CONCEPTOS PARA UN SIMPOSIO SOBRE LA DESOBEDIENCIA, ORGANIZADO EN GRAN BRETAÑA CON LA CONTRIBUCIÓN DE ALBERT SCHWEITZER BERTRAND RUSSELL, LEOPOU) SENGHOR, ERICH FROMM Y OTRAS PERSONALIDADES. MÉXICO, D. F., 6 DE JULIO DE 1962. La desobediencia o, en un lenguaje más comprensible para nosotros, la resistencia ante un daño o el peligro de un daño físico o moral, no puede calificarse negativamente, tanto en las relaciones individuales como en las sociales. La llamada desobediencia o la resistencia colectiva sería, en dado caso, un acto de afirmación, de integración humana y social. El hombre, en su largo y accidentado recorrido histórico, ha buscado y encontrado su ininterrumpido progreso, proveniente siempre de la relación con sus semejantes. Por causas ya perfectamente esclarecidas en la historia, aquélla no ha sido siempre grata y pacífica. En los grandes conflictos del pasado, así como en los que pudiesen venir en el futuro, operan las mismas causas, aunque revistan distintas formas: la desigualdad social existente desde las más remotas épocas hasta nuestros días y después, también, la lucha entre grupos en proceso de conformación nacional o entre naciones ya constituidas, corolario del trato no equitativo entre los individuos y entre las naciones. Estas diferencias son las que motivan la desobediencia, la resistencia pasiva o activa de una parte de la sociedad contra la otra. El carácter moral o ético de la desobediencia depende de la proporción de individuos o colectividades que sean dañadas física o moralmente por la otra parte de la sociedad. Si el daño es mayor para los más, la desobediencia posee condiciones positivas: se basaría en la justicia. En efecto, las sociedades humanas se desenvolvieron en el marco de la obediencia a minorías acaparadoras de los bienes materiales y, en consecuencia, también del poder civil, militar y religioso. Más tarde las sociedades modernas —cimentadas en las grandes revoluciones populares de los últimos dos siglos— llegaron a un alto grado de evolución económica y de organización política, proclamando una democracia que, con frecuencia, era más teórica que real. Después, las sociedades que continuaron en el camino de la concentración de la riqueza y del poder en pocas manos, dejaron a las grandes mayorías en la ruta de la desobediencia, de la resistencia ante la injusticia. Hoy, distintas convulsiones han abierto un horizonte de justicia para pueblos enteros y la sociedad en su conjunto reclama, por razón de su lógico desarrollo, nuevas prácticas de convivencia humana, de verdadera democracia universal, de paz e independencia para las naciones y de justicia social para todos los hombres. Así es que, en las actuales condiciones del mundo, las contradicciones entre una parte de la sociedad y la otra, se han hecho más evidentes y el conocimiento de sus causas permite establecer con bastante precisión las formas generales que seguirá tomando la resistencia o desobediencia de las grandes mayorías humanas que, secularmente, han sido víctimas de la desigualdad. La teoría de la desobediencia tiene raíces muy antiguas, tan antiguas como el ejercicio de la más lejana y primitiva autoridad y, en el curso de la evolución política y social de los pueblos ha jugado un papel dinámico y ha sido fuente de las grandes transformaciones revolucionarias. Aún más, su semilla se introdujo, en su esencia, en dos de los documentos más importantes en que quedaron consagrados los principios de las primeras revoluciones de la época moderna y que abrieron el camino a las de nuestro siglo. Así vemos que en el articulado de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos proclamada en 1776, se afirma que "todos los hombres nacen iguales; que ellos son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables, entre éstos el de la vida, la libertad y el deseo de la felicidad" y en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano se asienta claramente que "el objeto de toda sociedad política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre; estos derechos son la libertad, la seguridad y la resistencia a la opresión". Ambos enunciados llevan implícito el derecho a la desobediencia ante la violación de los derechos naturales del hombre. Hoy, la desobediencia adquiere un valor universal y toma la más alta expresión de la moral y de la ética en la resistencia general al uso y a la existencia misma de armas capaces de destruir al hombre y sus mejores herencias de civilización y cultura. La defensa urgente del género humano, ante los peligros de una guerra nuclear, nos obliga a fijar la atención y redoblar nuestro esfuerzo para cerrar la grieta que se ha abierto con las pruebas nucleares; grieta por la que penetran ya los primeros daños para la salud física y moral de todos los pueblos: los efectos nocivos de las materias radioactivas en la atmósfera y en la tierra, a consecuencia de las explosiones experimentales, las que según acuciosos estudios de eminentes hombres de ciencia, no sólo dañan a las presentes generaciones, sino amenazan aún más seriamente la salud de las futuras. Hemos dicho, y lo repetimos ahora, que la mayor responsabilidad ante el problema de la guerra y de la paz, recae sobre las grandes potencias nucleares y sobre ellas, también, que las pruebas experimentales prosigan o no. Ninguna nación tiene el derecho de imponer a los pueblos un destino que no han buscado. Cabe decir, con Albert Schweitzer, que "hasta ahora no se ha tenido en cuenta que la cuestión de si debe seguirse o no con las explosiones de prueba no es algo que interese solamente a los países productores de armas nucleares y sobre lo cual puedan decidir arbitrariamente. ¿Quién otorga a estos países poderosos el derecho de realizar experimentos que pueden causar graves daños a todos los países?" Para los pueblos de América Latina y creemos que también para la mayoría de los africanos y los asiáticos, la desobediencia se practica en razón profunda y primordial contra el sector de la sociedad que más daño produce a su desarrollo normal, que más lastima sus intereses materiales y espirituales. La manera de resistir, determinada por las condiciones imperantes en cada país, puede variar, pero el contenido y los objetivos de la resistencia son los mismos para los pueblos de los tres continentes y, en último análisis, también se hermanan con los de todos los pueblos del mundo. Es la desobediencia universal de los pueblos ante la injusticia social y ante la perspectiva de que impere la muerte sobre la vida. La prevalencia del imperialismo, sistema de explotación de países y pueblos extranjeros y generador de las guerras mundiales, motiva nuestra resistencia latinoamericana, que se traduce en una lucha por la liberación integral de nuestros pueblos, el medio más directo con que contamos para que la soberanía y la independencia de nuestros países queden aseguradas, contribuyendo así de la manera más eficaz para establecer la paz mundial. Como lo ha manifestado un eminente internacionalista mexicano1 en el foro de las Naciones Unidas: "Las armas atómicas y de hidrógeno parecen haber acabado para siempre con el viejo precepto de vencedores y vencidos, uniendo sin escape posible a los enemigos potenciales en un destino común: vivir o morir juntos." Nosotros añadiríamos que esta disyuntiva está en manos de los pueblos, los que por medio de la desobediencia en cualquiera de sus formas positivas, deben imponer su voluntad de vivir en la justicia social, la independencia nacional y la paz. (1) Luis Padilla Nervo [E.]