LA OPCIÓN POR LOS POBRES Y EL IMPERATIVO DE LA DISIDENCIA. José Luis Segovia Bernabé Profesor del ISP "El hombre es el único animal animal capaz de decir no" MAX SHELLER I.- INTRODUCCIÓN. Hace ya bastantes años, el entrañable profesor y buen amigo Julio Lois, al inicio de lo que fue su tesis doctoral, formulaba de este modo su particular credo del que nunca ha abdicado: «Es una de mis convicciones más antiguas, profundas y queridas que no hablar del pobre en un mundo como el nuestro... vicia todo el discurso sobre Dios y le despoja de auténtica credibilidad… He llegado a la conclusión de que la opción por los pobres, la solidaridad con su causa y destino, es cuestión crucial para la vida cristiana y, el mismo tiempo, condición importante de posibilidad para conocer el perfil y la voluntad del Dios de Jesús y también el alcance y significación de su mensaje de salvación para los hombres»1. Esta convicción teórica y práctica no le hizo desdeñar el otro gran reto que, sobre todo en el Primer Mundo secularizado, acontece para la plausibilidad de la fe: «Lo que a mí me importa es potenciar la significación positiva del cristianismo. La fe cristiana es un don formidable que nos fecunda, nos humaniza, nos libera, nos responsabiliza con las mejores causas y nos identifica con lo mejor de nosotros mismos»2. Lejos de ser dos preocupaciones inconexas, presentan un fino hilo conductor. No se puede obviar que uno de los grandes escándalos que ha alejado a muchos de la fe ha sido precisamente la cuestión de la injusticia y el sufrimiento de las víctimas y de los humillados. Por eso, Lois señalará con acierto que la teología debe plantearse la pregunta por el sentido de la historia y el significado salvador de Jesucristo más en el contexto “oprimido” de la realidad que en el de “rechazado” de la fe que ha preocupado, legítima pero parcialmente, a la teología centroeuropea3. Si algo abre a la trascendencia y alienta el anhelo de justicia para los empobrecidos es precisamente un íntimo e intenso sentimiento de profunda disconformidad: «al preguntarnos por la posibilidad de otorgar sentido a la propia existencia personal experimentamos, en primer término, esa radical desproporción entre lo que somos y lo que aspiramos irremediablemente a 1 J. Lois Fernández, Teología de la Liberación. Opción por los pobres (Madrid, IEPALA1986) p.5. 2 J. Lois Fernández, «Entrevista» en el Boletín Amigos del Instituto de Pastoral, 6 (2005) p.8. 3 Cf. J. Lois Fernández, «Jesús y la salvación» en VV.AA., Jesús de Nazaret. Perspectivas (Madrid, SM-PPC 2003) 262. Cf. F. J. Vitoria Cormenzana, ¿Todavía la salvación cristiana?, II, (Vitoria, Eset 1986) p.17. ser… Experimentamos, igualmente, una radical disconformidad con el mal que en forma de injusticia y opresión se encarna en nuestros contexto sociohistóricos y nos sentimos radicalmente disconformes con el sufrimiento de tantas víctimas y con la consiguiente imposibilidad de aceptar que los verdugos puedan tener la última palabra en esta historia»4. Centraremos nuestras reflexiones en la última de las «disconformidades» a que apunta el veterano profesor: la que literalmente subleva lo mejor de los mejores de nuestra especie colmándolo de santa indignación. Trataremos de mostrar la relación de necesidad y circularidad que vincula el denominado imperativo de la disidencia5 con la opción por los pobres. Esta opción por los humillados constituye, como es bien sabido, lugar teológico, requisito epistemológico, condición de posibilidad soteriológica y formalidad imprescindible para la superación del juicio escatológico. Todo ello conlleva algo más simple y necesario: exige un claro posicionamiento vital del lado de los que padecen la injusticia. Esta previa opción reclama para convertirse en real y efectiva Buena noticia la compañía de un imperativo de la disidencia que se desarrolle comunitariamente a través de la acción política como medio de lograr una sociedad más justa6. En ocasiones se produce el proceso inverso: como muestra la película «Diarios de motocicleta»7 el viaje transforma al viajero y la rebeldía ante el mal induce a la opción por los últimos. II.- EL IMPERATIVO DE LA DISIDENCIA. Ante todo hay que señalar que el origen de la disidencia no es ideológico. Más bien se trata de una personalísima rebelión moral generada por la percepción directa de las heridas de injusticia evitable que padecen los más vulnerables y el sufrimiento estéril que soportan. En términos más personalistas, supone el reconocimiento del otro como un auténtico tú, cuyo rostro sometido a injusta vejación supone una apelación urgente a la propia dignidad. Implica indignación intelectual, afectación emocional y resolución de la voluntad que se traducen en un actuar ante el dolor injustamente inflingido al otro. La percepción sangrante de su injusticia y la evitabilidad de la misma ponen en marcha el dinamismo de este principio, básico para cualquier teoría de la justicia y, desde luego, para una significativa opción por los pobres. 4 Julio Lois, «Jesús y la salvación» en ob.cit., 257. Hasta donde se me alcanza, ha sido Javier Muguerza quien acuñó el término por vez primera. Cf. J. Muguerza, «La desobediencia al Derecho y el imperativo de la disidencia», en C. Gómez, Doce textos fundamentales de la Ética en el siglo XX (Madrid, Alianza 2002) aunque ya lo había utilizado en otros artículos con anterioridad. 6 Es una de las tesis de. J. M. Mardones, Recuperar la justicia. Religión y política en una sociedad laica (Santander, Sal Terrae 2005). El predominio de la injusticia es el resultado, entre otras cosas, del desencuentro entre la fe y la política, de la desconexión de la opción por los pobres de ésta última como vehiculación social del imperativo moral de la disidencia. Cf. también J. I. Calleja, Moral Social Samaritana, vol. II (Madrid, PPC 2004). 7 Se trata de la película dirigida por Walter Salles (Argentina-Estados Unidos 2003) que narra el famoso viaje por América Latina del estudiante de medicina Ernesto Guevara que cambiaría su vida. 5 2 En efecto, el reconocimiento del otro es siempre una experiencia humana profundamente subversiva. El hábito moral de la solidaridad, cuando no quiere quedarse en un mero asistencialismo tranquilizador de malas conciencias, lleva insito el germen de la subversión porque la situación doliente del otro, «desde su desnudez e indigencia [...] me interpela. Es su sola presencia la que es intimación a responder»8. Sólo rebelándome contra lo que al otro le condena a ser desigual y niega su dignidad, puedo constituirme en elementalmente digno y humano, en una exigencia vinculante para cualquier persona. Esto hace de la disidencia, no sólo la fuerza de choque capaz de mostrar que lo que hay no es lo único que puede haber, sino una auténtica virtud moral surgida de la responsabilidad ante el otro y de la ceguera de muchos: «La responsabilidad de tener ojos cuando los otros los han perdido»9. Al final, ser sujeto responsable se resume en el deber de responder. Esta respuesta, preñada en el hondón más profundo de la propia moralidad, surge no tanto de consideraciones abstractas acerca de la justicia como de la indignación ante la evidencia de lo injusto y la compasión solidaria hacia quien lo padece. La cercanía con los excluidos y la inevitable complicidad que surge con su causa es el germen de esa rebelión moral. Se pare en la desnudez del propio yo, en «esa profundísima soledad interior», desde ese «enfrentamiento del yo consigo mismo en búsqueda de autenticidad»10. En efecto, de la conciencia deriva la única obligatoriedad absoluta e incondicionada, pues es la única verdad individual y personalísima.11 Cierto es que se puede disentir con otros, pero el disenso es siempre exclusiva responsabilidad de un sujeto individualmente considerado. Por más solidaria que sea su decisión, su disidencia será siempre solitaria, es decir, procedente de una decisión tomada en la soledad de la conciencia individual12. Como pone de manifiesto A. Moser13, no es una conciencia cualquiera sino una auténtica conciencia crítica la que posibilita que los seres humanos se 8 E. Levinas, Humanismo del otro hombre (México 1974) p. 62. J. Saramago, Ensayo sobre la ceguera (Madrid, Alfaguara 1998) p. 287. En el mismo memorable párrafo escribe: «Hoy es hoy, mañana será mañana, y hoy es cuando tengo la responsabilidad, no mañana [...], Responsabilidad de quién, La responsabilidad de tener ojos cuando los otros los han perdido. No puedes guiar ni dar de comer a todos los ciegos del mundo, Debería, Pero no puedes, Ayudaré en lo que esté a mi alcance». 10 F. González Vicen, La obediencia al Derecho. Estudios de Filosofía del Derecho (La LagunaTenerife, 1979) p. 388. 11 La tradición de la Iglesia siempre ha tenido muy claro que la conciencia es un auténtico «sagrario» y lo llegó a formular en un principio moral: «de internis neque Ecclesia iudicat». La Constitución Gaudium et Spes no puede ser más clara: «En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz, resuena, cuando es necesario en los oídos de su corazón [...] La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre» (GS 16). 12 Cf. J. Muguerza, «La alternativa del disenso», en J. Muguerza et al., El Fundamento de los Derechos Humanos (Madrid, Debate 1989) p. 53. El mismo autor avisa que debe distinguirse entre este «individualismo ético» y el «individualismo metodológico»; el primero se limita a reivindicar el principio de autonomía moral y no su autarquía (Ib., p. 51). Cf. también J. Muguerza, Ética, derechos humanos y disenso (Madrid, Argés 1998). 13 Cf. A. Moser, La objeción de conciencia ante la nueva situación político-militar, en L. Alvárez y M. Vidal (eds.), La Justicia social. Homenaje al profesor Julio de la Torre (Madrid, Perpetuo Socorro 1993) p. 450 y M. VIDAL, Para comprender la objeción de conciencia y la insumisión: propuestas éticas y materiales de reflexión (Estella-Navarra, Verbo Divino 1995). 9 3 cuestionen el orden establecido y disientan de él. Es ese componente crítico el que facilita a las personas asumir compromisos, reinterpretar, revisar y, a la postre, romper con los mecanismos de dominación que mantienen la injusticia incluso, en ocasiones, al precio de transgredir la ley que se considera injusta14. El punto de partida es netamente individual. El disenso es un acto personalísimo surgido de una conciencia que no quiere quebrar «la paz del individuo con las raíces de su yo»15. Es expresión primordial del principio de autonomía y consecuencia de la primacía axiológica de la persona. Sin embargo, el punto de llegada está fuera. La actitud crítica lleva al disidente a oponerse a lo injusto de ese «mundo totalmente administrado» donde incluso la «cultura es mercancía»16. Para ello, la persona debe abandonar el campo intimista de la sólita conciencia para ser concienciador, «debe salir a la vida hostil, debe actuar y debe luchar»17. Por eso, aunque la disidencia sea un fenómeno estrictamente personal –diferente del planteamiento colectivo de la desobediencia civil-, no por ello se sigue que quien la ejerce lo haga sólo en la privacidad de su conciencia: debe disentir a través de actitudes siempre externas. En suma, el disidente no sólo se opone de pensamiento, sino también de palabra, obra u omisión. Sin duda, en la aldea global, sometida a la dictadura ideológica y mediática del pensamiento único, este ejercicio de la disidencia es más necesario que nunca, sobre todo cuando los perdedores de la globalización parecen ser siempre los mismos18. Es una auténtica «voz de profeta que recuerda a los poderes públicos la postración de los que padecen la injusticia»19 En este sentido, elevar la voz desde el disentimiento, más que un derecho, se torna con frecuencia en auténtico deber ético, en la única forma de mantener la propia integridad moral y la dignidad personal. Supone, por tanto, una actitud moral cuya rectitud y valor se consuman en la mera actividad: no precisan la obtención de resultado alguno. La eficacia no constituye un elemento validador del disenso; éste es valioso por sí mismo. A pesar de esta intrínseca valía, no puede ignorarse que el disenso busca también una acomodación del ser de las cosas al deber ser. Al tiempo que rechaza lo real como injusto es capaz de intuir una alternativa justa. Además de ser una «protesta» nuestro concepto de disenso encierra una innegable dimensión de «propuesta». Sin duda muchas mejoras legales han sido posibles por previos disentimientos, e incluso transgresiones, de las norma positivas. La 14 Cf. VV.AA, Ley y conciencia. Moral legalizada y moral critica en la aplicación del Derecho (Madrid, Universidad Carlos III-BOE 1993) donde apunta la superioridad de lo personal sobre lo estatal y lo legal. 15 F. González Vicen ob. cit., p. 393. 16 M. Horkheimer y TH. Adorno, Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos (Madrid, Trotta 19984) p. 206. 219 Ib., p. 293. 18 Cf. Foro Ignacio Ellacuría, La globalización y sus excluidos (Estella-Navarra, Verbo Divino 1999); C. Frassineti, La globalización vista desde los últimos (Santander, Sal Terrae 2001). 19 J. R. Flecha Andrés, «Legalidad y ética en la sociedad actual»: Documentación Social. Revista de Estudios Sociales y Sociología Aplicada 76 (1989) p. 29. 4 historia del Derecho20, y más en concreto de los Derechos Humanos, es la historia que, en decir de Muguerza21, «debe más al disenso que al consenso». En efecto, la reivindicación de individuos y grupos de individuos frente –y contra- un consenso antecedente –de ordinario plasmado en el Derecho positivo en vigor- ha logrado dar paso a un nuevo consenso reconocedor de nuevos derechos22. Se reproduce aquí la dialéctica hegeliana (tesis-antítesissíntesis) en forma de consenso-disenso-nuevo consenso..., donde el motor transformador lo constituye la antítesis, negadora de la primera tesis, pero preludio de su superación en una nueva formulación. Supone, en definitiva, una forma de forzar cambios normativos que universalicen derechos23, incrementen deberes prestacionales hacia los excluidos y, en definitiva, contribuya a mejorar la suerte de los que están en desventaja. El paraguas jurídico-moral desde el que opera el imperativo de la disidencia no es otro que la noción de legitimidad. Si la legalidad es la conformidad con el orden jurídico establecido, con las normas positivas y la interpretación que de ellas se hace desde parámetros consensuados por las fuerzas sociales, la legitimidad, por su parte, remite al orden de los valores, a la conformidad con el valor superior de la Justicia. Aparentemente en los estados democráticos no se dan problemas de legitimidad24. La legitimidad democrática, como pátina procedimental, da una apariencia formal de concordancia del orden legal con el orden moral que sólo puede ser puesta en cuestión desde una Justicia 20 Disentir no ha sido nunca fácil. Teóricamente tampoco. Como antecedente ortodoxo mencionemos a Tomás de Aquino, quien ya señalaba: «las leyes pueden ser injustas (Santo Tomás, I-II q.96, a.4) [...] y «en la medida en que el hombre pueda oponerse a tales leyes sin causar escándalo ni desorden, no está obligado a obedecerlas» (De libero arbitrio I,5). La historia del pensamiento no ha sido muy proclive a legitimar el disenso Simplemente ad exemplum veamos algunos autores. Para Rousseau no cabe más desobediencia que la criminal. Kant, firme defensor de la teoría absoluta de la pena en su celebre alegoría de la isla, no se recata de presentar el deber de obediencia como absoluto y sin restricciones en su Metafísica de las costumbres (Madrid, 1989) p. 151: «Contra la suprema autoridad legisladora del estado no hay, por tanto, resistencia legítima del pueblo... por tanto no hay ningún derecho de sedición... En suma, la ley es santa». Hobbes, miedoso impenitente, tampoco deja mucho margen. Ya en nuestros días, Rawls no lo permite a quien niegue sus principios de justicia; para Dworkin es un derecho débil, y para Hayek, Nozick y los ultraliberales, que ignoran el dato de la original injusticia, resulta sencillamente inconcebible, fuera de ciertas desobediencias cuasi regladas. 21 J. Muguerza, «Carta a Gregorio Peces Barba», en J. Muguerza et al., El Fundamento... ob. cit., p. 17 22 En el mundo anglosajón es reveladora la distinción entre el derecho escrito y el derecho realmente vivido. Sin duda alguna, para que el sistema normativo cambie y se haga más justo es preciso que el derecho sea vivido de modo alternativo. La disidencia al Derecho escrito es, en cuanto derecho vivido, una fuente del nuevo derecho legislado. Del mismo modo que en los países continentales, influidos por el Derecho Romano, la consuetudo –el usus- es fuente del derecho, nadie negará que el «desusus», la inobservancia de una norma obsoleta mantenida en el tiempo , es fuente de fecundas transformaciones. 23 Acerca del papel de la fe en esta imprescindible tarea Cf. L. González-Carvajal Santabárbara, En defensa de los humillados y ofendidos: los derechos humanos ante la fe cristiana (Santander, Sal Terrae 2005). 24 L. Ferrajoli, Derecho y razón (Madrid, Trotta 1995) p.878, señala que no es precisamente por falta de materia. En efecto, los Estados de Derecho contemporáneos «conservan una pesada viscosidad de poder ilegítimo y de los vicios que marcan su ejercicio: antinomias, que permanecen mientras no son resueltas mediante la anulación de las normas indebidamente vigentes; y lagunas, que permanecen hasta que no son colmadas por la emisión de las normas indebidamente no vigentes» 5 Crítica25 fuertemente comprometida con la suerte de los humillados y capaz de ejercer de continuo contraste ético que invita, en su caso, a disentir. Puesto que en el nivel de la legalidad, la mayor parte de las normas injustas sólo pueden ser eliminadas o modificadas por las mismas instancias que las mantienen y aplican –órganos legislativos y judiciales-, ello exige una actitud crítica frente al Derecho por parte de todos los operadores, y una dinámica de continuo contraste con las fuentes de legitimación y deslegitimación. Con todo, puede y debe llegarse al disenso. Ahora bien, éste, para no quedar en una actitud frívola u oportunista, precisa de legitimidad para no perder racionalidad. En ese sentido, el disenso debe de ser argumentado al menos con la misma racionalidad que la alternativa obediente a la ley. Si en determinada situación mi conciencia me obliga actuar según unos principios que no se ajustan a lo convencional, estoy moralmente obligado a la trasgresión pero también a dar cuenta de las razones que me llevan a ello. Coherencia y argumentabilidad no sólo no se oponen sino que se reclaman mutuamente para no perder la necesaria racionalidad de todo discurso moral. Una vez más, la opción por los pobres no legitima per se la racionalidad de todo disenso, si bien es una fuente de primer orden para su ejercicio. Obviamente las exigencias de la Justicia necesitan de este mecanismo corrector de lo injusto. Para esa lucha de lo que Bloch26 llamara «la justicia desde abajo» es imprescindible la impedimenta de la disidencia. Nuestro imperativo prescribe, o al menos autoriza, a decir «no» en conciencia al Derecho injusto, por muy consensuada que esa injusticia pueda estar. Rebelarse, como señala Camus en El hombre rebelde, es hacer posible lo que es necesario. Si algo es necesario es precisamente la justicia en un mundo copado por la injusticia. Si algo no admite dilación es la defensa de los derechos de los empobrecidos como expresión fiel de la opción preferencial por ellos. De donde no podrá avanzarse en el camino de la justicia y en el de la complicidad con los excluidos sin ejercitarse en el imperativo de la disidencia. Una efectiva alianza con los pobres –con frecuencia al borde o fuera de la legalidad27- Caminar en pos de una Teoría Crítica de la Justicia, demanda con frecuencia avanzar en los límites de la legalidad, como forma de evitar la 25 Esta noción de «Justicia crítica» trata de avanzar sobre nociones de justicia con más reducida capacidad para el disenso como «Justicia social», término más manido y de menos fuste profético. 26 E. Bloch, Naturrech und menschliche Würde, vol. VI, (Francfort del Main, 1961) pp. 228-229 (hay traducción de F. González Vicen (Madrid, 1980). Citado por J. Muguerza et al., en ob. cit., p. 56. Dice Bloch: «La justicia, tanto retributiva como distributiva, responde a la fórmula del suum cuique, es decir presupone el padre de familia, el padre de la patria que dispensa a cada uno desde arriba su parte de pena o su participación en los bienes sociales [...] El platillo de la balanza [...], que se desplaza completamente hacia lo alto para actuar desde allí, concuerda muy bien con la alegoría de este ideal de justicia asentada en los tronos [ ...] (Por el contrario), la justicia real, en tanto que justicia desde abajo, se vuelve de ordinario contra aquella justicia, contra la injusticia esencial que se arroga la pretensión absoluta de ser la justicia». 27 El caso más claro es el de las personas extranjeras en situación administrativa irregular. Fuera de la Ley carecen de derechos básicos. Actitudes disidentes han permitido cierta ampliación de derechos. Cf. Instrucción de la Secretaria de Estado de Seguridad, de 30 de julio de 2005 sobre el tratamiento jurídico-policial a las mujeres extranjeras en situación irregular víctimas de delitos. 6 consolidación de consecuencias negativas para los más vulnerables. Suele ser una exigencia práxica de vivir en los límites de la realidad, de ponerse del lado de los que padecen la injusticia28. La extravagancia es un requerimiento no sólo social sino jurídico. Extra-vagar no es sino deambular en los extremos de la realidad, allá donde se cuece la vida, donde el dolor es menú del dia, y las urgencias de los menesterosos, con multitud de inaplazables requerimiento, determinan un estilo de vida deprisadeprisa, que reclama la exigencia de responder –de nuevo la responsabilidaddesde las necesidades reales –no las legales- de quienes padecen la mayor de las indefensiones. Desde estos espacios de exclusión social, lo legal aparece como un sistema normativo ayuno de valores morales y reglado desde intereses exteriores a sus necesidades de supervivencia más vitales. En este contexto, social y jurídicamente «desde abajo», con frecuencia no cabe otra actitud moral que la de la disidencia o la trasgresión ante los requerimientos distantes y asépticamente injustos de la norma.29 Quien se toma en serio el imperativo categórico kantiano –irreductibilidad de los seres humanos a la categoría de medios-, acaba ejercitando de modo necesario el imperativo de la disidencia que Muguerza formula así: «Obra de tal manera que tomes a la humanidad, tanto en tu persona, como en la de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como un fin y nunca sólo como un medio». A diferencia del principio de universalización, desde el que se pretendía fundamentar valores como la dignidad, la libertad o la igualdad, «lo que el imperativo de la disidencia funda es precisamente la posibilidad de decir «no» a situaciones en las que prevalece la indignidad, la falta de libertad o la desigualdad» 30. Por eso, inequívocamente está unido a la opción por los pobres. De lo expuesto hasta ahora podemos concluir que no es contradictorio afirmar que exista un deber jurídico de obedecer al Derecho, en la medida que sea un Derecho válido y que, al mismo tiempo, se dé la obligación ética de desobedecerlo cuando la conciencia nos dicta un comportamiento incompatible con el mandato jurídico. En una situación así sería absurdo un deber moral de obediencia. Por tanto, defendemos no sólo un auténtico derecho moral 31 a la 28 Cf. J. L. Segovia, «Caminar en los límites de la justicia»: Éxodo 24(1994) 32-35. Después de haber convivido con un joven victorioso sobre la marginalidad y las drogas, ¿qué decirle cuando llega una sentencia comunicándole que debe entrar en una destructiva macrocárcel? ¿Con qué legitimidad -y aún legalidad- se ejecuta esa pena por hechos cometidos hace 8 años en una situación social y con una personalidad bien distintas? ¿No se da un auténtico «error in persona»? ¿Damos por inevitable lo injusto de la sentencia? Tras unos días de ayuno público, movilizaciones y el anuncio explícito de que se le encubría, el Ministro de Justicia se comprometió a tramitar con carácter preferente un indulto. Por su parte, la Audiencia Provincial de Madrid suspendía -¡en ausencia de normas explícitas que lo permitiesen!-, por tercera vez, la ejecución de la sentencia para evitar la prisionización del joven R. A. B. El indulto fue concedido y, gracias a actitudes disidentes en casos similares, se logró que el nuevo Código Penal contemple la suspensión de la ejecución de la pena en casos de indulto por rehabilitación social del reo. La opción por el pobre y el principio de disidencia unidos ejercieron, una vez más, una feliz e imparable fuerza transformadora de lo injusto. 30 J. Muguerza, «Carta a Peces Barba» en J. Muguerza et al., ob. cit., p. 43. 31 Como comenta J. A. Marina en J. A. Marina y María de la Válgoma, La lucha por la Dignidad: teoría de la felicidad política (Barcelona, Anagrama 2000) p. 64, nota pie de pág., para algunos autores es un derecho moral débil. P.e. Dworkin, en A Matter of Principle, cap IV, distingue tres formas de desobediencia al Derecho: la Integrity based, equivalente a la objeción de la conciencia; la justice-based, disenso por motivos morales, y la policy-based, desobediencia por 29 7 disidencia –nunca podrá ser un derecho jurídico-32 sino incluso el deber de disentir ante la inhumanidad del Derecho. Refuerza esta tesis el horizonte de la mentada Justicia Crítica entendida no como un factum esse sino como una realidad tensional in fieri, siempre inacabada y necesitada de los empujones del disenso para avanzar. En esta línea, González Vicen33, aunando una visión casi marxista del Derecho con el individualismo ético, señala que para fundamentar el deber de disentir «la seguridad jurídica no podría darnos razón alguna de la obediencia jurídica, si no asentimos de antemano a los valores a que está referida. La norma es un mero valor instrumental al servicio de la conservación de la vida, de la fluidez del tráfico comercial, de la explotación ilimitada de los recursos... De ahí que discutir acerca de cuáles puedan ser los fundamentos de la obligación ética de obediencia al Derecho equivale a dar por supuesto lo que en modo alguno puede presumirse, esto es, que exista tal obligación [...]. Por el contrario34, mientras no hay ningún fundamento ético para la obediencia al Derecho, sí hay un fundamento ético para su desobediencia. El Derecho se configura como producto de la dinámica de los grupos y clases sociales e instrumento técnico de dominación de clases. Ahí radica el engaño de la obligatoriedad ética del Derecho, en hacer suponer que el orden jurídico depende de intereses generales, en crear en los destinatarios la conciencia de que obedeciendo leyes heterónomas se están cumpliendo imperativos autónomos, es decir, morales».35 Aun no compartiendo todas sus afirmaciones no se puede negar que es preciso superar la visión ingenua de lo normativo y una perspectiva entre angelical y funcionalista de la sociedad que invitarían a la obediencia y a no cultivar el sentido crítico. motivos políticos o de oportunidad. En ningún caso el derecho al disenso pasa de ser un derecho débil, esto es, algo que no está mal hacer aun cuando tampoco está mal que los demás traten de impedirlo o de sancionarlo. Es el caso del prisionero -comenta irónicamente el autor- tiene derecho a evadirse, pero es un derecho tan débil, que obviamente no vincula a sus guardianes. 32 Nótese que estamos hablando de la disidencia, no del derecho a la objeción de conciencia reconocido bajo ciertos requisitos en las legislaciones democráticas. Por otra parte, paradójicamente la disidencia puede llegar a ser una obligación jurídica desde parámetros de legitimidad de normas superiores. P.e. la supresión de la obediencia debida como causa de justificación, cuando éstos se realizan cumpliendo órdenes contrarias al ordenamiento constitucional o violando los derechos humanos. 33 F. González Vicen, «Obediencia y desobediencia al Derecho. Unas últimas reflexiones»: Sistema 88 (1989) p. 101; Anteriormente, Id. en «Obediencia y desobediencia al Derecho; una anticrítica»: Sistema 65 (1985) p.104. 34 La cursiva es nuestra. 35 Algunas críticas a este sugerente planteamiento han venido de A. Cortina en «La justificación ética del Derecho como tarea prioritaria de la Filosofía Política»: Doxa 2 (1985) p.136. Esta critica la benignidad de González Vicen para con la conciencia, ya que, ¿qué garantiza que la conciencia individual no esté ideologizada o dirigida por intereses egoístas o ambicioso? Una conciencia así, se muestra más existencialista que kantiana. Por su parte, E. Díaz, en De la maldad estatal y la soberanía popular (Madrid, Debate 1984) p. 80, señala que, aún aceptando las premisas suyas, puede haber fundamento análogo para la obediencia como para la desobediencia. M. Gascón indica que quienes defienden la simetría entre el fundamento ético de la obediencia y de la desobediencia han de aportar algún motivo suplementario que no sea la mera coincidencia entre el mandato de la norma y el mandato de la conciencia (M. Gascón, ob. cit., p. 120). Prefiere fundarlo en que no existe contradicción entre el deber moral de obedecer a la conciencia y el deber moral de obedecer al Derecho, precisamente porque este último no comprende los supuestos de objeción de conciencia (ib., p. 202). 8 En todo caso, es innegable que la disidencia cumple una función fundamental en la «justicia desde abajo», desmitificando los ribetes de divinidad con que se sigue adornando una legalidad que pide ciega sumisión o una realidad presentada como la única posible, incluso identificándola con los «Novissimi» 36. Urge, por tanto, desde la perspectiva de la complicidad con los excluidos cultivar más que el respeto a la ley, la pasión por la justicia y la universalización sin rebajas de todos los derechos humanos. Sin duda, el imperativo de la disidencia, además de salvaguardar la conciencia moral, tiene vocación anticipatoria intrahistórica. Supone el intento por conseguir que se positiven aquellas exigencias de dignidad, libertad e igualdad que constituyen el suum de cada ser humano y de manera especial de los excluidos. Es, pues, consecuencia inevitable de la opción por los pobres y, al tiempo, presupuesto autentificador de ésta. III.- JESUS, JUDÍO DISIDENTE. «Hijo, ¿por qué te has portado así con nosotros?» (Lc.2,48) La existencia del principio de disidencia es bastante evidente en los evangelios. Jesús en muchos aspectos es un desobediente. Auténticamente fue un «hombre en conflicto»37. Su disidencia amorosa le condujo a la muerte. Se puede llamar amorosa a su disidencia porque es el resultado de bastante más que un simple imperativo de conciencia. Jesús no sólo disiente por coherencia personal. Su disenso está basado en el amor radical y universal al otro. Su muerte es consecuencia de una vida empeñada en adecuarse a la voluntad de Dios: «que todos tengan vida». El fundamento último de su disidencia es poder decir quién es de verdad Dios y cuál es proyecto para los seres humanos. Jesús disiente para poder mostrar el rostro auténtico y genuino de Dios. Éste aparecía deformado por un culto vacío y un legalismo inmisericorde. Si la precipitación de su muerte es consecuencia de una vida amorosamente disidente, la resurrección por Dios eleva este principio de disidencia a categoría teológico-salvífica. Ambas, muerte y resurrección, no son desconectables de la su apuesta por el Reino y de su apasionado des-vivirse por los últimos. Jesús de Nazaret tuvo continuos conflictos con la ley, el templo o las normas cultuales. No se trataba de una actitud esnobista o un postulado ideológico antisistema. Más bien es, como se ha apuntado, una respuesta amorosa y coherente desde la inquebrantable voluntad de mantener la fidelidad al Dios Todocariñosa. Esa es la esencia del imperativo de la disidencia: salvaguardar la propia coherencia no pactando jamás, a ningún precio, con nada injusto, innoble o inhumano en cuanto que inevitablemente supone la separación del plan de Dios. Era y es la única forma de no hipotecar la propia dignidad con la cómoda obediencia a la ley o la sumisión acrítica a lo establecido. 36 Quizá el más llamativo es el intento de F. Fukuyama, El fin de la historia y el último hombre (Barcelona, Planeta 1992). 37 Esta idea es el eje central de C. Bravo Gallardo, Jesús, hombre en conflicto. El relato de Marcos en América Latina (Santander, Sal Terrae 1986). 9 Como señala Pagola38, la vida de Jesús es un «continuo varapalo». Estuvo marcado por el conflicto incluso desde antes de su nacimiento. Así, su madre en una sociedad patriarcal es presentada prematuramente embarazada ante la perplejidad de su novio y el consiguiente escándalo social. Con estos comienzos no es de extrañar que la conflictividad sea normativa en la vida de Jesús39. No sólo se multiplican los conflictos con los fariseos, con los saduceos o con los doctores de la ley y los romanos; también se producen desde muy pronto con su propia familia (cf. Lc 2,41ss.) Los evangelios refieren que esta conducta resulto desconcertante: tanto que incluso, en algún momento, María y sus parientes pensaron que se estaba volviendo loco (cf. Mc 3,21). Jesús fue laico y manifestó de manera especial su disidencia en el ámbito religioso. Le escandalizaba el «secuestro de Dios» que lo alejaba precisamente de los más pequeños, predilectos de Dios. Su opción por los pobres fue expresión de revelar inequívocamente la mejor fotografía de Dios. Por eso fue condenado por blasfemia y herejía, porque quiso consumar la ley que Yahvé reveló a Moisés en un nuevo paradigma caracterizado por la causa del humillado. Así, el NT interpreta las transgresiones de la ley por parte de Jesús como uno de los elementos que explican que Jesús terminara inevitablemente en la cruz.40 Su postura respecto al divorcio, a la prohibición de juramente, el rechazo a las represalias, su mandato de amor al enemigo y la crítica respecto al culto y sus sacerdotes van en dirección contraria a la ley mosaica.41 Jesús se sumerge en la conflictividad hasta el punto de que tuvo un gesto que continúa causando desazón a los exégetas: ¿por qué tuvo que subir a Jerusalén, ciudad que pisó rarísimas veces, justo cuando era más buscado por la represión? Sea como fuere, Jesús no fue un legislador ni pretendió serlo; su norma suprema es tan sólo la voluntad de Dios. El núcleo de su disidencia era paradójicamente su afección a Dios, a quien trataba con mucho cariño. En él Dios era una experiencia afectiva y afectuosa42. El amor de Jesús a los excluidos tiene su razón última de ser en que los pobres son víctimas de la injusticia que altera el proyecto de Dios. Dios nos quiso para el paraíso (Gn 2,8) y si no lo estamos es porque la injusticia invade el planeta 43. La disidencia ante lo real injusto es la única forma de obediencia a la justicia de Dios y de respuesta coherente a la llamada de la realidad. Por eso, el reino se realiza combatiendo el anti-reino; el precio suele ser el martirio. La vida debe consumirse en el rechazo a la sociedad tal cual es y en el esfuerzo por transformarla y configurarla según el plan de Dios.44 La disidencia de Jesús nos muestra un hombre libre incluso ante la ley sagrada de Moisés. Podemos decir que para Jesús la Ley ya «no es algo central» (Dodd). Por eso, se atreve a modificarla desde la praxis cuando entiende que 38 J. A. Pagola, Jesús de Nazaret. El hombre y su mensaje. (San Sebastián, Idatz 19948) p. 49. C. Bravo Gallardo, ob. cit., p. 18, lo llama la «normatividad del conflicto»: la conflictividad es normativa porque la cruz es normativa. 40 E. Schillebeeckx, Jesús: la historia de un viviente (Madrid, Cristiandad 1981) pp.209-232. 41 H. Küng, Ser Cristiano (Madrid, Cristiandad 1977) p. 303. 42 L. Boff y F. Betto Mística y espiritualidad (Madrid, Trotta 1996) ob. cit., pp. 99-100. 43 Ib., p.101. 44 Ib., p. 141. 39 10 no coincide con la voluntad de Dios: el bien de la persona, de todo ser humano. De ese modo, suprime el repudio judío (Mc 10,1-12) y adopta ante las leyes rituales una actitud hostil, que llega incluso a anularlas (Lv 11; Dt 14,3-21): «Nada hay fuera del hombre que pueda hacerlo impío» (Mc 7,15). De este modo pone patas arriba los presupuestos de toda la concepción clásica del culto con su sistema sacrificial y expiatorio (Kasemann). Por tener vocación universalizadora y desde abajo, no obedece al Dios de la ley, sino al Dios del amor que se preocupa de todos los humanos. Se sitúa en continuidad no con las tradiciones de pureza del AT sino con las del don, la Alianza y la misericordia divina45. No quiere un Dios que pueda ser encerrado en unas leyes, en unos ritos, en una ideología incluso en una religión. Es un Dios que necesita tanto espacio, tanto horizonte, tanta apertura y amplitud desbordante como la infinita que exige el amor46. Como indica R. Aguirre47, la mesa compartida de Jesús con los excluidos es un radical cuestionamiento disidente del concepto de honor, el sistema de pureza y las relaciones de patronazgo de su época. En ellos se significaban los valores claves que configuraban las relaciones sociales de su tiempo. Pero no se limita a denunciarlos: propugna unos valores alternativos animados por la acogida, la reciprocidad, el servicio, el compartir la vida, la fraternidad. Todas las barreras que se oponen a una comensalidad igualitaria y abierta, real y fraterna, quedan definitivamente abolidas por Jesús. «En el fondo hay una lucha de dioses: el Dios de la santidad, al que se accede separándose de lo profano y de lo impuro, y el Dios de la misericordia, al que se accede en la medida en que se busca la incorporación de los excluidos, lo cual hace saltar los límites del sistema» A los que se escandalizan con su comportamiento, muestra con sus parábolas que se limita a hacer la voluntad del Padre que es integradora, que repudia toda forma de exclusión y decididamente busca y acoge a todos los que se consideraban perdidos y excluidos (Cf., p.e., Lc 14, 7-24 y 15, 1-32). Si la cruz es la máxima expresión de conocimiento, reconocimiento y solidaridad con las víctimas injustamente tratadas, la resurrección es el acto de protesta de Dios contra la injusticia del asesinato de su Hijo y, al mismo tiempo, la reivindicación de la otra cara de la historia, su reverso, «la cruz de la historia»: la historia de los vencidos, de los perdedores de los fracasados, de los sin nombre... Creer en la cruz y en la resurrección de Jesús y de los justos no se limita a creer que Dios «en la otra vida» hará las oportunas compensaciones de las deficiencias propias de ésta. No es una espera resignada a la justicia de Dios ultraterrena. Creer en la resurrección es para el creyente, además de aliento vital y principio esperanza, invitación apremiante a asociarnos a esa protesta contra la historia de las injusticias, y a optar por las víctimas de quienes excluyen, atormentan, explotan y matan. Porque Dios se ha hecho solidario de los injustamente tratados y por eso se empeña en que todos vivamos una vida digna de seres humanos, hijos de Dios, en el aquí y ahora. Como señala Sobrino, «la correlación entre resurrección y crucificados, 45 Cf. F. Martínez Díaz, Caminos de liberación y de vida: la moral cristiana entre la pureza y el don (Bilbao, Desclée de Brouwer 1989). 46 Cf. J. A. Pagola, ob. cit., p.49. 47 Cf. R. Aguirre, La mesa compartida. Estudios del NT desde las ciencias sociales (Santander, Sal Terrae 1994) pp. 59, 64, 65, 123, 125, 127 et passim. 11 análoga a la correlación entre reino de Dios y pobres, que predicó Jesús, no significa “desuniversalizar” la esperanza de todos los hombres, sino encontrar el lugar correcto de su universalización»48. La resurrección es así una interpelación constante a la injusticia intramundana, un potente motor del imperativo de la disidencia. Desde la rebeldía contra lo imposible y el repudio de la aceptación fatalista de que lo que hay es lo único que puede haber se convierte en fuente inagotable de utopía. Como certeza de que los verdugos no vencerán definitivamente sobre las víctimas la resurrección responde así a la pregunta última por la justicia49. Constituye, en suma, el más sublime y auténtico acto disidente del mismísimo Dios para con el mal, el pecado y la muerte y el marchamo de su empeño de que los últimos sean siempre los primeros. IV.- UNA IGLESIA DISIDENTE. La rabiosa solidaridad de Jesús hacia los excluidos y el ejercicio coherente del imperativo la disidencia acabó por situar a Jesús en la posición propia de un excluido. Sin duda se trata de una exclusión no buscada intencionadamente, ni querida por Jesús. Es, como su propia muerte, el resultado de una profunda coherencia vital derivada de su libre opción solidaria y de su identificación con los últimos como causa de Dios. No es de extrañar que una Iglesia congruente con los principios de su Señor pueda acabar en parecida situación de exclusión50. Sin duda, un indicador objetivo de buenas prácticas en la aplicación de la opción preferencial51 por los pobres es la medida en que la Iglesia aplica el imperativo de disidencia con coherencia en el orden de la justicia-injusticia. Históricamente, el Magisterio ha sido más proclive condenar la disidencia que a incentivarla y a practicarla. Esto vale tanto ad intra como ad extra. En el primer caso resulta perfectamente comprensible. En efecto, aunque suponga el riesgo de que una mala entendida comunión se pueda confundir con la uniformidad doctrinal y de que el territorio de las verdades que constituyen el depósito 48 J. Sobrino, Jesús en América Latina. Su significado para la fe y la Cristología (San Salvador, UCA 1982) p.177. 49 Certeramente, escribía J. Moltmann, El Dios crucificado (Salamanca, Sígueme 1975) p. 243: «Toda interpelación y exposición de la historia del mundo se halla en el horizonte de la pregunta por la justicia: ¿o es que van a acabar los verdugos triunfando sobre sus víctimas inocentes?». 50 Habrá que insistir que esa situación de exclusión no se puede identificar sin más con la falta de atendimiento a su doctrina o a la menor significancia social de su presencia institucional. N.B. las diferencias que señalan J. Lois y F.J. Vitoria. Cf. nota pie de p. 3. 51 No es este el lugar de andarse con estériles disputas semánticas, pero debemos señalar que el que «la opción por los pobres» se haya oficializado como «opción preferencial» no nos parece neutral, por más que pretenda acentuar algo que nadie ha cuestionado como es la universalidad de la salvación cristiana. El añadido de «preferencial» no deja de ser una redundancia de sospechosa matriz precautoria. En contextos de Cuarto Mundo, nos parece más auténtico hablar de «complicidad», o de la generación de alianzas con los excluidos, sobre todo estando a años luz de una Iglesia auténticamente pobre y de los pobres. Quizá tengan estos términos una menor carga voluntarista y moralizante. Las más de las veces más que optar o no, se trata de tener la audacia de dejarse encontrar y hacer nuestra (no pobres) su causa tornándonos en cómplices de su lucha por los derechos sociales. 12 innegociable de la fe se incremente sin medida con otras “verdades” más coyunturales y febles, no parece prudente que una organización humana se dedique a cultivar la disidencia interna sin correr serios riesgos de pervivencia e identidad52. Con todo, ciertos niveles de disenso interno revelan la sanidad de los miembros de cualquier tipo de organización y la flexibilidad de la misma. Igualmente, conjuran el riesgo de sectarización y posibilitan un sano ejercicio de la autocrítica. En la medida en que mantengan la lealtad del «sentire cum Ecclesia» no sólo no son incompatibles con la comunión, sino que devienen urgidos por la lealtad hacia la misma. El conflicto no es una patología de las organizaciones sino condición de posibilidad de su pervivencia y expresión de su vitalidad y crecimiento. Desde el punto de vista eclesiológico, tan peligroso resulta el reduccionismo marxista (en sistemático disenso) como uno funcionalista (descalificador de toda forma de conflicto). Más difícil resulta asumir la insuficiencia de disenso ad extra. Incluso autores tan prestigiosos en Doctrina Social de la Iglesia como J.-Y. Calvez se han ocupado del tema. El título original de su obra es suficientemente expresivo: Les silences de la Doctrine Sociale Catholique53. Nadie puede discutir el enorme esfuerzo realizado por la Doctrina Social de la Iglesia para ponerse al día y atreverse con nuevos y poco reflexionados retos54. Más modestos son los logros en la Práctica Social de la Iglesia, dicho sea sin merma de la significatividad de su presencia en ámbitos de marginación, Tercer y Cuarto Mundo. Con todo, no deja de sorprender la cantidad de hombres y mujeres que se dejan la piel por la causa del Evangelio en multitud de no-lugares, la ingente calidad humana y cristiana que destilan y la muy escasa ejercitación del imperativo de la disidencia que realizan. Evitaré teorizar. En encuentros frecuentes con religiosos y religiosas que trabajan entre personas excluidas (menores en desventaja, drogodependientes, mujeres prostituidas, inmigrantes sin papeles, ex reclusos/as, etc.) suelo escuchar numerosas quejas tanto relativas a la precarización de los derechos de las personas con las que comparten su vida, como referentes a las condiciones a que se las somete a ellos mismos forzándoles a convenios, conciertos y, en ocasiones, condiciones abusivas. No deja de sorprender que personas con un nivel de abnegación muchas veces heroico, capaces de practicar sublimemente el imperativo de la compasión, se vean prácticamente incapacitadas para ejercer el de la disidencia elevando la voz para defender derechos ajenos y propios. «Hemos sido educados/as para obedecer», suelen argüir los más lúcidos. No es ese, Sagrada Escritura. Mucho menos cuando los silencios devienen en 52 Sin que pueda confundirse con la incentivación del pluralismo que, por el contrario, asegura la pervivencia, vitalidad, frescor y capacidad de adaptación a tiempos y modos diferentes de inculturar la fe. Sobre las prevenciones que la disidencia genera en el ámbito teológico, Cf. Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo. Magisterio y Teología, Congregación para la Doctrina de la fe, 24 de marzo de 1990, sobre todo el Cap. IV. En otras ocasiones se ha llamado la atención sobre lo inconveniente de una actitud de oposición sistemática: Pablo VI, Paterna cum benevolentia, 8 de diciembre de 1974: AAS 67 (1975) pp. 5-23: L´Osservatore Romano, lengua española, 22 de diciembre de 1974, pp. 1-4. Véase también Congregación para la Doctrina de la fe, declaración Mysterium Ecclesiae: AAS 65 (1973) pp. 396-408: L´Osservatore Romano, lengua española, 15 de julio de 1973, pp. 9-11. Obviamente no nos estamos refiriendo a esta actitud tan poco constructiva y eclesial. 53 J.-Y., Calvez, Les silences de la Doctrine Sociale Catholique (Paris, Les Editions Ouvrières 1999). 54 P.e., la causa ecologista, el desafío de la globalización, los derechos de las minorías, etc.… 13 complicidades de hecho con mecanismos socio-políticos de injusticia o cuando acaban por comprometer la autenticidad del carisma surgido de la fe audaz de su fundador o fundadora55. En el ámbito del voluntariado se detecta la misma falta de disenso. Sin pretender generalizar, la extensión de un voluntariado incentivado desde el poder ha supuesto la difusión de una solidaridad light, a la carta o indolora que suple la falta de previsión estatal y que olvida aquello de que «ser solidario es jugar contra los propios intereses». Tiene que ver con lo que T. Catalá llama la «invasión carismática y acrítica» de los contextos de exclusión social. Por tal entiende «la pretensión, más o menos consciente, de que, por el hecho de sentirnos empujados por el Espíritu hacia la periferia, tenemos las claves para entender la realidad desquiciada, compleja y rota de los contextos de marginación. No podemos acceder a los contextos de marginación sin mediaciones. La precipitación crea frustración y rompimientos si no tenemos instrumentos para orientarnos con lucidez en dichos contextos»56. Por el contrario, la ejercitación en el imperativo de la disidencia suele traducirse en una forma de ver y analizar la realidad desde una perspectiva crítica que prioriza las necesidades efectivas de los excluidos y no las que se fantasean desde el poder o la subjetividad motivacional de quien interviene socialmente. Sin duda supone cultivar la capacidad crítica, aprender a trabajar en red con los que «no son de los nuestros» y procurar la independencia ideológica, política y económica. Todo ello, desde un posicionamiento vital del lado de los excluidos, lleva a la superación, o mejor al correcto enfoque del consabido «ver, juzgar y actuar». En otro caso, se corre el riesgo de “ver” lo que ya estaba en las propias preconcepciones y contaminar el resto del proceso con ese sesgo. Con ello invariablemente tan interesante metodología de aproximación creyente a la realidad quedaría comprometida. La lectura crítica de la realidad –y autocrítica, en cuanto cuestiona también al observador- supone a lo que apunta el conocido dicho de Benedetti: «Todos es según el dolor con que se mira». Quizá la ausencia de «con-dolencia» y, consiguientemente, de fibra profética se explique por la inexistencia de una buena educación crítica y cívica, por la desconfianza y consiguiente repliegue hacia la participación en las mediaciones socio-políticas, o por la trivialización de la importancia de las relaciones fepolítica. A ello pueden sumarse las prevenciones institucionales que el ejercicio de la disidencia inevitablemente produce, la banalización del valor de lo justo (confundido muchas veces con lo legal), el predominio de una visión asistencial y paternalista y una lectura ambigua del magisterio que afirma con intensidad al mismo tiempo que la lucha en favor de la justicia es una dimensión constitutiva de la predicación del Evangelio (Sínodo de los Obispos de 1971 y Evangelii Nuntiandi) y que el anuncio es siempre más importante que la denuncia (SRS 41). 55 En otro lugar me he referido a «secuestro de los carismas» como el proceso de absorción y neutralización de la capacidad profética de los mismos por parte de la burocracia fagocitadora pseudos-social del Estado. 56 T. Catalá, Salgamos a buscarlo: notas para una teología y una espiritualidad desde el Cuarto Mundo (Santander, Sal Terrae 1992). 14 Sea como fuere, no conviene desconocer que el imaginario colectivo percibe a la Iglesia como poco disidente con la injusticia. Para ser más precisos, desde la sociedad civil y sus injustos estereotipos mediáticos pareciera que la disidencia se reduce exclusivamente a ciertas limitadas cuestiones, frecuentemente atinentes a «sus» derechos (los de la Iglesia) o a determinadas concepciones de la moral sexual. Lamentablemente, en materia social se tiende a identificar a la Iglesia más con el origen y el mantenimiento de la desigualdad que en el combate contra ella. Sin duda se trata de un juicio injusto pero no evita que la Iglesia sea percibida como puntillosa institutriz cuando expone su doctrina sobre la sexualidad humana, y sea en nada atendida mediaticamente en la formulación de su DSI. Esta contradicción la expresaba un chaval con la grosera expresión de quien malvive en la calle: «La Iglesia haría bien en salirse un poco de la cama del prójimo y meterse más en su bolsillo, sobre todo en el de los ricos». Sin duda riesgos no pequeños para la significatividad de la fe son no superar la concepción individualista de la moral centrada sólo en determinados preceptos (Cf. GS ), no ejercitar convenientemente el imperativo de la disidencia, funcionar más en clave reformista que utópico-profética57, o utilizar unos códigos, lenguajes o universos simbólicos con escasa capacidad para llegar a una sociedad plural bien distinta de la medieval. Súmese el empeño en realizar precisiones tan escrupulosas y técnicas que acaban por formular un mensaje ahistórico, frío, poco inteligible, ambiguo, doctrinal, descomprometido y equidistante que nada dice –o desdice- de la posición efectiva de la Iglesia. Por otra parte, es verdad que la opción por los pobres la tenemos plenamente incorporada a la doctrina mas ortodoxa –explícitamente como opción «preferencial»- que hemos asumido la existencia de «estructuras de pecado» –aunque no del pecado estructural-, que los hemos incorporado, siquiera simbólicamente, a nuestras celebraciones –«compartiendo con ellos techo y pan» cantamos en nuestras liturgias- pero quedan muchos pasos para que realmente constituyan una auténtica prioridad en la vida de la Iglesia y de sus comunidades cristianas, al menos en el Primer Mundo. Más todavía para que como señalaba Juan Pablo II los pobres puedan sentirse «como en su propia casa». Convendrá no abdicar de los importantes pasos dados y continuar por un sendero siempre seguro. Bueno es recordar que el principio de disidencia, eclesialmente vivido, no es tanto un principio «contra» nada ni nadie, sino fundamentalmente «propter homines» y, más precisamente, «propter pauperes». .En todo caso, una Iglesia disidente no es una Iglesia cerrada sobre sí misma, replegada como si tuviese que preservar una identidad que se realiza precisamente en su misión a la intemperie en el mundo. Es una Iglesia, abierta dialogante, flexible pero que no pacta con la injusticia, ni vende a la baja una verdad que sigue buscando. Ello no la convierte en una Iglesia ácida, amargada o refractaria a toda forma de cooperación institucional. Mucho menos, que anatematice sistemáticamente el ejercicio del poder. Sin aspirar a 57 Esa identificación con el paradigma «reformista» es una de las notas que limitan la eficacia de la DSI y de la Teología Moral Social. Compartimos el juicio de J.I. Calleja, en su Moral Social Samaritana, o.c., en el sentido de que un mayor componente utópico-critico le daría mayor significatividad. Para ello resulta inexcusable, como venimos defendiendo, una mayor ejercitación del imperativo de la disidencia. 15 conquistarlo para sí, desde el papel de «permanente partido en la oposición», libérrima, sin hipotecas con nadie, aliada con los más pobres, sólo sirve gozosa y apasionadamente a la causa del Evangelio de su Señor e insta para que toda forma de poder se ponga al servicio de los últimos y les haga justicia. Todo ello sin los miedos que suelen acompañar a la falta de fe. Como escribió K. Rahner: «el único tuciorismo permitido hoy en la vida práctica de la Iglesia es el tuciorismo de la audacia»58 En coherencia con todo lo anterior, la defensa de los derechos de los pobres tiene que ser el cantus firmus que comunique sentido y coherencia al quehacer teológico y pastoral. Como señala M. Fraijó, parafraseando a N. Bobbio: «todos hablamos de los derechos de los pobres, ahora sólo falta que luchemos por ellos».59 Sólo así la Iglesia será una Iglesia con capacidad conativa para ofertar una propuesta moral capaz de seducir a todos los que de buena voluntad aspiran a que esos «cielos nuevos y tierra nueva» empiecen a ser realidad ya en esta tierra. Se tratará de ir creando pequeños oasis de solidaridad con los que padecen la justicia, de fomentar zonas verdes de disidencia ante lo injusto60 donde prevalezca inhiesta la dignidad. Nuestra tradición cuenta con el soporte del iusnaturalismo que siempre supuso una distancia crítica y disidente con respeto al poder constituido, cualquiera que fuese su forma.61 Mediado por la racionalidad crítica, alejado de un chato positivismo jurídico, podrá hacer creíble a un Dios que no compadrea con la injusticia y que ha hecho de la justicia «desde abajo», desde la opción por los pobres, no un mero atributo, sino la señal primordial de su identidad. Sólo con esta praxis brotada del hondón disidente más profundo de la conciencia individual, el nivel ético de la colectividad irá elevando sus listones de exigencia y caminará inexorable hacia la justicia que Dios quiere. En el sano ejercicio eclesial del disenso –disenso siempre amable y amoroso-, en la capacidad de decir no al mal, al pecado y a la injusticia nos jugamos la relevancia de la fe cristiana. Es más, en un mundo globalmente injusto, arriesgamos la credibilidad del buen Dios. Si es verdad que un exceso de contestación pone en peligro la unidad de la Iglesia y la necesidad de un testimonio unitario «para que el mundo crea», hoy posiblemente el riesgo sea el contrario. La ausencia de pensamiento crítico al interior y, sobre todo, al 58 K. Rahner, Escritos de Teología, VII, p. 93. El tuciorismo supone la opción por la mayor seguridad. 59 M. Fraijo, Jesús y los marginados (Madrid, 1985) p. 51. 60 J. L. Segovia, «Mi sueño de la Iglesia», en AA.VV., Utopías y esperanza cristiana (Estella – Navarra, 1997) pp.199-220. 61 Lo resume de forma magnifica León XIII en Diuturnum Illud (29-VI-1881):«Una sola causa tienen los hombres para no obedecer, y es, cuando se les pide algo que repugne abiertamente al derecho natural o divino; pues en todas aquellas cosas en que se infringe la ley natural o la voluntad de Dios, es tan ilícito el mandarlas, como el hacerlas. Si, pues, aconteciere que alguien fuere obligado a elegir una de dos cosas, a saber: o despreciar los mandatos de Dios o los de los príncipes, se debe obedecer a Jesucristo que manda “dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”, y a ejemplo de los Apóstoles responder animosamente: "conviene obedecer a Dios antes que a los hombres”. Sin embargo, no hay por qué acusar a los que se portan de este modo de que quebrantan la obediencia; pues si la voluntad de los príncipes pugna con la voluntad y las leyes de Dios, ellos sobrepasan los límites de su poder y trastornan la justicia: ni entonces puede valer su autoridad, la cual es nula, donde no hay justicia» 16 exterior de la Iglesia en materia social, podría tristemente acercarnos a la profecía de E. Fromm cuando sentenció: «Si la capacidad de desobediencia constituyó el comienzo de la historia humana, la obediencia podría muy bien provocar su fin». 17