LA OPCIÓN POR LOS POBRES Y EL IMPERATIVO

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LA OPCIÓN POR LOS POBRES Y EL IMPERATIVO DE LA DISIDENCIA.
José Luis Segovia Bernabé
Profesor del ISP
"El hombre es el único animal
animal capaz de decir no"
MAX SHELLER
I.- INTRODUCCIÓN.
Hace ya bastantes años, el entrañable profesor y buen amigo Julio Lois, al
inicio de lo que fue su tesis doctoral, formulaba de este modo su particular
credo del que nunca ha abdicado: «Es una de mis convicciones más antiguas,
profundas y queridas que no hablar del pobre en un mundo como el nuestro...
vicia todo el discurso sobre Dios y le despoja de auténtica credibilidad… He
llegado a la conclusión de que la opción por los pobres, la solidaridad con su
causa y destino, es cuestión crucial para la vida cristiana y, el mismo tiempo,
condición importante de posibilidad para conocer el perfil y la voluntad del Dios
de Jesús y también el alcance y significación de su mensaje de salvación para
los hombres»1. Esta convicción teórica y práctica no le hizo desdeñar el otro
gran reto que, sobre todo en el Primer Mundo secularizado, acontece para la
plausibilidad de la fe: «Lo que a mí me importa es potenciar la significación
positiva del cristianismo. La fe cristiana es un don formidable que nos fecunda,
nos humaniza, nos libera, nos responsabiliza con las mejores causas y nos
identifica con lo mejor de nosotros mismos»2.
Lejos de ser dos preocupaciones inconexas, presentan un fino hilo conductor.
No se puede obviar que uno de los grandes escándalos que ha alejado a
muchos de la fe ha sido precisamente la cuestión de la injusticia y el
sufrimiento de las víctimas y de los humillados. Por eso, Lois señalará con
acierto que la teología debe plantearse la pregunta por el sentido de la historia
y el significado salvador de Jesucristo más en el contexto “oprimido” de la
realidad que en el de “rechazado” de la fe que ha preocupado, legítima pero
parcialmente, a la teología centroeuropea3.
Si algo abre a la trascendencia y alienta el anhelo de justicia para los
empobrecidos es precisamente un íntimo e intenso sentimiento de profunda
disconformidad: «al preguntarnos por la posibilidad de otorgar sentido a la
propia existencia personal experimentamos, en primer término, esa radical
desproporción entre lo que somos y lo que aspiramos irremediablemente a
1
J. Lois Fernández, Teología de la Liberación. Opción por los pobres (Madrid, IEPALA1986)
p.5.
2 J. Lois Fernández, «Entrevista» en el Boletín Amigos del Instituto de Pastoral, 6 (2005) p.8.
3 Cf. J. Lois Fernández, «Jesús y la salvación» en VV.AA., Jesús de Nazaret. Perspectivas
(Madrid, SM-PPC 2003) 262. Cf. F. J. Vitoria Cormenzana, ¿Todavía la salvación cristiana?, II,
(Vitoria, Eset 1986) p.17.
ser… Experimentamos, igualmente, una radical disconformidad con el mal que
en forma de injusticia y opresión se encarna en nuestros contexto sociohistóricos y nos sentimos radicalmente disconformes con el sufrimiento de
tantas víctimas y con la consiguiente imposibilidad de aceptar que los verdugos
puedan tener la última palabra en esta historia»4.
Centraremos nuestras reflexiones en la última de las «disconformidades» a que
apunta el veterano profesor: la que literalmente subleva lo mejor de los mejores
de nuestra especie colmándolo de santa indignación. Trataremos de mostrar la
relación de necesidad y circularidad que vincula el denominado imperativo de la
disidencia5 con la opción por los pobres.
Esta opción por los humillados constituye, como es bien sabido, lugar teológico,
requisito epistemológico, condición de posibilidad soteriológica y formalidad
imprescindible para la superación del juicio escatológico. Todo ello conlleva
algo más simple y necesario: exige un claro posicionamiento vital del lado de
los que padecen la injusticia. Esta previa opción reclama para convertirse en
real y efectiva Buena noticia la compañía de un imperativo de la disidencia que
se desarrolle comunitariamente a través de la acción política como medio de
lograr una sociedad más justa6. En ocasiones se produce el proceso inverso:
como muestra la película «Diarios de motocicleta»7 el viaje transforma al
viajero y la rebeldía ante el mal induce a la opción por los últimos.
II.- EL IMPERATIVO DE LA DISIDENCIA.
Ante todo hay que señalar que el origen de la disidencia no es ideológico. Más
bien se trata de una personalísima rebelión moral generada por la percepción
directa de las heridas de injusticia evitable que padecen los más vulnerables y
el sufrimiento estéril que soportan. En términos más personalistas, supone el
reconocimiento del otro como un auténtico tú, cuyo rostro sometido a injusta
vejación supone una apelación urgente a la propia dignidad. Implica
indignación intelectual, afectación emocional y resolución de la voluntad que se
traducen en un actuar ante el dolor injustamente inflingido al otro. La
percepción sangrante de su injusticia y la evitabilidad de la misma ponen en
marcha el dinamismo de este principio, básico para cualquier teoría de la
justicia y, desde luego, para una significativa opción por los pobres.
4
Julio Lois, «Jesús y la salvación» en ob.cit., 257.
Hasta donde se me alcanza, ha sido Javier Muguerza quien acuñó el término por vez primera.
Cf. J. Muguerza, «La desobediencia al Derecho y el imperativo de la disidencia», en C. Gómez,
Doce textos fundamentales de la Ética en el siglo XX (Madrid, Alianza 2002) aunque ya lo
había utilizado en otros artículos con anterioridad.
6 Es una de las tesis de. J. M. Mardones, Recuperar la justicia. Religión y política en una
sociedad laica (Santander, Sal Terrae 2005). El predominio de la injusticia es el resultado, entre
otras cosas, del desencuentro entre la fe y la política, de la desconexión de la opción por los
pobres de ésta última como vehiculación social del imperativo moral de la disidencia. Cf.
también J. I. Calleja, Moral Social Samaritana, vol. II (Madrid, PPC 2004).
7 Se trata de la película dirigida por Walter Salles (Argentina-Estados Unidos 2003) que narra el
famoso viaje por América Latina del estudiante de medicina Ernesto Guevara que cambiaría su
vida.
5
2
En efecto, el reconocimiento del otro es siempre una experiencia humana
profundamente subversiva. El hábito moral de la solidaridad, cuando no quiere
quedarse en un mero asistencialismo tranquilizador de malas conciencias, lleva
insito el germen de la subversión porque la situación doliente del otro, «desde
su desnudez e indigencia [...] me interpela. Es su sola presencia la que es
intimación a responder»8. Sólo rebelándome contra lo que al otro le condena a
ser desigual y niega su dignidad, puedo constituirme en elementalmente digno
y humano, en una exigencia vinculante para cualquier persona. Esto hace de la
disidencia, no sólo la fuerza de choque capaz de mostrar que lo que hay no es
lo único que puede haber, sino una auténtica virtud moral surgida de la
responsabilidad ante el otro y de la ceguera de muchos: «La responsabilidad
de tener ojos cuando los otros los han perdido»9. Al final, ser sujeto
responsable se resume en el deber de responder.
Esta respuesta, preñada en el hondón más profundo de la propia moralidad,
surge no tanto de consideraciones abstractas acerca de la justicia como de la
indignación ante la evidencia de lo injusto y la compasión solidaria hacia quien
lo padece. La cercanía con los excluidos y la inevitable complicidad que surge
con su causa es el germen de esa rebelión moral. Se pare en la desnudez del
propio yo, en «esa profundísima soledad interior», desde ese «enfrentamiento
del yo consigo mismo en búsqueda de autenticidad»10. En efecto, de la
conciencia deriva la única obligatoriedad absoluta e incondicionada, pues es la
única verdad individual y personalísima.11 Cierto es que se puede disentir con
otros, pero el disenso es siempre exclusiva responsabilidad de un sujeto
individualmente considerado. Por más solidaria que sea su decisión, su
disidencia será siempre solitaria, es decir, procedente de una decisión tomada
en la soledad de la conciencia individual12.
Como pone de manifiesto A. Moser13, no es una conciencia cualquiera sino una
auténtica conciencia crítica la que posibilita que los seres humanos se
8
E. Levinas, Humanismo del otro hombre (México 1974) p. 62.
J. Saramago, Ensayo sobre la ceguera (Madrid, Alfaguara 1998) p. 287. En el mismo
memorable párrafo escribe: «Hoy es hoy, mañana será mañana, y hoy es cuando tengo la
responsabilidad, no mañana [...], Responsabilidad de quién, La responsabilidad de tener ojos
cuando los otros los han perdido. No puedes guiar ni dar de comer a todos los ciegos del
mundo, Debería, Pero no puedes, Ayudaré en lo que esté a mi alcance».
10 F. González Vicen, La obediencia al Derecho. Estudios de Filosofía del Derecho (La LagunaTenerife, 1979) p. 388.
11 La tradición de la Iglesia siempre ha tenido muy claro que la conciencia es un auténtico
«sagrario» y lo llegó a formular en un principio moral: «de internis neque Ecclesia iudicat». La
Constitución Gaudium et Spes no puede ser más clara: «En lo más profundo de su conciencia
descubre el hombre una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y
cuya voz, resuena, cuando es necesario en los oídos de su corazón [...] La conciencia es el
núcleo más secreto y el sagrario del hombre» (GS 16).
12 Cf. J. Muguerza, «La alternativa del disenso», en J. Muguerza et al., El Fundamento de los
Derechos Humanos (Madrid, Debate 1989) p. 53. El mismo autor avisa que debe distinguirse
entre este «individualismo ético» y el «individualismo metodológico»; el primero se limita a
reivindicar el principio de autonomía moral y no su autarquía (Ib., p. 51). Cf. también J.
Muguerza, Ética, derechos humanos y disenso (Madrid, Argés 1998).
13 Cf. A. Moser, La objeción de conciencia ante la nueva situación político-militar, en L. Alvárez
y M. Vidal (eds.), La Justicia social. Homenaje al profesor Julio de la Torre (Madrid, Perpetuo
Socorro 1993) p. 450 y M. VIDAL, Para comprender la objeción de conciencia y la insumisión:
propuestas éticas y materiales de reflexión (Estella-Navarra, Verbo Divino 1995).
9
3
cuestionen el orden establecido y disientan de él. Es ese componente crítico el
que facilita a las personas asumir compromisos, reinterpretar, revisar y, a la
postre, romper con los mecanismos de dominación que mantienen la injusticia
incluso, en ocasiones, al precio de transgredir la ley que se considera injusta14.
El punto de partida es netamente individual. El disenso es un acto
personalísimo surgido de una conciencia que no quiere quebrar «la paz del
individuo con las raíces de su yo»15. Es expresión primordial del principio de
autonomía y consecuencia de la primacía axiológica de la persona. Sin
embargo, el punto de llegada está fuera. La actitud crítica lleva al disidente a
oponerse a lo injusto de ese «mundo totalmente administrado» donde incluso la
«cultura es mercancía»16. Para ello, la persona debe abandonar el campo
intimista de la sólita conciencia para ser concienciador, «debe salir a la vida
hostil, debe actuar y debe luchar»17. Por eso, aunque la disidencia sea un
fenómeno estrictamente personal –diferente del planteamiento colectivo de la
desobediencia civil-, no por ello se sigue que quien la ejerce lo haga sólo en la
privacidad de su conciencia: debe disentir a través de actitudes siempre
externas. En suma, el disidente no sólo se opone de pensamiento, sino
también de palabra, obra u omisión.
Sin duda, en la aldea global, sometida a la dictadura ideológica y mediática del
pensamiento único, este ejercicio de la disidencia es más necesario que nunca,
sobre todo cuando los perdedores de la globalización parecen ser siempre los
mismos18. Es una auténtica «voz de profeta que recuerda a los poderes
públicos la postración de los que padecen la injusticia»19 En este sentido,
elevar la voz desde el disentimiento, más que un derecho, se torna con
frecuencia en auténtico deber ético, en la única forma de mantener la propia
integridad moral y la dignidad personal. Supone, por tanto, una actitud moral
cuya rectitud y valor se consuman en la mera actividad: no precisan la
obtención de resultado alguno. La eficacia no constituye un elemento validador
del disenso; éste es valioso por sí mismo.
A pesar de esta intrínseca valía, no puede ignorarse que el disenso busca
también una acomodación del ser de las cosas al deber ser. Al tiempo que
rechaza lo real como injusto es capaz de intuir una alternativa justa. Además de
ser una «protesta» nuestro concepto de disenso encierra una innegable
dimensión de «propuesta». Sin duda muchas mejoras legales han sido posibles
por previos disentimientos, e incluso transgresiones, de las norma positivas. La
14
Cf. VV.AA, Ley y conciencia. Moral legalizada y moral critica en la aplicación del Derecho
(Madrid, Universidad Carlos III-BOE 1993) donde apunta la superioridad de lo personal sobre lo
estatal y lo legal.
15 F. González Vicen ob. cit., p. 393.
16 M. Horkheimer y TH. Adorno, Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos (Madrid,
Trotta 19984) p. 206.
219 Ib., p. 293.
18 Cf. Foro Ignacio Ellacuría, La globalización y sus excluidos (Estella-Navarra, Verbo Divino
1999); C. Frassineti, La globalización vista desde los últimos (Santander, Sal Terrae 2001).
19 J. R. Flecha Andrés, «Legalidad y ética en la sociedad actual»: Documentación Social.
Revista de Estudios Sociales y Sociología Aplicada 76 (1989) p. 29.
4
historia del Derecho20, y más en concreto de los Derechos Humanos, es la
historia que, en decir de Muguerza21, «debe más al disenso que al consenso».
En efecto, la reivindicación de individuos y grupos de individuos frente –y
contra- un consenso antecedente –de ordinario plasmado en el Derecho
positivo en vigor- ha logrado dar paso a un nuevo consenso reconocedor de
nuevos derechos22. Se reproduce aquí la dialéctica hegeliana (tesis-antítesissíntesis) en forma de consenso-disenso-nuevo consenso..., donde el motor
transformador lo constituye la antítesis, negadora de la primera tesis, pero
preludio de su superación en una nueva formulación. Supone, en definitiva, una
forma de forzar cambios normativos que universalicen derechos23, incrementen
deberes prestacionales hacia los excluidos y, en definitiva, contribuya a mejorar
la suerte de los que están en desventaja.
El paraguas jurídico-moral desde el que opera el imperativo de la disidencia no
es otro que la noción de legitimidad. Si la legalidad es la conformidad con el
orden jurídico establecido, con las normas positivas y la interpretación que de
ellas se hace desde parámetros consensuados por las fuerzas sociales, la
legitimidad, por su parte, remite al orden de los valores, a la conformidad con el
valor superior de la Justicia. Aparentemente en los estados democráticos no se
dan problemas de legitimidad24. La legitimidad democrática, como pátina
procedimental, da una apariencia formal de concordancia del orden legal con
el orden moral que sólo puede ser puesta en cuestión desde una Justicia
20
Disentir no ha sido nunca fácil. Teóricamente tampoco. Como antecedente ortodoxo
mencionemos a Tomás de Aquino, quien ya señalaba: «las leyes pueden ser injustas (Santo
Tomás, I-II q.96, a.4) [...] y «en la medida en que el hombre pueda oponerse a tales leyes sin
causar escándalo ni desorden, no está obligado a obedecerlas» (De libero arbitrio I,5). La
historia del pensamiento no ha sido muy proclive a legitimar el disenso Simplemente ad
exemplum veamos algunos autores. Para Rousseau no cabe más desobediencia que la
criminal. Kant, firme defensor de la teoría absoluta de la pena en su celebre alegoría de la isla,
no se recata de presentar el deber de obediencia como absoluto y sin restricciones en su
Metafísica de las costumbres (Madrid, 1989) p. 151: «Contra la suprema autoridad legisladora
del estado no hay, por tanto, resistencia legítima del pueblo... por tanto no hay ningún derecho
de sedición... En suma, la ley es santa». Hobbes, miedoso impenitente, tampoco deja mucho
margen. Ya en nuestros días, Rawls no lo permite a quien niegue sus principios de justicia;
para Dworkin es un derecho débil, y para Hayek, Nozick y los ultraliberales, que ignoran el
dato de la original injusticia, resulta sencillamente inconcebible, fuera de ciertas desobediencias
cuasi regladas.
21 J. Muguerza, «Carta a Gregorio Peces Barba», en J. Muguerza et al., El Fundamento... ob.
cit., p. 17
22 En el mundo anglosajón es reveladora la distinción entre el derecho escrito y el derecho
realmente vivido. Sin duda alguna, para que el sistema normativo cambie y se haga más justo
es preciso que el derecho sea vivido de modo alternativo. La disidencia al Derecho escrito es,
en cuanto derecho vivido, una fuente del nuevo derecho legislado. Del mismo modo que en los
países continentales, influidos por el Derecho Romano, la consuetudo –el usus- es fuente del
derecho, nadie negará que el «desusus», la inobservancia de una norma obsoleta mantenida
en el tiempo , es fuente de fecundas transformaciones.
23 Acerca del papel de la fe en esta imprescindible tarea Cf. L. González-Carvajal
Santabárbara, En defensa de los humillados y ofendidos: los derechos humanos ante la fe
cristiana (Santander, Sal Terrae 2005).
24 L. Ferrajoli, Derecho y razón (Madrid, Trotta 1995) p.878, señala que no es precisamente
por falta de materia. En efecto, los Estados de Derecho contemporáneos «conservan una
pesada viscosidad de poder ilegítimo y de los vicios que marcan su ejercicio: antinomias, que
permanecen mientras no son resueltas mediante la anulación de las normas indebidamente
vigentes; y lagunas, que permanecen hasta que no son colmadas por la emisión de las normas
indebidamente no vigentes»
5
Crítica25 fuertemente comprometida con la suerte de los humillados y capaz de
ejercer de continuo contraste ético que invita, en su caso, a disentir.
Puesto que en el nivel de la legalidad, la mayor parte de las normas injustas
sólo pueden ser eliminadas o modificadas por las mismas instancias que las
mantienen y aplican –órganos legislativos y judiciales-, ello exige una actitud
crítica frente al Derecho por parte de todos los operadores, y una dinámica de
continuo contraste con las fuentes de legitimación y deslegitimación. Con todo,
puede y debe llegarse al disenso. Ahora bien, éste, para no quedar en una
actitud frívola u oportunista, precisa de legitimidad para no perder racionalidad.
En ese sentido, el disenso debe de ser argumentado al menos con la misma
racionalidad que la alternativa obediente a la ley. Si en determinada situación
mi conciencia me obliga actuar según unos principios que no se ajustan a lo
convencional, estoy moralmente obligado a la trasgresión pero también a dar
cuenta de las razones que me llevan a ello. Coherencia y argumentabilidad no
sólo no se oponen sino que se reclaman mutuamente para no perder la
necesaria racionalidad de todo discurso moral. Una vez más, la opción por los
pobres no legitima per se la racionalidad de todo disenso, si bien es una fuente
de primer orden para su ejercicio.
Obviamente las exigencias de la Justicia necesitan de este mecanismo
corrector de lo injusto. Para esa lucha de lo que Bloch26 llamara «la justicia
desde abajo» es imprescindible la impedimenta de la disidencia. Nuestro imperativo prescribe, o al menos autoriza, a decir «no» en conciencia al Derecho
injusto, por muy consensuada que esa injusticia pueda estar. Rebelarse, como
señala Camus en El hombre rebelde, es hacer posible lo que es necesario. Si
algo es necesario es precisamente la justicia en un mundo copado por la
injusticia. Si algo no admite dilación es la defensa de los derechos de los
empobrecidos como expresión fiel de la opción preferencial por ellos. De donde
no podrá avanzarse en el camino de la justicia y en el de la complicidad con los
excluidos sin ejercitarse en el imperativo de la disidencia.
Una efectiva alianza con los pobres –con frecuencia al borde o fuera de la
legalidad27- Caminar en pos de una Teoría Crítica de la Justicia, demanda con
frecuencia avanzar en los límites de la legalidad, como forma de evitar la
25
Esta noción de «Justicia crítica» trata de avanzar sobre nociones de justicia con más
reducida capacidad para el disenso como «Justicia social», término más manido y de menos
fuste profético.
26 E. Bloch, Naturrech und menschliche Würde, vol. VI, (Francfort del Main, 1961) pp. 228-229
(hay traducción de F. González Vicen (Madrid, 1980). Citado por J. Muguerza et al., en ob. cit.,
p. 56. Dice Bloch: «La justicia, tanto retributiva como distributiva, responde a la fórmula del
suum cuique, es decir presupone el padre de familia, el padre de la patria que dispensa a cada
uno desde arriba su parte de pena o su participación en los bienes sociales [...] El platillo de la
balanza [...], que se desplaza completamente hacia lo alto para actuar desde allí, concuerda
muy bien con la alegoría de este ideal de justicia asentada en los tronos [ ...] (Por el contrario),
la justicia real, en tanto que justicia desde abajo, se vuelve de ordinario contra aquella justicia,
contra la injusticia esencial que se arroga la pretensión absoluta de ser la justicia».
27 El caso más claro es el de las personas extranjeras en situación administrativa irregular.
Fuera de la Ley carecen de derechos básicos. Actitudes disidentes han permitido cierta
ampliación de derechos. Cf. Instrucción de la Secretaria de Estado de Seguridad, de 30 de julio
de 2005 sobre el tratamiento jurídico-policial a las mujeres extranjeras en situación irregular
víctimas de delitos.
6
consolidación de consecuencias negativas para los más vulnerables. Suele ser
una exigencia práxica de vivir en los límites de la realidad, de ponerse del lado
de los que padecen la injusticia28.
La extravagancia es un requerimiento no sólo social sino jurídico. Extra-vagar
no es sino deambular en los extremos de la realidad, allá donde se cuece la
vida, donde el dolor es menú del dia, y las urgencias de los menesterosos, con
multitud de inaplazables requerimiento, determinan un estilo de vida deprisadeprisa, que reclama la exigencia de responder –de nuevo la responsabilidaddesde las necesidades reales –no las legales- de quienes padecen la mayor de
las indefensiones. Desde estos espacios de exclusión social, lo legal aparece
como un sistema normativo ayuno de valores morales y reglado desde
intereses exteriores a sus necesidades de supervivencia más vitales. En este
contexto, social y jurídicamente «desde abajo», con frecuencia no cabe otra
actitud moral que la de la disidencia o la trasgresión ante los requerimientos
distantes y asépticamente injustos de la norma.29 Quien se toma en serio el
imperativo categórico kantiano –irreductibilidad de los seres humanos a la
categoría de medios-, acaba ejercitando de modo necesario el imperativo de la
disidencia que Muguerza formula así: «Obra de tal manera que tomes a la
humanidad, tanto en tu persona, como en la de cualquier otro, siempre al
mismo tiempo como un fin y nunca sólo como un medio». A diferencia del
principio de universalización, desde el que se pretendía fundamentar valores
como la dignidad, la libertad o la igualdad, «lo que el imperativo de la disidencia
funda es precisamente la posibilidad de decir «no» a situaciones en las que
prevalece la indignidad, la falta de libertad o la desigualdad» 30. Por eso,
inequívocamente está unido a la opción por los pobres.
De lo expuesto hasta ahora podemos concluir que no es contradictorio afirmar
que exista un deber jurídico de obedecer al Derecho, en la medida que sea un
Derecho válido y que, al mismo tiempo, se dé la obligación ética de
desobedecerlo cuando la conciencia nos dicta un comportamiento incompatible
con el mandato jurídico. En una situación así sería absurdo un deber moral de
obediencia. Por tanto, defendemos no sólo un auténtico derecho moral 31 a la
28
Cf. J. L. Segovia, «Caminar en los límites de la justicia»: Éxodo 24(1994) 32-35.
Después de haber convivido con un joven victorioso sobre la marginalidad y las drogas, ¿qué
decirle cuando llega una sentencia comunicándole que debe entrar en una destructiva macrocárcel? ¿Con qué legitimidad -y aún legalidad- se ejecuta esa pena por hechos cometidos hace
8 años en una situación social y con una personalidad bien distintas? ¿No se da un auténtico
«error in persona»? ¿Damos por inevitable lo injusto de la sentencia? Tras unos días de ayuno
público, movilizaciones y el anuncio explícito de que se le encubría, el Ministro de Justicia se
comprometió a tramitar con carácter preferente un indulto. Por su parte, la Audiencia Provincial
de Madrid suspendía -¡en ausencia de normas explícitas que lo permitiesen!-, por tercera vez,
la ejecución de la sentencia para evitar la prisionización del joven R. A. B. El indulto fue
concedido y, gracias a actitudes disidentes en casos similares, se logró que el nuevo Código
Penal contemple la suspensión de la ejecución de la pena en casos de indulto por
rehabilitación social del reo. La opción por el pobre y el principio de disidencia unidos
ejercieron, una vez más, una feliz e imparable fuerza transformadora de lo injusto.
30 J. Muguerza, «Carta a Peces Barba» en J. Muguerza et al., ob. cit., p. 43.
31 Como comenta J. A. Marina en J. A. Marina y María de la Válgoma, La lucha por la Dignidad:
teoría de la felicidad política (Barcelona, Anagrama 2000) p. 64, nota pie de pág., para algunos
autores es un derecho moral débil. P.e. Dworkin, en A Matter of Principle, cap IV, distingue
tres formas de desobediencia al Derecho: la Integrity based, equivalente a la objeción de la
conciencia; la justice-based, disenso por motivos morales, y la policy-based, desobediencia por
29
7
disidencia –nunca podrá ser un derecho jurídico-32 sino incluso el deber de
disentir ante la inhumanidad del Derecho. Refuerza esta tesis el horizonte de la
mentada Justicia Crítica entendida no como un factum esse sino como una
realidad tensional in fieri, siempre inacabada y necesitada de los empujones del
disenso para avanzar.
En esta línea, González Vicen33, aunando una visión casi marxista del Derecho
con el individualismo ético, señala que para fundamentar el deber de disentir
«la seguridad jurídica no podría darnos razón alguna de la obediencia jurídica,
si no asentimos de antemano a los valores a que está referida. La norma es un
mero valor instrumental al servicio de la conservación de la vida, de la fluidez
del tráfico comercial, de la explotación ilimitada de los recursos... De ahí que
discutir acerca de cuáles puedan ser los fundamentos de la obligación ética de
obediencia al Derecho equivale a dar por supuesto lo que en modo alguno
puede presumirse, esto es, que exista tal obligación [...]. Por el contrario34,
mientras no hay ningún fundamento ético para la obediencia al Derecho, sí hay
un fundamento ético para su desobediencia. El Derecho se configura como
producto de la dinámica de los grupos y clases sociales e instrumento técnico
de dominación de clases. Ahí radica el engaño de la obligatoriedad ética del
Derecho, en hacer suponer que el orden jurídico depende de intereses
generales, en crear en los destinatarios la conciencia de que obedeciendo
leyes heterónomas se están cumpliendo imperativos autónomos, es decir,
morales».35 Aun no compartiendo todas sus afirmaciones no se puede negar
que es preciso superar la visión ingenua de lo normativo y una perspectiva
entre angelical y funcionalista de la sociedad que invitarían a la obediencia y a
no cultivar el sentido crítico.
motivos políticos o de oportunidad. En ningún caso el derecho al disenso pasa de ser un
derecho débil, esto es, algo que no está mal hacer aun cuando tampoco está mal que los
demás traten de impedirlo o de sancionarlo. Es el caso del prisionero -comenta irónicamente el
autor- tiene derecho a evadirse, pero es un derecho tan débil, que obviamente no vincula a sus
guardianes.
32 Nótese que estamos hablando de la disidencia, no del derecho a la objeción de conciencia
reconocido bajo ciertos requisitos en las legislaciones democráticas. Por otra parte,
paradójicamente la disidencia puede llegar a ser una obligación jurídica desde parámetros de
legitimidad de normas superiores. P.e. la supresión de la obediencia debida como causa de
justificación, cuando éstos se realizan cumpliendo órdenes contrarias al ordenamiento
constitucional o violando los derechos humanos.
33 F. González Vicen, «Obediencia y desobediencia al Derecho. Unas últimas reflexiones»:
Sistema 88 (1989) p. 101; Anteriormente, Id. en «Obediencia y desobediencia al Derecho; una
anticrítica»: Sistema 65 (1985) p.104.
34 La cursiva es nuestra.
35 Algunas críticas a este sugerente planteamiento han venido de A. Cortina en «La justificación
ética del Derecho como tarea prioritaria de la Filosofía Política»: Doxa 2 (1985) p.136. Esta
critica la benignidad de González Vicen para con la conciencia, ya que, ¿qué garantiza que la
conciencia individual no esté ideologizada o dirigida por intereses egoístas o ambicioso? Una
conciencia así, se muestra más existencialista que kantiana. Por su parte, E. Díaz, en De la
maldad estatal y la soberanía popular (Madrid, Debate 1984) p. 80, señala que, aún aceptando
las premisas suyas, puede haber fundamento análogo para la obediencia como para la desobediencia. M. Gascón indica que quienes defienden la simetría entre el fundamento ético de la
obediencia y de la desobediencia han de aportar algún motivo suplementario que no sea la
mera coincidencia entre el mandato de la norma y el mandato de la conciencia (M. Gascón,
ob. cit., p. 120). Prefiere fundarlo en que no existe contradicción entre el deber moral de obedecer a la conciencia y el deber moral de obedecer al Derecho, precisamente porque este
último no comprende los supuestos de objeción de conciencia (ib., p. 202).
8
En todo caso, es innegable que la disidencia cumple una función fundamental
en la «justicia desde abajo», desmitificando los ribetes de divinidad con que se
sigue adornando una legalidad que pide ciega sumisión o una realidad
presentada como la única posible, incluso identificándola con los «Novissimi» 36.
Urge, por tanto, desde la perspectiva de la complicidad con los excluidos
cultivar más que el respeto a la ley, la pasión por la justicia y la universalización
sin rebajas de todos los derechos humanos. Sin duda, el imperativo de la
disidencia, además de salvaguardar la conciencia moral, tiene vocación
anticipatoria intrahistórica. Supone el intento por conseguir que se positiven
aquellas exigencias de dignidad, libertad e igualdad que constituyen el suum de
cada ser humano y de manera especial de los excluidos. Es, pues,
consecuencia inevitable de la opción por los pobres y, al tiempo, presupuesto
autentificador de ésta.
III.- JESUS, JUDÍO DISIDENTE.
«Hijo, ¿por qué te has portado así con nosotros?»
(Lc.2,48)
La existencia del principio de disidencia es bastante evidente en los evangelios.
Jesús en muchos aspectos es un desobediente. Auténticamente fue un
«hombre en conflicto»37. Su disidencia amorosa le condujo a la muerte. Se
puede llamar amorosa a su disidencia porque es el resultado de bastante más
que un simple imperativo de conciencia. Jesús no sólo disiente por coherencia
personal. Su disenso está basado en el amor radical y universal al otro. Su
muerte es consecuencia de una vida empeñada en adecuarse a la voluntad de
Dios: «que todos tengan vida». El fundamento último de su disidencia es poder
decir quién es de verdad Dios y cuál es proyecto para los seres humanos.
Jesús disiente para poder mostrar el rostro auténtico y genuino de Dios. Éste
aparecía deformado por un culto vacío y un legalismo inmisericorde. Si la
precipitación de su muerte es consecuencia de una vida amorosamente
disidente, la resurrección por Dios eleva este principio de disidencia a categoría
teológico-salvífica. Ambas, muerte y resurrección, no son desconectables de la
su apuesta por el Reino y de su apasionado des-vivirse por los últimos.
Jesús de Nazaret tuvo continuos conflictos con la ley, el templo o las normas
cultuales. No se trataba de una actitud esnobista o un postulado ideológico
antisistema. Más bien es, como se ha apuntado, una respuesta amorosa y
coherente desde la inquebrantable voluntad de mantener la fidelidad al Dios
Todocariñosa. Esa es la esencia del imperativo de la disidencia: salvaguardar
la propia coherencia no pactando jamás, a ningún precio, con nada injusto,
innoble o inhumano en cuanto que inevitablemente supone la separación del
plan de Dios. Era y es la única forma de no hipotecar la propia dignidad con la
cómoda obediencia a la ley o la sumisión acrítica a lo establecido.
36
Quizá el más llamativo es el intento de F. Fukuyama, El fin de la historia y el último hombre
(Barcelona, Planeta 1992).
37 Esta idea es el eje central de C. Bravo Gallardo, Jesús, hombre en conflicto. El relato de
Marcos en América Latina (Santander, Sal Terrae 1986).
9
Como señala Pagola38, la vida de Jesús es un «continuo varapalo». Estuvo
marcado por el conflicto incluso desde antes de su nacimiento. Así, su madre
en una sociedad patriarcal es presentada prematuramente embarazada ante la
perplejidad de su novio y el consiguiente escándalo social. Con estos
comienzos no es de extrañar que la conflictividad sea normativa en la vida de
Jesús39. No sólo se multiplican los conflictos con los fariseos, con los saduceos
o con los doctores de la ley y los romanos; también se producen desde muy
pronto con su propia familia (cf. Lc 2,41ss.) Los evangelios refieren que esta
conducta resulto desconcertante: tanto que incluso, en algún momento, María y
sus parientes pensaron que se estaba volviendo loco (cf. Mc 3,21).
Jesús fue laico y manifestó de manera especial su disidencia en el ámbito
religioso. Le escandalizaba el «secuestro de Dios» que lo alejaba precisamente
de los más pequeños, predilectos de Dios. Su opción por los pobres fue
expresión de revelar inequívocamente la mejor fotografía de Dios. Por eso fue
condenado por blasfemia y herejía, porque quiso consumar la ley que Yahvé
reveló a Moisés en un nuevo paradigma caracterizado por la causa del
humillado. Así, el NT interpreta las transgresiones de la ley por parte de Jesús
como uno de los elementos que explican que Jesús terminara inevitablemente
en la cruz.40 Su postura respecto al divorcio, a la prohibición de juramente, el
rechazo a las represalias, su mandato de amor al enemigo y la crítica respecto
al culto y sus sacerdotes van en dirección contraria a la ley mosaica.41
Jesús se sumerge en la conflictividad hasta el punto de que tuvo un gesto que
continúa causando desazón a los exégetas: ¿por qué tuvo que subir a
Jerusalén, ciudad que pisó rarísimas veces, justo cuando era más buscado por
la represión? Sea como fuere, Jesús no fue un legislador ni pretendió serlo; su
norma suprema es tan sólo la voluntad de Dios. El núcleo de su disidencia era
paradójicamente su afección a Dios, a quien trataba con mucho cariño. En él
Dios era una experiencia afectiva y afectuosa42.
El amor de Jesús a los excluidos tiene su razón última de ser en que los pobres
son víctimas de la injusticia que altera el proyecto de Dios. Dios nos quiso para
el paraíso (Gn 2,8) y si no lo estamos es porque la injusticia invade el planeta 43.
La disidencia ante lo real injusto es la única forma de obediencia a la justicia de
Dios y de respuesta coherente a la llamada de la realidad. Por eso, el reino se
realiza combatiendo el anti-reino; el precio suele ser el martirio. La vida debe
consumirse en el rechazo a la sociedad tal cual es y en el esfuerzo por
transformarla y configurarla según el plan de Dios.44
La disidencia de Jesús nos muestra un hombre libre incluso ante la ley sagrada
de Moisés. Podemos decir que para Jesús la Ley ya «no es algo central»
(Dodd). Por eso, se atreve a modificarla desde la praxis cuando entiende que
38
J. A. Pagola, Jesús de Nazaret. El hombre y su mensaje. (San Sebastián, Idatz 19948) p. 49.
C. Bravo Gallardo, ob. cit., p. 18, lo llama la «normatividad del conflicto»: la conflictividad es
normativa porque la cruz es normativa.
40 E. Schillebeeckx, Jesús: la historia de un viviente (Madrid, Cristiandad 1981) pp.209-232.
41 H. Küng, Ser Cristiano (Madrid, Cristiandad 1977) p. 303.
42 L. Boff y F. Betto Mística y espiritualidad (Madrid, Trotta 1996) ob. cit., pp. 99-100.
43 Ib., p.101.
44 Ib., p. 141.
39
10
no coincide con la voluntad de Dios: el bien de la persona, de todo ser humano.
De ese modo, suprime el repudio judío (Mc 10,1-12) y adopta ante las leyes
rituales una actitud hostil, que llega incluso a anularlas (Lv 11; Dt 14,3-21):
«Nada hay fuera del hombre que pueda hacerlo impío» (Mc 7,15). De este
modo pone patas arriba los presupuestos de toda la concepción clásica del
culto con su sistema sacrificial y expiatorio (Kasemann). Por tener vocación
universalizadora y desde abajo, no obedece al Dios de la ley, sino al Dios del
amor que se preocupa de todos los humanos. Se sitúa en continuidad no con
las tradiciones de pureza del AT sino con las del don, la Alianza y la
misericordia divina45. No quiere un Dios que pueda ser encerrado en unas
leyes, en unos ritos, en una ideología incluso en una religión. Es un Dios que
necesita tanto espacio, tanto horizonte, tanta apertura y amplitud desbordante
como la infinita que exige el amor46.
Como indica R. Aguirre47, la mesa compartida de Jesús con los excluidos es un
radical cuestionamiento disidente del concepto de honor, el sistema de pureza
y las relaciones de patronazgo de su época. En ellos se significaban los valores
claves que configuraban las relaciones sociales de su tiempo. Pero no se limita
a denunciarlos: propugna unos valores alternativos animados por la acogida, la
reciprocidad, el servicio, el compartir la vida, la fraternidad. Todas las barreras
que se oponen a una comensalidad igualitaria y abierta, real y fraterna, quedan
definitivamente abolidas por Jesús. «En el fondo hay una lucha de dioses: el
Dios de la santidad, al que se accede separándose de lo profano y de lo
impuro, y el Dios de la misericordia, al que se accede en la medida en que se
busca la incorporación de los excluidos, lo cual hace saltar los límites del
sistema» A los que se escandalizan con su comportamiento, muestra con sus
parábolas que se limita a hacer la voluntad del Padre que es integradora, que
repudia toda forma de exclusión y decididamente busca y acoge a todos los
que se consideraban perdidos y excluidos (Cf., p.e., Lc 14, 7-24 y 15, 1-32).
Si la cruz es la máxima expresión de conocimiento, reconocimiento y
solidaridad con las víctimas injustamente tratadas, la resurrección es el acto de
protesta de Dios contra la injusticia del asesinato de su Hijo y, al mismo tiempo,
la reivindicación de la otra cara de la historia, su reverso, «la cruz de la
historia»: la historia de los vencidos, de los perdedores de los fracasados, de
los sin nombre... Creer en la cruz y en la resurrección de Jesús y de los justos
no se limita a creer que Dios «en la otra vida» hará las oportunas
compensaciones de las deficiencias propias de ésta. No es una espera
resignada a la justicia de Dios ultraterrena. Creer en la resurrección es para el
creyente, además de aliento vital y principio esperanza, invitación apremiante a
asociarnos a esa protesta contra la historia de las injusticias, y a optar por las
víctimas de quienes excluyen, atormentan, explotan y matan. Porque Dios se
ha hecho solidario de los injustamente tratados y por eso se empeña en que
todos vivamos una vida digna de seres humanos, hijos de Dios, en el aquí y
ahora. Como señala Sobrino, «la correlación entre resurrección y crucificados,
45
Cf. F. Martínez Díaz, Caminos de liberación y de vida: la moral cristiana entre la pureza y el
don (Bilbao, Desclée de Brouwer 1989).
46 Cf. J. A. Pagola, ob. cit., p.49.
47 Cf. R. Aguirre, La mesa compartida. Estudios del NT desde las ciencias sociales (Santander,
Sal Terrae 1994) pp. 59, 64, 65, 123, 125, 127 et passim.
11
análoga a la correlación entre reino de Dios y pobres, que predicó Jesús, no
significa “desuniversalizar” la esperanza de todos los hombres, sino encontrar
el lugar correcto de su universalización»48. La resurrección es así una
interpelación constante a la injusticia intramundana, un potente motor del
imperativo de la disidencia. Desde la rebeldía contra lo imposible y el repudio
de la aceptación fatalista de que lo que hay es lo único que puede haber se
convierte en fuente inagotable de utopía. Como certeza de que los verdugos no
vencerán definitivamente sobre las víctimas la resurrección responde así a la
pregunta última por la justicia49. Constituye, en suma, el más sublime y
auténtico acto disidente del mismísimo Dios para con el mal, el pecado y la
muerte y el marchamo de su empeño de que los últimos sean siempre los
primeros.
IV.- UNA IGLESIA DISIDENTE.
La rabiosa solidaridad de Jesús hacia los excluidos y el ejercicio coherente del
imperativo la disidencia acabó por situar a Jesús en la posición propia de un
excluido. Sin duda se trata de una exclusión no buscada intencionadamente, ni
querida por Jesús. Es, como su propia muerte, el resultado de una profunda
coherencia vital derivada de su libre opción solidaria y de su identificación con
los últimos como causa de Dios. No es de extrañar que una Iglesia congruente
con los principios de su Señor pueda acabar en parecida situación de
exclusión50.
Sin duda, un indicador objetivo de buenas prácticas en la aplicación de la
opción preferencial51 por los pobres es la medida en que la Iglesia aplica el
imperativo de disidencia con coherencia en el orden de la justicia-injusticia.
Históricamente, el Magisterio ha sido más proclive condenar la disidencia que a
incentivarla y a practicarla. Esto vale tanto ad intra como ad extra. En el primer
caso resulta perfectamente comprensible. En efecto, aunque suponga el riesgo
de que una mala entendida comunión se pueda confundir con la uniformidad
doctrinal y de que el territorio de las verdades que constituyen el depósito
48
J. Sobrino, Jesús en América Latina. Su significado para la fe y la Cristología (San Salvador,
UCA 1982) p.177.
49 Certeramente, escribía J. Moltmann, El Dios crucificado (Salamanca, Sígueme 1975) p. 243:
«Toda interpelación y exposición de la historia del mundo se halla en el horizonte de la
pregunta por la justicia: ¿o es que van a acabar los verdugos triunfando sobre sus víctimas
inocentes?».
50 Habrá que insistir que esa situación de exclusión no se puede identificar sin más con la falta
de atendimiento a su doctrina o a la menor significancia social de su presencia institucional.
N.B. las diferencias que señalan J. Lois y F.J. Vitoria. Cf. nota pie de p. 3.
51 No es este el lugar de andarse con estériles disputas semánticas, pero debemos señalar que
el que «la opción por los pobres» se haya oficializado como «opción preferencial» no nos
parece neutral, por más que pretenda acentuar algo que nadie ha cuestionado como es la
universalidad de la salvación cristiana. El añadido de «preferencial» no deja de ser una
redundancia de sospechosa matriz precautoria. En contextos de Cuarto Mundo, nos parece
más auténtico hablar de «complicidad», o de la generación de alianzas con los excluidos, sobre
todo estando a años luz de una Iglesia auténticamente pobre y de los pobres. Quizá tengan
estos términos una menor carga voluntarista y moralizante. Las más de las veces más que
optar o no, se trata de tener la audacia de dejarse encontrar y hacer nuestra (no pobres) su
causa tornándonos en cómplices de su lucha por los derechos sociales.
12
innegociable de la fe se incremente sin medida con otras “verdades” más
coyunturales y febles, no parece prudente que una organización humana se
dedique a cultivar la disidencia interna sin correr serios riesgos de pervivencia e
identidad52. Con todo, ciertos niveles de disenso interno revelan la sanidad de
los miembros de cualquier tipo de organización y la flexibilidad de la misma.
Igualmente, conjuran el riesgo de sectarización y posibilitan un sano ejercicio
de la autocrítica. En la medida en que mantengan la lealtad del «sentire cum
Ecclesia» no sólo no son incompatibles con la comunión, sino que devienen
urgidos por la lealtad hacia la misma. El conflicto no es una patología de las
organizaciones sino condición de posibilidad de su pervivencia y expresión de
su vitalidad y crecimiento. Desde el punto de vista eclesiológico, tan peligroso
resulta el reduccionismo marxista (en sistemático disenso) como uno
funcionalista (descalificador de toda forma de conflicto).
Más difícil resulta asumir la insuficiencia de disenso ad extra. Incluso autores
tan prestigiosos en Doctrina Social de la Iglesia como J.-Y. Calvez se han
ocupado del tema. El título original de su obra es suficientemente expresivo:
Les silences de la Doctrine Sociale Catholique53. Nadie puede discutir el
enorme esfuerzo realizado por la Doctrina Social de la Iglesia para ponerse al
día y atreverse con nuevos y poco reflexionados retos54. Más modestos son los
logros en la Práctica Social de la Iglesia, dicho sea sin merma de la
significatividad de su presencia en ámbitos de marginación, Tercer y Cuarto
Mundo. Con todo, no deja de sorprender la cantidad de hombres y mujeres que
se dejan la piel por la causa del Evangelio en multitud de no-lugares, la ingente
calidad humana y cristiana que destilan y la muy escasa ejercitación del
imperativo de la disidencia que realizan. Evitaré teorizar. En encuentros
frecuentes con religiosos y religiosas que trabajan entre personas excluidas
(menores en desventaja, drogodependientes, mujeres prostituidas, inmigrantes
sin papeles, ex reclusos/as, etc.) suelo escuchar numerosas quejas tanto
relativas a la precarización de los derechos de las personas con las que
comparten su vida, como referentes a las condiciones a que se las somete a
ellos mismos forzándoles a convenios, conciertos y, en ocasiones, condiciones
abusivas. No deja de sorprender que personas con un nivel de abnegación
muchas veces heroico, capaces de practicar sublimemente el imperativo de la
compasión, se vean prácticamente incapacitadas para ejercer el de la
disidencia elevando la voz para defender derechos ajenos y propios. «Hemos
sido educados/as para obedecer», suelen argüir los más lúcidos. No es ese,
Sagrada Escritura. Mucho menos cuando los silencios devienen en
52
Sin que pueda confundirse con la incentivación del pluralismo que, por el contrario, asegura
la pervivencia, vitalidad, frescor y capacidad de adaptación a tiempos y modos diferentes de
inculturar la fe. Sobre las prevenciones que la disidencia genera en el ámbito teológico, Cf.
Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo. Magisterio y Teología, Congregación para la
Doctrina de la fe, 24 de marzo de 1990, sobre todo el Cap. IV. En otras ocasiones se ha
llamado la atención sobre lo inconveniente de una actitud de oposición sistemática: Pablo VI,
Paterna cum benevolentia, 8 de diciembre de 1974: AAS 67 (1975) pp. 5-23: L´Osservatore
Romano, lengua española, 22 de diciembre de 1974, pp. 1-4. Véase también Congregación
para la Doctrina de la fe, declaración Mysterium Ecclesiae: AAS 65 (1973) pp. 396-408:
L´Osservatore Romano, lengua española, 15 de julio de 1973, pp. 9-11. Obviamente no nos
estamos refiriendo a esta actitud tan poco constructiva y eclesial.
53 J.-Y., Calvez, Les silences de la Doctrine Sociale Catholique (Paris, Les Editions Ouvrières
1999).
54 P.e., la causa ecologista, el desafío de la globalización, los derechos de las minorías, etc.…
13
complicidades de hecho con mecanismos socio-políticos de injusticia o cuando
acaban por comprometer la autenticidad del carisma surgido de la fe audaz de
su fundador o fundadora55.
En el ámbito del voluntariado se detecta la misma falta de disenso. Sin
pretender generalizar, la extensión de un voluntariado incentivado desde el
poder ha supuesto la difusión de una solidaridad light, a la carta o indolora que
suple la falta de previsión estatal y que olvida aquello de que «ser solidario es
jugar contra los propios intereses». Tiene que ver con lo que T. Catalá llama la
«invasión carismática y acrítica» de los contextos de exclusión social. Por tal
entiende «la pretensión, más o menos consciente, de que, por el hecho de
sentirnos empujados por el Espíritu hacia la periferia, tenemos las claves para
entender la realidad desquiciada, compleja y rota de los contextos de
marginación. No podemos acceder a los contextos de marginación sin
mediaciones. La precipitación crea frustración y rompimientos si no tenemos
instrumentos para orientarnos con lucidez en dichos contextos»56.
Por el contrario, la ejercitación en el imperativo de la disidencia suele traducirse
en una forma de ver y analizar la realidad desde una perspectiva crítica que
prioriza las necesidades efectivas de los excluidos y no las que se fantasean
desde el poder o la subjetividad motivacional de quien interviene socialmente.
Sin duda supone cultivar la capacidad crítica, aprender a trabajar en red con los
que «no son de los nuestros» y procurar la independencia ideológica, política y
económica. Todo ello, desde un posicionamiento vital del lado de los excluidos,
lleva a la superación, o mejor al correcto enfoque del consabido «ver, juzgar y
actuar». En otro caso, se corre el riesgo de “ver” lo que ya estaba en las
propias preconcepciones y contaminar el resto del proceso con ese sesgo. Con
ello invariablemente tan interesante metodología de aproximación creyente a la
realidad quedaría comprometida. La lectura crítica de la realidad –y autocrítica,
en cuanto cuestiona también al observador- supone a lo que apunta el
conocido dicho de Benedetti: «Todos es según el dolor con que se mira».
Quizá la ausencia de «con-dolencia» y, consiguientemente, de fibra profética
se explique por la inexistencia de una buena educación crítica y cívica, por la
desconfianza y consiguiente repliegue hacia la participación en las mediaciones
socio-políticas, o por la trivialización de la importancia de las relaciones fepolítica. A ello pueden sumarse las prevenciones institucionales que el ejercicio
de la disidencia inevitablemente produce, la banalización del valor de lo justo
(confundido muchas veces con lo legal), el predominio de una visión asistencial
y paternalista y una lectura ambigua del magisterio que afirma con intensidad al
mismo tiempo que la lucha en favor de la justicia es una dimensión constitutiva
de la predicación del Evangelio (Sínodo de los Obispos de 1971 y Evangelii
Nuntiandi) y que el anuncio es siempre más importante que la denuncia (SRS
41).
55
En otro lugar me he referido a «secuestro de los carismas» como el proceso de absorción y
neutralización de la capacidad profética de los mismos por parte de la burocracia fagocitadora
pseudos-social del Estado.
56 T. Catalá, Salgamos a buscarlo: notas para una teología y una espiritualidad desde el Cuarto
Mundo (Santander, Sal Terrae 1992).
14
Sea como fuere, no conviene desconocer que el imaginario colectivo percibe a
la Iglesia como poco disidente con la injusticia. Para ser más precisos, desde la
sociedad civil y sus injustos estereotipos mediáticos pareciera que la disidencia
se reduce exclusivamente a ciertas limitadas cuestiones, frecuentemente
atinentes a «sus» derechos (los de la Iglesia) o a determinadas concepciones
de la moral sexual. Lamentablemente, en materia social se tiende a identificar a
la Iglesia más con el origen y el mantenimiento de la desigualdad que en el
combate contra ella. Sin duda se trata de un juicio injusto pero no evita que la
Iglesia sea percibida como puntillosa institutriz cuando expone su doctrina
sobre la sexualidad humana, y sea en nada atendida mediaticamente en la
formulación de su DSI. Esta contradicción la expresaba un chaval con la
grosera expresión de quien malvive en la calle: «La Iglesia haría bien en salirse
un poco de la cama del prójimo y meterse más en su bolsillo, sobre todo en el
de los ricos».
Sin duda riesgos no pequeños para la significatividad de la fe son no superar la
concepción individualista de la moral centrada sólo en determinados preceptos
(Cf. GS
), no ejercitar convenientemente el imperativo de la disidencia,
funcionar más en clave reformista que utópico-profética57, o utilizar unos
códigos, lenguajes o universos simbólicos con escasa capacidad para llegar a
una sociedad plural bien distinta de la medieval. Súmese el empeño en realizar
precisiones tan escrupulosas y técnicas que acaban por formular un mensaje
ahistórico, frío, poco inteligible, ambiguo, doctrinal, descomprometido y
equidistante que nada dice –o desdice- de la posición efectiva de la Iglesia.
Por otra parte, es verdad que la opción por los pobres la tenemos plenamente
incorporada a la doctrina mas ortodoxa –explícitamente como opción
«preferencial»- que hemos asumido la existencia de «estructuras de pecado»
–aunque no del pecado estructural-, que los hemos incorporado, siquiera
simbólicamente, a nuestras celebraciones –«compartiendo con ellos techo y
pan» cantamos en nuestras liturgias- pero quedan muchos pasos para que
realmente constituyan una auténtica prioridad en la vida de la Iglesia y de sus
comunidades cristianas, al menos en el Primer Mundo. Más todavía para que
como señalaba Juan Pablo II los pobres puedan sentirse «como en su propia
casa». Convendrá no abdicar de los importantes pasos dados y continuar por
un sendero siempre seguro. Bueno es recordar que el principio de disidencia,
eclesialmente vivido, no es tanto un principio «contra» nada ni nadie, sino
fundamentalmente «propter homines» y, más precisamente, «propter
pauperes». .En todo caso, una Iglesia disidente no es una Iglesia cerrada sobre
sí misma, replegada como si tuviese que preservar una identidad que se realiza
precisamente en su misión a la intemperie en el mundo. Es una Iglesia, abierta
dialogante, flexible pero que no pacta con la injusticia, ni vende a la baja una
verdad que sigue buscando. Ello no la convierte en una Iglesia ácida,
amargada o refractaria a toda forma de cooperación institucional. Mucho
menos, que anatematice sistemáticamente el ejercicio del poder. Sin aspirar a
57
Esa identificación con el paradigma «reformista» es una de las notas que limitan la eficacia
de la DSI y de la Teología Moral Social. Compartimos el juicio de J.I. Calleja, en su Moral Social
Samaritana, o.c., en el sentido de que un mayor componente utópico-critico le daría mayor
significatividad. Para ello resulta inexcusable, como venimos defendiendo, una mayor
ejercitación del imperativo de la disidencia.
15
conquistarlo para sí, desde el papel de «permanente partido en la oposición»,
libérrima, sin hipotecas con nadie, aliada con los más pobres, sólo sirve gozosa
y apasionadamente a la causa del Evangelio de su Señor e insta para que
toda forma de poder se ponga al servicio de los últimos y les haga justicia.
Todo ello sin los miedos que suelen acompañar a la falta de fe. Como escribió
K. Rahner: «el único tuciorismo permitido hoy en la vida práctica de la Iglesia
es el tuciorismo de la audacia»58
En coherencia con todo lo anterior, la defensa de los derechos de los pobres
tiene que ser el cantus firmus que comunique sentido y coherencia al quehacer
teológico y pastoral. Como señala M. Fraijó, parafraseando a N. Bobbio:
«todos hablamos de los derechos de los pobres, ahora sólo falta que luchemos
por ellos».59 Sólo así la Iglesia será una Iglesia con capacidad conativa para
ofertar una propuesta moral capaz de seducir a todos los que de buena
voluntad aspiran a que esos «cielos nuevos y tierra nueva» empiecen a ser
realidad ya en esta tierra. Se tratará de ir creando pequeños oasis de
solidaridad con los que padecen la justicia, de fomentar zonas verdes de
disidencia ante lo injusto60 donde prevalezca inhiesta la dignidad. Nuestra
tradición cuenta con el soporte del iusnaturalismo que siempre supuso una
distancia crítica y disidente con respeto al poder constituido, cualquiera que
fuese su forma.61 Mediado por la racionalidad crítica, alejado de un chato
positivismo jurídico, podrá hacer creíble a un Dios que no compadrea con la
injusticia y que ha hecho de la justicia «desde abajo», desde la opción por los
pobres, no un mero atributo, sino la señal primordial de su identidad. Sólo con
esta praxis brotada del hondón disidente más profundo de la conciencia
individual, el nivel ético de la colectividad irá elevando sus listones de exigencia
y caminará inexorable hacia la justicia que Dios quiere.
En el sano ejercicio eclesial del disenso –disenso siempre amable y amoroso-,
en la capacidad de decir no al mal, al pecado y a la injusticia nos jugamos la
relevancia de la fe cristiana. Es más, en un mundo globalmente injusto,
arriesgamos la credibilidad del buen Dios. Si es verdad que un exceso de
contestación pone en peligro la unidad de la Iglesia y la necesidad de un
testimonio unitario «para que el mundo crea», hoy posiblemente el riesgo sea
el contrario. La ausencia de pensamiento crítico al interior y, sobre todo, al
58 K. Rahner, Escritos de Teología, VII, p. 93. El tuciorismo supone la opción por la mayor
seguridad.
59 M. Fraijo, Jesús y los marginados (Madrid, 1985) p. 51.
60 J. L. Segovia, «Mi sueño de la Iglesia», en AA.VV., Utopías y esperanza cristiana (Estella –
Navarra, 1997) pp.199-220.
61 Lo resume de forma magnifica León XIII en Diuturnum Illud (29-VI-1881):«Una sola causa
tienen los hombres para no obedecer, y es, cuando se les pide algo que repugne abiertamente
al derecho natural o divino; pues en todas aquellas cosas en que se infringe la ley natural o la
voluntad de Dios, es tan ilícito el mandarlas, como el hacerlas. Si, pues, aconteciere que
alguien fuere obligado a elegir una de dos cosas, a saber: o despreciar los mandatos de Dios o
los de los príncipes, se debe obedecer a Jesucristo que manda “dar al César lo que es del
César y a Dios lo que es de Dios”, y a ejemplo de los Apóstoles responder animosamente:
"conviene obedecer a Dios antes que a los hombres”. Sin embargo, no hay por qué acusar a
los que se portan de este modo de que quebrantan la obediencia; pues si la voluntad de los
príncipes pugna con la voluntad y las leyes de Dios, ellos sobrepasan los límites de su poder y
trastornan la justicia: ni entonces puede valer su autoridad, la cual es nula, donde no hay
justicia»
16
exterior de la Iglesia en materia social, podría tristemente acercarnos a la
profecía de E. Fromm cuando sentenció: «Si la capacidad de desobediencia
constituyó el comienzo de la historia humana, la obediencia podría muy bien
provocar su fin».
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