XXIV Domingo del Tiempo Ordinario (Mt 18,21-35) ANTÍFONA DE ENTRADA (Si 36,18)

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XXIV Domingo del Tiempo Ordinario
No te digo que le perdones hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete
(Mt 18,21-35)
ANTÍFONA DE ENTRADA (Si 36,18)
Señor, da la paz a tus fieles; que tus profetas te sean leales. Escucha la súplica de tu siervo y de tu
pueblo Israel.
ORACIÓN COLECTA
Oh Dios, creador y dueño de todas las cosas, míranos; y para que sintamos el efecto de su amor,
concédenos servirte de todo corazón.
PRIMERA LECTURA (Eclo 27,33-28,9)
Perdona la ofensa de tu prójimo
Lectura del Libro de Eclesiástico
Furor y cólera son odiosos; el pecador los posee. Del vengativo se vengará el Señor y llevará
estrecha cuenta de sus culpas. Perdona la ofensa a tu prójimo, y se te perdonarán los pecados
cuando lo pidas. ¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pedir la salud al Señor? No tiene
compasión de su semejante, ¿y pide perdón de sus pecados? Si él, que es carne, conserva la ira,
¿quién expiará por sus pecados? Piensa en tu fin, y cesa en tu enojo; en la muerte y corrupción, y
guarda los mandamientos. Recuerda los mandamientos, y no te enojes con tu prójimo; la alianza del
Señor, y perdona el error.
SALMO RESPONSORIAL (Sal 102, 1-2. 3-4. 9-10. 11-12 (R.: 8)
R/. El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia.
Bendice, alma mía, al Señor,
y todo mi ser a su santo nombre.
Bendice, alma mía, al Señor,
y no olvides sus beneficios. R/.
Él perdona todas tus culpas
y cura todas tus enfermedades;
él rescata tu vida de la fosa
y te colma de gracia y de ternura. R/.
No está siempre acusando
ni guarda rencor perpetuo;
no nos trata como merecen nuestros pecados
ni nos paga según nuestras culpas. R/.
Como se levanta el cielo sobre la tierra,
se levanta su bondad sobre sus fieles;
como dista el oriente del ocaso,
así aleja de nosotros nuestros delitos. R/.
SEGUNDA LECTURA (Rm 14, 7-9)
En la vida y en la muerte somos del Señor
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos
Hermanos: Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para si mismo. Si vivimos,
vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; en la vida y en la muerte somos del
Señor. Para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de vivos y muertos.
ACLAMACIÓN AL EVANGELIO (Jn 13,34)
R/. Aleluya, aleluya
Os doy un mandamiento nuevo –dice el Señor–: que os améis unos a otros, como yo os he amado.
R/. Aleluya, aleluya
EVANGELIO (Mt 18, 21-35)
No te digo que perdones hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete
+ Lectura del Santo Evangelio según San Mateo
En aquel tiempo, se adelantó Pedro y preguntó a Jesús: «Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas
veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?» Jesús le contesta: «No te digo hasta siete veces,
sino hasta setenta veces siete. Y les propuso esta parábola: «Se parece el Reino de los cielos un rey
que quiso ajustar las cuentas con sus empleados. Al empezar a ajustarlas, le presentaron uno que
debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él con su
mujer y sus hijos y todas sus posesiones, y que pagara así. El empleado, arrojándose a sus pies, le
suplicaba diciendo: ‘Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré todo.’ El señor tuvo lástima de aquel
empleado y lo dejó marchar, perdonándole la deuda. Pero, al salir, el empleado aquel encontró a
uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, agarrándolo, lo estrangulaba, diciendo:
‘Págame lo que me debes.’ El compañero, arrojándose a sus pies, le rogaba, diciendo: ‘Ten
paciencia conmigo, y te lo pagaré.’ Pero él se negó y fue y lo metió en la cárcel hasta que pagara lo
que debía. Sus compañeros, al ver lo ocurrido, quedaron consternados y fueron a contarle a su señor
todo lo sucedido. Entonces el señor lo llamó y le dijo: ‘¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la
perdoné porque me lo pediste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo
tuve compasión de ti?’ Y el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la
deuda. Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo, si cada cual no perdona de corazón a su
hermano.»
Se dice «Credo»
ORACIÓN SOBRE LAS OFRENDAS
Sé propicio a nuestras súplicas, Señor, y recibe con bondad las ofrendas de tus siervos para que la
oblación que ofrece cada uno en honor de tu nombre sirva para la salvación de todos.
ANTÍFONA DE COMUNIÓN (Sal 35,8)
¡Que inapreciable es tu misericordia, oh Dios! Los humanos se acogen a la sombra de tus alas.
o bien (1Cor 10,16)
El cáliz de nuestra Acción de Gracias nos une a todos en la Sangre de Cristo. Y el Pan que partimos
nos une a todos en el Cuerpo de Cristo.
ORACIÓN DESPUÉS DE LA COMUNIÓN
La gracia de este sacramento, Señor, penetre en nuestro cuerpo y nuestro espíritu, para que sea su
fuerza, no nuestro sentimiento, quien mueva nuestra vida.
Lectio
El Señor había enseñado a sus discípulos cómo proceder en la corrección en el caso de que algún
hermano cometa un pecado (Mt 18,15ss).
Pero, ¿qué hacer si un hermano pide perdón arrepentido, pero luego vuelve a pecar, y esto no una,
sino repetidas veces?
En la mentalidad hebrea el número siete significaba totalidad, lo que es pleno, acabado, perfecto. Al
preguntar Pedro si debe perdonar “siete veces”, quiere saber si el perdón debe tener un límite o no.
Era cuestión discutida entre los maestros de la Ley cuál debía ser el número legal para perdonar a
quien reincidía en el pecado. Por lo general se consideraba que hasta cuatro veces. El perdón debía
tener para los maestros de la Ley un límite, un número. Pedro propone hasta “siete veces”. Acaso
los discípulos habían comprendido que la misericordia de Jesús no tenía límites. Poner un límite al
perdón era convertirlo en un acto imperfecto. Era como decirle al hermano arrepentido: “está bien,
te perdono, pero ojo, estoy llevando la cuenta y el perdón tiene un límite”. En el fondo, no se trataba
de un perdón real, sino tan sólo condicionado a la enmienda, con la posibilidad de que por la
reincidencia y recurrencia el pecador pudiese quedar definitivamente excluido del perdón, a pesar
de su nuevo arrepentimiento.
El Señor responde: no sólo “siete veces”, sino “setenta veces siete”. Setenta, múltiplo de siete y
diez, indica, lo mismo que siete: plenitud y totalidad. ¿Setenta veces siete? ¿Puede la perfección de
lo ilimitado alcanzar una mayor perfección? El Señor no sólo pide un perdón ilimitado, sino
también absoluto, un perdón que al proceder de la experiencia de haber sido perdonado uno mismo
por Dios, de la experiencia de la misericordia infinita de Dios, se expresa no sólo en el número
ilimitado de veces que se perdona al pecador arrepentido, sino en la actitud interior de perdonar
totalmente cada pecado, de no guardar cuentas pendientes, de no decir “perdono, pero las voy
contando para sacártelas en cara en algún momento”.
El perdón que el Señor pide a sus discípulos debe ser tan perfecto como el perdón que Dios ofrece
al pecador que se arrepiente, un perdón que en vez de quedarse contando los pecados o la
enormidad de la deuda, busca siempre y ante todo recuperar al pecador, al hijo, a la hija.
El Señor propone inmediatamente una parábola o comparación, para insistir en la necesidad de
perdonar al hermano para alcanzar uno mismo el perdón de Dios. En la parábola el Señor Jesús
quiere expresar que Dios se compadece y perdona al pecador que le suplica misericordia, incluso
cuando la deuda es exorbitante. El Señor habla de uno que le debe diez mil talentos a su rey. Esta
suma equivalía a sesenta millones de denarios, siendo en aquella época un denario el jornal de un
trabajador. En otras palabras el Señor quiere decir que esta deuda era sencillamente impagable. Esa
deuda le fue perdonada a aquél deudor «porque me lo pediste».
El Señor habla también de un compañero que a su vez le debía a él tan sólo cien denarios, una suma
irrisoria comparada con los sesenta millones de denarios que le habían sido condonados justo antes.
¿No debía éste también tener compasión de su compañero y perdonarle esa deuda ínfima, cuando el
rey le había perdonado tanto? Del mismo modo Dios espera que aquél a quien Él ha perdonado
todos sus pecados sea capaz de perdonar al prójimo que le pide perdón.
La conclusión del Señor es fuerte, clara y contundente: Dios le retirará su perdón a aquél que,
habiendo sido él mismo perdonado, cierre su corazón a la compasión y se niegue a practicar el
perdón con sus hermanos humanos.
¿Quién, al recibir una ofensa, no siente el inmediato impulso interior de querer resarcirse? El dolor
experimentado, el orgullo herido, la ira que se enciende en nosotros, nos impulsa a querer castigar o
vengar de algún modo el daño recibido, creyendo que con hacer sufrir al otro “lo que me ha hecho
sufrir a mí” podremos aliviar nuestro propio dolor o encontrar la paz.
¿Es posible ir en contra toda esa corriente interior de sentimientos tan fuertes que se despiertan en
nosotros cuando nos hacen daño, cuando nos ofenden? ¿Es posible deponer el odio, resistir al deseo
de venganza y purificar el corazón de todo resentimiento? Eso es lo que el Señor pide a sus
discípulos: perdonar siempre a quien nos hace daño o nos ofende, incluso a quien lo hace
reiteradamente, cada vez que se acerque arrepentido.
Pero podemos decir que el perdón lo debemos ofrecer incluso a aquél que no está arrepentido del
daño que nos puede haber ocasionado, involuntaria o voluntariamente. Esto es más difícil aún,
ciertamente. Mas de ello da ejemplo y lección el mismo Señor Jesús en la Cruz cuando reza e
implora el perdón para aquellos que lo están crucificando sin misericordia, y que no muestran
ningún tipo de arrepentimiento sino que están llenos de odio y malicia.
Ofrecer el perdón a quien nos ha hecho daño es un acto heroico que sólo puede brotar de un amor
que es más grande que el mal. Este perdón no sólo es una puerta abierta al pecador para que pueda
arrepentirse, corregirse y volver al buen camino. También es el camino que trae la paz a aquél que
ha sufrido el daño o la ofensa. Quien se niega a perdonar y alimenta el resentimiento, el rencor y el
deseo de venganza en su propio corazón, jamás encontrará la paz del espíritu. Quien cree que puede
curar su herida y mitigar su dolor dirigiendo su odio y rencor hacia la persona que le ha causado un
dolor y un daño acaso irreparable, tan sólo añade al daño recibido otro peor: su rencor es un veneno
que se vuelve contra él mismo, la amargura envenena y mata su propia alma y se difunde a su
alrededor, haciendo dura y desdichada la vida de quienes lo rodean por la amargura que lleva en sí
mismo. ¡Sólo el perdón ofrecido a quien nos ofende es capaz de curar las propias heridas! Quien
ofrece el perdón, recibe a cambio la paz del propio corazón.
Quizá entendamos mejor lo dicho con una comparación: Si una serpiente venenosa te muerde, ¿irías
tras ella, pensando para tus adentros: “cuando la mate, quedaré curado”? Sería de necios e
insensatos pensar y actuar así, ¿verdad? Pero es exactamente lo que hacemos cuando alguien nos
hace daño y damos paso al odio y al resentimiento en el corazón, buscando —aunque sólo sea en el
pensamiento— devolver el daño recibido hasta quedar nosotros “resarcidos”. Puede que en el
momento “te sientas bien” matando a la serpiente a palazos, pero tú también morirás por el veneno
que ha sido inoculado en ti. En cambio, quien perdona de corazón es como quien sin preocuparse
por perseguir a la serpiente y sin perder un segundo va corriendo al centro médico para buscar el
antídoto y salvar así su propia vida.
El antídoto para el veneno del odio, del rencor, del resentimiento es el Amor, que viene de Dios.
Quien se deja tocar por el Amor del Señor, quien experimenta su misericordia que más grande que
cualquiera de nuestros pecados, es capaz de amar como Él, es capaz como Él de perdonar toda
ofensa o daño recibido, por muy grave que éste sea.
Apéndice
Del Catecismo de la Iglesia Católica
“Perdona nuestras ofensas…
2839: Con una audaz confianza hemos empezado a orar a nuestro Padre. Suplicándole que su
Nombre sea santificado, le hemos pedido que seamos cada vez más santificados. Pero, aun
revestidos de la vestidura bautismal, no dejamos de pecar, de separarnos de Dios. Ahora, en esta
nueva petición, nos volvemos a Él, como el hijo pródigo, y nos reconocemos pecadores ante Él
como el publicano. Nuestra petición empieza con una «confesión» en la que afirmamos, al mismo
tiempo, nuestra miseria y su Misericordia. Nuestra esperanza es firme porque, en su Hijo, «tenemos
la redención, la remisión de nuestros pecados» (Col 1, 14; Ef 1, 7). El signo eficaz e indudable de su
perdón lo encontramos en los sacramentos de su Iglesia.
2840: Ahora bien, lo temible es que este desbordamiento de misericordia no puede penetrar en
nuestro corazón mientras no hayamos perdonado a los que nos han ofendido. El Amor, como el
Cuerpo de Cristo, es indivisible; no podemos amar a Dios a quien no vemos, si no amamos al
hermano y a la hermana a quienes vemos (ver 1 Jn 4, 20). Al negarse a perdonar a nuestros
hermanos y hermanas, el corazón se cierra, su dureza lo hace impermeable al amor misericordioso
del Padre; en la confesión del propio pecado, el corazón se abre a su gracia.
…como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”
2842: Este «como» no es el único en la enseñanza de Jesús: «Sed perfectos “como” es perfecto
vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48); «Sed misericordiosos, “como” vuestro Padre es misericordioso»
(Lc 6, 36); «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que “como” yo os
he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn 13, 34). Observar el mandamiento
del Señor es imposible si se trata de imitar desde fuera el modelo divino. Se trata de una
participación, vital y nacida «del fondo del corazón», en la santidad, en la misericordia y en el amor
de nuestro Dios. Sólo el Espíritu que es «nuestra vida» (Ga 5, 25) puede hacer nuestros los mismos
sentimientos que hubo en Cristo Jesús. Así, la unidad del perdón se hace posible, «perdonándonos
mutuamente “como” nos perdonó Dios en Cristo» (Ef 4, 32).
2843: Así adquieren vida las palabras del Señor sobre el perdón, este Amor que ama hasta el
extremo del amor (ver Jn 13, 1). La parábola del siervo sin entrañas, que culmina la enseñanza del
Señor sobre la comunión eclesial, acaba con esta frase: «Esto mismo hará con vosotros mi Padre
celestial si no perdonáis cada uno de corazón a vuestro hermano». Allí es, en efecto, en el fondo
«del corazón» donde todo se ata y se desata. No está en nuestra mano no sentir ya la ofensa y
olvidarla; pero el corazón que se ofrece al Espíritu Santo cambia la herida en compasión y purifica
la memoria transformando la ofensa en intercesión.
2844: La oración cristiana llega hasta el perdón de los enemigos. Transfigura al discípulo
configurándolo con su Maestro. El perdón es cumbre de la oración cristiana; el don de la oración no
puede recibirse más que en un corazón acorde con la compasión divina. Además, el perdón da
testimonio de que, en nuestro mundo, el amor es más fuerte que el pecado. Los mártires de ayer y
de hoy dan este testimonio de Jesús. El perdón es la condición fundamental de la reconciliación de
los hijos de Dios con su Padre y de los hombres entre sí.
2845: No hay límite ni medida en este perdón, esencialmente divino. Si se trata de ofensas (de
«pecados» según Lc 11, 4, o de «deudas» según Mt 6, 12), de hecho nosotros somos siempre
deudores: «Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor» (Rom 13, 8). La comunión de la
Santísima Trinidad es la fuente y el criterio de verdad en toda relación. Se vive en la oración y,
sobre todo, en la Eucaristía:
Dios no acepta el sacrificio de los que provocan la desunión, los despide del altar para que
antes se reconcilien con sus hermanos: Dios quiere ser pacificado con oraciones de paz. La
obligación más bella para Dios es nuestra paz, nuestra concordia, la unidad en el Padre, el
Hijo y el Espíritu Santo de todo el pueblo fiel (S. Cipriano).
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