la separación de la misma y, en consecuencia la
imposibilidad de una acción política completa por parte del surrealismo. La visión de la Historia
propia de la tradición profética que se encontraba en el Talmud y a la que Benjamin dio forma
metafórica bajo su conocida tesis del “ángel de la historia”. El surrealismo se aproximaría a este
ángel en su alejamiento de los modelos cristianos y hegelianos de historia, en su negación de los
valores de causalidad, continuidad y progreso y en su reivindicación de un desorden en el relato del
mundo más propio del profeta-poeta que del historiador y su visión determinista.
Muy distintas son, en cambio, las interpretaciones que se han dado de la relación entre surrealismo
y política por parte de una serie de críticos entre los que se encuentran Boris Groys y nuestro ya
conocido Jean Clair. En este caso nos encontramos ante una línea interpretativa que se define por
acusar a la vanguardia de aliada con los totalitarismos, cuando no de totalitaria en sí misma.
Para Clair el surrealismo debía dejar de ser inmune a la crítica y mostrarse tal y como lo que había
sido: no como una vanguardia sino como un totalitarismo. Nada de revolución progresista en sus
filas: la historia del surrealismo había sido la del irracionalismo y la del sinsentido, prolongándose
sus consecuencias hasta la actualidad.
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La polémica estaba servida. Las respuestas a Clair no se hicieron esperar, procediendo tanto de
antiguos miembros surrealistas como de colegas de profesión. La contestación principal a la
hipótesis de Clair la constituyó L'honneur des funambules. Réponse á Jean Clair sur le surréalisme
de Regis Débray. Para Débray, la vigencia del surrealismo en la actualidad resulta incontestable y
más aún después de cómo Clair ha vuelto a insuflar de vida a quien pretende paradójicamente
reconvertir en cadáver.
Más acertadas parecen otras lecturas como la que Jacques Ranciére lanzaría años antes desde su Le
partage du sensible: esthétique et politique. Reflexionando sobre la vanguardia en general, pero
teniendo en mente a la Escuela de Frankfurt y el surrealismo, Ranciére se desmarcarba de la
interpretación totalitaria. Esta decisión responde al hecho de delimitar los dos ámbitos en los que se
movió la vanguardia: el ámbito estricto de la política y el ámbito de la metapolítica, es decir, el
lugar de la expresión artística.
2. Todo en torno al encuentro: el papel de la escritura, de los objetos y de la
pintura en la ideología surrealista
En el surrealismo, insistimos, estética y política estuvieron indisolublemente unidos. De hecho, en
sus manifestaciones artísticas, los surrealistas tuvieron que enfrentarse a problemáticas y
contradicciones muy similares a las que habían marcado su conflictiva praxis política. Muchas de
ellas, como es el caso de algunos escritos y, principalmente, de los objetos, nacerían con el deseo de
ser soluciones dialécticas a la brechas que amenazaría constantemente al surrealismo: la separación
entre el ámbito del espíritu y el ámbito de lo real.
2.1.
La escritura surrealista o la irrupción del inconsciente. Del texto a la vida
cotidiana
El surrealismo nació como un movimiento literario. No obstante, la idea que se tuvo de la literatura
poco tenía que ver con su concepción tradicional: el surrealismo buscó romper con el realismo y la
muerte de la imaginación que caracterizaban a la literatura burguesa, materializada principalmente
en el género de la novela. Inspirados por los logros de escritores anteriores como Nerval,
Baudelaire, Rimbaud y, principalmente, Lautréamont, así como por otros contemporáneos como
Apollinaire, los surrealistas, en su deseo de romper con la lógica y con los principios de narración
racionales, se sumergieron en la experimentación de nuevos medios de creación literaria con lo que
poder aproximarse a ese banco de imágenes puras y libre que era el inconsciente.
Para poderse materializar, la escritura automática partía de lo que Roland Barthes a denominado la
muerte del autor. El autor de un texto no automático procedía de manera consciente y racional,
basando su narración en el relato de hechos estructurados en función del desarrollo de la trama o de
los argumentos. El resultado era un texto en el que podían leerse, además de las cuestiones
expuestas de forma comprensible, la identidad, la individualidad, la impronta dejada por la
particularidad del autor en su modo personal de concebir la escritura. Con el automatismo, la
literatura va a perder todos estos rasgos: sometido a los dictados del inconsciente, el autor pasará a
ser un mero transcriptor de los procesos psíquicos.
Los surrealistas se encontraron con problemas a la hora de lograr una absoluta libertad del
inconsciente en el proceso creativo. Someter a la mano que escribe a la mayor velocidad posible
nunca podría ser suficiente para aniquilar completamente al “yo” de quien portaba la pluma. El
surrealismo se había encontrado con la misma gran contradicción a la que tendría que enfrentarse su
pintura: a pesar de someterse al proceso automático para la expresión del inconsciente, la escritura
empleaba un sistema cerrado, racional y regulador creado por la consciencia: el lenguaje.
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Eso es lo que habría logrado el surrealismo con sus textos automáticos: no una destrucción absoluta
del autor y, en consecuencia, una libertad pura del lenguaje, pero sí, que no es poco, una subversión
de los códigos del sistema lingüístico. El texto, de este modo, se alejaba de los significados
cerrados, del discurso único, para ser una fuente continuada de sentido.
Más allá del ejemplo paradigmático que fue Les Champs magnétiques, la escritura automática
continuaría cultivándose en el surrealismo, y no siempre bajo la estricta forma del texto.
Fue el encuentro fortuito que Breton tuvo en la rue Lafayette de París el 4 de octubre de 1926 con
una desconocida lo que desencadenaría la experiencia real con la que escribiría posteriormente
Nadja. En Nadja, Breton encontró lo que había buscado con los textos sometidos al automatismo: el
Sí mismo-Otro. La historia, con un desenlace trágico que perseguiría por siempre a Breton, fue
ilustrada con fotografías y con los mismos dibujos de la protagonista.
2.2.
¿Una pintura surrealista?
Comentando los libros de André Breton se mencionó que venían acompañados de ilustraciones:
mediante la incorporación de imágenes físicas (ya fueran fotografías, fotomontajes o pinturas) las
teorías y narraciones acerca del inconsciente se veían completamente, extrapoladas a la realidad y
confirmadas por ésta. Por ejemplo, L'Amour fou.
Desde la aparición del primer número de La Révolution surréaliste en 1924, los textos estuvieron
acompañados por imágenes de muy diverso tipo: algunas de ellas, los fotomontajes con Germaine
Breton y el hombre dialéctico de Engels, ya han aparecido en nuestro discurso. Pero hubo muchas
otras entre las que se encontraban pinturas.
Algunos pintores serían reconocidos como precursores de la revolución espiritual con la que el
surrealismo quería pintar el mundo. Durante los años de contacto con el dadaísmo, Breton había
elogiado el arte de Ingres, seguramente por el juego anatómico imposible con el que éste concebía a
sus aristócratas y odaliscas; pero pronto se desmarcaría de la tradición pictórica. Para los
surrealistas, no habría nada más detestable que el arte entendido como ventana o, lo que es lo
mismo, el principio de mímesis: observar y representar tal cual la realidad no podía estar más
alejado de esos mundos ocultos que el surrealismo trataba de sacar a la luz. El rechazo del realismo
en la literatura se produjo, por tanto, de forma análoga, en el dominio de la pintura. Pero este
rechazo del principio de imitación no iba a suponer la reivindicación de un arte abstracto: nada más
lejos de la realidad. El arte abstracto no podía incidir en la realidad por no generar lo que la trastoca,
es decir, imágenes. El surrealismo, por tanto, no abandonará la representación. Lo que se buscará en
la pintura será una alternativa al ojo físico: el ojo mental.
En Giorgio De Chirico se encontraría el precedente directo, la prefiguración del imaginario que el
surrealismo quería para su pintura. Sus paisajes urbano-clasicistas constituían la prueba de esa
mitología moderna que Aragon buscaba en sus largos paseos por París: la soledad de las calles, las
locomotoras lejanas, las esculturas misteriosas, los relojes detenidos, la claridad lumínica bañando
las revelaciones de lo oculto, sus maniquíes... La pintura metafísica que reivindicaba De Chirico, y
cuyo punto de partida era el extrañamiento ante lo cotidiano, no podía encajar mejor con los
postulados surrealistas. Era su desprecio por el utilitarismo y el pragmatismo, por la finalidad que
regía el pensamiento racionalista burgués, lo que llevaba al surrealismo a reivindicar un arte inútil,
alejado de la comprensión lógica y de la función de contemplación ociosa propias del arte
institucionalizado que se quería combatir.
Cabe decir que Picasso sería uno de los ensalzados e incluso homenajeados por el grupo. El André
Masson de dibujos espontáneos y cuadros automáticos, el Francis Picabia del desfile amoroso de
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1917, el recién llegado a París Man Ray e incluso el primer Marcel Duchamp, entre otros, también
obtuvieron rangos de honor en la cuadrilla de pintores surrealistas. Sólo con el descubrimiento de
Max Ernst cambiarían los puestos: su novedosa forma de entender esa técnica pictórica que nunca
había acabado de convencer a los surrealistas por no ser sino una manera oculta de realismo, el
collage, fue interpretada como la más fidedigna transposición del poder poético de la escritura
automática al ámbito de la pintura.
El método de Ernst, entre el collage y el fotomontaje, generaba las imágenes cercanas a la
construcción onírica; los fragmentos que configuraban las obras adquirían en su diálogo imposible
una significación nueva, alejada de la lógica y las leyes racionales. Un universo que no era sino el
de los jeroglíficos propios de los sueños: el lugar donde imagen visual e imagen escrita estaban en
perfecta comunión.
Desde muy pronto, casi inmediatamente después de la constatación visual de la ideología surrealista
gracias a Ernst, la pintura recibiría una fuerte crítica, precisamente de aquel que también sería su
mayor atacante en la cuestión política: Pierre Naville.
Lo que Naville estaba atacando era la contradicción latente en la ideología surrealista, la
imposibilidad de conciliar la reivindicación de lo oculto, de lo inefable del inconsciente con su
representación visual. La pintura surrealista no podía existir: las imágenes de lo onírico no eran sino
una prolongación del placer visual, del ojo físico, y del sistema de representación tradicional,
exhibidas, paradójicamente, como todo lo contrario. El ataque estaba lanzado y con él, además de
negarse la posibilidad de materialización visual de lo maravilloso, también se estaba destapando
otra de las contradicciones del grupo. Al hablar de exhibición, Naville dejaba caer el sinsentido
surrealista de querer mostrar públicamente sus obras por los mismos procedimientos pragmáticos
burgueses que el movimiento decía rechazar.
La respuesta de Breton no se hizo esperar, prolongándose ésta en el tiempo con una gran cantidad
de artículos y textos acerca de la cuestión que, hoy recopilados, se conocen bajo el nombre genérico
de El Surrealismo y la pintura. Pero para semejante defensa se tuvieron que ir sacrificando algunos
de los conceptos que habían sido aplicados inicialmente a la pintura. Breton afirmaría que lo que
hace el pintor surrealista no es sino indagar en las imágenes interiores, en esas imágenes propias del
ojo mental o del ojo salvaje, materializándolas visualmente en el mundo real. Pero el problema
continuaría siempre amenazando desde la sombra: lo que el surrealismo tenía que encontrar era un
puente de unión entre el ámbito del inconsciente y el ámbito de lo real.
Con los mismos problemas que resolver en el ámbito político, el surrealismo vino a nutrir su
formación con el que se reconoce como el pintor surrealista por excelencia: Salvador Dalí. El pintor
catalán y Luis Buñuel aparecieron sumidos en el sueño surrealista en el fotomontaje principal del
número 12 de La Révolution surréaliste.
El mismo año de su ingreso oficial en el surrealismo, Dalí pintaba Le Jeu lugubre. La obra mostraba
el gusto por lo escatológico que Dalí cultivaba incisivamente durante aquellos años, un gusto que no
era del agrado de Breton.
Breton se pronunciaría ambiguamente respecto al cuadro: a la par que en él observaba la capacidad
daliniana de indagar en la mente, su grandilocuencia le hacía pensar en Dalí como “un hombre que
duda entre el talento y le genio”. El conflicto entre Dalí y el movimiento no comenzaría hasta unos
años más tarde, cuando la postura adoptada por el pintor vendría a ser, a todas miras, incompatible
con la ideología del surrealismo.
Desde el inicio de la aventura surrealista, Georges Bataille jugó un papel incómodo para la misma.
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Lo que el defendía, como nietzcheano convencido, nada tenía que ver con las ideas abstractas y la
iluminación a través de las mismas: el mundo de Bataille, era el del suelo enlodado, el del sol
pútrido y los hombres acéfalos. El universo del materialismo bajo. Y éste no podía contemplar
ninguna utopía.
Aunque algunas obras de Bataille como Histoire de l'oeil fueron elogiadas por Breton, en general
éste despreciaba el pensamiento batailliano por considerarlo un materialismo inferior, contradictorio
y patológico.
Si bien Dalí había estado más que cerca del pensamiento escatológico de Bataille durante los
últimos años de la década de 1920, fue en plena “guerra de materialismos” cuando comenzó a
manifestar un cambio de rumbo. Sería en 1930, cuando Dalí se separaría por completo de Bataille:
justo en el momento el que acababa de comenzar su relación con Gala, el pintor abandonaría
definitivamente la escatología y comenzaría a aproximarse al surrealismo ortodoxo bretoniano.
Al igual que hizo con Bataille, Dalí no se dejaría absorber por el nuevo bando al que se acercaba en
este momento. A Dalí le bastaba Dalí mismo y no necesitaba de nadie para proclamarse surrealista.
En su afirmación “Yo soy el surrealismo” quedaba más que clara una individualidad indomable que
acabaría con su expulsión del grupo en 1939. Hubo dos cuestiones que el surrealismo no podría
aceptar por parte de uno de sus miembros: la adscripción a ideologías reaccionarias y el servilismo
ante la sociedad capitalista burguesa. Aunque lo que verdaderamente levantó llagas en el
movimiento fue cómo Dalí había acabado por convertirse en el artista fetiche de la sociedad
capitalista: ahogado por el éxito en París y Nueva York, su arte, lejos de la inutilidad tan
reivindicada por el movimiento, se había puesto al servicio de museos, escaparates, diseñadores de
moda, publicistas y cineastas.
La expulsión de Dalí en 1939 había vuelto a materializar el fracaso surrealista tanto en su proyecto
estético como en el político. Pero no toda la experiencia con el pintor catalán había sido negativa.
Dos habían sido las aportaciones dalinianas al grupo. La primera de ellas había sido el método
paranoico crítico. La segunda, resultado de la primera, fue el impulso dado al objeto surrealista a
partir de la formulación de sus “objetos de funcionamiento simbólico”.
2.3.
Los objetos surrealistas o la materialización del deseo
Las imágenes poéticas que nacieron de las investigaciones con la escritura automática descubrieron
la posibilidad de redefinir los objetos a partir de asociaciones inesperadas que los alejaban por
completo de su función habitual. De este modo, a los ojos surrealistas, el paraguas era un “pájaro
azul convertido en negro”, el fósil una “invención hipnagógica de Leonardo da Vinci” y el guante
“el molde de una cabeza perforada que sirve para pasar el índice y hacer cosquillas a la nueva
naturaleza”. Pero también se procedería a la inversa, es decir, definiendo conceptos a partir de
objetos.
Pero sería principalmente en la fotografía y en su alumno avanzado, el cine, donde el objeto se
erigiría en el principal protagonista.
Si bien Walter Benjamin separa entre los modos de acceder a los distintos tipos de inconsciente, el
surrealismo buscará aunar tanto el inconsciente óptico como el inconsciente pulsional mediante la
fotografía de objetos. En el empleo de la fotografía se encontró el modo de apelar al ojo en estado
salvaje, el inconsciente óptico. Para los surrealistas, el descubrimiento de la fotografía había sido el
acontecimiento decisivo a partir del cual la pintura y la poesía tradicionales se vieron
profundamente cuestionadas; pues, a lo que ambas tuvieron que enfrentarse no fue, ni más ni
menos, que a imágenes mentales, a la “verdadera fotografía del pensamiento”.
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Fue en Eugéne Atget donde, tanto Benjamin como los surrealistas, encontraron el gran precedente
de esas imágenes de lo oculto que estaban buscando. Su cámara había captado el París de los
pasajes que tanto interesaría a Aragon y al filósofo de Frankfurt; sus imágenes había revelado el
potencial onírico del objeto, pero también su condición de mercancía, de ruina dialéctica, ya fuera
en mercadillos, escaparates, plazas o, incluso, en interiores domésticos.
Aunque en los collages de Ernst el objeto jugaría un papel nada desdeñable, fueron algunas de las
iniciativas de Man Ray las que fueron sentado las bases para el ulterior impulso dado al objeto. En
la temprana fecha de 1920, el fotógrafo había mostrado con L'Énigme d'Isidore Ducasse no sólo el
mismo culto que el resto de los surrealistas hacia el autor de Los Cantos de Maldoror, sino también
el interés hacia el misterio y lo indescifrable de los objetos. Y fue en el año 1921 cuando el
fotógrafo inventaría, casi por casualidad, ese procedimiento de manipulación fotográfica mediante
el cual, al invertir los claroscuros, los objetos mostrarían unas nuevas caras muy cercanas a la visión
destructora de la opacidad que había irrumpido con el descubrimiento de los rayos X: la rayografía.
Man Ray también llevaría a sus experimentaciones al cine. En el cortometraje de 1923, Le retour à
la raison, el fotógrafo puso en movimiento las imágenes fantasmagóricas de sus objetos: el corto no
es sino una danza sincopada de tornillos, muelles y estructuras metálicas combinada con alguna que
otra imagen de la realidad.
Fue en el cine, donde el surrealismo encontró el modo de insuflar vida a los objetos que venía
reivindicado en su estado de reposo desde los collages y la fotografía. El papel que lo inanimado
jugaría en la creación cinematográfica iría evolucionando a lo largo del tiempo. Así, mientras el
objeto había sido tanto idea inspiradora como contenido de los filmes experimentales que acabamos
de mencionar, desde finales de la década de los años 20, y más concretamente desde la aparición de
Un perro andaluz, el objeto pasaría a ser parte de las realidades filmadas: un elemento de
significaciones oníricas completamente inmerso en el contexto de las imágenes del inconsciente.
A lo largo de los años 20, por tanto, el objeto era el leit-motif de las representaciones artísticas del
surrealismo. Tres serán, a grandes rasgos, los tipos de objetos que el surrealismo reivindicará como
catalizadores en la materialización del deseo: los objetos encontrados, los objetos fabricados y los
objetos-poema.
En sus paseos y derivas por París, los surrealistas habían constatado que el hallazgo de lo
maravilloso se materializaba bajo la forma de un encuentro fortuito y materialmente concreto: el
objeto encontrado o el objet trouvé.
En los objets trouvés se revelaba la posibilidad de encontrar materialmente las pulsiones y los
deseos ocultos que mueven al individuo. Con ellos, la dialéctica entre lo real y lo maravilloso
dejaba de ser una utopía: en la misma vida cotidiana existían pruebas de la conexión entre ambos
ámbitos.
Pero los surrealistas no quisieron estar subordinados a los caprichos del azar y a sus revelaciones
esporádicas de la casualidad objetiva. Mientras se esperaba el hallazgo de un nuevo objet trouvé,
también se podía trabajar conscientemente en los objetos, fabricándolos en la búsqueda de esa
materialización del deseo. Fue así como aparecería el otro tipo de objeto surrealista, el objeto
fabricado.
La década de los 30 se había abierto con el gran descubrimiento que había sido el método
paranoico-crítico de Dalí. Claramente inspirado por las teorías de Sigmund Freud y de Jacques
Lacan, Dalí había encontrado en la paranoia el estado mental superior para desacreditar la realidad a
partir de una interpretación delirante de la misma: la paranoia permitía aproximarse al mundo de los
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fenómenos a partir de las ideas obsesivas que el individuo proyectaba y buscaba afirmar en él.
Ahora que el mundo y sus objetos podían mirarse desde un nuevo punto de vista, sólo quedaba
ponerse manos a la obra y materializar físicamente las interpretaciones a las que se había llegado.
Fue en 1933 cuando el surrealismo organizaría una gran exposición en la que se incluirían buena
parte de los objetos creados hasta el momento. En su folleto, que mostraba la urgente necesidad de
ir a ver cuáles eran los nuevos logras surrealistas, se incluía una lista de todo aquello con lo que el
espectador se encontraría: “Objetos desagradables, sillas, dibujos, órganos sexuales, pinturas,
manuscritos, objetos para olfatear...memorias intrauterinas...perversiones auditivas...cucharas
atmosféricas, fármacos, retratos fallidos, fotos, lenguas”.
A lo largo de la segunda mitad de la década de 1930, el surrealismo continuó sus experimentaciones
con los objetos. Fue por entonces cuando aparecieron los objetos afrodisiacos de Salvador Dalí y el
famoso Déjeuner en fourrure de Meret Oppenheim. Pero sobre todo, fue este periodo el que vio
consolidarse el tercer tipo de objeto surrealista: el objet-poème.
Si bien se consideraban objet-poèmes los collages de Ernst y las poesías visuales inspiradas en los
Caligramas apollinairianos, sería a partir de 1935, de la mano de André Breton, como llegaría a la
simbiosis entre el objet-trouvé y el objeto fabricado: partiendo de algunos de los hallazgos
adquiridos en los mercados, y en función de lo que estos objetos le sugerían, Breton modificaba su
estructura y forma originarias, sustrayendo elementos o añadiendo otros distintos, dando como
resultados un objeto nuevo.
Los objetos constituyeron la gran promesa para poder modelar el mundo conforme a los deseos,
tanto individuales como colectivos, del hombre. Breton vio en ellos la voluntad de objetivación que
desde sus inicios llevaba persiguiendo el movimiento surrealista: la posibilidad de materializar el
deseo y de hacer que éste fuera el motor que hiciera girar el mundo.
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