Check-In Formato Reducido

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CHECK-IN
Enrique Herrero Heras
DESPERTAR
Eran casi las 6 de la mañana del 25 de junio. La radio decía que amanecería en 20
minutos pero él pensó que para entonces los primeros rayos del Sol ya habrían rescatado
a la ciudad de su anonimato nocturno. A esas horas a Malik le fascinaba asomarse a la
ventana de la planta cuarta en que vivía, otear primero la calle desde de la alcoba,
estirarse, sacudirse el sueño de su cuerpo y fijar la mirada en la línea del horizonte de la
urbe devoradora; dejar que aquella visión arrastrase sus pensamientos durante unos
minutos, pensar qué haría esa jornada, qué le aguardaría, cuánto le daría de si o si
encontraría la suerte o la muerte. Era el ritual con que comenzaba los días de su vida,
siempre, desde que llegó a España y sólo después de aquella liturgia, cuyos detalles
reproducía cada mañana con la precisión de un reloj suizo, abría los cristales y sumergía
sus sentidos en el ruido denso del monstruo.
En realidad ese ceremonial daba cobertura a una teoría acerca de las metrópolis
y sus ritmos vitales que había elaborado en los cuatro años que llevaba residiendo en
Madrid. Según esta idea la vida de una ciudad podía medirse por el volumen de los
rugidos que salen de sus entrañas, que comienza siempre bajo, alcanza un nivel máximo
a mediodía y se apaga al caer la noche. En el momento en que él despertaba Madrid
emitía un simple bostezo que incrementaba gradualmente su nivel en apenas un par de
horas. Y cuando abría las ventanas para escuchar, en su mente se agolpaban todos los
sonidos generados en cualquier punto de la ciudad y acumulados en su particular dejavù diario. Era una vorágine de coches y bocinas, de Metros que echan a andar, de
cucharillas de cafés, de emisoras que desgranan a toda prisa los minutos del amanecer
con los dedos de la actualidad; de cierres de tiendas, de ambulancias y policías, del
tráfico ensordecedor y asfixiante... Todos ellos juntos explotaban al unísono en el aire y
creaban la atmósfera sin la cual ninguna metrópolis existía; era el despertador más
eficaz, el que nunca jamás fallaba. Daba igual que tuvieses sueño o que no hubieses
descansado lo suficiente. Pasara lo que pasara, con aquel ruido implacable la ciudad
echaba a andar.
Pero ese día Malik había abierto los ojos mucho antes de que sonara el reloj. Ese
día era especial para él porque tenía que coger un avión que le devolvería por una
semana a su patria, a Utonde, la localidad guineana que le vio nacer y crecer y que había
abandonado cuatro años antes en busca de un futuro mejor. Salvo los dos o tres
primeros meses, cuando todo parecía ser novedoso, el resto de los amaneceres en
Madrid se habían convertido en pura rutina para él. El futuro que andaba persiguiendo
no dejaba de cambiar de posición y cualquier empeño por agarrarlo había resultado
hasta ahora infructuoso. Ningún trabajo, ningún traslado de domicilio, ningún amigo,
nada de eso dejaba rastro del porvenir prometedor que alguna vez pasó por su
imaginación. Por lo general se consolaba con la idea de no estar muriéndose de asco,
mano sobre mano, junto a sus colegas de la infancia, o también pensando que él era
inasequible al desaliento, sobre todo cuando reflexionaba acerca de las tareas que había
desempeñado desde que llegó aquí y que habrían resultado desoladoras para la mayoría
de los mortales. Había hecho de todo, trabajado de todo, comido de todo, visto de todo y
quizás por ello su enorme cuerpo de ébano había forjado en torno a sí una piel resistente
como la madera, capaz de soportar condiciones verdaderamente adversas.
Pero aquel día habría un paréntesis en su monotonía. Era el momento del regreso
y, aunque breve, se merecía un tratamiento especial, como el de un niño en su
cumpleaños. Tal vez sopesando que diría hasta luego a Madrid durante un tiempo,
alargó su reflexión unos minutos más, perdió su mirada a través de la ventana y el
sentido de la realidad y se abstrajo hacia la nada más absoluta. Y sólo cuando el Sol
comenzaba a molestar en sus ojos volvió en sí, dio media vuelta y empezó a ejecutar los
pasos que llevaba diseñando desde hacía unas semanas.
Abandonó su habitación y caminó despacio hacia el aseo procurando no añadir
el ruido de sus pisadas a los de la ciudad. El despertador había sonado sólo para él y sus
cinco compañeros de piso descansaban aún a la espera del Sol de manta que custodiaba
sus jornales; compartir piso con todos ellos generaba ciertos problemas de espacio y
ritmos que aquella mañana Malik deseaba evitar a toda costa. Tomarse el despertar con
calma era ahora su prioridad y asegurarse un aseo correcto y tranquilo se encontraba en
el segundo punto del orden del día. Entró en el baño, cerró la puerta con delicadeza y
dejó correr el grifo del agua fría. Pese a lo temprano del momento se barruntaba ya calor
para las próximas horas y no era plan de una ducha siquiera templada; además, escuchar
el sonido del chorro golpeando contra la piedra, corriendo por las tuberías viejas, era
algo que le provocaba cierto placer. Se acercó al espejo, recorrió cada poro de su piel
con los ojos y paseó su palma derecha por el rostro despertando así el vello al que poco
después segaría la vida. Esbozó entonces una sonrisa porque sintió que aquella mezcla
de sonidos, el del agua salpicando y el de su barba en contacto con las palmas de sus
manos, continuaba dando forma a un amanecer de manual. Extrajo una cuchilla nueva
del envoltorio, se enjabonó los dedos a modo y extendió la crema por la piel. Recreó
una vez más la imagen del contraste entre su dermis marrón y el jabón blanquecino y
sonrió porque siempre le había parecido divertida la discrepancia entre su piel, morena,
y los dientes y la crema, blancos resplandecientes.
Cuando acabó de afeitarse volvió a pasar las manos por el rostro pero en esta
ocasión para comprobar que estaba tan liso como el espejo en que se reflejaba. Luego
comenzó a desvestirse y lo hizo con total parsimonia, dejando caer la ropa al suelo para
poder pisar sobre ella. Al final se introdujo en la bañera con la mente puesta por
completo en intentar disfrutar de ese instante húmedo a solas a pesar del inconveniente
de su tamaño.
Malik era un chico enorme y su cuerpo apenas cabía en aquel recipiente pensado
más bien para otro tipo de personas. No sólo era su altura, que pasaba del 1,90; es que
su genética y los muchos kilómetros nadados en el Atlántico, en las costas de Guinea,
habían procurado una suerte de fisonomía espectacularmente voluminosa que no
admitía matices. Sus hombros estaban a la altura de un rascacielos; su pectoral era
enorme, absolutamente rotundo; sus brazos preciosos, perfectos, tanto que parecían
modelados a torno por un alfarero. Desde ahí hacia abajo el perímetro se reducía poco a
poco hasta el abdomen, perfectamente definido, sin exageración, y hasta las caderas,
finas y tensas. Sus piernas eran inacabables, largas y musculadas, y daba la sensación
que sus articulaciones estaban cinceladas con níquel. Aunque nunca se jactó de ello,
aunque siempre se consideró a sí mismo como un chico normal, el cuerpo de Malik era
increíble; compararlo con el de cualquiera de aquellos con quienes se cruzaba en Metro
cada mañana habría resultado insultante.
Pues así tal cual era, introdujo primero una pierna en la bañera llena de agua
helada, y luego la otra; y tiritó, y castañeó los dientes un poco y dejó sus labios sueltos
para relinchar por el frío. Pero antes de arrepentirse dobló las rodillas y sumergió casi de
golpe el cuerpo entero dejándose deslizar por la piedra hasta el final, hasta hundir por
completo la cabeza. Y comenzó a contar los segundos que aguantaba de esa guisa, con
la mirada fija en el techo, la boca sellada y los oídos ajenos al ruido de la ciudad: 5, 10,
20, 30… 38 segundos. Un récord para esas condiciones, con un agua tan fría.
Siguiendo con el ritual se incorporó de golpe y enjugó las gotas de su cuerpo
primero con sus manos; luego enganchó la toalla más grande que había en la casa y
empezó a secar su piel sin ninguna prisa. Salió de la bañera y se perfumó con sencillez a
base de agua de colonia de bebé, como siempre hacía, porque le encantaban los olores
dulzones y suaves. Secó sus pies en la alfombra y, sin hacer demasiado ruido, puso
rumbo a la cocina.
De cualquier manera aquel juego no era lo más importante ese día sino poder
convertir cada uno de los instantes en momentos para disfrutar y dar forma así a una
jornada especial. Regresar a Guinea tenía el sentido de poder ver la poca familia que le
quedaba allí - su hermana Teresa y los hijos de ésta - pero para él significaba que ellos
podrían dejar de llorar por su suerte al menos durante una semana. Significaba que le
verían vivo, entero y sano, y reirían y se alegrarían por ello. También implicaba la
contrapartida de aguantar las preguntas sobre las formas de vida aquí y posiblemente
que intentaran persuadirle para que no regresase nunca más a España, aunque ese
arsenal de admoniciones no parecía un peaje demasiado elevado si a cambio conseguía
recuperar en unos días parte de los años perdidos.
Pero no quería que las cosas salieran mal durante el reencuentro y por eso había
pasado las últimas horas en Madrid cavilando la manera en que respondería los
interrogantes que pudiera plantearle su hermana. Lo más probable es que no llegase
nunca a contarle toda la verdad pero si se viese obligado trataría de edulcorarla para
hacérsela tragar mejor. Eso implicaba multitud de riesgos pues Teresa no era no era
estúpida. Había acabado con su marido percutiendo su corazón a base de veneno sin que
nadie se percatara de ello, y no caería en la trampa de creer que la vida en España para
su hermano era como un cuento de hadas. Malik debería suavizar ciertas aristas,
esconderle algunos detalles y modificar pequeños elementos que estaban aún en su
contra pero sin pasarse. Pensó que no le diría lo de los cuatro meses trabajando sin
cobrar en la M-30, ni tampoco su breve estancia en la comisaría de Carabanchel, donde
fue conducido por practicar el top manta. No le hablaría de las miserias que cenaba en
ocasiones, aunque podría contarles a sus sobrinos algo acerca de los coches que circulan
por las calles o de los centros comerciales y sus luces de neón. Posiblemente así
distraería la atención de su hermana durante un rato, el suficiente como para pasar las
veladas sin demasiados compromisos.
Toda aquella reflexión le había dado el apetito del Polifemo así que entró en la
cocina y se sirvió un desayuno contundente. De lo poquito que España le había
concedido casi como un favor estaba poder comer fruta todas las mañanas, fruta fresca,
bastante buena y no demasiado cara. La noche anterior había estado comprándola en el
puesto de Yusuf, un turco con el que había trabado amistad en apenas seis meses y que
siempre le reservaba las mejores piezas. Ataviado con la toalla en la cintura se sentó de
espaldas a la ventana de aquella minúscula habitación, cruzó sus piernas y empezó a dar
cuenta de dos plátanos, dos naranjas y un tazón de fresas con leche. No contento ni
saciado con aquello se sirvió otro tazón de leche, que condimentó con todos los cereales
que cabían en él y con un par de magdalenas que andaban huérfanas. Sí.
Definitivamente, aquel sería un día especial para Malik.
Al terminar de mascar perdió su mirada en el reloj e irguió su cuerpo para sacar
el aire que había entrado con tamaña vianda. Así sentado notó los gases subir con
rapidez hacia su cuello y finalmente soltó un eructo seco y silencioso. Y sonrió. Sonrió
al principio pero aquello le pareció tan placentero que acabó por descojonarse él solo de
la situación, recordando que de haberlo hecho acompañado de sus amigos hubiera
comenzado entre ellos una ración de golpes en la espalda y risas sin descanso,
aderezadas con los sonidos guturales propios de unos cuantos negros sorprendidos por
el mal gusto.
Sin abandonar la carcajada se dirigió al salón donde la noche anterior había
dejado la ropa perfectamente planchada y perfumada. Se trataba de un pantalón de lino
beis que combinaría con una camisa negra, también de lino, tan impecable como sus
dientes blancos y que conjuntaban con sus sandalias nuevas de cuero, sencillas y
grandes. A Malik le encantaba el lino porque al deslizarlo por la piel su tacto le
recordaba las caricias de una mujer que hacía tanto no sentía. Se situó frente al espejo
de la entradita y encendió la luz para ver mejor. Abrochó los botones despacio y dejó
los dos de arriba sin cerrar, sugiriendo a la imaginación de los demás su potente torso;
sacudió y estiró sus brazos como si estuviese probándose un traje aunque la camisa sin
mangas no daba para tanto. Sería que el día requería gestos grandilocuentes y aquella
forma de atusarse proporcionaba sensaciones de importancia.
Se descalzó de nuevo para no crujir la madera del suelo y se encaminó al
pequeño cuarto que servía de trastero en el piso, una habitación minúscula que daba
cobijo a casi cualquier objeto extraño que perteneciera a alguno de los cinco amigos. No
disponía de iluminación natural y la bombilla se había fundido semanas atrás sin que
nadie hubiese tenido desde entonces los santos huevos de cambiarla. Pero Malik sabía lo
que quería y sabía dónde encontrarlo: tanteó con las manos la posición de los objetos
que habitualmente estaban por allí tirados y entre medias de dos bolsas llenas de relojes
de imitación encontró una maleta pequeña de color naranja, que distinguió del resto de
bultos por la dureza de sus tapas y porque su peso daba cuenta de la multitud de regalos
que llevaba para sus sobrinos y su hermana. Pero pese a todo la enganchó en volandas
como si en vez de regalos llevase papel y recorrió el pasillo con ella hasta la puerta sin
dejar que las ruedas tocasen el suelo. Al agarrar el pomo giró su cabeza de nuevo hacia
el espejo del vestíbulo y con su voz grave sugirió a la imagen reflejada:
- Hoy puede ser un buen día para vivir.
ESTRÉS
Las pilas del despertador caído habían desaparecido debajo de la cama y no era el
momento de pararse a buscarlas. Marc maldecía el ruido que él mismo había generado
porque al tantear con su mano para encontrar el reloj y detener de cualquier manera su
sonido martilleante lo había desplazado por los aires, hacia el suelo, y lo que venía a
continuación amenazaba con cortar sus mejores sueños.
Lo sentía sobre todo porque al caer habían despertado a Pamela de manera
súbita y sabía que aquellos amaneceres inesperados anunciaban mosqueo y día
complicado casi con total seguridad. En efecto, la primera palabra que escuchó de su
esposa fue un sonoro joder, que creó eco en su cabeza y le hizo a él repetirlo con igual
intensidad pero diferente sentido. El joder de Pam venía a significar algo así como ya
estamos otra vez, como siempre, mientras que el de Marc era una mezcla entre ya la he
jodido, ya está esta tía y menuda forma de empezar precisamente hoy. Ambos
resoplaron muy bajito, lo suficiente como para advertir al otro pero sin llegar a irritarle
en demasía. Eran los primeros minutos y bastaba simplemente con marcar las
intenciones.
Aunque hacía unas horas que habían estado follando intensamente, por sus
gestos cualquiera diría que apenas si se conocían entre sí. Desde un tiempo a esta parte
hacer el amor no era para ellos la sublimación de un deseo sino más bien la enajenación
de algunas de sus frustraciones. Lo cierto es que eran bastante buenos en eso, casi
malabaristas del sexo, y al contrario de otras parejas que finiquitan una pelea con un
buen polvo, ellos habían llegado a un punto en el que después de la pelea se sentían
ajenos y aquello multiplicaba por diez el placer de hacerlo porque era como hacerlo con
alguien nuevo.
Pero al amanecer esa mañana no había aún peleas, ni ganas ni tiempo para un
revolcón así que después de unos burocráticos buenos días comenzaron a preguntarse
por la lista de las tareas que habían de solucionar antes de dirigirse al aeropuerto. Como
casi siempre en las vísperas de un viaje habían resuelto no dejar nada para última hora
pero a la vista de lo que quedaba por delante aquello no fue sino una quimera más. Y
cuando se percataron que de lo que les faltaba por hacer entonces la conversación
empezó a escribirse con mayúsculas agitadas. Atravesaron reproches muy duros entre
ellos, tan duros que las explicaciones, justas en ambos casos, rebotaban entre los
insultos y se partían en mil añicos cuyos filos horadaban más y más su relación.
Marc era ingeniero; un tipo listo y ácido, tan brillante en su trabajo como frío en
sus relaciones personales. Había hecho de su profesión y de su inteligencia los ladrillos
del muro que nadie podía escalar nunca, en la creencia de ser superior a los demás y
toda su personalidad estaba al servicio de su arrogancia y vanidad. Quizás por ello, para
no dejarse ver ni exponerse demasiado a alguien que pudiera descubrir sus fallos, Marc
estaba obsesionado con la idea de trabajar de Sol a Sol y si podía, de paso, ganar mucho
dinero porque con él cimentaba su imagen de chico triunfador. Prefería derrochar su
vida entre planos y proyectos que aprovecharla cultivando su espíritu, que a esas alturas
no se llenaría más. Hablaba poco y cuando lo hacía no dejaba de tratar asuntos
absolutamente superficiales; le gustaba su coche, su casa, sus amigos y el Real Madrid;
vestir bien y estar acompañado de una chica guapa – e inteligente – como era Pam. Pero
de ella no esperaba más que quedara bien a su lado; que no desentonase en las fiestas de
empresa y que se ajustase a sus cánones de estética femenina, arreglada, sofisticada,
moderna y urbana.
A fuerza de vivir juntos Pamela había ido esculpiendo su imagen observándose
en el espejo de Marc. Ella era más intuitiva y sensible y con diferencia bastante mejor
persona pero eso no le libró de enamorarse de él porque incluso los inteligentes y las
buenas personas cometen errores comunes. Cuando le conoció, a los 17 años, le
preocupaban más los asuntos de los demás que los suyos propios; por aquel entonces
disponía de un alma honda que fue apartando de sí a medida que unía su vida a la de
Marc. Primero fueron sus aficiones, luego sus amigos y, finalmente todo rastro de las
inquietudes que en un tiempo la movieron. En sus años jóvenes le preocupaba bastante
poco la moda; vestía informal pero su sencillez dibujaba elegancia a cada paso que
daba. Tampoco le interesaba el dinero o la seguridad económica en el futuro; su
intención era cursar educación infantil y luego opositar para dedicarse de lleno a los
niños. Pero conoció a Marc y quizá porque él era diametralmente opuesto a ella le picó
la curiosidad el conocerle un poco más; quizá por eso, quizá porque todo el mundo
comete errores comunes o quizá porque, estando más preocupada de los problemas de
los demás, entendió que aquel muchacho altivo necesitaba ayuda y ella podría
prestársela. Y sin saber cómo acabó perdiendo su personalidad y adoptando la que él le
daba a ratos sí y a ratos le quitaba. De informal pasó a sofisticada; cambió los Kicker´s
por Manolo´s, el vaquero campana por minifalda ajustada y los largos paseos los daba
ahora montada en el coupé recién estrenado. Abandonó la idea de la pedagogía y se
centró en las ciencias económicas para ser auditora de empresas; ya nadie la llamaba
Pamela, como había sido siempre. Con la excepción de su familia, ahora todos los que
la llamaban hablaban de Pam.
Pero Pam o Pamela en ese instante daba igual; sin calentamiento previo los
malos modales producto de años de infelicidad en su matrimonio afloraban sin
posibilidad de remisión. Apartó la sábana con el brazo, abandonó aquel lecho
infructuoso de un salto y se encerró en el baño con la intención de tomar una ducha
rápida, pero incluso esa necesidad cotidiana se vio frustrada porque el agua caliente no
acababa de llegar. Tecleó la bañera con sus uñas de manera alternativa, esperando que
por fin saliese vapor, se acordó del refrán que dice vísteme despacio que tengo prisa y
calculó que en el tiempo que estaba tardando, Marc ya debería haber hecho la cama y
recogido los enseres de la alcoba. Pero el agua caliente seguía sin salir de la cañería así
que decidió resolver ese contratiempo aunque fuera golpeando la caldera. Le ofuscaba
el poco tiempo disponible para preparar las maletas y que hubiera que soportar este tipo
de inconvenientes impropios de una casa tan pija como esa. Salió del aseo con la
determinación de expulsar su ira a golpe de exabrupto mientras recorría los pasillos
hacia la terraza pero fue detenida en seco por Marc, que había calculado de manera
inversa que en el tiempo empleado para hacer la cama y recoger la alcoba, Pam ya se
habría duchado.
Por lo general una situación como esa hubiera sido el detonante de una discusión
de sordos en la que se recriminarían la impaciencia por terminar antes de haber
comenzado. Pero en ese instante se hizo la excepción quizá porque era el primer día de
la semana de vacaciones que ambos habían tomado para viajar a Nueva York y
enderezar su relación. Aunque habían visitado en alguna otra ocasión la capital del
mundo ésta tenía algo de intrigante porque sería la última si finalmente no eran capaces
de arreglar sus desavenencias. Pamela lo había planteado como un ultimátum: si no salía
bien no habría retorno o, mejor dicho, cada uno haría el suyo por su lado.
Durante años ella había estado cediendo parcelas de intimidad, día a día,
situación tras situación, y ahora el control la convivencia pertenecía casi en todo a Marc.
Pero hacía un par de meses que decidió retomar las riendas, amotinarse hasta gobernar
de nuevo los mandos y virar por completo su existencia. El primer bandazo consistía en
recuperar las sensaciones que vivieron en su luna de miel en la ciudad de los rascacielos
y a esta tarea se había dedicado ella de manera meticulosa en las últimas semanas. No
escatimó en detalles caros; viajarían en bussines, se alojarían en el Astoria y cenarían
una noche en Masa. A todo esto Marc dijo que sí pero mientras ella creía que su
aquiescencia se debía a un intento por salvar la relación, en realidad ocurría que a él le
hubiera parecido igual de bien viajar en low cost, alojarse en un B&B y cenar perritos y
hamburguesas. En los últimos días de preparativos, mientras ella hablaba y hablaba sin
cesar, ilusionada, y le contaba los pormenores del viaje él daba vueltas en su cabeza a
los planos de una obra que no acababan de cuadrar, y aunque su boca asintiera su mente
sólo hacía que recordarle que cuanto antes partiesen antes regresarían de aquel estúpido
viaje.
Pero llegado el día él trató de relajarse y disfrutar porque tampoco había otra
salida que aquella y por eso estrechó fingidamente a Pam entre sus brazos y le dijo:
- No pasa nada, cariño. Seguro que hoy todo nos sale a pedir de boca. Verás
qué bien nos lo vamos a pasar estos días.
Y le soltó un beso en la frente que a Pam le supo a condescendencia
insoportable. ¿Cómo podía saber él que se lo iban a pasar bien si no había movido un
dedo para programar nada del viaje? ¿Cómo podía saber él que se lo iban a pasar bien si
aún no habían salido de casa y ya estaban mosqueados? ¿Cómo no sabía él que ella
atravesaba la máscara hasta llegar a su lado más hipócrita y descubría un día sí y otro
también que detrás no había sino un vacío irrecuperable? Por dentro pensó que sólo eran
palabras huecas que aunque hieren al ser pronunciadas sin embargo no ajan a quien las
reciben.
Así que ella también se contuvo porque no estaba dispuesta a arruinar su viaje a
las primeras de cambio y le explicó tan suavemente como pudo el problema de la
caldera y del agua caliente. Marc se dirigió a la cocina para ver qué era lo que ocurría y
tras examinar el calentador entendió que tal vez Pam no había esperado lo suficiente
pero se abstuvo de emitir su juicio en alto dado que hacerlo habría encendido no la
llama de la caldera sino los ánimos de su mujer. Y resolvió mentirle y decirle que había
perdido presión y que por eso no llegaba el agua caliente mientras para sí deseaba que
aquel fierabrás improvisado sirviera para algo. Para ganar tiempo se duchó él primero,
con agua fría, claro, porque el problema no era ese que había inventado sino cualquier
otro que no acertaba a adivinar. Pero la suerte vino a echarle una mano porque cuando
ya concluía con su baño el agua comenzó a coger temperatura, momento que aprovechó
para avisar a Pam y decirle que se metiera rápido en la bañera, no fuese que aquel golpe
de suerte se esfumara tal cual había llegado.
Se asearon finalmente juntos y rápido, sin tiempo para concesiones ni alegrías.
Primero salió Marc, se secó a toda pastilla y empezó una actividad frenética recogiendo
trastos y poniendo un poco de orden en todo el equipaje que deberían llevar a los
Estados Unidos. Sacó algunos de los bultos al vestíbulo sin pararse a revisar si se
hallaban completos o no; tan solo comprobó que estuviese dentro una mochila vacía que
traerían hasta arriba de prendas de algodón americano, pero del resto ni rastro de
preocupación. Lo que sí hizo con cuidado fue preparar la bolsa de los dispositivos
electrónicos, la última generación de todo tipo de cacharros, los más pequeños, los más
potentes, casi los más exclusivos: móvil táctil, I-Pod y una potente cámara reflex más
todos los cargadores, que introdujo, numerándolos, en una bolsa que simulaba fibra de
carbono en el exterior. Esa la llevaría fuera del equipaje facturado, cerca de sus manos,
porque en ella viajaría también la documentación, los billetes del vuelo y la cartera con
el dinero y las tarjetas de crédito.
Pam, entretanto, acababa de secarse el pelo y se encontraba inmersa en la tareas
del maquillaje y el arreglo de las que renegaba cada día más. No dejaba de pensar que
algo fallaba si para coger un vuelo le resultaba imprescindible salir impecable de casa
pero lo cierto es que tenía ya una maña increíble con aquello y no se demoraría ni cinco
minutos más. De hecho, aprovechó que se alisaba el cabello para retornar a su sitio los
botes de champú y gel que habían utilizado en la ducha, hacer un gurruño con la ropa
interior y echarla en el cubo a sabiendas que permanecería allí al menos una semana,
hasta el regreso.
Cuando terminó recogió el alisador, se atusó el pelo y salió disparada a la
cocina. Abrió la nevera y enganchó un zumo anticalórico y leche de soja; del armario de
la despensa escogió los cereales con fibra y titubeó durante cinco segundos si aderezarlo
todo con un bollito dietético o dejarlo correr. Sin el bollito se encaminó al salón para
acompañar a Marc en el desayuno, que había dado comienzo escasos minutos antes.
Mas cuál sería su sorpresa cuando observó que Marc no hacía ni caso a lo que engullía,
absorto como estaba revisando en el portátil los correos que la empresa le había enviado
a última hora.
- ¿Has terminado con lo tuyo?, preguntó.
- Ujú, respondió él sin abrir la boca.
Pam intuyó que Marc había querido decir que sí, aunque dudaba mucho si en
realidad le estaría haciendo algún caso. Y lo dudaba porque él se introdujo el trozo de
bizcocho en la boca y lo sujetó sólo con los dientes con el fin de liberar las manos que
rápido comenzaron a teclear. Aquella imagen dibujó en ella un rostro que mezclaba
sorpresa, indignación e incredulidad ante la idea de que él hiciese tan poco caso al viaje
que ahora comenzaban; un rostro lleno de furia que no debió pasar desapercibido para
Marc, porque ipso facto dejó de mirar la pantalla y atendió de lleno a su mujer, aunque
esa maniobra, además de repetida, llegaba ya un poco tarde. Y como de perdidos al río,
volvió de nuevo a los mensajes que le entraban y siguió respondiendo aquellos que le
parecieron más urgentes sin reparar en que los que Pam le enviaba eran sin duda los más
importantes.
Ella meneó la cabeza con rabia hacia los dos lados y escribió así en el aire el
gesto de la negación, en realidad un sucedáneo del que debería ser, el de la indignación
y la frustración que le provocaban situaciones como aquellas. Dio media vuelta y
terminó de comer en la cocina, sentada de espaldas a la ventana por la que entraba la
luz; allí comenzó a divagar, a dejar de lado el viaje o parte del viaje y de los motivos
que a él le habían llevado y comenzó a planificarlo para ella, a su gusto y antojo, según
sus criterios y sus intereses. Cancelaría algunas de las excursiones programadas y se
dejaría tiempo para ella sola; visitaría sola lugares menos románticos y posiblemente
mucho menos emblemáticos, pero seguro más entretenidos. Y pasearía por las calles de
Nueva York sin reparar en sus pasos ni tampoco en lo que dejaría atrás con cada uno de
ellos.
Por estos pensamientos, cuando Marc entró en la cocina encontró a Pam
sonriendo suavemente, con los ojos ligeramente humedecidos por sus divagaciones, y
no dio crédito a lo que sucedía. Minutos antes ella lloraba por la rabia y ahora no era
capaz de quitar la sonrisa de sus labios. Y así, mientras enjuagaba los cacharros y los
apilaba en el secaplatos pensó que su mujer estaba algo loca.
CAMINO
Malik bajó las escaleras del pasillo más despacio que de costumbre; aquel edificio era
un inmueble antiguo construido a base de yeso y madera, vidrio y forja, que no había
sido remodelado prácticamente desde que se erigió. Sus paredes reflejaban el paso del
tiempo igual que los rostros de algunos de sus inquilinos, los que aún sobrevivían de
aquellos que lo inauguraron. La mitad de los pisos los habitaban personas ahora
mayores, los jóvenes que emigraron del campo a la ciudad tras la Guerra Civil y que
dieron con sus espaldas en aquellos pequeños cuchitriles en los que reposar las ánimas
después de las interminables jornadas de trabajo a las que les sometía la dictadura. La
otra mitad de los pisos la ocupaban chicos como Malik, inmigrantes también, venidos
de la miseria también, apaleados también por las interminables jornadas de trabajo que
les infligía ahora el nuevo capitalismo democrático. Aquel edificio, y otros tantos como
él de alrededor, parecían haber sido construidos para albergar seres inanimados cuya
única misión consistía en trabajar de Sol a Sol y de no ser por las pequeñas alegrías
cotidianas, que pintaban las paredes de colores vivos y mantenían el cemento
incorrupto, se hubiera derrumbado ya corroído por la pena que rezumaban las vidas
perdidas entre el sacrificio y el esfuerzo. Durante medio siglo habitáculos de no más de
cincuenta metros habían estado cobijando las intimidades de decenas de familias
obreras, sus deseos inacabados y la esclavitud de tener que malvender su tiempo a los
tiranos que les permitían mantenerse con vida.
A fuerza de observar esta rutina demoledora el edificio había adquirido la
idiosincrasia propia del emigrante; dentro de él Malik tenía la sensación de encontrarse
en las entrañas de un vejete adorable que cuidaba y mimaba como podía a otros tantos
como él hasta el punto de crear un ecosistema específico, original, sólo comprensible si
se labra día a día el sentimiento de pertenencia al grupo de los desharrapados. Malik era
uno de ellos, igual que Julián y Socorro, que habían llegado a Madrid en el 43 desde
Toledo huyendo de la muerte y la pobreza y ahora ocupaban el piso contiguo al suyo. Se
acordó de ellos mientras cerraba la puerta porque la noche anterior estuvieron de
cháchara un rato en la corrala, mitigando el calor con una cerveza en la mano y una
conversación intrascendente en los labios. Había sido una charla agradable, en chanclas,
pantalón corto y camisa de raso, con los antebrazos apoyados en la barandilla de la
corrala y la cabeza asintiendo constantemente, hubiera razón o no, se estuviese de
acuerdo o en franca contradicción. Pero aquello entusiasmaba a Malik más que nada en
esta vida; la posibilidad de mezclarse de manera honrada con sus semejantes, sentir que
orígenes extraños y absolutamente ajenos entre sí les habían hecho compartir vivencias
idénticas. Encontrar seres prácticamente iguales a él y desnudar su conciencia por
completo delante de ellos, poder mostrar la cotidianeidad tal cual él la iba
interiorizando, sin matices, sin temor a ser estigmatizado por ello.
Como si de una escena de humo se tratara, Malik atravesó esa última
conversación mientras arrastraba la maleta repleta de sueños. A esas horas,
madrugadoras aún, no había vecinos en la corrala pero a medida que avanzara la
mañana sus pasillos se llenarían de vecinas, mujeres bulliciosas y tranquilas que
comentarían los pormenores del día anterior o los augurios sobre el siguiente. Y seguro
que Socorro contaría a las demás que unas pocas horas antes había estado departiendo
tranquilamente con Malik. Porque era un chico querido dentro de la comunidad.
Querido hasta el punto en que alguien como aquellas mujeres podían querer a alguien
como Malik, en un ámbito en el que el cariño se funde de manera inexorable con la
lástima de observarse uno mismo en el espejo del tiempo. Ni Malik ni sus amigos
originaban molestias para sus vecinos. El piso estaba al corriente de todos los pagos, no
eran chavales ruidosos y rara vez se les veía llamar la atención. Eran sumamente
discretos tal vez porque así agradecían cada mañana que la vida les permitiese seguir
adelante un día más.
Bajar las escaleras despacio suponía no provocar eco con sus grandes sandalias
de cuero negro. Ni había despertado a sus compañeros ni quería que vecino alguno
notase su presencia. Recorrió el pasillo bajo y abrió el portal que le sumergía en el ruido
inmenso del centro de la ciudad. Su primer paso le dio de bruces con la realidad de la
urbe, pues nada más pisar la acera una inmensa nube de humo negro procedente del 34
le sacudió en sus grandes narices e hizo que perdiera parte del encanto que tanto
esfuerzo le había costado llevar consigo ese día. Atravesó la calle y se apostó en la
parada de enfrente para enganchar en dirección contraria el mismo 34, que habría de
llevarle hasta Nuevos Ministerios para enlazar allí con la línea 8 de Metro hasta el
aeropuerto.
La parada estaba atiborrada, para variar. Con tanto esmero en su cuidado
personal el tiempo había volado y la hora punta se había echado encima como siempre
con su velocidad silenciosa. Llena la parada, lleno el bus, apenas si quedaba espacio
para la maleta, que tuvo que colocar entre sus piernas. Aquella postura no era todo lo
agradable que hubiera deseado y empezó a arrepentirse de no haber tomado un taxi,
aunque en seguida recordó que esto le hubiera supuesto un desembolso económico
demasiado grande en relación a su maltrecha capacidad.
En cualquier caso se conformó pensando que le gustaba viajar con estrechez o
tal vez es que a fuerza de verse obligado a hacerlo así a lo largo de su vida le había
terminado cogiendo el tranquillo. Le resultaba curioso que en las ciudades, donde las
personas son casi siempre anónimas para las demás, existieran espacios tan
intensamente compartidos. A Malik le chocaba el que cientos de ajenos entre sí
estuviesen pegaditos los unos a los otros dentro del transporte público, como si les fuese
la vida en ello. Le hacía gracia pensar que cualquier alienígena que visitara nuestro
planeta se llevaría seguramente una impresión equivocada al respecto de nuestras
relaciones sociales, pues tal vez concluiría que los humanos son seres afectivamente
muy cercanos los unos de los otros aunque casi seguro se preguntaría por qué razón ese
exceso de roce no se convertía con mayor frecuencia en algún tipo de cariño.
Por si entraba algún marciano en ese momento y realizaba una inspección visual,
Malik dejó caer sus ojos en la chica que ocupaba el medio metro cuadrado contiguo al
suyo. Y lo hizo mientras esbozaba una sonrisa tan pícara que a ella no le quedó más
remedio que inquietarse, intrigarse e interrogarse por dentro acerca del significado de
aquellos ojos. Ella era rubia y de pupilas claras, bastante delgada y ciertamente alta.
Vestía informal, con sandalias blancas de tiras, falda ancha violeta, algo tableada por los
bajos y suéter blanco con mucho escote. El pelo lacio como hilos de oro y recogido con
una coleta alta, que parecía la crin de un caballo recién cepillada. En los brazos,
cruzados, una carpeta y dos cuadernos de colores mil, gruesos, impecablemente
cuidados y aparentemente muy trabajados. Al hombro, un bolso de Mandarina cuyos
colores tenues y discretos coqueteaban con el resto del conjunto. A simple vista, a Malik
le pareció una chica extrovertida, sensualmente divertida y, casi con seguridad, una
excelente compañera para tan breve viaje.
De inmediato trazó un plan de conquista efímera para iniciar conversación.
Empezó a seleccionar posibilidades a toda velocidad, a descartarlas con no menos
premura y no dejó de dar vueltas hasta encontrar una puerta que consideró relativamente
asequible. Pensó en los cuadernos, pero él no era chico de estudios así que ahí no tenía
recorrido alguno; luego se centró en el físico, pero aquellos no eran horas ni lugares
para lisonjear a una dama. Así que le hablaría de los complementos, porque de eso tal
vez podría saber algo que ella desconociese. Al fin y al cabo, Malik había vendido
imitaciones de ese mismo modelo hacía apenas unos meses y apostaría que el que ella
llevaba se lo habría adjudicado con suerte algún amigo suyo. De ahí la sonrisa pícara
que junto a la mirada fija en el bolso venían a indicarle a la chica que aquel negro
buscaba cháchara. Por si no le había quedado suficientemente claro, Malik le dijo:
- Ese bolso tuyo me suena. Yo he vendido unos cuantos en primavera. Para mí
es el más bonito de todos, aunque no es el que más se llevaban las chicas.
Como si de leer una partitura se tratase, Malik había dado comienzo en parte a
una suerte de seducción de perfil muy bajo. Aunque ambos se encontraban a una
distancia suficiente como para no escucharse con el ruido del autobús él no movió sus
pies un ápice al hablar. De sobra sabía que si la chica estaba interesada en su
conversación sería ella la que correría ficha hacia delante y, si no, lo dejaría correr a
base de sonrisa diplomática. Además necesitaba evitar la sensación de atropello que
pudiera generar un chico negro a esas horas de la mañana con una conversación
intrascendente en un lugar por completo inusual. Aunque ella no respondía al
estereotipo de persona intolerante no sería la primera ocasión que un mal paso le había
provocado incidentes molestos. En experiencias propias o muy cercanas Malik había
encontrado las fauces afiladas de la intransigencia e iniciar con la muchacha una
relación efímera como sería aquella no compensaba ciertos peajes.
Pero era un chico de intuición y poco se equivocó en sus pronósticos. Al
principio ella se quedó bloqueada, no porque no supiera qué responder ante esas
palabras sino porque, en efecto, la tesitura de encontrarse a un negrazo a las siete de la
mañana en el autobús, de camino a la facultad, hablándole de su bolso le había
descolocado por completo. Así interpretó Malik el silencio y en consecuencia decidió
actuar permitiendo que los segundos calmasen las olas de la extrañeza, cediendo
espacio, invitando a entrar, dejando caer los ojos lánguidamente para erguirlos de nuevo
y trasmitir una seguridad que ella había perdido por completo en ese lapso. Como si de
un resorte se tratase la sonrisa apareció en los labios de la chica para expulsar en un
soplo de aire la curiosidad del momento y sólo cuando hubo pasado de largo, acertó a
pronunciar sus primeras palabras.
- ¿El qué? Ah, el bolso… Sí, sí, es bonito, claro… Es muy bonito… Por eso me
lo he comprado yo.
Y soltó una carcajada con la que apeaba todo el lastre de su sorpresa en esa
misma parada de Atocha en que ya se encontraban. Mientras Malik esbozaba una leve
sonrisa y dejaba entrever su inmensa dentadura ella empezó a pensar que con aquellas
frases no había hecho sino quedar al descubierto casi por completo. Pero al mismo
tiempo le invadió una tranquilizante sensación de seguridad porque en la práctica se
trataba de una conversación trivial que a ningún lado llegaría. Incluso alcanzó a
considerar que finalizaría en el momento en que uno de los dos se bajase del autobús,
instante incierto en el caso del chico negro, y por eso su ánimo tornó en segundos, a la
velocidad de la luz, como si de repente hubiese comprendido que el problema no era la
situación chocante en sí, sino la escasez del tiempo con que contaba para hacer que
aquel trayecto, aquel día, se saliese por fin de la rutina.
Así que sin perder tiempo comenzó un interrogatorio casi frenético que no
conseguía sin embargo el tono que hubiera considerado adecuado a esas circunstancias.
Al contrario, cuanto más se esforzaba por desenredar a base de preguntas la madeja que
él le había tendido más se percataba de lo insustancial de sus propuestas. Una vez que
entendió que Malik se dedicaba al trapicheo de bolsos y demás pormenores casi todo su
repertorio se redujo a interpelaciones sobre los complementos que se llevaban esa
temporada o los que habrían de llevarse en la siguiente. Y esa espiral le estaba
empezando a consumir por dentro porque aspiraba a extraer algo más de aquella
interesante coincidencia pero lo único que veía era detenerse al autobús, con su
periodicidad metódica, parada tras parada, y sentía reparo, cuando no pena, de que la
siguiente pudiera significar el final del encuentro.
Sorprendido con aquella algarabía de cuestiones que se le venían encima, Malik
dudó si tomar la palabra o dejar que el vendaval se terminara un par de kilómetros más
adelante, al llegar a los Nuevos Ministerios. Es posible que se hubiera equivocado con
la chica; es posible que bajo la apariencia de muchacha sensible e inteligente sólo
hubiese alguien preocupado por la estética. Posible pero no probable. Así que ante la
tesitura de dejarse llevar por sus ganas en ese momento o confiar plenamente en su
primera impresión abogó por lo segundo, de manera tan decidida que cortó de un
plumazo la verborrea de su compañera y le formuló varias preguntas sencillas y
directas, fáciles de responder, en la idea de evitar otro laberinto del que no sabría ni
querría salir en esta ocasión.
Al frenazo respondió ella con un estacazo de realidad, como el de los esquizos
cuando acaban de tomar su medicación, y a los meandros del interrogatorio siguió el
curso bajo de las réplicas tranquilas, con la mirada perdida, mientras trataba de explicar
que se llamaba Amanda, que estudiaba Historia en la Complutense y que tenía 22 años;
que se dirigía a Nuevos Ministerios y desde allí a Cuatro Caminos, donde cogería el “F”
que le dejaría en la mismísima puerta de la facultad. Con ese nuevo sosiego a Malik le
estaba dando tiempo para escuchar las pequeñas pinceladas que ella le contaba de su
vida y, por lo que adivinaba, la de aquella chica parecía no excesivamente intensa pero
sí suficientemente interesante. Pensó en su nombre mientras ella continuaba hablando y
le resultó muy chulo, ajustado al perfil que entregaba en aquel momento en que la había
conocido. Amanda, pensó, debía venir del verbo Amar, pero sobre todo de su acción
continuada, y le vino a la cabeza una caricatura suya en la que se le representaba como
una inmensa flor de la que manaban pétalos de amor sin cesar.
En los minutos siguientes Malik no paró de gesticular con la boca; se mordió los
labios, pasó el inferior sobre el superior, los abrió, los cerró e interpuso su lengua en
ellos como diciendo a todo que sí. Del bolso de marras había germinado un breve brote
que perfumaría posiblemente su día con un aroma suave y dulzón, como los que le
gustaban a él. Amanda le había dejado un buen recuerdo en su memoria y pensaría en
ella hasta llegar al aeropuerto ahora que se separaban en los torniquetes de los Nuevos
Ministerios.
TAXI
Pam y Marc cogieron de la entrada las maletas, a toda prisa, sin saber a ciencia cierta si
en ellas se encontraba todo lo que habían planeado llevar al viaje. Pero esas dudas no
podían suponer de ninguna manera un retraso en la hora de salida, así que confiaron en
que de haber dejado algo al menos habrían metido lo imprescindible como para no tener
que darse media vuelta al llegar al aeropuerto. Revisaron únicamente la documentación
y el contenido de las carteras, sobre todo la presencia de las tarjetas de crédito con las
que asumieron deberían comprar todo aquello que hubiesen olvidado en Madrid.
Marc salió y entró varias veces antes de cerrar del todo y lo hizo a la vista de
Pamela, algo que le enojaba porque en parte dejaba al descubierto una de sus
debilidades: la inseguridad. Pero siempre le había estremecido la posibilidad de
abandonar la casa con las luces encendidas o las ventanas o el gas abiertos, y entre que
eso ocurriera y mostrarse como era en realidad prefería sin ambages lo segundo. Cuando
por fin se hubo asegurado que el interior estaba en orden, clausuró los cierres, tiró y
empujó la puerta como si se pudiese abrir y giró la cabeza hacia Pamela para analizar su
mirada escudriñadora, temeroso de encontrar en su rostro una sonrisa maliciosa. Pero
cuál sería su sorpresa que ella ni siquiera había reparado en todo aquel embrollo
momentáneo y se encontraba chequeando los billetes de avión, cerciorándose de la hora
en que debían facturar y embarcar, no fuera que con tanto trajín se le hubiese pasado
algo por alto.
Alterado por este estado de las cosas, contrariado por hallarlas de manera muy
distinta a como fugazmente las había podido imaginar, enfadado casi con la sensación
de estar pasando por completo desapercibido, Marc detuvo su frenesí unos segundos.
No era habitual que ella dejase escapar una oportunidad así para sacudir sus paños
menores y airearlos en sus morros, consecuencia seguramente de que él solía hacerlo en
sentido contrario siempre que podía. En general aquellos ataques habían adquirido tintes
algo cómicos y se había instalado entre ellos cierto tipo de guasas con las que, de
verdad, pasaban muy buenos ratos, aunque él solía llevar la voz cantante o, cuando
menos, fijar siempre la última palabra antes que ella acabase por mosquearse del todo.
Recorrió el camino que les separaba a ambos, entre la puerta y el ascensor,
preocupado por este asunto, reflexionando sobre la mejor manera de dejarlo pasar. No
era tan importante o no era cuestión de otorgarle más importancia de la debida o tal vez
se trataba de no volver a ponerse en evidencia delante de Pamela. O quizás lo más
adecuado era reconocer por una vez las miserias propias y entender que el resto de los
mortales puede en ocasiones incluso llevar la razón de su parte. Y se sinceró consigo
mismo hasta el punto de recular y comportarse como debería haberlo hecho desde el
principio, preocupándose al menos un poquito del viaje y de su esposa. Mientras
descendían y atravesaban el vestíbulo le pidió permiso para ver los billetes y comenzó a
preguntarle por algunos de los pormenores del trayecto por los que hasta ahora no se
había interesado: clase y ubicación de los asientos, compañía y desplazamientos hasta el
hotel.
Pamela quedó descolocada durante unos segundos por este cambio de actitud
aunque bajo ningún concepto habría dejado traslucir sus sensaciones al exterior ni
mucho menos mostrárselas a Marc. Por vez primera en lo que iba de mañana sentía que
algo estaba cambiando y eso podía ser el preludio, aunque con todas las expectativas
por cumplir aún, de que los goznes de la costumbre pudieran ceder ante su empuje. Mas
en ese instante de felicidad vino a presentarse la mala suerte en la figura del vecino del
cuarto, Bosco, un chico superfluo hasta la médula, mimetizado con aquella comunidad
de vecinos, nacido del dinero de la empresa de su padre y forjado en torno al vacío más
absoluto. Sólo con verle Pam formulaba de manera casi automática dos pensamientos
paralelos: si era cansino escuchar la moviola de sus días, por los que transitaba sin dar
palo al agua, mucho más lo era tener que soportar a su Marc intentando mear más lejos
en una competición carente de contenido, machaconamente tediosa. Por un segundo
creyó que Bosco vendría a rescatarla de la magnífica ilusión que había supuesto para
ella el interrogatorio de su esposo al respecto del viaje, a devolverla a la cruda realidad
de dos gallos que pelean en medio de un páramo intelectual. Sin embargo Marc dio por
zanjada la conversación que pretendía su vecino con la evidencia de la prisa que les
embargaba. Bien es cierto que el taxi aguardaba en la puerta de la urbanización y el
tiempo y la carrera habían empezado ya a jugar en su contra, pero aquello no podía ser
considerado como una razón pues en otras circunstancias Marc no hubiese tenido reparo
en derrochar el dinero ni las horas con tal de vencer a su contrincante. Cuando Bosco
quiso tirarle de la lengua preguntando por el hotel en que se alojarían y preparando una
respuesta completamente diferente a la que ellos hubieran elegido, fuera cual fuera, con
el único ánimo de polemizar, Marc sencillamente dijo que tenían prisa y que hablarían a
la vuelta. Era obvio que había recogido el guante y que aquel duelo se celebraría sí o sí
tras el regreso pero entendía de forma meridiana que enrollarse con aquel pesado podría
suponer perder el vuelo y eso no se lo hubiera perdonado nunca, mucho menos
contando que el motivo fuese el plasta de su vecino.
Pamela se metió en el taxi con la incredulidad en los ojos. Había perdido el
habla y sus pensamientos se vaciaron de sustancia; quedó en blanco, sin saber qué decir
ni por dónde salir porque de todas las reacciones que esperaba de Marc aquella no era la
última, es que ni siquiera la había barajado entre las posibles y por eso tardó en
reaccionar un buen rato, el que transcurrió hasta que el taxi enganchó la circunvalación
M-40. Durante estos minutos Marc no dejaba de comprobar que todo estaba no sólo en
orden sino básicamente bajo su control. Enganchó el móvil, accedió a Internet y
confirmó en la web de AENA que su vuelo estaba en hora, que no había previstos
retrasos y que hasta ese momento de la mañana Barajas funcionaba con normalidad.
Entró en varias páginas de meteorología para consultar el estado del tiempo en el
Atlántico y la temperatura en Nueva York. Le comentó a Pamela que si todo seguía así
su segunda luna de miel no tendría problemas con el clima e incluso departió
amigablemente con el taxista, al que conocía porque era uno de los habituales en las
rutas de su empresa. Recibió un par de llamadas de trabajo que atendió con distinto
carácter. La primera era de su compañera Mo, el mote cariñoso con que él se refería a
Mónica, la ayudante que asumiría las tareas de mando en el proyecto durante su
ausencia. A Mo la trató con enorme cortesía, de manera elegante incluso, pero sin
adulaciones baratas ni lisonjeos fuera de lugar. Tan cordial y correcto parecía aquello
que despertó las orejas de Pam, poco acostumbrada a recibir para sí el tono que su
marido estaba empleando con aquella chica. Mas sus temores quedaron difuminados
cuando él hizo varias referencias al viaje y a la idoneidad del momento y de la
compañía, que no era otra que ella misma. La segunda comunicación la tuvo con su jefe
y aquí Pam no pudo menos que sorprenderse por su elocuencia y la manera tan sutil de
mandarle lejos a él y no menos cerca a todas y cada una de las proposiciones que le
hacía, encaminadas a que redujera el tiempo de su viaje, a que acelerara su vuelta ante el
miedo de que Mo no estuviese a la altura de las circunstancias.
Marc finiquitó de un plumazo ligero dos problemas que a otros hubieran causado
incesantes quebraderos de cabeza y acto seguido se olvidó de ellos, los encerró en un
sarcófago de siete llaves y los enterró tan hondo que su retorno se antojaba imposible.
Pam no salía de su asombro no tanto porque no confiase que su marido era capaz de eso
– de eso y de mucho más – sino porque pensaba que el viaje no sería motivo suficiente
para hacerlo. Había movido ficha y ahora le tocaba a ella situarse a la altura de los
umbrales marcados así que empezó a cavilar sobre la forma en que le ataría lo justo, lo
suficiente como para no perder la cresta de esa ola, lo imprescindible para no mostrar la
cara de la entrega total. Durante unos cuantos segundos le miró de manera sosegada,
como abriendo despacito las puertas de su confianza, como si su crédito con él no
hubiese llegado a un punto sin fondos o se hubiese producido un reseteo de la relación
tal como la habían comenzado apenas un par de horas antes. Después deslizó la mano
por el asiento y la acercó a la suya hasta hacer encontrar las yemas de los dedos, que no
dejaron de acariciarse en adelante, hasta el final del trayecto. Él respondió haciendo
bailar los suyos en círculos concéntricos sobre la palma de ella, y con cada giro la mente
de Pam comenzó a rescatar del recuerdo detalles concretos de sus vidas en común.
Mientras atravesaba el cristal y fijaba su mirada hasta la línea de hormigón de la
ciudad revivió el momento preciso en que se conocieron, en el fragor del COU que
habían cursado juntos siete años antes. En medio del ajetreo, entre exámenes caóticos y
agitados, apenas si había tenido tiempo para posar sus ojos adolescentes en los chicos de
su instituto. Había visto de hecho a Marc mil veces recorriendo los mismos pasillos en
igual o diferente dirección pero jamás le dirigió la palabra ni intercambiaron saludo
alguno. Sin embargo hubo un día en que coincidieron, el día en que todos los grupos de
su centro visitaban la Complutense para recibir información sobre las carreras que
podrían cursar a partir del año siguiente. Pam deambulaba por las carpas con la mente
puesta en hablar con los universitarios de pedagogía, el futuro que había estado
escribiendo desde años atrás, cuando divisó un pequeño grupo arremolinado en torno a
alguien que lanzaba soflamas incomprensibles desde la distancia. Al acercarse pudo
comprobar que era un muchacho de su instituto, al que conocía de vista pero poco más.
Aquel chico, que mostraba al hablar en público una desenvoltura inusual para alguien de
su edad, había sido elegido al azar por los alumnos de la facultad de comunicación para
rodar un corto acerca del evento y de las actividades que allí se estaban llevando a cabo.
Aquel chico había sido puesto a prueba de sopetón porque se le requería que hablase
ante un escenario improvisado sobre el asunto que él mismo eligiese. Y con un margen
de apenas cinco minutos de preparación aquel chico se subió al estrado y encandiló a los
presentes con un discurso acerca del fracaso del sistema universitario y de su visión
acerca del mismo como una incesante factoría de parados y frustrados. Andando el
tiempo Pam entendió que la proeza de aquel chico, que no era otro que Marc, había
resultado doblemente genial, primero porque nadie más de su clase se había atrevido
con el reto y sin embargo a él le faltó tiempo para agarrar el micro y enardecer a los
espectadores. Segundo porque nada de lo que pudo decir desde allí arriba se
correspondía con lo que pensaba en realidad sino que él siempre había relacionado el
estudio de ciertas carreras con éxito profesional, estatus diferenciado y reconocimiento
social, así que moduló un discurso absolutamente falso pero interpretado con tal ardor y
eficacia que nadie hubiera apostado porque su cerebro emitiera señales totalmente
contrarias a las que reproducía con sus labios.
Esto último no lo supo Pam hasta mucho después y mientras pasaban las dos
últimas evaluaciones cayó sin darse cuenta en las redes de la elocuencia de aquel chico
con el que ahora compartía taxi. Por él cambió su destino, por él y por sus palabras
acerca de un futuro que ella imaginó pronto compartido aunque seguramente diferente
al actual. Sin embargo instantes como el que le acababa de brindar él despachando a
modo a sus interlocutores, Bosco, Mo y su jefe, le permitían recuperar todas las
esperanzas que había puesto antes del viaje y los brazos que conectaban ahora a través
de sus dedos en aquel lugar insospechado simulaban el puente que intentaba reconstruir
a base de los detalles que había dibujado para él durante los próximos días.
Sin saber cómo ni porqué el trayecto en taxi desde su casa al aeropuerto había
representado justo lo que ella quería para sí y para los dos, sólo un ratito de calma en el
día a día en el que revivir las sensaciones que le hicieron enamorarse de Marc siete años
antes. Y con toda la ilusión del mundo bajó del vehículo, se embozó tras sus gafas de
sol y susurró para sí:
- Hoy puede ser un buen día para vivir.
BASTIAN
Cuando los dos muchachos negros abandonaron aquel tugurio llevaban la expresión del
horror cincelada en su rostro. Su mirada al frente indicaba que la situación era lo
suficientemente seria como para tomarse las cosas con verdadero interés. Más que eso;
su vida dependería de lo que hicieran o dejasen de hacer en las próximas horas con el
agravante de que cualquier decisión, fuese cual fuese su sentido, podría acarrear
consecuencias desastrosas para ellos. Salieron el uno detrás del otro, despacio,
meditabundos, sin hacer ruido. Como si utilizaran su silencio para no despertar más de
lo que ya estaba el genio del individuo que se encontraba dentro del local; la ira del
personaje que ahora quedaba a sus espaldas pero que les había amenazado por delante
con visitarles en apenas unas horas si ellos no cumplían con la parte que, desesperados,
se habían visto obligados a pactar.
El individuo en que pensaban no era demasiada cosa en los barrios bajos pero
precisamente esa falta de relevancia constituía su peor característica porque el deseo de
hacerse notar ante los verdaderos jefes le había convertido en un ser malo, despiadado,
capaz de cualquier fechoría que alguien pudiese reconocer o con la que pudiese ser
reconocido por alguien peor que él. Ese individuo se llamaba Bastian y era un sádico
redomado que se jactaba de sus delitos y de haber construido su personalidad en torno a
ellos. Quizás así se explicaba su indumentaria, su aspecto y toda su estética que
encajaba en él como un guante aterciopelado que encubría la mano de hierro con la que
manejaba las situaciones. Gustaba de botas de serpiente blancas o grises, o blancas y
grises, mucho cuero a ser posible color tostado para sus largas y finas piernas y camisas
de seda muy ajustadas que abrochaba muy poco dejando ver así unos cuantos pelos
negrísimos, rizados como sus maquiavélicos pensamientos. Había adornado su
dentadura con varias piezas de oro a los lados y con un paleto de plata que él
identificaba con las balas que reservaba para sus enemigos. Lo cutre del asunto es que
toda aquella parafernalia ni siquiera era original suya sino que consistía en realidad en
una visión algo deformada de Richard Roundtree y las Noches negras de Harlem, la
cinta que pasaba en aquel tugurio, a la postre suyo, varias veces cada mes a altas horas
de la madrugada, cuando los clientes habían desaparecido y él hacía recuento de la caja
de su avaricia.
Bastian había amenzazado a los dos muchachos negros con rajarles su rostro
ahora desencajado si no le devolvían el dinero que le habían pedido para poder pagar a
su vez los meses que debían al casero. Y lo haría, y muy pronto, porque ese dinero
prestado era a su vez prestado y así seguramente un par de veces más hasta llegar arriba
del todo, hasta el que de verdad ordenaba el sistema. Bastian había amenazado y
ejecutaría la amenaza porque otra peor se cerniría sobre él si aquellos dos muchachos
negros no cumplían los pactos y sobre todo los plazos que se cerrarían como paréntesis
matemáticos en la ecuación perfecta del hampa en que todos ellos se movían.
Les había dado una semana exacta; pasados siete días deberían atravesar de
nuevo las puertas del tugurio en sentido contrario, con la expresión del horror borrada
de sus caras. O eso o la metáfora, como en el cuento de la Cenicienta, se tornaría
horriblemente real y dejaría ver con ansiedad el secreto que enmascaraba. Pero en esos
siete días además Bastian debía zanjar otro asunto mucho más urgente e infinitamente
más importante para él que aquella trama en realidad habitual. Un asunto encerrado en
una maleta azul que ese que organizaba le había encomendado trasladar intacta a
Guinea el 25 de junio. Bastian desconocía el contenido de la maleta y sólo tenía una
idea muy vaga acerca de quién ordenaba el porte aunque el recado estaba muy claro y
las condiciones, mínimas, exigentes al cien por cien. Si el envío se efectuaba
correctamente entonces habría una cascada de recompensas para él, se le abrirían
nuevas puertas y oportunidades de negocio que hasta ahora no se le habían presentado,
casi con seguridad abandonaría el local y comenzaría con tareas de gestión y
supervisión del sistema. Pero si se detectaba el más mínimo fallo en la entrega entonces
posiblemente moriría asesinado, sin remisión, el castigo sería atroz y se llevaría a cabo
con un gran despliegue de publicidad porque quien falla en esos niveles debe prestarse a
servir como cebo para tiburones.
Nadie le había obligado a asumir esta responsabilidad cuando le propusieron el
encargo; sencillamente se lo dejaron caer, como el que no quiere la cosa, bajo la
amenaza de que no aceptarlo implicaba en cualquier caso mantener la boca cosida sobre
el asunto. Pero él recogió el testigo movido como siempre por su insaciable sed de
poder; ni siquiera titubeó cuando dio por sentado que sobrepasaba sus posibilidades.
Moriría en el intento si fuera preciso pero lo intentaría en cualquier caso.
Caviló toda la noche y conjeturó acerca del contenido del paquete y de la maleta
azul pero no llegó a conclusión alguna. Drogas seguramente no; era poco peso. Joyas o
piedras preciosas y caras tampoco, pues existían cauces más o menos normalizados y
bastante más adecuados que él. ¿Quizá la pieza de algún puzzle que ni siquiera podría
imaginar? Con la marcha de los dos amedrentados Bastian se quedó a solas con su
codicia y en ese ambiente tan proclive a elucubrar dio los últimos retoques a su
estrategia. Recogió el dinero efectivo que había recaudado esa noche, apenas 200 euros,
y los completó con el que había ahorrado durante todo el mes, escondido en una caja de
caudales sencilla oculta tras un cuadro del cuchitril que utilizaba como despacho. Entre
todo sumaban algo más de 2000 euros en billetes no superiores de 50, suficiente como
para efectuar aquel negocio y justo como para no despertar las sospechas en el
aeropuerto en caso de presentarse complicaciones.
Se aseó como pudo en los lavabos, por partes, una tarea en la que parecía tener
bastante experiencia, quizás porque así lo había estado haciendo durante muchos años
en Guinea, en la casa menesterosa de sus padres que le vieron partir junto a otro
centenar de chavales en una patera sin destino definitivo. Se desvistió y cambió toda su
ropa llamativa por otra de aspecto mucho más discreto: mocasines castaños, pantalones
cortos de cuadros azules y negros y camisa de color marrón, que abrochó más de lo
habitual. Se deshizo de todos los avalorios dorados que llevaba encima, cadenas,
pulseras, anillos y pendientes, y tan solo dejó sobre su cuello una cadena fina de la que
pendía un crucifijo pequeño, ambos de oro. Se cepilló los dientes a conciencia y enjuagó
su boca varias veces con un colutorio muy potente con la idea de no dejar más rastro de
su ritmo de vida que el que protagonizaban las fundas de sus piezas. Finalizó el disfraz
con unas gafas de pasta y cristales sin graduar y un libro de macroeconomía que había
comprado sin entender días antes. Y se miró en el espejo para convencerse a sí mismo
de ofrecer la imagen de chico africano de la clase alta que había venido a España a
culminar sus estudios superiores. Y quedó satisfecho con lo que vio porque,
efectivamente, así ataviado parecía otro muy distinto a quien planea cometer un delito.
Enganchó el maletín azul, salió del garito y echó el cierre con mucha suavidad, a
diferencia de como lo hacía siempre. Otros días trataba de que los demás notaran su
presencia, de marcar el territorio, pero hoy la idea era pasar por completo desapercibido,
como uno más dentro de la manada. Quería borrar cualquier antecedente sospechoso de
su figura, a ser posible que sólo llamase la atención el color negruzco de su piel, y si
éste lo hubiese podido cambiar por otro lo habría hecho sin dudar.
Caminó diez minutos hasta perder prácticamente de vista su barrio, de Lavapiés
hasta Atocha, y se detuvo en las cabinas de la plaza del Reina Sofía. Extrajo una tarjeta
telefónica del envoltorio, la introdujo en la ranura y marcó un número extraño y muy
largo escrito en un papel arrugado que luego se comió. Aguardó un rato que le pareció
interminable y a la voz de la operadora susurró un nombre, sin duda una clave secreta
que le daba paso a otra conferencia. Finalmente escuchó con atención las instrucciones
que le remitía desde no sabía qué parte del mundo una voz muy grave, casi
circunstancial. No tomó nota alguna más que en los huecos de su memoria, de donde no
podría salir jamás. Si todo iba bien recordaría aquellos datos como la llave que le abría
las puertas de su fortuna pero si algo fallaba moriría con el secreto. Cuando terminó
sacó la tarjeta de la cabina e intentó partirla. Pero no pudo así que la guardó en uno de
los bolsillos a la espera de disponer de un rato más tranquilo donde poder desmenuzarla,
con los dientes si fuera preciso.
Recorrió el camino en sentido inverso, hasta la calle del local, y se metió en su
coche mientras miraba de un lado a otro. A esas horas de la mañana no había nadie de
quien preocuparse más que la angustia de la realidad en que se había envuelto, que
comenzaba a olisquear su cuello de manera ciertamente insidiosa. Pero por si acaso
repitió la operación varias veces más.
Cualquier otro día se habría encontrado con un auto muy sucio por fuera pero
mucho más aún por dentro. Sin embargo unas horas antes lo había depositado en un
taller de lavado cercano que se lo había dejado niquelado, impecable. No había otro
igual de limpio por los alrededores, seguro, y así debería permanecer durante el tiempo
que durase el encargo. Echó los pestillos y comenzó a conducir como si de un
ciudadano ejemplar se tratase, respetando todas y cada una de las normas de circulación
y las señales que encontraba en su camino hacia la M-30. Pese a los nervios, o
precisamente por su culpa, no dejaba de avistar todos los lados de las calles por las que
circulaba. Entendía que aquel objeto que portaba en el asiento del copiloto debía ser lo
suficientemente valioso como para que más de uno estuviese deseando echarle el
guante, por supuesto mucho más que su desastrosa y maligna existencia. Puso atención
en los peatones que se acercaban, en todos sin excepción, porque cualquiera de ellos
podía encerrar razones ocultas muy peligrosas para su seguridad. Y sólo se encontró a
salvo cuando enlazó con la circunvalación porque ahí las probabilidades de encontrar
amenazas se reducían notablemente. Un golpe en marcha requería una infraestructura y
una planificación que no estaban al alcance de un cualquiera. Más tranquilo, encendió la
radio y se relajó sintiendo bajito algunas piezas de soul, más apropiadas que el jazz a
todo volumen que solía escuchar habitualmente.
Condujo el coche hasta Barajas Pueblo y allí dio con la calle escondida y
tranquila que había estado buscando en Internet días atrás. Se dirigió hacia la parada de
taxis del centro y le pidió al conductor que le llevase hasta Torrejón de Ardoz. Se bajó,
caminó en redondo varios minutos y paró otro taxi que venía de camino por azar. Se
montó e indicó al taxista que pusiese rumbo al aeropuerto. Quería haber cruzado
algunas palabras con su interlocutor que parecía un tío majete y que reproducía
comentarios al hilo de los de la emisora que escuchaba. Pero entre los escasos segundos
que transcurrían entre comentario y comentario y los nervios que ya le atenazaban ante
la inminencia de presumibles peligros, Bastian permaneció mudo durante todo el
trayecto. No podía ni atinaba a articular palabra y casi mejor que no lo hiciera, porque
su imaginación sólo era capaz de dibujar la maleta que portaba consigo y que ahora
agarraba con las manos casi con desesperación. Aunque había diseñado con
minuciosidad cualquier pormenor, aunque había desarrollado estrategias para solventar
cualquier eventualidad, incluidas las preguntas de los taxistas, sin embargo ahora que
llegaba la hora de la verdad habría apostado algo a que en una de esas conversaciones
dejaría escapar algún detalle que pudiera vincularle en el futuro con el bulto que
transportaba.
Cuando se detuvo frente a la terminal 3, Bastian soltó un suspiro de alivio
porque hasta el momento el plan trazado estaba dando sus frutos, era eficaz. Pero pronto
retornaron sus temores ante la evidencia de que en aquel trasiego de personas y
mercancías habría escondidos riesgos imposibles de calcular. Y ya era tarde; hubiese
metido la pata o no con su decisión sólo existía un camino y ese se encontraba frente a
sus ojos. Por eso, mientras el taxi abandonaba la escena en busca de otro cliente, Bastian
se dijo para sus adentros.
- Adelante; ya es tarde para echarse atrás.
CONTACTO
Malik aprovechó el trayecto en Metro para echar una cabezada. La estación del
aeropuerto era la última de la línea y no había posibilidad de pasarse de largo. No se
durmió pero dejó volar su imaginación a lomos de la alegría del retorno. Por primera
vez desde que había resuelto regresar no le preocupaba en absoluto cómo sería su
estancia en su casa, con su familia. Pensó que el conjunto sería una experiencia
maravillosa; cómo no iba a serlo si vería a su hermana y sus sobrinos. Y comenzó a
escuchar en su interior los latidos del corazón a ritmo de las canciones lentas del gospell
que oía en la parroquia de Utonde los domingos, cuando su hermana le obligaba a
acudir a misa.
No era creyente, desde luego. Nunca lo había sido porque pensaba que de existir
un dios todopoderoso no permitiría la pobreza en la que viven millones de seres
humanos, excluidos del paraíso del progreso técnico. No discutía si las religiones eran
parte o consecuencia del problema, pero sí tenía claro que no le solucionaban la vida y,
por tanto, acudir a misa o rezar le parecían sencillamente pérdidas de tiempo. Sin
embargo el momento del canto en gospell le llamaba la atención porque movía muy
bien las caderas y eso le facilitaba la tarea de conocer chicas con las que luego quedar.
De conocer estas intenciones reales a su hermana le hubiera dado un patatús o tal vez le
habría cruzado la cara, pero la realidad de la vida es muy diferente y está muy por
delante de la ficción que vendía el pastor respecto de una vida ulterior. Seducir y ser
seducido era algo tangible y los sermones dominicales pura filfa. No había color. De
todas formas se apañaría con lo que llevaba y acompañaría a Teresa a misa si se lo
pidiese, y si se lo pidiese también leería los evangelios y contaría su vida en verso.
Haría lo que fuese porque todos se sintieran satisfechos a ritmo de las canciones negras
de los tiempos esclavistas que aún duraban en su aldea.
Cuando la voz mecánica anunció Próxima estación: aeropuerto Malik olvidó
sus pensamientos y saltó como un muelle. Su corazón latía ahora porque el momento se
aproximaba y como si de una competición se tratase, como si el avión anticipara su
partida porque él saliese antes del vagón, se apostó el primero ante la puerta. También
había cierto prurito en sus intenciones. Acostumbrado a montar en Metro aquello del
avión le sonaba a viajeros privilegiados y aunque él no pertenecería nunca a ese grupo
no dejaba de pensar que el viaje de ida lo había hecho en patera, atravesando como pudo
el océano, con penurias, durante días y días, y hoy haría la vuelta en pocas horas y con
un traslado relativamente cómodo.
En la cinta mecánica pudo escuchar la conversación de los dos que caminaban
delante de él acerca los inconvenientes del vuelo low cost que habían contratado por
Internet, y no daba crédito a sus oídos. Mientras el uno decía no sé qué del precio del
exceso de equipaje, el otro asentía y maldecía y hacía referencia a la escasa distancia
entre asiento y asiento y el jet lag. Malik no sabía si intervenir para contarles su
experiencia o directamente darles un par de hostias a cada uno para que descabalgaran
de una vez de la arrogancia de su suerte. Obviamente prefirió dejarlo pasar. Ningún día
era propicio para irrumpir de esa manera, mucho menos hoy que todo el viento le
soplaba por la espalda. Se sentía infinitamente contento de poder probar en sus carnes
qué significa divisar el mar desde arriba y le intrigaba saber si durante el vuelo podría
ver a otros como él surcando el agua en busca de un futuro mejor. Malik desconocía por
completo lo que implicaba viajar en avión; no tenía ni idea de si le daría miedo o si le
fascinaría, y le chiflaba poder circular a gran velocidad por la pista durante el despegue.
Estaba como un niño con zapatos nuevos y nada ni nadie podrían pisárselos ni
ensuciarlos con sus menudencias. Era feliz.
A todo esto decidió adelantar a los dos mentecatos insidiosos y revenidos y
aceleró el paso por la cinta mecánica mientras observaba absorto el lujo y la limpieza
que rodeaba aquel medio de transporte. Los pasillos nada tenían que ver con los andenes
del Metro en que vendía cachivaches; eran limpios, se respiraba pulcritud por todos
lados y los viajeros se ordenaban de manera metódica, hablaban bajo y hablaban mucho
por teléfono móvil. Aquello era una novedad tras otra.
Y tan fascinado estaba que no se percató que al final de la cinta un individuo se
hallaba detenido en posición genuflexa para atarse los cordones de sus náuticos.
Tropezó con él ligeramente, como sin querer, y de manera instintiva bajó la mirada,
evaluó los daños y pidió disculpas sin reparar si había sido responsabilidad suya o del
otro. Ante actitud tan sumisa el individuo de los náuticos dijo que no había pasado nada
y los tres prosiguieron su camino. Los tres porque aquel chico iba acompañado de una
muchacha cuya belleza no pasó desapercibida para Malik que empezó a desmenuzarla
con tranquilidad mientras caminaban por la cinta contigua. Pudo hacerlo así porque esa
pareja no cruzó palabra en los minutos siguientes y no tuvo que reparar en su
conversación siquiera un ápice.
Y vio que se trataba de una chica de estatura media, de buenas hechuras, que se
movía como un colibrí, de forma cimbreante. Malik tuvo la sensación de que aquello
reflejaba una manera de comportamiento que no daba importancia a los entremeses y lo
dejaba todo para el final. Al contrario de lo que le ocurría a él, a quien cada detalle se le
antojaba un mundo, esa mujer se notaba habituada a cada uno de los pasos que tenía que
dar, mimetizada con el ambiente del aeropuerto. Sabía dónde se dirigía y sus
movimientos parecían prolongaciones naturales de su carácter; miraba las pantallas de
aviso con agilidad y echaba un vistazo a su reloj de vez en cuando para comprobar,
seguramente, si todo seguía el plan previsto.
Ese contraste de comportamientos, el suyo y el de ella, le resultó curioso, y
mucho más aún el del chico que iba al lado. Ni una sola vez reparó en su acompañante,
sumido como se encontraba en quién sabe qué clase de pensamientos. Malik empezó a
especular que si él fuera su pareja no cesaría de mirarla una y otra vez y que
seguramente se dejaría llevar a sabiendas que ese ritmo frenético serían unos buenos
brazos en los que cobijarse. Y la miró de arriba abajo intentando escrutar sus
pensamientos e inventó una rápida historia paralela sobre ambos en la que el chico no le
prestaba la atención debida y quizás por esto las maneras eléctricas de ella.
Y mientras la analizaba de esa forma ella giró la cabeza y le pilló desprevenido
en su imaginación y él se sintió en una situación comprometida porque la mirada de la
chica era absolutamente intimidatoria. Hasta el punto que mantuvo sus ojos sobre él
durante unos segundos y a él no le quedó más remedio que ceder y volver el cuello
hacia atrás, evadiendo así explicaciones imposibles.
Pero su sorpresa aumentó cuando al retornar la vista al frente comprobó que la
muchacha de pelo largo azabache seguía mirándole. ¿Qué significaba esa actitud? ¿Que
tal vez ella se hubiese admirado por su físico? ¿Que tal vez se hubiera sentido ofendida?
¿Que tal vez hubiese encontrado alguien que le prestara algo de atención? Malik estaba
en un fregado que no sabía cómo resolver. Su curiosidad le había introducido en un
atasco cuyo origen conocía pero cuya salida entendía complicada. Y no había tiempo
para concesiones ni para estudiar la situación. Sólo para un acto reflejo en el que le salió
de manera espontánea una risa mitad fingida mitad real. Su piel oscura disimuló
malamente los coloretes de sus mejillas, y para esconderlos del todo tuvo que hacer
como que se ajustaba las sandalias o como que una china se hubiera clavado en sus
suelas, lo que fuera con tal de despistar las inquisitorias salvas de la chica.
Con tan mala suerte que la cinta llegaba al final y al final debería levantarse para
ver qué era lo que pasaba. Y lo que pasó fue que la pareja se había esfumado a la misma
velocidad de los movimientos de ella, posiblemente porque las pantallas habían
anunciado algo que les resultaba de mayor importancia que ese juego transitorio. Malik
se sintió desorientado y por un momento dudó si buscarla o empezar a chequear los
paneles que le indicaban el camino a su puerta de embarque. Tras unos segundos se
centró en su objetivo real que no era otro que no despistarse y perderse en la infinidad
de cruces de caminos o en su falta de conocimiento sobre la idiosincrasia de un
aeropuerto. No le importaba parecer un paleto, un provinciano en una fiesta de la jet,
pero sí lamentaría extraviarse y tener que deambular preguntando luego, agitado, a
diestro y siniestro, cuál sería su camino.
Había contratado su vuelo con Air Europa y el logotipo de esa compañía fue lo
primero que buscó. Anduvo durante un rato hasta que por fin encontró el mostrador de
facturación abierto, el 323, y supuso que ese sería el primer paso. Disimulando un poco
su inopia y elaborando las preguntas correctas podría obtener allí la información
necesaria. Se colocó al final de la fila, que ya era larga, e incluso dejó pasar
disimuladamente a varias familias que viajaban juntas y que portaban equipajes
gigantescos con el fin de estudiar el procedimiento. Al contrario que todos sus
compañeros de viaje, que miraban a un lado y a otro para mitigar el tedio de la espera
Malik prestaba toda la atención a lo que ocurría con cada pasajero que llegaba al
mostrador. Vio que no todo el mundo colocaba la maleta en la cinta transportadora sino
que aquellos que viajaban con un solo bulto no demasiado grande la recogían de nuevo
a la entrega del billete y la llevaban consigo. Comprobó que la diferencia entre unos y
otros la establecía el tamaño del paquete, que si cabía en un hueco metálico situado al
lado del mostrador entonces no se facturaba.
Le sorprendió la tangana que se formó en el momento en que un chico,
posiblemente tan poco ducho como él, tuvo que sacar 100 euros de la billetera para
poder introducir en el vuelo su segunda maleta, porque excedía el volumen del hueco
metálico. Pese a su insistencia el tipo tuvo que decidir finalmente entre acoquinar o
dejar el trasto allí mismo y lo resolvió como cualquier otro que hubiera dispuesto del
dinero. Se rió de esto pensando en que si a él le pasase lo mismo abriría de inmediato la
maleta y se colocaría encima toda la ropa que llevara dentro, aunque se encontrase en el
medio, como entonces, de una canícula de espanto.
Por si las moscas, preguntó a un grupo de azafatas de la compañía que pasaba
por allí, seguramente en dirección hacia un avión de partida inminente. Una de las
muchachas, que respondía al prototipo de delgadez y altura del colectivo, le explicó los
pasos con todo lujo de detalle y Malik por fin respiró aliviado: ahora que entendía bien
cómo funcionaban las cosas pudo mirar de un lado a otro como el resto de los de la fila.
Y fue entonces que se percató que eso de mirar no sólo paliaba la espera sino que hacía
ésta mucho más interesante porque permitía mirar cómo los demás mitigaban la suya
haciendo lo mismo, es decir, mirando cómo miras para aliviar la tuya.
En este embrollo de curiosidades cruzadas Malik volvió a divisar a la pareja con
la que había tenido contacto en la cinta transportadora y que se encontraban en el
mostrador 333, de Iberia. Entre ellos el silencio árido de entonces se había convertido en
una conversación bastante animada e incluso parecía que divertida. Intentó leer sus
labios o por lo menos adivinar entre líneas el contenido de lo que se decían pero no
pudo y comenzó de nuevo a inventar posibles. Pensó que antes se habría equivocado y
en realidad se trataba de una pareja feliz de haberse conocido en algún momento, que
tenían pinta de iniciar un viaje hacia un lugar interesante y que quien en verdad no tenía
quien le mirase era él.
Pero además de esas elucubraciones observó que su pulso no andaba fino ahora
que miraba a la chica por segunda vez. Reparó en detalles que antes, con las prisas,
habían pasado totalmente desapercibidos como su figura fina y su mirada dulce. La
analizó de manera pormenorizada y exquisita, extrayendo siempre consideraciones harto
positivas y halagüeñas y consideró que en cada uno de sus gestos había materia como
para escribir un cuento.
Del lapso vino a sacarle una mujer con cara de malhumorada que aguardaba tras
él y que le recriminó algo airada que la fila había avanzado sin que se diera cuenta.
Malik la miró de reojo, sin desprecio, pero dejando caer con su expresión que sus
formas broncas no le habían gustado lo más mínimo. Vino a decirle sin abrir la boca que
si la cola se había movido lo único que tenía que hacer era decirlo, no chillarlo ni mucho
menos vincularlo con el color de su piel o su procedencia. La mujer, que parecía tener
ganas de armar jaleo, se encaró con él y montó un pequeño escándalo que muchos
aprovecharon para salir del tedio en que se encontraban y curiosear en la fila del
mostrador 323 de Air Europa. Esa situación le incomodaba no tanto porque la mujer le
asustara sino porque podía llegar a llamar la atención de todos los demás y por un
instante pensó que no le gustaría nada que la chica del mostrador de Iberia pudiese girar
la cabeza y verle envuelto en el embrollo. Bastante había tenido con el tropezón de antes
como para llamar su atención una vez más de manera tan poco interesante. Así que hizo
como que nada de eso iba con él, se giró y revisó de nuevo su billete con la intención de
que su decisión serenase las aguas y cada cual dentro de la terminal volviese de nuevo a
sus asuntos.
Como había previsto la mujer abandonó el tono beligerante de su amonestación,
bajó el volumen de sus amenazas y finalmente escondió su ira en la aquiescencia de otra
mujer mayor que se encontraba justo detrás de ella. Malik dejó pasar un tiempo que
consideró prudencial en todos los sentidos y cuando entendió que el fuego de la
discusión había sido sofocado dirigió de nuevo su mirada hacia la chica que le había
llamado tanto la atención. Pero ahí estaba ella con la mirada atenta a lo que había
ocurrido en lo que adivinó como un gesto de reprobación hacia la actitud de la mujer y
de solidaridad hacia él. Y por un lado se sintió bien porque extrapoló aquella sensación
hacia el resto de los viajeros pero por otro lado no dejaba de sacudirle la responsabilidad
de haber captado el interés de la chica, del que seguramente no podría separarse hasta
que cada uno se dirigiera hacia su puerta de embarque.
En cualquier caso la segunda sensación venció a la primera y por eso en señal de
agradecimiento y también de vergüenza no disimulada le envió una sonrisa dulce,
cariñosa, que ella respondió con otra un poco más irreverente y pícara. Lo quisiera él o
no, fueran cuales fueran el origen y las consecuencias de aquel episodio, el contacto
entre ambos acababa de establecerse.
SUDOR
Malik acababa de escuchar su nombre pronunciado por una voz grave que le resultaba
terriblemente familiar. Tan familiar que la reconoció al instante, tan terrible que sus ojos
se cerraron por un momento con la esperanza de no tener que ver confirmados sus
temores. Aguardó unos segundos que se hicieron eternos. Si algo no deseaba en ese
instante es que esa voz conocida volviese a llamarle por segunda vez porque su
propietario era el camino más corto hacia cualquier clase de peligro. Pero articuló de
nuevo su nombre y lo hizo más alto y más claro, mucho más profundo que la primera
ocasión, así que no había dudas. Sabía que al girar su cabeza encontraría a Bastian y la
única incertidumbre era conocer si ambos compartían la misma fila de embarque o no.
No hizo falta que transcurriera mucho tiempo, ni siquiera que volviese la cabeza para
confirmarlo porque de pronto sintió una mano sacudir con energía su hombro. Y aquella
mano era, sin duda, la mano negra de Bastian.
Bastian y Malik se habían conocido por puro azar en la patera que trajo a ambos
a rastras desde Guinea. Los dos habían embarcado en Utonde aunque Bastian no hubiera
nacido allí, como él, sino en Malabo. Desde un principio se percibía que era un
muchacho dotado con una personalidad muy fuerte pero también bastante poco
transparente. Malik lo había deducido porque de todos esos valientes Bastian era el
único que se jactaba de haber reunido el dinero en poco tiempo, cuando todo el mundo
tenía claro que ahorrar en Guinea el dinero para embarcar suponía un esfuerzo inmenso.
Bien es verdad que Malik también había tardado apenas cinco minutos en juntarlo
porque en realidad se lo había encontrado en una noche oscura oculto en un maletín
extraviado. Pero nunca hizo mención al golpe de suerte porque entendía que una fortuna
así podía levantar ampollas entre quienes habrían consagrado años en conseguir su
proyecto. Sin embargo Bastian dejó caer en varias ocasiones que él no había tardado
más de un mes y que eso era consecuencia de ciertos trabajos que le habían encargado
algunos de los mafiosos locales más conocidos. Jugaba con la baza de que nadie se
atrevería a interrogarle para descubrir si se trataba de un farol o de la realidad pura y
dura. Bastaba con mencionar ciertos apodos para infundir miedo suficiente y además
casi todo el mundo en la patera se encontraba más pendiente de evitar la muerte que de
escuchar historias gangsteriles.
Pero Malik tuvo la mala pata de sentarse a su lado durante prácticamente todo el
trayecto. El embarco se hizo de noche para evitar los guardacostas enviados por el
gobierno español así que cada cual ocupó el asiento que pudo sin reparar en detalles
como la comodidad y la compañía. Cada cual excepto Malik, que vislumbró la
posibilidad de que Bastian cayese al lado de alguien menos ajado que él y terminara
metido en un gran apuro y decidió evitar ese trance a las chicas y a varios menores de
edad que también viajaban en ese mísero cascarón. Nada más partir Malik y Bastian
comenzaron a hablar en voz bajita pero pronto toda la embarcación sabía de sus
patrañas que, o bien contaba él mismo o bien corrían de boca en boca con mayor
distorsión si cabe que la que él procuraba.
De todas formas no fue esto lo que hizo entender a Malik que aquel tipo era de
poco fiar. No fueron las palabras sino sus acciones y sus gestos, pequeños grandes
detalles que asustaron a más de uno durante el viaje y que acabaron por abrir un círculo
entre ellos y los demás. Y dio igual que Malik se distanciara cuanto pudo y dio igual
que al final de los días ya no cruzase con él ni palabra, porque allí dentro Bastian no
dejaba de ser uno más, ligeramente ostensible tal vez, pero uno más al fin y al cabo que
necesitaría al resto en determinadas circunstancias. Y Malik significaba la cobertura
gracias a la cual algunos consideraron que Bastian era igual al resto tanto para lo bueno
como para lo malo, con independencia de si en algún momento del periplo hubiese
merecido perecer ahogado.
Al segundo día de partida uno de los chicos, Antonio, entró en estado de shock.
Antes de salir de Utonde el patrón de la patera les había reunido a todos para explicarles
algunos de los pormenores del viaje que les aguardaba. Y recalcó tanto cuanto le fue
posible que había multitud de factores que, combinados, convertían aquello en una
aventura que no todo el mundo tenía capacidad para soportar: el calor, el hambre, la sed,
la angustia de ver sólo agua durante días... Lo comparó con la sensación que
experimentaría un claustrofóbico si tuviese que evadirse de la cárcel por un túnel de
dimensiones reducidas, con el agravante de que una vez comenzada la travesía no había
vuelta atrás. Hacerse a la mar significaba continuar adelante siempre con todas las
consecuencias.
Pero el miedo a la miseria era demasiado fuerte y Antonio se dispuso a correr los
riesgos. O eso o aquel patrón sólo acertó a describir los escenarios pero no fue capaz de
transmitir la sensación exacta del agobio que significaba verse en un momento rodeado
de mar por todas partes, a cientos de millas del lugar emergido más cercano. Por lo que
fuera Antonio no comprendió que no era un viaje para él y decidió embarcarse hacia el
futuro. Y al segundo día ocurrió lo que tenía que ocurrir, que se encontró fuera de sí, ido
por completo, enajenado, y no cesaba de gritar que quería volver, de suplicar que
alguien le apoyase en sus pretensiones de regreso. Muchos, los más cercanos sobre todo,
familiares y amigos, intentaron aplacar sus nervios pero fue en vano. Antonio no
recuperó la lógica con los comentarios de los demás. Al contrario, cuanto más le
intentaban hacer comprender la situación, cuanto más le explicaban que era imposible
dar media vuelta, más perdía él el juicio y más incrementaba el volumen de su
desesperación. Su actitud se volvió violenta, agónica y fue en el clímax de su locura que
enganchó a una muchacha y amenazó con arrojarla por la borda si no accedían a sus
pretensiones. Esto marcó su final porque Bastian, que quedaba detrás de él en la patera
se levantó sigilosamente, se acercó a él por la espalda y le propinó en la nuca un
puñetazo con toda su alma, que le sumió en la inconsciencia y solventó el problema al
menos de manera temporal.
Mas cuando todos en la barcaza pensaban que aquel episodio había sido sólo una
mala experiencia Bastian enganchó a Antonio por las axilas, le arrastró por encima de
los cuerpos atónitos e hizo el ademán de arrojarlo por la popa. Por unos instantes la
confusión se adueñó del ambiente hasta el punto que todo el mundo dentro cambió los
pensamientos sobre las penurias por la evaluación de una circunstancia tan insólita
como esa. Los gritos se fundieron con las escaramuzas y éstas con los intentos de evitar
a toda costa un final trágico.
Dos de los familiares de Antonio lograron al fin imponer la cordura sobre la
locura y acercaron hacia sus propósitos a una decena de hombres que interpelaron a
Bastian para que desistiera de los suyos. Pero Bastian no iba de farol y continuó tirando
del cuerpo inconsciente, elevándolo entre la multitud para soltarlo en medio del océano
inmisericorde. Como las súplicas no llegaron a buen puerto esos dos se abalanzaron
sobre Bastian para disuadirle por la fuerza pero en ese instante él se zafó de Antonio y
en apenas unas décimas de segundo se encontraba blandiendo un revólver ante la
mirada muda de toda la embarcación.
El patrón detuvo entonces los motores porque ocurriese lo que ocurriese nada
bueno podía salir de aquel embrollo y si necesitaba tomar una decisión mejor sería sin el
bamboleo de las olas. La situación era muy tensa: los amigos de Antonio obviamente
estaban decididos a intervenir por salvarle la vida pero se notaba que Bastian no era
novato con las armas y tampoco parecía tenerle demasiado miedo a las consecuencias
de su uso. Si la mecha empezaba a arder nadie saldría bien parado. En realidad nadie
podría salir de allí porque fuera del trozo de madera sólo había agua salada y eso
multiplicaba por mil la tensión del momento.
Dos mujeres que sollozaban en la proa vinieron a sacar el ambiente del
monumental atasco en que se encontraba. Las dos eran hermanas de Antonio y las dos
repetían sin cesar en bajo por favor, por favor, dejadle vivir, nosotras cuidaremos de él.
Llevaban diciéndolo desde el comienzo del episodio pero el rugido de la furia lo había
ahogado hasta hacerlo imperceptible y sólo el sosiego promovido por el arma había
conseguido volverlo audible. Los amigos de Antonio rebajaron la intensidad de la
amenaza y Bastian entendió que si disparaba una sola vez él también sería pasto de los
tiburones. Aunque fuese el más rápido disparando no había balas suficientes como para
acabar con cada uno de los más de 100 ocupantes de la patera y a estas alturas de la
cuestión todo el mundo estaba ya claramente en su contra. Si existía alguna posibilidad
de remansar las aguas pasaba desde luego por esconder el arma, soltar a Antonio y
esconderse tanto como pudiera de las miradas inquisitivas de los demás hasta el final del
trayecto. Y eso fue lo que pasó, que desde entonces nadie en la barca se atrevió a
dirigirle la palabra, algunos por asco, otros por miedo y otros porque bastante tenían con
cuidar de sí mismos.
Pero también pasó que Bastian buscó cobijo en Malik, que no supo cómo decirle
que no y que a partir de ahí se encontró con un equilibrio más que mantener, el de la
barca dentro del agua y el de sus conversaciones con Bastian y los demás dentro de la
barca. Evidentemente no le hacía ninguna gracia soportar a Bastian; más de una vez
pensó en aplicarle la medicina que había pautado él para Antonio pero siempre le
disuadía la visión del arma en el aire preparada para entrar en acción a la mínima de
cambio. Su viaje se convirtió sin quererlo en una odisea psicológica de tal calibre que
pasó los días sin preocuparle demasiado si se ahogaban o no. Por momentos le asustaba
más la idea de que en medio del mar algunos decidieran pasar por la quilla a Bastian y
hacer también tabla rasa con él, desembarazarse del peligro y de su compañero, por más
que intentara marcar las distancias y provocar que los demás tuviesen clara la diferencia
entre ambos. Llegó a pasar incluso noches en vela conversando con los compañeros,
explicándoles que él no conocía de nada a aquel sinvergüenza y que le odiaba tanto
como podían hacerlo ellos.
Pero nunca halló aquiescencia en sus comentarios; todo lo más que obtuvo
fueron silencios que interpretó como evidentes incertidumbres. Cuando regresaba a su
hueco y pensaba en esto siempre llegaba a la conclusión de que mientras durase el viaje
no podría hacer amigos, al contrario de lo que había imaginado que ocurriría antes de
embarcarse en él. Las circunstancias durísimas que lo rodeaban, expuestas con toda su
crudeza en lo que había ocurrido con Antonio, eran mil veces más poderosas que
cualquier sentimiento de solidaridad. Y nadie daría un duro por creer, por más que fuera
cierto, que sus conversaciones con Bastian no albergaban nada más que extrañas
casualidades, que entre ellos no había existido unión con anterioridad.
Al llegar a la Península Malik puso tierra de por medio en cuanto pudo. El CIE
de Carabanchel fue el último lugar en que tuvo contacto con él porque quiso la
casualidad y la buena suerte que la policía soltara le soltara dos días antes, tiempo
suficiente como para organizar su vida lejos de sus presencias amenazadoras. Durante
los dos años que vivió por Avenida de América no volvió a tener noticias suyas, hasta el
punto que terminó casi por olvidarle. Sólo cuando se juntaban varios como él y
contaban las historias de sus viajes desde África Malik sacaba a relucir la de la pistola,
posiblemente una de las más truculentas de cuantas podían escucharse. Pero sólo se
decidió a recordarla cuando entendió que se trataba de un episodio tan pasado que nunca
más volvería a cruzarse en su camino.
Sin embargo a los dos años de vivir en Madrid tuvo que cambiar de domicilio y
fijó su residencia en la glorieta de Embajadores sin saber que unas calles más arriba
Bastian había establecido también su guarida. En alguna ocasión se lo había encontrado
por el barrio pero afortunadamente la visión no fue recíproca y pensó que sería fruto del
azar, una mala coincidencia sin más. Sin embargo ahora, en el aeropuerto, no había
lugar para las dudas. El encuentro no era casual ni pura coincidencia porque Bastian se
hallaba tranquilamente en la misma fila que él, en el mismo mostrador, aguardando el
mismo vuelo hacia el mismo destino.
Malik estaba jodido por ello. Muy jodido. La presencia de Bastian era un jarro
de agua fría que congelaba su ilusión, todas las ilusiones de ese día, el regreso, la
alegría, el viaje e, incluso, la chica del mostrador de Iberia que, para colmo, había
desaparecido de nuevo. Justo en el momento en que la azafata de tierra le daba los
buenos días un chorro de sudor frío comenzó a empapar su cuerpo.
CHECK-IN
Hubo un instante en el que Malik no atinó a pronunciar palabra alguna. Ya era mala
suerte que Bastian tomase el mismo vuelo que él, pero no había nada que hacer al
respecto. De lo poco que sabía sobre viajes en avión una cosa tenía bastante clara y es
que no se cancelan así como así. Ambos irían en el mismo porque el avión no es como
el metro, que si no coges uno esperas al siguiente. Al menos tuvo la fortuna de poder
escoger un asiento distanciado ya que la azafata de tierra le explicó que quedaba un
hueco solitario en la parte delantera, donde menos se notaban las sacudidas en el viaje, y
se lo podía adjudicar sin problemas a él.
Cuando recogió su maleta Malik estaba decidido a abandonar el escenario a la
mínima ocasión que se presentara. Seguramente habría de cruzarse de nuevo con
Bastian por los pasillos pero quería dejar sentadas las bases de su nueva relación, a
saber, los cruces y sólo los cruces. Nada de preguntas incómodas y mucho menos aún
diplomáticas. Pero desconocía que Bastian acababa de inventar otros planes para él, de
improvisar una estrategia distinta a la que traía aunque perfectamente compatible con
ella. Porque pensó que el disfraz de estudiante en que se había enfundado era bueno
pero mejorable y por eso pretendió utilizar de nuevo a Malik como lo hizo en el viaje de
ida en patera, proporcionando cobertura a sus abyectos propósitos.
De ahí que no le dejase dar dos pasos seguidos cuando le espetó a que se
detuviera y le esperara, que él tardaría bien poquito en obtener su billete. La situación
era muy complicada y se complicaba aún más para Malik porque el aeropuerto le
resultaba por completo desconocido, ajeno. No era su ambiente natural y bastante tenía
con acertar el camino adecuado como para preocuparse con historias raras. Pero la
presencia de Bastian, con no ser grata, se había convertido en imprescindible y
obviamente impredecible así que trató de relajarse para reflexionar con tranquilidad
acerca de las opciones que le quedaban desde ahora en adelante.
Restaba bastante tiempo aún y la pregunta ahora era si permanecer en el
vestíbulo, antes de los arcos de seguridad, o atravesar estos y esperar con calma dentro
de la sala de embarque. Malik observó la montaña de gente que se agolpaba junto a los
escáneres y la lentitud con que se desarrollaba el proceso que decían en aras de la
seguridad. Por un instante comparó lo que en occidente entendían por seguridad y lo
que él habría deseado como tal en su viaje en patera. Aunque se utilizase la misma
palabra el sentido que se le otorgaba era muy diferente en función del ámbito en que se
usara. Montarse en la barcaza no había requerido tantas zarandajas pues a nadie se le
hubiera pasado por la cabeza la idea de cometer un atentado en el viaje entre Guinea y
España. A nadie excepto a Bastian, claro, y posiblemente el patrón, tan seguro de sí
mismo durante toda la travesía que posiblemente llevara también consigo algún método
disuasorio.
Todo dependería de la actitud de Bastian en esos primeros minutos de encuentro.
Si le daba por adosarse como una lapa iría de cabeza a los arcos con la esperanza de que
el monumental lío le ayudara a darle esquinazo. Si seguía su camino y le dejaba en paz
entonces permanecería allí un ratito más porque siempre dispondría de más lugares en
los que guarecerse del estorbo. Siempre podía salir a la calle, visitar la cafetería o hacer
como que llamaba por teléfono para ponerse a salvo de su insoportable presencia.
Con el billete en el bolsillo Bastian se acercó a él y volvió a golpearle con la
mano en la espalda. Fue un golpe suave pero precisamente por ello cargado de
intención. La experiencia le había demostrado a Malik que cuando Bastian soltaba la
zarpa golpeaba duro pero que cuando acariciaba era aún peor porque sus cobas
escondían siempre oscuras intenciones. Todas las preguntas que le hizo respecto de su
vida aquí y los elogios que le dispensó sobre la buena amistad que habían trabado
durante su aventura en patera no hacían sino incrementar sus negativos presagios. Por
eso su mente se dividió en dos y mientras con una parte respondía de manera automática
con la otra intrigaba para descubrir a qué obedecía su actitud. Le sorprendió la ropa que
llevaba porque vislumbraba un perfil cuya obtención habría supuesto un cambio radical
de personalidad que, sinceramente, no creía posible. Le mosqueó su actitud, le
mosquearon sus preguntas y le mosqueó la ropa. Estaba tan mosca que sus miradas se
dirigieron de manera instintiva hacia el único objeto visible que podía ocultar lo que
Bastian necesitaba guardar de los ojos de los demás: el maletín azul que portaba y que,
como él, no había necesitado facturar.
Mientras caminaban no dejó de revisarlo una y otra vez; como antes con la chica
comenzó a montarse una historia paralela, completamente fantasiosa. Y analizó su
tamaño, el color y la forma, nada particulares por otro lado. Dedujo cuánto podía pesar
por la manera en que lo zarandeaba por los aires cuando no estaba apoyado en las
ruedas. Parecía muy pesado para estar lleno de ropa y en cuanto observó que lo trataba
con un mimo especial, mayor del que cualquiera pondría si se tratase de una maleta
normal, llegó a la conclusión de que, en efecto, debía contener algo extraño y
posiblemente delicado.
Decidió entonces poner rumbo a los escáneres que ahora le caían simpáticos
porque si efectivamente la maleta azul de Bastian escondía algo ilícito los rayos lo
dejarían al descubierto y entonces no existiría nada que temer al menos por ese flanco.
Una vez dentro de las salas de espera se reducirían las posibilidades para jugar al ratón y
al gato con él pero ahora la prioridad consistía en averiguar si dentro de esas tapas
guardaba algo más que calzoncillos y calcetines.
Entre el barullo Malik divisó de nuevo a la pareja, que mantenía la misma
actitud que cuando se había topado con ellos. Cada uno miraba hacia un lado y sólo les
rescataban del tedio, periódicamente, las quejas de los pasajeros, a los que los guardas
de seguridad les hacían desprenderse de cualquier objeto que pudiera ser considerado
peligroso como un cinturón, un zapato, una botella de agua o el dentífrico de clorofila.
La mente de Malik entró en conflicto en ese instante porque en verdad le repugnaba
vivir en una sociedad temerosa de una vulgar zapatilla pero le tranquilizaba saber que
Bastian y su maleta tendrían que pasar necesariamente por el mismo sitio que los
demás.
Así que, algo más relajado, abandonó sus pensamientos a la visión de la chica y
dejó de pensar que era sólo bonita para empezar a tener sensaciones algo más intensas
con ella. En lo referente a las mujeres su situación era tan complicada que su
imaginación se había convertido en bálsamo de fierabrás. Le gustaba inventar historias
preciosas en las que invitaba a cenar a una chica y paseaba después con ella por algún
parque de Madrid. Siempre fantaseaba con la posibilidad de conocer a alguien con quien
viajar a Guinea, alguien a quien presentar a su hermana y sobre todo con quien pudiese
bañarse en el Atlántico. La chica del aeropuerto sería una candidata perfecta de no tener
al lado al chico que a veces la miraba y a veces no. Pero incluso para él ya se había
inventado un destino porque ella terminaría abandonándole para caer en sus brazos
irresistibles. Sólo era cuestión de tiempo.
Con tanto cuento se había desembarazado mentalmente de Bastian y el tiempo
había volado hasta ser él mismo el siguiente en los arcos de seguridad. Pese al gentío las
filas avanzaban muy rápido y, como no se había detenido a observar el procedimiento –
como en las taquillas – ahora le tocaba de nuevo parecer un paleto. Sin embargo todo
fue más rápido de lo que había podido prever porque no llevaba nada susceptible de
causar algún perjuicio en vuelo y sólo tuvo que depositar momentáneamente la maleta
en la cinta transportadora.
Entonces se giró para observar qué ocurría con su incómodo compañero y su
maletín sospechoso y lo que ocurrió fue que había dejado colarse a varios viajeros
delante de él, como si estuviese esperando pasar por un arco en concreto de los ocho o
nueve que había. Cuando llegó al que quiso, Malik se percató que entre Bastian y el
vigilante parecía existir algún tipo de complicidad por los gestos mudos que
intercambiaron.
Se desprendió de los objetos metálicos que portaba y se dispuso a atravesar el
arco. Y cuando lo hizo aquel chisme comenzó a sonar como un loco y el sonido atrajo la
atención de todos los presentes incluidos los vigilantes de seguridad privada y los
agentes de la Guardia Civil que allí se hallaban. Bastian esbozó entonces una sonrisa de
tranquilidad y pidió permiso para extraer su cartera y de ella un documento médico, que
Malik entendió un justificante, al tiempo que se señalaba la dentadura y mostraba el
paleto de plata del que tanto vacilaba. Una de las agentes desdobló el papel, lo leyó con
atención y le pidió que abriese la quijada una vez más. Consultó con sus compañeros y
estos le hicieron una señal como si todo estuviese conforme.
Lo curioso fue que con el desbarajuste nadie le solicitó que volviese a pasar la
maleta. Los de seguridad dieron por bueno que los arcos habían sonado por el efecto de
la plata pero se olvidaron de comprobar si en la maleta podía haber algún otro objeto
que hiciese también saltar las alarmas. Tal vez por eso después de recoger sus efectos
personales volvió la cabeza hacia atrás, en dirección hacia el vigilante al que Malik
creía cómplice, y gesticuló de manera casi imperceptible en un gesto de aprobación.
La situación no había mejorado nada; Malik había errado sus pronósticos y una
vez dentro lo tendría bastante más crudo. Aún quedaba un paso intermedio antes de
llegar a las puertas de embarque y si bien debían pasar un nuevo control, en este caso el
de la aduana que custodiaba la policía, la mayoría de sus esperanzas se habían esfumado
ya. Si Bastian había conseguido burlar los sistemas de vigilancia hasta ahora no le sería
complicado engañar a los que quedaban.
En efecto, los nacionales esperaban parapetados cada uno en su nicho blindados
tras un cristal especialmente grueso. A simple vista se diría que no tenían cara de
muchos amigos y posiblemente era mejor llevarse bien con ellos en el escaso minuto
que duraba aquel trámite. Pero en realidad todo eso era pura parafernalia porque en la
ventanilla sólo requerían el pasaporte, contrastaban que la foto se parecía vagamente a
la realidad y comprobaban que los nombres no se cruzaban en las bases de datos
internacionales de delincuentes o sujetos bajo orden de busca y captura. Malik desde
luego no concordaba con ninguno de estos y no creía a Bastian tan estúpido como para
aventurarse si no estuviese completamente seguro del paso siguiente. A estas alturas
todavía desconocía cuáles eran sus planes pero fuesen cuales fuesen debía tener sus
cabos muy bien atados. Tanto que cuando se desembarazaron de todos los trámites
Bastian echó al aire una sonrisa de satisfacción, como si se hubiese quitado un gran peso
de encima, como si hubiera podido abandonar en la papelera más cercana el manojo de
nervios que le acompañaba desde un principio. Tanto que volvió a golpear a Malik en la
espalda y le preguntó si estaba dispuesto a dejarse invitar a un buen bocadillo en la
cafetería más cercana a su sala de embarque. Y aunque Malik sintió que aquella tercera
palmada hundía definitivamente el cuchillo de la afrenta, sin embargo no le quedó más
remedio que aceptar.
- Si no puedes con tu enemigo tenlo cuanto más cerca mejor, se dijo. Armado
con todo el valor que pudo, consciente como era de que no existía escapatoria dentro del
aeropuerto le sonrió por primera vez, de la misma manera hipócrita. Y golpeándole con
mucha fuerza en los hombros le dijo:
- Claro, Bastian. Como tú quieras. Tú mandas.
LA ESPERA
Era la tercera tienda duty free que visitaban Pam y Marc. No sería la última aunque
tampoco tenían pensado realizar un gran desembolso económico. Simplemente estaban
echando un vistazo a lo que podrían adquirir al regreso, en el JFK de Nueva York. No
era una cuestión de dinero, que de eso andaban sobrados, sino más bien de espacio en
las maletas y de necesidades superfluas con que colmar la vuelta de sus vacaciones.
También había algo de tiempo que pasar hasta que les llamaran para su vuelo, el
IB4337, que en las pantallas aparecía con la advertencia On time.
Pamela recibió en ese lapso dos llamadas de teléfono. La primera de su madre
Coco, que llamaba para preguntar qué tal les iba todo antes siquiera de partir. La
relación entre ambas era extraordinaria y se entendían a la perfección pero este tipo de
cuitas siempre le habían parecido a Pam algo exageradas. Y eso que intuía que su madre
no le reflejaba ni la mitad del pánico que le invadía cada vez que viajaba al extranjero.
Por lo menos los Estados Unidos eran un país civilizado y allí los peligros se
vislumbraban menores, pero siempre había algún achaque más o menos acertado. En
este caso eran las armas lo que le preocupaba y el hecho de que cualquiera podía hacer
uso de ellas en una discusión. Como siempre ocurre en este tipo de personalidades Coco
se ponía de manera sistemática en los peores supuestos posibles. En ocasión de la última
comida antes del viaje le comentó a su hija que había estado viendo en Internet el
deathclock de Times Square en la intención de disuadirle por última vez de realizar
aquella aventura.
La segunda llamada fue la de Paty, su mejor amiga, que quería desearle lo mejor
en el viaje, entendiendo como tal el que consiguiese hilar de nuevo su relación en el
punto álgido donde alguna vez se encontró. Le comentó que se fijase en el ejemplo de
su amiga común Marta, que había rehecho su matrimonio después de un tiempo de relax
en Hawai con su marido. Ambas se rieron por no llorar, rompieron a llorar cuando
cayeron que las risas iban en serio y tuvieron que dejar de hacerlo en el momento en que
Marc se acercaba para preguntarle a Pamela si le gustaría que le regalase un frasco de
Nº5.
Ninguna de las tres, Coco, Paty y Pam apostaba en realidad porque nada de lo
dicho en los últimos minutos pudiese ocurrir pero era tarea de todas ellas hacer que
pareciese creíble cuando menos. Probablemente nadie le pegaría un tiro en la esquina de
la 42 con la 54 y seguramente su relación se rompería pese a los últimos esfuerzos. Por
eso pasar el tiempo en el duty free hablando por el móvil eliminaba la tensión de pensar
en cosas extrañas. Respondió a Marc que ella no utilizaba Channel sino Kenzo y se
indignó porque no lo supiera. Pero a Marc la indignación le provocó el mismo
sufrimiento que una gota en el océano y se giró para comprobar si había algún chisme
electrónico del que no dispusiera ya.
Pamela le observó durante unos segundos que le parecieron horas y se interrogó
a sí misma acerca de las razones le habían movido a enrolarse con esto. Pero fue un
bajón momentáneo al que decidió poner fin con un paseo cotilla por el interior de la
terminal. Fue entonces cuando pudo observar con detenimiento al chico negro, alto y
fuerte con quien habían tropezado en las cintas transportadoras, mientras hacía como
que revisaba las etiquetas de una prenda cualquiera en la boutique de Adolfo
Domínguez. Con la cabeza agachada, simulando que le importaba algo la composición
de un suéter, elevó sus ojos marrones y comenzó a analizar los movimientos del
muchacho uno a uno, su actitud entre calmada y misteriosa y le llamó poderosamente la
atención el que no dejara de mirar de un lado a otro, como nervioso por si viniese
alguien o, precisamente, esperando la llegada de alguien más. A diferencia de como se
lo había encontrado minutos antes, ahora se hallaba acompañado por otro individuo
vestido de estudiante aplicado – indumentaria que le hizo sonreír -, y completamente
diferente a él, que no dejaba de hablar y sonreír de forma ostentosa, casi primitiva, sin
preocuparle demasiado el escándalo que sus gestos y su voz perpetraban alrededor de
ambos. Y rápidamente intuyó que ella no debía ser la única en compañía de alguien
poco agradable. Apostó en silencio que ese chico negro hubiera deseado estar solo, que
el otro no dejaba de ser un gran estorbo para él, pero tuvo que dejar de hacerlo cuando
se vio sorprendida en un cruce de miradas que ponía al descubierto su entera
indiscreción. El chico incómodo fijó sus ojos en ella, tan profundamente que hubiera
necesitado días para desvelar el significado de sus pensamientos. Y como era un tiempo
del que no disponía de inmediato soltó el suéter y volvió la cabeza, como avestruz que
avista peligro.
Pam tardaba cero coma en tomar decisiones. Su mente trabajaba de forma
prodigiosamente rápida cuando se trataba de descartar opciones y seleccionar entre ells
la mejor. Era una chica segura de sí misma que raramente dudaba y más raramente aún
se arrepentía después de haber tomado un camino. Pero en aquella ocasión la
incertidumbre asomó su patita en forma de compasión por aquel chico negro, alto y
fuerte porque en cierto modo existía un paralelismo entre las situaciones de ambos o al
menos así lo intuía ella. Durante unos segundos vaciló entre girarse de nuevo para
ofrecerle algo de apoyo visual o dejarlo correr en la evidencia de que en realidad nada
de lo que pudiera ocurrirle le afectaba lo más mínimo. Y precisamente por esto último,
porque nada le costaba y nada le implicaría en el futuro, optó por volver a mirarle y
dirigirle de cualquier manera un mensaje de ánimo. Pero sus intenciones, aunque
bondadosas, llegaron tarde porque de los dos chicos negros sólo quedaba el rastro de las
bandejas sobre las mesas y de las migas de los bocadillos sobre las bandejas. Nada más.
Y por mucho que buscó y rebuscó sólo halló la ofuscación que embarga a quienes
escudriñan con desesperación en el marasmo de una terminal abarrotada.
En su búsqueda se topó con Marc, que llegaba cargado con un par de bolsas de
papel y con una sonrisa interesada en los labios. Mientras se acercaba Pam entendió que
ahora tocaba aguantar durante unos cuantos minutos una charla exhaustiva acerca de las
características de los objetos adquiridos. En los cinco pasos que les separaban pudo
deducir el contenido de las bolsas, a saber, aparatos electrónicos y un regalo
intrascendente, es decir, la satisfacción absoluta de Marc en una de las manos y las
disculpas en la otra. Jamás le recriminó nada de lo que pudiera poseer; lo que Marc
quisiera comprarse para sí o los objetos que pudieran indemnizar su ego eran cosa
exclusivamente suya. Pero en la creencia de estar haciendo algo contrario a los ideales
con los que la había conocido por primera vez, en cada ocasión que Marc se dejaba
llevar por sus aficiones siempre había una réplica, una contraprestación hacia Pamela.
Como si quisiera hacerse perdonar por un pecado que no cometía. Cuando se compró el
descapotable se hizo socio de una ONG que apadrinaba niños en un país de
Centroamérica. Nunca se interesó por su ahijado, pero rara vez dejaba de hablar de la
potencia del vehículo delante de sus amigos. Cuando organizó una despedida de soltero
en Las Vegas para su amigo Fonsi invitó a sus suegros a un fin de semana en el
balneario de Panticosa. Jamás contó nada de lo que ocurrió en la ciudad de los casinos –
y poco que le importaba a ella en realidad – pero cada comida familiar se encargaba de
recordarles a sus padres el agasajo de las aguas y los masajes.
Por el tamaño y el peso de las bolsas calculó que el pecado y la penitencia serían
pequeños pero caros. Y no se equivocó: IPad y la última fragancia del diseñador nipón.
Y como siempre, ni una explicación de la utilidad del chisme pero un beso en cada
mejilla para ofrecerle el presente, otorgando a cada objeto una importancia
inversamente proporcional a la que en realidad tenía para él. Por fortuna para ella la
tableta electrónica venía embalada, con la batería desmontada y, por supuesto,
completamente descargada, así que no tuvo que aguantar mucho más. Pero sí que
decidió darse el gustazo y abrió el perfume. Derramó un par de gotas sobre sus dedos,
las depositó con mucho mimo alrededor de su cuello y se dejó llevar por su aroma como
una sibila délfica que espera el augurio.
Y lo que le dijo entonces el oráculo es que, fuese cual fuese la situación,
eliminase el ruido que le acompañaba desde la mañanas de hacía muchos años, que
evitase al mundo entero y en particular al que tenía al lado. Pam miró a Marc con rabia
contenida, sin aprecio alguno, como mucho con el mismo que él ponía cuando le miraba
a ella, que por lo visto era bastante menos del que nadie se merece. Y se enchufó los
auriculares y le demostró que ella también sabía de artilugios electrónicos y de
ningunear con ellos a quien no se quiere en realidad. Y buscó entre las novedades de su
MP3 aquello que provocase más ruido ambiente.
De esa guisa se dirigieron ambos a la sala de espera; de esa guisa decidieron
aguardar al inicio de no se sabía exactamente qué. Y se sentaron cerca del cristal que
daba a la pista de aterrizaje aunque en ese instante por el sentido del viento lo que veían
era despegar a los aviones, uno tras otro, cogiendo velocidad y levantando sus enormes
panzas al aire hasta desaparecer en la altura.
Tal era el volumen que desprendían sus cascos que Pam no se percató de quién
había al lado; tal era su intención de evadirse del momento que fue a dar en el asiento
contiguo al que ocupaba el chico negro, alto y fuerte con quien había topado ya en
varias ocasiones desde que pisó el aeropuerto. Y fue girar la cabeza a la izquierda y salir
súbitamente de su estado de ensimismamiento y eso que el chico negro todavía no había
sentido su presencia. Marc ocupó de seguido el banco a su derecha y Pamela se sintió
bastante contrariada. A un lado había un muchacho que ni siquiera había reparado en
ella en ese instante, al que no conocía de nada pero al que se moría de ganas de dirigirle
la palabra. Al otro lado Marc, al que conocía desde hacía años, que no la miraba aunque
sabía de ella y al que no tenía demasiadas intenciones de dar palique.
Disponía de pocos segundos para pensar qué hacer o dejar de hacer. Reparó en
dos premisas claras: que el chico negro advirtiese que estaba allí y que Marc, por
supuesto, no se enterase de nada. Lo segundo estaba prácticamente asegurado, pues la
caja del IPad ya estaba abierta y las instrucciones eran lo suficientemente sugerentes
como para relegarla a un segundo o tercer plano. Lo primero era una cuestión de
tiempo, pues una cuestión de tiempo es que alguien gire la cabeza y vea quién tiene a su
lado en una sala de espera. Así que, dado que ambas premisas acabarían por suceder
había que anticiparse a lo que vendría después de eso.
- Nada de miradas a la izquierda, pensó. En cuanto abra sus ojazos negros, me
verá. Y haciendo como que era sin querer posó su antebrazo en el reposo que ambos
asientos compartían, invadiendo sutilmente un espacio que es de nadie y de todos a a la
vez. Contó los segundos y en la cuenta apostó que sería antes el roce que la mirada. Si
fuese así, posiblemente pasaría lo mismo que media hora antes, cuando el tropiezo de
las cintas transportadoras: que el chico negro, educado, sin ganas de molestar, viraría su
rostro y de sus labios seguro saldrían palabras de disculpa. Si fuese así también de sus
ojos saldría una enorme expresión de sorpresa – o de alegría, quién sabe -, por verla
sentada a su lado. Pero si fuese al revés, si la mirada antecediese al roce, entonces la
sorpresa anularía las disculpas y probablemente no escucharía su voz, que adivinaba
grave y tersa.
Pam acertó sólo en parte sus pronósticos. Fue primero el roce, sí, pero no hubo
ni disculpas ni sorpresa, al menos por la parte contraria. Resultó que él sí sabía que ella
estaba allí y respondió al duelo de seducción con una caricia tan dulce y efímera como
intensa. Pamela sintió que su vello se erizaba y un escalofrío furibundo recorrió su
cuerpo hasta dejarla fuera de juego. Descolocada por la actitud del chaval giró nerviosa
la cabeza y apenas si pudo balbucear unas disculpas con tono de perturbación. Y aunque
él no respondió más que con la mirada, esas apenas décimas de segundo fueron
suficientes para demostrar que entre ambos existía química, quizá ocasional. Por
cualquier circunstancia que no llegaba a comprender todavía sus situaciones guardaban
algún tipo de semejanza. Posiblemente estar allí sentados el uno junto al otro no
obedeciera más que a caprichos del destino pero no dejaba de intuir que ambos estaban
a puntito de iniciar viajes paralelos con compañías poco interesantes.
Más ¿qué podía significar aquella caricia? Ese era ahora su pensamiento único,
buscarle un significado a la razón por la que él seguramente habría estado
diseccionando la situación de la misma manera que ella. No era azar. Recorrió de un
plumazo lo que había ocurrido desde que entró en el aeropuerto, la cinta, la fila en los
mostradores, las miradas del duty free y, finalmente, esto que ahora estaba sucediendo.
Lo primero había sido azaroso; lo último, desde luego, no.
¿Qué podía hacer ahora? ¿Seguir la corriente? ¿Pasar? ¿Y si era peligroso? ¿No
tenía ya bastante con su viaje como para embarcarse en otro asunto tan extraño? ¿Y si
aquello conseguía al menos sacarla de la espiral anodina en la que se estaba
convirtiendo su segunda luna de miel? Al fin y al cabo no quedaba más que media hora
para embarcar, y en media hora nada especialmente grave podía tener lugar. De aquellos
pensamientos vino a sacarle el compañero del chico negro, que llegó con paso rápido,
como quien acaba de ultimar los detalles antes de partir, se sentó a la izquierda de éste
y comenzó una conversación cuyos detalles Pam no quiso dejar pasar. Su intrigante
compañero de asiento le había tomado la delantera pero pensó que escuchando lo que
ambos tenían que decir quizá se le ocurriría algo para retomar la ventaja.
SENSACIONES
No tardó mucho el chico de indumentaria estudiantil en tomar la palabra ni tampoco
Pamela en detectar que su conversación era simple rutina. Por lo pronto pudo conocer el
nombre de su interesante nuevo amigo: Malik. El chico de indumentaria estudiantil no
dejaba de referirse así a él desde el principio, en lo que intuyó una clara intención de
crear cercanía, casi familiaridad.
Con el nombre perdió de vista la charla y recordó que Malik significaba “Rey”
en árabe. Le pareció muy chulo para aquel chaval, al que imaginó de niño, alto, delgado
y guapo. Pensó en él como el ojo derecho de su mamá, el chico bueno de la casa que no
ponía pegas a los recados y relacionó su nombre con algo importante que ocurriría en su
vida. Cuando unos padres llaman a un hijo “Rey” eso es porque sueñan con un destino
encumbrado, que se marca en el día mismo de nacer; que le cuidarían desde bebé como
si fuera un príncipe, que todas las atenciones serían para él, que aprendería de forma
pausada e inteligente, que existe un hueco en el futuro hecho a su medida, aguardando
su llegada.
A los pocos segundos pudo escuchar por fin su voz, profunda, algo más seca de
lo que había sospechado pero en cualquier caso atractiva. Con ella supo cómo se
llamaba el otro chaval, el que parecía de Yale: era Bastian, pero de éste no imaginó
nada, ni ganas que tenía. Sólo percibió que cada vez que Malik pronunciaba ese nombre
de su boca salía un sonido arrugado, a veces casi incomprensible, como si no quisiera
pronunciarlo del todo. Y entendió que en aquella conversación no había igualdad ni
reciprocidad sino que uno lanzaba andanadas de las que el otro se protegía a duras
penas, esquivando los golpes lo más rápido que le permitía su imaginación.
Eso fue lo que ocurrió cuando Bastian preguntó a Malik por el motivo de su
viaje y éste respondió que regresaba para quedarse en Guinea. Le explicó que ya no
estaba a gusto en España, que nada de lo que le prometieron los que contaban las
historias en su patria guardaba algo de cierto. Que era mentira que esto fuese una
especie de paraíso en la que el trabajo y el bienestar se encontraran a la vuelta de la
esquina. Le dijo que para pasar miserias aquí prefería pasarlas en su tierra, que conocía
mejor, al lado de su gente. Otro tanto le pareció a Pamela que ocurría cuando le
interrogó acerca del lugar en que había vivido todo este tiempo. Malik señaló puntos
imprecisos en el mapa de su cabeza, cuatro o cinco casi escrupulosamente diseminados
por la geografía de Madrid, algo que detectó como un intento de no dejar ni rastro de
sus posibles paraderos. Ni queriendo es posible vivir en lugares tan lejanos y
heterogéneos dentro de una misma ciudad. O eso o es que el azar está dotado de un
misterioso criterio de equidad en el repartimiento.
Un toque extraño vino a distraer la atención de Pam. El golpe procedía de Marc
que miraba su rostro con incredulidad, de arriba abajo, visiblemente molesto porque era
la tercera vez que le preguntaba algo y ella no le prestaba ni la más mínima atención.
Pero Pam no estaba dispuesta a perder el rastro de la conversación de los chicos negros
ahora que empezaba a coger el hilo de quién era quién o de cómo era cada uno de ellos.
Y no se amilanó ante la insistencia de su marido ni bajó la mirada, ni mucho menos
pidió disculpas por encontrarse mentalmente ausente. Al contrario, se encogió de
hombros, cinceló en su rostro el gesto de la indiferencia y emitió con la comisura
derecha de sus labios un sonorosísimo pschh que dejó clavado a Marc y le devolvió a
las instrucciones de su nueva maquinita, en las que seguramente no encontraría
reacciones tan adversas.
Quizá envalentonada por este episodio pasajero, Pamela decidió cometer una
locura. Quizá también porque se acercaba la hora del embarque y la falta de tiempo
mitigaría las consecuencias de cualquier acción por muy temeraria que fuese. Así que
apoyó su antebrazo muy cerca del de Malik, tan cerca que se rozaron sin necesidad de
disimulo. De nuevo su piel se encogió y se irguió su vello, pero por primera vez sintió
fuerte el latido de su corazón, rápido, intenso. Y por primera vez también aguardó
expectante una reacción decidida de Malik ya que la suya no dejaba lugar a dudas de su
propósito. Había optado por tomar la delantera aún por las bravas y ese paso no admitía
más que una interpretación. Si Malik sentía lo mismo que ella entonces debería replicar.
Así eran las reglas de su juego. El contacto visual se le había quedado chico con las idas
y venidas por dentro del aeropuerto y le parecía imprescindible comenzar a transgredir
algunas normas, aunque de no haber sido por las circunstancias que la habían rodeado
desde el comienzo de esa mañana posiblemente hubiese pensado que todo aquello era
una enorme metedura de pata.
Malik sintió un latigazo con el roce del brazo blanco de Pamela, fino, suave.
Pensó que lo llevaba deseando desde que puso sus pies en Barajas pero también que
aquel no era el momento más adecuado para recibirlo. La presencia de Bastian
contaminaba todo a su alrededor, como la peste, y le obligaba a mentir, a esconder
cualquier pensamiento o realidad. Claro que la caricia le hacía ilusión porque estaba sin
duda cargada de sentido, o así lo adivinaba él. Pero no sería fácil entregarle a la chica un
mensaje de respuesta con aquel baranda al lado. Lo primero era evitar que Bastian se
percatase de su juego, evitarlo en cualquier caso pero mucho más desconociendo cuáles
eran sus intenciones. Además deseaba que la chica entendiera que aún estando sentados
juntos sin embargo había una diferencia insalvable entre Bastian y él, que en la realidad
no tenían nada que ver. Entonces se le reprodujo en su cabeza la imagen de la patera y
maldijo al destino por reservarle dos veces el mismo trago. Desde luego, tenía huevos la
cosa. De buena gana hubiera estrangulado a Bastian allí mismo, pero comprendió que
un aeropuerto abarrotado no era el mejor lugar para cometer pequeños delitos como ese
y rápidamente se abstuvo de pensarlo dos veces no fuera que al final cayese en la
tentación.
Así que arrastró su enorme pie derecho hacia la derecha hasta toparse con el de
la chica. De inmediato notó que ella respingaba de la manera eléctrica en la que la había
visto moverse por las cintas mecánicas, y sonrió al percibir esa reacción tan de cerca. Y
continuó. Y rodeó su pie pequeñito hasta entrelazar las piernas por debajo de los
asientos, a salvo de las sospechas de los dos interlocutores laterales. Y llevó sus ojos
hasta el punto más recóndito de sus cuencas, al más cercano a la chica, hasta casi darles
la vuelta por detrás, pero sin mover un ápice su cabeza, mientras se mordía los labios
para no sonreír. O quizá lo que mordía eran sus ansias de besarla, o tal vez la sensación
de que se estaba arriesgando de forma maravillosamente innecesaria.
Notó que ella temblaba, que estaba nerviosa y que giraba la cabeza a un lado y a
otro al azar pero que al virar a la izquierda aprovechaba cada segundo para posar en él
sus ojazos. Malik asintió con la cabeza de forma prácticamente imperceptible porque
quería dejarle claro que captaba nítidamente todos las señales que ella le estaba
enviando y que su conversación muda había encontrado un canal adecuado que ambos
sabían interpretar. Miró a las pantallas para indicarle a Pamela que aún quedaba más de
una hora para su embarque y luego puso cara de tranquilidad. Pamela respondió
preguntando a Marc cualquier cosa que llevase implícita la palabra Estados Unidos y
mientras éste respondía meneó su cabeza porque para el suyo, sin embargo, restaban
apenas 45 minutos. Malik abrió los labios, cerró los dientes y frunció los párpados
porque esto perjudicaba notablemente sus planes de casarse con ella antes de no volver
a verla nunca más y le obligaba a ser más atrevido de lo normal.
Decidido a formalizar la relación pasó su brazo izquierdo por delante de su
pecho y llevó su mano algo por debajo de la axila, como cruzándose de brazos pero con
el derecho quieto, aún apoyado en el roce de la chica. Y mientras hacía como que se
pasaba la palma izquierda por el costado derecho, irguió el dedo anular, el más largo de
los suyos, hasta tocar el brazo izquierdo de ella. Visiblemente alterada Pamela dejó caer
su cabeza atrás y suspiró con tanta vehemencia que llamó la atención de Marc, la de
Bastian y la de Malik, que en centésimas de segundo reclinó su cuerpo hacia delante
como para ajustarse las sandalias o como para esfumarse de aquel escenario tan
comprometedor. Cuando creyó acabado el peligro se levantó de nuevo, despacio,
intentado normalizar la situación y retomar la iniciativa. Mas cuál sería su sorpresa
cuando se percató que Bastian había recalado en la belleza de la chica y trataba de
cortejarla con la mirada. Ahora no pensó en estrangularle sino en otorgarle una muerte
algo más lenta y dolorosa, pero de nuevo vino a sacarle de tan hermoso plan la visión
del aeropuerto lleno de niños y embarazadas para quienes a lo peor ese acto podría
resultar ofensivo. Sin embargo no hizo falta llegar tan lejos porque Pamela puso algo de
cara de asco y Bastian se retiró a su guarida, a sabiendas que debía mantener su instinto
bajo siete llaves a menos que quisiera arriesgarse a liarla precisamente en ese instante.
Malik abandonó en el respaldo todo el peso de su cuerpo y parte del de su
conciencia y estiró hacia abajo con las manos la piel de su rostro. Había ido por los
pelos así que la próxima vez, si es que la había, tendrían que andar con más cautela. Por
lo pronto deberían intentar no exteriorizar a modo las sensaciones porque no estaban
solos y sus compañías, además de incómodas, eran sumamente comprometedoras.
Pamela cerró los ojos durante unos segundos y expulsó aire con la nariz, a lo
yogui, y Malik comprendió que podía poner el contador a cero; que, ahora sí, ella estaba
preparada. Retomaron la posición anterior con los brazos apoyados y rozándose, y con
el dedo de Malik rayando la piel clara de Pamela. Pero antes la yema de su anular
permanecía muda y ahora no paraba de hablar describiendo formas que ella intentaba
adivinar a toda velocidad para que la siguiente no borrase la anterior. M…A…L…I…K,
escribió él despacio, empapando de cariño cada letra. Ella sonrió y exhaló una bocanada
de aire que contenía chorros de excitación; su corazón bombeaba ahora sangre de
manera anormalmente potente y su mente giraba con el placer de lo prohibido.
Malik había lanzado el guante y ella tenía que recogerlo como fuese y hacerlo
rápido porque el tiempo apremiaba. Pero también apremiaban las circunstancias, que
constreñían el espacio y las posibilidades de moverse tan libremente como ella hubiera
deseado. No era fácil dejarse llevar por la seducción de otro hombre con su marido al
lado pero la simple idea de intentarlo le parecía irresistible. Así que ella también cruzó
su brazo derecho y situó su palma cerca del costado izquierdo, donde los dedos de
Malik jugueteaban alegremente ya. Cogió su mano y trazó en la palma tostada el
nombre que le gustaba a ella, P A M E L A, con todas sus letras mayúsculas, y lo
acompañó de un corazón, una flecha y tres puntos suspensivos que le devolvían el
recado y, de paso, situaban la pelota en su alero.
Ni corto ni perezoso Malik comenzó a deshacer el embrollo de brazos, manos y
dedos en que se habían convertido los asientos de esa sala, dejando tiempo para que
Pamela hiciese lo propio. Y se estiró hacia el aire, hacia arriba, hacia delante, donde
juntó las manos y finalmente hacia atrás. Cuando dejó caer sus brazos largos estos
pasaron el respaldo por detrás y se ubicaron en el asiento, pero no en el suyo, sino en el
de Pamela. Entonces dirigió sin miramientos su mano derecha hacia las caderas sin ropa
de ella y allí reprodujo al revés las palabras que hacía escasos segundos ella se había
atrevido a garabatear en su piel: M A L I K, en mayúsculas, seguido de un corazón y
tres puntos suspensivos.
Aquello fue demasiado para Pamela porque al juego de seducción y al placer de
lo prohibido se sumaban ahora dosis inciertas de deseo sexual. Con los ojos cerrados
hubiese cambiado su viaje a los Estados Unidos por un ratito a solas con él en el
aeropuerto. Sin embargo sus ojos debían estar abiertos y bien abiertos por lo que
pudiera pasar así que nada de lo que su imaginación pudiera elucubrar tenía visos de
ocurrir en la realidad. Lo que sí ocurrió sin embargo fue que Malik también había
comenzado a excitarse y Pamela, atenta a cualquier detalle pequeño y a los detalles más
grandes sufrió un pequeño ataque de vanidad. ¿Quién le habría dicho a ella esa mañana,
al despertarse, que horas más tarde un efebo negro suspiraría de placer contenido por
ella en el medio del aeropuerto? Quiso reír a mandíbula batiente pero se alegró de
reprimir cualquier gesto porque hubiera despertado la atención de Marc y porque, tal
vez, Malik podría resultar ofendido por ello.
Y se dispuso a ejercer su turno de réplica pero un tumulto enorme e instantáneo
le disuadió de aquella idea. Decenas de policías, guardias civiles y agentes de seguridad
privada corrían de un lado a otro de la terminal y conminaban a las azafatas a que
detuvieran de inmediato todos los embarques, en particular los que se dirigían a los
Estados Unidos. Al tiempo se anunciaba por megafonía que todos los vuelos
internacionales quedaban cancelados por un periodo indeterminado. Nadie sabía nada;
nadie podía imaginar qué era lo que ocurría. Malik miró a Pamela para tranquilizarla
con la mirada pero inmediatamente entendió que ella no era la persona a quien debía
observar con atención. Cuando giró la cabeza y vio a Bastian sudar a chorro entendió
que él tenía algo que ver en aquel revuelo o que aquel revuelo le afectaría más que a
cualquier otro pasajero de los allí presentes. Y, de nuevo, como años atrás en la patera,
volvía a estar junto a él. Por eso no pudo menos que echarse las manos a la cabeza y
resoplar para sus adentros. De aquella historia había salido milagrosamente indemne
pero ésta situación era una auténtica incógnita. La sala de espera se había convertido en
una improvisada y maldita ratonera de la que no parecía existir forma alguna de salir.
PROBLEMAS
Ahogada por el desorden, la seducción cesó de inmediato. Marc escrutaba las pantallas
en busca de un aviso esclarecedor; Bastian observaba angustiado el movimiento de los
agentes; Pamela pensó llamar a su mamá antes que las noticias llegasen por otros
canales. Y Malik se preocupó porque veía peligrar su viaje. La relación entre los cuatro
había quedado cortocircuitada y los primeros momentos podrían determinar si el corte
sería momentáneo o definitivo.
Marc agarró la mano de Pamela, posó durante un ratito los labios en su pelo y
rodeó sus hombros con el brazo. Al tiempo oteó el horizonte en busca de respuestas a
través del comportamiento de todos los presentes. Pero los indicios no eran claros y
pronto comenzaron a llegar las especulaciones en forma de comentarios que salían de
los corrillos y las montoneras de pasajeros expectantes. Algunos hablaban de simulacro
pero los rostros de los policías denotaban que los acontecimientos eran más serios. Los
más listillos e impertinentes se atrevían con la posibilidad de un accidente aéreo. Un
tipo con pinta de gachupino que había al lado comentó haber vivido una situación
similar en ocasión de una salida de pista de un DC-10. Lo del DC-10 le otorgó algo de
empaque a su historia y a la que se juntaron los primeros curiosos el tipo se vino arriba
contando pormenores y, posiblemente, exagerando los detalles del suceso.
Aunque había calado al gachupino, Marc decidió acercarse a las cristaleras en
busca de tumultos en la pista. Pero nada se divisaba desde allí, así que la posibilidad de
catástrofe carecía cada vez más de consistencia. Por si acaso encendió la radio y se
enganchó los auriculares pero tampoco emisora alguna hacía mención a nada especial,
con lo que descartó por completo que la causa del revuelo tuviese algo que ver con un
avión accidentado. Decidido a averiguar los porqués con claridad espetó a Pam a
permanecer en el asiento mientras él daba una vuelta por la terminal.
Aunque eso no la tranquilizaba en absoluto y aunque hubiera preferido que se
quedara a su lado a la espera de que las noticias llegasen por sí solas de sobra sabía que
no haría caso a sus requerimientos. Marc no se escondía nunca y no perdía la cara a las
adversidades por raras que parecieran y si había optado por indagar, eso es lo que
finalmente haría. Por lo menos su ausencia le permitiría centrarse en Malik, cuya
situación tenía visos de estar ahora más comprometida que la de su chico.
Pero Malik estaba a otros asuntos indisolublemente unidos a su eterno
compañero. El temor se había instalado en su cuerpo como una segunda piel y
aguardaba el momento en que la liebre de Bastian saltase por algún lado. Le miraba de
reojo una y otra vez, paralizado porque pudiese cometer alguna estupidez estando él a
su lado. Notó su respiración agitada hasta el extremo y los poros de su cuerpo
expulsando sus remordimientos y tuvo la idea de evadirse ahora que estaba más
pendiente de sí mismo que de los demás. Mas cuando hizo el ademán de levantarse
Bastian le agarró de la mano con mucha fuerza, y sin aspavientos le conminó a sentarse
de nuevo en el asiento.
En ese mismo instante Malik sintió que la había jodido del todo. ¿Por qué
demonios había tenido que toparse con Bastian precisamente ese día? ¿Qué había hecho
él para merecer semejante castigo? Horrorizado, giró la cabeza para averiguar cuáles
eran sus intenciones, momento que Bastian aprovechó para acercarse a su oído y decirle
con voz muy muy clara:
- Date un paseo por ahí, vuelve y me cuentas qué es lo que ves. Mucho ojo con
lo que haces. Te estaré esperando en este mismo asiento. Y recuerda que se quién eres y
dónde vive tu familia en Guinea.
Y moviendo su cabeza con un gesto seco dio le la orden de salida. Las
instrucciones habían sido extraordinariamente precisas, tanto como el tono de sus
amenazas y si algo tenía ahora claro Malik es que Bastian no estaba allí por un viaje de
placer. Había mucho más detrás de su indumentaria y posiblemente la respuesta se
encontraba dentro de la maleta azul que portaba. Sin embargo no era el tiempo de
investigaciones sino de cumplir sus deseos de manera tan diligente como le fuera
posible. Pensó que tal vez el embrollo podía resultarle útil pues con excepción de hacer
de vigía para él poco más rendimiento podría sacarle allí dentro.
Antes de levantarse del asiento miró a su derecha para ver quién sabe si por
última ocasión a Pamela. Y ahí estaba ella, más bonita si cabe que cuando jugaban con
las manos. Y quiso decirle adiós con la mirada pero no pudo. Su inconsciente se negaba
a pronunciar algo que fuera más allá de un hasta luego. Si había de despedirse para
siempre lo haría con un beso, no de aquella manera precipitada. Así que golpeó
suavemente su mano tres veces a sabiendas que ella lo interpretaría como un simple
ahora nos vemos. El rostro de Pamela se llenó de intranquilidad, pero al igual que había
ocurrido un minuto antes con su marido entendió que iba a quedarse sola sí o sí.
Sola pero en compañía de Bastian al que ahora ya miraba con odio y asco. De
hecho tuvo que abstenerse de mirarlo porque de su conversación al oído con Malik
intuía que la culpa de su partida era suya y nada más que suya y eso le repugnaba.
Pamela contenía la rabia mordiéndose los labios pero no pudo reprimir el miedo que le
atenazaba y que se manifestaba en el tono eléctrico de sus movimientos de cabeza, de
un lado a otro, buscando con la mirada a Marc, al que había perdido de vista, a Malik, al
que no quería perder de vista un solo segundo, y a las pantallas, de las que esperaba
alguna información.
De repente sonaron en la terminal los megáfonos y a la que la voz dijo your
attention, please todo el mundo allí dentro se detuvo, con la excepción del personal de
seguridad y los agentes del orden. Pero era una falsa alarma porque se trataba del mismo
mensaje que antes al que se añadían ahora la petición de disculpas y la expectativa de
comprensión por los viajeros.
Pamela observó que mientras los altavoces hablaban Bastian agarraba
desesperadamente el asa de su maleta azul y la disimulaba levemente entre los asientos
y sus piernas hasta dejarla prácticamente escondida de miradas indiscretas. Y sintió
pánico porque por un instante se le pasó la cabeza que en ella hubiese algo peligroso,
una bomba o similar. En su mente la imagen de su madre, que le reprochaba haber
iniciado el viaje y con ella todas las suposiciones negativas del mundo. Pero esa idea se
le borró de la cabeza primero por descabellada y luego porque era propia de su madre,
no de ella. Rápidamente dibujó otras alternativas más comunes, como que la escondía
para no perderla en el tumulto o que era así como apaciguaba él su intranquilidad.
Se dijo a sí misma que no obstante en adelante no le quitaría ojo porque no le
gustaba nada su actitud y tal vez sería aconsejable separarse de él en el muy remoto
extremo de que las cosas se torcieran. A todo esto Marc había regresado de su excursión
y traía escrito en la cara que había encontrado alguna respuesta aunque no demasiado
precisa. Se sentó de nuevo al lado de Pam con aire de satisfacción pero también con
algo de preocupación y comenzó a relatarle sus pesquisas. En el aeropuerto no encontró
nada pero comentó que había llamado a su empresa y le habían hablado de una alerta de
atentado en el JFK de Nueva York. Todo estaba por concretar aún porque de hecho él se
había conectado al servidor de noticias de su móvil y ninguno de los medios importantes
recogía nada. Sin embargo un compañero suyo que estaba de regreso desde los Estados
Unidos había telefoneado hacía escasos minutos diciendo que se encontraba atrapado en
el aeropuerto neoyorkino y había dejado caer ese motivo. Si esa era la razón en breve la
sabrían pero por lo menos Pamela se sintió segura de que los problemas hubieran
surgido a 4500 kilómetros de la distancia que aún no habían recorrido. Le invadió el
pánico sólo de imaginar que el aviso de atentado hubiera podido ocurrir después de
aterrizar ellos en la ciudad de los rascacielos, pero no porque a ella pudiera asustarle,
que también, sino porque a su madre posiblemente le hubiera dado un patatús.
El sosiego de Pamela no fue del todo compartido por Bastian, que no perdía
ripia de lo que Marc estaba contando. Al contrario, sus muestras de nerviosismo eran
cada vez más ostensibles hasta el punto que cualquiera que pasara cerca de él en ese
momento se hubiera percatado de su estado de ánimo. Quizá para disimular que no le
llegaba la camisa al cuello inclinó su abdomen hacia delante y reposó su cabeza en sus
enormes palmas marrones. Y perdió la vista en el suelo mientras las interrogantes se
acumulaban en su mente sin que ésta fuera capaz de dar respuesta a una sola de ellas.
Cada una de las hipótesis que se formulaba era más compleja que la
inmediatamente anterior, infinitamente más peligrosa. Pudiera ser que no ocurriese nada
puesto que el aviso se había producido en el JFK y él se dirigía a Guinea, dos destinos
en apariencia desconectados. Pero pudiera ser que por culpa de eso la autoridad
aeroportuaria decidiese extremar las precauciones y revisar de nuevo los equipajes
facturados y, porqué no, también los de mano. En ese caso, la salida de aquel embrollo
pasaría necesariamente por la cárcel y, lo que era mucho más crudo aún, con el fracaso
de su misión y las represalias de sus jefes. Pero podría ser más retorcida aún en el
improbable pero no imposible supuesto de que el aviso de atentado tuviese algo que ver
con lo que él estaba haciendo en ese preciso instante. Quien le encargó este trabajo no
era uno solo, ni siquiera un grupo local, sino una organización muy amplia cuyas
ramificaciones desconocía por completo. ¿Y si lo que él portaba no era sino una parte de
una obra mucho más amplia e importante? ¿Y si se trataba de una acción coordinada y
él era un simple eslabón más dentro del engranaje? Sí. Si alguna de estas posibilidades
era finalmente una realidad desde luego tenía razones para hundir su rostro entre sus
manos, y mucho más que eso. Quizá tendría razones para hundirse él a cien metros bajo
tierra y no reaparecer hasta después de varias generaciones.
Malik quedó impresionado por el aspecto que ofrecía Bastian cuando regresó de
su gira. A fe que le importaba un bledo lo que pudiera ocurrirle pero mientras
continuara a su lado aquello se convertiría sin remedio en su losa particular. No tenía
demasiadas ganas de contarle que no había averiguado nada de nada así que se sentó a
su lado y dejó que fuera él quien se incorporara y le inquiriese al respecto. Por fortuna
Pamela se encontraba todavía allí y le encantó que ella suspirase por él al verle. Le
reconfortaba saber que existía un oasis de paz dentro de la adversidad del momento y
mucho más que ese oasis fuera tan hermoso. Pero le fastidiaba porque deseaba contactar
con ella y no podía. Ni siquiera se atrevía a gesticular ni a enviarle señales como hacía
unos minutos. No estaba el horno para bollos aunque tal vez dos o tres gestos hubieran
contribuido a tranquilizarles a los dos y, al revés, ella podría entender su ausencia como
que los problemas hubieran aumentado. Tan disimuladamente como pudo cerró su puño
derecho y levantó el pulgar para indicarle que todo estaba ok, o al menos hasta donde
llegaba su conocimiento porque habría que esperar a ver qué significaba la alteración de
Bastian.
Éste por fin recobró la postura natural y al ver a Malik comenzó con el un
interrogatorio sin tapujos que no logró sin embargo aclarar sus dudas. Lo único que
consiguió fue posponerlas durante unos minutos, los que tardarían en llegar las noticias
acerca de lo que estaba ocurriendo, lo justo como para que volviese a pensar en la
manera de utilizar a Malik para escabullirse de lo suyo. Pensó que era el momento de
reorganizar sus estrategias. Mejor de tirarlas a la basura porque ninguna de ellas había
previsto una situación similar, y de tomar decisiones basadas en premisas genéricas pero
efectivas.
La situación exigía seguramente pocas medidas pero muy efectivas. Y sin
retorno: una vez escogido un camino no habría vuelta atrás. En su escala de valores el
primer peldaño lo ocupaba la salvaguarda de quien le había encomendado portar la
maleta. Bajo ningún concepto debería poner en peligro todo el entramado que suponía
tras él porque de lo contrario las consecuencias serían nefastas. Aunque no tenía claro
qué haría de verse en una situación de vida o muerte, pensado así en frío anteponía su
misión a su propio pellejo.
Por fortuna no se hallaba solo en esta tesitura, sino que Malik podría de servirle
perfectamente de peón al que enviar a primera línea y quemar si fuera necesario. Sería
una baza interesante aunque para jugarla debería tener siempre en cuenta que él no
albergaba idea alguna de sus planes ni debería saber nunca nada y esto era una
complicación. Pensó en él como dos ojos más en cualquier otro lado de la terminal, dos
ojos tan fieles como el miedo que le provocaran sus amenazas.
Entonces Marc recibió una llamada. Podía ser cualquiera a esas horas, pero los
cuatro se quedaron petrificados, con la intriga de saber qué depararía aquella
conversación o si tendría algo que ver con el barullo de la terminal. Fue como si alguien
pausara su tiempo mientras los demás pasajeros continuaban con su frenesí indomable.
Marc pulsó la tecla verde, y los otros tres miraron hacia lados diferentes, cada uno hacia
el que más les permitía esconderse de la realidad, pero todos orientaron sus oídos hacia
el móvil, como queriendo aprehender las ondas que transmitían la información y poder
anticiparse a las declaraciones de Marc.
No hizo falta que agudizaran su ingenio y reprodujeran hipótesis en sus cabezas.
La cara de Marc delataba que algo grueso estaba ocurriendo en ese momento y que les
salpicaba en parte o en su totalidad. Marc miró a Pamela con signos de preocupación, de
mucha preocupación, y cuando sus manos recogieron las de ella en son de tranquilidad
la tensión aumentó de manera exponencial: si su afán mientras hablaba era la de poner
un poco de sosiego eso era porque algo extraño se ocultaba bajo su discreta
conversación y, quien más quien menos, debería esperar a conocer cuál sería su
problema.
¿QUÉ HACER?
Marc retiró el móvil de su oído y lo situó frente a sus ojos. Mantuvo esta posición
durante unos segundos, mientras la pantalla de su juguete electrónico volvía a la
posición de bajo consumo, quizás con la intención de ganar tiempo al tiempo e inventar
la manera más benevolente de transmitir las noticias que acababa de escuchar. Cuando
cayó en la cuenta que allí no había vuelta de hoja se dispuso a contar las cosas como si
él no fuese parte de ellas, del modo más imparcial posible.
Al girar la cabeza para detallar a Pamela lo que había estado escuchando se
sorprendió de que los dos muchachos negros convirtieran sin tapujos en una conferencia
lo que él consideraba que debía ser nomás un diálogo con su chica. Y se aprestó a
recriminarles cuando entendió que posiblemente lo único que pretendían era obtener de
boca de alguien –incluso de un perfecto desconocido – algunas de las causas que habían
generado esa situación irregular.
Así que no le dio más importancia y habló en un volumen lo suficientemente
bajo para no alterar a Pamela pero lo suficientemente alto como para que Malik y
Bastian no perdieran ripia. Y dijo que la llamada procedía de su empresa, de su amigo
Fran, el informático meticuloso, que había estado cruzando datos desde el momento en
que el compañero desplazado a Nueva York había contactado con él esa misma mañana
para darle cuenta de su retraso. Que no había despegado los ojos de su ordenador y
había leído todas las noticias de las agencias a las que su empresa estaba suscrita. Y que
lo que había estado viendo no dejaba de intrigarle y de inquietarle más y más porque
todos los datos le llevaban a pensar que antes o después se daría a conocer un intento de
atentado a escala mundial. Que en Sydney, Tokio, Pekín, Moscú, París y Londres
estaban alerta ante la posibilidad de un ataque coordinado que tuviese como epicentro el
sistema de comunicaciones aéreas. Y que todo esto eran meras suposiciones pero que no
hacían sino añadirse a lo que el propio Marc había venido contando en los últimos
minutos.
Fran era un tipo extraordinariamente hábil. Su mente, inquieta, le llevaba
siempre a ejecutar varias tareas al mismo tiempo, al igual que los ordenadores que
manejaba. Mientras le escuchaba y se hacía sus cábalas Marc recordó que le había
conocido instalando los equipos electrónicos de su despacho, y que quedó alucinado
porque a la vez que conectaba los ordenadores y la red wifi aprovechaba para invertir en
bolsa en tiempo real. En dos horas Marc tenía todos los instrumentos en marcha y Fran
había ganado 1200 euros con las acciones de una empresa de aparcacoches recién
creada. Por eso tuvo cierto reparo en preguntarle hasta qué punto él era consecuente con
sus deducciones; si pensaba que lo que le estaba contando tenía una base real o por el
contrario era producto de elucubraciones propias de quien pasa mucho tiempo frente a
pantallas de ordenador. Pero se lo preguntó, por si acaso. Y cuando Fran le respondió
con un suspiro seco, Marc entendió que, fuese lo que fuese lo que pasase,
presumiblemente estaría cerca de ser lo que su compañero de trabajo le decía.
Un rayo electrizó a sus tres compañeros de sillón. Comenzó por Pamela, cuyo
vello se erizó en décimas de segundo; continuó por Malik, en quien adquirió velocidad;
y descargó en Bastian con toda su contundencia, con una potencia tal que dejó sus
músculos petrificados. Los tres quedaban unidos ahora por la angustia de un momento
extraño, que nunca imaginaron al amanecer.
Para Pamela las discusiones con Marc pasaron a un quincuagésimo plano,
porque los 49 primeros los ocupaba ahora el rostro de su madre y cualquiera de las
facciones que pudiera adoptar cuando supiera lo que se estaba cociendo. La cuestión
que planeaba ahora por su cabeza era si debía avisarla o no; si esperar a que se enterara
por terceros o si darle la noticia ella misma. ¿Qué hacer? Si tuviera la certeza de que lo
que acababa de contar Fran se parecía a la realidad, entonces lo sensato sería marcar su
número y hablar con ella por teléfono de manera tranquilizadora. Pensó que comenzaría
la conversación por algo intrascendente e iría subiendo de tono a medida que avanzase
la conversación, como en el chiste del gato. De todas formas la noticia sería dura, pero
había que edulcorarla de alguna forma. Sin embargo, no tenía todas consigo que Fran
estuviese en lo cierto, así que una llamada entrañaba el riesgo de alertar sin necesidad, y
eso no lo querría por nada del mundo.
Pero tampoco quería imaginar que toda aquella historia de casi ficción
finalmente pudiese ser real ni mucho menos el careto de mamá si llegaba a enterarse por
la radio o la televisión. Era capaz de ir al aeropuerto para comprobar que estaba bien y
llevarla directamente a casa, pasando por encima de su viaje, de su novio y de toda la
policía que había allí y que se afanaba por no llegar tarde a ningún lugar en realidad.
Para Bastian… para Bastian la situación comenzaba a ponerse jodida del todo, si
es que antes no lo estaba ya. No era el momento ni el lugar, pero por su mente pasaron
los detalles de su encargo y vio lazos y puntos de unión entre detalles que hasta
entonces habían pasado como inconexos. Cuando creyó estar dando un paso de gigante
en su posición dentro del mundo del hampa en realidad estaba firmando su sentencia de
muerte. El mundo del hampa había captado que sus ansias por llegar alto constituían el
mejor y el más natural de los cebos porque sus deseos llevaban aparejados una venda
opaca que le había impedido percatarse de la más evidente de las realidades: que fuera
de Lavapiés, él no era nadie, no significaba nada. No hizo falta que le adiestraran, ni que
le lavaran el cerebro. Había caído en la trampa él solito, y quien se la tendió sabía de
sobra que así sería.
Pero ahora de nada servían ya los lamentos. Lo hecho, hecho estaba y se trataba
de apurar cada segundo como si fuese el último de su vida porque quizá así sería. Una
pregunta rebotaba en las paredes de su cerebro: ¿qué hacer? Cada paso podría ser el
preludio de un desastre, lo mismo que la inacción, así que debía hacer algo tan rápido
como correcto porque el tiempo corría en su contra tanto como un posible error. Hacía
unos minutos dudaba si, llegado el caso, optaría por su vida o mantendrá a toda costa el
secreto, pero con las nuevas circunstancias todo cambiaba como de la noche al día y
ahora ambos proyectos estaban indisolublemente unidos.
Para Malik comportaba la rotura de sus ilusiones por encima incluso de lo que su
incómodo enemigo pudiera estar maquinando. En esa situación, pensó, permanecer allí
dentro suponía todo un alivio porque parecía claro que la seguridad se incrementaría
hasta el punto de darle cobijo si fuese imprescindible. Pero también implicaba que su
vuelo, cuando menos, se retrasaría, y quién sabe si no llegaría incluso a cancelarse.
En cualquier caso sus opciones por el momento eran nulas; tan sólo le restaba
aguardar a que alguien propiciase el siguiente paso con el suyo o incluso desencadenase
alguna situación distinta que le permitiera tomar un rumbo diferente. Y se dispuso a
establecer un orden de prioridades básico que anticipara el futuro o al menos le
impidiese estar desprevenido ante cualquier eventualidad. Pero no resultaba fácil porque
sus tres objetivos, el viaje, Bastian y Pamela parecían en ese momento igualmente
importantes.
En cierto modo el viaje ya no dependía de él, porque todo recaía en las manos de
las autoridades del aeropuerto que eran quienes debían determinar si las compañías
podían seguir operando en esta tesitura. Pero por si acaso revisó que tenía todos los
papeles, documentación y billetes de embarque, en orden, en regla y muy a mano.
Quizás todo se precipitase de un momento a otro y ser rápido le podría dar la ventaja
necesaria sobre Bastian, ventaja para escabullirse, dejarle atrás aprovechando un
momento de confusión generalizada. Esto solventaría dos pájaros de un tiro, pero si los
acontecimientos no fueran tan eléctricos Bastian seguiría ahí como su oscura sombra. Y
mientras tanto él continuaría ejerciendo de perrillo fiel sin rechistar ni levantar
sospechas innecesarias. Sólo en el caso de recibir alguna orden imposible acudiría a las
autoridades y les contaría lo que intuía, pero como último extremo porque en un
ambiente tan caldeado como ese lo último que haría falta sería un negro delatando a otro
negro sin las certezas adecuadas.
Respecto a su relación con Pamela lo más importante ahora era mantener la
calma y evitar juegos vacíos que pudieran comprometerla o comprometerles a los dos.
Nada de caricias, nada de gestos, si acaso alguna mirada inocente que tranquilizara sus
ánimos en la medida de lo posible. Al final, si no podía despedirse de ella tampoco
importaría tanto porque posiblemente nunca más la volvería a ver aunque en verdad una
solución de ese tipo le dejaría un pequeño mal sabor de boca. Inconscientemente sus
sensaciones habían cuajado y comenzaban a despertar en él algún tipo de sentimientos a
caballo entre la seducción y el cariño. Pero dado que su contacto había sido igual de
efímero que la estancia en la sala de embarque la quemazón de una despedida a la
francesa no duraría tampoco demasiado tiempo. ¿O sí?
Marc, por su parte, hacía tiempo que sopesaba la idea de cancelar el viaje o, por
lo menos, posponerlo. Comenzó a repasar los días anteriores a éste y entendió el
embrollo del momento quizá como una señal de que no debería haberse embarcado en
aquella aventura. A él no le iba tanto, ni había apostado siquiera la mitad que Pamela
porque este periplo pudiera arreglar su relación; incluso cayó en la cuenta de que por lo
que a él se refería seguramente no había nada que subsanar. No podía decir que era feliz
pero lo suyo con Pamela le proporcionaba lo suficiente como para no tener que alterar
una coma. Las cosas estaban bien como estaban y por instantes se le pasaba por la
cabeza decirle a Pamela que dieran media vuelta, regresaran a su casa, hicieran el amor
en condiciones e intentasen ahuyentar sus dudas tranquilamente, sin necesidad de viajes
ni artificios. En este viraje seguro que contaría con la inestimable ayuda de su suegra, en
quien pensaba recurrentemente desde el inicio del atolladero en el aeropuerto como un
bastón en quien apoyarse en caso de tomar tal determinación.
Era para hacerles una foto. Aunque sus poses no distaban mucho de las del resto
de los atribulados viajeros sin embargo los pensamientos instantáneos de aquellos
cuatro compañeros de compromiso hubieran dado como para escribir un cuento de
aventuras sin un final definido. Pero quizás en ese cuento hubiera un salto de capítulo,
porque mientras en sus cabezas deambulaba sin cesar la idea del ¿y si...? la voz
metálica, estridente e incomprensible de los altavoces volvió a sonar de manera
repentina, inquietante, y el silencio se adueñó de la terminal con la misma voracidad que
los temores se adentraban en los corazones de cada cual.
PRECIPITACIÓN
No se entendía nada; el eco rebotaba en el silencio y anegaba de incertidumbre, más aún
si cabía, los rostros derrotados de los pasajeros. Hubo que escuchar el mensaje dos
veces para percatarse de lo que decía; y lo que decía no era ni más ni menos que la
pretensión de solventar un desbarajuste con otro aún mayor, como sucede de forma
habitual en los protocolos de la navegación aérea.
A diferencia de la voz común y mecánica, que repite las advertencias una y otra
vez sin atisbo de sentimiento, en este caso el locutor era una persona de carne y hueso,
que emitió hasta en tres ocasiones la misma orden: los objetos de mano deberían pasar
de nuevo entre los arcos del escáner. Pero para agilizar los trámites los pasajeros no
deberían volver al principio sino que el personal del aeropuerto apostaría máquinas
móviles justo delante de cada puerta de embarque para mayor comodidad.
Para mayor comodidad desde luego del miedo, que se extendió como humo
silencioso entre las paredes inquietas de las diferentes salas. ¿Por qué la voz no
precisaba las razones de tal medida? ¿Por qué se afanaba en pedir disculpas y
comprensión y conminaba a todos a cumplir con tranquilidad las órdenes? ¿Es que
había un problema de seguridad? ¿Quién en su sano juicio se atrevería a embarcar en
una situación como esa?
A todo esto los miembros de los cuerpos de seguridad se movían entre los
pasillos como peones guiados por instrucciones claras e incontrovertibles. Daban la
sensación de hombres de negro del FBI que ejecutan instrucciones sin pestañear,
pasando por encima de cualquiera, de manera educada quizás, pero tan automática que
provoca escalofríos. La gente les miraba en busca de las respuestas que la voz no
ofrecía. Ellos debían saber algo, estar al corriente de lo que ocurría pero su forma de
actuar, inasequible a las interrogaciones de los demás, incrementaba la sensación de
inseguridad entre los allí presentes.
Los atrevidos comenzaron a gruñir entre dientes y los temerarios iniciaron las
increpaciones, primero contra las autoridades aéreas y luego contra la policía, aunque
hacia estos las consideraciones bajaban el tono, no fuera que las cosas se salieran de
madre y alguien resultara mal parado. Recibieron los escupitajos verbales los vigilantes
privados a quienes se encomendó la tarea de vaciar los asientos y organizar las filas de
los pasajeros cada uno en su puerta correspondiente. Aquella medida infundió un poco
de calma en tanto que parecían disipar las demoras; curiosamente cuando no había
constancia de problema alguno la inacción en la pista de despegue provocaba las
esperas habituales y perfilaba las típicas imágenes de pasajeros desesperados
aguardando su turno, sentados, tumbados o recorriendo sin cesar los pasillos. Y sin
embargo ahora que se incrementaba la seguridad y tocaba nueva revisión todo el mundo
debía permanecer de pie ante la inminencia de un posible embarque. Pero en realidad
ninguno iba a montarse en el avión, por lo menos por el momento. Las autoridades se
habían propuesto organizar en filas a todo el mundo, pero sin llamar la atención, porque
así era más sencillo controlarlo todo. Y siguieron un orden numérico, comenzando por
la puerta número uno. A los cinco minutos todos los pasajeros del vuelo SAA2520 con
destino a Azania estaban colocados como escolares a la vuelta del recreo.
Malik y Bastian debían presentarse en la puerta número 16, y Pamela y Marc en
la 13. Bastian echó cálculos y entendió que los trámites se agilizarían a medida que los
pasajeros entendieran la nueva rutina. Como mucho dos minutos para ordenar cada fila,
de modo que en algo más de veinte les tocaría a ellos situarse en formación. Había que
actuar ya. Sin más dilaciones. Y sin miramientos hacia nadie. Había llegado la hora de
la verdad y entre su pellejo y el bulto, éste último llevaría la peor parte. O quizá fuese
Malik, porque en un arranque de locura determinó endosarle a él el paquete misterioso y
endiñarle el muerto fueran cuales fueran las consecuencias. De todas maneras se
encontraba tan acojonado que no podía siquiera pensar qué pasaría si se descubría todo
el pastel, pero tenía claro que él no cargaría con el mochuelo cuando le revisaran la
maleta.
Así que inclinó su cuerpo ligeramente hacia el de Malik y le ordenó ir a dar una
vuelta rápida para evaluar la situación. No hizo falta que le recordara el castigo de una
negativa, porque Malik ni siquiera le dejó tiempo para ello: había decidido cumplir sus
instrucciones mientras no supusieran un riesgo real y aquella no parecía peligrosa. Pero
tan obsesionado estaba con no contrariarle que pasó por alto que no viajaba solo sino
que portaba consigo la maleta en la que se depositaban los sueños de sus sobrinos, que
olvidó debajo de su asiento escondida de las miradas de todos excepto de las de Bastian,
que a su vez trazaba con ojos en sangre sus propios planes de escaqueo.
Malik tuvo el coraje de espetarle que no se ausentaría más de dos minutos y en
sus palabras había, más que un desafío, la amenaza de algo más serio para Bastian.
Quizás éste entendió que podría tensar la cuerda hasta cierto punto y que pasado ese
umbral su hasta entonces timorato amigo tramaría algo distinto espoleado por su
necesidad de salvar el pellejo. Y quiso serenar la situación dejándole claro que no
necesitaba más, pero tampoco menos, porque pensaba que esos dos minutos eran tiempo
suficiente como para ejecutar su siniestro procedimiento.
Cuando Malik se levantó del asiento Pamela, que vigilaba cada movimiento de
Bastian hacia él, sintió congelarse su corazón. ¿Dónde iba? ¿Qué clase de miedo era
aquel que le obligaba a obedecer todo lo que el otro le dictaba? ¿Por qué tenía que irse
ahora que todo parecía encauzarse de manera cuando menos protocolaria? Pamela dejó
todo de lado y se dispuso a no quitarle la vista a aquel indeseable sujeto que tenía junto
a sí. Con discreción pero sin pausa; ni un solo milímetro, ni un solo segundo fuera de su
jurisdicción. Y a la mínima… Pero a la mínima ¿qué? Buena pregunta para ninguna
respuesta. Estaba atada de pies y manos porque sólo ella sabía de la existencia de su
relación. Marc andaba ajeno a todo y Bastian posiblemente también. Si éste actuaba…
¿de qué margen de maniobra disponía ella? De ninguno, obviamente, a menos que se
inventara algo con lo que incriminar a Bastian sin levantar sospechas. Pero eso era
imposible ¿Dónde acudiría? A ningún sitio bajo esas circunstancias y mucho menos
estando al lado su marido.
¿Tomar una decisión arriesgada? Uf ¿En un aeropuerto en medio del caos por
aviso de atentado? ¿Y si se equivocaba? ¿Y si todo era producto de su imaginación? ¿Y
si no se equivocaba? ¿Y si su brillante sentido de la intuición había hilado de manera
correcta todos los cabos sueltos? ¿Qué pasaría con Malik? ¿Por qué se había encariñado
de él, precisamente hoy, precisamente ahí? Demasiados interrogantes y ausencia de
soluciones para ninguno de ellos. Quiso llorar pero tendría que excusarse por hacerlo. O
tal vez no, porque la situación en sí, fuera del asunto de Malik y Bastian era lo
suficientemente tensa como para llorar de manera completamente casual.
Pero aquello de excusarse le proporcionó una idea tan descabellada como
posible. ¿Ir al escusado? Joder, diría, a cualquiera le entran nervios en este ambiente
tan tenso, ¿no? ¿Por qué no zafarse de toda vigilancia con ese subterfugio barato pero
posiblemente eficaz? A partir de ahí bastaba con buscar a Malik entre el resto de
pasajeros, miles tal vez, pero muchos de ellos ya ordenados en sus filas; y luego
apartarle, echarle a un lado seguro y comentarle… ¿qué? De momento Bastian no había
movido un dedo, así que no había nada de qué preocuparse. Su mente había precipitado
hechos inexistentes, con la espontaneidad del agua en las tormentas del verano.
Plausibles, quizá, pero inexistentes al fin y al cabo. No había aún motivo para la
agitación y tal vez no lo hubiera durante la ausencia de Malik. Así que se relajó y dejó
que su corazón encontrara por sí solo un estanque paz que cerraba momentáneamente
las puertas de su desasosiego.
Pero Bastian andaba ya como alma que lleva el diablo. Su cuello erguido
perseguía en la distancia a Malik, y a la que le perdió de vista comenzó a actuar.
Sudoroso, tembloroso, temeroso de su vida, se abalanzó sobre su maleta azul. Fijó el
código de seguridad de tres dígitos y empuñó la cerradura. Dudó varios segundos que se
le hicieron eternos; trató de tragar saliva pero no pudo. Ni tan siquiera se atrevió a
abrirla.
Necesitaba algo más de tiempo, así que extendió su brazo derecho hacia la parte
baja del asiento que ocupaba Malik y sacó de allí su maleta naranja. Horror: ésta no
tenía código de seguridad pero Malik había enganchado los cierres contrarios de la
cremallera con un candado barato. Tan barato que los podría haber partido con una
palanca improvisada. Pero esta opción quedaba descartada porque Malik nunca debería
saber que su maleta había sido violada hasta el momento en que la policía le obligase a
abrirla. Entonces se daría cuenta de la situación pero ya sería demasiado tarde.
Por una décima de segundo Bastian rió de su suerte. Agarró un bolígrafo de sus
bolsillos y forzó la cremallera hasta abrirla lo suficiente como para encajar un dedo. A
partir de ahí fue coser y cantar, porque la maleta se abrió sin resistencia; no hubo de
romperla para hacerlo. Pero la dejó entreabierta mientras volvía a la suya de manera
compulsiva porque ahora sí, había llegado el momento de la cruda verdad. Vería qué es
lo que ocultaba; qué tanto pánico le producía. El origen en verdad de todos sus males.
Quizá la razón de tanto alboroto dentro del aeropuerto y, por qué no, también fuera de
él.
Pamela sudaba ahora la gota gorda. Maldito bastardo, pudo murmurar para sí. Y
sin embargo las esposas del silencio maniataban sus deseos de actuar. Pensó que Bastian
tramaba algo más grueso de lo que imaginaba en un principio. Sopesó la idea de que no
sólo implicara a Malik con ello sino que todo el mundo allí dentro pudiera estar
comprometido por sus actos. Y eso le daba cierto margen porque entonces sí que podría
acudir a la policía para relatarle lo que estaba ocurriendo allí. Si la policía buscaba algo
a tientas seguramente agradecería cualquier ayuda que le iluminase el camino, aunque
para que esto fuese efectivo ella debía estar segura de poder arrojar un poco de luz.
Y resolvió darse un par de minutos hasta que Bastian finalizara su quehacer con
la maleta de Malik. Pero si, una vez ocurrido esto, ella intuía que las cosas discurrían
por derroteros extraños, entonces no dudaría un segundo más. Aguardaría a que alguien
viniese a organizar su fila y a la mínima que se presentara, denunciaría los hechos tal
cual los había visto, omitiendo los detalles de su relación con Malik y enfatizando los
que incriminaban a aquel que, ahora, centraba sus esfuerzos en ejecutar un gran
cambiazo.
ACELERACIÓN
Bastian abrió las dos maletas lo justo; lo justo para sacar y meter los bultos; lo justo
para que nadie, ni siquiera él, viese qué objetos extraía de una y depositaba en la otra y
viceversa. Miró hacia el frente e introdujo una mano en cada maleta para palpar y
determinar sin mirar cómo procedería al cambio. En la naranja tocó dos cuerpos del
tamaño de sus palmas que parecían envueltos en papel ruidoso, como de regalo. En la
azul sintió un volumen frío como el acero, pesado como una conciencia sucia, y tan liso
que el vello de su brazo se erizó como si hubiera visto la muerte en persona. Dedujo que
aquello era lo que andaba buscando, lo que deseaba perder de vista cuanto antes, lo que
ojalá nunca se hubiera atrevido a portar. Sacó fuerzas de no se sabe qué sitio y en un
brusco movimiento de mano, sin mirar, lo colocó en la maleta de Malik.
Acto seguido movió las cremalleras hacia el lado contrario al que se encontraban
y los dientes sellaron su secreto con la fragilidad de un barco de papel; finalmente cerró
su maletín azul, hermético, y giró los números del código hasta volverlos locos, hasta
asegurarse que nadie más que él podría abrirla de nuevo. Había devuelto la calma a su
ser por unos segundos, los que tardó en encontrar el respaldo del asiento y respirar tan
hondo como le permitieron sus pulmones. En ese momento sólo había una persona para
él en el universo conocido; y esa persona era él y sólo él. Se asustó de nuevo cuando se
percató que con la excitación podía haber metido la pata, haber extraído e introducido
objetos equivocados en las maletas; pero se calmó enseguida, cuando abrió de nuevo la
suya y comprobó que no había posibilidad de error puesto que, al margen de los dos
regalos sustraídos a los sobrinos de Malik, no había en ella nada más. Ergo, si sólo
había un objeto, ese lo llevaba ahora su compañero; ergo, si ese objeto era peligroso
sobre él recaerían todas las culpas; ergo, si no lo era, lo recuperaría tranquilamente en el
vuelo.
Comenzó a buscarle con la mirada, entre la muchedumbre casi enteramente
organizada ya a lo militar, en líneas de a uno detrás de los mostradores de las puertas de
embarque. Los policías habían conseguido ordenar cinco y el ritmo se intensificaba por
momentos, pues los pasajeros que aprendían el procedimiento se alineaban por sí
solitos, sin esperar a recibir las indicaciones pertinentes. En breve les tocaría a ellos, no
más de cinco minutos. Afortunadamente estaba seguro que la marcha de Malik tocaba
ya a su fin y se ufanó de haber actuado con tanta diligencia pues había errado en el
cálculo de manera flagrante.
En efecto, a los pocos segundos de levantar su cabeza apareció Malik con el
rostro circunspecto. Por más que intentaba no llamar la atención de Bastian no pudo
ocultar su decepción cuando se percató de que Pamela no estaba ya allí sentada, a su
lado, como la dejó la última vez que la vio. Quizá por el enorme enfado que tenía
abandonó la suerte de su cuerpo, que sentó con estrépito en el asiento contiguo al de
Bastian. Y exclamó
- Nada. No he visto nada. A partir de ahora si quieres algo tendrás que buscarlo
tú, porque yo ya paso. Dentro de poco nos toca colocarnos en la fila y una vez allí yo ya
no estoy para nadie ¿entiendes?
Pero Bastian ni siquiera respondió. Se limitó a dejarle claro con su indiferencia
que lo que tuviera que decirle le resbalaba de medio cuerpo al otro medio. De hecho se
levantó porque, como había indicado Malik, en breve les correspondería a ellos situarse
en cola, y no le dirigió la palabra, ni le miró, como si de repente quisiera deshacerse de
él. Malik no dio importancia a aquel vacío momentáneo. Por lógica debía esperar
cuando menos una mirada desafiante o amenazante y todo lo que no fuera eso debería
haberle sonado chusco. Sin embargo no reparó en que el cambio de actitud de Bastian y
su última aventura fugaz por el aeropuerto se enlazaban como el día sucede a la noche.
No reparó porque su mente estaba ocupada por completo, dividida entre la necesidad de
divisar de nuevo a Pamela y la obligación de incorporarse a filas.
En eso, sonó la voz grave de un antidisturbio enorme, casi tan grande como él,
pero ataviado con los utensilios que él, por su experiencia como sin papeles, siempre
consideró siniestros.
- Por favor, póngase detrás de sus compañeros de viaje, dijo aquel individuo
con voz seca y firme.
Lo de por favor no supo si tomárselo como una ironía o como una chulería, pero
tratándose de quien se trataba él y tratándose de quien se trataba el antidisturbio juraría
que era más bien lo segundo. Les tenía ganas por todas las que les habían hecho pasar a
él y a sus amigos en el centro de Madrid, pero esa no era la mejor ocasión para
demostrarle que en el cuerpo a cuerpo, sin porra, casco y demás, le hubiese podido
partir la cara a modo. Ahora tocaba acatar, parecer sumiso, marcar la distancia justa
entre el respeto y la servidumbre, caer bien sin pasarse de obediente, ser discreto pero
no completamente anónimo.
Se agachó, echó mano de su maleta barata naranja y sin prisa pero sin pausa
caminó hacia la puerta de embarque número 16. Quedaban ya pocos viajeros sin
ordenar; todo lo más algunos padres persiguiendo a sus hijos pequeños y algún
despistado, que siempre los hay y a los que todo el mundo lanza miradas a caballo entre
el jolgorio y la maledicencia. Eso le facilitó la tarea de otear el horizonte, tanto que al
fin divisó a Marc, tres filas más a su izquierda, en la puerta número 16. Aún quedaba
mucho para que Pamela embarcara, pues los técnicos andaban ocupados en ese
momento en instalar el aparato de rayos x, que parecía dar problemas precisamente en el
vuelo hacia Nueva York. Por lo que pudo entender de los gritos que se daban los
trabajadores entre sí y los viajeros a los trabajadores aquella máquina no funcionaba ni a
la de tres. Y el problema debía ser grueso porque el que tenía pinta de jefe no dejaba de
hablar por la emisora como indicando que ese chisme no quería funcionar ni querría
seguramente hacerlo en el futuro.
Pero con inconvenientes o sin ellos, no había rastro de Pamela. Marc estaba solo,
tecleando otro juguete electrónico salido de su mochila gris metal, como ajeno a los
problemas que envolvían al aeropuerto en ese instante. Malik empezó a pensar que
aquel no era su día porque cuando todo tenía visos de comenzar a solucionarse entonces
algo salía de la nada que tiraba por tierra todas sus ilusiones. Si hubiese estado en la fila
correspondiente, Pamela podría haberle visto igual que él a ella y. aunque en la
distancia, hubiera podido despedirse con un beso silencioso y secreto. Apostaba algo a
que su fila avanzaría más rápido que ninguna otra y que para cuando Pamela quisiera
regresar de donde estuviese él ya había pasado los arcos y habría tenido que embarcar.
Pamela no tenía intención de regresar al menos hasta el último instante.
Aprovechando el caos generalizado le había comentado a Marc que le era
imprescindible visitar el aseo antes de embarcar. Le dijo además que en esa situación no
podía fiarse de cuándo se presentaría la próxima oportunidad así que era preferible
hacerlo ahora que disponía de algo de tiempo libre. Era cierto que necesitaba ir al
servicio pero en ningún momento tuvo la idea de pasarse por allí; lo del retrete era una
excusa para ir a buscar a Malik y darle cuenta de lo sucedido en su ausencia, pero
lamentablemente mientras ella recorría un ala de la terminal él volvía por el otro y el
parapeto de las filas recién alineadas le había impedido verle mientras se cruzaban.
Buscó por todos lados y en sitios imposibles, con la fe de encontrarle en aquellos
en los que su imaginación podía haberles soñado juntos y a solas en el aeropuerto. Pero
no halló más que desesperación. Era imprescindible divisarle y provocar que él lo
hiciese también pero teniendo en cuenta que no podría acercarse a él ni hablarle de
manera directa porque nadie a excepción de ellos sabía de su relación y si alguien les
cazaba podría acarrearles problemas serios.
Pero nada. Malik no aparecía y el tiempo pasaba, aceleraba su cadencia
angustiosa, hacía inminente el momento del regreso. Pamela sintió rabia por no poder
adivinar lo que él habría pensado en el momento en que Bastian le dio la orden. Trató de
calzarse sus zapatos, de pensar igual que lo habría hecho él para adivinar dónde podía
haber ido. Pero era imposible porque apenas le conocía sólo de unos instantes. Quizás se
habría alejado de la policía porque un chico como él seguramente no tendría buenas
relaciones con los agentes de la autoridad. Y por eso se dirigió hacia donde menos
vigilancia parecía haber; pero allí Malik no estaba.
Creyó también que dentro de sus posibilidades intentaría minimizar los riesgos
de la salida a la que Bastian le había obligado, escondiéndose para ello en cualquier
lugar que quedase fuera de su atenazadora jurisdicción. Incluso llegó a preguntar a un
cualquiera que salía del W.C. si dentro había visto a un chico negro grande. El
cualquiera la miró con cara de sorpresa al principio y luego se rió a mandíbula batiente
mientras se despedía con decenas de disculpas.
Estaba desorientada y sin tiempo. Debía regresar al lado de Marc, detrás de
alguien en su fila, para continuar un viaje que ahora mismo no le apetecía siquiera
iniciar. Con el barullo todo eso había quedado en un segundo plano. No sabía si es que
no le importaba su relación o es que se había dado de repente un baño de realidad. Lo
suyo con Marc no funcionaría nunca porque cada paso, cada día, había que arrebatarlos
de las paredes de la ilusión y con cada arañazo ésta quedaba marcada para siempre.
Mientras caminaba comenzó a contar las baldosas mecánicamente y el murmullo
del ambiente la sumió por completo en una inconsciencia que mitigó en parte su ira. Por
eso decidió que continuaría mirándolas cuanto pudiese hasta entrar en el avión si con
aquello conseguía olvidar los malos detalles de aquella mañana. Andando sin brújula
casi topó con Marc, que también atenuaba su cansancio mirando hacia abajo, hacia las
teclas de la última versión del último juego de coches que se había bajado de Internet;
hacia dentro de sí mismo en realidad porque si hubiera puesto la más mínima atención
se habría percatado de que Pamela era un manojo de nervios imposibles de controlar;
habría entendido que en ese momento ella hubiera abandonado todo, que quizá se habría
atrevido a hablar cara a cara con Malik ahora que no le tenía enfrente. Por vez primera
en su vida la simple idea de cometer una locura de ese estilo le atraía más que cualquier
otra cosa y por no poder cumplirla comenzó a llorar en absoluto silencio, girando su
rostro para que nadie pudiera ver las grietas de su corazón hastiado de no poder gozar.
En aquel momento habría deseado hundirse de golpe en la tierra y desaparecer
por mucho tiempo, pero dado que esa ilusión no podría cumplirse quizá se conformaría
con cambiar de vida y disfrutar de sensaciones que hasta entonces le habían esquivado.
Necesitaba sentir cada mañana una bocanada de aire fresco recorriendo su piel, el tacto
de las yemas de los dedos de Malik acariciando sus sueños, abrir los ojos y encontrarse
con una seducción de ébano inacabable e inasequible al paso del tiempo. Si aquel chico
negro había sido capaz de crispar sus hormonas en un par de horas parecía probable que
fuese también capaz de enamorarla por mucho tiempo, quizá para el resto de su vida.
Marc era un chico inteligente, dotado de una personalidad excepcional pero
generalmente vivía tan volcado en sí mismo que los demás pasaban desapercibidos por
sus días. Y Pamela estaba cansada de eso.
Lo del chico negro era una locura del mismo calibre que la historia que tenía
lugar en ese momento en el aeropuerto. Pero precisamente porque nada de eso tenía
sentido alguno ella pudo comprender hasta qué punto la vivencia de una realidad
inacabablemente tediosa había acabado por agotar su relación. Una simple pizca de
irrealidad había doblegado su ánimo de continuar de pie, luchando por sostener un
edificio en ruinas. Lo del chico negro era una locura, desde luego; igual que lo suyo con
Marc. Si lo uno era imposible, lo segundo debía serlo también a la fuerza.
Pamela daba ahora la espalda a Marc, no por temor a que éste viese que estaba
llorando, sino porque bajo ningún concepto quería que pudiese sospechar nada acerca
de su derrota. Y quizá como una premonición de sus sueños imposibles, ahora que daba
la espalda a Marc pudo divisar a Malik tres filas más allá.
MEDIODÍA. INICIO Y FINAL
Quedaban muy poquitos pasajeros para que Bastian y Malik atravesaran los arcos de
seguridad de su puerta de embarque. Quizá porque su avión despegaría antes que los
demás, quizás porque a alguien le interesaba quitarse de encima un pasaje bajo
sospecha, el vuelo hacia Guinea tenía todos los visos de querer salir antes que el resto.
Quizá por eso o quizá porque alguien se había ido de la lengua oportunamente y algún
otro se hubiera tomado ese chivatazo más en serio, y más molestias con ese pasaje en
particular.
La fila la iniciaban tres negrazas que pasaban el rato con un jolgorio cercano al
escándalo, que más que hablar entre ellas cantaban, gritaban y gesticulaban como si no
tuvieran nada que ver en el asunto. Viéndolas así daba la sensación de que no ocurría
nada o de que lo que ocurría les importaba bastante poco. Luego de ellas una pareja
muy joven con un niño pequeño de apariencia adorable al que el padre no dejaba de
hacer reír con sus payasadas. Nadie apostaría un dedo a que cualquiera de esos seis
guardaba relación con las noticias del atentado, siquiera con el barullo generado a su
alrededor. El espacio que ocupaban parecía un remanso de paz dentro de la crispación
generalizada y era probable que nadie hubiera reparado en ellos y que atravesaran los
arcos rápidamente.
Tras los seis la situación cambiaba de forma radical; tras los seis, Malik y
Bastian, que desencajaban de la escena como si fueran los únicos blancos de aquel
pasaje. Tres amigas que emprenden viaje… vale; una familia que regresa a su hogar…
de acuerdo. Dos chavales jóvenes, negros, callados como tumbas, que miran sin cesar a
un lado y a otro, en un aeropuerto supuestamente amenazado de bomba… Cuando
menos se les mira. Malik pensaba esto cuando se observaba. Todavía por separado
habrían tenido algo de crédito en sus espaldas. Pero el silencio sepulcral que ambos
guardaban para pasar desapercibidos hacía notar a leguas que viajaban juntos,
peligrosamente unidos.
Alguien con pintas extrañas para pertenecer al aeropuerto se acercó a la azafata
de tierra encargada de cortar los billetes de embarque, se situó muy cerca de ella y, de
espaldas a todo el mundo, le habló en voz muy bajita, al oído. Malik seguía la escena
con muchísima atención, pero obviamente no pudo distinguir nada más que la intención
de su interlocutor de querer ocultarla a los allí presentes. De paso miró al resto de las
filas por si en alguna de ellas se estaba reproduciendo la misma situación pero en lugar
de eso no vio nada. Y se mosqueó porque comenzó a pensar que precisamente en la
suya sucedía algo que no ocurría en las otras y lo enlazó con Bastian. Y comenzó a
sudar en frío, de puro miedo, porque ahora las cosas empezaban a pintar serio.
Hasta ese momento creía encontrarse en una nebulosa, en un sueño real cuyas
consecuencias únicamente podía vislumbrar. Desde el golpe en la espalda que le
propinó Bastian los acontecimientos se habían desarrollado siempre en la misma
dirección pero en su subconsciente se había instalado la hipótesis de que era imposible
que aquello estuviese sucediendo de verdad. Hasta el punto que los aldabonazos de la
realidad – como los comentarios de Marc sobre el atentado, las expediciones a las que le
forzaba Bastian o los nuevos reconocimientos de maletas – no habían podido con la idea
de que existía sólo una posibilidad entre millones de que pudiera estar pasando algo tan
grave.
En cierto modo trazó un paralelismo entre esa historieta de ciencia ficción y su
relación efímera e inconclusa con Pamela. Las probabilidades de que una chica blanca,
casada, de viaje con su marido, se hubiese dejado seducir y hubiera intentado seducirle
en la espera del vuelo eran también de uno entre millones. Pero el caso es que sus
caricias, las miradas y las sonrisas cómplices entre ellos habían sido absolutamente
reales. Y entonces… ¿por qué no podría ocurrir que Bastian estuviese enrolado en una
operación a gran escala diseñada para provocar el caos en todo el mundo al mismo
tiempo? Se preguntaba sobre la casuística de que te enamores en dos horas en un
ambiente tan extraño y de que, además, tu peor enemigo se encuentre junto a ti justo en
ese momento tan intenso para amargarte el resto de la existencia. Y se lo preguntaba
cien veces por minuto y las cien veces respondía exactamente lo mismo: que eso era
imposible. Pero entonces, si todo era imposible… ¿por quién latía tanto su corazón?
¿Por qué sudaba en frío ante los escáneres y la policía?
Al fondo de las salas de espera un grupo de antidisturbios se movía como
queriendo tomar posiciones, lo que despertó el interés de unos cuantos y el miedo de
casi todo el mundo. Malik se encontraba entre estos últimos porque aquellos
antidisturbios no eran normales. Con los normales estaba más o menos acostumbrado a
tratar; los consideraba gente pacífica que a la mínima de cambio cambiaba de carácter y
te zurraba sin miramientos. Pero si en esta ocasión estaba asustado era porque los que
tomaban posiciones vestían algo raros y además no parecían albergar ese poso de
tranquilidad inicial sino que venían ya dispuestos a la brega. Y además se acercaban sin
miramientos a algún lugar en concreto próximo a donde ellos se encontraban o incluso
donde ellos mismos se encontraban.
La irrealidad se esfumó entonces de su cabeza con el mismo paso acelerado que
traía el grupo de policías y su mente se convirtió en un torrente de ideas confusas con
varios centros de acción: él mismo, Bastian y Pamela. Sus manos temblaban sin
disimulo. Las tres chicas negras delante de él, que habían reparado en el batallón de
ataque que se cernía, dejaron de gritar, quedaron mudas; el padre cejó en sus gracietas y
hasta el niño giró la cabeza para buscar inconsciente el origen de aquel silencio.
Bastian miraba hacia el frente para evitar que sus ojos se enfrentasen a la
realidad y en un acto de humildad sintió lástima por lo que se le venía encima a Malik.
Pero no tuvo dudas en que había obrado correctamente siguiendo sus propios intereses,
que eran los únicos que ahora mismo le preocupaban. Sentía mucho que su compañero
tuviese que cargar con las culpas sobre todo porque las consecuencias no serían
pequeñas para él. Todo dependía de lo que hubiese ocultado en la maleta naranja pero
precisamente porque ya no estaba en la suya pudo por lo menos respirar.
Malik le tocó en el hombro para llamar su atención y advertirle que algo raro se
cocía en el ambiente. Bastian declinó la invitación y continuó de espaldas a él, con la
mirada puesta en los escáneres. Al principio pensó que no se habría dado por aludido,
que el toque no había sido lo suficientemente fuerte y repitió el gesto, ahora con mayor
decisión. Ante tal insistencia Bastian agitó su mano derecha compulsivamente, sin mirar
atrás, una señal clara de que no quería ser molestado ocurriese lo que ocurriese.
Horrorizado, Malik entendió que Bastian se encontraba implicado en el
incidente y que trataría de pasar como ignorante hasta que llegase un punto sin retorno.
Pero ¿Y él? ¿Estaría también en el meollo? Si hubiese de dar explicaciones ¿Podría
alguien comprender que la suya era una compañía meramente circunstancial, como en la
patera? ¿Acaso no lo era todo?
En el medio de su tensión se volvió hacia la fila 16 y para su sorpresa, en el
lugar detrás de Marc donde escasos minutos antes había un hueco, ahora se hallaba
Pamela. Y le estaba mirando, sin quitarle ojo, presumiblemente desde hacía un rato, con
la respiración profunda pero tranquila y con todos los sentidos apuntando para hacerse
entender. Pamela giró su cabeza hacia los policías; el grupo principal era ahora menos
nutrido que cuando entró en la sala de espera porque los compañeros que faltaban se
habían ido apostando en lugares que parecían estratégicos. Pero aún así quedaban seis,
dirigidos por el único que vestía diferente a los demás y que debía estar al cargo de las
operaciones. Volvió a mirar a Malik y cerró los ojos con suavidad, al tiempo que le
reclamaba tranquilidad con la mano izquierda, la más lejana de las sospechas de Marc.
Malik no alcanzaba a entender muy bien a qué venía todo aquel juego. En un
rato pequeño había aprendido a interpretar las miradas de Pamela, sus gestos. Pero el
ambiente en que se desenvolvían estos ahora le dejaba fuera de juego por completo. Por
eso frunció el ceño de incredulidad. Sin embargo Pamela respondió con cara de pocos
amigos, de no soportar que nadie discutiese sus decisiones. Malik no salía de su
asombro pero encogió sus dudas con sus omoplatos y decidió confiar en ella, que
parecía controlar la situación y eso ya era mucho más de lo que él tenía ahora. Si había
una salida seguramente pasara por la mente de Pamela, no por la suya, así que se
esforzó en dejar de lado sus miedos y en centrarse en las instrucciones que le fuera
entregando con los movimientos de cualquier parte de su cuerpo.
Ella comenzó a dirigir sus ojos alternativamente hacia las maletas, primero la
naranja y luego la azul, después hacia los de Malik y finalmente hacia la espalda de
Bastian, mientras estiraba su cuello, su mandíbula y su frente hacia delante. Malik
descifró que las maletas eran la clave de algo y que guardaban relación con lo que
ocurría, al igual que Bastian. Pero aquello no dejaba de resultar una obviedad; él
también había sospechado de Bastian desde un principio y la mayoría de sus dudas se
centraban en el contenido de la maleta azul. Eso no le solventaba nada y básicamente
tampoco le comprometía a nada porque su maleta era tan legal como los regalos que
llevaba dentro. Por un instante Malik pensó que la que estaba en fuera de juego era
Pamela, que las cosas que intentaba transmitirle él ya las sabía, y que tal vez nadie
tuviese la situación bajo control como había creído hacía unos segundos.
Por eso deslizó su mano izquierda por su barbilla y arrugó sus mofletes hacia
delante, dejando que su boca pareciese la de un pez bobo. Los cabos seguían sueltos.
Mientras, el grupo de policías había desaparecido por completo, no así sus efectivos. Y
el que andaba ataviado diferente se había apostado a no más de cinco metros de donde
él se encontraba. Malik le miró de reojo para ubicarle sin llamar demasiado la atención,
y sopesó la posibilidad de abandonar la fila para comentarle lo que pasaba por su
imaginación. En dos segundos tomó la decisión de acercarse a él y explicarle no sabía
qué; resultaba curioso que siempre hubiera recelado de los policías y ahora tuviese que
ponerse bajo su protección, aunque no era capaz de prever los resultados de tal acto.
Seguro que iba por lana y saldría trasquilado.
Pero cuando quiso adelantar un pie su mirada se cruzó de nuevo con la de
Pamela y lo que vio le obligó a detenerse. Quizás porque le salía del corazón ella había
dibujado en su rostro una expresión incuestionable de cariño; todos sus rasgos preciosos
remaban ahora en la misma dirección de sus ojos, en los que se podían leer, diáfanas, las
letras de la palabra amor. Y por vez primera en toda la mañana sus labios se movieron
para él. Se abrieron y cerraron despacio, lánguidamente, inequívocamente, deletreando
dos silencios que le parecieron versos: TE QUIERO.
Hubo una pausa dentro de la velocidad, el secuestro del tiempo. Y Malik creyó
escuchar tres latidos, secos, brutales, que destrozaron sus esquemas. Quiso reaccionar y
no pudo, no supo. Ni levantar las manos, ni mover sus labios; si acaso pestañear para
humedecer las pupilas absortas. Pero ni eso tenía claro que debiera hacerlo. Una piedra,
un fantasma, un hombre contrariado por la fortuna. Ese era Malik ahora: un reflejo
pálido del chaval alegre que había amanecido el 25 de junio a las seis de la mañana.
Perdió de vista el viaje, su familia, las tribulaciones en Madrid e incluso a
Bastian, que desapareció por completo de su mente. Sólo quedaba Pamela y la
repetición incesante de su nombre bonito. Perdió incluso la ilusión por volver a verla
porque con independencia de la forma en que esa situación encontrara su final se dio
cuenta de que ella no estaba hecha para él. Quizá tampoco para Marc, pero seguro que
para él no. Dio media vuelta y se situó detrás de su amigo, en la misma posición que
éste, como si tampoco le importaran las cosas que no quería ver ni ver las que tanto le
importaban. Sólo Pamela, a la que desde ahí podía divisar con girar las cuencas de sus
ojos.
Entretanto los guardias les rodearon por completo, les cerraron el paso como a
las comadrejas. Cortaron todos sus puntos de fugas, sus vías de escape. Malik agachó la
cabeza y cerró los ojos; le asustaba anticipar las consecuencias del desenlace, fuera cual
fuera. Entonces el policía que vestía diferente, escoltado por tres agentes, se acercó a los
dos y sin soltar la mano de su pistola aún enfundada, les dijo:
- Buenos días. ¿Me permiten su documentación, por favor?
Malik echó mano al bolsillo de su pantalón y extrajo una cartera delgada de
cuero negro que no llevaba cierres ni remaches. La abrió por la mitad y enseñó su
tarjera de residencia. Mientras lo hacía, su interlocutor fijó el dedo pulgar en la hebilla
de su funda, en actitud cuando menos disuasoria. Estaba claro que no quería jaleo allí
dentro, no al menos mientras pudiera evitarlo, pero también que su intención sería
responder con contundencia a la mínima alteración. Malik lo miró como pudo y llegó a
la conclusión que aquel tipo no era un agente al uso, que si había llegado hasta allí eso
obedecía a que conocía el terreno que pisaba. Por eso obedeció.
El policía no cogió la cartera. Ni siquiera la tocó, sino que acercó sus labios a un
micro que tenía situado en el hombro, reprodujo unas palabras en bajito y aguardó la
respuesta.
- Muy bien, gracias. Ahora Usted, por favor.
Tocaba el turno de Bastian, que hundió su mano derecha en el bolsillo del
pantalón de cuadros para extraer la documentación. Pero titubeó unos instantes porque
además de con la cartera sus dedos toparon con una tarjeta de plástico doblada hasta la
saciedad; la tarjeta telefónica que había utilizado para comunicarse hacía unas horas con
no sabía qué lugar. Y le entró el pánico porque se percató que con las prisas había
olvidado por completo destruirla, eliminarla, mandarla al infierno, y ahora podía
comprometerle del todo. Aunque no tenía claro si habría quedado registro de sus pasos
en ella lo mejor era no arriesgarse, así que la hundió más si cabe entre las telas y extrajo
de un golpe la cartera que guardaba sus papeles.
Sin embargo sus dudas no pasaron desapercibidas para el policía, que hizo caso
omiso de la documentación y le conminó a vaciar allí mismo los bolsillos sobre el
mostrador de la puerta de embarque al tiempo que acompañaba sus palabras con un
gesto inequívoco de sus manos sobre la pistola. Sin escapatoria alguna Bastian procedió
a cumplir con sus exigencias, con la mente fija en la maleta de Malik y el contenido que
ocultaba, con la seguridad de que si las cosas empeoraban negaría la mayor e intentaría
escaquearse del embrollo. Las consecuencias de aquello ya se estudiarían más tarde
pero negarse a obedecer en ese instante suponía firmar allí mismo su condena.
No hizo falta mucho más; cuando vio la tarjeta doblada el policía que les
interrogaba movió su cabeza hacia Bastian y otros dos de los que le acompañaban
estrecharon el cerco sobre él. A esas alturas toda la terminal observaba como podía los
acontecimientos, incluidos Pamela y Marc que, ahora sí, había dejado a un lado sus
juguetes electrónicos y prestaba una atención inusitada.
- Abra Usted su maleta, por favor, indicó el agente, pero despacio y sin
movimientos bruscos. No olvide que le tenemos rodeado.
Era el momento que Bastian esperaba, su última carta. A la que mostrase el
contenido presumiblemente las miradas sobre él cesarían y recaerían sobre Malik. Se
inclinó despacio hacia ella, con las manos en alto para hacer notar que no cometería
ninguna estupidez. Ajustó el código de seguridad y, voilá, separó sus tapas.
Obviamente, no había nada. Vacía por completo. De nuevo la precipitación le había
jugado una mala pasada porque con el trasiego de hechos en vez de intercambiar objetos
entre maletas se había limitado a colocar el suyo en la de Malik y ahora se hallaba en la
encrucijada de tener que justificar por qué razón viajaba con una que estaba vacía.
No hubo tiempo. El policía le agarró del hombro con fuerza y le ordenó que se
arrodillara y pusiera las manos en la nuca, mientras uno de los otros extraía unas
esposas de su cinturón y procedía a inmovilizarle. Cuando le tuvo en el suelo y fuera de
juego se dirigió hacia Malik y le dijo:
- Abra Usted la suya también, por favor.
Malik comenzó a temblar por dentro. Nada más observar que la maleta de
Bastian estaba vacía se había percatado de la jugarreta. No hacía falta siquiera que la
abriera para saber que, fuese lo que fuese lo que le había ocultado, su maleta contendría
algo importante y posiblemente peligroso. Para todos quizás, pero para él seguro. Estaba
perdido. Se imaginó que en segundos estaría arrodillado también, esposado también y
con todos los ojos de la terminal sobre sus espaldas.
No pudo menos que levantar la vista y observar en silencio a Pamela. Quería
dirigirse a ella para aclararle que no tenía nada que ver. Incluso imaginó que saltaba
sobre la yugular de Bastian y le estrangulaba a la vista de todos. Era injusto lo que le
estaba sucediendo. La vida en general había sido terriblemente injusta con él y
posiblemente ahora estaba pagando su atrevimiento a ser feliz. Quería decirle adiós; ha
sido un placer conocerte. Y tal vez, de haber podido, le hubiera dejado una incógnita en
forma de quién sabe si algún día… Pero ya era tarde.
Pamela no le quitaba ojo de encima ahora que su mirada quedaba camuflada
bajo la de todos en la terminal. Y de nuevo volvió a arrebatarle el protagonismo. No
dejó que hiciese un solo gesto con el rostro, pues antes de eso el suyo ya asentía
lentamente, constantemente, una y otra vez. Le decía sí, sí, sí, con la cabeza. Lo dijo
tantas veces que Malik entendió que debía confiar en ella, que debía abrir su maleta
como si no pasara nada, como si no supiese nada, como si obedecer aquella orden fuera
su tabla de salvación.
Y la abrió a la vista de todos, sin nada que temer, despacito. En su interior los
regalos de sus sobrinos y el bulto metálico que Bastian había escondido. El tercer agente
en cuestión retiró con firmeza a Bastian del lugar y se abalanzó sobre el objeto para
examinarlo detenidamente. Durante cinco segundos el aeropuerto entero contuvo la
respiración pero nadie pudo huir de allí porque a esas alturas toda la terminal se
encontraba custodiada ya por decenas de policías. Acto seguido miró a su jefe y afirmó
con la cabeza. Aquello era lo que andaban buscando.
De inmediato los dos policías levantaron a Bastian y lo llevaron preso; otros dos
engancharon las maletas y siguieron sus pasos, mientras el respetable dibujaba por
miedo un generoso hueco a su alrededor. El jefe de la patrulla preguntó a Malik si se
encontraba bien, le instó a levantarse del suelo y le dijo que le acompañara: necesitaba
ciertas explicaciones que allí no podría precisar. Malik no salía de su asombro: le
parecía tan evidente que Bastian le había metido en el fregado, se creía tan cómplice,
que no era capaz de explicar el porqué de tanta amabilidad. Cabizbajo, intentó
comprender una situación que se le escapaba por completo de sus manos. Y por eso
pidió al agente cinco segundos, para tomar aire y recapacitar sobre los acontecimientos.
Entonces pensó en Pamela y sintió una corazonada. No sabía por qué pero
seguro que ella andaba detrás de todo esto. Tanta seguridad en lo que él debía hacer la
delataba. Giró su rostro para buscarla entre la multitud como había hecho desde que la
encontró por vez primera en sus sueños dentro del aeropuerto. Y vio sus ojos
completamente empapados por lágrimas que no lograban empañar su enorme sonrisa
preciosa. Y entendió que ambos se conocían desde mucho tiempo atrás; que quizá
llevaban buscando las sensaciones que habían experimentado esa misma mañana desde
que tuvieron uso de razón. El azar les había unido instantes breves pero intensos. Sin
embargo sus destinos se hallaban tan alejados como los aviones que ambos tenían que
tomar ahora para retomar su rumbo. Estaban hechos el uno para el otro. Sin duda,
aquella sería la última vez que la vería en su vida.
FIN
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