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REPRESENTAR LO IRREPRESENTABLE:
VARIACIONES SOBRE UN TEMA BARROCO EN
CALDERÓN, SHAKESPEARE Y HOFMANNSTHAL
José Luis Gómez Toré
«[…] a la salud de la Muerte
bebamos todos.»
Calderón de la Barca, Las visiones de la Muerte
«Pues se acabó el papel, quiero
entrarme... mas, ¿dónde voy?»
Calderón de la Barca, El gran Teatro del Mundo
«Soy la Muerte, no retrocedo ante ningún hombre,
a todos me acerco y no respeto a ninguno.»
H. von Hofmannsthal, Cada Cual
¿La Muerte, irrepresentable? Una ojeada al teatro desde la Edad Media al Barroco bastaría para
poner en duda semejante ocurrencia. Desde el probable carácter dramático de buena parte de las
Danzas de la Muerte hasta los autos barrocos, pasando por los misterios y otras representaciones
sacras e incluso profanas, la Muerte (a menudo con su aspecto, entre sobrecogedor y grotesco, de
esqueleto animado) ha sido un protagonista del teatro, en especial del teatro alegórico. Si
quisiéramos recordar escenas que tengan lugar en el Otro Mundo, no nos faltarían ejemplos: el cielo
y el infierno son espacios teatrales predilectos del teatro sacro medieval y barroco, pero el Más Allá
aparece también como un espacio, más o menos irreal, más o menos verosímil, en el final de la
segunda parte del Fausto o en A puerta cerrada de Sartre. Y, ¿qué sería de la historia del teatro si
borráramos de un plumazo las apariciones de fantasmas, empezando por el del célebre padre de
Hamlet? Y sin embargo, la aparición de su progenitor no despierta en el melancólico príncipe
ninguna certeza, como si el espíritu de la duda sobre el otro mundo se hubiera infiltrado ya en su
mente. De hecho, en su célebre monólogo sobre el suicidio, la razón más importante, si no la única,
para no darse muerte es la imposibilidad de conocer qué nos espera al fin del último viaje.
Como es de sobra conocido, La vida es sueño de Calderón plantea la dicotomía barroca entre la vida
terrena y la vida celestial en la que la primera queda asimilada a un sueño del que sólo despertamos al
morir. Lo real es, por tanto, la muerte, la existencia ultraterrena, y la vida es asimilada, por el
contrario, a la irrealidad del sueño, de tal manera que se invierten los términos de nuestra percepción
cotidiana: la vida es muerte y la muerte es vida, la vida es sueño y la muerte, tantas veces hermana
Representar lo irrepresentable: variaciones sobre un tema barroco en Calderón, Shakespeare y Hofmannsthal ■ 1
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del sueño en la literatura barroca, se nos muestra como su contrario, la vigilia. La imagen de la vida
como sueño forma parte de la misma constelación simbólica que otra imagen barroca, asimismo
central en Calderón, el gran teatro del mundo. Dicha constelación (sueño-teatro-vida) nace
probablemente de una imagen fundacional de Occidente, el mito de la caverna de Platón. La caverna
platónica (no hace falta ser nietzscheano para advertirlo) alimenta una actitud de evidente sospecha
ante la vida: la vida, el mundo de la representación (recuérdese el teatro de sombras que contemplan
los prisioneros de la caverna) es lo falso, lo puramente aparencial, frente al mundo verdadero que
está siempre más allá. En El gran teatro del Mundo, el personaje del Mundo señala con claridad el
significado de la muerte desde esta perspectiva dualista y trascendente: «al teatro pasad de las
verdades, / que este el teatro es de las ficciones». Siempre se trata de poner entre paréntesis el más
acá, el mundo en su precaria inmanencia, y fijar la mirada en el más allá: más allá del mundo, del
sueño, del teatro. La Muerte aparece así en su cara más amable (eufemizada, como diría el estudioso
de lo imaginario Gilbert Durand).
Sin embargo, no resulta tan fácil olvidarse de su aspecto terrible. De hecho, parece como si ambos
aspectos, el luminoso y el oscuro, convivieran sin que a veces resulte fácil adscribir a la Muerte al
reino de lo divino o al de lo demoníaco. Si según la doctrina católica, la muerte entró el mundo por
el pecado, al mismo tiempo aparece una y otra vez como un instrumento del plan divino. En la
figura de Cristo, la muerte es negada y afirmada a la vez. Cristo vence a la muerte, pero, sin su propia
muerte, la salvación (explica la ortodoxia católica) no habría tenido lugar. Por ello, no es de extrañar
que la muerte sea un elemento esencial en el teatro religioso y, con todo, un elemento incómodo.
Así, sucede, por ejemplo, en otro auto calderoniano, La cena del rey Baltasar, donde el personaje de la
Muerte («del pecado y la envidia hijo cruel») no oculta su sed de destrucción, su hambre de víctimas,
aunque finalmente deba acatar la voluntad divina y tenga que resignarse a actuar únicamente
obedeciendo los mandatos celestiales.
Sueño y teatro aparecen vinculados en Shakespeare, a pesar de que la mirada del inglés es mucho
más ambigua y, de seguro, más vitalista que la del dramaturgo español1. Basta recordar el juego de
espejos del Sueño de una noche de verano, en el que la ilusión onírica encuentra un correlato paródico en
la torpe ilusión del teatro de los artesanos. Asimismo, estos dos ámbitos de representación no dejan
de referirse a otro ámbito propenso a las ilusiones y a los fantasmas como es el del erotismo. Amor,
sueño y teatro son, en la comedia shakespeariana, tres escenarios donde lo imprevisto y lo azaroso
son los protagonistas. Sin embargo, no hay (a menos que adoptemos la lectura trágica que Lorca
hizo de esta pieza) a la postre dramatismo: la lección del Sueño, si es que hay alguna, es que hay que
1 El tema lo he tratado ya en mi artículo «Tres miradas en el escenario del sueño: Calderón, Shakespeare, Lorca», Ophelia,
4, 2001, págs. 40-42.
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jugar al juego. Si la ilusión forma parte de nuestra existencia, la actitud más sabia es mezclar pasión y
desapego, saber que la vida es una cosa seria y, sin embargo, es también algo tan leve y quebradizo
como un sueño. Más melancolía hay sin embargo en La tempestad, donde el mago (y dramaturgo y
director de escena y actor de su isla prodigiosa) Próspero debe reconocer al cabo que nuestra
sustancia no es otra que la de los sueños y que la comedia de la vida tiene un final.
En Calderón, la necesidad de actuar en el mundo a pesar de su irrealidad se fundamenta en un
argumento religioso (la vida terrena como preparación para la vida futura) del que no echa mano
Shakespeare, cuyo teatro parece a menudo vivir en un mundo más pagano que cristiano. Sin
embargo, en ambos (como en tantos autores de la época) la vida se ve obligada a mirarse en el
espejo de la muerte, un espejo que en vez de devolverle su imagen, se empeña en desdibujarla. Bien
como ficción onírica, bien como ficción teatral, la existencia humana se ve sumergida en la paradoja
de ser y no ser a un tiempo.
En la primera versión de La vida es sueño resulta mucho más explícita respecto a la vinculación entre
el sueño y el teatro. Por ello, a pesar de que la versión final resulta superior artísticamente, la inicial
parece, en ocasiones, mucho más cercana a nuestra sensibilidad contemporánea. Las sospechas
sobre la solidez de nuestra existencia cotidiana se hacen más explícitas y, por ello, resultan todavía
más inquietantes si cabe. Sobre la resolución de los conflictos planea el fantasma de la irrealidad de
todo y en ese todo se incluyen por supuesto las máscaras del poder y los símbolos de la autoridad.
Con estos versos acaba la tragicomedia en su versión primitiva:
Sabed, si el verme os espanta,
que fue mi maestro un sueño,
que me dice y desengaña
que es una dulce mentira
cuanto en esta vida pasa;
porque cuando desperté,
todo es viento, todo es nada.
Bien como el representante,
que habiendo sido un monarca,
vuelve a ser esclavo vuestro
cuando la comedia acaba;
y humildemente os suplica
que le perdonéis las faltas.
La angustiosa imagen barroca de la vida como un sueño queda salvada en su proyección sobre un
horizonte cristiano, que opone a la inmanencia mundana una realidad trascendente y salvífica. Pero,
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si no contamos con el consuelo de una certeza religiosa, el texto calderoniano no puede resultar más
desasosegante desde una mirada actual: se trata de despertar en la muerte, pero, ¿de despertar a qué?
En El gran teatro del Mundo se pregunta el Rey, cuando acaba la comedia de la vida: «Pues se acabó el
papel, quiero / entrarme... mas, ¿dónde voy?». ¿Cómo sabremos que la muerte no nos entrega hacia
otro sueño, del que también habremos de despertar? ¿Qué podría garantizarnos, qué prueba
podríamos exigir para estar seguros de que hemos despertado definitivamente? Como en una
pesadilla borgiana, los espejos se multiplican y de pronto nos hallamos inmersos en uno de esos
sueños que parecieran no acabar nunca, en los que creemos despertar para de pronto descubrir que
seguimos soñando y en los que tal vez el próximo despertar de ese otro sueño sólo nos aboque a
otro tercer sueño y así sucesivamente... (me viene a la memoria la flor de Coleridge: si soñáramos
que paseamos por el jardín del Edén y, en el sueño, cogiéramos una flor, y, al despertar,
encontráramos a nuestro lado esa flor... entonces, ¿qué?).
Pero, realmente, hemos ido demasiado lejos. La sospecha sobre la otra vida no está en Calderón y la
angustia de la imposibilidad de detener el juego de repeticiones y simulacros resulta más
contemporánea que barroca (aunque, hablando de repeticiones, la imagen que hemos convocado no
resulta en absoluto tan moderna: el sueño que aboca a otro sueño y éste a otro y que no parece
acabar nunca se parece mucho a la rueda del Karma, que tanto el hinduismo como el budismo han
imaginado como el emblema que se opone al definitivo despertar de la liberación).
Ningún gran autor (y sin duda, Calderón lo es) puede, sin embargo, limitarse a una sola perspectiva.
Si las obras verdaderamente grandes son las que consiguen dialogar realmente con la vida (y con su
hermana, la muerte), es obvio que la desconfianza ascética hacia el mundo es demasiado unilateral,
no logra atrapar toda la complejidad de la existencia. Por ello, no está de más recordar una pequeña
pieza cómica del dramaturgo español. Me refiero a la mojiganga de Las visiones de la Muerte, un texto
en el que se vuelven a confundir vida, sueño y teatro, con el referente realista de una compañía de
cómicos de medio pelo disfrazados de personajes de un auto sacramental. En esta breve joya,
Calderón parece reírse de sí mismo. El Caminante, que no sabe si culpar a su borrachera de las
visiones que le asaltan, afirma en un momento de la mojiganga «pues estoy / viendo que la vida es
sueño», lo que constituye probablemente a la vez una autoparodia del propio Calderón y quizá
también una orgullosa declaración de autoría. Aquí no hay rastro de ascetismo ni de nada que se le
parezca, y sí de ese vitalismo igualmente barroco, como comprobamos en la escena en la que el
Ángel, el Demonio, la Muerte, el Cuerpo y el Alma se disputan la bota de vino del caminante:
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MUERTE.—
Agradécele a mi sed
el que en tu bota me vengo
primero que en ti.
DEMONIO.—
Pues fue
él que nos la ha descubierto,
a la salud de la Muerte
bebamos todos.
CAMINANTE.—
Me huelgo
que la muerte beba y viva,
porque no me digan luego
que mata el beber.
Aunque la vida sea sueño o sólo una comedia, los personajes de esta pieza, ejemplo palpable de esa
cultura grotesca vitalista y popular que defendía Bajtin, parecen más preocupados por el suelo bajo
sus pies que por la existencia ultraterrena (nada que ver con ese otro rostro de lo grotesco, también
muy barroco, como estrategia denigradora de la vida y del cuerpo). Bastante tienen ya estos pobres
cómicos con pasar hambre y sed y ganarse la vida torpemente representando comedias y autos. Que
la Muerte acabe despertándonos (parecen decir estos personajes, a despecho de la ideología del
autor), a nosotros por ahora eso no nos preocupa. Que la comedia se acabe cuando quiera: la vieja
Parca nos encontrará sacándole todo el partido que podamos a la vida. A despecho de tantas
prédicas y sermones que nos conminan a huir del placer y a pensar en la muerte, seguiremos
cuidando hasta donde podamos de este pobre cuerpo (el cuerpo, esa realidad que nos constituye y
que la cultura popular siempre se ha resistido a ver como un enemigo).
En 1928 aparece La torre de Hugo von Hofmannsthal, una pieza teatral que supone una
reelaboración de la trama y los personajes de La vida es sueño (no es la primera vez que la obra
maestra de Calderón había sido objeto de una reescritura en la literatura austriaca: Grillparzer había
estrenado, un siglo antes, en 1834, El sueño, una vida, basada también en la tragicomedia del autor
español). Encontramos en la pieza de Hofmannsthal temas familiares como la identidad entre la vida
y el sueño, el misterio de la muerte, la desconcertante dualidad del poder cuya brutalidad es la de
aquello que se nos impone como absolutamente real y es también, paradójicamente, lo sumamente
irreal, lo inexistente, la máscara que no oculta ningún rostro. El dramaturgo consigue darnos una
visión que se inspira en Calderón, pero que, pese a la coincidencia de muchos elementos de la trama,
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y aun de sus personajes (el rey Basilius, Segismund), es en el fondo una obra original, que responde
al mundo personal de su autor.
El camino de ida y vuelta entre la torre donde está encerrado y la corte de Polonia lleva a Segismund
a una perplejidad mayor que la que encontramos en el Segismundo español. Tal vez resulte forzada
la analogía pero, en el Segismundo calderoniano, encontramos la defensa de una actitud en el fondo
no muy diferente al que defiende el Bhagavad Gita: hay que actuar en el mundo aunque el mundo sea
una ilusión; el ideal del hombre de acción es obrar y al mismo tiempo relativizar su actuación en el
mundo (por muy distintos que sean el ámbito cultural del hinduismo y del catolicismo
contrarreformista, ambos se plantean un problema similar, también presente en el Medievo cristiano:
¿cómo compaginar los ideales ascéticos, y por tanto minoritarios, de una religión con una
organización social que no puede descansar en el ascetismo sino a riesgo de desaparecer como tal
sociedad?). En cambio, Hofmannsthal (de quien no es descabellado pensar que pudiera conocer el
clásico hindú o, al menos, textos semejantes), nos presenta a un Segismund más semejante al
príncipe Arjuna antes de la batalla, tal como aparece al inicio del Gita. La conciencia de que todo es
un sueño le lleva a Segismund no sólo a dudar del valor de toda acción humana, sino a alimentar, en
el fondo de sí, una nostalgia cada vez más acentuada de la muerte, pues sólo la muerte supone el
final del sueño. Así, Segismund, como príncipe, se ve obligado a actuar, pero lo hace con una secreta
repugnancia, como quien sabe que sus días en esta vida están contados y que pertenece ya más al
otro mundo que a éste.
Una de las escenas más llamativas de la pieza teatral de Hofmannsthal es, sin duda, la que nos
presenta una serie de apariciones espectrales, convocadas por una bruja que quiere atemorizar al
príncipe. Como en el encuentro de Ulises con los muertos en la Odisea, aquí también se le presentan
al héroe fantasmas familiares. Uno de ellos, el ambicioso Julian, al mismo tiempo carcelero y maestro
de Segismund, dicta a su antiguo pupilo su lección espectral: «Escúchame. Tengo poco tiempo,
Segismund. No te he enseñado la lengua correcta. Aquí, donde vivo, empiezo a vislumbrar la nueva
lengua: la que dice lo superior y lo inferior a la vez».
Las palabras del fantasma no pueden dejar de evocar el que probablemente es el texto más famoso
de Hofmannsthal, la Carta de Lord Chandos, publicada en 1902 y que fue, entre otras cosas, el acta de
despedida de la poesía del escritor austriaco. La imposibilidad de encontrar un lenguaje verdadero
(imposibilidad que aparece asimismo en otra de sus obras teatrales, El difícil), es decir, un lenguaje
universal, prebabélico, en el que las cosas y las palabras coincidan, pone al poeta en la tesitura de no
poder escribir poesía sino a riesgo de traicionarse a sí mismo. Lord Chandos se ve atrapado por una
«participación desmesurada» en lo real, que, en vez de conducirle a ese lenguaje primigenio, le lleva a
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un mutismo que parece insuperable. Por su parte, Hofmannsthal parece dar un carpetazo definitivo
a todo el proyecto romántico y simbolista que pretendía que la poesía fuera el lenguaje secreto,
íntimo del mundo, de esa esencia inaccesible tanto a la ciencia experimental como a la experiencia
cotidiana.
Resulta inquietante hasta qué punto parecen coincidir el exceso de existencia que acalla a lord
Chandos, el no-lenguaje de la vida desnuda, y el lenguaje que la muerte enseña a Julian.
Anacrónicamente, podríamos decir que lord Chandos pareciera enfrentarse a lo Real en sentido
lacaniano, sin mediaciones simbólicas: una experiencia insoportable porque en ella el individuo
queda borrado y, por tanto, no hay sujeto al que quepa referir dicha experiencia. La nostalgia de
Segismund por la muerte como vida parece hallar su eco en el lenguaje que ha aprendido Julian,
lenguaje de la plena indistinción y por tanto en el fondo, un no-lenguaje. Morir es despertar, pero ¿a
qué? A la ausencia de cuerpo y de lenguaje, a lo que está más allá de la representación. Sin embargo,
lo que está más allá de la representación, del teatro, lo que está más allá del símbolo, ya no es
territorio humano (¿cómo concebir un yo que no se proyecte en el escenario de su propia
conciencia?). Si la muerte supone el fin de la comedia, morir es acceder a lo irrepresentable, a un nolugar.
Cuando cae el telón, los actores van desprendiéndose de sus vestimentas, de sus máscaras. Pero, si la
vida es teatro, ¿es posible una identidad sin máscara? Si todos somos actores, ¿qué significa no tener
ya ningún papel que representar? En Calderón apenas se deja entrever este vértigo y Hofmannsthal
(que había tratado el tema de la muerte desde una perspectiva teológica en Cada cual) quiere encauzar
nuestra mirada desde el precipicio hacia un horizonte de esperanza. Como afirma Roberto Bravo de
la Varga, en su excelente edición de la obra, el rey de los niños que aparece al final de La torre parece
simbolizar «la esperanza de un “nuevo estado”, de una nueva sociedad» 2. Calderón y Hofmannsthal
convocan fantasmas aterradores sobre el escenario sólo para exorcizarlos, para arrebatarles su
poderosa influencia sobre nosotros. Sin embargo, los fantasmas suelen venir para quedarse. Tras la
ecuación vida-sueño-teatro, nos acecha lo sagrado tanto en su aspecto fascinante como terrible: lo
sagrado, que está más allá del rostro de los dioses, y que parece remitirnos a un misterioso fondo, a
la matriz fecunda y aniquiladora a un tiempo, en el que vida y muerte coinciden. Es lo que está más
allá de la representación. El lugar de lo irrepresentable. Pero, ¿hay vida fuera del teatro?
2
«Introducción» a Hugo von Hofmannsthal, El difícil. Cada cual. La torre, pág. 32.
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REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS:
CALDERÓN DE LA BARCA, Pedro, Obras Maestras (edición de José Alcalá-Zamora y José María
Díez Borque). Madrid, Castalia, 2000.
HOFMANNSTHAL, Hugo von, El difícil. Cada cual. La torre (edición y traducción de de Roberto
Bravo de la Varga). Madrid, Gredos, 2003.
———, Una carta (de Lord Philipp Chandos a Sir Francis Bacon) (traducción de José Muñoz Millanes).
Valencia, Pre-Textos, 2008.
RUANO DE LA HAZA, J. M., La primera versión de La vida es sueño. Liverpool, Liverpool
University Press, 1992.
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