LUDOVICO ARIOSTO OCHO ESTAMPAS DEL ORLANDO FURIOSO Traducción de José María Micó ANGÉLICA Y EL ERMITAÑO (VIII, 47-50) ORLANDO CONTRA LA ORCA (XI, 37-40) 47 Comenzó el ermitaño a consolarla con palabras hermosas y devotas, mientras ponía sus osadas manos en el bañado rostro o en los senos; atreviéndose a más, quiere abrazarla, pero ella, desdeñosa, lo detiene con la mano en el pecho y lo rechaza, tiñendo de rubor toda su cara. 37 En cuanto se acercó la orca, viendo a Orlando en el esquife, abrió una horrenda boca descomunal que bien podría tragarse a un caballero y su caballo. Avanzó Orlando y se metió en las fauces del monstruo con el ancla y, si no yerro, con el bote también, dejando el ancla allí entre lengua y paladar clavada, 48 Él sacó de un costal que le colgaba un frasco con un líquido que puso en los ojos altivos en que arde la antorcha más candente del Amor; bastó con una gota pequeñísima para dejar a Angélica dormida. Está tendida y con el cuerpo expuesto a todos los deseos de aquel viejo. 38 49 Él la abraza y la toca, y ella duerme sin poder hacer nada. Como nadie lo ve en aquel lugar desierto y yermo, la besa ora en el pecho, ora en la boca. Mas su corcel tropieza en el intento, porque el cuerpo gastado no responde: no le permite obrar su edad anciana, y menos puede cuanto más se afana. 39 Lo intenta de mil modos, pero el pobre jamelgo ya no está para dar saltos. Tensa la rienda, le sacude el freno, mas no consigue que alce la cabeza. Al fin junto a la dama se adormece, y aún ha de sucederle otra desgracia, que la Fortuna, cuando prende a alguien, no lo quiere soltar sin ensañarse. 40 de manera que el monstruo no podía cerrar sus tremendísimas quijadas. De este modo apuntalan los mineros las galerías en las que trabajan para no perecer en un derrumbe mientras baten metal desprevenidos. El espacio es enorme: tal, que Orlando no llega al otro extremo sin un salto. Con el puntal del ancla, Orlando sabe que el monstruo no podrá cerrar la boca, y tomando la espada entra en la oscura cavidad dando tajos y estocadas. Ya se sabe lo bien que se defiende un fortín si está dentro el enemigo: igual puede la orca defenderse del paladín que en la garganta tiene. Siente el dolor y ya en el mar se eleva ostentando sus lomos escamosos, o se hunde en las aguas removiendo las profundas arenas con su vientre. En cuanto advierte el paladín de Francia que el monstruo se zambulle, sale a nado, dejando el ancla en la espantosa boca y arrastrando en su mano la maroma. 50 1 UN TORNEO EN DAMASCO (XVII, 80-83) LA PENA DE ORLANDO (XXIII, 125-128) 80 Con tanto divagar, ¿cómo me he ido tan lejos del camino que llevaba? Mas no estoy, me parece, tan perdido como para no hallarlo nuevamente. Os decía que en Siria acostumbraban a vestir armas como los franceses: la plaza de Damasco relumbraba con tantas gentes, yelmos y corazas. 125 No da tregua a sus llantos y alaridos; no descansa de noche ni de día; evita las ciudades y los pueblos; duerme al raso en mitad de la floresta; se asombra de tener para sus lágrimas un vivo manantial en la cabeza y una fuente infinita de suspiros, y no deja de hablar consigo mismo: 81 En sus palcos, las damas lanzan flores albas y rojas a los justadores, mientras ellos, al son de las trompetas, dan a caballo saltos y corvetas. Buenos o malos caballeros, todos quieren lucirse y pican de mil modos: unos se llevan vivas y alabanzas, y otros mil gritos y secretas chanzas. 126 —No 82 Una armadura que unos días antes dieron al rey fue el premio del torneo: la encontró por azar en su camino un mercader al regresar de Armenia. El rey la enriqueció con sobreveste de tela preciadísima y con tanta suma de ricas perlas, gemas y oro, que tenía el valor de un gran tesoro. 127 Y De haber sabido el rey cuánto valía, la habría preferido a cualquier otra, y aunque era liberal y generoso, no la habría ofrecido como premio. Sería largo de contar quién quiso repudiar y dejar aquellas armas en medio del camino abandonadas de regalo al primero que pasara. 128 No son lágrimas estas que he vertido con tan largo caudal desde mis ojos; no cesó mi dolor con tantas lágrimas, pues se han secado y mi dolor persiste. Es el humor vital que el fuego manda por el mismo camino hasta los ojos, y lo iré derramando hasta que un día con mi dolor acabe y con mi vida. estos que dan señal de mi tormento no son suspiros, no, pues los suspiros nos dan algún reposo, mas mi pecho no cesa de exhalar su enorme pena. Es el Amor que el corazón me abrasa y provoca este viento con sus alas. ¿Por qué es tan milagroso, Amor, tu fuego, sin consumirse eternamente ardiendo? soy yo, no lo soy, el que parezco: Orlando ya está muerto y enterrado; su ingratísima amada lo ha matado, y faltando a su fe, lo ha sometido. Yo soy su errante espíritu, que vaga por este oscuro infierno, atormentado, para dar con su sombra un escarmiento a cuantos en Amor ponen su anhelo.— 83 2 LA LOCURA DE ORLANDO (XXIII, 129-132) LA REINA Y EL ENANO (XXVIII, 34-37) 129 Erró toda la noche por el bosque, y al despuntar la luz de la mañana lo llevó su destino nuevamente donde esculpió Medoro su epigrama. Al ver su afrenta por el monte escrita, ardió con fuerza tal, que no hubo pizca de su cuerpo sin ira, rabia y saña, y sin dudarlo desnudó su espada. 34 Se veía la estancia más secreta de la reina, la más engalanada; y en tal estancia nunca entraba nadie que no fuese de extrema confianza. Miró con atención y vio a un enano revuelto en rara lucha con la reina, y era tan diestro el tipo en su trabajo, que logró colocársela debajo. 130 Cortó la roca y la inscripción haciendo volar sus mil pedazos hasta el cielo. ¡Desgraciada caverna y pobres árboles en que se lea «Angélica y Medoro»! Desde aquel día no han de dar más sombra ni frescura a pastor ni grey alguna. Ni aquella fuente cristalina y pura pudo de tanta ira estar segura, 35 131 pues arrojó en sus aguas sin descanso ramas, raíces, troncos, piedras, barro, para enturbiarla hasta su mismo fondo. ¡Y pensar que más limpias no las hubo! Al fin, cansado y de sudor bañado, cuando en su exhausto aliento no cabía su implacable desdén, ira y desprecio, cayó en el prado suspirando al cielo. 36 132 Se 37 Giocondo, estupefacto y aturdido, pensando que soñaba, estuvo un rato mirando, y cuando vio que no era un sueño, creyó por fin en lo que estaba viendo. Pensó: «¿Por qué la reina se somete a un monstruo jorobado y contrahecho teniendo a un rey excelso por marido, el más bello y cortés? ¡Oh, qué apetito!» Entonces recordó a su propia esposa, a la que tanto había criticado por entenderse con aquel muchacho, y pensó que su error era excusable. No era su culpa, sino de su sexo, que con un hombre solo no se sacia; si todas pecan de ese mismo antojo, ella al menos no lo hizo con un monstruo. desplomó cansado y afligido, mirando al cielo sin decir palabra. Tres veces salió el sol y tres se puso, mientras él ni comía ni dormía. No dejó de crecer su amarga pena y acabó por perder del todo el juicio. Al cuarto día, consumido en furia, las mallas se arrancó con la armadura. Al día siguiente y a la misma hora y a ese mismo lugar vuelve Giocondo, y también ve a la reina y al enano haciendo al rey la misma chirigota. Y vuelven al trabajo al día siguiente y al otro, sin jornada de descanso; y la reina se queja (esto sí es raro) de que el enano es en amor muy parco. 3 EL LLANTO DE FLORDELÍS (XLIII, 160-163) LA MUERTE DE RODOMONTE (XLVI, 137-140) 160 —¡Ay! (decía), ¿por qué, mi Brandimarte, te dejé partir solo a tal empresa? Todas las otras veces que te fuiste, tu Flordelís te acompañaba siempre. Mejor te hubiera ido, pues mis ojos no te habrían dejado ni un momento; si a tu espalda tenías a Gradaso, con un grito te habría yo salvado; 137 El puñal le metió por la visera del yelmo como signo de amenaza, y conminó a rendirse a Rodomonte, permitiéndole así salir con vida. El infiel, que a la muerte teme menos que a mostrar cobardía en cualquier acto, no responde y con fuerza se retuerce, queriendo voltear a quien le vence. 161 o me habría tal vez entrometido y hubiese desviado el duro golpe, poniendo mi cabeza por escudo: con mi muerte no fuera tanto el daño. Total, moriré igual, y mi doliente muerte no supondrá ningún provecho, mientras que perecer en tu defensa sería dar sentido a mi existencia. 138 Como 162 Y aunque el hado cruel y el mismo cielo hubiesen sido adversos, por lo menos te habría dado los postreros besos y bañado de lágrimas el rostro; y antes de que los ángeles santísimos le llevasen de vuelta a Dios tu espíritu, le diría: Ve en paz, alma querida, que donde vayas tú, yo iré enseguida. 139 Pero 163 ¿Es 140 Alzó mastín bajo el feroz alano que le clava en el cuello los colmillos se afana y se sacude y lucha en vano con ígneos ojos y espumosa boca y del captor no logra liberarse, pues le vence en vigor, aunque no en rabia, así fracasa el moro en sus intentos por escapar del vencedor Rugero. se esfuerza y se retuerce tanto, que logra liberar su mejor brazo, y con la mano diestra, con que había cogido su puñal en la refriega, quiere herir en la espalda al buen Rugero; mas se da cuenta el joven del peligro y del error de dilatar más tiempo la muerte del impío sarraceno. este, Brandimarte, es este el reino cuyo cetro esperabas en herencia? ¿Voy ahora contigo a Damogira? ¿Es este el real asiento que me ofreces? ¡Ah Fortuna cruel, cuántos deseos y cuántas esperanzas me has quitado! Si ya he perdido lo que más quería, ¿por qué dudo en perder también la vida?— dos y tres veces cuanto pudo el brazo, y le clavó en la horrible cara el hierro del puñal a Rodomonte: se lo hundió todo, y se acabó el peligro. A las tristes riberas de Aqueronte, ya separada del helado cuerpo, blasfemando huyó el alma desdeñosa que al mundo se mostró tan orgullosa. Ludovico Ariosto, Orlando furioso, Madrid, Espasa – Fundación BLU, 2005 (reed.: Madrid, Espasa, 2010). El «Furioso» en la Biblioteca Nacional de España (BNE, del 6 de octubre de 2015 al 17 de enero de 2016). 4