CULTO

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CULTO
El culto en general es la expresión y la actuación concreta en que se despliega la religión, en
cuanto conocimiento y aceptación de la relación fundamental que une al hombre con Dios. En
efecto, esta relación fundamental que nace del conocimiento de nuestro ser creatural por una
parte nos sitúa en una posición distinta de Dios y por otra nos impulsa a reconocer nuestra
dependencia de él, y cuando el reconocimiento de esta dependencia se expresa y se concreta en
unas actitudes, manifiestas o no, de adoración, de acción de gracias y de súplica, la religión se
hace específicamente culto. Así pues, el culto es un momento fenoménico típico de la religión,
pero no tal que pueda reducirse a una simple manifestación exterior de ella, ni tampoco que
agote toda su potencialidad (en efecto, la religión se extiende también al plano del conocimiento
y de la vida moral); es el momento manifestativo de la naturaleza más propiamente específica
de la religión, que es el de ser reconocimiento de la relación inmediata que existe entre el hombre
y Dios. Bajo este aspecto el culto deriva de la religión su carácter relacional totalitario, en cuanto
que se actúa tanto en el plano interior del alma y del espíritu como en el exterior del cuerpo;
consiguientemente el culto reside en la intimidad, pero se manifiesta necesariamente por fuera
con acciones que, afectando tanto al cuerpo del hombre como al tiempo y al espacio en que él
existe de hecho, dan origen a gestos-acciones cultuales (ritos) y crean tiempos y lugares de culto
(tiempos y lugares sagrados).
El culto, por consiguiente, incluso en sus manifestaciones externas, no puede reducirse a una
tarea de pura funcionalidad, como si su valor consistiera solamente en favorecer la piedad
dándole el apoyo del elemento emocional, que evoca precisamente el gesto-rito y el tiempo o lugar
sagrado en que éste se desarrolla. Al contrario, es el propio culto el que constituye el momento
específico de la piedad religiosa, aquel en que ésta se despliega como inmediata relación con
Dios.
Dada la íntima relación que existe entre religión y culto, éste se concretará en formas
universalmente semejantes, hasta ser comunes a todos los pueblos, en cuanto que la religión
misma es un hecho humano universal. Así pues, las formas cultuales comunes a todos los
hombres y a todos los tiempos son: la oración, el sacrificio, las fiestas, los santuarios (templos y
demás lugares de culto). Sin embargo, estas mismas formas asumirán modos expresivos
diferentes, no sólo en dependencia de la cultura autóctona o importada en que se desarrollan,
sino también y sobre todo debido al contenido religioso diverso que están llamados a expresar.
Asi, dando por supuesto que existe una religión natural y una religión revelada, está claro que
además del culto natural habrá también un culto revelado, pero en el que la revelación no se
refiere tanto o al menos no primariamente a las formas, sino al contenido nuevo que, por
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así decirlo, penetra y se expresa en ellas. Efectivamente, la revelación, a pesar de ser un hecho
«metahistórico», se inserta siempre en la historia; por eso, incluso en lo que atañe a las formas
cultuales que tienen que expresarla, éstas no tienen que ser necesariamente creaciones nuevas
provocadas por la revelación, sino que conservarán —en cuanto formas— su natural matriz
humana y a menudo seguirán manteniendo notas que revelan su origen religioso-naturalista.
Así pues, no es extraño que mientras —justamente— la historia comparada de las religiones
registra profundas semejanzas entre las formas de culto de la religión natural y las de la religión
revelada, se pueda y se deba al mismo tiempo constatar que en la religión revelada aparecen
acciones de rechazo respecto a ciertas formas cultuales, a pesar de que se las conoce como aceptadas generalmente en el plano religioso común, cuando no se las considera capaces de contener y
de mediar determinadas realidades como son las que presenta la revelación.
Por otra parte hay que observar, sobre todo en lo que se refiere a la religión revelada, que
ésta, aunque tiene en el culto su momento manifestativo más cualificado, sin embargo
encuentra con frecuencia en las formas cultuales ciertas limitaciones, ya que esas formas no son
nunca adecuadamente expresivas del contenido cultual. En efecto, por un lado las formas están
condicionadas por la situación cultural y ambiental de donde han sacado su origen y por otro, al
haber surgido como formas expresivas de la religión, se inclinan a identificarse con la
inmovilidad propia de la religión, con la consecuencia de que, si esto tiene la ventaja de facilitar
una vinculación con el pasado, no siempre permite a las formas cultuales, convertidas en
«tradición», insertar vitalmente el culto en los sucesivos momentos históricos, que se sitúan
necesariamente en un clima cultural y ambiental distinto. Así pues, para que las formas cultuales
sean siempre portadoras auténticas del culto, es necesario que se las verifique constantemente
como manifestación del dato religioso.
1. Culto del antiguo testamento
En el antiguo testamento el culto aparece como 'abhódáh (más frecuente) y sé-réth, dos
términos que aunque tienen el significado genérico de «servicio» —y se usan también en este
sentido— parecen sin embargo estar reservados para indicar particularmente el «servicio»
religioso-cultual que se debe a Yahvé o también a las divinidades paganas. De los dos términos,
'abhddáh expresa más bien las formas concretas del «servicio», que se debe por razones de
dependencia, de sumisión y deber, mientras qu¿ séréth acentúa más bien el vínculo de afectuosa
devoción que existe entre el siervo y el señor'.
En el antiguo testamento el culto empieza a ocupar un lugar de primer plano con el segundo
libro del Pentateuco, el Éxodo, en cuanto que el culto no sólo está íntimamente ligado con la
revelación mosaica que tiene en el Éxodo su primera expresión, sino en cuanto que el culto
forma el elemento religioso del movimiento de liberación de los israelitas de Egipto, liberación
anunciada repetidas veces con estos términos: «Salir de Egipto para ir a servir (rendir culto) a
Yahvé en el desierto» (Ex 3, 12.18; 4, 23; 5, 1.3.8.17; 7, 16.26; 8, 4.16.23-25; 9, 1; 10, 3.7.8.11.24).
En efecto, el movimiento de liberación en el plano político implica también un movimiento de
verdadera y auténtica conversión, gozosa (Ex 4, 29-31) aun en medio del sufrimiento
1. Cf. S. Daniel, Recherches sur le vocabulaire du cuite dans la
Septante, Paris 1966, 65-66, 93, 105.
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(Ex 4, 1-9; 5, 20-22; 6, 9-12), de los israelitas a la fe monoteísta en Yahvé (Ex 6, 7): «Seré vuestro
Dios..., yo, Yahvé». Así, la exigencia de un culto a Yahvé con su destino en el «desierto» estaba
claramente motivada por la voluntad de apartar a los israelitas de las divinidades paganas y de
las espléndidas y sugestivas formas cultuales de Egipto para hacerles encontrar un culto de un
nuevo género, sobre todo —naturalmente— en el plano del contenido. Este culto se presentará y
se llevará a cabo según unas categorías hasta entonces prácticamente desconocidas.
a) Culto soteriológico
El hecho de que el nuevo culto tuviera que ser ofrecido al Dios Yahvé, que por una parte se
presentaba como el Dios «liberador de su pueblo» (Ex 3, 7-10) y por otra declaraba ser el Dios a
quien sus padres habían ya invocado como «El Saddái» (Ex 6, 3; cf. Gen 17, 1: Abrahán; 28, 3:
Isaac; 35, 11: Jacob) daba al culto un contenido particular y único. En efecto, no estaba
constituido, según situaciones cultuales comunes a todas las demás religiones, ni por un
trasfondo de acontecimientos míticos extratemporales a los que referirse ni por un contexto
cósmico-naturalista que actualizar, sino que tenía como objeto a un Dios personal, único, que se
inserta en la historia humana en nombre y con vistas a una alianza de amor que desea
establecer entre él y los hombres y a la que se mostrará siempre fiel. Así Israel rendirá su culto a
Yahvé que es «el Dios de su liberación» según la fórmula con que se abre el código de la alianza
(Ex 20, 1) y que en su mismo nombre Yahvé - Yo soy no expresa tanto su naturaleza metafísica
de esencia absoluta sino más bien «una existencia siempre presente y eficaz, un adesse más que
un simple esse»2, una presencia que abraza al universo entero desde su primer día hasta el
último y unifica el pasado, el presente y el futuro, una presencia salvífíca. En efecto, ya el mero
conocer y pronunciar el nombre de Yahvé será para las futuras generaciones un «memorial»
(zekher) de esta su presencia liberadora (Ex 3, 15).
Este aspecto soteriológico, tan particular de la religión revelada, en cuanto que se basa en los
acontecimientos de salvación que constituyen precisamente el objeto de la revelación (Dei
Verbum), será tan característico en el antiguo testamento que llenará de este nuevo significado
histórico-salvífico tanto sus grandes fiestas anuales
—dándoles incluso un nuevo nombre— como sus celebraciones semanales y diarias.
1. Las grandes fiestas del año. Se remontan a la primitiva tradición hebrea las de los ácimos, la
siega y la cosecha (Ex 23, 14-17; 34, 18-23), fiestas que en su nombre y en el tiempo de su
celebración revelan claramente su carácter agrario y consiguientemente su primitivo origen
naturalista; en efecto, se trata de las fiestas «estacionales» de la primavera (ácimos), el verano
(siega) y el otoño (cosecha). En Dt 16, 1-17, o sea, bajo el impulso de la reflexión profética que
tiene al Deuteronomio como portador, esas mismas fiestas cambian de nombre y se llaman
pascua-ácimos, semanas y tiendas. La coincidencia de las primitivas fiestas agrarias con
acontecimientos que tenían una estrecha relación con el nacimiento del «pueblo de Dios» había
hecho que la reflexión teológico-profética las elevase a ser otras tantas expresiones de aquellos
momentos-casos de la «historia de la salvación» que son precisamente las sucesivas intervenciones
divinas con que Yahvé se insertó en la historia del mundo a través y por medio de la historia de
un pueblo.
2.
Cf. X. Léon-Dufour, Vocabulario de teología bíblica, Barcelona 1973, 969.
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Así los «ácimos» (massót) se identifican con la fiesta del «paso» (pesah: pascua) liberador de
Yahvé en Egipto. La «siega» se convierte en la fiesta de las «siete semanas» de la liberación, que
culminan en el día de la teofanía en el Sinaí cuando con la proclamación de la alianza Israel se
convierte en «el pueblo de Dios». Y la «cosecha» se transforma en fiesta de las «tiendas» o
«chozas», en recuerdo del tiempo en que Dios, después de liberar a Israel de la esclavitud, le
hizo habitar en las tiendas del desierto (Lev 23, 43), habitando también él en una tienda para
estar en medio de su pueblo (Ex 29, 45-46; Lev 26, 11-12; 2 Sam 7, 5-6). En adelante, las fiestas
primitivas, aunque siguen encuadradas en las estaciones del año, pasan a ser días de acción de
gracias por la liberación, de la que constituyen un «memorial perpetuo», empezando por la
pascua (Ex 12, 14; 13, 9) en cuanto principio de la liberación, de la que dependerán en adelante,
ya que serán algo así como los momentos sucesivos de su actuación cultual, como lo fueron en
la realidad histórica.
2. Celebración semanal. El último día de la semana, el sábado, es conocido como día reservado
por la más antigua tradición hebrea tanto al descanso como al culto de Yahvé (Ex 20, 8-11; 23,
12; 31, 12-17; 34, 21; Lev 19, 3.30; 23, 3; 26, 2; Núm 28, 9-10; Dt 5, 14-15). Sea cual sea el
parentesco que pueda tener con análogas instituciones extrabíblicas, el sábado hebreo tiene su
propia peculiaridad, que «no es su periodicidad, ni la cesación del trabajo..., sino en estar
santificado por su relación con el Dios de la alianza y en ser incluso un elemento de esa alianza»3.
En otras palabras, incluso en el día de descanso semanal el dato civil adquiere un significado
religioso-soteriológico que se desarrolla en dos líneas: la más antigua, la «deuteronómica», se
refiere a la intervención de Yahvé que libera a su pueblo de los pesados trabajos de la esclavitud
egipcia (Dt 5, 14-15), mientras que la del «código sacerdotal» (Ex 20, 11; 34, 17) recuerda el
«descanso» de Dios después de los seis días de la creación (Gen 2, 2-3). Pero justamente R. de Vaux
observa4 que también en esta visión teológica posterior hemos de ver un momento —el
primero— de la historia de la salvación y que por tanto ambas motivaciones están en relación con
la alianza, o sea, con el momento soteriológico que parte de la creación para alcanzar su cima con
la liberación pascual. El «memorial» sabático de la alianza estará subrayado además en la ofrenda
—que se renueva cada sábado— de los doce «panes de la presencia», que serán «ofrecidos en
memorial», como si se pusiera a las doce tribus ante los ojos y la presencia de Yahvé (Lev 24, 5-9).
3. Celebración diaria. Entre los diversos sacrificios prescritos en el antiguo testamento hay uno
diario (Ex 29, 42) que se ofrecía por la tarde —según una tradición más antigua— o por la
mañana y por la tarde, en épocas más recientes. Era el llamado «sacrificio perpetuo» (támid),
concebido como «memorial» del momento más solemne de la historia religiosa hebrea. En
efecto, en Núm 28, 6 se dice que se trata del «holocausto perpetuo que se le ofreció ya a Dios en el
Sinaí», lo cual significa precisamente que la acción cultual diaria, sin dejar de ser una ofrenda de
culto que se renueva como tributo diario a Dios, es además un «memorial perpetuo» del sacrificio
de alianza (Ex 24, 5-8) y por tanto de la alianza misma hecha una vez para siempre para dar
perennidad a la liberación pascual.
En conclusión, todo el culto de Israel está ordenado a perpetuar el acontecimiento históricosalvífico por el que un día las doce tribus se convirtieron en el «pueblo sacerdotal de Dios».
3. Cf. R. de Vaux, Instituciones del antiguo testamento, Barcelona
1964, 605.
4. Cf. Ibid., 606-607.
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b) Culto espiritual
La lectura teológica del Éxodo pone fácilmente de relieve que —más allá del aspecto
documental de un hecho político, como es el movimiento de liberación de una minoría étnica
que allí se narra— todo ese acontecimiento encuentra su significado y su valor en el éxodoliberación de Israel de la esclavitud de la idolatría de Egipto y en el paso (pascua) a la fe y al
amor de Yahvé. El texto fundamental en que se nos revela tanto el destino como las modalidades
cultuales que la revelación del Dios liberador impone a Israel es el de Ex 19, 3-6: «El Señor
llamó a Moisés desde la montaña (del Sinaí) y le dijo: Habla así a... los hijos de Israel: Vosotros
habéis visto lo que hice a los egipcios, os llevé en alas de águila y os traje a mí; por tanto, si
queréis obedecerme y guardar mi alianza, entre todos los pueblos seréis mi propiedad...; seréis
un pueblo sagrado, regido por sacerdotes». Así pues, Israel en toda su totalidad de pueblo y
de nación, está destinado al culto de Yahvé; por eso es un pueblo constitutiva y
constitucionalmente «sacerdotal» y para ello recibirá una «consagración» que tendrá lugar no
por procedimientos externos, sino según una modalidad totalmente nueva, o sea, aceptando
escuchar religiosamente la palabra de Yahvé y mantenerse fiel a su alianza.
Es sabido que la religión en sí misma y en las diversas formas que asume en las diferentes
culturas lleva consigo tres aspectos: cultual, doctrinal y ético. Pero la historia de las religiones nos
muestra cómo de ordinario el aspecto cultual empieza a predominar tanto sobre los otros dos
que pasa a ser el hecho religioso por excelencia, como si en él se agotase toda la religión en cuanto
reconocimiento de las relaciones existentes entre el hombre y Dios. Pero todo esto se quiere
evitar en la formulación bíblica en el mismo momento en que se exalta este aspecto cultual.
Efectivamente, Yahvé exige que su culto no sólo no se reduzca a un gesto puramente exterior
(ritualismo mágico-sagrado), ni tampoco acepta que se resuelva todo en una actitud de
adoración, meramente interior, cerrado en sí mismo y aislado del resto de la vida. El culto de
Yahvé es un «servicio», por el que el hombre se pone a su total disposición:
¿Qué es lo que te exige el Señor, tu Dios? Que respetes al Señor, tu Dios; que sigas sus
caminos y lo ames; que sirvas al Señor, tu Dios, con todo el corazón y con toda el alma;
que guardes los preceptos del Señor, tu Dios, y los mandatos que yo te mando hoy, para
tu bien (Dt 10, 12-13).
El culto en el antiguo testamento adquiere un alcance tan existencialmente extenso y un
sentido tan decididamente «espiritual» que sus manifestaciones no podrán menos de ser
expresiones de una vida elevada toda ella a nivel de «culto».
c) Culto exterior
Esto no demuestra ciertamente ni que el culto de Yahvé excluya positivamente las formas
exteriores y ceremoniales, como son por ejemplo los sacrificios, ni que éstas no puedan consistir
legítimamente en un culto espiritual. Pero está en pie el hecho de que la designación del pueblo de
Dios para que sea una propia y verdadera «corporación sacerdotal» (Ex 19, 6) sobre la base de
un culto fundamentalmente interior, hecho de atención a la voz de Dios y de fidelidad a la
alianza, no sólo la encontramos fuertemente acentuada en el citado Dt 10, 12-13, sino que es
repetida por los profetas ininterrumpidamente, para denunciar sus desviaciones. En efecto,
poco a poco también en el nuevo testamento las cosas se fueron reduciendo al rito, sin que éste
fuese expresión de la totalidad del «servicio» exigido por Yahvé. En Jer 7, 22-23 leemos:
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Cuando saqué a vuestros padres de Egipto, no les ordené ni hablé de holocaustos y
sacrificios; ésta fue la orden que les di: «Obedecedme, y yo seré vuestro Dios y
vosotros seréis mi pueblo; caminad por el camino que os señalo, y os irá bien».
Otro profeta, Miq 6, 8, después de presentarnos el proceso de Dios a su pueblo y la respuesta
de éste proponiendo aplacar a Dios con sacrificios cada vez más importantes y grandiosos, nos
hace escuchar la voz de Yahvé, que interrumpiendo los propósitos sacrificiales del pueblo, le
dice:
Hombre, ya te he explicado lo que está bien, lo que el Señor desea de ti: que defiendas el
derecho y ames la lealtad, y que seas humilde con tu Dios.
De la misma manera Os 6, 6: «Quiero lealtad, no sacrificios; conocimiento de Dios, no
holocaustos» (cf. Os 8, 11-13). Léase en Is 1, 10-20 la repulsa y el desdén que Dios muestra de
los sacrificios, oraciones, cánticos y fiestas del templo; esta repulsa encuentra también eco en
Am 5, 21-25 y en los salmos 39, 7-9 y 50, 18-19.
Cuando la destrucción y el destierro hayan eliminado todas las ataduras, incluso legítimas,
de un culto exterior, la exigencia de la revelación primitiva y de la predicación profética se
abrirán camino de nuevo, como resulta de Dan 3, 29-41 en la oración de Azarías, dispuesto a
realizar «el sacrificio de sí mismo» en el fuego del horno de Babilonia:
Hemos pecado... apartándonos de ti... Ya no existe ni holocausto ni sacrificio ni
oblación ni incienso... Pero te agrada el ánimo arrepentido y el espíritu humilde, lo
mismo que antes los sacrificios de carneros y de toros. Sea hoy así el sacrificio de
nosotros mismos ante ti..., porque... ahora nosotros con todo el corazón te seguimos, te
tememos y buscamos tu rostro.
La actitud de los profetas a propósito del culto externo no debe interpretarse de ninguna
manera como una pura y simple repulsa de toda forma cultual externa, como si el culto
tuviera que ceder su lugar al código de comportamiento moral solamente. La intención de la
predicación profética es la de poner de nuevo a la conciencia del pueblo en contacto con la
primitiva revelación, según la cual el culto debe ser —como se ha dicho— expresión de
«servicio» total, que va de la atención a la palabra a la fidelidad de la alianza. Por eso los
profetas apelan al hecho de que el gesto cultual (ritos-oraciones) no tiene un valor mágico 0er 7,
9-10: «Robáis, matáis, cometéis adulterios... y luego venís aquí al templo que lleva mi nombre y
decís: ¡Aquí estamos seguros!»), como si pudiera comprarse a Dios (Sal 49, 16-21) con el
número de víctimas o la multiplicación de las plegarias, permaneciendo entretanto «con el corazón lejos de él» (Is 29, 13) y «con las manos manchadas de sangre» de los pobres y de los tratados
injustamente (Is 1, 15-17; Am 5, 24). Los profetas saben que sólo después de una falsa visión
de la religión, un aspecto de ésta —el culto exterior— ha «sustituido» a la obediencia a Dios;
por tanto, su objetivo es que quede «restituida» esta misma obediencia como alma del culto
exterior, para que éste vuelva a ser expresión del «servicio» integral sacerdotal al que está
llamado el pueblo de la alianza.
d) Culto litúrgico
Desgraciadamente esta dicotomía del culto había entrado tan profundamente en el espíritu
del pueblo hebreo que había quedado, por así decirlo, institucionalizada. Lo podemos ver —
para aludir solamente a un hecho— en la doble traducción del término 'abhódah que en la
versión griega de los Setenta se convierte en leitourgía
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(liturgia) siempre que significa «culto levítico-sacerdotal», mientras que se traduce por latreía o
douleía cuando indica el culto ejercido por el pueblo, incluso cuando se trata de un culto
sacrificial. Esta observación es general y no tiene excepciones, pero vale particularmente para
Ex 3, 12; 4, 23, etc. (cf. supra), o sea, en todos aquellos textos en que se pide que Israel vaya a
ofrecer a Dios su culto (con sacrificio) en el desierto, o bien cuando (Ex 12, 25-26; 13, 5) se
traduce con latreía también la 'abhódáh pascual (que es ciertamente el «sacrificio» del cordero),
sólo porque ésta no entraba en las prerrogativas del sacerdote levítico, sino del pueblo 5. Esta
doble traducción del mismo término hebreo que, atribuyendo al «rito» la palabra «liturgia»,
hace de ésta —que era un término común— una expresión técnica y reservada rígidamente a
la forma cultual levítica, demuestra que incluso en el plano literario —como había sucedido en el
plano práctico— se pone ahora el énfasis en el hecho ritual a costa del culto en sentido interiorglobal.
e) Culto sinagogal
Cierta recuperación en el sentido del culto interior basado en un retorno a la audiciónobediencia a la palabra de Dios para entrar de nuevo en el cauce de la alianza, se tuvo en el
período del destierro (586-538 a. C.), que para una parte de los desterrados —la parte que
formaba el «resto» del auténtico pueblo de Dios— volvió a asumir todas las características de la
experiencia del desierto. Efectivamente, la obligada falta del templo y del consiguiente culto
ritual ligado al mismo dio origen a un nuevo tipo de reuniones cultuales («sinagoga»; reunión,
asamblea), en las que la oración se unía a la lectura de la palabra de Dios. Comenzaba así una
nueva institución, por medio de la cual se esperaba que el pueblo se acercase más al
«conocimiento de Dios» por medio de su palabra, para acabar finalmente «amando» a Dios (Os
6, 6) de manera mucho más interior y vital que la que se alcanzaba con el culto exterior del
templo. El citado Dan 3, 29-41 nace precisamente en este ambiente de «resto», cuya alma es
precisamente un profeta del destierro, Daniel. Señales muy claras de este nuevo espíritu son
también, entre otros, los Sal 49, 7-23; 50, 17-19; igualmente una expresión muy equilibrada de
la recuperación del culto interior, bien como superación del ritualismo, bien como
descubrimiento del alma espiritual del rito, la tenemos en Eclo 34, 18-20 y 35, 1-11, o sea, en un
libro que por haber nacido en el ambiente sapiencial de Jerusalén y traducido enseguida al
griego para los fieles de la diáspora (Eclo, pról. 7, 14.34-35) puede considerarse como un
exponente del movimiento sinagogal que nació por entonces (siglo II a.C.).
2. Culto del nuevo testamento
Comparados con los del antiguo testamento, los escritos del nuevo testamento son de una
parsimonia sorprendente sobre el tema cultual; sin embargo, para la comprensión de lo que es y
debe ser el culto del nuevo testamento es indispensable penetrar en su pensamiento sobre ello.
Para Cristo es un principio general que el antiguo testamento no es algo que deba abolirse,
sino más bien algo que ha de completarse (Mt 5, 17-18) y que de hecho se completa en él (Le 4,
17; 24, 27.44) y por él (Mt 3, 15). En esta perspectiva hay que leer el pensamiento de Cristo
respecto al culto y sus manifestaciones ya que, aunque
5.
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Cf. S. Marsili, en Varios, Anamnesis I, Torino 1974, 35-38.
forma un núcleo doctrinal en cierto sentido nuevo y de todas formas
válido en sí mismo, no es posible separarlo del contexto histórico —que
es el del antiguo testamento— en el cual y a propósito del cual se
desarrolla.
a) Culto externo
Cristo lo acepta tanto en su versión sinagogal, ya que leemos que «solía acudir el sábado a la
sinagoga» (Le 4, 16; cf. Mt 4, 23; 9, 35; 12, 9; 13, 54; Me 1, 21.39; 3, 1; 6, 2; Le 4, 44; 6, 6; 13, 10;
J.n 6, 59; 18, 20), así como también en su expresión clásica del templo, que para él es «la casa de
Dios» (Mt 21, 13; 23, 21; Me 11, 47; Le 19, 46) y «la casa de mi Padre» (Jn 2, 16), hacia la cual
sube en peregrinación anual dirigiéndose a Jerusalén desde la edad legal de los doce años (Le 2,
41-46) y ciertamente (según Jn 2, 13-14; 5, 1.14; 7, 10.14; 12, 12)) en los tres años de su vida
pública (para el último año cf. Mt 20, 17-18; 21, 12; Me 10, 32-33; 11, 11.15; Le 18, 31; 19,
28.47; 20, 1). Del templo reconoce el culto sacrificial, aunque con ciertas condiciones (Mt 5, 2324), lo mismo que reconoce el valor sagrado del templo y del altar (Mt 23, 16-22).
b) Culto interior
Por otra parte Cristo retiene y proclama que el perdón concedido al hermano y el amor filial
son valores superiores al sacrificio (Mt 5, 23-24; 15, 5-9; Me 7, 11-12), ya que éste, en
comparación con el perdón y el amor, es a sus ojos «una tradición humana que ha anulado la
palabra de Dios», con la consecuencia —dice el Señor refiriéndose a Is 29, 13— de que «este
pueblo honra a Dios con los labios, pero tiene el corazón lejos de él, y por eso dan a Dios un culto
vacío, ya que sus doctrinas (a este respecto) no son más que enseñanzas humanas» (Mt 15, 6-9).
Todavía más drásticamente exige, recogiendo a Os 6, 6, que finalmente se aprenda «qué es lo
que quiere decir: 'Quiero misericordia y no sacrificio'» (Mt 9, 13; 12, 7); al contrario, se
muestra lleno de satisfacción con el escriba que llegó a comprender que «amar a Dios y al prójimo
vale, mucho más que cualquier sacrificio y holocausto»; y si le dice: «No estás lejos del reino de
Dios» (Me 12, 33), es porque lo ve ahora formar ya parte de ese «reino sacerdotal» del que se
eleva el culto a Dios escuchando su palabra y siendo fieles a su alianza (Ex 19, 5-6).
Pero Cristo comprendió que el hecho de un culto exterior vacío no es sólo efecto
momentáneo de la debilidad humana, sino índice de una mentalidad (cf. las «enseñanzas
humanas» de que hablábamos) que todavía asigna un valor mágico al culto exterior (Mt 15, 5; Me
7, 11) y a las «muchas palabras» de la oración (Mt 6, 7). Por eso —prescindiendo de las que
pueden ser las justas exigencias humanas de exterioridad—, atento siempre a la búsqueda de un
culto que sea válido en sí mismo, afirmará claramente que para adorar a Dios no es necesario
hacerlo en un determinado lugar (como el templo de Jerusalén o el del monte Garizim),
mientras que es necesario «adorarlo en espíritu y en verdad» (Jn 4, 20-24), o sea, con un culto
que sea «verdadero», sin el diafragma de formas rituales meramente «sustitutivas» (sacrificios de
animales) y hecho «en el espíritu», esto es, realizado en la ofrenda personal-interior que el
hombre hace de sí mismo a Dios.
Cuando proclama esto Cristo sabe que da un giro decisivo y de verdadera conversión
«espiritual» al culto, tal como hasta él se había comprendido y practicado en el mundo.
Poniéndose en la línea de los profetas (Miq 3, 12; cf. Jer 26, 18; 7, 14), declara próxima la
destrucción del templo, convertido en su misma belleza y grandio787
Culto
sidad (Me 13, 1-3; Mt 24, 1-2; Le 21, 5-6) en símbolo de un culto demasiado exterior, y con un
gesto profetice de violenta contestación anuncia el cese inminente de toda forma de culto
sacrificial, basado en un extraño intercambio comercial, por el que el hombre contrata con
Dios según el principio del do ut des (Jn 2, 14-17; Mt 21, 12-13; Me 11, 15-17; Le 19, 45-46). El
hecho de que el gesto profetice de Cristo se sitúe en la inminencia de la pascua y en evidente
relación con ella quiere decir que había llegado ya «la hora de la adoración en espíritu y en
verdad» (Jn 4, 23). En efecto, Cristo en su muerte, que coincidirá con la pascua y que será
«sacrificio de sí mismo en el Espíritu» (Heb 9, 14) y no sacrificio de víctimas materiales
sustitutivas (Heb 9, 25), realizará en sí todo el contenido soteriológico y cultual prometido en el
cordero pascual (Jn 1, 29.36; 19, 36; 1 Cor 5, 7; 1 Pe 1, 19-20; Ap 5, 6) y al mismo tiempo
llevará por vez primera a cumplimiento aquello a lo que se había comprometido Israel (Ex 19,
8) cuando Dios lo eligió para ser su pueblo sacerdotal escuchando su palabra y siendo fiel a su
alianza (Ex 19, 5-6). En efecto, al aceptar cumplir en toda su plenitud la palabra «que encabeza
el libro santo» para revelar su contenido, que es hacer la voluntad de Dios, él quita de en medio
todos los sacrificios sustitutivos y en su lugar ofrece el sacrificio de sí mismo, que encontrará su
«signo» en la muerte sobre la cruz, pero que estará sustancialmente constituido por la aceptación
plena de la voluntad de Dios durante toda su vida (Heb 9, 5-10). El sacerdocio ofrecido al
pueblo de Dios (Ex 19, 5-6) encuentra así por primera vez su actuación en Cristo que, abiertos
los oídos a la palabra de Dios, se mueve a hacer su voluntad. Así pues, Cristo se sitúa en línea
con la primera revelación referente al culto, no sólo doctrinalmente, sino realizándolo en sí mismo
y desarraigando así definitivamente el culto de la materialidad del lugar y del modo«.
Efectivamente, demuestra en sí mismo: 1) que el verdadero lugar del culto es el «espiritual», o sea,
el hombre en su integridad de cuerpo y espíritu; 2) que el hombre sólo tiene un modo de dar
culto a Dios: haciéndose sacerdote de sí mismo, o sea, viviendo en la obediencia a Dios y en el
amor a Dios y al prójimo, ya que en esto consiste el «sacrificio espiritual» (Rom 12, 1; 1 Pe 2, 5).
c) Culto sacramental
El culto que Cristo realiza en su «cuerpo», o sea, poniendo toda su existencia terrena
concreta al «servicio» total del Padre, no es solamente un «ejemplo» en el que tendrá que
inspirarse siempre el culto del nuevo testamento, sino que constituye su realidad perenne e
íntima, mientras que las formas que asume serán el «signo» de su permanencia en el nuevo
testamento. Cuando Cristo, al responder a los judíos que le pedían una señal de su poder para
cambiar el régimen cultual hebreo, les dio como señal el hecho de que «resucitaría el templo
que ellos habrían de destruir», el evangelista nos advierte antes que Cristo «hablaba del templo
de su cuerpo» y subraya luego que «sólo después de la resurrección de Jesús los discípulos,
recordando lo que les había dicho, creyeron en la Escritura y en su palabra» (Jn 2, 18-22).
Tanto la advertencia como el subrayado que hace el evangelista de las palabras del Señor son
de enorme importancia para la plena comprensión del culto del nuevo testamento, ya que nos
manifiestan el proceso teológico que está en la base del culto cristiano. Después de la
resurrección de Jesús está claro en la fe de los discípulos y de la iglesia: 1) que la Escritura había
intentado —más allá de la tienda en el desierto y del templo, de su unicidad y de sus prácticas
cultuales (sacrificios animales sustitutivos)— enseñar
6. Cf. Ibid., 114 s.
788
Culto
un culto espiritual que se realizase en el interior de cada hombre, como había sucedido en
Cristo; 2) que el culto espiritual que había establecido Cristo, como en un templo, en su
cuerpo, o sea, en su existencia terrena, realizando de este modo la Escritura, continuaría
existiendo debido a su resurrección. En efecto, la resurrección del Señor no fue sólo el
«levantarse» de su cuerpo, en cuanto tal, del sepulcro, sino el «resurgir» del templo, que era su
cuerpo, y por tanto un resurgir del verdadero culto a Dios. Por su muerte Cristo parecía de
momento que era «una piedra rechazada fuera de la viña» (Mt 21, 42, que hay que leer en
función de Mt 21, 39), pero en realidad con su resurrección se convirtió en una «piedra
apreciada» (1 Pe 2, 4), colocada como «piedra angular» en la construcción del «nuevo templo»
del mundo. Sobre él se irán construyendo como «piedras vivas» los cristianos para formar «la casa
espiritual de Dios» (1 Pe 2, 5) y el «templo santo en el Espíritu» (Ef 2, 21-22), constituyendo al
mismo tiempo un «sagrado grupo sacerdotal» (hieráteuma hágion: 1 Pe 2, 5) destinado a «ofrecer
en su propio cuerpo, o sea, en su propia existencia concreta, una víctima viva, santa, agradable a
Dios, como propio culto espiritual» (Rom 12, 1). Por su unión a Cristo, los cristianos se
convierten gracias al Espíritu en el cuerpo de Cristo resucitado como templo nuevo de Dios;
forman el lugar espiritual en el que se ejerce el culto del nuevo testamento, «culto espiritual
aceptado por Dios por medio de Jesucristo» (1 Pe 2, 5).
La manifestación suprema del culto espiritual de los cristianos tiene lugar en la celebración de
la eucaristía, en la que la iglesia-cuerpo de Cristo se ofrece a sí misma en sacrificio espiritual
uniéndose al ofrecimiento que de sí mismo hizo Cristo en la cruz y que se hace
sacramentalmente presente en el altar. Cada vez que esto sucede, no sólo «la iglesia aprende a
ofrecerse a sí misma en lo que ofrece (el cuerpo de Cristo en la cruz») (Agustín, De civ. Dei 10, 6:
PL 41, 283), sino que se hace de hecho cada vez más realmente cuerpo de Cristo, ya que
«todos los que comen el mismo pan-cuerpo de Cristo, se hacen un solo cuerpo con él» (1 Cor
10, 16-17). Y esto no para una unión con Cristo a nivel de asimilación «estática», sino para
poder como él y con él, aceptando la voluntad del Padre, ser «una ofrenda en el Espíritu santo»
(Heb 10, 10), presentada a Dios «en su santuario pasando por la cortina desgarrada de la carne
de Cristo, sumo sacerdote del templo de Dios» (cf. Heb 10, 19-21).
3. El culto del nuevo testamento en la historia de la iglesia
La joven comunidad cristiana que se desarrollaba en el ámbito judío siguió durante muchos
años con las antiguas formas y costumbres cultuales. Hech 2, 46 nos indica que todos están de
acuerdo (homothymadón) en acudir frecuentemente al templo. En Hech 2, 42 (según el texto
griego) tenemos un primer cuadro de resumen de la vida religiosa de la primitiva comunidad;
leemos allí que los «fieles» «eran constantes y asiduos en la enseñanza de los apóstoles, en la
comunión fraterna, en la fracción del pan y en las oraciones». No es difícil vislumbrar aquí
que situando junto a las tres primeras notas típicamente cristianas la alusión a las «oraciones»
(en plural), quiere el autor referirse a los tres momentos de oración que según la tradición
antigua caracterizaban la jornada judía. Estos momentos de oración son los que vemos
practicados por los apóstoles (cf. Hech 3, 1: oración de la hora de nona en el templo, o sea, la
hora del sacrificio tamídde la tarde; Hech 10, 9: oración de Pedro en la hora sexta del
mediodía; probablemente Hech 2, 1 —comparado con 2, 15 y 1, 14—: el acontecimiento de
pentecostés en la oración de tercia, que coincidía con la del sacrificio tamíd de la mañana). Ya
hemos señalado en Hech 2, 46 la asistencia «asidua» al
789
Culto
templo; en Hech 21, 26 vemos que Pablo acude al templo para hacer la ofrenda (sacrificial)
prescrita para cumplir un voto. Se señalan igualmente las fiestas de pascua (Hech 12, 3-5; 20, 6;
1 Cor 5, 7-8) y de pentecostés (Hech 2, 1; 20, 16; 1 Cor 16, 8) y nada hace pensar que sean
simples fechas del calendario.
Pero lo mismo que 1 Cor 5, 7 interpreta la pascua en un sentido manifiestamente cristiano,
presentándonos a Cristo como nuestra pascua no en oposición sino como superación de la hebrea
—como se ve con la misma claridad en Jn 19, 33-37 viendo realizadas en Cristo las prescripciones
y el sentido del sacrificio del cordero—, así hemos de pensar que, a pesar de seguir con las
costumbres cultuales hebreas, los cristianos de las iglesias apostólicas se sintieron inclinados a
llenarlas del nuevo contenido descubierto en el hecho de que Cristo es «cumplimiento» del
sentido profetice del antiguo testamento (Le 24, 45).
Así vemos que ya a finales del siglo I se prescribe que la triple oración diaria se haga con el
padrenuestro (Didajé 8), o en sustitución o como añadido a la oración sema' de la mañana y de la
tarde y a la thephillah, la «oración» por excelencia, llamada también de las «dieciocho» (semonéesré) bendiciones, que se rezaba en la hora nona, o sea, durante el «sacrificio de la tarde».
Sobre todo está claro —y parece ser que se quiere indicarlo adrede— que el culto de la
oración de típica tradición hebrea, o sea, aquel en el que los cristianos «eran todos los días
asiduos en el templo» (Hech 2, 46) se distinguía del que se nos presenta como un rito propio de.
los cristianos, o sea, la «fracción del pan», que hacían unas veces en una casa y o'tras en otra
(ibid.; cf. Hech 2, 42; 20, 7) a fin de repetir la que llamaban «cena del Señor». Es ciertamente
difícil pensar que en esta cena —dado el carácter de estricta «anualidad» de la cena pascual
judía— los cristianos habrían descubierto y habrían querido afirmar su sentido «pascual», que
ciertamente tenía; pero la verdad es que constituía para ellos el signo de la presencia de Cristo
resucitado en medio de sus fieles, como puede verse con bastante claridad en Jn 20, 19-29 y 21,
2-14, donde las «manifestaciones» de Cristo tienen siempre lugar cuando los discípulos están
reunidos o juntos por lo menos. El rito de la «fracción del pan» era al mismo tiempo el
momento de «comunión» y de «participación en la mesa del Señor», en el sentido de comunión
y participación en el altar del sacrificio (1 Cor 10, 16-21) de su muerte (1 Cor 11, 17-33).
Otro elemento cultual propio de la iglesia primitiva que nos señala Hech 2, 42 es la
frecuencia y asiduidad a la enseñanza de los apóstoles, que si aquí no se recuerda en oposición
con la enseñanza que todas las semanas se daba en la sinagoga, fue ciertamente advertida en
paralelo y sobre todo en distinción con ella. La enseñanza de los apóstoles comprendía sin duda
el recuerdo de las palabras y de las acciones de Cristo (Hech 13, 12; 2 Jn 9-10), pero al mismo
tiempo implicaba una lectura del antiguo testamento a la luz del cumplimiento-acontecimiento
de Cristo, lectura que ya había practicado el mismo Jesús y que había enseñado a los apóstoles
(Le 4, 17-21; 7, 27; 24, 25-27.44-45) y que vemos ampliamente aplicada en las reflexiones que
hacen los evangelistas sobre la vida y la doctrina del Señor (cf. sobre todo Mt 1, 23; 2, 5-6.15; 3,
3; 4, 15-16; etc.). Los cuatro evangelios, que ya por el año 150 nos presenta Justino (Apol. 1, 6667) al lado de los profetas en la lectura de las asambleas cultuales cristianas, son el fruto de la
primera catequesis, y su redacción tuvo ciertamente la función de continuar en las
comunidades la primera didajé de los apóstoles, o sea, aquella enseñanza hecha de recuerdos
con los que los testigos del Señor eran capaces de imprimir en las mentes y en los corazones las
acciones y las palabras del Maestro. Era una znseñznzz-catequesis que —a diferencia del
kerigma, que podía tener lugar
790
Culto
indistintamente en una sinagoga o también en una plaza— tenía su lugar natural en las
asambleas de culto reservadas a los cristianos o a los que se preparaban para serlo.
En todo este complejo cultual —por lo demás muy simple— de la iglesia apostólica y de la de
los tres primeros siglos, aunque hay ya un ritual propio, no hay ni sombra de «ritualismo», ya
que no puede concebirse que se olvidara tan pronto el anuncio del «templo no hecho por mano
de hombre que Cristo habría levantado» en el mundo (Me 14, 58). En efecto, aquel anuncio
estaba demasiado estrechamente ligado con la muerte misma del Señor, ya que se le había
reprochado en el proceso religioso que le hicieron en casa de Caifas y había constituido de
hecho un punto de tanta importancia en la enseñanza del Señor que también lo habían
recogido en la condenación contra Esteban, el primer mártir cristiano en nombre de la
espiritualidad del culto (Hech 6, 13; 7, 41-48). Muchos años después, pero antes de la
destrucción del templo de Jerusalén, comparando el culto levítico con el cristiano, Heb 9, 11.24
insiste de nuevo en ésta diferencia: el culto que Cristo rindió al Padre es la base de la
superioridad del culto del nuevo testamento sobre el antiguo, ya que es totalmente espiritual y
no está condicionado por la mentalidad (f'eiropoiétos) ni del medio (Heb 9, 11) ni del lugar (Heb
9, 24). En efecto, la misma eucaristía en tanto tiene valor auténticamente cultual en cuanto
que es la ofrenda interior que la comunidad hace de sí misma en unión con el sacrificio más
espiritual que jamás ha existido: el de Cristo; y tiene lugar no en el «signo» de una víctima o de
otra ofrenda material, sino «en la oración que, surgiendo de un cuerpo puro, de un alma sin
culpa y del Espíritu santo, es precisamente por eso el sacrificio espléndido y grande que los
cristianos ofrecen por mandato de Dios» (Tertuliano, Apol. 30, 5).
En los primeros siglos de la iglesia el espiritualismo cultual es un dato tan pacífico que los
cristianos no tenían miedo —a pesar de que con ello reforzaban los motivos de acusación de
ateísmo y de irreligión con que los condenaba la opinión pública más aún que los tribunales—
de proclamar abiertamente que ellos no tenían ni templo ni sacrificio (a pesar de los primeros
apologetas, que se ocuparon de este tema, basta leer Orígenes, Contra, Cels. 8, 17-20: PG 11,
1540, donde se expone toda la teología del culto), y esto porque sabían que la espiritualidad del
culto es el signo más evidente de la verdadera religión.
Pero la inserción del culto cristiano en el ámbito de las culturas humanas no se realiza ni
puede realizarse de hecho sin que se deje sentir su influjo y desgraciadamente sucede muy a
menudo que en vez de ser el culto el que hace fermentar a la masa, es el culto el que padece
fermentos extraños que alteran su pureza y a veces su misma índole. En efecto, se puede
comprobar que en el siglo IV empiezan a registrarse signos de involución cultual, de la que
son responsables de forma bastante evidente ciertas reminiscencias veterotestamentarias que
se reproducen al pie de la letra en el nuevo testamento, ciertas influencias religiosas procedentes
de un paganismo no del todo vencido, y finalmente cierta mentalidad política y ambiental. Se
advierte cómo poco a poco el ritual se intensifica y se hace más magnífico; de las salas de
reunión en casas particulares se pasa a la suntuosidad de las basílicas («aulas regias»); la
«mesa» de la cena del Señor se petrifica en «altar» para el sacrificio, cuyo concepto se afirma
proporcionalmente con la disminución en la participación («comunión») de la mesa del Señor; la
importancia de los «ministros sagrados» en el ejercicio del culto asume proporciones cada vez
mayores, hasta llegar a convertirse en los únicos «actores» de la acción cultual, mientras que el
pueblo de Dios pasa a ser «asistente» y «espectador». En una palabra, el rito externo se va
acentuando gradualmente, hasta el punto de que en los espíritus menos clarividentes tiende a
ser no ya el «sig791
Culto
no» manifestativo del culto interior y espiritual, sino todo o casi todo el culto. Poco a poco se
fijan los ritos, el texto de las fórmulas y la lengua (latina) en que han de pronunciarse; se crea en
torno a los ritos una red de protección jurídica, que intenta ciertamente defender importantes
elementos de la tradición y de la ortodoxia, pero que se convierte también en un aval de validez
y que sin duda logra poco a poco exaltar el valor formal y externo. En la eucaristía,
precisamente por una falsa interpretación objetivante del sacrificio de Cristo, no acompañada
ya de una participación oblativa por parte de los fíeles ni por su «signo» sacramental que es la
comunión, aumenta enormemente su consideración latréutico-expiatoria, de modo que toda la
importancia de la celebración eucarística queda absorbida por los llamados «frutos de la misa»,
garantizados por la simple asistencia, sobre todo si va acompañada de la «visión de la hostia
consagrada». Y si la búsqueda de estos «frutos» al principio se mueve bastante todavía en el
plano de los auxilios espirituales que se esperan de la asistencia a la celebración, muy pronto
pasa al nivel de otras ventajas en favor de la salud física, del éxito en los negocios, cuando no se
llega a atribuirle claramente «seguridades» supersticiosas de salvación eterna ?.
A pesar de que esta situación pareció en muchos aspectos que era una pacífica posesión, de
modo que en los mismos concilios no se tocó nunca el problema cultual del pueblo más que
para detener —al menos en el límite de la ruptura— el alejamiento del pueblo del culto
oficial, con el decreto del concilio IV de Letrán (año 1215) bajo Inocencio III, que obligaba a
comulgar al menos una vez al año por pascua, no puede decirse que faltaran en la iglesia
intentos de oponerse a esta decadencia del culto cristiano, que de su realidad interior, tal como
se había comprendido originalmente y se había practicado umversalmente, y cuya
espiritualidad aparecía también en sus formas rituales, se había ido degradando hasta caer en
niveles fuertemente supersticiosos», como el mismo concilio de Trente tuvo que admitir y
reprobar en el siglo XVI con su decreto De observandis et vitandis in celebratione missarum 9. Uno
de estos intentos de recuperación «espiritual» ha de verse en el florecimiento cada vez mayor de
las devociones, que se presentan como formas de «culto popular», o sea, distinto del «clerical»
que se expresaba en la liturgia. En cierto modo estaba ocurriendo de nuevo lo que había
ocurrido en el antiguo testamento con el «culto si-nagogal», que sin oponerse al oficial del
templo se distinguía sin embargo de él, precisamente porque buscaba una mayor interioridad
por parte del pueblo; interioridad 3ue por otra parte había ido faltando por el hecho de que el
pueblo, lejos del mundo e la cultura y de su lengua (el latín) estaba privado muchas veces de
una catcquesis digna de ese nombre y no era capaz de encontrar en las formas del culto
litúrgico el apoyo necesario para su fe y su vida de piedad. Desgraciadamente, aparte algunos rasgos fugaces de autenticidad, también las «devociones» cayeron víctimas de la mentalidad y de la
superstición cultual, hasta llegar a confinar con las formas mágicas que arrastraban residuos
de paganismo y de culto naturalista 10.
En esta situación, en la que se vio surgir y afirmarse en la iglesia durante siglos un verdadero
«dualismo cultual», se pudo asistir al hecho de que la autoridad de la iglesia intervino repetidas
veces para corregir los abusos y desviaciones que se verificaban en una de las dos formas de
culto, a saber, la forma litúrgica, que era además —en la
7. Cf. A. Franz, Die Messe in deutschen Mittelaiter, Darmstadt 21963,
36-72.
8. Cf. Ibid., 73-114.
9- Cf. Concilio tridentino, Sessio 22, en J. Alberigo, Conciliorum
oecumen. decreta, Roma 1962, 712 s.
10.
Cf. S. Marsili, o. c., 58-73.
792
Culto
opinión común— la forma «clerical» del culto, mientras que muy raras veces —solo en
tiempos más recientes y en casos de abusos o de supersticiones muy graves— intervinieron a
propósito del «culto popular». Esto es de suyo comprensible, ya que justamente la iglesia ha
considerado siempre que su liturgia era la única forma verdaderamente expresiva del culto
del nuevo testamento. ¿Pero era prudente y justo que por este principio se ignorase lo que de
hecho sucedía en lo que se presentaba, en el culto, como otro rasgo distinto de iglesia, casi sin
identificar como tal? Esta situación ha sido afortunadamente objeto de profunda reflexión en
el Vaticano II, el cual ha intentado recuperar aquella «plenitud del culto divino» que dio
Cristo a todos los hombres (cf. SC, 5) y para ello ha emprendido una profunda reforma
litúrgica capaz de devolver al culto cristiano su unidad y su espiritualidad, volviendo a
proponer a la iglesia una visión y una práctica cultual más en consonancia con el dictamen de
la revelación neotestamentaria.
Conclusión: noción, integral del culto del nuevo testamento
Hablamos de «noción integral» ya que en ella tienen que confluir todos esos elementos que
nos den la diferencia específica por la que el culto, que es una realidad religiosa universal,
asume los caracteres propios que le vienen del hecho de tener que expresar la actitud religiosa
específica provocada por la revelación, tal como se concreta en el nuevo testamento. En este
sentido creemos que se puede definir el culto del nuevo testamento como el momento en que
los hombres, tomando conciencia de su inserción en Cristo, realizan en sí mismos, según
formas propiamente cultuales (adoración, alabanza, acción de gracias) manifestadas
externamente, aquella misma totalidad de «servicio» a Dios que Cristo rindió a¡ Padre,
aceptando plenamente su voluntad en la atención constante a su voz y en la perenne fidelidad
a su alianza.
Como se ve, a la idea genérica de culto —servicio de Dios según ciertas formas que
manifestaban de manera refleja la actitud religiosa fundamental del hombre— se añade en el
nuevo testamento una relación necesaria con el ministerio de Cristo, por lo que el culto del
nuevo testamento no sólo acepta el ejemplo de Cristo, sino que es su continuación; en efecto,
es el culto que Cristo comenzó en la realidad de su existencia humana individual el que
prosigue ahora en esa realidad humana que forma hoy su cuerpo en el Espíritu, o sea, la
iglesia. Pero para que el culto del nuevo testamento sea continuación del de Cristo es necesario
que conserve su dimensión esencial, que no es la de ser manifestación externa de la relación
existente entre Dios y el hombre, bien a nivel de creación como a nivel de salvación, sino la de
hacer que esa relación reconocida sea eficaz a nivel operativo-existencial, poniendo al hombre
en situación de escuchar la voz de Dios a fin de conocer su voluntad sobre él y sobre el mundo,
y haciéndole responder con amor a su alianza. Sólo suponiendo esta actitud y siendo su
síntesis expresiva, la forma de culto externa podrá adquirir su valor no solamente en sí mismo
(expresión humana) —que es la condición mínima para su validez religiosa—, sino también
en referencia con el mismo misterio de Cristo (expresión de cristianismo).
En concreto, la dimensión esencial «cristiana» del culto del nuevo testamento consiste en
situar las relaciones con Dios en el plano del amor, con el que Cristo se ponía a «servir» al
Padre, haciéndose «siervo» de todos los hombres y dar su vida por ellos (Mt 20, 26-28). Si
Hech 2, 42, al sintetizar la vida cristiana de la iglesia primitiva, la caracteriza no sólo con tres
elementos directamente cultuales (asiduidad a la enseñanza de los apóstoles, a la fracción del
pan y a las horas de oración) sino también con la
793
Culto
«comunión fraterna» (koinonía), es que quiere indicar el vínculo tan estrecho que hay entre el
culto y la actitud de recíproca caridad. Y cuando Cristo quiere decirnos qué es lo que puede
quitar valor al ofrecimiento de un sacrificio, habla de la falta de amor fraterno (Mt 5, 23-24).
Igualmente, el perdón recíproco es una condición tan preliminar a la oración (Me 11, 24)
que.es su legitimación (Mt 6, 12-15; Me 11, 25-26) y asegura su validez (Mt 18, 19-20), ya que
sólo entonces se puede decir que el gesto de celebrar una asamblea de culto se realiza «en
nombre de Cristo» (Mt 18, 20). El culto de la revelación y del nuevo testamento en particular no
es verdadero «servicio» a Dios sí no presupone el «servicio» prestado a los demás y no orienta
hacia él (Sant 1, 27). Si la caridad es un elemento indispensable para la autenticidad del culto del
nuevo testamento, la fe constituye su punto de partida y el ámbito de su desarrollo, y al mismo
tiempo encuentra en él su plena actuación. El culto del nuevo testamento no tiene en Cristo
solamente su maestro, sino que es actuación de su misterio en cuanto acontecimiento de
salvación. Sobre la fe de este acontecimiento es como el cristiano afronta y resuelve su relación de
culto, ya que por él esta relación supera lo que nace de la simple «alteridad» que distingue al
hombre-criatura del Dios-creador, encontrando a su vez su actuación en lo que se explica
como «unidad» de amor entre hombre-hijo y Dios-padre. Pero en la base de esta nueva relación
la fe nos hace descubrir a Cristo, y por ello en el culto que el cristiano ofrece al Padre la fe se
expresa en alabanza y gratitud por las revelaciones del amor de Dios que se han manifestado a
todos los hombres en la humanidad de Cristo. El culto del nuevo testamento nace de la fe y
tiende naturalmente a convertirse en experiencia viva de fe. Y no es menos estrecho el vínculo
entre culto y esperanza. Inmerso en el misterio de Cristo como en un acontecimiento de
salvación ya realizado una vez para siempre (Heb 10, 10: «Hemos sido santificados una vez
para siempre por el ofrecimiento del cuerpo de Cristo»), el cristiano sabe que todavía no lo ha
arrebatado totalmente el misterio de Cristo. En efecto, al tener como elemento de su existencia
al tiempo, que es irrefrenable sucesión de momentos y que exige por tanto que su salvación
realizada en Cristo se convierta para él en un continuo avance de salvación, de modo que ésta se
inserte, transformándola, en su historia humana, el cristiano vive siempre en la espera (Ap 22,
17-20): «El Espíritu y la esposa dicen: ¡Ven!... Y el que da testimonio [Cristo] dice: ¡Sí! ¡Voy
enseguida!»). Esta esperanza es la que en el culto se convierte en la razón profunda de toda
oración de súplica y de petición, ya que será siempre oración dirigida o subordinada a la
esperada «llegada del reino de Dios».
Bajo este aspecto el culto del nuevo testamento tiene una función polarizadora de todos los
demás valores, pero sin anularlos, ya que les da —sea cual sea su forma de aparecer, de
expresarse y de llamarse— un común denominador: «servicio» de Dios por Cristo en el
Espíritu. En esta síntesis está toda la naturaleza y la fuerza del culto del nuevo testamento.
S. MARSILI
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