gélida euménide - Editorial Club Universitario

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José Mª Ortiz de Solórzano
GÉLIDA EUMÉNIDE
¿Jacqueline Kennedy Onassis
al desnudo?
Título: Gélida Euménide ¿Jacqueline Kennedy Onassis al desnudo?
Autor: ©
José Mª Ortiz de Solórzano
I.S.B.N.: 84-8454-469-9
Depósito legal: A-974-2005
Edita: Editorial Club Universitario Telf.: 96 567 61 33
C/ Cottolengo, 25 - San Vicente (Alicante)
www.ecu.fm
Printed in Spain
Imprime: Imprenta Gamma Telf.: 965 67 19 87
C/. Cottolengo, 25 - San Vicente (Alicante)
www.gamma.fm
[email protected]
Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro puede
reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico,
incluyendo fotocopia, grabación magnética o cualquier almacenamiento de
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titulares del Copyright
Aclaración más que necesaria
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I – PRAENOTANDO
Al iniciar “la última vuelta del camino”, no son pocos los
hombres públicos, pensadores, literatos, artistas que comienzan –y,
las más de las veces, concluyen– la redacción de unas a modo de
memorias o diarios en los que recogen lo que ellos mismos estiman
como los avatares, los pensamientos, los sentimientos, los recuerdos
más destacados o destacables de sus vidas.
No podía sustraerse a esta explicable inclinación un personaje
–o, simplemente, una persona– que llegó a serlo casi todo en una
etapa concreta de su existencia y en años cruciales del siglo que
acaba de expirar: Jacqueline Lee Bouvier o Jackie Kennedy Onassis;
viuda, sucesivamente, del asesinado 35 Presidente de los Estados
Unidos, John Fitzgerald Kennedy, y de “el griego de oro”,
Aristóteles Sócrates Onassis.
Sí: han existido esas memorias. Redactadas a mano y en inglés;
con clara y característica letra inclinada hacia atrás, sobre albas hojas
rayadas de cuatro cuadernos, de gran formato.
Todo este único, apasionante y apasionado legado se encontraba
embolsado en un sobre de color crema, atado con una negra cinta de
seda y en cuyo haz se leía:
NO ABRIR HASTA PASADOS
50 AÑOS DE MI MUERTE
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José Mª Ortiz de Solórzano
Esta última y sagrada voluntad fue quebrada por alguien,
cuando, ahora, van a cumplirse doce años del fallecimiento de
Jackie. Y yo he creído que documento tan increíble y devastador no
podía permanecer –ni un día más– en el silencio. De ahí, este libro
que sostienes, en estos momentos, en tus manos, versión en lengua
española de un original inglés. Sin acabar de dar crédito –entre
sobrecogido e incrédulo– a las restallantes revelaciones que saca a la
luz pública. Y que se abre con lo que su presunta autora califica de
avant-propos. Y, ya, el contenido de ese prólogo es ¡como para
provocar el infarto!
II - ADDENDA
Nos ratificamos en lo dicho, en el praenotando que antecede:
“han existido esas memorias”.
Pero, ¿qué grado de veracidad o, simplemente, de verosimilitud
encierran las mismas?
¿Es posible dar crédito a la monstruosa autoinculpación de
Jacqueline Bouvier respecto a la orden de los asesinatos perpetrados
en las personas de los hermanos John y Robert Fitzgerald Kennedy y
de Marylin Monroe?
¿Es sostenible la afirmación de que esa refinada y perfecta labor
de ejecución la llevara a cabo el que fuera segundo esposo de la
señora Kennedy, Aristóteles Sócrates Onassis, por medio de sus
esbirros o variopintos “matones” de las más diversas “mafias”?
¿Podemos encontrarnos, por tanto, no ante unas memorias
auténticamente veraces, sino frente a la habilidosa y novelada
redacción de una serie de bien urdidas patrañas pseudo-periodísticas
y pseudo-históricas?
Para sacarnos de esta más que fundada e inquietante duda,
podría ser determinante el dictamen de los peritos calígrafos
británicos William G. Sullivan y A. J. Strasberg, que examinaron los
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Gélida Euménide ¿Jacqueline Kennedy Onassis al desnudo?
cuadernos manuscritos. Su opinión no pudo ser más coincidente y
clara: si la estudiada no es la propia letra de Jacqueline Bouvier, nos
hallamos ante un calco y una falsificación de asombrosa perfección.
El soporte material –los cuadernos– son de los que se podrían
conseguir en cualquier papelería al uso, de las existentes en París o
Nueva York, sobre comienzo de los años 90. Y la tinta empleada en
la escritura procedería de una estilográfica Waterman o Mont-Blanc
de alto precio y de la referida época.
Auténticas o apócrifas, las memorias componen un bien trabado
cuerpo, suma y amalgama enriquecida por recuerdos, sentimientos,
afectos y desafectos, observaciones perspicaces y opiniones
discutibles que va desgranando la redactora –o redactor– material del
escrito, encabezado siempre por fechas absolutamente concretas en
las que Jacqueline Bouvier era ya viuda no solamente de John
Fitzgerald Kennedy sino, asimismo, de Aristóteles Sócrates Onassis.
Sé que es arduo el pretender que alguien inicie la lectura de unos
cientos de páginas, si éstas no pueden clasificarse –adecuada y con
seguridad absoluta– entre las ya clásicas de “ficción” o “no ficción”.
En todo caso, la contradictoria y, en muchos aspectos, todavía,
oscura vida de Jacqueline Bouvier Kennedy Onassis creo que
merece, por supuesto, el que volquemos nuestra atención en esta
GÉLIDA EUMÉNIDE.
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AVANT-PROPOS
- ¡Gélida euménide!(1)
Así me insultó en nuestra nuit de noces, fuera de sí, el pobre Ari.
Pobre, ¡uno de los hombres más ricos del planeta!
- ¡Gélida euménide!
- ¡Mi gélida euménide! –me decía en muchas ocasiones, en tono
que pretendía ser cariñoso... ¡y cómplice!
Porque, sí: yo fuí la que decidí que debían morir. Y Ari se
encargó de hacerlos ejecutar: a la Monroe, a Jack, a Bob.
¡Vaya clan, el de esos bárbaros irlandeses, los Kennedy!
Y sus amistades peligrosas...
París-Nueva York, mayo de 1993
Jacqueline Lee Bouvier
(1)
Euménide.- Mit. Divinidades del remordimiento y de la reparación moral.
Ministras a las órdenes de los dioses para castigo de los culpables.
9
I
Del Amor...
11
1993
París, 29 de mayo, sábado.Hoy, hubiera cumplido Jack setenta y seis años. ¡Qué horror! Y
he querido venirme a París con Maurice (2), por mantenerme lo más
alejada –al menos, en la distancia geográfica– de Washington, de
Nueva York, de Dallas... Él ha continuado su viaje a Londres, a DeBeers.
Bueno: tampoco soy yo una niña. Los próximos que “caigan”
serán sesenta y cuatro. Aunque muchas veces, repasando y
recordando lo que ha sido y continúa siendo mi vida, diría que debo
de tener casi mil años.
Mi vida: no puede quedarme, ya, mucho de ella. Y he pensado
–y, por fin, decidido– que debo escribir: una forma de enfrentarme,
de una vez, a mí misma y a mi increíble existencia.
Sí: voy a comenzar. Estoy comenzando. Hoy, ahora, en este
momento. Maurice me insiste, siempre, en que debo hacerlo; él es la
única persona viva en el mundo que conoce todos los pliegues y
repliegues de mi conciencia y de mis actos, como si fuese yo misma.
Y está convencido de que, por medio de este recordar mis recuerdos
y dejar constancia escrita de ellos, lograré mi total liberación de
antiguos, enraizados, crueles fantasmas: como si hoy –niña recién
nacida– comenzase de nuevo a vivir.
(2)
Maurice Tempelsman: acompañante sentimental de Jackie, desde comienzo de los
años ochenta. Financiero relacionado con la industria y el comercio de los
diamantes, entre otros negocios.
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José Mª Ortiz de Solórzano
He de vencer mi inicial pereza de arranque. Está claro que no
debo considerar mi labor de escritura como la afronta el autor de
novelas, o de obras teatrales, o de guiones cinematográficos:
extenuantes jornadas diarias, con la pluma sin caer de la mano,
enfrentada al blanco cruel del papel, que ríe y desafía mi falta de
imaginación, mi carencia de ideas, mi redacción pobre y
deslavazada. Tendré siempre presente el dicho del pintor Apeles, de
la Grecia clásica: “Ni un día sin raya”. La de hoy ya la estoy
trazando.
París, 30 de mayo, domingo.Es evidente que si quiero dejar, mediante estos mis escritos, una
memoria fiel de lo que ha constituido mi existencias hasta el día de
hoy, tengo que remontar el curso aguas muy arriba y comenzar por
referirme a mi nacimiento –¡parece obvio; pues, si no se hubiera
producido, no estaría en este planeta llamado Tierra!– y a los años de
mi primera infancia. A pesar de los tantos lustros transcurridos,
todavía conservo nítidos y abundantes mis recuerdos.
Vine al mundo el 22 de julio de 1929, en un pequeño hospital de
South Hampton, en Long Island y casi seis semanas más tarde de los
cálculos efectuados por mi primeriza madre que –a la vista estaba–
parecía no muy versada en temas de duración de gestaciones y
fechas de alumbramientos. Todo hay que decirlo: la pobre criatura
no tenía más de veintidós años.
Fui una niña hermosa y bien formada, que pesó casi cuatro kilos.
Y, por lo visto, nací con abundante y sedoso cabello de tono oscuro;
respingona nariz; labios carnosos y grandes y brillantes ojos. Los
Bouvier –la familia de mi padre– me bautizaron con el nombre de
Jacqueline Lee.
Mi madre era Janet Norton Lee –“una de las Lee, de
Maryland”– descendiente de inmigrantes irlandeses de clase media,
que escapaban del hambre de su país de origen y que ganaron dinero,
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rápidamente, en Norteamérica; a sus veintidós años –cuando me dió
a luz– aparece en las fotografías como una morena delgada, más bien
baja, con un rostro bello y cierta elegante prestancia.
John Vernou Bouvier III fue mi padre y tenía treinta y siete años
cuando se casó con mi madre; ya, para entonces, era corredor de
Bolsa y –según leyendas– uno de los solteros más cotizados de
Nueva York. Se distinguía por una más que regular estatura y
complexión deportiva; con un reluciente cabello negro, fino bigote,
pómulos anchos y unos ojos azules oscuros muy separados en el
rostro. Sus amigos le llamaban “El Príncipe Negro”, o “El jeque”.
Pero, era conocido –sobre todo– por el apodo de “Black Jack”.
Siempre fue muy mujeriego; explotando, al máximo, su varonil
apostura. Y, desde muy joven, su gran pasión fue ganar y manejar
dinero. Un dinero que, con la misma facilidad y abundancia con que
lo conseguía, derrochaba en el juego; en casas de mala nota; en
hacerse traer sus trajes de Europa –cada temporada, a la última moda
de París–; y en los modelos de automóviles más espectaculares. A
notar que, al contraer matrimonio, mi madre era dieciséis años menor
que “Black Jack”.
Después de hablar de mis padres, me parece interesante
–por muchas razones– dedicar un recuerdo a mi abuelo paterno, John
Vernou Bouvier II, conocido por “El Comandante”, persona muy
respetada en todo East Hampton y su entorno. La imagen que yo
guardo de él es la de un caballero siempre impecablemente trajeado;
con unos bigotes de puntas engominadas al estilo de la época y
luciendo una serie de bastones todos con empuñadura de plata y, con
los que –en frecuentes ocasiones– jugaba yo, como montada a
caballitos encima de ellos; mis aficiones hípicas quedaban patentes
desde mis primeros años.
La casa en la que mis padres esperaron mi nacimiento, en East
Hampton, pertenecía al “Comandante”: se hallaba situada en el
centro de una finca arenosa, que corría paralela al mar y se llamaba
Lasata; que, en dialecto indio, significa lugar de paz. Y lo era, en
efecto. Sentado por las tardes ante la mesa de su despacho –del más
puro estilo inglés– mi abuelo escribía, cada día, ocho o diez cartas,
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que hacía llegar a sus amigos y parientes; o a los paisanos que
solicitaban sus buenos oficios ante los poderosos; o a los directores
de los periódicos locales. Porque era un hombre recto hasta la
exageración y un poco –o un mucho– quisquilloso. Y, además, muy
tacaño; casi nunca recuerdo que me diese una moneda a mí; y luego,
a mi hermana Lee. Y, si lo hacía, revestía el acto de una gran
solemnidad:
- Hijas –nos decía– el dinero es un don de Dios y, como tal,
debe ser recibido. Besad con veneración esas monedas.
Nunca supe de dónde le pudo venir el apodo de “El
Comandante”; pues, a lo que tengo entendido, jamás participó en
hecho de armas –ni como militar ni como civil– y era un prestigioso
abogado. Y, según decían, un magnífico orador. Tan era así que, por
ello, todos los 4 de julio pronunciaba el discurso del Día de la
Independencia, en East Hampton.
¿Qué más de mi, ya, tan lejana infancia? Pues que fui bautizada
católica en la iglesia de San Ignacio de Loyola, entre Park Avenue y
la calle 84, en Nueva York.
París, 31 de mayo, lunes.Como todos los domingos, ayer me llamó Maurice desde
Londres: le comuniqué que había iniciado la escritura de estas a
manera de memorias mías. ¡No se lo acababa de creer! Una vez más,
me manifestó su opinión sobre lo que pensaba acerca de esta –para
él– segura terapia de liberación de mis propios fantasmas; de mis
recuerdos horribles; de mi sentido de culpa por todo lo que ha sido
perverso y tortuoso en mi vida. Hasta el próximo día 14, tiene que
permanecer en la capital británica, por sus negocios. Pero me apuntó:
- A lo mejor, tomo mañana mismo un vuelo de BEA y me
acerco un par de horas para darte un abrazo. ¡Enhorabuena, Jackie!
¡Verás cómo va a comenzar una nueva y definitiva etapa de paz en
tu vida!
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- Que sea así, Maurice, por mí y, desde luego, también por ti,
que me soportas con tu santa paciencia...
- Y no pude evitar el que pujaran por venir a mis ojos unas
lágrimas...
Pero en esta mañana, de lunes, todo me parece distinto, como si
dentro de mí y en París acabara de estallar la primavera. Ha llovido
durante toda la noche un agua fina, fresca, tranquila: que ha dejado el
ambiente tan nítido que se diría son un puro recorte los árboles, los
edificios señoriales, las farolas. Esas farolas tan características de
París, de mi París. Y huele a tierra mojada.
Desde mi cómoda habitación, en mi HOTEL RITZ, abarco con
la vista toda esa maravillosa Place Vendôme, tan próxima yo –hasta
físicamente– a la Embajada de mi país, los Estados Unidos de
América. Embajada de la que no recibo más que atenciones, cada
día: desde por parte del embajador hasta el último ujier de la casa.
Porque, lo quiera yo o no; me atormenten los recuerdos o trate de
superarlos, parece que se me continúa considerando como la viuda
de América. ¡Qué crueles e impensables algunas paradojas de la
vida!
No voy a pensar: he solicitado que me pidan un taxi y, por la rue
de Castiglione, he llegado hasta la de Rivoli y el Jardín de las
Tullerías. Y, desde éste, pie a tierra, me he acercado a los arcos de la
calle para curiosear por las boutiques y comprar la prensa francesa y
americana del día. Y, como remate final, me he sentado tan
ricamente en Angelina´s donde, desde tiempo inmemorial, se degusta
el más delicioso chocolate caliente de París.
De vuelta al Hotel, estoy releyendo las páginas que escribí ayer
y no me suenan mal. Quizá, deba esquematizar más mis recuerdos:
los recuerdos de mis recuerdos. ¡Bien! ¡Todo se andará! Lo que sí
compruebo –una vez más y cada vez que me encuentro con París– es
que vuelve a reanimarse en mi espíritu todo mi amor a Francia y a
mis ancestros franceses. Que, ¿cuáles son esos ancestros? ¿Quiénes
somos los Bouvier?
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José Mª Ortiz de Solórzano
Mi abuelo paterno –otra vez, “El Comandante”– parece ser que,
allá por el año 1925 –cuatro antes, de nacer yo– editó a sus expensas
un librito que tituló Our forebears: es decir, Nuestros antepasados.
Yo tuve ocasión de hojear –cuando ya era una jovencita– un
ejemplar de la obra y, en ella, mi abuelo afirmaba que los Bouvier
descendíamos de la aristocracia francesa. Y remontaba los orígenes
de la familia a un tal François Bouvier, que vivió en el siglo XVI,
oriundo de la casa de Fontaine, situada dentro del término municipal
de Grenoble, la bella e industriosa ciudad construída a orillas del río
Isère.
Y, mira por donde, a mediados del mes de agosto del año 1949,
cuando ya era una jolie demoiselle con mis veinte años recién
cumplidos, cursé un programa intensivo de seis semanas, sobre “el
arte del lenguaje”, en la Universidad de Grenoble. Mis recuerdos de
aquella estancia en la ciudad no pueden ser más agradables: estuve
alojada en casa de una familia y a ello debo, muy fundamentalmente,
el dominio que ya para siempre conseguí de la culta lengua de
Molière. Y quedaron fijas en mis jóvenes retinas las imágenes de la
poderosa catedral, junto a la rive gauche del Isère; y del Palais de
Justice, el edificio más singular de Grenoble.
La Universidad había sido levantada en la parte nueva de la
ciudad y contaba con las Facultades de Derecho, Letras y Ciencias.
Pero, lo más impresionante eran el Museo y la Biblioteca, integrados
dentro del recinto universitario. Y, con una soberbia Galería pictórica
–en el Museo– formada casi totalmente por una donación que hizo el
propio Napoleón I a Grenoble, a comienzos del pasado siglo XIX.
Recuerdos, recuerdos, recuerdos... Y las historias sobre los
antepasados, que escuchaba de labios de mi abuelo.
Fue Michel Bouvier –su abuelo y tatarabuelo mío– el primero en
abandonar Grenoble y emigrar a Norteamérica, allá por los años
1815. Y, según “El Comandante”, Michel era íntimo amigo de José
Bonaparte, el destronado “Pepe Botella”, Rey de España, impuesto
por el mismo Napoleón I en el Trono de Madrid, con la rebeldía y el
desamor de la mayoría de sus súbditos.
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Y, más antiguo, otro Bouvier –André– que combatió a las
órdenes de George Washington en la Guerra de Independencia
americana, encuadrado en los batallones franceses de La Fayette.
No estoy segura de que los datos que aparecen en el libro escrito
por mi abuelo fueran todos exactos y si procedemos de la
aristocracia francesa. Lo que sí siento, en lo más profundo de mi
ser, es un gran amor por Francia y por todo lo que se relaciona con
tan hermosa nación.
Y un sentido y sentimiento aristocrático de la vida. Que no
excluye, por supuesto, el que hechos concretos de mi existencia no
hayan estado más cercanos de la vulgaridad que de la excelsitud; de
lo reprobable, que de lo encomiable; del cieno, que del cielo.
París, 2 de junio, miércoles.Además de las llamadas de Maurice, hablo con Caroline y John
John, mis hijos, muchas mañanas a primera hora: como madre, me
siento orgullosa de ellos y de que hayan podido sustraerse –hasta
ahora, al menos– de los múltiples y variados desastrosos ejemplos de
sus primos, David y Robert Kennedy hijos, y a todas las nefastas y
poderosas influencias del clan de “los bárbaros irlandeses”.
No preciso decir que, cada día, recibo y envío más de un fax a
DOUBLEDAY, la editorial de la que comencé siendo colaboradora a
tiempo parcial –tres días por semana– y en la que, desde el año 1982,
ocupo el más alto puesto de dirección. Esa categoría no sólo me fue
confirmada sino, incluso, acrecentada cuando el grupo editorial alemán
BERTELSMANN, A. G., adquirió DOUBLEDAY en 1986.
Bien: por hoy, ya no espero ninguna comunicación telefónica.
Tomo mi pluma y mis cuadernos y me dispongo a continuar
relatando mis recuerdos infantiles. Y creo que uno de los eventos que
más significativamente marcó esa etapa de mi incipiente vida fue el
nacimiento de mi hermana Lee: ocurrió a primeros de marzo de
1933, cuando aún no había cumplido yo los cuatro años. En la
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monotonía de mi vivir diario; de mi solitario entretenerme o
aburrirme de niña única, la llegada de Lee a nuestra no muy amplia
célula familiar constituyó todo un acontecimiento, que obligó a
realizar una serie de ajustes domésticos: el más trascendental para mí
consistió en que fui instalada, ya, en una habitación propia, sola para
mí. Vivíamos, entonces, en un “duplex”, en Park Avenue. Y, para mi
hermana –“la pequeña”– quedó el cuarto de los niños. ¡Ah! Y,
también, Bertha: la “nurse” inglesa, que mis padres habían
contratado para que se ocupase de mí. Me sentí independiente y
libre. Y, según me referían mis padres años después, yo me
manifestaba como una niña franca, expeditiva y práctica.
Comencé a asistir a la escuela primaria. Y, en ella, resultaba una
chiquilla hiperactiva y enredaba a todas mis compañeras de aula: mi
vitalidad era, por lo visto, desbordante. Lo único que me moderaba
un poco consistía en buscarme algún libro y leer, leer... Aún no había
cumplido los cinco años cuando, en cierta ocasión, me hallaron con
un libro de cuentos de Chéjov en las manos.
La lectura ¡y los caballos! Esa pasión por la equitación la heredé
clarísimamente de mi madre, que resultaba una magnífica amazona.
Los Bouvier tenían siete “ponies”. Y, en alguno de ellos, cuando casi
no podía mantenerme sobre la silla empezaron mis cabalgadas. Un
verano entero lo viví con mi caballo al paso, alrededor del picadero
que existía en East Hampton; al verano siguiente, comencé a trotar; y
trascurrió bastante tiempo antes de que me dejaran andar al galope
corto y, mucho menos, saltar. Pero yo quería ya hacerlo.
Mis cabalgadas, ¡y las de mi padre, el guapo “Black Jack!". Mi
madre venía a verme montar con mucha frecuencia: de mi padre,
apenas recuerdo que lo hiciese. Y, si se llegaba hasta el picadero, se
apalancaba enseguida en el teléfono para –según decía– hablar con
Bolsa. Pero, más que comunicar con Wall Street, lo que ocupaba el
tiempo y el interés de mi padre era el concertar sus citas y encuentros
con alguna de sus múltiples y bellas amiguitas. Esas eran las
habituales, otras cabalgadas de mi progenitor...
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