_SOBRE LOS SACRAMENTOS - A Time to Scatter Stones

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SOBRE LOS
SACRAMENTOS
Alejandro von Rechnitz
Sobre los Sacramentos en General.
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Índice
Sobre los sacramentos en general .............................. 3
Bautismo y la confirmación .................................... 21
La eucaristía............................................................. 58
El sacramento de la penitencia .............................. 139
El sacramento de la unción .................................... 184
El sacramento del orden ........................................ 190
El matrimonio ........................................................ 286
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Sobre los Sacramentos en General.
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SOBRE LOS SACRAMENTOS
EN GENERAL
“…si contemplamos los sacramentos demasiado bajo el prisma de la eficacia y los consideramos
medios que proporcionan fuerzas maravillosas a la persona y la cambian, éstos fracasan”
(J Ratzinger; Dios y el mundo; Círculo de Lectores SA, Galaxia Gutemberg, Barcelona
1. ¿POR QUE SACRAMENTOS?
El hombre, el ser humano, es un ser capaz de captar el sentido que cada cosa tiene
dentro de sí. Cada cosa le llega en su aspecto exterior y en su sentido interior. Todo símbolo le
debe su valor al hecho de que la realidad que simboliza le es incorporada. Todo fragmento
significativo del todo repite al todo, por ejemplo: yo no digo: mi oído oyó, sino yo oí; mi oído me
representa totalmente, perfectamente. No digo: mi mano toca, sino: yo toco. No digo: mi lengua
habla, sino: yo hablo. Mi oído, mi mano y mi lengua representan, en este caso, a mi personalidad
entera, total. Ni mi oreja, ni mi mano, ni mi lengua han tenido que perder su sentido y valor
concretos para convertirse en símbolo de la personalidad total mía. Igualmente: el humo representa
el fuego y una sola llama representa el fuego total en un dibujo determinado.
Lo que en Occidente se conoció como “sacramento”, en Oriente se llamò desde el principio
“misterio”.
“Existe misterio cuando consideramos otras cosas diferentes de las que vemos…El infiel que
conoce el bautismo piensa que no es màs que agua; yo, no considerando únicamente lo que veo,
contemplo la purificación del alma efectuada por el Espìritu Santo”. (San Juan Crisòstomo,
Homilìa 1 sobre la 1 Cor; PG. LXI, col 55).
“El signo (o sacramento) es una cosa que, por encima de la imagen con que alimenta los sentidos,
hace nacer algo diferente en el pensamiento”(San Agustìn; De doctrina cristiana II, 1).
“Al hombre le es natural llegar a las cosas inteligibles por medio de las sensibles, y los signos son
un medio para llegar al conocimiento de ciertas cosas (…) Se requieren, pues, para los sacramentos,
cosas sensibles” (Santo Tomás de Aquino, Suma Teol. III, q. 60, a. 4).
Hay diferencia entre lo que es “símbolo” o “sacramento” y lo que es simplemente “signo”. Un
signo es referencial; designa algo distinto. Pero un signo no hace presente esa otra cosa ni la revela.
Un signo carece de una conexión intrínseca con su referente. La luz roja de un semáforo nos dice
que nos detengamos; eso es todo lo que esa luz roja hace. No hay ninguna conexión profunda
objetiva o subjetiva entre “rojo” y “parada”. El sugno sólo está basado en una convención humana.
Cuando un símbolo o sacramento pierde su poder de revelar y hacer presente, se convierte en un
signo. El símbolo o sacramento es algo que realmente revela y hace presente lo que simboliza. (Para
este párrafo, ver Roger Haight; Jesús símbolo de Dios; Edit Trotta; Madrid, 1997; p 214).
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Sobre los Sacramentos en General.
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En el símbolo religioso el proceso es el mismo que en cualquier otro tipo de simbolismo,
sólo que aquí (en el símbolo religioso) es seguro que para la experiencia religiosa del ser humano
primitivo (sea hace miles de años o para un "primitivo" actual) una cosa determinada representaba y
representa un poder. Algo o alguien se ha revelado en una cosa determinada que ha sido
escogida para revelarlo.
Para una mentalidad primitiva la naturaleza y el símbolo coexisten. El rayo, por ejemplo,
no deja de ser rayo, sino que es, al mismo tiempo, la espada de un dios y el trueno es su voz, por
ejemplo.
El hombre no es un mero manipulador de su mundo, sino alguien capaz de leer el sentido, el
mensaje, que el mundo trae en su interior. Cuanto más primitivo, ingenuo, sea un ser humano más
sensible es a la sacramentalidad o simbolismo de la realidad. El hombre urbano, científico o
complicado se ha visto bombardeado por tal cantidad de estímulos que su sensibilidad ha creado un
callo y sólo un estímulo excesivamente fuerte penetra la capa de callo que se ha creado en su
sensibilidad. Para el hombre no urbano, primitivo, precientífico, todo lo real es signo de la
realidad que fundamenta todas las cosas: Dios.
El hombre urbano, moderno, complejo, científico, es también hombre y no ha perdido el
sentido de lo simbólico y sacramental. Y menos aún el hombre latinoamericano, cuyo trasfondo
mental es semejante al oriental (bíblico y por lo tanto, sensual, es decir: todo le llega a través de los
sentidos y lo abstracto a través de lo concreto). El hombre moderno también ha creado símbolos
que lo expresan y también es capaz de descifrar el sentido simbólico del mundo en el que vive.
Si lo que el hombre trata de expresar es su interioridad, los símbolos van cambiando porque
el hombre va cambiando en su interioridad. Nuestra visión actual del mundo es funcional, por
ejemplo. Consideramos las cosas puramente como cosas, como función del trabajo y de la tarea
humanos; con este punto de partida se hace cada vez más difícil comprender cómo una cosa se
convierte en sacramento o símbolo de algo o de alguien.
Por todo esto un símbolo puede volverse mudo porque ya no expresa al hombre que lo
sigue empleando. Si el hombre se ha vuelto urbano y el símbolo expresaba la relación entre el
hombre y la naturaleza, un rito que expresaba esa relación y que empleaba elementos naturales
puede volverse totalmente mudo para un hombre que se ha vuelto totalmente urbano. Es el caso de
las velas o cirios como símbolos de la luz, con todo lo que la luz lleva consigo de realidad y de
símbolo. El hombre de la ciudad ya no percibe casi ninguna significatividad en la vela porque la
luz del hombre de la ciudad no va unida a la vela sino a la electricidad. Lo mismo le ha pasado al
aceite o a la sal como símbolos religiosos-sacramentales. Nada digo de cosas como el vino que, por
ejemplo, no es consumido nunca por el centroamericano, ni siquiera por el centroamericano rico
(que no sea de origen europeo). El centroamericano no ve en el vino "la bebida" o la alegría porque
nunca lo consume y en sus fiestas toma chicha o licor, pero no vino; en Centro América no se
cultiva siquiera la uva y el centroamericano no conoce las vides, por ejemplo.
Un símbolo que necesita ser explicado ha dejado de ser símbolo. No es el signo, sino el
misterio unido a él, contenido en él, lo que necesita explicación. Nadie debiera necesitar
explicar que el bautismo es un baño, eso debiera verse a simple vista; lo que sí debiera necesitar
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Sobre los Sacramentos en General.
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explicación es por qué ese baño es especial, qué significado tiene para usted, y la comunidad ante la
que usted se baña, ese baño especial que llamamos bautismo. Si usted necesita explicar que eso
que no parece pan es pan, mala cosa, poco importa qué significaba para el cristiano de hace 2,000
años la Eucaristía.
La vida es sacramental. La vida se expresa normalmente en ritos; por ejemplo: el beso;
dar la mano; saludar con la mano; los regalos; la bandera de un país; las medallas de condecoración;
los signos de tránsito; el lugar donde, en la mesa familiar, se sienta siempre el padre o madre de
familia; la corona y el trono; el luto (color de vestidos, coronas de ciprés, etc.); los uniformes; la
moneda; comer con alguien, etc.
Cuando una cosa, sin dejar de ser esa cosa se convierte en señal de otra distinta de ella y
conectada a ella, es que se ha vuelto símbolo, señal, sacramento. Y eso es normal en la vida, por
ejemplo: el anillo de matrimonio, la sortija de graduación, etc.
Lo malo del signo o sacramento es que ya no exprese la vida o no la comprometa, sino
que la sustituya. Ir a una procesión debe ser (y lo fue en su origen) una expresión de fe cristiana,
un compromiso publico de ser y vivir como cristiano; ¿cuándo la procesión, en vez de expresar la fe
vivida, y comprometerla, sustituyó a la vida cristiana? ¿Cuánta gente cree que es cristiana porque
va a una procesión, y no que debe vivir y vive como cristiana porque va a una procesión? Lo
mismo ocurre en la vida diaria con los símbolos no religiosos; por ejemplo: el regalo. El regalo, en
su origen, expresaba el amor personal y lo comprometía; es decir: el regalo representaba a una
persona que lo obsequiaba; se daba el regalo como forma simbólica de darse a sí mismo. El regalo
hoy, en la mayoría de los casos, sustituye el amor personal; por eso se dan regalos por puro
compromiso social, aunque no se ame a la persona a quien se obsequia; por eso el regalo moderno
ha acentuado su valor económico.
Como decía San León Magno, papa, “hay que completar en la propia vida lo que iniciara la
celebración del sacramento” (Sermón 70, 4; PL 54, 382).
En el símbolo o signo tiene valor lo significado y el objeto significante. Ninguno de los
dos aspectos debe volverse exclusivamente importante para que el signo o símbolo siga valiendo.
La moneda que sólo tiene una cara es falsa; exactamente igual con el símbolo o signo, que siempre
es bipolar: debe ser algo que entre a través de los sentidos y debe, al mismo tiempo, hacer presente
algo no perceptible por los sentidos, pero unido a él. La bandera, perdónesenos lo prosaico, es un
trapo (eso es lo perceptible por los sentidos), pero hace presente, re-presenta, a la Patria, con todo lo
que la Patria conlleva. El respeto que recibe la bandera está dirigido a la Patria re-presentada en
ella. Eso, igualmente, ocurre con los sacramentos, símbolos de fe. Para el que tiene fe, el
universo todo es un gran sacramento: cada cosa, cada acontecimiento histórico, cada persona es
sacramento de Dios y de su voluntad. Fijémonos bien: Para el que tiene fe. Una cosa que es
sacramento para mí, puede que no sea sacramento para otro. Una cosa que para mí es signo
que hace presente algo, puede que para otro sea mudo, no sea, sino lo perceptible por los sentidos.
Por ejemplo: la silla mecedora en que siempre se sentaba mi abuelita, una vez muerta ella, a mí me
hace presente a la abuelita, a otro, que no sabe que allí se sentaba siempre la anciana, solamente le
parece una silla vieja, sin ninguna significatividad.
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Sobre los Sacramentos en General.
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La piedad judía no reconoce algo como simple e irreparablemente profano; lo “profano” es para el
judío piadoso sólo una designación para lo que todavía no está santificado, para lo que debe
santificarse. Todo lo físico, todas las pulsiones, los impulsos y los deseos, todo lo que proviene de
la materia es objeto de la santificación. Desde los mismos poderes apasionados que si no tienen
dirección tienen como resultado la maldad, cuando se vuelven hacia Dios, tienen como
consecuencia el bien. No se sirve a Dios con sólo el espíritu, sino con la totalidad de la naturaleza
sin dejar nada de lado. No hay un reino del espíritu y otro de la naturaleza, existe sólo el creciente
Reino de Dios. El no es espíritu, pero lo que llamamos naturaleza y lo que llamamos espíritu,
vienen ambos de Dios, que está más allá e igualmente condicionado por ambos, y cuyo reino llega a
su plenitud en la completa unidad del espíritu y la naturaleza. (Para este párrafo, ver Martín Buber,
Imágenes del bien y del mal; Ediciones Lilmod, Buenos Aires, 2006, p 64).
El que va a la Iglesia y recibe sus sacramentos con ideas claras, no lo hace porque crea que
Dios necesita medios materiales para acercarse a lo no material del hombre, sino, más bien, porque
sabe que, en cuanto hombre, sólo puede encontrar a Dios humanamente, es decir: corporal,
histórica y comunitariamente.
Por todo esto: sacramento es todo, si es visto a partir de Dios y a su luz: el mundo, el
hombre, cada cosa es signo y símbolo de lo trascendente para aquel que cree en que existe algo
trascendente a cada cosa. La historia humana misma se volvió sacramento(signo que hace
presente), del plan salvífico de Dios. Así la historia de Israel se volvió la historia de la salvación
para quienes tenían fe en un Dios que salvaba en los acontecimientos históricos. Ese es el trasfondo
continuo del libro del Exodo. Y así, vista desde su final (el Reino efectivo de Dios) se relee la
historia y cada suceso adquiere un sentido especial en orden a ese futuro. Así la historia humana se
vuelve sacramento de liberación o de opresión, de salvación y redención o de perdición.
San Ireneo (en Adversus haereses, IV, 21) decía: “en relación con Dios nada está vacío; todo es
signo suyo”.
En el siglo XII, San Bernardo de Claraval dice: “El sacramento es un sagrado signo o sagrado
secreto. Hácense muchas cosas solamente por sí, otras para designar a otras; y éstas se llaman
signos, y lo son. Quiero tomar un ejemplo de entre las cosas usuales; dase un anillo sencillamente
por ser anillo, y entonces no tiene significación alguna; dase para indicar la investidura de alguna
heredad, y en este caso es signo, de suerte que puede decir el que lo recibe: El anillo no vale nada,
la heredad era lo que quería” (Sermón en la cena del Señor, 2; PL 183, 271).
Pero no sólo las cosas son signos, símbolos o sacramentos. También las personas son
sacramentos. Personas que encarnan (hacen visible y presente) la bondad, la gracia, el amor, la
liberación. Para el cristiano, Jesucristo es, por excelencia, el sacramento de Dios. En él se
encarnaba (y encarna) Dios; en él se ocultaba-manifestaba lo divino en lo humano. El contenía,
comunicaba y significaba el amor incondicional que es Dios para con todos los hombres. Nosotros
los cristianos podemos encontrar a Dios en todas las cosas, pero Jesucristo es el lugar del encuentro
por excelencia ya que en él, según la fe cristiana, Dios está en forma humana y el hombre de forma
divina. La novia, para el novio, no sólo es fulana de tal (que lo es para todo el mundo) sino,
además, el signo que hace presente para él el amor. Para el novio, fulana de tal es fulana de tal y
sacramento del amor; en ella, su novia, se "encarna" el amor, todo lo que es el amor, para él.
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Sobre los Sacramentos en General.
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Desde San agustín hemos oído, por eso que “Cristo es sacramento de Dios” (Sobre el Evangelio de
san Juan, trat. 50, núm 6; PL 35, 1760).
San León Magno decía: “Lo que era visible en Cristo ha pasado a los sacramentos de la Iglesia”
(Homilía 74, 2, en Homilías sobre el año litúrgico).
SACRAMENTOS Y MISTERIOS
"Misterio" puede tener varios significados:
a.
Lo desconocido, lo secreto, lo incomprensible, lo inexplicable.
b.
"Misterio" es, también, una celebración ritual de cultos, por lo menos teóricamente secretos,
en los que el destino mítico de un dios se re-presentaba y conrealizaba en una recordación que
afectaba al que participaba en la celebración del "misterio". Se suponía que el así iniciado (en
griego, iniciado se dice "myste") conseguiría participación individual en la salvación de ese dios.
Esa celebración ritual incluía consagraciones, baños y banquetes que, de palabra y obra, querían
representar esa recordación salvífica del dios.
c.
"Misterio" es, también, lo que tiene tal cantidad de sentido que, por mucho que se explique,
nunca se llega a agotar la enorme cantidad de sentido que eso tiene.
Los sacramentos-símbolos cristianos de los primeros trescientos años participaban del
sentido b y del sentido c anteriores, pero no del a.
Antes del cristianismo ya existían misterios. Vamos a hablar un poco de los "misterios"
grecoorientales que son los que influyeron sobre los sacramentos cristianos. Los misterios
grecoorientales eran, casi todos, ritos que tenían que ver con el ritmo anual de la vegetación y, por
eso, ritos de fecundidad. Es decir, trataban de explicar el paso del invierno a la primavera y todos
los cambios que acompañaban a ese paso en la vegetación del Mediterráneo. El paso del invierno a
la primavera hacía posible que los campesinos de esa zona del mundo pudieran sembrar los granos
y con ello renovar todo el ciclo anual vital de los seres humanos.
Había "misterios" en la ciudad de Eleusis, había misterios del dios Dionisio y misterios
Orficos; había misterios en la ciudad de Samotracia, misterios de Attis, Adonis y Mitra (todos los
anteriores en Grecia y Asia Menor) y también había misterios en Egipto (Africa): los de Isis y
Osiris.
Casi todos se agrupaban en torno a una madre, esposa o amante (la tierra) y su esposo, hijo
o compañero (el grano de trigo o cualquier otro cereal fundamental para la vida humana en la
región). El grano re-presentaba al dios que periódicamente (cada primavera o verano) moría (era
enterrado, sembrado) o desaparecía. Todos estos ritos representaban la naturaleza con su oscilación
pendular entre muerte y resurrección anuales (paso del invierno-muerte a la primaveraresurrección). Representaban una analogía (similitud en algo importante) entre la extinción anual
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de la vegetación y la muerte del hombre. El rebrotar anual de la vegetación, extinguida durante el
invierno, hacía concluir al hombre que su deseo de una vida posterior a la muerte no era vano. La
fuerza vital de la naturaleza fue representada como madre universal (la diosa); sus frutos, la
vegetación, los granos de cereal vitales, eran sus hijos o su esposo o su amante (según los diferentes
ritos).
Los "misterios órficos" eran una derivación de los cultos asiáticos de Dionisio y
representaban una especie de interpretación del desvalimiento humano, unida con el intento de
hallarle una solución. Los "misterios órficos" no tenían un drama cultural representable, pero en
esos cultos tenían una importancia especial las instrucciones. Los misterios de Mitra no incluían la
idea de la periodicidad de la muerte, pero Mitra era un dios salvador y que influía en la creación de
un mundo nuevo.
Es importante notar que aunque estos cultos influyeron en los "sacramentos" cristianos,
había notables diferencias entre la forma de entender los cultos grecoorientales y lo que se llevaba a
cabo en los misterios sacramentales cristianos. Por ejemplo: en ninguno de esos cultos paganos se
hablaba de que la muerte del dios tenía influencia en la salvación o en el bien general de los seres
humanos. Desde luego, no aparece nunca, en esos ritos paganos, la intención de ese dios de redimir
pecados humanos. Además: la participación de los iniciados en los misterios paganos era sólo de
simple simpatía (parecido exterior). Añadamos que los sacramentos cristianos representaban un
suceso determinado (la muerte-resurrección de Jesús de Nazaret) y que no se repetía cada año
porque era (esa muerte) un hecho histórico datable e irrepetible.
LA HISTORIA DE LO CULTUAL-SACRAMENTAL EN EL CRISTIANISMO
1.-
Función de lo "sagrado" en otras religiones.-
El hombre llama "sagrado" a aquello que ha sido separado y convertido en distinto a lo
"profano" precisamente por los ritos y lenguaje del culto.
¿Por qué se separa algo de lo profano, consuetudinario, común y vulgar? Precisamente
porque esa cosa separada del uso común ha sido dedicada exclusivamente a Dios o a lo divino y ha
sido tomada en posesión por Dios de muy distintas maneras.
¿Por qué se dedica y separa esta cosa y no otra? En esto Dios tiene la iniciativa y ha
manifestado su voluntad de alguna manera, según el hombre de fe. A Dios se le ha experimentado
previamente como el dueño y señor de todo y exige o pide que se entregue para uso exclusivo de él,
algo de lo que le pertenece. Precisamente para admitir que todo pertenece a Dios, dueño y señor de
todo, el hombre entrega algo a Dios y espera que Dios lo posea en exclusividad. Con lo que esa
cosa queda separada del uso común y convertida, con ello, en sagrada.
¿Por qué medio consigue el hombre pasar algo de lo común a lo sagrado, de lo profano a lo
santo? Por medio del culto, con sus ritos y lenguaje. Según el hombre de fe, el culto separa al
hombre de sus intereses espontáneos para revelarle el misterio mismo de la vida, el nivel más
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profundo de la realidad, Dios. El lenguaje religioso, dentro del culto, hace aparecer lo separado por
el hombre del uso común como símbolo escogido por Dios mismo, como metáfora del misterio de
la vida, como manifestación de la misma divinidad.
Dios mismo no se manifiesta, permanece intocado e intocable por el hombre, pero en lo
separado por el culto se revela la presencia de Dios en los símbolos del mundo. En el culto, la
divinidad, que es lo totalmente diferente, se revela al mismo tiempo como la misma profundidad de
nuestra existencia. La idea de "encarnación" de la divinidad (idea profundamente cristiana") está en
el fondo de toda idea de culto a la divinidad a través de cosas y personas por medio de los ritos y
del lenguaje religioso.
Precisamente por todo lo anterior, el culto y símbolo religioso se corrompen fácilmente y
son instrumentalizados por el hombre. El culto, por ejemplo, se vuelve algo mágico y una
alienación (enajenación) de la misma vida humana. Se vuelve algo mágico cuando el hombre cree
que el culto tiene valor en sí y por sí mismo, prescindiendo de la intención de quien lo efectúa,
prescindiendo de su intelección por parte del pueblo y prescindiendo de la bondad o maldad de
quienes lo llevan a cabo.
Cuando la cosa efectuada o consagrada tiene valor en sí mismo y no por el hombre que lo entrega
como símbolo y sacramento de sí mismo y no por Dios a quien representa la cosa al ser reconocida
como posesión de Dios. Cuando ocurre este tipo de degradación, el culto se vuelve escape de la
realidad y sublimación religiosa de las propias necesidades.
2.-
Función de lo sagrado en Israel..-
En Israel Dios no era el ausente al que había que hacer presente por medio del culto. El
Dios de Israel era el Dios que se hacía presente en la historia del pueblo, que había revelado su
nombre (su presencia) a ese pueblo y que intervenía siempre personalmente para liberar a su pueblo
cada vez que éste era oprimido. Por eso el culto, en Israel, se situaba en el marco de un recuerdo
histórico y ese recuerdo histórico-cultual constituía el credo de fe más antiguo del pueblo de Israel
(ver Deuteronomio 26,6-10).
En Israel, el culto no podía celebrarse sin apertura ética hacia los demás, no podía celebrarse
prescindiendo de las consecuencias morales, no podía celebrarse sin tener en cuenta el
comportamiento con los demás seres humanos (ver: Isaías 1,10-17; 58,1-12; Oseas 6,6; Jeremías
7,21-24; 7,1-6; 4,4). La crítica que los profetas hacen al culto israelita desde la ética, desde la
moral, rompía toda idea de una salvación que fuera fruto automático del mismo culto. Según los
profetas, el templo de Yavé y todo su culto no daban ninguna salvación si no había justicia en el
pueblo mismo. Culto e injusticia no caben en el mismo saco, según los profetas.
Para los israelitas, no sólo el culto, sino toda la creación revela a Dios. No sólo lo sagrado
del culto, sino toda la creación puede volverse manifestación de su presencia (ver: 2 Reyes 5,15-19;
Números 10,35 ss.; Josué 4,5 y 13; 1 Samuel 4,17). Según los profetas, la experiencia histórica y
también la fe en Dios como creador del mundo, al que permanece manteniendo en la existencia
continua, hacen imposible identificar la presencia de Dios con la misma celebración cultual. Por
ello, según los profetas de Israel, el verdadero culto es la misma actitud vivencial del hombre
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que sabe reconocer a Dios en todas las cosas y reconoce al prójimo como presencia y mandato
de Dios (ver: Isaías 66,1-12; ver toda la literatura sapiencial bíblica).
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3.-
Función de lo sagrado en el Nuevo Testamento.
Jesús se sitúa en la línea de la tradición de los profetas de Israel en cuanto a su crítica
al templo y al culto. Por eso, Jesús no critica el culto como tal sino que, como profeta definitivo y
final (escatológico), anuncia y hace presente el reinado de Dios que desborda todo legalismo y
ritualismo. Jesús denuncia el legalismo que hace al hombre esclavo del culto en vez de revelarle la
vida como regalo de Dios. Jesús ataca la hipocresía de los que cumplen con el rito, pero olvidan
practicar el mandato principal del amor. Para Jesús, mucho más importante que el mismo culto es
el amor a Dios y al prójimo. El culto, según Jesús, no es ley, obligación, regla, sino gracia de Dios.
Más importante que cumplir el deber del culto es la nueva mentalidad de saberse pueblo de Dios y
la libertad para hacer el bien. Jesús considera la actitud vivencial más importante que el culto:
Lucas 11,39; 11,42. Jesús no admite las costumbres religiosas que hacen olvidar (y que se invocan
para no cumplir) que el mandato principal incluye amar al prójimo: Marcos 7,9-13. Para Jesús,
como para los profetas, la celebración cultual y la actitud ética tienen que concordar: Mateo 5,2324.
Desde la experiencia pascual (la muerte de Jesús como servicio a los demás y su
resurrección como confirmación por parte de Dios del valor único de la persona de Jesús), los
primeros cristianos se daban cuenta de que sólo Jesús, el Cristo, es la revelación plena de lo que
Dios es para los hombres. Para ellos, Jesucristo es la verdadera manifestación de Dios para los
hombres y en Jesús Dios se ha hecho plenamente presente. Para los primeros cristianos, la
encarnación (en la que Dios se manifiesta y actúa en la carne, en un ser humano) rompe
definitivamente la separación entre sagrado y profano. Frente a la vida de Jesús, que es la
revelación plena de la santidad de Dios, todo lo sagrado cultual queda relativizado. Para los
primeros cristianos, el núcleo de lo sagrado ya no puede ser el culto, sino la misma vida de Cristo
entre nosotros. Todo acto cultual se vuelve subordinado a la misma presencia de Cristo en su
comunidad, una presencia de vida que desborda la misma celebración cultual. Por eso, las
celebraciones de los primeros cristianos eran de una sencillez apabullante (ver: Hechos 2,41-42; 1
Corintios 12). Para ellos, no son características de las celebraciones cristianas ni la separación ni
los ritos de purificación, sino la revelación de la presencia de Cristo dentro de la vida cotidiana. Lo
típico cristiano no es la separación entre el rito y la vida cristiana, sino todo lo contrario: el culto
cristiano es la celebración de la misma vida cristiana bajo el recuerdo de Cristo, que lo
santifica todo y hace de la misma vida cristiana la revelación de Cristo entre nosotros.
Para San Pablo, toda la vida que se vive en Cristo es sagrada y revela a Dios. La meta
de la celebración cristiana es que toda la vida puede y debe ser revelación de Cristo (1 Corintios
3,22 ss.). Para San Pablo, no es la separación cultual lo importante en la celebración cristiana, sino
la construcción de la misma comunidad cristiana (1 Corintios 10,23 ss).
Ningún autor del Nuevo Testamento utiliza un lenguaje cultual para referirse a las
celebraciones de la primera comunidad. Se habla de "reunión", de "partición del pan", de
"dirigentes", "inspectores" y "ayudantes", el lugar es una casa y la mesa familiar. Y cuando se
utilizan palabras del ambiente cultual no se hace para indicar un culto cristiano, sino como metáfora
(comparación imaginativa) de la misma vida cristiana. El templo es la misma comunidad cristiana
(ver: 1 Corintios 3,16 ss.). La comunidad cristiana sí es el cuerpo de Cristo, por eso Iglesia no es el
edificio, sino la misma comunidad de cristianos reunidos. Cada uno de los días del año puede ser
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sagrado siempre que se viva y celebre en Cristo (ver: 2 Corintios 6,2; Gálatas 4,8-11; Romanos 14,5
ss.). Sacrificio es la entrega de la vida toda como señal de fidelidad y amor para los demás (ver:
Filipenses 3,3; 4,18; 2 Corintios 9,12; Romanos 12). El verdadero culto cristiano es la misma vida.
Para los cristianos, el mediador entre Dios y el hombre solamente puede ser Cristo Jesús (1
Timoteo 2,5 ss.). Todos los autores del Nuevo Testamento evitan cuidadosamente el término
"sacerdote" para hablar de los ministros o dirigentes cristianos. "Sacerdote" es metafóricamente,
para todos los autores del Nuevo testamento, Cristo o la misma comunidad cristiana entera (1 Pedro
2,9; 2,5).
PROBLEMATICA ACTUAL DE LOS SACRAMENTOS
1.La idea sacramental presupone una interpretación simbólica del mundo, mientras que
nuestra visión actual de la realidad es funcional, es decir, consideramos las cosas puramente como
cosas, como función del trabajo y la tarea humanos; con este punto de partida es casi imposible
comprender cómo una "cosa" se convierte en "sacramento".
2.Para el hombre de hoy la existencia es siempre abierta, crece a través de las decisiones
personales y no puede ser sellada para siempre por un rito único. La idea del carácter indeleble,
imborrable, que imprimen sacramentos como el bautismo-confirmación o la ordenación sacerdotal
resulta al hombre de hoy una filosofía curiosamente mística.
3.El que gestos rituales (bañarse, imponer las manos, comer, etc.) puedan influirnos
espiritualmente parece, al hombre de hoy, provenir de la idea mitológica correspondiente, de origen
mágico-mítico, que contradice plenamente los conocimientos actuales psicológicos y fisiológicos.
4.La idea sacramental expresa una concepción simbólica del mundo, que no disminuye en
nada su realidad terrenal, pero que resulta inaccesible al análisis químico, aunque no deja de ser
real.
5.El simbolismo sufre un proceso de racionalización, degradación o infantilismo. Las
variantes populares del simbolismo presentan todas las señales de un proceso de infantilismo con
degradación del sentido primitivo o porque el símbolo ha sido comprendido de una manera pueril,
es decir, excesivamente concreta y desprendida del sistema del que forma parte.
6.Símbolos o sacramentos rurales han perdido su significatividad para hombres totalmente
urbanos. Símbolos o sacramentos naturales han perdido su significatividad para hombres que han
perdido su contacto con la naturaleza. De esto hay muchísimos ejemplos en la liturgia; así las
velas, el aceite, la sal, etc.
7.Sacramentos que tenían significatividad para el hombre del Mediterráneo no significan nada
para hombres de otra región donde esos elementos no existen, no se usan o no significan lo mismo.
Por ejemplo el vino en un lugar en donde no se dan las uvas y, por lo tanto, el vino ni es bebida
común ni tiene significatividad como tal.
8.Cuando el bautismo dejó de ser un baño perdió casi toda la significatividad sacramental que
iba unida a la idea de baño y se convirtió en un rito con sentido mágico y social que tiene poco que
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ver con el sentido original de ese sacramento. Cuando la eucaristía dejó de ser banquete y la hostia
dejó de parecer pan, cuando el vino dejó de ser bebida común, sufrió, la eucaristía, una cantidad de
deformaciones de las que se resiente diariamente la práctica sacramental.
9.Los sacramentos han sido "cosificados". Son explicados como "cosas" administrables sin
conexión radical, esencial, continua con Cristo. Los sacramentos no pueden ser explicados como
siete gradas que siguen existiendo y funcionando aunque el carpintero que las construyó no esté
presente.
10.- Cada sacramento exige ser un acto de fe personal, que esa fe personal sea en Cristo y que se
pertenezca efectivamente a la comunidad llamada Iglesia. Es decir: la fe personal de quien recibe el
sacramento es indispensable ("el que creyere y se bautizare, se salvará": Mc 16,16). La relación
personal con la persona de Cristo es esencial a cada sacramento ("Sin mí nada pueden ustedes
hacer"). Se debe pertenecer efectivamente y no sólo teóricamente a una comunidad cristiana
("fuera de la Iglesia no hay salvación"), cuerpo de Cristo. El culto verdadero no son ritos que surten
su efecto por virtud del gesto mismo sin atención a la actitud interna moral del que los ejecuta (Is
29,13). El Dios de Israel no es una fuerza impersonal que el hombre puede sujetar y gobernar a
placer con invocaciones y ceremonias mágicas, sino un Dios persona, que mira y penetra el corazón
del hombre. El gesto externo sólo tiene valor ante Dios en cuanto que es expresión de la disposición
interna del corazón.
11.- Nos encontramos con la paradoja de que los sacramentos son solicitados por gente que
apenas tiene fe y más bien son rechazados por algunos creyentes que ya no comprenden su sentido.
12.- Los sacramentos han sido desfigurados ideológicamente por razones netamente políticas.
Para los grupos acomodados, burgueses, conservadores y capitalistas, pero practicantes, los
sacramentos han sido momentos de desculpabilización instantánea sin consecuencias morales
sociales históricas, ya que la conversión era entendida como recuperación sacramental (confesarse
antes de comulgar). Para los grupos populares, como grupos oprimidos, los sacramentos eran ritos
sacralizadores de una vida pobre y precaria, reducida a un ámbito exclusivamente personal o
familiar. En ninguno de estos dos casos el sacramento contenía ni sombra de un cristianismo
evangélico, crítico o profético.
13.- Se decía que los sacramentos eran signos instituidos por Cristo, pero no se decía que son
signos de Cristo y, por lo tanto, así mismo, signo de todo lo que Cristo es como liberación histórica
o signos de la causa de Jesús.
14.- Como la salvación, el Reino de Dios, se ha convertido en una salvación para el alma y en un
reino de los cielos para otra vida, los sacramentos se han convertido también en signos de liberación
intemporal o ultraterrestre, se han vuelto alienantes.
15.- La liturgia es un fenómeno social y comunitario con carácter público que celebra la vida en
sus distintas fases (nacimiento, limpieza, afirmación de personalidad, alimentación, creación de
comunidad, matrimonio) la historia de un pueblo o de una comunidad, pero como el sacramento se
celebra, muchísimas veces, sin comunidad, en un agregado o conglomerado parroquial, la liturgia
se ha vuelto abstracta, idealizada e insignificante. Por eso, la liturgia, de hecho, legitima
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Sobre los Sacramentos en General.
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desigualdades sociales escandalosas, con el intento de integrar a todos los presentes mediante una
armonía falsa. Con ello el sacramento es, a veces, dogmática (teológicamente ortodoxo, verdadero)
y moralmente lícito, pero inauténtico. La liturgia (el servicio cultual) no debe ser una sacralización
conservadora de las clases sociales existentes, sin que sea acompañada en la vida por unos intentos
reales de superación de diferencias inadmisibles desde el punto de vista del Evangelio.
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Sobre los Sacramentos en General.
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16.- El sacramento queda desnaturalizado cuando se lo administra sin fe, cuando se frecuenta sin
compromiso de caridad o cuando se celebra sin relativizar y trascender todos los absolutos de este
mundo. La liturgia es para comprometidos, convertidos y evangelizados (como base o como
cumbre de vida cristiana).
17.- No hay lectura o interpretación neutra de la realidad. El sacramento celebrado para
significar o expresar el seguimiento de Jesús en una realidad determinada social, política o
económica, estará necesariamente provisto, de un modo o de otro, de interpretación política (no
politiquera) .
18.- La liturgia (el servicio cultual) se ha vuelto elitista, moralizadora y utilitaria. El pueblo
iletrado apenas puede participar y, además, la liturgia se ha vuelto una plataforma de enganche
político, de educación popular o de evangelización. Pero la liturgia no debiera "servir" o ser
utilizada, sino celebrar y expresar, no ser utilizada sino útil.
19.- Los sacramentos, al haberse convertido en algo cultual, quedan cuestionados como
expresión máxima de la vida de la Iglesia. Jesús denunció los ritos cultuales de su tiempo (el
templo), en favor de algo que no es "sacramento": el amor practicado y la justicia.
20.- A veces parecen remitir al pasado. A veces son ritos en los que se hace presente el pasado:
la salvación que "ya ocurrió" en Jesús y hacen olvidar la tareas del presente histórico.
21.- Muchas veces se ven preteridos por la misma Iglesia oficial. A veces las prácticas
periféricas devocionales reciben el primer lugar en la vida de la Iglesia por encima de lo
sacramental, a despecho de todas las declaraciones oficiales de la jerarquía.
22.- Problemática general.
“Estos” ritos no funcionan. Ya no poseen un lugar seguro en el mundo simbólico y religioso de
nuestras poblaciones. La pregunta que nos hacemos es: ¿por qué a mucha gente los ritos
tradicionales, con sus presupuestos innatos, les resultan inútiles en transiciones importantes de su
vida?
En la Edad Media los sacramentos se vincularon en Europa a transiciones vitales en la manera en
que las generaciones que nos precedieron daban por sentada. Se podía presuponer el contenido y la
profundidad de la fe de quienes los practicaban.
En América, cuando el Evangelio nos fue traído, esta práctica nos fue trasladada desde Europa, y a
la gente se le llegó incluso a prohibir que siguieran sus propias costumbres culturales, alegando
como razón que éstas eran idólatras, supersticiosas, culto demoníaco. (El cristianismo, que se había
hecho judío con los judíos y griego con los griegos, para salvarlos a todos, no se hizo
latinoamericano con los latinoamericanos).
Los sacramentos claro que tienen que ver con una transición, pero ésta es la de la conversión a una
nueva manera de vivir y actuar; un cambio total de actitudes. Por su naturaleza intrínseca ninguno
de los sacramentos corresponde a una etapa concreta de la existencia humana. ¿Cómo ofrecer luz y
sentido en transiciones vitales de tal manera que no se niegue la fuerza del rito? La gente busca
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“otra” ruta válida a través de las transiciones vitales allí donde la Iglesia o la sociedad no parecen
ofrecer ninguna. Los receptores de los sacramentos tratan de decidir si “estos” ritos tienen o no algo
que ver con sus vidas y cómo desean vivirlas. Les parece que tiene poco sentido recurrir a ellos
cuando se encuentran distanciados de su supuesto mundo de significado.
No es sólo que la verdad secular ha reemplazado a la verdad religiosa. Existe por todas partes una
fluctuación en la vida y una amalgama de decisiones que se han de tomar y para las cuales los ritos
tradicionales parecen proporcionar escasas directrices. NO es que las autoridades de la Iglesia no
intenten enseñar lo que creen correcto o moralmente bueno, sino que sus palabras siguen sin
resultar convincentes. Exhortar simplemente a la gente a que regrese a los sacramentos, o poner en
marcha programas que inculquen “valores cristianos” es, en el mejor de los casos, un respuesta
incompleta e ineficaz.
Los problemas (para participar en un rito social) se producen cuando los responsables de la
realización de los ritos pierden credibilidad y autoridad. Las autoridades han perdido gran parte de
su credibilidad cuando las Iglesias no han sabido afrontar los retos morales. Se debe también a que
no han reflexionado detenidamente sobre los problemas contemporáneos a la luz de la fe junto con
todos los miembros de la Iglesia, sino que los han abordado recurriendo únicamente al mando
magisterial.
En América Latina estas razones son también aplicables en la medida en que se descubren valores
seculares y sociales con el nacimiento de la democracia y una economía globalizada. Pero en un
plano más profundo existe ahora en nuestros pueblos la creciente conciencia cultural de su propia
herencia, conciencia que nos hace sensibles a la desatención mostrada ante nuestra cultura y
costumbres por muchos organismos cristianos durante los 500 años que llevamos de
“evangelización”.
La gente puede sentirse distanciada de lo que se le propone como creencia o doctrina sana y oficial,
pues ésta pertenece a un mundo en vías de desaparición y ofrece escasas perspectivas acerca de lo
que en este momento hay que sortear al hacer transiciones. Las creencias esenciales del credo que
los ritos de la Iglesia les piden que asuman, o bien se han desintegrado, o tienen poco que ver con la
vida tal como es vivida. La gente se siente con frecuencia distanciada de los ritos de transición
debido a una falta de identificación con lo que éstos expresan.
Los catecismos pueden dar perfectamente razones asociadas con llegar a recibir la condición de hijo
de Dios, ser introducido en la comunidad de la Iglesia, recibir la esperanza y la garantía de la vida
en el Espíritu, pero ¿qué significa esto cuando lo que se tiene es el temor de traer una nueva vida a
un mundo violento que nos considera “desechables”, o cuando se tiene el temor de educar hijos en
una sociedad sin timón? ¿Qué dice la doctrina cristiana a quienes, tras la observación prenatal,
prevén el nacimiento de un niño gravemente discapacitado? No basta dar órdenes: la gente ve todas
estas cosas como verdaderas opciones que le ofrece la sociedad y tiene que pensarlas detenidamente
antes de encontrar un sentido de pertenencia mediante un rito. No basta con que a una le digan lo
que está bien y lo que está mal; hay que sopesar todas las cuestiones y valores que intervienen.
Las estipulaciones de la ley civil y la eclesiástica acerca del matrimonio todavía no se han
desarrollado de maneras que guarden correspondencia con los tipos de unión que la gente proyecta
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o constituye. Lo poco convincente de la doctrina ética católica acerca del matrimonio es un factor,
pero no el único. Los problemas sociales conectados con el hecho
de contraer matrimonio resultan con frecuencia muy gravosos. ¿Cómo puede vivir una pareja de
casados con margen para alimentar y educar hijos cuando ambos esposos pertenecen a la clase
trabajadora de la sociedad? El marido o la esposa va a la ciudad mientras que el otro cónyuge se
queda en el pueblo o campo. Uno se va a Estados Unidos o Europa y el otro se queda en América
Latina. ¿Qué moral o ética social responde a estas situaciones?
En lo que respecta a la enfermedad y la muerte, las personas se encuentran en situaciones nuevas,
por las cuales sus últimos días los pasan, no en sus casas y con sus familias, sino en un hospital, un
centro para enfermos desahuciados o un complejo para jubilados. Se tienen que tomar opciones
antes inexistentes relativas a la salud, la supervivencia y la asistencia médica.
La autoridad eclesiástica se muestra siempre demasiado inclinada a ofrecer “respuestas”
tradicionales en lugar de afrontar dilemas que son nuevos y como tales son reconocidos (respuestas
viejas para problemas totalmente nuevos).
En las observancias funerarias la tendencia actual es improvisar ritos que expresen lo que la gente
siente acerca de la muerte y la supervivencia o que guarden correspondencia con el tipo de vida que
la persona difunta vivió. ¿Cómo incorporar, en América Latina, la visión cristiana a planteamientos
festivos del rito, el canto y la declamación que marcan la vida social en general?
(Para este apartado, ver Concilium 323, noviembre 2007, David N. Power, “El rito de las
transiciones vitales: sí o no”, pp 671-682).
¿SOLO SIETE SACRAMENTOS?
Podemos tomar como dato históricamente garantizado que el número de siete sacramentos fijados
por el Concilio de Trento (siglo XVII) no tiene antecedente en la teología de Oriente ni de
Occidente durante los primeros mil años de la Iglesia y ninguno de los teólogos contemporáneos
(siglos XVI y XVII) hizo mención de tal número.
Para la Iglesia de Oriente el número siete respecto a los sacramentos obtuvo mayor
relevancia debido a la influencia que tuvo un teólogo llamado el Pseudo-Dionisio (el falso Dionisio
Areopagita que, supuestamente, tenía influencia directa de Juan el apóstol). Según el PseudoDionisio los sacramentos serían: el bautismo, la confirmación, la eucaristía, la consagración de los
óleos, la consagración sacerdotal, la consagración de los monjes y los ritos del entierro de un
muerto.
En Occidente también hubo diversidades al respecto pues en distintos puntos se indica el
número de dos, tres, cuatro, seis, nueve, diez o doce y hasta más (por ejemplo, San Agustín
enumera más de 300 sacramentos; él habla de sacramentos como la lectura de la Sagrada Escritura,
la predicación de la Palabra de Dios, el lavatorio de los pies, el cuidado de los pobres, el amor a los
hermanos, etc.), pero en ningún lugar se alude al número de siete. Pedro Damiano (+1072)
enumeraba doce sacramentos, entre ellos la unción y el matrimonio de los reyes.
San Bernardo (+1153) dice “Muchos son los sacramentos, y no es bastante el tiempo para meditar
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sobre todos” (Sermón en la cena del Señor, 1; PL 183, 271). En el mismo sermón (n 2) añade: “A
este fin fueron instituidos todos los sacramentos: para esto la Eucaristía, para esto el lavatorio de los
pies, para esto el bautismo, que es el primero de los sacramentos, en el cual somos injeridos en el
Señor por la semejanza de su muerte”. Y todavía añade (n 4 del mismo sermón): “Para que no
dudemos de la remisión de los cotidianos defectos, tenemos su sacramento, que es el lavado de los
pies”. A mediados del siglo XII, debido a la influencia determinante que en la teología asumió lo
escrito por Pedro Lombardo, se impuso por todas partes el número septenario de los sacramentos,
entre otras razones debido a que se quiso marcar una estricta frontera entre los sacramentos de la
Nueva Alianza y el amplio “campo sacramental” de los sacramentos naturales, de los sacramentos
viejotestamentarios (la circuncisión, el cordero pascual, etc) y de las consagraciones y bendiciones
cuasisacramentales. Es en este contexto en el que se desarrollaron las enseñanzas sobre el opus
operatum y sobre la intención y, respecto al bautismo, la confirmación y la ordenación sacerdotal,
las cuestiones relativas al “carácter sacramental”. En el Concilio de Lyon, año 1274, se habla ya
claramente de los siete sacramentos actuales. Tomás de Aquino dice que “El número siete designa
la totalidad” (Suma Teol. 1-2, q. 102, a. 5, ad. 5)
Hay que tener en cuenta, además, que algunos de los sacramentos incluidos en el número de
siete en la declaración dogmática del Concilio de Trento no habían sido considerados como tales
por la teología de aquel tiempo. Por ejemplo: la penitencia, la unción de los enfermos o el
matrimonio, mientras que, por el contrario, se mencionaban entonces como sacramentos algunos de
los que después de dicho Concilio fueron considerados como meros ritos piadosos, no-sacramentos
(sacramentales) de la Iglesia; por ejemplo: la consagración de los monjes, la consagración del rey y
el lavatorio de los pies.
No se puede trazar un desarrollo histórico genuino que parta de los signos sagrados de los
que no hablan las Sagradas Escrituras hasta llegar al dogma de Trento, aduciendo pruebas de
Escritura y Tradición. El Concilio de Trento definió que “los sacramentos de la Nueva Ley fueron
instituidos todos por Jesucristo Nuestro Señor” (Dz 1601 (844)).
Los sacramentos de la unción de los enfermos y el matrimonio no fueron considerados,
como tales, sacramentos, independientes de por sí, hasta una determinada fase de la historia de los
dogmas. La unción de los enfermos no se menciona nunca como sacramento en la época de los
Santos Padres de la Iglesia y son escasísimos los testimonios que pueden encontrarse hasta el siglo
VIII en favor de la sacramentalidad de la unción de los enfermos. Por ejemplo: Orígenes (que
murió entre el 235 y el 254) que fue el primero en hacer referencia a la cita de Santiago 5,14, no
hace alusión a la unción de los enfermos sino que se refiere, con esa cita, más bien a la penitencia.
Beda el Venerable (otro Santo Padre, de enorme influencia, muerto en el año 735) atribuye a los
laicos la aplicación de los óleos sagrados y sólo a partir de Carlomagno (siglo IX) empieza a
prohibirse a los laicos la aplicación de los santos óleos.
En ningún punto nos ofrecen los Santos Padres un testimonio sobre la sacramentalidad del
matrimonio en el sentido actual. Las alusiones que en aquel tiempo se hacían al matrimonio en
cuanto sacramento se orientaban tan sólo a presentarlo como símbolo de la unión de Cristo con la
Iglesia. Sólo la teología escolástica llegó a hacernos ver en el contrato matrimonial un sacramento
en el sentido de que ese signo externo constituyera una gracia interior. Antes del Concilio de Trento
(decreto Tametsi, 1563) no era obligatoria la celebración del matrimonio en la iglesia, lo que
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implicaba que se realizaba mediante las ceremonias tradicionales en cada una de las regiones de
Europa.
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TEOLOGIA FUNDAMENTAL SOBRE LOS SACRAMENTOS.
1.Podemos decir que Dios es una realidad que no aparece a la vista. Esto se puede decir de
muchas maneras, por ejemplo, diciendo que Dios es invisible, que es espíritu, que Dios es
transcendente. En la Biblia esa idea aparece en expresiones como que a Dios no se le puede ver
porque quien ve a Dios muere (Exodo 3,1-6) o que a Dios nadie le ha visto jamás (Juan 1,18).
2.Pero ya dijimos antes que para el hombre no urbano, primitivo, precientífico, todo lo real y
visible es signo de la realidad que fundamenta todas las cosas: Dios. Igualmente, para el que tiene
fe, el universo todo es un gran sacramento: cada cosa, cada acontecimiento histórico, cada persona,
es sacramento de Dios y de su voluntad. No es que Dios necesite medios materiales para acercarse
a lo no material del hombre, sino, más bien, porque el hombre, en cuanto hombre, sólo puede
encontrar a Dios humanamente, es decir corporal, histórica y comunitariamente. La misma historia
humana se volvió sacramento (signo que hace presente) del plan salvífico de Dios.
3.Pero no sólo las cosas son signos, símbolos o sacramentos. También las personas son
sacramento. Para el cristiano, Jesucristo es el sacramento por excelencia de Dios. En él se encarna
Dios; en él se ocultaba-manifestaba lo divino en lo humano. El contenía, comunicaba y significaba
el amor incondicional que es Dios para con todos los hombres. Los cristianos podemos encontrar a
Dios en todas las cosas, pero Jesucristo es el lugar del encuentro por excelencia ya que en él, según
la fe cristiana, Dios está en forma humana y el hombre de forma divina.
4.Los siete sacramentos tienen sentido sólo en cuanto expresiones del primer sacramento de
Cristo querido por Jesús: la Iglesia, es decir una comunidad de hombres en la que está presente la
salvación. Los sacramentos no son ritos aislados, sino parte de la vida de la Iglesia, que es quien
trae la salvación. Hay que recordar, sin embargo, que la Iglesia es también lugar de pecado. La
"casta prostituta", como la llamaban los Santos Padres. La Iglesia no es solamente el lugar de
salvación, sino que tiene como misión el ser signo eficaz, y no sólo ritual, de la justicia y la
liberación. Por eso Puebla dirá que la Iglesia debe permanecer siempre autoevangelizándose (228).
5.Para superar la comprensión mágica y cosista de los sacramentos se ha dicho que en ellos
ocurre un encuentro personal con Cristo. Pero hay que recordar que no hay dos caminos del
encuentro con Cristo: uno en los sacramentos y otro en el seguimiento real de Jesús, en la
continuación de la misión de Jesús : anunciar y hacer presente el Reino de Dios. Sólo hay un
camino: el seguirlo a él como hermano mayor que abre camino. Los sacramentos deben insertarse
coherentemente en este seguimiento de Jesús. En los sacramentos se debe celebrar lo que se hace
realmente en la vida.
6.El plan de Dios es el Reino de Dios, es decir, que vaya apareciendo una sociedad, un modo
de convivencia entre hombres, que sea realmente fraternal, un mundo como Dios lo quiere, un
mundo (éste) en el que Dios reine efectivamente. La fe cristiana se dirige a la consecución de ese
Reino en el que Dios sea Padre. Los sacramentos son momentos densos en los que se celebra ese
proceso de liberación, o se pide perdón por no haberlo hecho, o se compromete uno a poner de su
parte lo posible. Los sacramentos deben ayudar a no reducir el trabajo por la liberación a
dimensiones puramente humanas. Deben ser el recuerdo de que se trata de la liberación de Jesús y
de que hay que hacerla fundamentalmente como Jesús.
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7.La voluntad salvífica de Dios es, en cuanto tal, lógicamente anterior a la decisión del
individuo que responde a ella. El sacramento es un signo que hace visible la afirmación de que
Dios nos amó primero, de que Cristo murió por nosotros (por nuestros pecados), aun siendo
nosotros pecadores. Esos signos sacramentales son la expresión de esa voluntad salvífica de Dios
que es gratuita y que se hace gracia cuando se realiza en la vida lo que se simboliza en el signo. El
sacramento expresa en un signo lo que en lenguaje teológico se llama el problema de la relación
entre justificación y cooperación, entre don y tarea, entre acción de Dios y acción del hombre, entre
gratuidad y acción, entre justicia y misericordia. Este problema es lo que en puro lenguaje
teológico se llama "ex opere operato" y el "ex opere operantis". En lenguaje más popular y
comprensible lo que queremos afirmar es que es una abstracción separar la gracia ofrecida de la
gracia realizada, aun cuando al nivel del pensamiento se puedan separar esos dos aspectos. Lo que
queremos afirmar es que la gracia es captada como ofrecida desde la gracia realizada. Los
sacramentos son signos infalibles de gracia ofrecida en cuanto son captados desde la gracia vivida.
El que el sacramento sea signo infalible de gracia no justifica de ninguna manera su
conversión en un rito mágico en el que el acto (la obra) tiene valor por sí mismo prescindiendo de
su relación esencial con la persona de Cristo, la existencia real de una comunidad eclesial en la que
se efectúe y la intención, bondad o maldad del administrante concreto y del sujeto recipiente
concreto del sacramento. Los curas no se diferencian de los brujos en que la brujería del cura sea
efectiva y la del brujo falsa, sino en que el sacramento no es nunca brujería de ninguna clase.
8.Santo Tomás de Aquino había dicho que "los sacramentos significando causan". Gran parte
del problema pastoral de los sacramentos está en que se ha acentuado enormemente la segunda
parte de la expresión (el "causan") y se han estudiado con todo detalle todas las posibles formas de
causalidad sacramental. Se han olvidado, de hecho, que Santo Tomás dice "significando causan"
y de que para Santo Tomás es tan importante el "significando" como el "causan". En la medida en
que una cosa ya no significa o no significa para el que lo recibe, ya no causa.
El problema de los sacramentos no es un problema dogmático, sino pastoral, aunque, desde
luego, esa praxis concreta ordinaria de la administración sacramental lleva, necesariamente, a un
cuestionamiento de la ortodoxia (doctrina dogmática) que está en el trasfondo de quienes lo
administran o de quienes se acercan a recibirlo.
El sacramento no puede ser presentado como una obligación o mandamiento más, sino
como una oferta. El sacramento no puede ser recibido o practicado como un acto de magia. El
sacramento no puede ser cosificado y hasta comercializado. El sacramento no puede ser
desconectado de Cristo, de su contexto comunitario o de su significatividad sensible (sensibilidad
significante). Si queremos renovar el sentido sacramental debemos recuperar la dimensión
cristocéntrica de cada sacramento. Nada que yo haga me salva; sólo Cristo salva porque sólo El es
salvación. Cristo, su persona, es indispensable para mí y debe aparecer como tal. Si queremos
renovar el sentido sacramental debemos recuperar el sentido comunitario de cada sacramento. Los
sacramentos son relaciones de la comunidad llamada Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo. Fuera de
la Iglesia, fuera de comunidad, no hay salvación; el individualismo es totalmente anticristiano.
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Sobre los Sacramentos en General.
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Si queremos renovar el sentido sacramental debemos recuperar la significatividad de cada
sacramento. El sacramento, cada sacramento, debe volver a ser un signo percibido como tal por
quien lo recibe y por quien lo administra en nombre de la Iglesia, en nombre de la comunidad
cristiana, cuerpo de Cristo. Todo sacramento debe ser un acto efectivo de fe personal, una opción
personal y relacional (que relacione con la comunidad que hace presente a Cristo). El sacramento
exige una fe precedente al acto sacramental y una fe consecuente al acto; el sacramento se entiende
en un contexto coherente de vida cristiana que queda expresada y comprometida en el acto
sacramental. Sólo así el sacramento será un momento denso de evangelización en vez de ser un
sustituto y competencia de la evangelización.
FALSAS CONCEPCIONES DE LO SACRAMENTAL
1. La teología sacramental no afirma que los sacramentos causen o produzcan la cercanía de Dios
que, a no ser por ellos estaría ausente. El falso supuesto consiste en atribuir a Dios una distancia
espacial respecto del mundo y de los hombres, una distancia que sería salvada gracias a los
sacramentos.
2. A veces se le atribuye también a Dios una distancia intencional, como si se comportara de una
forma neutra y se mantuviera a la espera frente a los seres humanos, antes de que el sacramento le
mueva a otorgar su gracia.
3. Respecto del acontecimiento salvífico en Jesucristo, esta falsa idea argumental asume con
frecuencia una distancia temporal, algo así como si el sacramento pudiera arrancar al pasado un
acontecimiento hundido en la noche de los tiempos remotos. Una declaración que asume esta
falsificación habla de la ausencia o lejanía de Dios, que se produciría cuando no es posible
administrar los sacramentos. Se olvidan aquí los presupuestos teológicos básicos: que Dios, en su
santo Espíritu, está realmente en su creación y en la humanidad y no bajo la forma de un horizonte
estático, sino con su dinámica voluntad amorosa, en permanente autocomunicación. Su venida
insuperable a la creación y a la humanidad en Jesucristo no es para Dios, que está por encima del
tiempo, pasado sino puro presente. En esta “actitud” no necesita una nueva motivación para cada
caso, ningún aumento de intensidad ni ningún otro cambio. El cambio es necesario por parte de los
hombres para quienes, dada su naturaleza, la cercanía de Dios, la voluntad de autocomunicación de
Dios, el acontecimiento salvífico en Jesucristo no se dan siempre con la misma cercanía y la misma
intensidad. En las acciones sacramentales simbólicas, pero no sólo en ellas, el Espíritu de Dios
realiza la “apertura” de las limitaciones que alzan los hombres contra la presencia actual de Dios.
Este Espíritu actualiza e intensifica lo que es y está “desde siempre”.
4. Decir que Cristo instituyò los sacramentos no significa que Jesùs haya fijado los ritos y las
acciones simbólicas, sino que les ha dado un sentido y un valor que no podían tener por sì mismos.
El matrimonio es un buen ejemplo de ello. Jesùs no inventò el matrimonio, pero san Pablo explicita
muy bien su nueva significación cuando afirma (Ef 5,25-32): Gran misterio es èste, que relaciona a
Cristo y a la Iglesia.
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Sobre los Sacramentos en General.
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BIBLIOGRAFIA UTILIZADA
 "Los Sacramentos, Signos de Liberación"; Floristán-Maldonado; Mañana Editorial, Madrid,
1977.
 "¿Fe sin Dogma?"; José F. FinKenseller; Editorial Verbo
Divino; Estella (Navarra),
España, 1973; PP. 28-34.
 “Tratado de Historia de las Religiones"; Mircea Eliade;
Editorial Cristiandad, Madrid,
Tomos I y II; 1974.
 “Ser Cristiano"; J. Ratzinger; Sígueme, Salamanca, 1967.
 "Los Sacramentos de la Vida y la Vida de los Sacramentos"; Leonardo Boff; Indoamerican
Press Service, Bogotá, 1975.
 "Diccionario de las Religiones"; F. Koenig; Herder, Barcelona, 1964; Columnas 900-910.
 "Lo Sagrado en Régimen Cristiano"; Patrick Hanssens; hojas
mimeografiadas,
Panamá,1980.
 "La Iglesia y los Sacramentos"; K. Rahner; Herder, Barcelona.
 “Símbolos de libertad”; José María Castillo; Sígueme, Salamanca, 2001.
 “Teología de los Sacramentos”; Herbert Vorgrimler; Herder, Barcelona, 1989.
LISTA DE LIBROS RECOMENDADOS PARA CURSO SOBRE SACRAMENTOS.
Sacramentos en general.
-Cristo, Sacramento del encuentro con Dios. E.Schillebeeckx.
-La Iglesia y los sacramentos. K.Rahner.
-Símbolos de libertad. José María Castillo. Editorial Sígueme.
-Teología de los sacramentos. H.Vorgrimler. Editorial Herder.
-Signos de la cercanía de Dios. T.Schneider. Editorial Sígueme.
Bautismo-Confirmación-Eucaristía.
-Sacramentos y culto según los santos padres. J.Danielou.
-El Bautismo y la Confirmación. A Hamman. Editorial Herder.
-El Sacrificio de la Misa. J.Jungmann. Editorial BAC.
Penitencia.
-La Penitencia. Ramos-Regidor.
-El Sacramento de la Penitencia. J.Equiza. Editorial Verbo Divino.
Orden.
-Los ministerios de la Iglesia. José María Castillo. Editorial Verbo Divino.
-Los primeros laicos. Alexandre Faivre. Editorial Monte Carmelo.
-Emperadores, obispos, monjes y mujeres. Ramón Teja. Editorial Trotta.
-El diácono del Nuevo Testamento. Alexander Strauch. Editorial Dime.
Matrimonio.
-El matrimonio. Eduardo Schillebeeckx.
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Sobre los Sacramentos en General.
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2.BAUTISMO Y LA CONFIRMACION
El bautismo es un sacramento trinitario en acto, un símbolo que reproduce el origen trinitario de la
fe cristiana. Los primeros cristianos eran bautizados; en las catequesis bautismales era recordado
Jesús en el Jordán, y los catecúmenos escuchaban ahí y en otros textos a Jesús dirigiéndose a Dios,
ser llamado el Hijo muy querido y al Espíritu siendo la fuerza y el impulso que le movía. Estos
cristianos comenzaron a percibir que su fe cristiana giraba en torno a tres nombres: Padre, Hijo y
Espíritu Santo. En Mt 28,19 ya tenemos la fórmula bautismal: 2…bautizándolos en nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” donde se ponen en el mismo plano a las tres instancias que
ostentan el nombre único de Dios. Llegamos por esta vía a comprender cómo la Trinidad existió en
la fe de los cristianos antes de que se creara la palabra “trinidad”. La Trinidad brotó de la
experiencia de Dios de los primeros cristianos. Antes de la palabra, ya estaba la experiencia. Así se
fue fraguando poco a poco una respuesta cristiana acerca cde quién es nuestro Dios. Comenzaban a
responder con naturalidad: “Dios, el Creador, nuestro Padre, y su Hijo Jesucristo, que vive con él,
con el Espíritu Santo”. En el fondo había una experiencia que podemos traducir así: la convicción
de que este mundo había surgido de Dios creador, y éste se nos había acercado de modo insuperable
en Jesús y vivía en nosotros como nuestro guía y nuestra fuerza, el Espíritu Santo. Todo con el
sentido de “un grupo indiviso de tres” en quien se reconoce un solo Dios. La unidad de Dios se
organiza en tres, con una palabra colectiva que pretende señalar el lazo que une a tres
individualidades. Era ya una profesión de fe.
En cuanto tienen la experiencia, tras la muerte de Jesús, de que Jesús vive, de que ha sido
resucitado por el Padre, ha sido elevado y está a su diestra (Hechos 2,32ss), comenzaron a ver la
vida de Jesús desde esta experiencia pascual. Y a comprender que Jesús tenía que ser desde el
principio de su misión lo que se manifiesta al final. Junto a la experiencia de que Jesús vive en
Dios, con él, a su derecha, estuvo la de no sentirse solos; querían comunicar la vivencia de estar
siendo acompañados por Jesús resucitado: “estará con nosotros, cada día, hasta el fin del mundo”
(Mt 28,20); “no los dejaré solos (…) estaré con ustedes, les enviaré el Espíritu de la verdad” (Jn
14,17s). Pablo dirá que el Espíritu está y mora en nosotros y (Rom 8,26): “Intercede por nosotros
con gemidos inarticulados”. Por una parte seguían seguían con la idea cbíblica de un Dios solo. Por
otra tenían la experiencia de experimentarlo en “tres formas de ser”. ¿Cómo se puede pensar que es
uno solo y tres? ¿Un solo qué y tres qué? Esto expresa un profundo dinamismo unitario
manifestado de tres maneras, tal como lo captamos en nuestra relación con él: a Dios Padre por su
Hijo en el Esíritu, que reúne a la comunidad de creyentes (Iglesia). (ver José Ma.Mardones; Matar a
nuestros dioses; Un Dios para un creyente adulto; PPc, 6ª Edición; pp 176-178).
Durante los tres primeros siglos de la Iglesia, el cristianismo era esencialmente urbano y las
comunidades pequeñas. El obispo era como el “cura” de cada fiel, un hombre cercano. En la noche
de la Pascua bautiza a los catecúmenos realizando el conjunto de ritos que preceden y siguen al
baño del agua propiamente dicho. El obispo mismo, después del bautismo de agua, impone las
manos al recién bautizado invocando al Espìritu Santo, y ungiéndole con òleo al bautizado. A nadie
se lo ocurrìa pensar que se trataba de dos sacramentos distintos. Hubo que esperar al año 465 para
que el obispo de Riez, un tal Fausto, hablara de esta imposición de manos, invocación del Espìritu y
unciòn con òleo, con el nombre de “confirmación”.
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Sobre los Sacramentos en General.
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1. ANTES DEL CRISTIANISMO.
¿Qué significa “bautizarse”? “Bautizarse” significa sumergirse bajo el agua, bañarse. “Baptisma,
baptísmata”, es una palabra griega que significa meterse bajo el agua, sumergirse. Bautizarse
significaba, pues, en la antigüedad, “bañarse”.
El que sumergirse bajo el agua, bañarse, como acto que se repite a menudo, adquiriera un sentido
simbólico, es lo propio de la naturaleza del ser humano, sobre todo en la antigüedad. Miles de años
antes del cristianismo, el acto de bañarse, el acto de sumergirse bajo el agua, el acto mismo de
ponerse en contacto con el agua, tenía una enorme cantidad de sentido. Esto se debía al significado
que el agua, como elemento esencial a la vida de todo ser humano, tenía y sigue teniendo. El agua
es tan símbolo de la vida que nuestros científicos buscan ahora indicios de agua en otros planetas
como prueba de que allí hubo o hay vida. (No podemos dejar que el sistema neoliberal convierta al
agua en objeto de lucro para algunos a costa de la vida de los demás).
El verbo “baptizein” ha sido usado corrientemente en sentido literal, pero algunos autores lo han
usado también en forma metafórica. (…) El sentido de “baptizein” adoptado por san Pablo en sus
cartas es mucho màs cercano al metafórico. Cuando habla de las figuras que en el AT anticiparon
las realidades del Nuevo, dice que el pueblo de Israel, en el èxodo, recibió un “bautismo”:
“estuvieron bajo la nube y atravesaron el mar, y todos ellos, en la nube y en el mar, se bautizaron en
Moisès” (1 Cor 10,1-2). Se muestran aquí dos aspectos del tèrmino: en primer lugar, los israelitas
quedaron envueltos por el mar y también por la nube. Pero también se solidarizaron con Moisès y
asì se liberaron de Egipto. San Pablo, pensando en la realidad cristiana, se expresa diciendo que “se
bautizaron en Moisès”, asì como después dirà “fueron bautizados en Cristo”. El pueblo cristiano
està prefigurado en el pueblo de los israelitas: en el AT hay un pueblo que “recibió un bautismo” y
que se solidarizò con un guía que lo llevò a la libertad. La realidad es la inmersión en Cristo, que
libera del pecado, de la muerte y de la Ley (Rom 8,1 s) y confiere la condición de hijos de Dios y
herederos de las promesas. (…) Pablo dice “ebaptìsthete eis Jriston” (Gàl 3,27; Rom 6,3), que se
traduce “ustedes fueron sumergidos en Cristo”. Cristo aparece como un espacio salvífico, y
“bautizarse” es como un lanzarse, zambullirse, introducirse “dentro de èl”. El que se bautiza no se
sumerge en un Cristo ideal o mìtico, sino en Cristo en el momento de su muerte y resurrección. San
Pablo dice: “…todos clos que fuimos sumergidos en Cristo Jesùs nos hemos sumergido en su
muerte..” (Rom 6,3) Retoma inmediatamente la idea y la formula agregando: “fuimos sepultados
con èl en la muerte” (Rom 6,4). Màs adelante dirà que “por la unión con el cuerpo de Cristo,
ustedes han muerto para la Ley” (Rom 7,4). (…) Y concluye diciendo que se participa en la muerte
de Cristo para resucitar con èl y “caminar en una vida novedosa (lit.: caminemos en una novedad de
vida)” (Rom 6,4). (…) Los miembros del Cuerpo de Cristo, que son los miembros de la Iglesia, se
diferencian de todos los que no son creyentes porque viven una vida nueva (Gàl 2,20); (…) dicho
de otra manera, la vida cristiana es participación de la vida de amor de Cristo hasta el punto de
entregarse a la muerte por los demás. Otra consecuencia de la unión con Cristo que se origina en el
bautismo es presentada en la misma carta a los Gàlatas: “Todos ustedes que fueron sumergidos en
Cristo, han sido revestidos de Cristo” (Gàl 3,27). Asì como sucede con quien se sumerge, que el
agua lo envuelve completamente como si fuera un vestido, de la misma manera quien se sumerge
en Cristo queda revestido de El (A partir de la idea sugerida por este texto, en la liturgia bautismal
se introdujo la costumbre de poner un nuevo vestido blanco a los recién bautizados). En este caso
Pablo trae esta comparación para sacar la conclusión de que por el bautismo desaparecen todas las
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Sobre los Sacramentos en General.
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diferencias que pueden separar a las personas (Gàl 3,28). En la 1 Cor 12,13 ha dicho algo muy
parecido. Si todos han quedado revestidos de Cristo, todos participan de la misma dignidad: “Todos
ustedes son hijos de Dios…porque se han revestido de Cristo” (Gàl 3,26). (…) Pablo también alude
a la expresión “sumergirse (bautizarse) en el nombre de…” (por ejemplo 1 Cor 1,13). Esta fòrmula
se encuentra Mt 28,19; Hech 8,16; 19,5. Fundamentalmente no hay diferencia en el significado,
porque se entiende que el nombre es lo mismo que la persona. Cuando se dice que el creyente “se
bautiza en el nombre de Cristo”, se quiere decir que introduce dentro del nombre, que queda
recubierto por el mismo nombre que tiene esa persona. Es otro Cristo. ( ver Luis Heriberto Rivas;
Pablo y la Iglesia; Editorial Claretiana; Buenos Aires, 1ª Ediciòn, mayo de 2008, pp 102-104)
El bautismo cristiano es para cambiar total y definitivamente de vida, de actitudes frente a la vida,
frente al trabajo, frente al amor, frente a los demás, frente a la sociedad y el Estado. Se trata de optar
entre sistemas: o el sistema neoliberal, con sus actitudes fundamentales de “tener”, “poder”,
“placer”, o el Evangelio y el Reino de Dios, con sus valores de “compartir”, “servir”, “amar”. (Para
eso es precisamente la Cuaresma, que era la última preparación para el Bautismo, durante los
primeros trescientos años de la Iglesia).
En el antiguo Egipto, la ceremonia de coronación de un nuevo faraón conllevaba una especie de
bautismo. El rito comenzaba con un baño ritual que tenía por objeto la purificación del futuro rey.
Entre himnos y alabanzas, dos sacerdotes vertían sobre el faraón agua del Nilo, para purificarle de
las impurezas humanas. Despuès se ungía al nuevo rey con siete òleos sagrados, que lo protegían
del mal y lo vinculaban a sustancias mágicas (una especie de “crisma”). El baño con agua del Nilo,
fuente de vida, y la aplicación de los òleos sagrados perseguía un doble propósito. Por una parte,
crear las condiciones de un nacimiento que abriera al faraón las puertas a una nueva existencia (de
naturaleza divina y poderosa); por otra parte, unor al nuevo faraón con mlos orígenes del mundo y
del cosmos. Puesto que el soberano había nacido a una nueva existencia, debía recibir nuevos
nombres. Tras haber recibido sus nuevos nombres, el nuevo rey debía ser alimentado con leche
materna (como recién nacido) (Observemos còmo se parecen todas estas ceremonias a las del
posterior bautismo cristiano).
¿Qué significado tiene el agua?
En las tierras de la Biblia.
Para los habitantes del Egipto y del Sudán, el agua del río Nilo y la máxima inundación anual,
coincidente con el plenilunio de primavera (la luna llena de primavera) significaba, simple y
llanamente, la vida misma. Lo que el agua no inundaba era estéril; una vez bañado por el agua, todo
quedaba fecundado. El agua del Nilo se bebía, servía para limpiar las cosas, para bañarse, para
cocinar, para irrigar los campos arados y sembrados, etc. No debe extrañarnos el enorme sentido de
respeto que el egipcio normal le tenía al agua del Nilo.
Lo mismo, con pequeñas variantes, podemos afirmar de los pueblos de Mesopotamia con respecto a
los ríos Tigris y Eufrates; y de Palestina respecto al río Jordán. Alrededor de todo el mar
Mediterráneo, cuna de nuestra “religión”, podemos afirmar que todos los pueblos nacen, crecen y
progresan alrededor del agua de mar, o de lagos o ríos. Podemos imaginar lo que en un país
desértico significaba un oasis, el agua de un río, el agua de un pozo, de un lago o, simplemente, las
primera lluvias de la estación. Para todos estos pueblos la vida procede del agua, la vida está en el
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Sobre los Sacramentos en General.
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agua, el agua es la vida.
Juntemos a lo anterior las consecuencias de otras observaciones naturales y populares:
a.Antes del parto, la madre “rompe aguas” y después sale el niño. Ellos pensaban: si en el vientre de
la madre lo único que hay es agua (¿qué otra cosa podían ser para ellos los líquidos amnióticos?), el
niño y una bolsa (la placenta); entonces: el niño se ha hecho en el agua, es que el niño se ha hecho
por el agua, es que el agua ha hecho al niño.
b.Apenas caían las primera lluvias de la estación, aparecía por todas partes una multitud de yerbas
distintas, aun en el terreno considerado desértico, lógicamente: la vida venía con el agua de la
lluvia, el agua daba la vida, el agua era la vida.
Ritos y simbolismos.
Por todo alrededor del mar Mediterráneo existían cantidades de ritos populares que expresaban
visiblemente la fecundidad que cada año recomenzaba con las lluvias. Durante el plenilunio de la
primavera, se representaba, ante todo el pueblo, la unión fecundante del agua que caía del cielo, y la
tierra, con actos “sacramentales” en los que se unía genitalmente un hombre, que a veces era el rey,
y una mujer que, en la mayoría de los casos, era una prostituta sagrada. Se leían, en esa ocasión, en
público, los relatos acerca de cómo se había llevado a cabo la creación del universo, o un diluvio
(una inundación que acaba con la vida de un pueblo, pero deja fecundada la tierra sumergida para
los que vengan posteriormente). Todo esto se hacía porque para ellos, cada año, con las primeras
lluvias de la estación, o la inundación del Nilo, o las crecientes de los ríos Tigris y Eufrates,
recomenzaba el ciclo vital, recomenzaba la vida.
Las primeras lluvias, o esas inundaciones del Egipto y la Mesopotamia, eran aprovechadas para la
siembra de los granos de trigo o de cebada, o de lo que fuera en cada pueblo la base popular de la
alimentación. La “muerte” del grano, al ser enterrado, y la esperanza de verlo resurgir en la espiga,
lleno de vida y multiplicado, dio al hombre primitivo, tan sensible a estas manifestaciones de vida,
un nuevo motivo de sacralidad: la idea de que la muerte, toda muerte, podía acabar en resurrección.
Los dos rituales populares de fecundidad acabaron por unirse: el del agua y el de la “muerte”entierro del grano, dado que los dos se llevaban a cabo en las mismas fechas: la primavera. Con ello
llegamos a los precedentes para la idea cristiana del bautismo (un baño con agua) y la idea de
“muerte” y resurrección unida a él (Romanos 6,4; Colosenses 2,12; Lucas 12,50; Marcos 10,38).
En su libro “Lo sagrado y lo profano”, el gran experto en historia de las religiones, Mircea Eliade,
dice: “Las aguas simbolizan la suma universal de las virtualidades; son fuente y origen, el depósito
de todas las posibilidades de existencia; preceden a toda forma y soportan a toda creación. La
inmersión simboliza la regresión a lo preformal, la reintegración al modo indiferencial de la
preexistencia. La emersión repite el gesto cosmogónico (el momento del origen del universo) de la
manifestación formal; la inmersión equivale a una disolución de las formas. Por ello el simbolismo
de las aguas implica tanto la muerte como el renacer. El contacto con el agua implica siempre una
re-generación: no sólo porque la disolución va seguida de un “nuevo nacimiento”, sino también
porque la inmersión fertiliza y multiplica el potencial de la vida.” (...)“Cualquiera que sea el
contexto religioso en que se las encuentre, las aguas conservan invariablemente su función:
desintegran, anulan las formas, “lavan los pecados”, son a la vez purificadoras y regeneradoras.”
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(Los paréntesis aclaradores son míos).
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2.
En América.
Pero todo eso no ocurría solamente alrededor del mar Mediterráneo, en
América también existieron siempre rituales de fecundidad, de purificación o de muerte-resurrección, unidos al agua. Voy a destacar, por su importancia, un solo ejemplo. Entre los indígenas mexicanos, antes de la
llegada de los conquistadores, existía un rito “bautismal” en el que se consagraba al niño recién nacido a la diosa del agua: Chalchihuitlicue. Antes
de sumergirlo en el agua, se decía: “Toma esta agua, pues la diosa Chalchi
huitlicue es tu madre. Que este baño te lave las faltas de tus padres...”
Notemos todas las coincidencias.
Cuando, durante los carnavales bañamos con agua a los que se ponen a
nuestro alcance, ¿sabemos que repetimos un gesto que hacían nuestros
antepasados remotos? ¿Sabemos que estamos llevando a cabo un rito mágico por el que imitamos lo que deseamos: las lluvias que sólo comenzarán con el plenilunio de la primavera?
Resumen
Para los pueblos con mentalidad primitiva, las aguas simbolizan el origen de la vida; existen antes
que todo, vuelven después de todo; sumergirse es volver al seno materno, es morir, es fertilizarse;
emerger del agua es renacer, re-generarse, salir fecundado, es quedar limpio, ser re-novado, es
resucitar.
No es casualidad que, en la noche del sábado más cercano a la luna llena de la primavera, cada año,
la Iglesia conmemore la muerte y resurrección de Jesucristo. No es casualidad que, durante esa
misma noche se bendigan las aguas de las pilas bautismales. No es casualidad que, durante la
liturgia de ese sábado por la noche, se lean en la Iglesia los relatos de la creación, del paso a través
del Mar Rojo, e Isaías 55,1-11, en el que se habla del agua, de la lluvia y la fecundación, del grano
de trigo y del sembrador; y también Isaías 54,5-14, en que se habla de las relaciones matrimoniales;
y se lea a Baruc 3,9-15.32—4,4, en que se habla de la creación; y se lea también Ezequiel 36,16-28,
en donde vuelve a mencionarse la purificación por medio del agua; y, además, Romanos 6,3-11, en
donde, ya clara y expresamente, se une el rito del bautismo (sumergirse y emerger del agua) con la
idea de muerte y resurrección y con la idea de la limpieza de los pecados anteriores. Tampoco es
casualidad que esa noche, la noche del sábado siguiente a la luna llena de la primavera, fuera la
única fecha destinada, en la primitiva Iglesia, a bautizar a todos los que querían ingresar en la
comunidad cristiana. Todos estos puntos nos dejan claro que la liturgia cristiana de la noche del
sábado santo era una liturgia bautismal, con todos los sentidos de “Rito de Iniciación Cristiana”
(Bautismo-Confirmación-Eucaristía) que el sacramento del Bautismo tenía para los cristianos que
pusieron por escrito lo que conocemos como “El Nuevo Testamento”.
En el antiguo bautismo por inmersión, el hombre desaparecía bajo el agua; esto es negarse a sí
mismo, aceptar que se es solamente un fragmento de la materia inerte de que está hecha la creación.
Reaparecía de debajo del agua, elevado por un movimiento ascendente más fuerte que la gravedad,
imagen del amor divino en el hombre (el Espíritu Santo).
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Sobre los Sacramentos en General.
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San Gregorio Niceno decía: “El hombre viejo ha sido sepultado y el hombre nuevo ha salido al
mundo” (Homilía 13; PG 40, 356 d). Cirilo de Jerusalén (en Catequesis prebautismales 20,4; PG
33, 1080) decía que el agua salvífica es a la vez una tumba y un seno materno; a lo que agregaba
san Clemente de Alejandría (El pedagogo, I, 6, 32, 4; PG 8, 289): que convierte a los bautizados en
los “recién nacidos de Dios”.
En el judaísmo de la época de Juan Bautista y Jesús apareció el “baño” del prosélito en el día de su
circuncisión (según los discípulos de Shammai) y a los siete días de su circuncisión (según los
seguidores de Hillel). Los esclavos paganos de ambos sexos que se convertían en propiedad de un
judío estaban obligados a tomar un “baño” “para hacerse esclavo”. Si el esclavo era mujer, ese
“baño” significaba la conversión al judaísmo; los esclavos varones debían realizar esta conversión
sometiéndose además a la circuncisión (ver, por ejemplo, Gén 17,12-13).
Oigamos a San Beda, el venerable, en plena Edad Media: “La circuncisión de la Ley confería aquel
auxilio de saludable curación que ahora, en el tiempo de la gracia, suele obrar el bautismo”
(Homilías, Libro I, homil 10: ML 94, 54).
2. JUAN BAUTISTA.
El baño de inmersión había llegado a ser la habitual ceremonia de introducción de prosélitos en la
religión judía, siendo el único signo utilizado en la adscripción de mujeres. Se desconoce cuándo
comenzó a practicarse, pero a mediados del siglo I después de Cristo ya era una costumbre
reconocida. Pero antes de Juan Bautista nunca se había dado a la inmersión ni la importancia ni la
forma que él les dio. Ni las abluciones judías ni las esenias le habían dado esa importancia o esa
forma. La comunidad de Qumrán practicó lavatorios rituales; en la “Regla de la Comunidad”(3,
510) se refieren a un rito de purificación en relación con el ingreso en la Alianza: “Y en espíritu de
rectitud y humildad sus pecados se expiarán y en la sumisión de su alma a los preceptos de Dios su
carne se purificará con la aspersión de las aguas y con la santificación de las aguas purificadoras”.
La eficacia de este “sacramento” no era puramente legal, sino que estaba condicionada a la
verdadera conversión. Es decir: el bautismo según Juan Bautista, no era un acto ritual, sino la
expresión del compromiso de cambiar de vida.
Antes de que Jesús empezara su actividad evangelizadora, tuvo lugar la actividad pública de Juan
Bautista. Juan hablaba como quien tiene conciencia clara de haber sido enviado en el último minuto
antes de que se llevara a cabo el juicio terrible de Dios (ver Mateo 3,10), para exhortar a la
conversión (ver Mateo 3,8) y para bautizar a los que decidieran cambiar de vida. La mentalidad
rabínica de la época decía que el pueblo israelita había sido preparado, pasando por debajo de la
nube y atravesando las aguas del Mar Rojo (ver 1 Corintios 10,1-4), para recibir la salvación de
Dios.
Como la época del Israel del desierto se había convertido en la época ideal de la relación entre Dios
y su pueblo, todo el mundo en Israel esperaba que, en el tiempo último final, el pueblo volviera a
ser preparado para la salvación por medio de un baño de inmersión. Juan Bautista, el primer profeta
reconocido como tal por el pueblo, después de 400 años sin profetas, parece haber considerado que
ésa era su misión: llevar a cabo la purificación del pueblo de Dios en el tiempo final antes del juicio
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terrible de Dios. Juan debe haber creído que era él quien estaba cumpliendo lo anunciado por
Ezequiel 36,24-29: “Los recogeré de todos los países, los reuniré y los conduciré a su tierra.
Derramaré sobre ustedes agua purificadora y quedarán purificados. Los purificaré de toda mancha y
de todos sus ídolos. Les daré un corazón nuevo, y pondré dentro de ustedes un espíritu nuevo. Les
quitaré el corazón de piedra y les pondré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en ustedes para
que vivan según mis mandatos y respeten mis órdenes. Habitarán en la tierra que yo di a sus padres.
Ustedes serán para mí un pueblo y yo seré para ustedes un Dios. Los limpiaré de sus manchas.
Mandaré trigo y no los dejaré pasar más hambre.”
La finalidad concreta del bautismo de Juan no puede sacarse de Marcos 1,4, que parece estar
influido por expresiones cristianas como la que aparece en Hechos 2,38, en donde San Pedro dice al
pueblo: “Cambien de actitud delante de Dios, y bautícese cada uno en el nombre de Jesucristo, para
que sus pecados les sean perdonados; y así Dios les dará el Espíritu Santo”. El historiador judío
Flavio Josefo, del siglo I, niega expresamente que el bautismo de Juan tuviera que ver con el perdón
de los pecados (ver Ant.18,117).
En Mateo 3,7 y en Lucas 3,7 se dice que Juan Bautista, por medio del baño de inmersión,
congregaba a los penitentes para reunirlos en la comunidad escatológica (definitiva y final) de Dios,
es decir, en la comunidad del fin de los tiempos, a fin de salvarlos del veredicto de condenación en
el juicio de Dios.
El bautismo de agua no es el bautismo de Jesús, sino el de Juan, (ver Mateo 3,11; Marcos 1,8;
Lucas 3,16; Juan 1,26; Hechos 1,5). Al final del siglo I, la comunidad de Juan Bautista y la
comunidad de seguidores de Jesús se hicieron una sola comunidad y entonces se creó un solo “rito
de iniciación” que incluía tanto el baño con agua (el de Juan) como el bautismo de Jesús (el baño
con Espíritu Santo y fuego) (ver Juan 1,33). El verdadero Bautismo cristiano es lo que ahora
conocemos como sacramento de la Confirmación; y así: no está plenamente bautizado en el
cristianismo quien no esté confirmado. San Agustín de Hipona dice: “Bautizado Cristo, cesó el
bautismo de Juan” y “Los bautizados con el bautismo de Juan debían ser de nuevo bautizados con
el bautismo de Cristo” (...) “Primero, porque el bautismo de Juan ni confería la gracia ni imprimía
carácter; pues era sólo un bautismo “de agua”, como el mismo Bautista dice”, comenta Santo
Tomás de Aquino. Y San Jerónimo añade: “Como Cristo fue bautizado en el agua por Juan, así
Juan debía ser bautizado en el Espíritu por Cristo”. “Cristo es el primero en bautizar
espiritualmente, y según esto no fue bautizado, pues El lo fue sólo en el agua”, comentó Tomás de
Aquino.
3. EL BAUTISMO DE JESÚS.
Para los primeros cristianos, el bautismo de Jesús era el prototipo y ejemplo de lo que de verdad
significaba el bautismo cristiano. El bautismo de Jesús aparece relatado en cinco versiones: en
Mateo, en Marcos, en Lucas, en Juan, y en el evangelio apócrifo de Tomás.
Aunque las cinco versiones difieren en muchos detalles, todas las cinco están de acuerdo en dos
cosas (señal de que todos consideraban esas dos cosas como las más importantes): el Espíritu Santo
baja sobre Jesús, y Jesús es proclamado por Dios mismo en ese momento. En la mentalidad judía
de la época eso significaba claramente que Jesús quedaba autorizado por Dios mismo para hablar
en nombre de Dios, es decir, quedaba autorizado como profeta, como mensajero de Dios. Pero
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Jesús, según la mente de los judíos de la época, no es un profeta más, porque los judíos de esa
época pensaban que el Espíritu Santo se había retirado de Israel 400 años antes y sólo volvería a
poseerse de israelitas al fin de los tiempos, en el tiempo último y final, como inauguración del
Reino de Dios mismo (ver Mateo 12,28; Marcos 1,14; Lucas 4,43; 8,1; 11,20; Hechos 2,14-17). El
bautismo de Jesús, con esos dos detalles esenciales repetidos en los relatos, tiene sentido
escatológico, es decir que, con él, se da por inaugurada la etapa del fin de los tiempos, el comienzo
del tiempo no de juicio, sino de salvación (ver Juan 3,17; 8,15; 12,47). Esa es la gran diferencia
entre el mensaje de Juan Bautista y el de Jesús: Juan Bautista amenaza, pertenece al campo de la
Ley; Jesús empieza a hacer efectiva la gracia, inaugura el tiempo de la salvación que pertenece al
campo del Reino de Dios.
El verbo griego utilizado en el relato para hablar del bautismo de Jesús no significa “ser bautizado
(bañado)” por alguien, sino “tomar un baño sumergiéndose debajo del agua”. El papel de Juan
Bautista era, únicamente, el de hacer de testigo; así es descrito por Lucas 3,21, en el que aparece
Jesús tomando parte en un bautismo colectivo. Jesús es parte de un grupo del pueblo que, a una
señal o grito de Juan, se sumerge en el agua del río Jordán.
Según el relato, al descenso del Espíritu Santo sigue una proclamación de Jesús. Esa proclamación
explicita el descenso del Espíritu como cumplimiento de lo anunciado por el profeta Isaías (42,1),
en el que leemos: “He aquí a mi siervo, a quien yo sostengo; mi elegido, en quien yo me
complazco. He puesto mi Espíritu sobre él; él dará la Ley a las naciones”. El sentido es el siguiente:
en el momento en q1ue Jesús experimentó su bautismo descubrió plenamente lo que era su misión
en la vida, su vocación: ser el siervo de Dios tal como lo anunciaba Isaías. Jesús está claramente
conciente, según ese relato, desde su bautismo, de que él es el siervo sufriente de Dios, tal como lo
anunciaba el profeta Isaías. En Marcos 11,27-33 le preguntan a Jesús de dónde saca la autoridad
con la que hace las cosas que hace, y Jesús responde, de hecho, diciendo que su autoridad procede o
se basa en lo que él experimentó durante el bautismo de Juan.
4. LA IGLESIA PRIMITIVA Y LOS SANTOS PADRES DE LA IGLESIA.
A. La presentación y la inscripción.
Después de haber sido obligado a cambiar de vida, conforme iba conociendo a Jesús y al
cristianismo, en el transcurso a veces de muchos años, y sólo cuando su vida diaria podía ser
considerada un testimonio del Evangelio, un adulto pagano o judío era presentado al obispo para
que fuera considerado como candidato al bautismo. No existen pruebas directas de que, durante el
tiempo que se conoce como época apostólica, se practicara el bautismo de los niños. Cuando
aparece el bautismo de los niños por primera vez, se trata sólo de bautizar a los niños que hubieran
nacido antes del bautismo de sus padres (ver, por ejemplo, 1 Cor 7,14). En el siglo III, Tertuliano
escribía que “Los cristianos no nacen, sino que se hacen”, dejando entender todavía que lo normal
era que fuera a los adultos a los que se concedía el bautismo. Todavía en pleno siglo IV, Agustín de
Hipona se bautiza de adulto, a pesar de ser hijo de una cristiana ejemplar. San Ambrosio, en pleno
siglo IV, fue elegido obispo de Milán siendo todavía catecúmeno y gobernador ya del lugar. Incluso
existía la práctica de bautizarse por los muertos (ver 1 Cor 15,29) y eso por la idea, tan normal entre
judíos, de la tribalidad y no existencia individual, sino como parte de un cuerpo social y familiar.
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La primera vez que se llevaba al candidato adulto a una reunión de la comunidad el obispo
interrogaba al cristiano que lo acompañaba, y que hacía el papel de “padrino”: ¿Conoces a este
señor o señora? –Sí lo conozco. ¿Has podido observar sus costumbres? –Sí las he observado.
¿Sabes si es borracho, o infiel, o depravado, o vago, o mal vecino, o mal patrón, o ladrón, o
mentiroso, o cruel? Si alguna de las preguntas merecía una respuesta afirmativa o dudosa, se le
despachaba y se le daba un año más de plazo para ser observado y para poner a prueba su sinceridad
y su convencimiento. Ellos no tenían prisa. Ellos no se preguntaban: ¿y si se muere antes de
bautizarse? Para ellos lo importante no era que hubiera muchos bautizados, sino que los que
estuvieran bautizados estuvieran de verdad convencidos y su vida fuera un verdadero testimonio del
Evangelio.
Si el candidato era aceptado, era inscrito como catecúmeno, es decir: como candidato a ser
bautizado en la noche del sábado santo siguiente. Tal inscripción se llevaba a cabo el día siguiente a
la fiesta pagana del Carnaval, cuarenta días antes del domingo de resurrección. El “miércoles de
ceniza” los candidatos se presentaban ante el obispo que los recibía sentado en una silla especial,
puesta al fondo de la habitación en donde se celebraban las reuniones y los banquetes de la
comunidad. El obispo interrogaba a todos los presentes sobre la honestidad del candidato. Si todos
los testigos reconocían la honestidad del candidato, el obispo escribía, de su puño y letra, el nombre
de esa persona en un registro especial. Si el candidato era acusado públicamente de algo, el obispo
le hacía salir del recinto diciendo: “ Que se enmiende y cuando se haya enmendado podrá
presentarse al bautismo”.
Observemos que toda la insistencia se pone en la dignidad del que va a ser bautizado, no en la
dignidad del ministro que bautiza. Eso porque la Iglesia cristiana siempre entendió que, bautice
quien bautice, es Cristo quien bautiza. “Pedro bautiza, es Cristo quien bautiza; Judas bautiza,
también es Cristo quien bautiza”, dice San Agustín. Y añade: “Por lo tanto, sea quien sea el
ministro de su bautismo, sea la que sea su personal responsabilidad, no es él quien bautiza, sino
aquel sobre quien descendió la paloma (ver Juan 1,33)”.
B. La Instrucción.
El candidato aceptado e inscrito tenía que acudir, durante los cuarenta días anteriores al sábado
santo, todas las mañanas, durante una o dos horas, a recibir su instrucción inmediata al rito de
Iniciación, que estaba constituido, como dijimos antes, por lo que hoy conocemos como los
sacramentos del Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía.
El exorcismo.
Si la renovación anual del ciclo vital de la naturaleza, si la renovación de la fecundidad de la tierra,
unida al rito de la siembra del grano (ritual de muerte y resurrección) era explicado entre los
paganos con historias como una lucha entre Marduk (el bien) y Tiamat (el mal) (así en
Mesopotamia), o una lucha entre Isis y Osiris (el bien) y Set (el mal) (así en Egipto), lucha llevada a
cabo al origen del universo y renovada cada año en esa fecha, los cristianos explican el rito de la
renovación, re-generación, incorporación a Cristo por el bautismo (con todo su sentido de muerte y
resurrección) como una lucha entre Cristo (con todo el poder de Dios) y Satanás, que representa
todo el poder del mal, lucha llevada a cabo una sola vez por Cristo, lucha en la que Cristo salió
vencedor de una sola vez para siempre en toda la línea, y que es re-presentada (no se dice
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Sobre los Sacramentos en General.
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“renovada”), casi en una forma teatral, para hacerle asumir concientemente al candidato lo que, de
una vez para siempre, se había llevado a cabo en Cristo. Todavía hoy se lee el primer domingo de
Cuaresma, o sea el domingo inmediato siguiente al miércoles de ceniza, el relato evangélico de las
tentaciones de Jesús. Ese pedazo de Evangelio se explicaba siempre en la Iglesia primitiva, como el
prototipo de la lucha entre Cristo y el mal, lucha de la que Cristo salió vencedor de una vez para
siempre.
No se puede ni se debe decir que Cristo (Dios) lucha ahora con Satanás por alguien. Dios es Dios
desde siempre y para siempre; señor de todo desde siempre y para siempre. Dios no tiene que luchar
con nadie para enseñorearse de algo...y Cristo tampoco (ver Juan 3,35; 10,28-30; 13,3). Lo que se
realiza en el bautismo es un sacramento, un signo eficiente que hace realmente presente lo que se
llevó a cabo de una vez para siempre en Cristo.
Como la renovación de todos los signos de vida y la recreación era representada como una lucha
entre Cristo y Satanás, la ceremonia-instrucción diaria, impartida a los catecúmenos, o sea a los
candidatos al bautismo, empezaba, todos los días, con un exorcismo. La vida de un cristiano de
esos tiempos primeros de la Iglesia era una verdadera lucha diaria para no dejarse llevar por el mal
ejemplo de los que lo rodeaban, de allí todo el simbolismo de esa representación. Al irse llenando
de Cristo, el nuevo miembro de la comunidad iba expulsando de sí todas las motivaciones o
pasiones que llevaran al mal, y esto constituía una verdadera lucha contra lo que para cada uno ellos
era Satanás, personificación de todos los instintos de egoísmo, de violencia, de poder. Quien ha
vivido como pagano se ha visto sometido a ese poder del pecado y del mal, y debe pasar a dejarse
dominar por el único Señor que desde ahora reconocerá: Cristo; Señor que debe llevarlo a vivir en
el amor, en la comprensión, en la solidaridad. Esos primeros cristianos, que estaban acostumbrados
a presenciar en el circo romano o en los estadios las diarias luchas a muerte entre los gladiadores,
¿en qué mejor forma podían representarse lo que en ellos había ocurrido entre Cristo y todas sus
tendencias (las de ellos) al mal, que como si fuera una lucha?, ¡ y una lucha a muerte!
La catequesis.
Al exorcismo seguía, cada mañana, la catequesis. El obispo, comenzando por el Génesis, recorría
todas las Escrituras, explicando primero el sentido literal y luego el espiritual, esto era la catequesis.
Las catequesis concluían el Domingo de Ramos con la explicación del Credo. También el Credo
era explicado primero en su sentido literal y luego en su sentido espiritual. Estas catequesis eran
consideradas requisito indispensable para entender lo que era el bautismo y poder asumirlo a plena
conciencia y con todos sus frutos. Ponían sumo interés en que los que iban a ser bautizados
entendieran antes muy bien lo que se iba a hacer durante la ceremonia de su Iniciación. San Cirilo
de Jerusalén, en sus “Catequesis Mistagógicas” ( o sea, Catequesis para explicar el misterio) dice:
“Es el tiempo de plantar los árboles. Si por descuido no cavas y preparas la tierra, ¿cuándo podrás
plantar bien lo que fue plantado mal? La catequesis es un edificio, si no nos preocupamos de
ahondar bien los cimientos, si dejamos huecos de modo que la construcción se tambalee, ¿para qué
servirá todo el trabajo posterior?” Después de 1800 años, estas palabras de San Cirilo siguen
teniendo total actualidad.
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Sobre los Sacramentos en General.
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La enseñanza del Credo era, para estos primeros cristianos, la contrapartida, la otra cara de la
moneda, de los exorcismos. La lucha contra Satanás (como representante preclaro del mal) y la
entrega personal del bautizando a Cristo, aparecerá continuamente durante toda la liturgia bautismal
(la liturgia del Sábado Santo a media noche) que es, enteramente, “misterio” de muerte y
resurrección. El mal es oscuridad, Cristo la Luz. El mal es individualismo, Cristo la comunidad. El
mal es hambre, Cristo el pan. Luz, comunidad, pan: todos los elementos que aparecen resaltados en
la liturgia del Sábado Santo a media noche, día único de bautismos en la Iglesia primitiva.
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Sobre los Sacramentos en General.
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C. Renuncia al mal y profesión de Fe.
La noche de su Bautismo-Confirmación y Primera Eucaristía, los que iban a ser bautizados hacían
su definitiva renuncia a la idolatría, con las manos extendidas y vueltos hacia Occidente. Para los
antiguos, sobre todo los griegos y egipcios, el Occidente, lugar a donde “cae” o “muere” el sol todos
los días, era el sitio de todos los muertos ( y, por lo mismo, el “infierno”). Luego, con las manos
extendidas, se volvían hacia el Oriente, lado por donde “sale” o “nace” el sol (la luz) y recitaban el
Credo en forma de preguntas y respuestas. La luz destierra las tinieblas (el simbolismo del cirio
pascual), Cristo resucitado, como el sol cada mañana, vence a la muerte, es la luz que ilumina a
todo hombre que viene a este mundo(Juan 1,9-10; 3,19; 8,12; 12,46). Cuando desapareció
oficialmente la idolatría, en el siglo IV y V, la renuncia a Satanás irá tomando el aspecto de una
renuncia-crítica a la inmoralidad de los espectáculos públicos y a la superstición y la astrología.
Según los antiguos cristianos, si de Oriente venía la luz, de Oriente vendría Cristo al fin de los
tiempos. Encontraban una base para esta afirmación en Mateo 27,27: “Como el relámpago que
viene de Oriente, así será la venida del Hijo del Hombre”. Este volverse de Occidente hacia
Oriente, daba al rito del bautismo, un sentido escatológico: el bautizando quedaba a la espera de la
plenitud del Reino de Dios, etapa final del tiempo, etapa final del universo.
A los sentidos anteriores se añadía, para el catecúmeno que iba a ser bautizado, el sentido de lucha:
frente a Adán, que había caído bajo el dominio del pecado y había sido arrojado del paraíso, el
catecúmeno, aparece como persona liberada del dominio del mal por el Nuevo Adán, Jesucristo, e
introducido por El, de nuevo, en el paraíso-Reino de Dios. Así acabó cristalizando en los ritos
bautismales una teología del bautismo como liberación del pecado original. Los Santos Padres
pensaron en seguida que la renuncia al pecado y la opción por la fe era una nueva alianza con Dios
que sustituía a la del monte Sinaí; “es un pacto que Dios comienza con ustedes” (San Agustín,
Sermón 226; PL 38, 1077). Pero la pertenencia al pueblo de Dios se funda ahora en la fe personal y
cada cual debe responder por sí mismo.
Con la renuncia al mal y la profesión de Fe, concluía toda la preparación de los candidatos al
bautismo.
Nada más lejano al espíritu del cristianismo primitivo que una concepción magicista de la acción
sacramental. La conversión sincera (cambio completo de vida) y total, era la condición
indispensable para la recepción del sacramento del Bautismo-Confirmación.
Pero recordemos que el bautismo cristiano estaba en competencia con el culto de Mitra que
conllevaba las taurobolias (baño en sangre de un toro). Mitra era un antiguo dios iranio del cielo y
de la luz, el dios tutelar de las legiones romanas en el momento del nacimiento del cristianismo. Su
fiesta se celebraba precisamente el 25 de diciembre. Su bautismo purificaba a sus seguidores de
pecados morales y los introducía en una nueva existencia con grandes exigencias morales. Los
seguidores celebraban banquetes sagrados. Los miembros de la asociación mitraìsta se
consideraban hermanos y sufragaban los gastos con aportaciones voluntarias. El mitraìsmo hablaba
de una “guerra espiritual” o lucha contra las fuerzas del mal.
El culto helenizado de la diosa egipcia Isis también tenía un ingreso por medio de un bautismo
individual que garantizaba la limpieza de los pecados de los adeptos.
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Sobre los Sacramentos en General.
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Rito original del Bautismo-Confirmación.
La noche del Sábado Santo, el sábado inmediato a la luna llena de la primavera, el candidato a ser
cristiano era bautizado (bañado) en la reunión de la comunidad. Había que explicar qué sentido
especial, qué significado, (qué misterio estaba contenido), tenía ese baño delante de la comunidad,
pero no que era un baño, eso se veía a simple vista. A esta ceremonia del baño especial con agua
precedían dos ritos: el candidato se desnudaba, el candidato era ungido, de pies a cabeza, con aceite
bendito.
1. La desnudación.
Para bañarse, uno se desnuda; éste era el sentido más obvio y natural, el sentido que, a simple vista,
se podía percibir. Otro sentido era el de que despojarse de los vestidos viejos o sucios, para
bañarse, era desnudarse del “hombre viejo” y de sus obras. Para acentuar este último sentido, el
cristiano recién bautizado nunca más volvía a usar esos vestidos que se había quitado en el
momento del bautismo. Era la forma más clara de decir, en esa época en que la persona era
identificada con un estrato social o político o económico por sus vestidos, que esa persona se
comprometía a no volver nunca más a llevar la vida que había llevado hasta entonces. Tres grandes
Santos Padres de los primeros siglos (Cirilo de Jerusalén, Teodoro de Mopsuestia y Gregorio de
Nisa) le dan, justamente, ese simbolismo.
San Cirilo de Jerusalén (en Catequesis prebautismales 22, 8; PG 33,1104): “Han sido ustedes
enseñados a despojarse, en cuanto a su vida anterior, del homre viejo que se corrompe siguiendo la
seducción de las concupiscencias, a renovar el espíritu de su mente, y a revestirse del hombre
nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad” (Ef 4,21-24).
A este sentido se añadía el de que, despojarse de los vestidos, significaba, también, quitarse la
corruptibilidad que conllevaba el hecho de estar configurado a imagen del “primer Adán”.
Bautizarse significaba, para esos primeros cristianos, revestirse de la incorruptibilidad del “nuevo
Adán”, que es Jesucristo. La desnudez bautismal significaba, también, el retorno a la inocencia
primitiva, a la que tenían Adán y Eva antes del pecado, en el paraíso. Así lo explica Cirilo de
Jerusalén: “¡Cosa admirable! Estaban desnudos delante de todos sin sentir vergüenza, y es natural:
llevan en ustedes la imagen del primer Adán, que estaba desnudo en el paraíso sin avergonzarse”.
2.La unción con aceite.
En el estadio, los luchadores se desnudaban y se bañaban con aceite para que el adversario se
deslizara si pretendía asirse al cuerpo del contendor. La vida del cristiano va a ser una lucha
continua contra el mal en todas sus manifestaciones, y contra el mal ejemplo que le den sus vecinos
no cristianos, por eso se le unge el cuerpo con aceite bendito, para que quede preparado para esa
lucha.
“Cada cosa tiene su tiempo apropiado: hay tiempo de sueño y tiempo de vigilia; tiempo de guerra y
tiempo de paz; pero toda la vida humana es el tiempo del bautismo” (San Basilio, Homilía 13 sobre
el bautismo, 1; PG 31, 424).
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Recordemos que, hasta que los árabes inventaron los alambiques, en la edad media, el aceite era la
base de los perfumes y también era usado como medicina en el caso de golpes y heridas (ver Lucas
10,30-34). Una vez ungido con el aceite bendecido, el candidato al bautismo bajaba a la pileta
bautismal.
Durante los primeros 300 años de la Iglesia, todos se bautizaban en una pileta, o en un río, o en un
lago, y bajar al lugar en el que uno iba a sumergirse tenía también un simbolismo. Bajar a las aguas
vivas (no estancadas) es bajar, según Cirilo de Jerusalén, a las aguas de la muerte, a la casa de la
bestia del mar, a imitación de Jesús, que bajó a las aguas del río Jordán con ocasión de su bautismo,
para quebrantar allí el poder de la bestia allí escondida (esta imagen la tomó Cirilo del libro de Job
40,15-24). Cirilo añade: “Bajaste muerto en el pecado y subes lleno de vida en la justicia”. Como
las tierras que quedan sumergidas, si antes eran estériles, ahora son fecundas y llenas de vida.
Recordemos, también, que eso es lo que ocurría todos los años en Egipto con las inundaciones del
Nilo.
3. Bendición del agua.
Con la bajada del candidato a las aguas de la piscina bautismal, y la bendición de las aguas, se
llegaba al bautismo o baño propiamente dicho. Cirilo de Jerusalén escribe (en las Catequesis
Mistagógicas): “El agua ordinaria, por la invocación del Espíritu Santo, del Hijo y del Padre, recibe
una eficacia santificadora”. Aparece así la mentalidad judía bíblica acerca de la fuerza del nombre o
la palabra como tal.
Más explícitamente todavía, sobre el valor e importancia del agua, habla san Ambrosio (obispo de
Milán en el siglo IV): “Has visto el agua; pero no toda agua cura, sino sólo aquella que tiene la
gracia de Cristo. El agua es el instrumento, pero quien actúa es el Espíritu Santo. El agua no cura, si
no desciende el Espíritu para consagrarla”. Nada, pues, de magicismos. No es el agua quien hace
nada, sino el Espíritu Santo a través de ella.
4. La inmersión.
Se entraba en la pila bautismal por el occidente y se salía por oriente, para recorrerla en el mismo
sentido que los israelitas atravesaron el mar Rojo en busca de la libertad. (“Sepan que los egipcios
siguen los pasos de ustedes, que quieren conducirlos de nuevo a la antigua servidumbre. (…) Ellos
tratan de alcanzarlos, pero ustedes bajan al agua y salen de ella sanos y salvos”; Orígenes; Homilías
sobre el exodo, 5, 4; PG 12, 329). El rito bautismal mismo estaba constituido, esencialmente, por la
inmersión en el agua y la emersión, acompañadas estas dos acciones por la invocación solemne del
nombre de Dios en sus tres Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. El Papa Pelagio II (en carta a
Gaudencio) dice: “Es precepto evangélico dado por nuestro Señor y Salvador Jesucristo, el que
todos sean bautizados en nombre de la trinidad y con triple inmersión”. Que era baño se tenía que
percibir a simple vista, pero era un baño sacramental, es decir con un significado especial que había
que explicar claramente. Todo baño limpia de las suciedades, éste limpia del pecado, de todo lo
que en el bautizado fuera pecado. San Agustín dice: “Desde el momento de la inmersión de Cristo
en el agua, ésta borra los pecados de todos”. La emersión desde el agua significaba visiblemente la
comunicación del Espíritu Santo; al salir de debajo del agua nos llenamos de aire, inspiramos, eso
era visto como símbolo de llenarse del Espíritu de Dios (ver Juan 3,5-8).
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En el año 404, el Papa Inocencio I, escribe: Conviene mantener la regla…”que los que vienen de
los novacianos sean recibidos con sólo la imposición de manos, porque, si bien han sido bautizados
por los herejes, lo han sido en el nombre de Cristo” (ver Denz-Hün n 211).
La configuración del bautizando con Cristo muerto y resucitado es para los Santos Padres del siglo
IV la realidad significada por el sumergirse y emerger de las aguas bautismales y adquirió, así, una
importancia teológica de primer orden (ver Romanos 6,3-5). Cirilo de Jerusalén, las
“Constituciones Apostólicas”(escrito en Siria), san Ambrosio de Milán, y san Gregorio Nacianceno
lo dicen expresamente: somos sepultados con Cristo por el Bautismo para resucitar con El.
Cirilo de Jerusalén, que en esto de las catequesis bautismales es el gran maestro primitivo, dice:
“Cosa sorprendente y paradójica. Nosotros no hemos muerto en realidad, ni hemos sido sepultados
en realidad, ni tampoco tras haber sido crucificados, hemos resucitado en realidad. La imitación se
hace en imagen, pero la salvación se hace en realidad”(el subrayado es mío), y continúa explicando
que por eso San Pablo dice que “si nos hemos hecho una misma cosa con él con una muerte
semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección semejante”( ver Romanos 6,2-11).
Hay semejanza en la muerte, pero realidad en la futura resurrección. El bautismo, según Cirilo es,
pues, un “antitipo” de la pasión y de la resurrección, o sea, semejante del todo en algo y
desemejante del todo en algo. La realidad histórica no pasa de ser imitada y significada por el rito
sacramental que la simboliza y representa, pero el contenido de salvación sí lleva una participación
real. Quedan así perfectamente definidos los dos aspectos del sacramento del Bautismo: símbolo
eficaz de la pasión y resurrección, que la representa materialmente y la realiza espiritualmente. San
Basilio (otro gran Santo Padre de la Iglesia de los primeros siglos) afirma que el Bautismo opera
una configuración con la única muerte de Cristo: Hay una sola muerte para el mundo y una sola
resurrección de los muertos, cuya figura es el bautismo. El “PseudoDionisio Areopagita” (escrito en
el siglo V o VI, que tuvo enorme influencia en toda la teología de la Edad Media) agrega: el
iniciado entra por completo en el agua: para simbolizar la muerte y la sepultura, en que se pierde la
forma. Un sermón pascual del año 582 (Eutiquio, De Paschate, 5; PG 86 bis, 2397) dice: “Mira, en
el santo bautismo morimos sacramentalmente; luego, en el martirio o sin martirio, morimos en
realidad; de verdad. Nuestra muerte sacramental no es distinta de la pragmática, aunque sólo en la
pragmática se consuma”.
Pero si las aguas del bautismo son el sepulcro del hombre pecador, son también el medio
vivificante en el que es engendrada la nueva criatura (recordemos cómo, según los antiguos, las
aguas, los líquidos amnióticos en que está el niño en el vientre de la madre, le daban vida); son a la
vez “sepulcro y madre”, dice Cirilo de Jerusalén. La piscina o pila bautismal es el seno materno en
donde son engendrados los hijos de Dios (así lo dice Dídimo el Ciego, otro Santo Padre de esos
siglos). Teodoro de Mopsuestia agrega: “El obispo debe suplicar a Dios que la gracia del Espíritu
Santo descienda sobre el agua para convertirla en seno de un nacimiento espiritual, según Cristo
dijo a Nicodemo: “Quien no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios”. De
la misma manera que en el nacimiento carnal, el seno de la madre recibe un germen al que luego da
forma la mano divina, así en el bautismo el agua se convierte en seno para quien nace, pero es la
gracia del Espíritu la que allí da forma a quien es bautizado para un segundo nacimiento”.
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En el bautisterio de la basílica de San Juan de Letrán, la verdadera catedral de Roma, se lee una
inscripción en versos (véase Jn 3,5), que podría ser del papa Dámaso (que murió en el año 384), y
que dice:
“Un pueblo que se consagra al cielo nace aquí de semilla fecunda:
lo engendra el Espíritu fecundando el agua.
Sumérgete, pecador, para limpiarte en la sacra corriente:
viejo lo recibirá la onda, lo despedirá nuevo.
No son extraños los que renacen, pues los unifica
una fuente, un Espíritu, una fe.
La virgen preñada, la madre Iglesia pare en el caudal a los hijos
que concibió por aliento divino.
Si quieres salir inocente, aunque estés oprimido
por delito paterno o propio, lávate en este baño.
Aquí está la fuente de vida que brota
de la herida de Cristo y riega el orbe entero.
Esperad el reino celeste, los renacidos de esta fuente:
la vida feliz no recibe a los no nacidos.
No os asusten el número ni la clase de crímenes:
quien nace de este río será santo”.
San León Magno, papa, en su sermón 12 de pasión dice: “El que por intervención del Espíritu
Santo nació de la Virgen Madre, hace fecunda a la Iglesia con el soplo del Espíritu, para que, por el
parto del bautismo, sea engendrada una inmensa multitud de hijos de Dios” (ver PL 54, 356).
Se consideraba como meta del bautismo la entrada en la tierra prometida, esa tierra “que mana
leche y miel” (Ex 3,8), hasta el extremo de que después del bautismo se hacía gustar al neófito una
mezcla de leche y miel (Tertuliano nos transmite el siguiente testimonio: “Al salir de la fuente
bautismal gustamos anticipadamente la mezcla de leche y miel” (Contra Marción, 1, 14)).
5.Imposición del vestido blanco.
Al baño de agua seguía la ceremonia de la imposición de un vestido blanco. Después de bañarse no
se viste uno, normalmente, las ropas sudadas o sucias que se quitó para bañarse, igual en el
bautismo, pero este gesto normal se llenó de simbolismo. No olvidemos que, en las termas (baños
públicos del imperio romano) las personas que se bañaban se vestían, después, vestiduras limpias;
recordemos, también, que en los días de fiesta el ciudadano del imperio romano vestía siempre una
vestidura blanca. Según san Ambrosio, significaba abandonar la vestidura del pecado cambiándola
por el vestido blanco y limpio de la inocencia. Si las vestiduras que uno se hubiera quitado al
desnudarse para ser bautizado, simbolizaban al “hombre viejo” (“Se bautizó Cristo para sumergir
en las aguas todo el viejo Adán”, escribe San Gregorio Nacianceno), las vestiduras limpias y
blancas que se pone el recién bautizado son el símbolo del “hombre nuevo”. Bien claramente dice
san Pablo (ver Gálatas 3,27): “cuantos fueron bautizados en Cristo se han revestido de Cristo”. Esa
misma explicación fue explicitada por Cirilo de Jerusalén, Teodoro de Mopsuestia y san Ambrosio
de Milán.
Finalmente, se le da a esas vestiduras blancas un sentido de lo que sucederá al fin de los tiempos, es
decir, un significado escatológico. Y esto porque en el Apocalipsis (3,5; 6,11; 7,9-17; 19,14) dice
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que todos los que triunfaron en la lucha contra el mal, fueron testigos (mártires) del Evangelio y
acompañan a Jesucristo en su triunfo como Señor del universo, visten vestiduras blancas.
6.La imposición de la señal de la cruz.
Para pertenecer a Israel era necesario llevar “el sello” de la circuncisión (ver Rom 4,11). Los que no
lo tenìan, quedaban excluidos del pueblo (Gèn 17,14). Una oración para la ceremonia de la
circuncisión dice: “Bendito sea el que santificado a su amado desde el seno de su madre, que ha
dado una ley para su familia y que como un signo sobre su descendencia has impreso el sello de tu
santa alianza” (Talmud Jerosolimitano, Berajoth IX,3). La circuncisión era llamada “sello de
Abraham”: “Es como un rey que preparò un banquete para sus amigos y dio la orden de que quien
no tuviera su sello no sería admitido. De la misma forma Dios preparò un banquete y ordenò:
`Quien no lleve el sello de Abraham en su carne no podrá probarlo´” (Exodo Rabbah, 19,6); (Pirqe
Rabb+i Eliezer, X). El autor de la carta a los Colosenses identificaba la circuncisión con el
bautismo (Col 2,11). El autor de la carta a los Efesios (Ef 2,18-19) dice a los paganos que también
ellos fueron marcados con un sello, que no es el sello de Abraham sino el del Espìritu Santo.
La ceremonia del baño con agua acababa con la imposición de la señal de la cruz sobre la frente del
bautizado. Cirilo de Jerusalén y san Ambrosio asociaron ese rito a la unción con aceite consagrado,
llamado “crisma”. El rito de “señalar” con la cruz la frente del bautizado se llamaba “sfragis”,
palabra griega que significa “sello”. En esa época se llamaba así tanto al objeto que servía para
marcar como a la marca producida por tal objeto. Se llamaba “sfragis” a la marca con la que un
propietario distinguía los objetos de su pertenencia; igualmente se llamaba “sfragis” a la marca que
los pastores imprimían, con un hierro al rojo, sobre la piel de sus rebaños para poder distinguirlos.
Entre los romanos se marcaba, con un tatuaje, a los soldados en el momento de su oficial
alistamiento en el ejército; ese tatuaje consistía en el nombre (grabado sobre la mano o el antebrazo)
del general a cuyas órdenes quedaban. Este es el sello, contrapuesto al sello que llevan sobre su
frente los seguidores de “la bestia”, que aparecen llevando sobre su frente los salvados por “el
cordero”, o sea Jesucristo, en el Apocalipsis (ver Apoc.7,2-10). (ver San Juan Damasceno, Confess,
3; PG 95, 285).
Todo esto sirvió a los Santos Padres para explicar el significado de la “sfragis” bautismal, o sea de
esa señal de la cruz hecha, con aceite consagrado en el nombre de Jesucristo, en la frente del recién
bautizado: en adelante, el bautizado pertenece al rebaño de Cristo, el buen pastor; pertenece al
ejército de Cristo, el verdadero triunfador. Se trata, también, de una marca de protección para el
cristiano; ese sello permite al Señor reconocer a los suyos, como el pastor a sus ovejas, para
defenderlas siempre, para llevarlas a los pastos, curarlas, conducirlas a descansar, etc. Si el
bautizado pertenece, de ahora en adelante, a Cristo, no tiene nada que temer de ningún Satanás. En
adelante, según los antiguos cristianos, le bastará con hacer la señal de la cruz para sentirse libre de
cualquiera de los ataques y tentaciones del mal. San Gregorio Nacianzeno explica así la
denominación de “sfragis”: “Es un sello que protege y significa la soberana propiedad de Dios”
(Sermón sobre el santo bautismo, 4; PG 36, 361-364).
Llevar el sello significaba estar al servicio de alguien. Herodoto (el llamado “padre de la Historia”)
cuenta acerca de un sacerdote del dios Hércules que, por haberse consagrado a ese dios, llevaba
sobre su cuerpo las señales o sellos típicos del dios, de modo que nadie podía tocarlo. De paso, eso
nos aclara el pasaje en que san Pablo (ver Gálatas 6,17) dice: “Que en adelante nadie me moleste,
porque llevo sobre mi cuerpo las señales (los sellos, la “sfragis”) de Jesús”.
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San Cirilo de Jerusalén añade otro simbolismo a esto de la “sfragis” hecha sobre la frente del
bautizado, la pone en relación con la circuncisión judía. Igual que la circuncisión era el sello de la
alianza del hebreo con Dios y de la incorporación de esa persona al Israel antiguo, así el bautismo
es el sello de la nueva alianza e incorporación al nuevo Israel espiritual. Ya san Pablo utilizaba este
simbolismo en Efesios 1,13-14; en Romanos 4,9-12; en 2 Corintios 1,21-22. La iniciación judía de
un prosélito no judío comprendía: en primer lugar, el sello de la circuncisión; en segundo lugar, el
bautismo en el agua o la ablución “en nombre de Dios” (un símbolo del paso por el Mar Rojo y por
el Jordán para entrar en la tierra prometida); y, finalmente, la ofrenda de un sacrificio. Estos tres
elementos eran necesarios para que un no judío se convirtiera en un verdadero israelita con derecho
a participar en la Pascua. El sello, la circuncisión, integraba en la alianza abrahamítica, el bautismo
con agua lo liberaba de las impurezas de su vida pagana y lo agregaba a los pasados por el Mar
Rojo; y la ofrenda de una paloma constituía su primer gesto de participación en el culto israelita
(como el niño Jesús recién circuncidado y cuyos padres entregaron dos tórtolas en el templo por él).
Este conjunto constituía un todo y, a veces, se designaba el conjunto por uno solo de los tres actos
(1 Cor 10,1-4; 1 Jn 5,7-8).
La “sfragis” o sello está en relación directa con el carácter imborrable del bautismo. Como el tatuaje
o la marca al rojo eran imborrables, así el haber sido bautizados. Si usted ha sido bautizado ya una
vez en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, usted está bautizado para siempre y ni
necesita ni puede ser rebautizado por nadie (ver las discusiones en las cartas dirigidas por san
Agustín de Hipona a todos los Donatistas, en el siglo V, pero leamos por lo menos una cita: “Es en
absoluto un pecado rebautizar a un hereje si ha recibido ya ese signo de santidad, que nos ha
transmitido la disciplina cristiana. Rebautizar a un católico será, pues, un crimen enorme.”). El
“sello” del bautismo significa, además, un compromiso de parte de Dios con respecto al bautizado,
compromiso por el cual Dios le concede un derecho irrevocable a los bienes de su gracia. El
bautizado puede negarse a ver a Dios como padre, pero Dios no podrá nunca dejar de ver a ese
bautizado como hijo suyo o dejar de amarlo como tal.
Fundamentos bíblicos.
Según la fe católica, el sacramento de la confirmación es la acción litúrgica simbólica que transmite
sensiblemente el Espíritu Divino. Reviste especial importancia para la conexión entre la
pneumatología neotestamentaria y la confirmación el Evangelio según Lucas y los Hechos. Fue el
Espíritu de Dios el que actuó en el hombre llamado Jesús (Lc 1,35), descendió viablemente sobre él
(Lc 3,22) y lo llenó (Lc 4,1), por su puesto ya también desde antes de este “descenso”. Con el poder
de este Espíritu desarrolló Jesús las actividades de su vida pública (Lc 4,14), en él fundamentó su
misión, tanto religiosa como terrena, de acuerdo con la profesía de Isaías (Lc 4,18s). De este
Espíritu Divino aprendió que Dios Padre le concedería cuanto le pidiera (Lc 11,13). Aparece aquí la
doble perspectiva del Espíritu Divino: viene sobre individuos concretos, los llena y los impulsa
animosamente a una determinada misión, pero, al mismo tiempo, también necesitan este Espíritu
todos cuantos sencillamente quieren vivir en la humanidad renovada de Dios, porque es el don
salvífico mesiánico prometido por los profetas. Los Hechos se remiten expresamente a la promesa
del Espíritu Divino del profeta Joel (2,28-32) y Pedro ofrece la siguiente interpretación de la
experiencia del Espíritu del primer Pentecostés: “A este Jesús Dios lo resucitó; de lo cual todos
nosotros somos testigos. Y exaltado a la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo
prometido y ha derramado lo que ustedes ven y oyen” (Hechos 2,32s; ibidem vers. 17-36: todo el
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Sobre los Sacramentos en General.
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discurso de Pedro). Es necesario recibir el Espíritu para ser salvados para Dios de las angustias de la
muerte; pero es Dios, y sólo él, quien determina en quiénes se cumple esta promesa de salvación.
No obstante, Pedro asegura que los que se convierten y “se bautizan en nombre de Jesucristo para el
perdón de los pecados” recibirán en don del Espíritu Divino (ibiden 38ss). Se perfila aquí
claramente la doble manera de la venida de este Espíritu: viene espontáneamente, en virtud de la
soberanía sin límites del Padre celeste que lo envía por medio de Jesucristo, y se da en conexión
con la puesta en práctica de la reorientación de la vida y con el sacramento. No debe entenderse
ninguna de estas dos maneras como si la una excluyera a la otra. En ambos casos es Dios quien da y
quien conserva su total soberanía, también en el acto sacramental, porque es El quien decide su
venida a los hombres y los efectos de esta venida. Los textos neotestamentarios sobre el Espíritu
Santo no ofrecen el más mínimo apoyo a la opinión de que la Iglesia se haya arrogado la facultad de
disponer del Espíritu Santo o de “canalizarlo”. Entraría en contradicción con el Nuevo Testamento
quien quisiera hacer depender de la administración de un sacramento la presencia del Espíritu
divino en el corazón del hombre. Pero no lo contradiría quien viera en un sacramento la súplica por
una venida y una eficacia especial del Espíritu. (Para este punto ver: Teología de los Sacramentos;
Herbert Vorgrimler; Herder, Barcelona, 1989, pp 161-164).
5. DESDE SAN AGUSTÍN HASTA EL CONCILIO VATICANO II.
En la Iglesia de rito latino la confirmación se configuró como sacramento distinto a consecuencia
de la disyunción o separación temporal que se produjo entre el acto mismo de bautizar y la unción
postbautismal, como símbolo de que el hombre queda fortalecido y consagrado para Dios, y la
imposición de las manos del obispo. Esta escisión alcanzó su estadio definitivo en la reforma
carolingia (siglo IX). Las escasas reflexiones teológicas que acompañaron a este proceso de escisión
y separación se centraron en el hecho mismo de la unción (que también fue interpretada
pneumatológicamente) y en la imposición de las manos, de modo que se conservó una referencia al
bautismo: el rito ahora separado fue entendido como una plenitud del bautismo, reservada al
obispo. (Así aparece en el concilio de Elvira, Granada, hacia el año 300). Fue Cipriano de Cartago
(+hacia el 258) el primer escritor que defendió que la imposición de las manos estaba reservada
exclusivamente al obispo (Hechos 8,14-17). También se reserva en exclusiva a los obispos la
consagración del crisma (compuesto de aceite de oliva y bálsamo).
San Agustín y la Edad Media.
Para los herejes llamados “pelagianos” (por ser discípulos de un tal Pelagio, del siglo V), el papel
de Jesucristo respecto a los seres humanos era reducidísimo: simplemente Jesús nos ha dado un
magnífico ejemplo de generosidad y sacrificio. El ser humano, según ellos, puede prescindir
perfectamente de Dios para salvarse o llegar a la perfección y plenitud.
Condenando a Celestio (discípulo de Pelagio, en el año 411), un concilio, en Cartago (Africa),
había declarado que era totalmente falso que la falta de Adán sólo lo hubiera perjudicado solamente
a él y no a todos sus descendientes; que también era falso que los niños recién nacidos, por no tener
pecados personales, estuvieran en el mismo estado que Adán antes de su pecado y, por lo tanto, no
necesitaran de Cristo. Es decir, que Jesucristo sólo es útil o necesario a quienes hayan cometido
pecados personales y no para todo ser humano. El papel de Cristo quedaba reducidísimo y ya no era
la persona esencial, indispensable y central de la fe de todo cristiano.
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Sobre los Sacramentos en General.
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Observemos que el judaísmo no conoció nunca un “pecado original” en el sentido cristiano (Rom
5,12-21), que consagró para la teología sobre todo San Agustín. La acción de Adán dio lugar a un
castigo, pero no a la culpa innata de sus descendientes. Los judíos pensaban que todos pecamos
“como” Adán, no “porque” Adán pecó. Para el judaísmo no existe “el” pecado, sino sólo el pecado
en la medida en que lo comete un hombre, un individuo. El hombre se halla no en un pecado fatal,
sino en su fatalidad del pecado (ver Leo Baeck; Concilium 98, 1974, p 209).
San Agustín vivió obsesionado por el tema de la relación entre Dios y el ser humano, entre el ser
humano y Cristo, entre los seres humanos y la Iglesia, entre la Iglesia y Cristo, entre los seres
humanos y el mal. Insistió, machaconamente, en nuestra unidad con la persona de Jesucristo y la
radical esencialidad de la persona de Jesucristo para cada uno de nosotros. Para ir directamente en
contra de la herejía pelagiana, san Agustín insistió en la importancia del “pecado” original y en el
bautismo de los niños (seres humanos que no tienen pecados personales). Agustín razonaba más o
menos así: Cristo es indispensable para todos los seres humanos o personas, los niños son seres
humanos y personas, aunque sea el caso límite de lo que constituye una persona, luego también para
los niños es indispensable la persona de Cristo. Si la persona de Cristo es necesaria para ellos es
porque esos niños no tienen lo que sólo Jesucristo puede darles: la gracia. Luego a esos niños les
falta la gracia. La unión con Cristo sólo se logra a través de la integración en la comunidad
cristiana; tal integración sólo se efectúa por medio del bautismo, luego a esos niños les hace falta y
les conviene el bautismo. Todo este asunto debe ser examinado en su contexto apologético, es
decir, en el contexto de una herejía que estaba negando que todos los seres humanos necesitamos de
Cristo y cómo la práctica de bautizar a los recién nacidos era una confesión pública de fe verdadera
y ortodoxa en contra de la herejía y a favor de la importancia esencial de la persona de Cristo en
nuestra fe cristiana.
Pero ya desde el año 180 tenemos un testimonio seguro de que se bautizaba a veces a niños (San
Ireneo; Adversus haereses, 2, 22) y aquí empiezan los problemas. Aunque “Bautizamos a los niños,
aunque no tengan pecado, para que les sea añadida la santificación, la justicia, la filiación, la
herencia, la calidad de hermanos y miembros de Cristo, para que vengan a ser morada del Espíritu
Santo” (San Juan Crisóstomo, Ocho catequesis bautismales).
El Concilio de Cartago, del año 417, ratificado por el Papa Zósimo, consagró, para toda la Edad
Media estas doctrinas de San Agustín. Recordemos que durante toda la Edad Media se consideró la
doctrina de San Agustín, en todos los temas, poco menos que como “Palabra de Dios”.
“La circuncisión de la Ley confería aquel auxilio de saludable curación que ahora, en el tiempo de
la gracia, suele obrar el bautismo” (San Beda, el venerable; (+735), Homilías, Libro I, homil. 10:
ML 94, 54).
Pero ya antes de san Agustìn se admitìa, en algunas regiones de la Iglesia el bautizo de niños
(aunque èste fuera siempre el caso lìmite, no el ejemplo tìpico de bautismo). Por ejemplo:
-“Se bautiza en primer lugar a los niños. Todos los que puedan hablar por sì mismos, qu8e hablen.
En cuanto a aquellos que no pueden, sus padres o alguien de la familia hablarà por ellos” (Hipòlito
de Roma, siglo III).
-“La Iglesia ha recibido de los apóstoles la tradición de admitir el bautismo incluso a los niños”
(Orìgenes, siglo III)
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-“Es preferible retrasar el bautismo, sobre todo cuando se trata de niños…Es verdad que el Señor
dijo: “Dejen que los niños vengan a mì”. Que vengan, sì, pero cuando sean mayores; que vengan
cuando tengan la edad de ser instruidos, cuando hayan aprendido a conocer a Aquel al que vienen.
Que se hagan cristianos cuando sean capaces de conocer a Cristo. ¿Por què esta edad inocente tiene
tanta prisa en recibir la remisión de los pecados?” (Tertuliano, en Cartago, comienzos del siglo III).
No olvidemos que san Agustìn, èl mismo, a pesar de ser hijo de una madre cristiana y santa, no se
bautizò sino de adulto.
Santo Tomás de Aquino.
Tomás de Aquino habló clarísimamente sobre los sacramentos y su valor, y creó una fórmula
teológica que define su eficacia en términos que el Concilio de Trento, razonando contra los
ataques del protestantismo de la época de la Reforma, consagró: “Los sacramentos significando
causan...”(el subrayado es mío). La fórmula es magnífica, pero lo malo es que, luego, los teólogos
se olvidaron, con demasiada facilidad, de la importancia de la parte “significando” y de su esencial
unión con la palabra “causan”; los teólogos se dedicaron a subrayar el “causan”, o sea: “los
sacramentos causan”, y se dedicaron a estudiar, pertrechados con todas las armas de la filosofía
escolástica y sus distinciones, todas las formas en que esa causalidad puede darse. Para Tomás de
Aquino sólo los sacramentos que “significan” (que son percibidos como signos) causan; para él, los
sacramentos corresponden a la fe y de ella reciben toda su fuerza (ver Tomas de Aquino, Libro IV
de las Sentencias, d.1.q.1,a.2, Sol.5 c.).
En el siglo XIII se elabora la teoría de la “concomitancia” que dice que así como se da la plenitud
de la Eucaristía en el pan solo, así también se da la plenitud del bautismo en el agua sola; y va
separándose así más al pueblo de recibir la Confirmación, que ya no la ve como indispensable para
completar su bautismo.
La teología escolástica centró su atención en el contenido interno de la confirmación: señaló que,
mediante la recepción de este sacramento, el cristiano llega a la edad adulta en el terreno religioso
espiritual, se le transmite la capacidad de dar testimonio de su fe en un sentido universal y se le
impone la irrenunciable tarea de tomar parte en la vida y en la misión de la Iglesia. Se conservó
siempre la referencia al bautismo y nunca se pretendió que la confirmación fuera el camino
exclusivo por el Espíritu Santo para llegar a los hombres.
El Concilio de Trento.
Trento tuvo que enfrentarse con la doctrina luterana que, según los teólogos católicos, había
exagerado al agustinismo, con el pretexto de seguir más fielmente a san Pablo, hasta convertir al
agustinismo en un pesimismo total respecto a la naturaleza humana. Si la necesidad que el ser
humano tiene de Cristo es tan grande es, según ellos, precisamente porque el ser humano está
radical y definitivamente maleado.
Los cristianos, no católicos, llamados “anabaptistas” rechazaban el bautismo de los niños y exigían
un bautismo de adultos con una conversión previa; contra ellos es que el Concilio de Trento recogió
la doctrina de Tomás de Aquino acerca de los sacramentos, reafirmando que “los sacramentos
significando causan”.
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Sobre los Sacramentos en General.
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Desde el Concilio de Trento en adelante, quedó generalizada en la Iglesia la práctica, hasta nuestros
días, de seguir bautizando a los niños y de separar el Bautismo de la Confirmación. Lo que en la
Iglesia había nacido como defensa de los casos límite acerca de la recepción de un sacramento pasó
a ser el caso normal y obligado. Benedicto XIV (ver Dz 1488) llama “indigna superstición” al
hecho de pedir el bautismo para un hijo por miedo a…
“Si alguno dijere que el bautismo de Juan tuvo la misma fuerza que el bautismo de Cristo: sea
anatema” (Conc. Trento, Séptima sesión, canon 1, Denzinger-Hünermann n 1614).
“Si alguno dijere que el bautismo que se da también por los herejes en el nombre del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo, con intención de hacer lo que hace la Iglesia, no es verdadero bautismo:
sea anatema” (Conc. Trento, Sesión Séptima, canon 4; Denz-Hün. N 1617).
“Si alguno dijere que en tres sacramentos, a saber, bautismo, confirmación y orden, no se imprime
carácter en el alma, esto es, cierto signo espiritual indeleble, por lo que no pueden repetirse: sea
anatema” (Conc. Trento; Septima sesión, Promemio, canon 9; Denz-Hün, n 1609).
Desde el Concilio de Trento se deja sentir en la Iglesia católica la necesidad de solicitar de los
adultos una toma de posición propia, personal y responsable respecto del bautismo que recibieron
cuando eran niños y, en el caso de que esta actitud fuera positiva, obligar a los jóvenes cristianos a
llevar un género de vida conscientemente testimonial.
El Concilio Vaticano II.
Con el Concilio Vaticano II, y la consiguiente reforma-renovación sacramental, litúrgica y pastoral
se ha vuelto a poner en cuestión la práctica consuetudinaria del bautismo de los niños. Desde luego,
no en su aspecto dogmático, sino en su aspecto de práctica verdaderamente conveniente en la
pastoral concreta de la evangelización.
LA CONFIRMACIÓN (COMO TAL).
En la Iglesia Primitiva.
Como ya hemos visto en todos los puntos anteriores de este trabajo, originalmente el Bautismo, la
Confirmación y la Eucaristía formaban parte de un solo “Rito de Iniciación Cristiana”, y se llevaban
a cabo en una sola noche los que ahora conocemos como tres sacramentos distintos, la noche del
Sábado Santo-Domingo de Resurrección.
Cuando los cristianos comienzan a celebrar en fiestas distintas la muerte-resurrección de Cristo y
Pentecostés (convirtiendo en fiesta cristiana la fiesta judía de presentación de las primicias de la
cosecha del trigo), se empieza a separar el bautismo de agua del bautismo de fuego y Espíritu, el
bautismo y la confirmación. El bautismo de agua es el bautismo de Juan Bautista; el de fuego y
Espíritu es el bautismo de Jesús (Mc 1,8; Mt 3,11; Lc 3,16; Jn 1,26-33; Hechos 1,4-5). Recordemos
que en la Iglesia primera sólo se bautizaba a nuevos cristianos el día del sábado santo (Jesús había
usado la palabra “bautismo” para referirse a su pasión y muerte; Mc 10,38; Lc 12,50) y luego se
agrega otra fecha: el día de Pentecostés.
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Sobre los Sacramentos en General.
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El tipo de Confirmación (Bautismo de fuego y Espíritu) más antiguo es el que aparece en el libro de
los Hechos de los Apóstoles (8,12-17; 19,1-7) y en la Carta a los Hebreos (6,2) y consiste en algo
tan simple como una oración invocando al Espíritu Santo, el gesto de la imposición de las manos
del obispo sobre la cabeza del confirmando, y la declaración de la posesión del Espíritu Santo o la
donación de tal impulso o fuerza divina. Orígenes escribe: “Todos hemos sido bautizados con aguas
visibles y con óleo visible” (Comentario a la epístola a los Romanos, VIII).
En Milán, San Ambrosio observa que después del bautismo de agua existía una unción hecha por
un presbítero, el lavamiento de pies hecho por el obispo (que estuvo considerado por mucho tiempo
como un sacramento aparte) y la consignación simple (ver San Ambrosio, De Sacramentis 1, II;
VII, 24; 1, III: I,1,4-7, II, 8-10; De Mysteriis, VII, 29; VII, 42).
Sólo en el concilio de Orange (canon 2) y más tarde en una carta de San León Magno, en el año
458, el sustantivo “confirmación” se instala en el lenguaje eclesiástico. Los antiguos términos para
designar el bautismo en el Espíritu habían sido hasta entonces: el sello y el signaculum o
consignatio.
Toda teología bíblica acerca de la Confirmación debe apoyarse, necesariamente, en la teología del
dinamismo de salvación que es el Espíritu Santo como regalo mesiánico de Jesucristo resucitado
(ver Juan 19,30 y 20,22), comunicado corporativamente a la Iglesia naciente (ver Hechos 2,1-47) y
personalmente a cada cristiano (ver Hechos 1,7-8). Si queremos hablar teológica y bíblicamente
acerca de la Confirmación tenemos que referirnos a la fuerza salvadora que es el Espíritu Santo
como don de Cristo resucitado, o sea como regalo que hace a su comunidad recién inaugurada el
Señor resucitado, de su propio impulso. Cristo da, a la comunidad naciente el mismo impulso que
lo mueve a El; y a cada cristiano se le da el mismo impulso al convertirse en miembro de la
comunidad. Todos los miembros de un cuerpo participan de la misma vida, del mismo impulso, que
mueve al cuerpo entero, así, exactamente, pasa con el Espíritu Santo y los miembros de la Iglesia.
En Occidente, aproximadamente hasta el año 1200, la Confirmación formó parte de la liturgia
bautismal y sólo a partir de esa fecha se convierte (en Occidente) en un rito casi independiente,
corriendo el riesgo de una valoración exagerada respecto al bautismo, como si originalmente no
hubieran formado parte de un mismo Rito de Iniciación Cristiana. En la Iglesia primitiva la
Confirmación tenía una función íntimamente relacionada con el Bautismo, del que nunca se podía
separar. La Iglesia primitiva había comprendido perfectamente la unidad del Bautismo de agua y de
la Confirmación (Bautismo de fuego y Espíritu) y esa unidad se veía simbolizada y reflejada
precisamente en que los dos bautismos (o baños) se llevaban a cabo en una sola acción ritual
litúrgica.
Sólo durante la Edad Media, por razones prácticas tales como el bautismo de los niños (que exigía
una posterior instrucción cuando los niños crecían) y por una desafortunada interpretación del
sentido de la Confirmación, las dos acciones fueron separadas y, así, la Confirmación acabó
convirtiéndose en una ceremonia episcopal que clausuraba la catequesis para bautizados. En el
fondo, se reservó al obispo esta ceremonia (la Confirmación) porque siendo ella el verdadero
bautismo o baño en fuego y Espíritu que era, originalmente, el verdadero Bautismo de Jesucristo,
debía reservarse al Obispo que era, en cada comunidad cristiana primitiva, el único que recibía o
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expulsaba a un miembro de la comunidad (el único que, como sucesor de los apóstoles, podía
“atar o desatar”).
Desde la Edad Media.
Desde la Edad Media, los teólogos escolásticos, empeñados en “aclarar” todo lo concerniente a los
sacramentos, a la gracia de Dios, a la libertad del hombre, empleando conceptos de la Filosofía
Aristotélica y, por lo tanto, por medio de las ideas de substancia y accidente, materia, forma,
ministro y sujeto,etc., acabaron enredando, más bien, todo lo concerniente al Bautismo y la
Confirmación al tratar (según ellos “aclarando”) de separar la Confirmación del Bautismo como
sacramentos distintos. Acentuaron que esos ritos eran de naturaleza distinta porque, decían ellos,
los frutos son distintos. Razonaban más o menos así: si los frutos de dos árboles son totalmente
distintos (mango y naranja, por ejemplo) los árboles también tienen que serlo.
Aplicado ese ejemplo a estos dos sacramentos, la cosa quedaría así: el fruto del Bautismo, según
esos teólogos-filósofos, es quitar el pecado original y cualquier otro pecado que haya, y dar la
filiación divina (o sea: hacernos hijos adoptivos de Dios). El fruto de la Confirmación, según ellos,
es dar la plenitud del Espíritu Santo, que se ha recibido en el Bautismo de agua sólo como
negativamente; o sea: convertirnos en cristianos plenos, adultos, templos del Espíritu Santo en toda
su plenitud. Lo uno equivaldría a quitar los impedimentos que hubiera en un terreno y construir
solamente los cimientos para una casa; lo otro equivaldría a construir la casa sobre el terreno ya
limpiado y sobre los cimientos puestos.
Todo este problema se origina de cosificar los sacramentos, de considerar a los sacramentos como
“instrumentos de gracia”, en vez de considerarlos lo que son: encuentros personales actualizados
con la persona de Cristo y, por lo mismo, de lo que es la Iglesia. En vez de ser considerados
encuentros personales con la persona de Cristo y, por lo mismo, con la comunidad cristiana (¡así de
personales y concretos!), son considerados “cosas”, “instrumentos” que hacen presente la gracia
(otra especie de “cosa”) de Dios. De ahí en adelante los sacramentos no son “Alguien”, sino “algo”.
No son el encuentro de dos personas, sino solamente una persona que busca algo que no tiene.
Observemos que la cosificación de los sacramentos los irá poniendo en una dirección magicista
(una especie de “brujería” católica); observemos que la dirección individualista los irá poniendo en
una dirección anticomunitaria; todo eso con la mejor voluntad del mundo.
Resumen.
Hasta la Edad Media, la Confirmación no es sino uno de los gestos, aunque sea el principal gesto,
que forman parte del Rito de Iniciación Cristiana, rito que hace, al bautizado, plenamente miembro
de la comunidad cristiana, cuerpo de Cristo.
Los tres sacramentos (tres ahora) de la Iniciación (Bautismo-Confirmación-Eucaristía) no pueden
ser estudiados sino en plena conexión puesto que al principio constituían un solo Rito de Iniciación;
si se los separa se falsifican. La separación del Rito de Iniciación en dos sacramentos no ha ayudado
a la clarificación y práctica de la Confirmación, sino más bien a su poco uso por parte de los fieles.
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La Iglesia Católica, al disociar la ceremonia llevada a cabo por el obispo, que se llama
confirmación, de la primera comunión, a la que originalmente iba unida como rito tripartito de
iniciación, manifiesta que considera de hecho que es el bautismo de agua el que abre el acceso a la
Eucaristía; atribuye así al bautismo de agua la plenitud de iniciación en la fe que la Iglesia primitiva
significaba al celebrar conjuntamente el bautismo de agua y el de fuego y Espíritu Santo, a los que
se culminaba con la participación plena en la Eucaristía comulgando en ella.
¿Cómo ocurre lo que ocurre en el Bautismo-Confirmación?
Según los catecismos y tratados, el Bautismo nos hace hijos de Dios, nos limpia de todo pecado
(incluido el “pecado” original), nos hace herederos del cielo y nos llena del Espíritu Santo.
Normalmente, esos catecismos y tratados no explican cómo esos tres chorritos de agua y las
palabras que se pronuncian efectúan todo eso que creemos que se efectúa. Eso ha ocasionado que
muchos de nuestro pueblo perciban los ritos del Bautismo-Confirmación con un cierto sentido
mágico. Ellos entienden, de lo que ven y oyen durante el rito, que el o los efectos se producen
“porque sí”; con sólo echar esos tres chorritos y decir esas palabras.
¡Claro que el Bautismo-Confirmación nos hace hijos de Dios! ¡Claro que el BautismoConfirmación nos limpia de todo pecado! ¡Claro que el Bautismo-Confirmación nos llena del
Espíritu Santo! ¡Claro que el Bautismo-Confirmación nos hace herederos del “cielo”! Pero todo no
ocurre “porque sí”, como cuando un mago dice “¡abracadabra!” y de un sombrero sale un conejo.
Bautizarse, iniciarse en la fe cristiana, es incorporarse a Jesucristo, in-corporarse, hacerse un solo
cuerpo con Cristo, con el cuerpo de Cristo: la comunidad cristiana. Al unirse, al hacerse “uno”, con
la comunidad cristiana, al hacerse miembro de la comunidad que, como cuerpo resucitado de
Cristo, está movida por el mismo impulso que movía a Cristo, o sea, el Espíritu Santo, se hace uno
miembro del cuerpo de Cristo. Queda uno incorporado, hecho un solo cuerpo con Cristo, y entonces
sí queda uno hecho hijo de Dios por el Bautismo-Confirmación, porque Cristo es el Hijo de Dios.
Entonces sí quedo limpio de todo pecado porque Cristo no tiene pecado. Si soy miembro de su
cuerpo, tampoco yo lo tengo, por lo menos mientras permanezca unido a ese cuerpo de Cristo, y su
carne y su sangre sean una sola carne y sangre conmigo. Entonces sí quedo lleno del Espíritu Santo,
del impulso, aliento, más santo que existe, del impulso que mueve a Dios, porque yo formo parte de
Jesucristo, Dios y hombre verdadero. Entonces sí quedo constituido en heredero del “cielo”, porque
Cristo ya está en plena posesión de todo lo que Dios es; “sentado a la derecha del Padre”, nos dice
el Credo, es decir, con todo el poder de Dios en su mano, y yo soy parte de su cuerpo. Entonces sí
tengo esperanza segura y cierta de resucitar algún día, porque Cristo ya está resucitado y yo formo
parte de su cuerpo; El es la primicia de toda la cosecha, el primogénito de toda la creación, la
cabeza de ese cuerpo del que formo parte.
Para usar una comparación sencilla: por el rito del Bautismo-Confirmación yo he sido “injertado”
en el cuerpo de Cristo. El rito de los dos baños, el de agua y el de fuego y Espíritu, es un
“sacramento”, un signo que hace visible, perceptible a los sentidos, y por lo mismo presente y
eficaz, esa realidad invisible de mi incorporación efectiva a la comunidad, cuerpo de Cristo.
Quienes administran un sacramento no se diferencian de los brujos en que la magia de los ministros
es eficaz y la de los brujos no. Los ministros de un sacramento se diferencian de los brujos en que
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lo que los ministros hacen no es de ninguna manera “magia”. Si en un rito de la Iglesia algo tiene
sentido mágico es que lo hemos falsificado o es que no se trata de un rito cristiano. Todo sentido
mágico está totalmente desterrado de cada una de las actividades de la comunidad cristiana y, con
mayor razón, de sus sacramentos.
Preguntémonos: Si Cristo unió su presencia, la presencia de la gracia salvadora de Dios, a un baño
de agua y al gesto de la imposición de las manos como señales ambas, del deseo manifiesto de
pertenecer a la comunidad de los que se dicen “cuerpo de Cristo”, y nosotros degradamos los dos
gestos, de tal manera que ya no parecen ni son percibidos como un “baño” (de agua y Espíritu), de
tal manera que el sentido sacramental del gesto pierde todo su significado original y primitivo,
¿estamos seguros de estar haciendo lo que Jesucristo quería y, por lo tanto, estamos seguros de
nuestra pertenencia al pueblo de Dios?
Las leyes de la Iglesia (Código del Derecho Canónico, canon 868,2) exige que para bautizar
lícitamente a un niño debe haber “esperanza fundada de que el niño va a ser educado en la religión
católica”. El Bautismo-Confirmación no es un acto de magia. En donde no existe comunidad
cristiana de ninguna clase, por ejemplo si ese niño no tiene familia, ni hay la probabilidad de que
tenga, algún día, lo que entendemos por “familia” de verdad; si ese niño nace en una familia que ni
vive en el amor, ni parece que tenga el deseo eficaz de vivir en el amor; si en ese hogar no se vive
con criterios cristianos y, por lo mismo, ese niño no va a ser educado en cristiano, ¿con qué derecho
lo bautizamos? Bastaría que exigiéramos normalmente el cumplimiento de una ley tan prudente
para que la situación de nuestras comunidades “cristianas” cambiara, aunque fuera poco a poco.
Es preciso evitar dos interpretaciones erróneas: 1)No debe entenderse el Bautismo-Confirmación
como la comunicación primera y fundamental del Espíritu Divino a una persona. Dado que, en
primera línea, la gracia de Dios no es otra cosa sino Dios mismo, y dado que la venida de Dios a
una persona, su morar en el centro más íntimo del hombre, depende única y exclusivamente de la
libre iniciativa de Dios, el punto temporal de la comunicación del Espíritu Santo al hombre se
identifica con esta llegada gratuita de Dios; el hombre está radicalmente incapacitado para
determinar este momento. En la confirmación, como acontecimiento de la gracia, el Espíritu divino
presente en el hombre mueve al creyente en una determinada dirección para cumplir la voluntad de
Dios. 2)Tampoco debe entenderse la confirmación como el sacramento específico del apostolado de
los laicos. Designa el inicio del ser cristiano ante la opinión pública del mundo y de la Iglesia como
don y como tarea, la fortaleza de la fe y la capacidad o disposición de dar testimonio de ella. Por
consiguiente es, conjuntamente con el bautismo, una sacramento fundamental para todos los
“estados” y todos los servicios de la Iglesia.
Anexo: Citas de santos Padres.
Didajé.(Siglo I).
“Después de haber enseñado cuanto precede, bauticen en el nombre del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo” (Didajé, VII, 1).
San Justino mártir (Siglo II, murió en el año 165).
“Cuantos se convencen y tienen fe de que son verdaderas estas cosas que nosotros enseñamos y
decimos y prometen poder vivir conforme a ellas, se les instruye ante todo para que oren y pidan,
con ayunos, perdón a Dios de sus pecados, anteriormente cometidos, y nosotros oramos y
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ayunamos juntamente con ellos. Luego los conducimos a sitio donde hay agua, y por el mismo
modo de regeneración con que nosotros fuimos también regenerados, son regenerados ellos, pues
entonces toman en el agua el baño en el nombre de Dios, Padre y Soberano del universo, y de
nuestro Salvador Jesucristo y del Espíritu Santo”. (Apología I, n-61,2-3).
“Nosotros, después de haber bautizado al que ha creído y se ha unido a nosotros, lo llevamos…”
(Apol. I, n-65 ss.).
“Ahora bien, sabemos que fue Cristo al Jordán, no porque tuviera necesidad del bautismo ni de que
sobre El viniera el Espíritu Santo en forma de paloma, como tampoco se dignó nacer y ser
sacrificado porque lo necesitara, sino por amor del género humano, que había caído desde Adán en
la muerte y en el error de la serpiente, cometiendo cada uno el mal por su propia culpa” (Diálogo
con Trifón, 88,4). (Obsérvese el señalamiento de que cada uno cae en el error de Adán por su
propia culpa (como se ve en Rom 5,12-19) y no por herencia del pecado (original)).
Recognitiones Clementianae (Entre el siglo II y IV).
“Que el que quiera ser bautizado imite a Zaqueo…que dé su nombre, escuche la enseñanza y,
después de haber ayunado, se le bautice”. (Rec.Clem. 3, 67).
Hipólito de Roma (Principios del siglo III).
“Que los recién llegados, que se presentan para escuchar la palabra, antes que nada sean
presentados a los doctores, antes que el pueblo llegue. Que se les pida la razón por la cual ellos
buscan la fe. Y los que los traen (los padrinos), que testimonien sobre ellos, a fin de que se sepa si
son capaces de escuchar. Que se examine también su manera de vivir” (Traditio Apostólica, 16).
“Que el catecúmeno se instruya durante tres años. Con todo, si alguien pone mucho interés y
persevera en esta empresa, que no se le juzgue según el tiempo, sino según su conducta”
(Trad.Apost., 17).
“Una vez escogidos aparte los que van a recibir el bautismo, se les examina su vida: ¿han vivido
piadosamente mientras eran catecúmenos, han respetado a las viudas, visitado a los enfermos y
practicado buenas obras? Si los que les han traído (los padrinos) atestiguan que ellos han observado
esta conducta, que escuchen el Evangelio” (Trad. Apost. 35).
Tertuliano (murió en el año 240).
“Al salir del baño de salvación, se hace en nosotros una unción santa, siguiendo la antigua
ceremonia en la que se tenía costumbre de tomar óleo encerrado en una ampolla para ungir a los
que se consagraban al sacerdocio. Así fue Aarón consagrado por su hermano Moisés” (De
Bautismo, 7; PL I, 1207 A).
“Es, pues, preferible diferir el bautismo según la condición, las disposiciones y la edad de cada uno,
sobre todo tratándose de niños pequeños. ¿por qué exponer a los padrinos, fuera del caso de
necesidad, al peligro de faltar a las promesas en caso de muerte o de quedar defraudados por la
mala naturaleza que se va a desarrollar? Es verdad que Nuestro Señor ha dicho:”Dejad que los
pequeñuelos vengan a mí”. Que vengan, pues, pero cuando sean ya mayores; que vengan, pero
cuando tengan edad para ser instruidos, cuando hayan aprendido a conocer a qué vienen. Que se
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Sobre los Sacramentos en General.
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hagan cristianos cuando sean capaces de conocer a Jesucristo. ¿Por qué esta edad de la inocencia
tiene que correr tan apresuradamente a la remisión de los pecados?” (De Bautismo,c 18).
San Cipriano (vivió del 200 al 258).
“Así, no es la recepción de la fe misma y el nacimiento a la salvación lo que dan la vida, sino su
conservación; no salva enseguida al hombre para Dios la consecución, sino el resultado final”
(Carta 13, a Rogaciano presbítero, y demás confesores, II, 1).
“Siempre que se nombra el agua sola en las Escrituras Santas se anuncia el bautismo, como lo
vemos en Isaías (43,18-21). Aquí Dios ha anunciado por el profeta que en las naciones, en lugares
sin agua anteriormente, después abundaría en ellos y abrevaría a la raza elegida de Dios, es decir, a
los que por la regeneración del bautismo se han hecho hijos de Dios (…) Por el bautismo se recibe
al Espíritu Santo, y después de bautizado y de recibir el Espíritu Santo, se llega a beber el cáliz del
Señor (…) Con esto (Jn 4,13-14) sólo se significa el bautismo del agua salvadora, el cual, una vez
que se recibe, no se reitera; en cambio, el cáliz del Señor en la Iglesia se desea y se bebe” (Carta 63
(A Cecilio), VIII, 1. 3. 4).
“Por esto, en cuanto es posible concebir y sentir por la fe, mi opinión es que debe considerarse
cristiano legítimo quien hubiese recibido en la Iglesia por ley y derecho la gracia divina de la fe”.
(Carta 69 (A Magno), XIII, 3).
“Esto mismo se practica ahora entre nosotros: los que son bautizados en la Iglesia son presentados a
los obispos de la Iglesia para que consigan el Espíritu Santo por la oración y la imposición de
nuestras manos y sean lenificados con el sello del Señor” (Carta 73 (A Yubayano), IX, 2).
“No se nace por la imposición de las manos cuando se recibe al Espíritu Santo, sino en el bautismo,
de modo que se recibe al Espíritu Santo cuando se ha nacido, como sucedió en el primer hombre,
Adán. Primero Dios lo formó, después sopló en su rostro un aliento de vida. 2.Ni puede, por tanto,
recibirse al Espíritu Santo si antes no existe el que lo recibe. Y consistiendo el nacimiento de los
cristianos en el bautismo, …” (Carta 74 (A Pompeyo), VII, 1-2).
“Porque en el bautismo, efectivamente, se perdonan los pecados a cada uno, el Señor prueba y
declara en su Evangelio que sólo pueden perdonarlos los que tienen el Espíritu Santo. Y así, al
enviar a sus discípulos después de la resurrección, les habla con estas palabras: (Jn 20,21.-23). En
este pasaje muestra que sólo puede bautizar y conceder el perdón de los pecados quien tenga al
Espíritu Santo” (Carta 69, XI, 1; A Magno).
Firmiliano obispo, exponiendo a San Cipriano la doctrina de un concilio de obispos, tenido en
Iconio de Frigia, año 220.
“Quien es perfecto y sabio en la Iglesia, sostiene o cree que esta sola invocación de los hombres es
suficiente para la remisión de los pecados y la santificación del bautismo, puesto que sólo estos
efectos ciertamente se producen cuando el que bautiza tiene el Espíritu Santo, y el mismo bautismo
no existe sin el Espíritu Santo” (Carta 75,IX, 1).
San Atanasio. (Vivió del año 295 al 373)
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Sobre los Sacramentos en General.
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“El Salvador no solamente ha ordenado bautizar, sino que ha dicho en primer término: Enseñad; a
continuación: Bautizad en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; a fin de que de la
enseñanza venga la fe recta, y que con la fe re realice la iniciación del bautismo”. (Contra Arrianos
II, 42; PG 26, 237).
San Cirilo de Jerusalén (Vivió del año 313 al 386).
“Allí, el tirano persigue al pueblo hasta el mar, aquí el demonio audaz y desvergonzado le sigue
hasta las sagradas fuentes; el uno, queda ahogado en el mar, el otro, deshecho en el agua saludable”
(Cateq.Mistagógicas, I; PG 33, 1068 A).
“No piense nadie, pues, que el bautismo fue hecho sólo para la remisión de los pecados, y para la
adpción, como el bautismo de Juan, que sólo perdonaba los pecados, sino que…”
(Cateq.Mistagógicas II, n-2, 5).
“Porque siendo el hombre un compuesto de alma y cuerpo se le da una doble ablución: una
espiritual, para el alma, y otra corporal, para el cuerpo. Porque así como el agua limpia el cuerpo,
así el Espíritu sella el alma, para que limpio el corazón por el Espíritu, y el cuerpo por el agua pura,
podamos así acercarnos a Dios” (Cateq. Mistagógicas, III, 4).
“Si alguno no naciere de nuevo, por medio del agua y del Espíritu, no podrá entrar en el Reino de
Dios”, y aquel que es bautizado con el agua, pero no llega a recibir al Espíritu Santo, no consigue la
gracia perfecta, y aunque alguno estuvira bien instruido en las obras de las virtudes, mas no llega a
recibir el bautismo, tampoco podrá entrar en el reino de los cielos” (Cateq. Mistagógicas, III, 4).
“Una vez hechos dignos de este santo crisma, sois llamados cristianos, habiendo conseguido la
verdad de este nombre por medio de la regeneración; porque antes de que os hubiese sido
concedida esta gracia, propiamente no erais dignos de llevar este nombre, sino que os esforzabais
por llegar a él” (Cateq. Mistagógicas, III, 5).
“Y si quieres probar cómo el bautismo de Juan libraba de las amenazas del fuego eterno, oye lo que
él dice: “Raza de víboras, ¿quién os enseñará a huir de la ira venidera?” No seas tú más tiempo
víbora; y si algún día fuiste también de la familia de las víboras, ahora quítate el vestido de la
anterior vida de pecado”. (Cateq.Mistagógicas, III, 7).
“Jesús santificó el bautismo cuando él mismo fue bautizado. Ahora bien, si el Hijo de Dios se
bautizó, ¿acaso se puede, sin cometer un sacrilegio, despreciar el bautismo? Y se dejó bautizar, no
para adquirir el perdón de los pecados (que no los tenía), sino para conferir la gracia divina y la
dignidad a los que se habían de bautizar después” (…) “Para que después haciendo nosotros lo
mismo que él, consiguiésemos juntamente con la salvación el honor”. (Cateq.Mistagógicas, III, 11).
“Prepara, pues, tu alma para que seas hecho hijo de Dios y heredero de Dios y coheredero de Cristo;
porque si te acercas con fe para recibir una fe más convencida, si voluntariamente te despojas del
hombre viejo, y si de ese modo te preparas, lo conseguirás” (Catequesis Mistagógicas, Cateq III,
15).
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Sobre los Sacramentos en General.
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“Aprende esto también, que antes de que el alma viniese al mundo no pecó; sino que viviendo sin
pecado, ahora pecamos por propia voluntad” (Cateq.Mistagógicas, IV, 19).
“No está permitido recibir el bautismo por segunda o tercera vez, pues entonces se podría decir: lo
que hice mal la primera vez, lo haré bien la segunda. Porque lo que se hace mal una vez no puede
tener enmienda. Solamente son rebautizados los herejes, porque el primer bautismo no era
verdadero”. (Cateq.Mistagógicas, Procatequesis, 7).
“Después que Jesucristo se hubo bañado en las aguas del Jordán y les hubo comunicado el olor de
su divinidad, subió del Jordán y el Espíritu bajó personalmente sobre El como sobre alguien igual
que él. Igualmente ustedes han salido de las aguas santas y han recibido la unción, sacramento de
esta unción con la cual Cristo fue ungido, es decir, el Espíritu Santo, del que dijo Isaías hablando en
nombre del Señor: El Espíritu del Señor reposa sobre mí, porque él me ha ungido”.
(Cateq.Mistagógicas, XXI, PG 33, 1088-1089).
“La figura de este crisma se encuentra en el Antiguo Testamento. Cuando Moisés comunicó a su
hermano el mensaje divino, tras haberlo lavado en el agua, lo ungió. Igualmente hizo el sumo
sacerdote al elevar a Salomón a la dignidad real: lo ungió después de lavarlo en el Gihón. Estas
cosas acaecieron en figura, a vosotros en realidad, pues vosotros habéis sido ungidos realmente con
el Espíritu Santo. Porque el principio de vuestra salvación es el ungido”. (Cateq.Mistagógicas, XXI,
4; PG 33, 1093 B).
“Después de la fe, nosotros recibimos, como Abraham, la sfragis (el sello) espiritual, cuando somos
circuncidados en el bautismo por el Espíritu Santo” (PG 33,513).
San Ambrosio. (Vivió del año 339 al 397).
“Pues en el cristiano lo primero es la fe” (…) “Si recibisteis el bautismo fue porque creísteis” (Los
Sacramentos, I, 1).
“El bautismo va seguido del sello, porque después del comienzo queda por realizar la perfección.
Esto tiene lugar cuando por la invocación (…)es infundido el Espíritu Santo (…) Tales son las siete
virtudes que recibes cuando eres marcado con el sello”. (Los Sacramentos. (Acerca de los
Sacramentos, Sourc. Chr. 25 (1949), 74-75).
“¿Hay cosa que pueda compararse con el paso del pueblo judío por medio del mar? Y con todo,
todos cuantos lo atravesaron murieron en el desierto. Por el contrario, el que pasa por esta fuente, es
decir de lo terreno a lo celestial (porque aquí es donde en verdad se realiza el transitus, o sea la
Pascua, el paso del pecado a la vida), el que pasa, digo, por esta fuente no muere más, sino que
resucita”. (Acerca de los Sacramentos, I, 4, 12; PL 421).
“El agua no sana si el Espíritu Santo no ha descendido y consagrado esa agua, tal como leíste que,
cuando Nuestro Señor Jesucristo instituyó la forma del bautismo, vino a Juan, y Juan le dijo: “Yo
debo ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?” Cristo le respondió: “Déjame hacer ahora, porque así
es como conviene que nosotros cumplamos toda justicia” (Mt 3, 14-15). Mira, pues, cómo toda
justicia ha sido puesta en el bautismo”. (Los Sacramentos, I, 15).
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Sobre los Sacramentos en General.
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“Cuando te sumerges en el agua se satisface la sentencia aquella: “Tierra eres y a la tierra volverás”.
Cumplida la sentencia, se hace lugar al beneficio y al remedio celestial (…) Así, la fuente es como
una sepultura”. (Los Sacramentos, II, 19 (II, 23; III, 1-2).
“Se te preguntó: ¿Crees en Dios omnipotente? Dijiste: Creo, y fuiste sumergido, es decir, sepultado.
Por segunda vez se te preguntó: ¿Crees en nuestro Señor Jesucristo y en su cruz? Dijiste: Creo, y
fuiste sumergido. Por esta razón con Cristo fuiste sepultado (Rom 6,4). Porque el que Cristo es
sepultado con Cristo resucita. Por tercera vez fuiste interrogado: ¿Crees en el Espíritu Santo?
Dijiste: Creo, y por tercera vez fuiste sumergido, a fin de que la triple confesión absolviese las
múltiples caídas de tu vida pasada”. (Los Sacramentos, II, 20).
“Para que, sepultado en una misma muerte juntamente con El por el bautismo, resucistes tú, como
El resucitó de entre los muertos”. (Sobre Caín y Abel, L 1,c 5, n-19).
“Allí comerás el pan que conforta el corazón del hombre. Gustarás la miel, que endulza tu garganta.
Beberás vino con leche; es decir, con esplendor y sinceridad” (Sobre Caín y Abel, L 1, c 5, n-19).
San Hilario de Poitiers. (Vivió del año 315 al 367)
“Faraón, es decir, el demonio, queda muerto cuando se ha bautizado el pueblo; queda sumergido
con todo su ejército”. (Sobre el Salmo 134; PL IX, 762 B)
San Basilio magno. (Vivió del año 330 al 379)
“El bautismo es el sello de la fe, la fe la adhesión a la divinidad. En primer lugar, es necesario creer,
y a continuación ser sellado por el bautismo”. (Adversus Eunomium, III, 5; PG 29, 665)
“Lo más importante es la profesión de fe que conduce a la salvación, pero el bautismo, señal de
nuestro asentimiento, le sigue inmediatamente”. (De Sp. S; 12, 28; Sourc Christ 17, pág 157).
San Gregorio Niseno. (Vivió del año 335 al 395)
“La travesía del Mar Rojo fue según san Pablo, una profecía en acción del sacramento del
bautismo. Porque efectivamente también ahora cuando el pueblo, huyendo de Egipto, se acerca al
agua de la regeneración, incluso el pecado queda librado y salvado, mientras el diablo y sus agentes
se ven agobiados de tristeza y destruidos”. (Sermón sobre el bautismo de Cristo; PG XLVI, 589
D).
San Jerónimo. (Vivió del año 342 al 420).
“Costumbre y figura esta que hasta hoy se guarda en las iglesias de Occidente, a saber: el que se dé
a los nacidos en Cristo vino y leche”. (Comentarios a Isaías, L 15, c 55, v 1).
“Ellos (los apóstoles) comienzan por enseñar a todas las gentes; después de haberlas enseñado, las
bautizan en el agua. Es imposible que el cuerpo reciba el sacramento del bautismo si el alma no ha
recibido previamente la verdad de la fe”. (In Mat. IV; PL 26, 218).
San Juan Crisóstomo. (Vivió del año 350 al 407)
“Esa es la razón por la que bautizamos a los niños pequeños incluso, aunque no tengan pecado, para
que les sea añadida la santificación, la justicia, la filiación, la herencia, la cualidad de hermanos y
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Sobre los Sacramentos en General.
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de miembros de Cristo, y se conviertan en morada del Espíritu”. (Las catequesis bautismales, Sourc
Christ 50).
“A la verdad, más vale elevar a Dios las acostumbradas preces con dos o tres que guardan sus leyes,
que no arrastrar aquí a una muchedumbre que las infringe y corrompe a los demás”. (Homilía 17,7;
sobre San Mateo).
“Las mujeres de los oratorios que en aquel mismo momento se habían desnudado para el bautismo,
se dieron desnudas a la fuga, ante el terror de aquel espantoso ataque, sin permitírseles ponerse la
ropa conveniente a mujeres. Muchas fueron incluso expulsadas después de recibir heridas y las
piscinas se llenaron de sangre y las sagradas corrientes se enrojecieron por causa de aquellas
heridas”. (Carta de Juan Crisóstomo al Papa Inocencio. Paladio; Diálogo histórico, cap. II).
Egeria. (Siglo IV)
“Si son hombres, vienen con su padrino; si son mujeres, con su madrina. Entonces, para cada uno,
el obispo pregunta a los vecinos de aquel que ha entrado, diciendo: “¿Lleva una vida honesta?
¿Respeta a sus padres? ¿No es dado a la bebida y a la mentira? (…) Los que son de fuera, a no ser
que tengan testigos que les conocen, logran llegar con menos facilidad al bautismo”. (Itinerario,
45).
PseudoDionisio Areopagita. (Finales del siglo IV)
“Hecha la inscripción, reza el obispo con todos los presentes. Al concluir, le desata las sandalias y
manda a los diáconos que le quiten la ropa. Seguidamente, el bautizando, de pie, mirando al
Occidente, extiende las manos en actitud de abjuración. Tres veces le manda espirar a Satanás y
renuncia a él. Tres veces dice el obispo las palabras y el otro las repite. Entonces le pone mirando al
Oriente, con los ojos y manos hacia el cielo, y le manda seguir a Cristo y toda la doctrina revelada
por Dios. Los diáconos, entonces, le desnudan completamente y los sacerdotes presentan el santo
óleo para la unción”. (La jerarquía eclesiástica, cap II, n 6-7).
“El obispo, representante de Dios, es quien empieza a ungir, pero son los sacerdotes quienes llevan
a cabo el sagrado rito de la unción y convocan al iniciado para la lucha santa que, con Cristo a la
cabeza, ha de librar. Porque El, en cuanto Dios, es quien organiza el combate. Como sabio,
establece el reglamento. Como Hermosura, premio digno para los vencedores. Más divinamente
aún, como Bondad acompaña a los atletas defendiendo su libertad y garantizando su victoria sobre
las fuerzas de muerte y destrucción”. (La jerarquía eclesiástica, cap II, III, contemplación n. 6).
“El cuerpo enterrado se somete a cambios por los cuales pierde su figura corporal, y desaparecen las
apariencias humanas. Por eso, está muy indicado el sumergir al iniciado completamente en el agua,
simbolizando la muerte y sepultura donde la forma desaparece”. (La jerarquía eclesiástica, cap II,
III, contemplación n. 7).
“Por eso, durante la ceremonia del nacimiento de dios en el alma, los diáconos desnudan del
antiguo vestido al postulante y le quitan las sandalias. Le ponen mirando al Occidente para la
abjuración y le vuelven al Oriente, pues corresponde a los diáconos el poder de purificar. Son ellos
los que le invitan a renunciar a los hábitos de su vida anterior. Le hacen ver las tinieblas en que ha
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vivido hasta ahora. Le enseñan a abandonar las sombras y orientarse hacia la luz”. (La jerarquía
eclesiástica, cap V, n. 6).
San Agustín. (Vivió del año 354 al 430).
“Nuestro Señor Jesucristo no quiso dar a nadie su bautismo, no con el fin de que nadie se bautizara
con èl, sino para que fuera siempre el Señor quien bautizase. Esto se hizo con el fin de bautizar el
Señor por sus ministros; esto es, los que son bautizados por sus ministros, son bautizados por el
Señor, no por ellos” (…) “El bautismo es tal cual es la persona por cuya autoridad se da, no cual es
la persona por cuyo ministerio se administra”. (Sobre el Ev. de San Juan; Tratado V, 6).
“Asì que, sea bueno, sea malo el siervo que bautiza como ministro, el que recibe el bautismo sabe
que no lo recibe sino de Aquel que se reservò para sì el derecho de bautizar” (Sobre el Ev. de Juan,
Tratado V, 8).
“Asì, pues, todos los que reciben el bautismo de manos de un borracho, de un homicida, de un
adùltero, si el bautismo es de Cristo, por Cristo se bautizan” (Sobre el Ev. de Juan, Tratado V, 18).
“Si Judas bautizó a algunos, éstos no debían ser rebautizados. El bautismo es tal cual aquel con
cuyo poder se confiere, no cual es el ministro que lo confiere” (Sobre el Ev de san Juan, trat V,
super I, 33: ML 35, 1423; Tratado VI, 7).
“¿Por què, si a èste, por ejemplo, le bautiza uno que es màs justo y santo y aquèl es bautizado por
otro que es de3 mèrito inferior a los ojos de Dios, de menos perfección, de continencia menos
perfecta y de vida menos santa, reciben, sin embargo, los dos lo mismo, sino porque El es el que
bautiza? Como si bautiza uno que es bueno y bautiza otro que es mejor, no da, por eso, èste una
gracia mayor que aquèl, sino que la gracia es la misma, no mejor en uno y en otro, aunque los
ministros sean unos mejores que otros. Lo mismo acaece si el que bautiza es indigno, bien por
ignorancia de la Iglesia o por tolerancia (porque los malos o no se conocen o se toleran, como se
tolera la paja hasta aventarla en la era); lo que se da en este caso es una misma e idéntica gracia, no
desigual, aunque los ministros sean desiguales, sino igual, porque El es el que bautiza” (Sobre el
Ev. de San Juan, Tratado VI, 8).
“Como el bautismo forma parte de esta economía de Cristo –ese bautismo gracias al cual los
hombres son sepultados con Cristo para ser incorporados a él como sus miembros, o sea como sus
fieles-, no hay duda de que ese sacramento no les es necesario a quienes no tienen necesidad del
beneficio del perdón y la reconciliación que tiene lugar gracias al Mediador. Pero nuestros
adversarios, al convenir en que los niños pequeños deben ser bautizados para no ir contra la
autoridad de la Iglesia universal, transmitida sin ninguna duda por el Señor y los Apóstoles, se ven
forzados, pues, a conceder que esos niños tienen necesidad de los beneficios del Mediador, a fin de
que, purificados por el sacramento y la caridad de los fieles, y así incorporados al cuerpo de Cristo
que es la Iglesia, sean reconciliados con Dios para ser vivificados, salvados, liberados, redimidos e
iluminados. ¿Redimidos de qué, si no es de la muerte, de los vicios, de la culpabilidad, de la
cautividad y de las tinieblas del pecado? Como a esa edad no han cometido ninguno en el curso de
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Sobre los Sacramentos en General.
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su vida personal, no queda más que el pecado original”. (De poena et remissione peccatorum, I, 26;
PL 44,131). (Este texto es, prácticamente, el acta de nacimiento teológico de la formulación sobre
la existencia del pecado original). (En los sermones 174,7; 183,n-12; 293, n-11, San Agustín
vuelve a razonar que el pecado original existe en los niños, pero su punto es demostrar que Jesús
(Yahvé salva) es necesario a todo ser humano).
“Es en absoluto un pecado rebautizar a un hereje si ha recibido ya ese signo de santidad que nos ha
transmitido la disciplina cristiana. Rebautizar a un católico será, pues, un crimen enorme”. (Carta
23, 2, A Maximino).
“Y así como ahora, después de llegar la libertad de la fe y ser abandonado el yugo de la
servidumbre, ningún cristiano circuncida su carne, así también un día, cuando los justos reinen con
el Señor y sean condenados los impíos, nadie será bautizado, sino que perdurarán eternamente la
circuncisión del corazón y la pureza de conciencia, que están simbolizados en estos sacramentos”.
(Carta 23,4; A Maximino).
“El poder ser regenerado por ministerio de voluntad ajena, cuando es ofrecido un bautizando, es
obra del único Espíritu. Este es quien regenera al ofrecido, porque no está escrito: “Si alguien no
naciere de la voluntad de los padres o de los oferentes o ministros”, sino: Si alguien no naciere del
agua y del Espíritu Santo (Jn 3,5). Son, pues, el agua, que representa exteriormente el sacramento
de la gracia, y el Espíritu, que obra interiormente el beneficio de la gracia, los que desatan el
vínculo de la culpa y reconcilian el bien de la naturaleza con Dios. Estos son lo que regeneran en un
Cristo al hombre nacido de un Adán”. (Carta 98,2; A Bonifacio obispo).
“Era necesario que bautizase el que es el Unigénito de Dios, no hijo adoptivo. Los hijos adoptivos
son ministros del Unigénito. Este es el que tiene el poder; los adoptivos, el ministerio. Si el ministro
no es del número de los hijos de Dios, porque vive y obra mal, ¿qué es lo que nos consuela? El
(Cristo) es el que bautiza”. (Sobre el Evangelio de san Juan; Trat 7, 4).
“Decir que Jesús nada tiene que salvar –sanar- en la infancia es negarle a Cristo el ser Jesús –saludpara todos los infantes fieles. Decir, repito, que no hay en la edad infantil nada que necesite la
curación de Jesús, no es sino decir que Cristo Señor no es Jesús para los infantes fieles, o sea para
los niños que recibieron el bautismo. Pues ¿qué significa Jesús? Jesús quiere decir salud (sanador,
médico). Luego Jesús no es Jesús para quienes nada tienen que sanar”. (Sermón 174,7). (cfr Mt
9,12: no son los sanos los que necesitan del médico, sino los enfermos).
“Baptismi ergo puritas a puritate vel inmunditia conscientiae, sive dantis sive accipientis, omnino
distincta est” (En contra de las cartas de Petiliano donatista; L 2, c 35, n 82) (La pureza del
bautismo es totalmente distinta (no depende de) de la pureza o inmundicia de la conciencia de quien
lo administra o quien lo recibe).
“Ahora bien, ¿hay algo más explícito que los muchos y graves oráculos divinos, de donde
clarísimamente se desprende que, fuera de la incorporación a Cristo, ningún hombre puede llegar a
la vida y salvación eterna, y que nadie puede ser condenado injustamente en el divino tribunal, o en
otros términos, nadie puede ser separado de aquella vida y salvación eterna? De donde brota esta
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consecuencia: siendo el efecto del bautismo de los párvulos la incorporación a la Iglesia o la unión
con Cristo y sus miembros, cosa manifiesta es que, si no reciben ese sacramento, gravita sobre ellos
la sentencia condenatoria. Mas no podrían ser condenados si fueran inocentes. Luego, como en
aquella edad no pueden ser responsables de pecados personales, forzosamente hay que deducir, o,
si esto fuere mucho para nosotros, hay que creer, a lo menos, que los niños contraen el pecado de
origen”. (De los méritos y el perdón de los pecados; Libro III, cap IV, n-7).
“En el caso en que se mire al cristianismo como medio único de agradar a aquellos de los que se
espera algún favor o para evitar algún fastidio, o porque de lo contrario podría seguirse algún mal o
enemistad, no se quiere en verdad ser cristiano, se trata de disimular. La fe no es un conformismo
exterior, sino una adhesión interior”. (De Catequizandis Rudibus, 9).
“No sin fundamento se dice que los niños están sujetos también a los pecados, no sólo de nuestros
primeros padres, sino también a los de aquellos de quienes han nacido”. (Enquiridion, cap 46,
13).(Recordar que para Agustín todo acto sexual conlleva pecado; así que el haber nacido por la
relación genital de los padres manchaba al niño nacido de ese pecado).
“De la misma manera que todos son Cristo a causa de la única unción (crisma, Cristo), de igual
manera, todos son sacerdotes, porque son miembros del único sacerdote”. (De Civitate Dei, XX,
10; PL 41, 676).
“Este sacerdocio real que existe en la Iglesia, sacerdocio cuya consagración han recibido todos
aquellos que pertenecen al cuerpo de Cristo”. (Quaest. Evang. II, 40; PL 35, 1355).
“Enseñanza: luchemos contra nuestras pasiones. Porque dejaréis en el bautismo santo los pecados,
mas os quedarán las pasiones, con quienes, ya regenerados, habéis de pelear. La batalla seguirá
dentro de vosotros mismos. No hay fuera enemigo alguno temible; véncete a ti, y el mundo está
vencido. ¿Qué puede hacerte un tentador externo, sea el diablo, sea quien haga sus veces?”.
(Sermón 57, n 9).
“Si los niños se hacen creyentes por medio de aquellos que los presentan a bautizar, no serán
creyentes si caen en manos de aquellos que creen no deberlos presentar, por creer que de nada les
ha de servir. Luego si por medio de los creyentes creen y tienen la vida eterna, por medio de los
incrédulos son incrédulos y no verán la vida, sino que la ira de Dios permanece sobre ellos” (Carta
193, cap II, n 3; A Mercator).
“Dirá alguno: Pues ¿cómo esos niños son llamados a hacer penitencia? Siendo tan pequeñitos,
¿cabe en ellos el arrepentimiento? Se le responde: Si todavía no han de ser contados en el número
de los penitentes, porque no tienen el sentimiento para arrepentirse, tampoco han de ser llamados
fieles, porque también carecen aún del sentimiento de la fe. Empero, si con razón se les considera
como fieles, porque en cierto modo profesan la fe por boca de los que los llevan, ¿por qué no los
hemos de tener de antemano como penitentes, pues con las palabras de las mismas personas que los
llevan manifiestan su renuncia al demonio y al mundo presente? Todo lo cual se realiza en
esperanza por virtud del sacramento y de la divina gracia, de que Cristo dotó a su Iglesia. Por lo
demás, ¿quién ignora que nada le aprovechará lo que recibió siendo niño si, llegando al uso de la
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razón, no creyere ni se abstuviere de los deseos culpables?” (De los méritos y perdón de los pecados
y sobre el bautismo de los párvulos, cap 19, 25).
“Por lo tanto, sea quien sea el ministro de su bautismo, sea la que sea su personal responsabilidad,
no es él quien bautiza, sino aquel sobre quien descendió la paloma” (A Festo, carta 89, 5).
“Tú administras el bautismo de Cristo; por eso no se bautiza después de ti; pero se bautizaba
después de Juan, porque no confesaría el bautismo de Cristo, sino el suyo. (…) El que daba Pablo, y
el que daba Pedro, y el que ha podido dar Judas, era de Cristo. (…) No es que con justicia se
prefiera Judas a Juan; lo que se prefiere es el bautismo de Cristo, administrado por las manos de
Judas, al de Juan, aún conferido por sus propias manos. (…) Ellos se dedican (los discípulos) al
ministerio bautismal, pero el derecho de bautizar permanece en Cristo. (…) Los que bautizó Judas
fue Cristo quien los bautizó. Así, pues, todos los que reciben el bautismo de manos de un borracho,
de un homicida, de un adúltero, si es el bautismo es de Cristo, por Cristo se bautizan. No me inspira
miedo ni el adúltero, ni el ebrio, ni el homicida, pues pongo los ojos en la paloma (el Espíritu
Santo), que me dice: éste es el que bautiza. (…) Será evidente para nosotros por qué lo que Juan
conoció en el Señor: que es El el que bautiza en el Espíritu Santo y que no transmitió a ningún
servidor suyo el poder de bautizar, no fue conveniente que lo supiera sino por la paloma” (Sermón
sobre el Evangelio de San Juan, Trat V, 18 y 20).
San León Magno. (Murió en el año 461)
“La carne del bautizado se convierte en el cuerpo del crucificado”. (Sermón 63,6; PL 54, 357).
“Un origen espiritual lo tenemos todos en el bautismo, pues todo el que renace del agua es como si
lo hiciera del seno virginal, ya que el Espíritu Santo que fecunda la fuente es el mismo que hizo
fecunda a la virgen y, de este modo, lo que allí fue impedido por una santa concepción, aquí es
borrado por un místico lavado” (Sermón 24; CCL 138, pp 111-113).
San Gregorio Magno. (Vivió del año 540 al 604)
(Hechos 2,38): “Conviértanse y hágase bautizar cada uno de ustedes en el nombre de Jesucristo,
para que queden perdonados sus pecados”.
“Antes de recomendar el bautismo recomendó primero los gemidos de la penitencia, de manera que
primero se bañaran en el agua de su aflicción y después se lavaran con la del sacramento del
bautismo. ¿Con qué juicio, pues, viven seguros del perdón los que son negligentes en llorar las
culpas anteriores, cuando el mismo Pastor supremo de la Iglesia creyó que a este sacramento, que
de un modo particular borra los pecados, se debía anticipar alguna penitencia?” (Regla Pastoral,
parte III, cap XXX).
San Isidoro de Sevilla. (Vivió del año 556 al 636)
“El premio no está prometido a los que comienzan, sino a los que perseveran, conforme está escrito
(Mt 10,22): “Quien perseverare hasta el fin, éste se salvará”. (Sentencias en tres libros, L 2, VII,
304)
San Sofronio, obispo de Jerusalén. (Murió en el año 639)
“Llegados delante del baptisterio, en donde están los ministros vivificadores de Cristo, le
exhortaban a que entrara allí y comulgara”. (Milagros de los santos mártires Ciro y Juan, cap. 36).
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Sobre los Sacramentos en General.
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San Beda, el venerable (murió el año 735).
“La circuncisión de la Ley confería aquel auxilio de saludable curación que ahora, en el tiempo de
la gracia, suele obrar el bautismo” (Homilías; Libro I; homil. 10: ML 94, 54).
Ermengaud de Besiéres.
“Sed post resurrectionem potestatem baptismi, et manus imponendi in nomini Domini tantum
apostolis ordinatis dedit et concessit, ut qui ab eis ordinati fuerint, eandem potestatem baptizandi et
manus imponendi habebant”. (Contra haeret., c 14; ML 204, 1263 AB).
Santo Tomás de Aquino. (Vivió del año 1226 al año 1274)
“Lo que hace que el bautismo tenga su eficacia, es la fe de la Iglesia y del bautizado; de ahí viene el
que los bautizados confiesen la fe y que el bautismo sea llamado sacramento de la fe”. (Suma, III, a
P.39, 5).
“Puesto que, según hemos dicho, el ministro en los sacramentos obra a modo de instrumento, no
actúa por su propia virtud, sino por la de Cristo. Y así como pertenece a la virtud propia del hombre
la caridad, de igual modo pertenece la fe. Por tanto, así como la caridad del ministro no se requiere
para la perfección del sacramento, puesto que, según hemos visto, los pecadores pueden también
administrar sacramentos, tampoco se requiere fe, pudiendo un infiel confeccionar un verdadero
sacramento, siempre que no falten los demás requisitos necesarios (…) A pesar de su falta de fe,
puede tener intención de hacer lo que hace la Iglesia, aun cuando se figure que aquella para nada
sirve. Tal intención basta para el sacramento, ya que según hemos dicho antes, el ministro del
sacramento actúa como representante de toda la Iglesia, cuya fe suple lo que le falta a él”. (Suma
3,qu 64, a 9, resp. y soluc. 1).
“Si bien es cierto que el pecado original se transmite por los miembros genitales, no son ellos, sin
embargo, los que deben ser rociados con el agua sacramental, pues el bautismo no borra la
transmisión del pecado que se efectuó en la generación, sino la mancha y reato en que incurre el
alma”. (Suma 3, qu 66, a 7, soluc.3).
“Debe darle un beso, en significación de la caridad, y darle un bofetada, para que se acuerde de lo
que promete, del gran cargo a que se obliga y del grande honor que recibe por la Orden de
Caballería”. (Libro de la orden de caballería, parte IV, n. 11; escrito en el año 1275; ¿es la bofetada
que se daba en la confirmación?). Beato Raimundo Lulio. (Murió en el año 1315)
Esquema posible para una charla prebautismal.
1. ¿Quién se compromete?
El bautismo es un compromiso. Se comprometen los papás y los padrinos.
2. ¿A qué se comprometen?
-A vivir en el amor (Deben revelar lo que es “Dios” a su hijo o apadrinado).
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Sobre los Sacramentos en General.
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-A mantenerse en comunidad familiar.
-A mantenerse en comunidad social (contra todo individualismo; con solidaridad; y en
relación con sus raíces nacionales).
3. Las renuncias (a Satanás como la mejor personificación de lo que los hace caer en pecado).
-Al dinero como valor supremo o valor decisivo.
-A la comodidad como valor supremo o valor decisivo.
-Al alcohol como diversión necesaria.
-A la infidelidad matrimonial, o al machismo, como manifestaciones de virilidad o
“viveza”.
-A la suerte como forma de solucionar los problemas.
4. Sentido del padrino.
- Si faltan los padres.
- Dar ejemplo y testimonio de vida cristiana.
- Son testimonio, también, de la comunidad que recibe esos niños y les transmite su fe.
5. Los cuatro elementos naturales que aparecen en el rito.
-Agua: símbolo de vida, fecundidad y limpieza.
-Aceite: para suavizar y para hacer fácil el movimiento.
-Luz: para hacer seguro el camino; para iluminar la vida; para celebrar la vida.
-Sal: para conservar sin corrupción; para dar sabor a todo y a todos.
6. Acerca de los padrinos:
No sirven como padrinos:
-Un familiar al que quiero, pero que no vive como cristiano.
-Una persona importante para que me ayude a mí, que soy el papá o la mamá.
-Un amigo que se ha ofrecido, pero que no vive como cristiano.
-Alguien a quien ha buscado mi familia, pero que no viva como cristiano.
- Quienes no viven en matrimonio cristiano.
- Un “bautizado”, pero que ni frecuenta sacramentos ni se acerca a la Iglesia.
- Alguien, por muy bueno que sea, que no pertenece a nuestra fe o religión.
- Los papás del que va a ser bautizado-confirmado.
- El cura o diácono que va a bautizar al niño
Terminemos con una cita, de Tertuliano, que nos debería dejar reflexionando: “El que entiende la
responsabilidad del bautismo temerá más recibirlo que diferirlo” (ver Tertuliano, Tratado del
Bautismo, capítulo 18).
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Sobre los Sacramentos en General.
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3. LA EUCARISTÍA
Eucaristìa, la palabra griega, significa “acción de gracias”. Acciòn de gracias, agradecimiento,
eucaristía, indica de una parte, la actitud y la manera de actuar de un hombre tocado por la gracia de
Dios, y que como tal la reconoce y la recibe, tal como uno puede y debe recibir la gracia: no como
una cosa que uno ha buscado y finalmente ha encontrado, que ha deseado y, finalmente, ha
obtenido, o que ha conquistado y se ha apropiado como botìn, sino algo que por añadidura ha
recibido uno como regalo inesperado e inmerecido. (…) Pero siendo esto asì, acción de gracias,
agradecimiento, eucaristía, significa aùn otra cosa. A saber, a principios del cristianismo, con esta
palabra se designaba sencillamente la santa cena: asì pues, los invitados a la mesa, que corporal y
naturalmente comen pan y beben vino, y que hacen uso de la criatura de Dios, del pan y del vino,
pero en la que Jesucristo, crucificado y resucitado, es el anfitrión, y no sòlo el anfitrión, sino que èl
mismo es el don, dándose a sì mismo a sus invitados, dando su vida como comida y como bebida,
como alimento del que les es dado vivir. ¿Què hay aquí que pueda temerse o evitarse? (ver Karl
Barth; Al servicio de la palabra; Ediciones Sìgueme, Salamanca, 1985, p 88-89).
En los tiempos de los Santos Padres se daba a la Eucaristìa el tìtulo de “Cuerpo mìstico de Cristo”
para diferenciarlo del cuerpo físico de Cristo y del cuerpo que es la Iglesia. Por ejemplo:
Ambrosiaster, Commentaria in Epistolam ad Corinthiis Primam 11, 26: “Recibimos el cáliz mìstico
de la sangre para protección de nuestro cuerpo y nuestra alma…”; PL XVII, 243. Pero a principios
del siglo XIII este título se transfirió al cuerpo de Cristo constituido por la comunidad de los fieles.
Asì se comenzó a hablar del “Cuerpo mìstico de Cristo que es la Iglesia”. Se dice que Guillermo de
Auxerre (+1231) fue el primero en hablar de la Iglesia como Cuerpo Mìstico. Esta designación
aparece ya en la Suma Teològica de Santo Tomàs de Aquino: “La res sacramenti (de la Eucaristìa)
es la unidad del Cuerpo Mìstico” (Suma III, q 73, a 3). El papa Bonifacio VIII en la bula Unam
Sanctam (año 1302) dice: “Ella (la Iglesia) representa un solo cuerpo mìstico…” (DH 870). En los
textos bíblicos nunca aparece la expresión “cuerpo mìstico de Cristo”. San Leòn Magno (Sermòn
LXIII, 6; PL. LIV, 357) dice: “Que el que ha sido recibido por Cristo y ha recibido a Cristo no sea
después del lavado lo que fue antes del bautismo: que el cuerpo del que fue regenerado sea carne
del Crucificado”. Y también: “Que el que venera verdaderamente la pasión del Señor contemple
con los ojos de su corazón al Crucificado, de modo que reconozca que la carne de Cristo es la suya”
(San Leòn Magno, Sermòn LXVI, 3; PL. LIV, 366).
San Pablo mantiene firmemente la unión entre Cristo y la comunidad, de modo que los cristianos
forman un cuerpo por el que circula la vida de Cristo. Es un cuerpo mìstico, pero no por eso menos
real. El “cuerpo de Cristo” es a la vez uno y colectivo.
1.EL RITO
La Eucaristía, esa ceremonia que normalmente llamamos “Misa” (el término “misa” sólo aparece
desde el siglo VI), ¿qué origen tiene?, ¿qué historia tiene cada uno de sus ritos?, ¿cómo se pasó de
ese banquete de acción de gracias comunitario que había en los orígenes, a ese rito uniforme y
estereotipado que tenemos en muchas de nuestras iglesias? Para comenzar, aunque la palabra
“Eucaristía”, a fuerza de usarla, parece de nuestro idioma, es una palabra griega que viene de
“eujaristeuo” y significa “agradecer”, “dar gracias”. Originalmente, pues, la Eucaristía era la actitud
de agradecimiento que manifestaba la comunidad en un banquete, agradecimiento por lo que Cristo
había significado en su vida, agradecimiento que manifestaba recordando lo que Jesús había dicho y
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Sobre los Sacramentos en General.
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hecho en una ocasión igual y para qué lo había dicho y hecho. Después se le llamará “Eucaristía” a
las oraciones con las que se le da gracias a Dios por lo que Cristo había significado en su vida, esas
oraciones, y el recuerdo de lo hecho y dicho por Jesús en una ocasión igual, se separan del
banquete, por los abusos ocasionados (ver 1 Corintios 11,20-22). Después se le llamará “Eucaristía”
al cuerpo y a la sangre de Jesucristo, después de que el sacerdote haya dicho sobre el pan y sobre el
vino las palabras “consagrantes”. Vayamos ahora paso a paso.
a.Teológicamente la Eucaristía es un banquete de acción de gracias a Dios por la obra salvadora
llevada a su culminación en Jesucristo, banquete en el que Jesucristo se hace realmente presente
bajo las especies de pan y de vino. Entendida evangélicamente la Eucaristía es inseparable de una
vida concreta: la actitud de amor debe precederla y seguirla. A eso es precisamente lo que se refiere
la 1 Corintios 11,20-22 al decir que la Eucaristía que se tenía en esa comunidad no era una
verdadera Eucaristía porque en ella no se hacía efectivo el amor; a eso se refiere (en Mateo 5,23-24)
Jesús mismo cuando dice que “si llevas tu ofrenda ante el altar y allí te acuerdas de que tienes una
queja contra tu hermano, deja tu ofrenda, ve PRIMERO a reconciliarte con tu hermano, y LUEGO
ven a ofrecer la ofrenda”; a eso, también, viene lo de “muéstrame tu fe por tus obras” de Santiago
(ver Santiago 2,14-26). El sacrificio de la Eucaristía existe para que nosotros no caigamos en la
tentación de sacrificar algo o a alguien más.
La Eucaristía no consiste en un sacrificio en el que se le quema a Dios incienso, o se le ofrece la
sangre de un animal o la carne de una res; Dios ni tiene necesidad de nada de esto (ver Isaías 1,1017; 58,1-10) ni lo desea. Dios ha hecho las cosas para que nosotros las utilicemos en nuestro propio
provecho, no para que se las demos a El; es como si nosotros devolviéramos un pastel o queque a
quien nos lo ha regalado en nuestro cumpleaños. El cristiano sabe que su religión no le revela lo
que él tiene que hacer por Dios, sino todo lo que Dios ha hecho por él y, por eso, el cristiano no
ofrece cosas, sino su acción de gracias por todas las cosas y, sobre todo, por la mayor cosa que le ha
ocurrido que es el acontecimiento Jesucristo. Damos gracias a Dios por todo lo que Cristo fue, es, y
será, para nosotros. La Eucaristía más antigua continuaba la tradición de ser una cena real que iba
enmarcada, siguiendo la práctica y el deseo de Jesús, entre dos alabanzas a Dios, una por el pan al
comienzo y otra por el vino, al final, que quedaban convertidos, sacramentalmente, en su cuerpo y
sangre, para que nosotros, comiéndolos, los hiciéramos carne de nuestra carne y sangre de nuestra
sangre.
Por ese predominio de la acción de gracias, de la alabanza agradecida, se empezó a llamar a esa
cena “Eucaristía”: agradecimiento, acción de gracias. Eucaristía es, al comienzo de la comunidad
cristiana, pues, la actitud de agradecimiento. Las oraciones para dar gracias a Dios se improvisaban,
el obispo (que siempre presidía la celebración) las iba sacando de su corazón de apóstol, y se
celebraba sólo cada domingo, contando como domingo (esos primeros cristianos se regían por el
calendario lunar) desde las seis de la tarde del sábado.
En la Iglesia primitiva no hay memoria de ningún formulario de oraciones para la Eucaristìa.
Testuliano dice: “Al hacer nuestras oraciones, levantamos la vista al cielo, extendemos nuestras
manos, que son purificadas; descubierta la cabeza, porque no tenemos que avergonzarnos de nada.
No tenemos ministro que nos enseñe fòrmulas de oración porque el que ora lo hace en espíritu”
(Apologìa, cap XXX).
Debido al desarrollo del dogma acerca de la Trinidad del único Dios, aparecen, luego, las fórmulas
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Sobre los Sacramentos en General.
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fijas de acción de gracias, y, al darle importancia a las fórmulas fijas (por las herejías que fueron
apareciendo), se le llama Eucaristía a las oraciones con las que se da gracias.
Luego, se separan las oraciones de alabanza, con el pan y con el vino, del resto del banquete y
pasan, sólo ellas, a la madrugada del domingo y, con ello, se le empieza a llamar Eucaristía a esas
oraciones sobre el pan y sobre el vino, separados ya del banquete. Así apareció, con San Justino,
alrededor del año 160, lo que hoy llamamos “la Misa”. La palabra “Misa, del latìn “missa
(despedida)” proviene precisamente de que, a la Eucaristìa sòlo eran admitidos los ya bautizados y
los catecúmenos, una vez oìdas las lecturas y la homilía, eran despedidos.
Con el concilio de Trento, en el siglo XVI, se le llama Eucaristía ya no a la actitud, no, tampoco, a
las oraciones, sino sólo al pan y al vino, después de que el sacerdote haya dicho sobre ellos las
palabras de la consagración-transubstanciación; ello debido a la influencia de la Escolástica (con el
acento puesto sobre lo de la materia y forma aristotélicas) y de las discusiones coyunturales con los
grupos recién nacidos de la Reforma Protestante. Sólo desde Trento y sólo por ir contra las
afirmaciones protestantes de la época, se prohibió a los laicos tomar el vino del cáliz. Con el misal
de Pío V, nacido con las reformas de Trento, se imponen unos gestos y oraciones fijas incambiables
y uniformes. En este tipo de Eucaristía perdía, de hecho, importancia la presencia de la comunidad
o su participación activa, perdía, también de hecho, importancia la actitud y, de nuevo de hecho, la
Eucaristía quedó un poco “cosificada”.
En el año 1551, el Concilio de Trento admitió que durante la cautividad de Babilonia los judíos, en
vez del cordero pascual, que no podía ser sacrificado sino en el templo de Jerusalèn, instituyeran
una post-coenam (comida añadida a la cena), compuesta de pan y vino (ver Paolo Sarpi, Historia
del Concilio de Trento, en inglès, 1619). Ya en Hechos 2,46; 4,32 se decía que los cristianos, ya
desde 50 dìas después de la Pascua primera, partìan el pan en sus casas, no en el templo. En el año
58, la celebración de la Cena del Señor o Eucaristìa se había establecido ya en Corinto. Y lo que
Pablo regaña es que en ella ya no se comparte (1 Co 11,20-21). Y para evitar el abuso añade: “por
tanto, examìnese cada uno a sì mismo y coma del pan y beba de la copa, porque aquel que come y
bebe sin discernir el cuerpo del Señor come y bebe su propia condenación (1 Co 11,28-29).
b.Volvamos, por un momento, al comienzo. Un grupo de judíos, ferozmente monoteístas, tienen
una experiencia tal con la persona de otro judío, un tal Jesús de Nazaret, que creen que, en adelante,
no se puede saber de Dios, ni acercarse a Dios, ni tener acceso a Dios, sino a través de lo que este
Jesús ha dicho y hecho y sólo por medio de El. Sólo podemos preguntarnos ¿cómo debe haber sido
esa experiencia, ese encuentro personal?, pero ellos dicen que volvían a encontrarse con Jesús, con
la persona de Jesús, cada vez que se reunían para proclamar y conmemorar juntos la muerte y
resurrección de Jesús y esperar, juntos, la venida gloriosa de Jesús como Señor del universo entero.
La Eucaristía era el banquete semanal en el que esos “cambiados por la experiencia personal con la
persona de Jesús” se reunían para dar gracias a Dios por todo lo que Jesús había significado para
ellos y seguía significando para todos.
“Tù escuchas que se te dice que cada vez que se ofrece el sacrificio se significa la muerte del Señor,
la resurrección del Señor, la acensiòn del Señor, a la vez que la remisión de los pecados, ¿por què
no recibes cada dìa este pan de vida? El que tiene una herida busca un remedio. Es una herida para
nosotros el hallarnos sometidos al pecado, el remedio celeste es el venerable sacramento” (San
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Sobre los Sacramentos en General.
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Ambrosio; Los Sacramentos, 5,25-26: SC 25,95-96).
Al comienzo, toda la celebración de la Eucaristía se tenía en la lengua de los que estaban presentes
que, en el siglo I, casi siempre hablaban arameo; luego se pasa al griego, que era una lengua que
entonces se hablaba en todas partes, y sólo alrededor del año 370 se traducen las oraciones por
primera vez al latín.
c.Al comienzo, la Misa era una cena enmarcada entre dos bendiciones a Dios, entre dos alabanzas a
Dios, por el pan y por el vino, recordando lo que, en una ocasión igual, Jesús había dicho y hecho.
Los que formaban parte del cuerpo de Cristo, por su bautismo, tomaban una parte del cuerpo
sacramental de Cristo, es decir, comulgaban todos los que asistían; era un banquete, y nadie asistía
a un banquete si no pensaba comer. Al acentuar, durante las luchas contra la herejía de Arrio, la
divinidad de Jesucristo y disminuir la importancia de su humanidad, la gente dejó de comulgar, por
temor reverencial. Entonces la gente se dedicó solamente a ver, y, como consecuencia, se aumentó
el esplendor de las ceremonias, la apariencia de las vestiduras, las incensaciones, las inclinaciones y
las genuflexiones; había que entretener a los fieles asistentes con el espectáculo, ya que ellos no
tomaban parte de otra manera.
Los primeros cristianos no tenìan altares, sino una mesa de madera, la misma que servìa para la
comida normal de una familia reunida. Todavìa no había objetos que tuvieran caràcter
específicamente litúrgico. Los cristianos de los tres primeros siglos tenìan alergia a todo lo que
pudiera parecerse a los templos paganos. Recordemos a Minucio Fèlix: “¿Piensan ustedes acaso
que ocultamos nuestras creencias porque no tenemos templos ni altares?” (El Octavio, XXXII).
Tertuliano se expresa con màs agresividad: “En cuanto a clos templos y monumentos, los
detestamos igualmente; no conocemos ninguna clase de altar, no ofrecemos sacrificios” (De
spectaculis, p. 13). La vìctima cristiana, Cristo mismo, es santa por sì misma y no necesita el
elemento exterior a ella misma, el altar, que le haga propicia. Esa mesa corriente es llamada ya en 1
Co 10,21: “la mesa del Señor”. No se reconoce a los cristianos que celebran la Eucaristìa el derecho
que tenìan los sacerdotes judíos a participar de las víctimas ofrecidas en el altar; veamos la carta a
los Hebreos 13,10: “Tenemos un altar, del cual no tienen derecho a comer los que sirven al
tabernáculo”; la participación en la Eucaristìa es totalmente otra cosa que lo celebrado en el templo
judío.
En el siglo III, con san Cipriano, de Cartago, la interpretación del sacrificio eucarístico (tal como lo
entiende la Carta a los Hebreos) se desliza hacia un concepto general de sacrificio religioso. En
cuanto la Iglesia se ve convertida en la religión oficial del Imperio y celebra las Eucaristìa en las
grandes basílicas, este asunto se vuelve mucho màs claramente “sacrificio” en el sentido de
sacrificio religioso con el concepto antecristiano de tal. Pero persiste lo que San Juan Crisòstomo
piensa: “No hacemos otro sacrificio, como lo hacìa entonces el pontífice, sino que siempre
ofrecemos el mismo, o mejor: hacemos conmemoración del sacrificio” (Homilìa 17 en Hebreos, p
3).
En el siglo IV, el emperador, que acaba de declararse oficialmente “cristiano”, se va de Roma a
Bizancio (que empezará a llamarse “Constantinopla”, o sea: la ciudad de Constantino) y, con él, se
va toda la corte imperial y todo su esplendor, y el obispo de Roma quedó, en Roma, como
representante o vicario del emperador. Entonces se trasladó al obispo de Roma toda la pompa
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Sobre los Sacramentos en General.
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imperial y las ceremonias religiosas se convirtieron en la principal manifestación de vida social en
la antigua capital del imperio. De ese tiempo quedó la costumbre de usar la silla gestatoria (que
todavía usó el papa Juan XXIII por última vez), y los dos flabelos que la acompañaban (dos
abanicos enormes de plumas de avestruz), heredados del faraón egipcio; de esa época era también
la costumbre de que el obispo de Roma usara el título, de origen pagano, de “sumo pontífice
romano”; de esa época el que dos diáconos lo llevaran del brazo; de esa época, también, es el que
un diácono vaya delante del obispo con un incensario perfumándole el camino; de esa época los dos
hachones o cirios que acompañan al celebrante de la Eucaristía; de esa época es, igualmente, el uso
de la “capa pluvial” ceremonial.
d.¿Cómo era la ceremonia en el siglo II? En el año 148, en pleno siglo II, según san Justino, el rito
seguía este esquema: Se recibía y saludaba a los que llegaban a la casa, recordemos que no existían
los templos cristianos; se tenían unas lecturas, recordemos que lo que ellos consideraban “Sagradas
Escrituras” eran todas del Antiguo Testamento; se explicaba lo leído; cada uno pedía por sus
necesidades, expuestas a la comunidad, y la comunidad respondía: que Dios tenga piedad. Se daban
el abrazo de paz. Se presentaban el pan y el vino que se iban a “bendecir”. Se ofrecía pan, vino,
aceite, leche, agua, y miel. Se daba gracias a Dios por todo lo que Jesucristo había significado en
sus vidas; esta oración era improvisada por el obispo, que era siempre quien presidía la celebración.
El pueblo respondía, a la oración de acción de gracias, con un “amén” solemne, que poco tiene que
ver con el “amén”, totalmente rutinario, con el que nosotros, se supone, damos nuestro asentimiento
a lo que, en nombre de toda la comunidad, ha dicho el celebrante. El “amén” hebreo original no
significaba “así sea” (un deseo), sino “¡así es!”, es decir: tenemos seguridad absoluta de que eso que
has dicho es así. Después de ese “amén” se repartía la comunión a todos los presentes y lo que
sobraba se lo llevaba cada uno de los cristianos a su casa en donde, cada mañana, con los brazos
extendidos hacia hacia el sol recién salido, y después de rezar el “padrenuestro”, se daba cada uno
la comunión a sí mismo. Recordemos que, al comienzo, sólo había Eucaristía los sábados a eso de
las seis de la tarde; una Eucaristía-banquete que duraba hasta la madrugada del domingo, para
celebrar, cada semana, la resurrección de Jesucristo, ocurrida en una madrugada de domingo.
Oigamos a Justino: “En el dìa llamado del sol se reúnen en un mismo lugar todos los fieles de la
ciudad y de la campiña. Mientras hay tiempo para ello, se leeen las memorias de los apóstoles o
escritos de los profetas; cuando el lector ha concluido, el que preside el culto añade algunas
instrucciones y exhortaciones orales, proponiendo a los fieles la imitación de las hermosas
enseñanzas que acaban de leer. Despuès, todos en pie, oran. Concluida la oración, traen pan, vino y
agua. Entonces se levanta el presidente, ora y da gracias, y el pueblo responde: Amèn. En seguida
se reparten los alimentos consagrados, participando de ellos todos los presentes. Los diáconos se
encargan de llevar su parte a clos ausentes. Los fieles que quieren y pueden contribuyen libremente
a las necesidades de la grey. El resultado de la colecta es entregado al presidente, que cuida de
asistir a los huérfanos, a las viudas, a los enfermos, a los desgraciados, a los pobres, a los
extranjeros; en una palabra, a todos los que lo necesitan” (Segunda Apologìa, cap LXVII).
“Nuestra cena muestra su razón de ser en el nombre mismo: se llama igual que entre los griegos
amor: “ágape”. Cualesquiera que fuesen los gastos, provechoso es gastar a título de piedad. En
efecto, con ese refrigerio ayudamos a no pocos menesterosos, no que les tratemos como a parásitos
nuestros que aspiran a la gloria de subyugar su libertad a cambio de llenar el vientre en medio de las
vilezas, sino porque ante Dios los pobres gozan de mayor consideración” (Tertuliano, Apologìa,
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Sobre los Sacramentos en General.
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XXXIX, 16).
Desde el siglo IV fueron prohibidos los ágapes en las iglesias, hasta desaparecer por completo.
Clemente de Roma, Policarpo, el autor de la Carta a Diognetes, Minucio Fèlix, Atenàgoras,
Taciano o Teòfilo de Antioquìa no hacen nunca ninguna alusión a la Cena. Ignacio de Antioquìa
nada dice del acto exterior; en cambio, habla siempre de la comuniòn espiritual: “Quiero para mi
alimento el pan de Dios, que es Jesucristo; y para bebida, el amor incorruptible, que es la sangre de
Cristo”.
e.¿Cómo era la Misa en el siglo VII? En el año 600, siglo VII, la Misa seguía el esquema siguiente.
Se comenzaba con una oración de aviso al pueblo, reunido en el templo cristiano. Seguía una
oración de invocación a Dios. Después se tenía una oración por los que habían ofrecido la Misa, o
por los difuntos por los que se había pedido que se ofreciera. Se continuaba con una oración para
darse el beso de paz entre todos. Seguía la oración del Prefacio. Se continuaba con la oración de
“consagración” (la sexta oración, según san Isidoro de Sevilla). Se tenía la oración del
Padrenuestro, se repartía la comunión, y se despedía al pueblo.
Fijémonos en el enorme cambio: de tener la Eucaristía en las casas, se ha pasado a tenerla en
templos especiales. De ser un banquete, se ha pasado a un rito en el que ya no queda nada del
banquete original. De ser una gran oración de acción de gracias, improvisada por el obispo, en
nombre de la comunidad, se ha pasado a un esquema fijo, dirigido por oraciones fijas y uniformes.
De ser en el idioma que hablaba la comunidad presente, se ha pasado a oraciones dichas en latín,
hablara el idioma que hablara la comunidad presente. Así se va a quedar la Misa, más o menos,
hasta el concilio de Trento.
San Bonifacio, obispo de Maguncia, mártir, que vivió del año 672 al 754, respondió cuando se le
preguntó si se podía decir Misa en cálices de madera: “Quondam sacerdotes aurei, ligneis calicibus
utebantur; nunc lignei sacerdotes, aureis calicibus utuntur”(Sacerdotes de oro usaban cálices de
madera; ahora sacerdotes de madera usan cálices de oro); citado por San Juan de Avila, en Escritos
sacerdotales, BAC, Madrid, 2000, p 93.
f.Durante toda la Edad Media, hasta el concilio de Trento. Entre el año 600 y el 1500, el rito de la
Misa se fue llenando de gestos y expresiones que ya nada tenían que ver con el banquete del
comienzo. Sobre todo se deformó porque, debido a la casi absoluta ignorancia que en esa época se
tenía de lo que había habido en el origen (ignorancia ocasionada por las sucesivas invasiones de los
bárbaros y, sobre todo, porque los musulmanes se hacen dueños del mar Mediterráneo e impiden
todo contacto entre Europa y Oriente) se inventaron explicaciones alegóricas y simbólicas de cada
cosa y rito de la Eucaristía y se le dio a ésta el sentido de re-presentación simbólica (casi en el
sentido teatral de la palabra “representación”) de la pasión y muerte de Jesús. De tal manera que se
llega a decir cosas como que el sacerdote ora con los brazos extendidos porque así había sido
crucificado Jesús. Se inventan sentidos alegóricos espirituales a cada una de las vestiduras que usa
el sacerdote para celebrar la Eucaristía. Se introducen prácticas magicistas como mantener la hostia
levantada más de un cuarto de hora, con la idea de que si se dice el nombre de un difunto mientras
se contempla la hostia después de consagrada, ese difunto sale del purgatorio. Para el siglo XVI,
durante el Renacimiento, ya existían idiomas como el Español, el Alemán, el Inglés, el Portugués,
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Sobre los Sacramentos en General.
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el Catalán, el Francés, el Italiano, el Rumano, el Gallego, el Provenzal, y la Misa se sigue diciendo
en Latín, que ya la mayoría del pueblo no entiende. Los altares han quedado, para entonces,
adheridos a la pared del fondo de la iglesia y esa pared se ha convertido en el “retablo”, lleno de
imágenes de santos. Esto último ocasionó que el sacerdote dijera la Misa mirando hacia esas
imágenes y altar y, por ello, de espaldas al pueblo. Con el final de la Edad Media aparecieron los
relojes mecánicos y, con ellos, los campanarios y el uso de las campanas en los templos. En los
templos se encierra al altar dentro del “coro” (rejas y asientos para los que cantan las “horas
canónicas” del Breviario) y el pueblo queda separado de hecho de la celebración, de la que ya no
oye ni ve casi nada.
En la Edad Media, el momento de las palabras de la consagración era el punto focal de una intensa
emoción. En un tiempo en que la herejía albigense había negado la presencia real de Cristo en la
Eucaristìa, el sacerdote levantaba la hostia y todos los presentes gritaban diciendo que veìan a Dios
y le suplicaban al sacerdote que sostuviera la hostia en alto durante màs tiempo. En algunos lugares
descolgaban un paño negro en el momento de la consagración, de manera que la blancura de la
sagrada hostia resaltara màs espectacularmente. Habìa sacerdotes que cobraban por tener la hostia
consagrada levantada màs tiempo , de tal manera que los fieles cpudieran verla y, mientras la veìan,
mencionar los nombres de los difunto0s cuyas almas querìan ver ya libres del purgatorio (estas
pràcticas fueron rechazadas totalmente por el Concilio de trento y su reforma litúrgica).
Como vimos hace apenas unas líneas más arriba, San Bonifacio (vivió del año 672 al 754), obispo
de Maguncia y mártir, preguntado acerca de si se puede decir Misa con un cáliz de madera,
respondió: “sacerdotes de oro usaban cálices de madera; ahora sacerdotes de madera, usan cálices
de oro”. Esta respuesta fue usada por San Juan de Avila ya en pleno Renacimiento español.
g.Trento. El concilio de Trento significó un intento de reforma tan laudable como el emprendido
por el Vaticano II, y con cambios bastante más chocantes para el pueblo malacostumbrado. Trento
limpió, con los medios posibles en esa época, de supersticiones y mentiras, al rito de la Eucaristía.
Esas supersticiones y mentiras habían sido denunciadas por los monjes de la abadía de Cluny, por
Savonarola, Erasmo de Rótterdam, Martín Lutero, y santos como san Carlos Borromeo. El rito de la
Misa vuelve a quedar, más o menos, como en el siglo VII, pero se ha introducido la “elevación” del
pan y vino, después de la consagración (El rito de la elevación de la hostia y el cáliz después de la
consagración fue iniciado por el obispo de París, Eudes de Sully, en el año 1208); se obliga a todos
a usar un mismo esquema, todo en latín; el presbítero absorbe casi todos los papeles litúrgicos; las
oraciones se dicen en voz baja; se sigue diciendo la Misa de espaldas al pueblo presente; se obliga a
la uniformidad en el rito a toda la Iglesia de rito latino; se niega a los laicos la comunión con el vino
consagrado; se quitan las rejas y asientos de los “coros” de las iglesias y el pueblo queda más cerca
del sacerdote celebrante, sólo separado de él por la reja pequeña del “presbiterio”-comulgatorio. La
Misa se convierte de hecho en una obligación que cumplir (para no caer en pecado mortal), pero el
pueblo no se siente expresado y comprometido en lo que sucede durante el rito, por eso la gente
común lleva sus rosarios a Misa y allí lo reza, junto a “novenas” a distintos santos.
h.El concilio Vaticano II. Con el concilio Vaticano II se introducen cambios deseadísimos que han
facilitado claramente la participación del pueblo, así como su inteligencia de los ritos. El altar ha
vuelto a estar frente al pueblo y lo mismo el celebrante durante toda la Eucaristía. Se usa el idioma
de la región en la que se celebra la Misa. Se han multiplicado los cánones usables, por lo menos
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Sobre los Sacramentos en General.
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cuatro. Se ha diversificado la participación del pueblo en la misma celebración de los ritos: acólitos,
lectores, diáconos, concelebración de presbíteros u obispos. Se han simplificado los gestos:
genuflexiones, inclinaciones, bendiciones, etc. Se han creado dos ciclos más de lecturas posibles, de
tal manera que, quien asistiera a Misa todos los días durante tres años, escucharía casi toda la
Sagrada Escritura.
i.De una sola asamblea dominical a la práctica actual. Hasta el siglo V no había sino un banquete
eucarístico por semana, el domingo, y sólo alrededor de un obispo de cada comunidad, en un solo
sitio. Los pocos cristianos que había en el campo iban a la ciudad para la eucaristía del domingo,
junto a su obispo. Así permaneció la práctica, en la mayor parte de Europa, hasta que aparecieron
los frailes mendicantes (dominicos, franciscanos, carmelitas, etc.), en el siglo XII. Los diáconos
estaban siempre al servicio directo e inmediato del obispo, pero los presbíteros estaban dispersos
por los pueblos y ciudades de la diócesis, prestando servicios religiosos en nombre y por encargo de
su obispo; todos ellos se reunían los domingos junto al obispo, en la catedral (iglesia en la que el
obispo tenía su “cátedra”, o silla, desde la que, sentado, evangelizaba al pueblo), para la única Misa
que, lógicamente, concelebraban con él. Sólo cuando Carlomagno, a finales del siglo VIII y
comienzos del IX, impuso el diezmo, como un impuesto destinado en el imperio al culto religioso,
provocó la multiplicación de las iglesias-edificios, porque, en la típica mentalidad feudal de la
época, el pueblo que pagaba lo suficiente como para sostener a un presbítero, quería disponer de un
párroco para sí solo; así el cura acabó por exigir la presencia de sus fieles en su Misa (ya no en la
del obispo, en cuyo nombre y representación está ese presbítero presidiendo una Eucaristía no en la
catedral) y, con ello, se termina por vincular a los fieles parroquianos (a los cristianos de un
pueblecito) con su párroco (ya no con su obispo), casi como unos vasallos con su señor.
La verdadera multiplicación de las iglesias-edificios, con el consiguiente alejamiento entre el
obispo y los fieles de su diócesis, llegó, a partir del siglo XIII, con la multiplicación, por toda
Europa, de los conventos de los frailes mendicantes, que abren, en pueblos grandes o medianos, su
iglesia respectiva, que no estaba sometida a la autoridad del obispo de la diócesis, sino directamente
al de Roma. El pueblo, después de eso, no iba ya a las catedrales de sus propios obispos, sus
pastores inmediatos, ni siquiera a las Misas de los curas que estaban representando a su obispo, sino
a la de sacerdotes que estaban sometidos directamente a la autoridad del obispo de Roma y sólo a la
de él. La figura del obispo diocesano y su relación directa con el pueblo, con la comunidad que él
tiene el deber de pastorear, no se ha recuperado aún del golpe que esta nueva situación le dio. En el
concilio de Trento, y debido a las quejas que presentaban los obispos precisamente por esta
situación, se acabó por hacer aconsejable que los fieles frecuentaran su parroquia y no cualquier
capilla o iglesia que les quedara cerca.
j.La lucha contra las ideas teológicas erróneas, las herejías, dejó, desde los primeros siglos, su
huella en el rito de la Eucaristía. El arrianismo negaba la divinidad de Jesucristo y acentuaba la
humanidad de Jesús; los cristianos hicieron la contra y subrayaron de tal manera la divinidad de
Jesús, disminuyendo la importancia de su humanidad, que desde los siglos IV y V los cristianos no
se atrevían a comulgar. Se hablaba de la Eucaristía como de “acercarse al Juez terrible”, como un
“sacrificio terrible”, una “hora escalofriante”, “mesa tremenda y terrible”. Como el pueblo,
atemorizado, dejó de comulgar, o sea, de tomar parte en el banquete, se dedicó a ver, a contemplar,
y, entonces, se enfatizó el esplendor externo de las ceremonias, las vestiduras sacerdotales se
volvieron suntuosas, se derrochaba la luz y el incienso, se llenó la Misa de inclinaciones,
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Sobre los Sacramentos en General.
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genuflexiones y besos al altar. Como eso coincidió con que el emperador de Roma cambió la
capital del imperio a Constantinopla y se llevó con él a toda la corte imperial, dejando al obispo de
Roma como obispo y, al mismo tiempo, como el vicario (representante) del emperador, la Misa se
convirtió en el centro de la vida social de la antigua capital y el obispo de Roma adquirió una
pompa que nada tenía que ver con la Eucaristía del comienzo.
Ya a finales del siglo IV, San Ambrosio había resaltado las palabras de Jesús en la última cena
como las palabras de la “consagración”, decía: “¿A través de qué palabras y de quién acontece la
consagración? De las del Señor Jesús” (Ambrosio, De Sacr. IV, 4, 14). Por reacción a las ideas
teológicas erróneas de Berenguer de Tours (en el siglo XI) y por la negación que los albigenses, en
el siglo XII, hacían de la presencia real de Jesucristo en el pan consagrado, los sacerdotes
comenzaron a extremar las manifestaciones de respeto en la celebración de la Eucaristía, por
ejemplo: juntar, durante toda la celebración, los dedos con los que se hubiera tocado la hostia, para
no correr el riesgo de que se perdiera ni una sola partícula consagrada; por ejemplo: extremar la
limpieza del cáliz después de la comunión. Afirmando con absoluta claridad la presencia real de
Jesucristo en la Eucaristía, preguntémonos sinceramente: con esos excesos, ¿qué quedó del sentido
original de banquete comunitario de acción de gracias al que estaban todos invitados por el mismo
Jesús? Como siempre, el excesivo acento puesto en el valor de una cara de la moneda, como si
fuera la única que debiera existir, la convirtió en moneda falsa.
Durante los siglos XIV y XV se puso tal énfasis en el aspecto de la presencia real de Jesucristo,
olvidando el aspecto de que Cristo está presente allí no para que lo veamos, sino para que lo
comamos, que se llegó a la exageración de un montón de prohibiciones en el lavado de los manteles
y corporales (el mantelito pequeño sobre el cual se coloca directamente, encima del altar, la hostia y
el cáliz que se consagran en cada Misa) y, para lavar los corporales había que pedir un permiso
expreso y una autorización personal, a Roma, para la persona que se encargara de lavarlos; las
partículas de las hostias se habían llegado a convertir en una verdadera obsesión.
Con la idea de que la Misa era una especie de dramatización simbólica, casi teatral, de la muerte de
Jesús en la cruz, y con el excesivo subrayado de la presencia real, la Eucaristía pasó a ser
considerada, por el pueblo falto de cultura religiosa, como un rito infalible de tipo mágico, y
entonces aparecieron prácticas tan increíbles como el querer robarse una hostia porque se
consideraba el antídoto más seguro contra venenos mortales, o las 30 misas “gregorianas” cuyo
efecto sobre el difunto por el que se dijeran se consideraba infalible, el mismo día en que terminara
la serie ininterrumpida de esas 30 misas el difunto saldría del purgatorio. O la idea (durante toda la
Edad Media) de que quienes veían alzar la sagrada hostia no perderían la vista en ese día ni se
morirían de repente. Los excomulgados, que tenían prohibido entrar en los templos, se dedicaban a
hacer agujeros en sus muros para no verse privados de efectos tan maravillosos (ver José A.
Jungmann, El Sacrificio de la Misa, BAC, Madrid, 4ª Edic. 1963, pp 148-149) Este tipo de ideas y
prácticas ocasionó que se multiplicara el número de sacerdotes cuyo único oficio consistía en decir
Misa por un difunto (el pueblo los llamaba curas “de Misa y olla”). El concilio de Trento corrigió
un montón de exageraciones y prácticas supersticiosas de esta clase.
2.ELEMENTOS Y CIRCUNSTANCIAS
a.Liturgia. Términos tan usuales para nosotros como la palabra “liturgia” tuvieron que esperar hasta
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el final del siglo XVI para que fueran aceptados en el lenguaje eclesiástico. Antes de esa época tenía
un sentido completamente laico y civil, los “liturgos” eran, desde la Grecia de Sócrates y Platón, los
encargados, de entre el pueblo, de preparar las fiestas populares con ocasión de una celebración
especial del año. Y eso porque la palabra “liturgia” viene de “leiton ergon”, o sea: trabajo del
pueblo o popular.
b.Fracción del pan. El primer nombre que se le dio a la Eucaristía, dentro de la comunidad cristiana
de los primeros siglos, fue el de “la fracción del pan”, porque la primera acción de gracias a Dios se
daba en el momento de comenzar el banquete, precisamente cuando el que presidía la reunión partía
y repartía el pan. Recordemos que esto ocurría mientras el cristianismo estaba prohibido con pena
de muerte y los cristianos hablaban de sus “misterios” (sacramentos y doctrina) en formas sólo
inteligibles para los cristianos (los “iniciados” en esos misterios). Después, la bendición
sacramental del pan se pasó al final del banquete, atraída por la bendición del cáliz (ver 1 Corintios
11,23-26) y porque el banquete se separó de las oraciones conmemoratorias de lo hecho por Jesús
en la última cena. En Hechos 6,2 se habla del “servicio de las mesas”, hay especialistas en la
Sagrada Escritura que dicen que con esta expresión se estaba hablando también de la Eucaristía o
“fracción del pan”.
El judío Schalom Ben-Chorin hace esta observación: “Cuando en la comida del pasa (el Sèder de la
Pascua) levanto el cáliz y rompo el pan delgado, hago lo que él (Jesús) hizo, y me siento más cerca
de él que muchos cristianos que celebran el misterio de la eucaristía con total independencia de sus
orígenes judíos” (Jüdische Fragen um Jesús Christus, en Juden-Christen-Deutsche, 147ss).
c.El altar. Hasta el siglo IV, el altar no era sino una mesa corriente que un diácono colocaba en el
sitio en donde se iba a celebrar la Misa; esa mesa se cubría con un mantel durante el banquete y se
le quitaba al terminar éste, cuando se retiraba la mesa. Sólo en el siglo IV, al ceder el emperador
Constantino las basílicas romanas (“basílica” significa, en griego, casa del rey) para las ceremonias
religiosas, apareció el altar de piedra, pero todavía con la forma y tamaño de las mesas de madera
usadas hasta entonces en las casas, es decir, altares de piedra de un metro cuadrado. Antes del siglo
XI el altar no estaba sobre gradas; el presbiterio entero estaba una grada más alta que el resto de la
iglesia; hasta ese mismo siglo los altares seguían midiendo un metro cuadrado, más o menos. Los
altares se fueron alargando cuando, por la dramatización progresiva de la ceremonia, se trasladaban
los misales, para hacer en distinto lado del altar, las lecturas de la Epístola y del Evangelio. Sólo en
el mismo siglo XI aparecieron sobre el altar el crucifijo y los candelabros. Tomando como
referencia la “cátedra” del obispo (el asiento desde el que el obispo enseñaba y presidía la
Eucaristía), al fondo del edificio en donde se celebraba la ceremonia, se creó la distinción, en el
siglo XII, del “lado de la Epístola” y “lado del Evangelio”. Como ya mencionamos antes, fue el
interés de representar “teatralmente” el rito, porque ya los fieles apenas veían, oían o entendían
nada, el que dio origen a todos estos movimientos.
d.Los ornamentos. Las vestiduras que se pone el sacerdote para presidir la celebración de la
Eucaristía no son más que una forma estilizada de los vestidos que, hacia fines del imperio romano,
usaba todo romano en un día de fiesta. El “alba” (la túnica blanca) era la túnica normal de un
romano en un día festivo, debajo de la cual el romano sólo usaba un taparrabos. El “cíngulo” es,
simplemente, el cinturón de cuerda que el romano usaba para ceñirse la túnica, si le quedaba un
poco larga o si iba a caminar. La “casulla” es la estilización de la toga romana, una especie de
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Sobre los Sacramentos en General.
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poncho que se ponían, encima del alba, si hacía frío. La “estola” era un paño largo que, quien iba a
servir a otros, se colocaba sobre los hombros para limpiarse el sudor, o las manos, o las mesas. El
“manípulo” (una especie de estola pequeña que el sacerdote, hasta el concilio Vaticano II, se ataba
sobre el brazo izquierdo) no era sino el pañuelo elegante que los romanos de la aristocracia llevaban
en la mano y con el cual el cónsul romano daba la señal para que empezaran los juegos en el circo
romano, como todas las funciones del emperador, este distintivo y función la heredó el obispo de
Roma cuando el emperador se fue a residir a Constantinopla. En el siglo XIII se empezó a recortar
la casulla y, en el período barroco, se llenó de brocados y joyas hasta llegar a tener una forma que,
muy justamente, se llamó “de guitarra”, un peso enorme, y una consistencia que le permitía, a
algunas casullas de lujo, permanecer de pie por sí mismas. Fue el Papa Inocencio III, en el mismo
siglo de Francisco de Asís y Domingo de Guzmán, el que impuso la norma de los colores
determinados para las vestiduras del sacerdote según las distintas etapas del año litúrgico o las
fiestas.
e.El corporal. Es el pañuelo blanco que el sacerdote coloca sobre los manteles que cubren el altar,
cuando va a comenzar el ofertorio, y que está en contacto inmediato con el cáliz y las hostias. Hasta
el siglo X no era sino un mantel más que cubría toda la mesa del altar y que también servía para
tapar el cáliz durante la Misa e impedir, así, que le cayeran moscas o cualquier otro tipo de basura.
Desde el siglo X se empezó a reducir de tamaño hasta quedar en el de un pañuelo cualquiera de
bolsillo, que es el tamaño actual.
f.El purificador. Es otro pañuelito blanco que sirve para limpiar el cáliz, después de la comunión y
sólo en el siglo XVI se empezó a usar sobre el altar. Hasta el concilio Vaticano II, tanto el
purificador como el corporal debían de ser de lino, aparte de por utilidad práctica, por
reminiscencias, poco cristianas, del ritual judío del templo.
g.La patena. Es el plato de oro o plata, o, por lo menos bañado en oro o plata, sobre el que se coloca
la hostia grande que usa el sacerdote para la celebración de la Misa. Casi hasta el siglo X era un
platón, de hasta sesenta centímetros de ancho, que servía para que sobre él se colocaran y partieran
los panes que se usaban para la consagración y comunión de los fieles. Al introducirse el pan
ácimo, entre el siglo IX y X, y reducirse las hostias al tamaño que tienen ahora y, reducirse también
el número de comulgantes, la patena vino a ser, de golpe, del tamaño que vemos normalmente
ahora en nuestras misas. El pan ácimo, del que se hacen ahora nuestras hostias, es el pan más
sencillo que existe: una mezcla de harina y agua, nada más.
3.HISTORIA DE CADA UNO DE LOS RITOS DE LA EUCARISTÍA
1.Los ritos iniciales. Toda la preparación actual y los ritos de entrada en el templo, tienen su origen
en el ceremonial del Papa desde el siglo IV. Entonces el Papa no residía en el Vaticano, sino en la
basílica de San Juan de Letrán (que sigue siendo la catedral oficial del obispo de Roma) y, desde
allí, salía a caballo, a excepción del tiempo de Cuaresma, en que iba a pie, con toda su corte de
representante o vicario del emperador de Constantinopla en Italia y Europa, hacia la iglesia, una de
las siete basílicas estacionales de Roma, en donde se iba a celebrar la Misa. Desde cada una de las
siete regiones de Roma había llegado una procesión, con su cruz procesional correspondiente. Sólo
en Cuaresma iban todos a pie y cantando las letanías de todos los santos.
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Al llegar a la basílica estacional, el Papa se dirigía a la sacristía, en donde se revestía de sus
ornamentos especiales de obispo de Roma. Con el manípulo daba la señal para que salieran, todos
los que lo acompañaban en la procesión de entrada, desde la sacristía, a través de la basílica, hacia
el altar. En esa procesión acompañaban al Papa sus presbíteros, sus siete diáconos, sus subdiáconos,
los exorcistas, los lectores, los acólitos y los ostiarios (que se encargaban de abrir y cerrar las
puertas de las basílicas y de cuidar las puertas durante todas las ceremonias). Se recibía al Papa con
el incensario y los dos cirios, o velas, encendidos, porque eso era lo que correspondía hacer con el
emperador o su representante. Dos diáconos le sostenían de los brazos al andar, como se hacía en la
corte imperial con el emperador o su representante; de allí nació la costumbre de que dos ayudantes
alzaran las orillas de la capa pluvial, esa capa llena de adornos que se ponía en ciertas ceremonias
solemnes el sacerdote.
En el siglo X, cuando el que preside la Eucaristía no es ya el obispo de cada diócesis, lo único que
queda en los misales, de toda esa complicada ceremonia de preparación en la sacristía y entrada
hacia el altar, es una indicación sencilla de que el presbítero celebrante se lave las manos en la
sacristía y se peine (los misales más antiguos dicen “se desgreñe”, es decir, se peine las greñas,
porque entonces todo el mundo lleva el cabello largo) y la otra indicación que quedó es que hubiera
siempre dos velas encendidas sobre el altar o a un lado; los dos candelabros o velas no están allí,
pues, ni por el altar (no son un adorno), ni por la Misa en sí, sino por y para el celebrante.
2.Llegada al altar. Al llegar el celebrante al altar lo besa; este rito sólo se introdujo en la Eucaristía
en el siglo VII, y eso porque fue la forma de cristianizar el rito pagano que mandaba besar la
entrada del templo pagano, la imagen del dios del templo y la mesa que se usaba para comer el
sacrificio ofrecido en el templo. Desde el siglo VII se dice, con mucho sentido teológico cristiano,
que el altar representa a Cristo tanto como el libro de los Evangelios (que se usaba para las lecturas
de la Misa) y por eso se lo besa. Los besos al altar fueron, hasta el siglo XII, sólo dos, al acercarse
por primera vez durante la ceremonia al altar, y al retirarse de la celebración.
3.La señal de la cruz y el saludo al pueblo. El “En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu
Santo” se tomó de lo que dice Mateo 28,19, y debiera tener mucho más sentido para nosotros. Se
puso al comienzo de la Misa sólo en el siglo XIV, pero recordemos que es parte de la esencia de la
liturgia de la Eucaristía que sea reunión de la comunidad y que sea en nombre de Jesucristo, pues,
en Mateo 18,20, el mismo Jesús nos dice que “en donde se reúnan dos o tres en mi nombre, allí
estoy yo” que, por cierto, no es sino una forma de decir que Jesús es Dios, y que el lugar que tenía
entre los judíos la Ley lo ocupa ahora Jesús, porque los rabinos judíos decían que en donde se
juntaran dos o tres judíos a estudiar la Ley, allí estaba presente la “Shekhina” (la presencia gloriosa
de Dios). Toda reunión oficial de la comunidad cristiana debiera, pues, comenzar, para asegurar, de
forma consciente, la presencia del Señor en ella, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu
Santo. Hacer la señal de la cruz sobre nosotros, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu
Santo, es una forma de invocar solemnemente, sobre nosotros mismos, el nombre de Dios y, por lo
tanto, de bendecirnos a nosotros mismos.
“El Señor esté con ustedes” o “con vosotros” es un saludo, el habitual entre cristianos que se
encontraban y, además, la realización de lo dicho por Jesús en Mateo 18,20 y 28,20, es decir, que el
Señor está con nosotros hasta el fin de los tiempos.
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4.El acto penitencial. San Pablo dice (ver 1 Corintios 11,27-31) que quien, indignamente, comiera
del pan consagrado y bebiera del vino consagrado, será culpado por ello y que, por eso, cada uno
debe examinarse antes de comer y de beber del pan y vino consagrados. Los cristianos se tomaron
muy en serio estas palabras y pedían perdón de sus faltas a todos los presentes antes de comenzar la
ceremonia que, ya separada del banquete del sábado por la noche, recordaba lo que Jesús había
dicho y hecho con el pan y con el vino. De esta misma idea de San Pablo nació un “Yo pecador”,
con absolución suplicada, que se rezaba, hasta el Vaticano II, antes de darle la comunión a los fieles
laicos a la mitad de la Misa. En Mateo 5,23-24, Jesús dijo que antes de ofrecer la ofrenda ante el
altar hay que reconciliarse con cualquiera contra quien tuviéramos algo. De estas dos ideas nació el
acto penitencial con el que comienza la Eucaristía.
Antes de crear la fórmula de confesión de los pecados, que tenemos en el acto penitencial de la
Misa, la comunidad cristiana había puesto allí una serie de “apologías” (autodefensas) del sacerdote
en las que éste confesaba sus pecados y se declaraba “indigno” (recordar 1 Corintios 11,27-31) ante
los fieles presentes, a los que pedía que rogaran por él durante la Misa. Desde el siglo XI se
condensaron todas esas apologías-autodefensas del sacerdote en la fórmula penitencial que tenemos
ahora al comienzo de la Eucaristía. Examinemos con cierto detenimiento esta fórmula penitencial.
Hasta el siglo X se usó la oración del “Yo pecador” (“Yo confieso ante Dios todopoderoso y ante
ustedes, hermanos...”) como fórmula de confesión sacramental ordinaria, alargándola, simplemente,
con la confesión expresa de algunos pecados personales concretos. Si nos fijamos bien, esa fórmula
que utilizamos en la Misa, es una confesión pública de pecados bien completa. Decimos que vamos
a reconocer nuestros pecados y, luego, nos confesamos, delante de Dios y de la comunidad
presente, como pecadores; reconociendo expresamente nuestros pecados, en orden ascendente de
importancia, de pensamiento, de palabra, de obra , y de omisión (haber dejado de hacer cosas
buenas que tuvimos realmente la oportunidad de hacer por nuestros hermanos); pedimos a los
santos y a la comunidad que, por eso, rueguen a Dios por nosotros. Todavía ahora, esa fórmula de
confesión de la Misa, termina con una invocación a Dios que en el Misal Romano se sigue
llamando “Absolución” (una absolución invocada, tal como se hacía, hasta el siglo XI, después de
la confesión sacramental ordinaria).
5.El “Señor, ten piedad”.Es lo que queda de las letanías de los santos que se rezaban mientras se iba
hasta la basílica estacional en donde se iba a celebrar la Eucaristía ese día y, también , es lo que
queda de la respuesta que los fieles daban a la “oración de los fieles”, en la que se pedía (y pide
ahora) por las necesidades concretas de los presentes en la reunión, petición que cada uno dirigía
espontáneamente y a la que todos respondían con esas invocaciones. Todavía recordamos el “Kyrie
eleison” que había, antes de concilio Vaticano II, en este momento de la celebración; era la forma
griega de decir lo que actualmente decimos, en ese momento, en nuestro idioma. El “Kyrie eleison”
se introdujo en la Misa, a finales del siglo V, por orden del Papa Gelasio I; no olvidemos que en esa
época el lenguaje que hablaba la gente culta del imperio era, todavía, el griego; el latín era hablado,
como su lengua normal, por los soldados del imperio y por el pueblo bajo. Contra lo que puede
creerse, las tres invocaciones del “Señor, ten piedad” iban dirigidas a Jesucristo como Señor y, sólo
desde la Edad Media, se les atribuye sentido trinitario.
6.El“Gloria”.El “Gloria” tiene una historia interesante. La redacción que usamos actualmente
apareció, por primera vez, en el año 690. Es un canto de alabanza al Padre, por Cristo, que, para que
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sea un canto trinitario, acaba con una invocación al Espíritu Santo. Vamos ahora por partes.
“Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor”, es una repetición del
canto de alabanza que, en boca de los ángeles, aparece en Lucas 2,14, con ocasión del nacimiento
de Jesús.
Cuando el emperador romano se presentaba ante el senado romano, como pontífice pagano en
función oficial, el senado se ponía de pie y luego doblaba la rodilla o inclinaba la cabeza diciendo,
al mismo tiempo: “Por tu inmensa gloria te alabamos, te bendecimos (hablamos bien de ti), te
adoramos, te glorificamos; porque sólo tú eres santo (es decir: sólo tú eres de naturaleza divina,
totalmente distinto a los demás seres humanos), sólo tú eres señor, sólo tú eres altísimo, oh César”.
Los cristianos, en una evangélica rebelión, reivindicaban para Jesucristo todos esos títulos de
divinidad, santidad, honor, gloria, bendición y adoración. El cristiano es hombre de un solo Señor:
Jesús. De esta costumbre pagana nació el que, al comienzo, sólo podía proclamar el “gloria” el
obispo de Roma, y sólo una vez al año, la noche de la Navidad (de allí lo del canto de los ángeles
del comienzo); luego, con la extensión que Carlomagno hizo de la liturgia del obispo de Roma a
todos los obispos de la Europa bajo su mando, proclamaban el “gloria” todos los obispos la noche
de la Navidad; luego se extiende a todos los presbíteros (como representantes y participantes del
sacerdocio del obispo) en la noche de la Navidad, cada uno en su parroquia. En el siglo XII ya se
canta el “gloria” en la liturgia de todas las fiestas de todas partes durante todo el año, como ahora.
Después de esa reivindicación para Cristo, ¡y sólo para Cristo!, que conste, de todos los títulos que
el senado romano, como representante oficial del pueblo del imperio, daba al emperador, viene, en
el canto del “gloria”, una corta letanía: “Tú, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de
nosotros; tú, que quitas el pecado del mundo, atiende nuestra súplica; tú, que estás sentado a la
derecha del Padre, ten piedad de nosotros”. Y se acaba con una invocación al Espíritu Santo, para
que todo el canto tome un sentido trinitario.
7.La oración “colecta”o “primera oración. Con esta oración, el celebrante “colige” o colecta, es
decir, recoge, las peticiones del pueblo, la oración de los fieles, que en el origen se tenía en este
momento de la ceremonia. Para decir esta oración, el celebrante debía mirar hacia Oriente y
extender las manos en esa dirección (así se oraba en la antigüedad). Con esta oración se terminaba
la parte de la Eucaristía a la que podían asistir los catecúmenos (candidatos a ser bautizados) y los
pecadores públicos que estaban sometidos a penitencia, pero es que, originalmente, esta oración
venía después de la homilía del que presidía la Eucaristía. En el misal actual, con esta oración
“colecta” termina lo que se llama “antemisa” o rito preparatorio.Al terminar esta oración, en la
Iglesia primera, un diácono corría una cortina entre los fieles y el altar, daba unas palmadas y decía:
salgan todos los que no van a participar de la comunión en la Eucaristía, porque esta oración venía,
entonces, inmediatamente antes de la presentación del pan y vino que iban a ser consagrados para
ser consumidos en la comunión.
8.Liturgia de la Palabra. Desde el concilio Vaticano II el pueblo ha vuelto a conceder importancia a
las lecturas y a la predicación en la Eucaristía. Oficialmente, las lecturas y el comentario que le siga
está considerado parte esencial de la Misa de los domingos. La otra parte esencial es el canon con la
comunión incluida. Si Cristo es la Palabra de Dios, Dios mismo que se dice, Dios que se expresa,
Dios que se revela, en la reunión eucarística Cristo se hace presente de varias maneras: en la
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Sobre los Sacramentos en General.
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comunidad, cuerpo de Cristo; en la lectura de sus palabras y hechos en el Evangelio; en el pan y el
vino consagrados y convertidos en su presencia real sacramental.
Hasta el siglo XIII había varios libros que se empleaban en el altar durante la Misa: el
sacramentario, el antifonario (para el canto de las introducciones a los salmos del Introito, del
Ofertorio y de la Comunión), el misal, el leccionario, el evangeliario, etc., libros que correspondían
a cada uno de los oficios que desempeñaban los que intervenían en el rito: el obispo, los presbíteros,
los diáconos, los subdiáconos, los lectores, los acólitos, etc. Durante el siglo XIII, como una
manifestación de la especie de monopolio que el presbítero efectúa de los ritos de la Eucaristía, se
impuso el misal como libro único de altar, pues ya ni los fieles asistentes, ni otros clérigos, hacían
otra cosa que oír o acompañar al presbítero celebrante. En el sacramentario (libro para la
administración de los sacramentos) sólo aparecían las partes rezadas por el presbítero, pero éste
había comenzado, desde el siglo XII, a rezarlas todas y a limitar a todos los demás asistentes a ver y
oír. Desde el concilio Vaticano II, los fieles han vuelto a tener participación activa en la celebración
del rito, por medio de respuestas en voz alta, oraciones, aclamaciones, lecturas, cantos, gestos,
movimientos, etc. En el nuevo ritual de la Misa se dice, expresamente, que es preferible que las
lecturas anteriores al Evangelio las lea cualquiera de los fieles asistentes (varón o hembra) que no
sea el presbítero celebrante.
Hasta el siglo III, a la primera lectura seguía un canto compuesto o improvisado por los cristianos
presentes; desde ese siglo se sustituyó ese canto por el salmo responsorial. El Evangelio de cada día
se leía en el “Evangeliario” que, por re-presentar (hacer simbólicamente presente de nuevo) a
Cristo, Palabra de Dios, recibía toda la honra que se podía y, así, se le ponía en un sitio especial o
trono, sobre un cojín lujoso, se le acompañaba con dos velas y un incensario (como al emperador),
se empastaba en oro y piedras preciosas.
La respuesta de “gloria a Ti, Señor Jesús” se introdujo en la Misa durante el siglo VII. Desde el
siglo IV existía la costumbre de, por respeto, y se leyera donde se leyera el Evangelio, escucharlo de
pie. Y durante toda la homilía que, a veces, era bien larga (ver las de San Agustìn), los fieles
estaban de pie, igual que el celebrante. Oigamos a San Agustìn: “Por experiencia sabéis, hermanos,
el trabajo que cuesta lograr el pan del cuerpo; pues ¿cuànto màs el pan del alma? Ahora con fatiga
estàis de pie escuchando: pero con mucha màs fatiga os estoy yo de pie hablando. Si yo no rehuso
el trabajo por vosotros, ¿es justo que vosotros no colaborèis por vosotros mismos?” (Sobre el Ev.
de San Juan; Tratado XIX, 17). Recordemos que hasta el siglo XV no había bancas en las iglesias y
sólo se colocaban unas muletas para que se apoyaran los ancianos y los enfermos, de modo que
todo el mundo estaba de pie todo el tiempo que durara la celebración. Durante la Edad Media,
cuando se inventaron las explicaciones alegóricas, se le dio el sentido, a este estar de pie, de que era
una forma de estar presto para defender con toda la persona a la Palabra de Dios.
Desde el siglo IX el celebrante y los fieles hacen la señal de la cruz al comenzar la lectura del
Evangelio de la Misa. En los misales primitivos se explicaba que era para entrar en contacto, aun
físico, con la Palabra de Dios o sea con Cristo re-presentado por su palabra, y por eso cada fiel
hacía la señal de la cruz sobre sí mismo con el libro de los Evangelios. Después, en plena Edad
Media, ya sólo el celebrante usa y toca el libro de los Evangelios y, entonces, se explica el gesto de
cada fiel diciendo que se hace la señal de la cruz para alejar al diablo, que puede quitar de nosotros
la Palabra de Dios recién sembrada, como los pájaros se comen la semilla del sembrador de la
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Sobre los Sacramentos en General.
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parábola evangélica (ver Lucas 8,5 y 12).Hasta bien entrada la Edad Media se usaba en muchas
iglesias, como leccionario para la Misa, la Biblia misma. Cada día tenía señalados sus capítulos
correspondientes y existía un catálogo de capítulos que se llamaba el “capitulario”. Siempre se
tenían varias lecturas, y nunca menos de dos; se leían desde el “ambón” (palabra que viene del
griego “anabainein”: subir) porque el “ambón” era una especie de púlpito pequeño al que subía el
lector de las Epístolas o lecturas del Antiguo Testamento; al púlpito sólo podía subir un predicador
autorizado oficialmente por la jerarquía.
9.La homilía. Las explicaciones y aclaraciones acerca de las tres lecturas tenidas en la Misa o sobre
el sentido de la fiesta que se está celebrando, se tenía, antes del siglo XVII, entre el “oremos,
hermanos, para que este sacrificio...etc.” y la oración “sobre las ofrendas”, o después del credo; sólo
desde el siglo XVII se tiene la homilía inmediatamente después de la lectura del Evangelio. El
explicar lo leído en la reunión comunitaria era una costumbre hebrea precristiana; ese comentario lo
podía hacer cualquiera de los presentes en la sinagoga, como podemos ver en Lucas 4,16-30 o en
Marcos 1,21-22, lugares en que Jesús hace uso de esa costumbre; en Hechos 13,14-41 encontramos
a San Pablo haciendo lo mismo en otras sinagogas.
La homilía o explicación no la tenía uno solo, sino el obispo y cada uno de los presbíteros
presentes; recordemos que, al comienzo de la comunidad cristiana, la Eucaristía duraba desde las
seis de la tarde del sábado hasta la salida del sol el domingo, no había, pues, prisas. Como ya
dijimos en la letra h. de este mismo número, no había asientos de ninguna clase en ninguna iglesia
hasta el siglo XVI, y todo el mundo tenía que asistir a toda la Misa de pie. Durante toda la Edad
Media, después de la homilía se explicaba a los fieles presentes el Catecismo y las oraciones
comunes (el Padrenuestro, el Avemaría, el Gloria, la Salve, el Señor mío Jesucristo, el Yo pecador,
etc.). Siguiendo estas mismas costumbres, Martín Lutero explicaba el Catecismo después de la
homilía, ya en pleno siglo XVI. La homilía llegó a tener tal importancia en la Iglesia primitiva que
san Cesáreo, obispo de Arlés, en Francia, regaña a sus cristianos, en el siglo VI, porque, apenas
terminaba la homilía, la gente se iba a su casa, sin esperar ni a la oración del canon ni a la
comunión.
10.El Credo. Antes que nada: el Credo no se reza, porque el Credo no es una oración; el Credo se
profesa, o se confiesa, o se declara, pero no se reza. El Credo es la enunciación de un grupo de
verdades esenciales a nuestra fe y que corresponden a hechos salvadores de parte de Dios. Querer
“rezar” el Credo es como si quisiéramos “rezar” la Constitución Política de cualquiera de nuestros
países.
El Credo que llamamos “Credo Niceno” es del siglo IV (año 325) y ahora se le conoce más bien
con el nombre de “Credo Niceno-Constantinopolitano” por haber sido creado en el concilio de
Nicea y asumido como profesión esencial de fe en el concilio primero de Constantinopla (en el año
381); se usaba como declaración de fe inmediatamente antes de recibir el bautismo. Tiene tres
partes:
a.Confesión de fe en Dios Padre todopoderoso como creador de todo lo que existe.
b.Confesión de fe en Jesucristo, como redentor y señor, que tiene ahora todo el poder de Dios.
c.Confesión de fe en el Espíritu Santo como santificador e impulsador de todo lo creado hacia su
perfección completa.
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Sobre los Sacramentos en General.
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Este Credo tiene una clarísima influencia de la carta de san Pablo a los cristianos de la ciudad
griega de Efeso (capítulo 4,4-13). Afirma la divinidad de Jesucristo contra la herejía arriana, y la
divinidad y poder del Espíritu Santo, contra la herejía macedoniana. Fue un patriarca hereje
(Timoteo de Constantinopla) quien introdujo su recitación durante la Misa, en el siglo VI, pero
nunca para que lo recitara el celebrante, sino los laicos asistentes a la Misa. En Roma, todavía en el
siglo XI, nunca se recitaba el Credo durante las misas; luego se impuso en las misas que se decían
durante la conmemoración de alguno de los misterios de la fe enunciados en ese Credo, finalmente
pasó a ser recitado en todas las misas solemnes.
11.El ofertorio. Con el ofertorio empezamos en la Misa con la parte que se conoce como “Liturgia
Eucarística” propiamente dicha. Jesús tomó lo que en ese momento había sobre la mesa y que
sobraba en Israel hasta en la casa de los más pobres, pan y vino, y lo presenta a sus seguidores como
su cuerpo y sangre, para que lo coman y lo beban; mientras la Eucaristía fue parte del banquete
semanal comunitario, el ofertorio no tuvo ritos especiales. Lo que importaba a los primitivos
cristianos era la acción de gracias a Dios y la conmemoración de lo que Jesús había hecho en una
ocasión parecida, y no el pan o el vino como tales. Más que por sí mismos, el pan y el vino servían
muy bien a los primeros cristianos, todos ellos de origen mediterráneo, como símbolo de la comida
y bebida, porque el pan era la comida más sencilla para un ser humano que viviera junto al mar
Mediterráneo y la bebida más fácil de encontrar, allí, era y es el vino todavía hoy. El pan y el vino
servían como signo, símbolo y sacramento a esos primeros cristianos porque el pan y el vino eran la
comida y bebida que no faltaba ni siquiera en la mesa de los más pobres.
Contra el gnosticismo, de finales del siglo II, que despreciaba todo lo material, se remarcó, en la
comunidad cristiana, el valor de todos los objetos materiales que intervenían en el rito: el pan, el
vino, el agua. Los fieles llevaban desde sus casas el pan, el vino y el agua que se utilizaban en la
reunión de la comunidad. Como, desde el siglo IV, los cristianos dejaron de comulgar, al acentuar
exageradamente el aspecto de la divinidad de Cristo con detrimento de la importancia de su
humanidad, resultó que había muchas ofrendas de pan, de vino y de agua, y se consagraba poco
porque sólo unos pocos iban a comulgar, entonces se hizo coincidir la entrega de las ofrendas de los
fieles durante la Eucaristía con la preparación del pan y del vino que sí se iban a consagrar.
En Roma no pasaban los fieles a depositar sus ofrendas sobre la mesa que servía de altar, sino que
el Papa pasaba entre ellos recogiendo la ofrenda de pan y de vino. En España se introdujo la
costumbre, en el siglo VII, de ofrecer dinero en vez de pan y vino, pero esta costumbre sólo se
generalizó en toda Europa en el siglo XI. Todo el dinero recogido se repartía, al final de la
Eucaristía, entre los pobres presentes. Con las Cruzadas se puso de moda dejar sobre el altar de la
iglesia más cercana, en el momento de las ofrendas, una escritura en la que constara que si el
caballero que se iba a las Cruzadas no volvía vivo de la Tierra Santa, sus posesiones pasarían al
monasterio en cuya iglesia se había dejado la escritura, para que los monjes que fueran sacerdotes
dijeran misas por el muerto. Esa costumbre hizo degenerar no sólo el rito de la ofrenda por parte de
los fieles, sino también la pobreza de muchos monasterios. Entre las posesiones heredadas por el
monasterio estaban los siervos del señor feudal muerto, lo que convirtió a muchos abades de
monasterios no sólo en ricos, sino en señores feudales, dueños de tierras y gentes.
Desde el siglo III se ordenó que se rechazara el donativo de algunas personas: de los que vivían
públicamente en pecado (de cualquier clase de pecado que fuera: sexual o social); de todos los
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Sobre los Sacramentos en General.
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deshonestos, de los conocidos como ladrones, de los usureros (todos los que exigieran intereses por
sus préstamos); de los funcionarios públicos que hubieran manchado sus manos con sangre; de los
que vivían en enemistad con alguien de la comunidad. “Eorum qui pauperes opprimunt, donaria
sacerdotibus refutanda” (Estatutos de la Iglesia Antigua, canon 69; Los sacerdotes deben rechazar
los dones de aquellos que oprimen a los pobres). En algunas fiestas se consideraba obligatoria la
ofrenda, porque se consideraba que, varias veces al año, por amor, todo cristiano debía hacer
público o manifiesto su deseo de poner en común con los demás sus bienes. Todavía en el siglo IV
los diáconos daban un magnífico aviso, antes de la ofrenda, a los fieles: “los que hayan rezado las
oraciones anteriores que se acerquen; que las madres sujeten a sus niños; que no se quede quien se
encuentra en contra de alguien; que no se quede nadie por hipocresía; estemos todos de pie,
pendientes de Dios, para la ofrenda”.
Las oraciones que dice ahora, después del Vaticano II, el celebrante son las que todo judío dice
cuando, en su casa, va a comer o beber. Y son tan antiguas que probablemente son las mismas que
usaba Jesús siempre que comía o bebía; lo único que los cristianos hemos añadido es la frase final
de cada una de las dos: “El será para nosotros pan de vida”; “El será para nosotros bebida de
salvación”.
12.Del pan fermentado a las hostias. Entre el siglo IX y X se sustituyó, en Europa, el pan
fermentado, o sea el pan corriente, por el pan ácimo, o sea harina y agua, sin levadura. Pero hasta el
siglo XI, por la disputa con los cristianos de origen oriental, no se hizo obligatorio el uso del pan sin
levadura para la Eucaristía. Desde ese momento los fieles ya no ofrecieron sino dinero durante la
celebración de la Eucaristía, puesto que el pan que ellos hacían en sus casas era pan fermentado con
levadura. Es muy importante que anotemos que, aunque lo mandado en nuestras comunidades es
usar pan ácimo, en el concilio de Florencia, año 1439, (ver Denz-Hün n 1303) se hace constar que
la Misa es perfectamente válida tanto si se celebra con pan ácimo como con pan fermentado; ese
decreto jamás ha sido abolido y está en perfecta vigencia.
Con el cambio del pan fermentado al pan ácimo desaparecen varias costumbres importantes:
-Desaparece la participación de los fieles en el banquete de la comunidad, significada en su ofrenda
de pan y de vino.
-Desaparece el rito de “la fracción del pan” porque las hostias no necesitaban partirse. Recordemos
que ese rito era tan importante en el banquete eucarístico original que toda la celebración eucarística
había llegado a tomar su nombre de ese gesto y, así, era conocida como “la fracción del pan”.
-Casi desaparece la patena pues su tamaño se redujo, de golpe, de casi sesenta centímetros al
tamaño que tienen ahora, porque ya no era un platón en donde se ponían y partían los panes, sino
solamente un platito para unas cuantas hostias.
-Desaparece la costumbre de recibir la hostia en la mano, que era lo propio de un banquete y, desde
ese momento, se recibe la hostia en la lengua, acentuando el aspecto de respeto, pero con
detrimento evidente del aspecto de banquete. Por esta misma razón, sólo en el siglo XI aparecieron
los “comulgatorios” y el recibir de rodillas la comunión. Pero “recibir la comunión en la mano con
respeto es una forma muy oportuna de comulgar” (Benedicto XVI, “Dios y el mundo”, pág.388).
-Para la sacramentalidad-significatividad no resultó lo mismo presentar un pan, como Jesús, y decir
que era el cuerpo de Cristo, que presentar algo que no parece pan y decir que es pan y luego que no
es pan porque es el cuerpo de Cristo. La palabra “hostia” viene del verbo latino “hostire” que
significa herir, cortar, partir.
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Sobre los Sacramentos en General.
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13.La mezcla de vino y agua. El celebrante echa en el cáliz vino y un poquito de agua. Mezclar el
vino con un poco de agua era una costumbre griega que, en el tiempo de Jesús, se había extendido a
toda Palestina. Lo normal era echar tanta agua como vino. Hay que recordar que, en un país
desértico como Israel, el agua limpia era tan escasa y el vino tan corriente, que echarle agua limpia
a un poco de vino era mirado hasta como algo elegante y conveniente. Podemos suponer, sólo
suponer, que Jesús echaría, como era la costumbre, a partes iguales. Sólo con el concilio de Trento
se hizo obligatorio echar, durante la Misa, un poco de agua en el cáliz con vino, y eso sólo para
llevar la contra al grupo de Martín Lutero que criticaba esa mezcla.
El simbolismo original que se veía en esa mezcla no es el que se explica ahora. Ahora se dice que el
vino representa a la naturaleza divina y el agua a la naturaleza humana, que tal mezcla representa a
Cristo y a la Iglesia. El simbolismo original recalcaba no la diferencia o la calidad distinta de los
elementos mezclados, sino la inseparabilidad de lo mezclado: Cristo ya no podía ser separado de su
Iglesia, de su comunidad, de sus fieles, como ese vino ya no podía ser separado del agua con la que
se había mezclado; el cuerpo y la cabeza de la comunidad reciben la misma vida, son ya
“irremediablemente” uno.
En el Denzinger-Hünermann, n 1320 aparecen, en el Concilio de Florencia, varias explicaciones
para el sentido de esta mezcla.
14.El lavado de las manos. Mucho antes del cristianismo ya existía la costumbre de lavarse las
manos antes de comenzar cualquier rito sagrado. Entre los judíos y los musulmanes esto es lo que
todavía se llama “abluciones”. En los evangelios aparecen ejemplos tan claros como el que los más
de cuatrocientos litros de agua que Jesús convirtió, en Caná, en vino de primera clase (ver Juan 2,110) eran, precisamente, para usarse en las abluciones judías.
Los cristianos continuaron, de alguna manera, esta costumbre haciendo que el celebrante se lavara
las manos antes de salir de la sacristía hacia el altar. En el siglo XIII se introdujo un segundo
lavatorio de las manos antes de las palabras consagratorias porque se suponía, simbólicamente, que
ese momento equivalía a entrar en el lugar “santísimo” del templo y se copiaba el hecho de que en
ese momento el sumo sacerdote judío se lavaba por segunda vez. Finalmente se introdujo un tercer
lavado, después de recoger las ofrendas y, con Trento, éste último fue el único de los tres que
permaneció, dejándonos entrever cuál era la razón original del lavatorio de las manos: después de
recoger las ofrendas de pan, vino, agua, etc., el celebrante debía lavarse las manos pues no le
quedaban limpias.
Originalmente, mientras el celebrante se lavaba las manos, solamente recitaba el versículo 6 del
salmo 25: “Lavaré mis manos entre los inocentes, y rodearé, Señor, tu altar”. Poco a poco se fueron
agregando todos los demás versículos de ese salmo, que ya no tenían nada que ver con lo que el
celebrante estaba haciendo.
15.Oración sobre las ofrendas. El “oren, hermanos, para que este sacrificio, mío y de ustedes, sea
agradable a Dios Padre todopoderoso” era una de las apologías o “autodefensas” del celebrante. Es
decir, el celebrante se dirigía a toda la comunidad, pidiendo que todos los presentes rogaran a Dios
por él, que estaba celebrando el rito en nombre de toda la comunidad. Hasta el año 900 el pueblo no
contestaba nada a esta súplica; la respuesta actual apareció en el siglo XI, y, fuera de Italia, era muy
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Sobre los Sacramentos en General.
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raramente usada. Inmediatamente después de esa súplica a la comunidad, el celebrante decía la
oración sobre las ofrendas, oración que, desde el siglo VIII, se decía en voz baja, porque el pueblo
había comenzado a hablar otras lenguas y no entendía el latín, y, entonces, esa oración comenzó a
llamarse “oración secreta”. Con esa oración en voz baja terminaba la entrega de las ofrendas; desde
el concilio Vaticano II se dice la oración en voz alta y ha pasado a llamarse, como es lógico:
“oración sobre las ofrendas”.
16.El Prefacio Se podrìa pensar que lo llamamos “Prefacio” porque precede al canon consecratorio
de la Plegaria Eucarìstica. Pero las palabras proceden del latin “prae-fari”, “proclamar en presencia
de”. Originalmente la totalidad de la Plegaria Eucarìstica se llamaba “Prefacio”, porque es
proclamada en presencia de Dios. Es parte sumamente importante de la Eucaristía. Si la palabra
“Eucaristía” significa “acción de gracias” o “agradecimiento”, el Prefacio es precisamente, dentro
de todo el rito que, todo él, es para dar gracias a Dios, el momento que plasma con mayor claridad
esta actitud esencial en el banquete de la comunidad de cristianos.
Comienza con un diálogo que es el que en Israel, en todos los ritos hebreos, precedía a toda acción
de gracias por una cena: “Que el Señor esté con ustedes”; “Y también contigo” o “Y con tu
espíritu”. “Levantemos el corazón”; “Lo tenemos levantado hacia el Señor”. “Demos gracias al
Señor, nuestro Dios”; “Es justo y necesario”. El diálogo lo dirigía quien presidía la mesa. Su
contenido nos evidencia que es el pueblo legítimamente reunido el que confirma con sus
aclamaciones la decisión importante de dar gracias a Dios por muchos motivos, pero, sobre todo
por el principal motivo que es la persona de Jesucristo, y que da gracias a Dios por medio de la
oración de alabanza que el celebrante está diciendo en nombre del pueblo.
Fue san Isidoro de Sevilla, en el siglo VII, el que separó esta oración, “eucarística” por excelencia,
de las que empezó a llamar expresamente “palabras consecratorias”, como si no formaran todas
ellas una sola oración de alabanza y conmemoración. Aunque, como ya dijimos antes, desde finales
del siglo IV, San Ambrosio había señalado las palabras de Jesús en la última cena como las
palabras de la “consagración”.
Durante los primeros siglos, el Prefacio era improvisado por el celebrante; luego apareció una
cantidad grande de formas fijas de prefacios, a escoger por el celebrante en el momento; así hasta el
siglo VII. Debido a los abusos, que se prestaban para la difusión de ideas raras o verdaderas
herejías, esa variedad de prefacios se vio claramente restringida, y en el concilio de Trento se
impuso la serie de prefacios fijos que todos hemos conocido hasta el concilio Vaticano II, concilio
que ha vuelto a abrir las puertas a una serie mucho más amplia y variada.
17.El “Sanctus”. Es probablemente el trozo más antiguo de toda la liturgia fija de la Eucaristía, es
precristiano. Lo recitaban todos los judíos, cada mañana, dentro de la oración (“las dieciocho
bendiciones”) que todos deben rezar por primera vez en el día al levantarse. Como la Eucaristía, al
separarse del banquete del sábado por la noche, pasó a celebrarse por la madrugada del domingo, se
incluyó en la oración de alabanza a Dios por Jesucristo este pedazo de la alabanza judía matutina.
Lo cantaba todo el pueblo en las eucaristías primeras hasta que el coro asumió esa función porque
el pueblo ignoraba ya el latín, en plena Edad Media.
El “sanctus” está compuesto de dos cantos juntos: el que comienza con la triple aclamación82
Sobre los Sacramentos en General.
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afirmación “santo, santo, santo” y el segundo es el “benedictus”: “bendito el que viene en nombre
del Señor”. Analicemos las partes.
En el idioma Hebreo no existen los superlativos; para poder decir “santísimo” debe ponerse dos
veces la palabra “santo”, recordemos la expresión, traducida literalmente, “el santo de los santos”,
que no es otra cosa que el lugar “santísimo” del templo. En este caso se ha triplicado la afirmación
(“santo, santo, santo”) para convertirla en un superlativo absoluto de santidad; eso significa que la
expresión hebrea habría que traducirla, si se pudiera, en “el más que santísimo”, o algo así, como
“el supersanto”. Recordemos también que “santo” originalmente significaba “distinto”. La
traducción alternativa vendría a ser algo así como “trascendente” o “incomparable”. La primera
parte del canto del “Sanctus” procede de la visión del profeta Isaías en el templo (ver Isaías 6,1-3).
Para un hebreo, lo que se ve de la santidad de Dios es la gloria; cuando Dios se deja ver por un ser
humano, lo que éste ve es la gloria de Dios, que corresponde en la esencia divina a la santidad.
Digámoslo de otro modo: Dios hacia dentro, según los hebreos, es santidad; Dios hacia fuera es
gloria. Por eso se proclaman juntas, la santidad y la gloria de Dios, en este canto.
La palabra “hosanna” es tan antigua que se mantuvo en el canto del “Sanctus” a pesar de que ya
nadie sabía qué exactamente significaba. Parece que originalmente significaba “¡Ayuda, pues!”; lo
que se estaba de hecho diciendo a Dios es: ya que Tú eres todo eso, ¡ayúdanos!, una cosa muy típica
de la mentalidad oriental: comprometer al que se alaba, con la alabanza, para que tenga que ser,
para mí, eso que digo en la alabanza. “Hosanna” pasó a referirse siempre a Dios en las alabanzas
que se le dirigían y acabó teniendo el sentido de una alabanza.
“¡Hosanna!. Originalmente, èsta era una expresión de sùplica, como “¡Ayùdanos!”. En el séptimo
dìa de la fiesta de las Tiendas (Tabernàculos), los sacerdotes, dando siete vueltas en torno al altar
del incienso (en el templo de Jerusalèn), la repetían monótonamente para implorar la lluvia”. (ver
J.Ratzinger Benedicto XVI, Jesùs de Nazaret, Desde la Entrada en Jerusalèn hasta la Resurrecciòn;
Ediciones Encuentro, Madrid, Primera Ediciòn, marzo de 2011, p 17).
El “Benedictus” se unió, en Occidente, al “Sanctus” en el siglo VII, y en Oriente un siglo después.
Procede de Mateo 21,9. La expresión “El que viene” puede entenderse referida a Jesús que entraba
en ese momento en Jerusalén, o de Jesucristo que viene como Señor (ver Apocalipsis 1,7-8; 22,20)
del universo. La liturgia mantiene la expectativa: Cristo es siempre “el que viene”.
18.El “Canon”.Con el diálogo del Prefacio entramos en la parte central y esencial de la celebración
de la Eucaristía: el canto-oración-alabanza-bendición a Dios por Jesucristo, que sólo acabará con el
“Por Cristo, con El y en El, etc.” La palabra “Canon” significa “regla” o “norma”. La oración tomó
el nombre porque era una norma o regla rezarla así, con todas esas partes y sentidos, y tomó el
nombre de “Canon” desde que se volvió obligatorio decirla así y de esa manera y con esos gestos.
Al comienzo de la Iglesia, el que presidía la comunidad la iba improvisando en voz alta y los
cristianos asentían a sus afirmaciones con aclamaciones, también dichas en voz alta y espontánea.
Desde la época de Carlomagno (finales del siglo VIII y comienzos del IX), cuando ya el pueblo va
dejando de entender el latín, el celebrante de la Eucaristía reza el canon en voz baja y hasta de ese
detalle se buscó una interpretación alegórica, posteriormente, diciendo que sólo el celebrante
penetraba en el “sanctasanctorum” de la Eucaristía ya que representaba al Sumo Sacerdote judío,
que sólo él podía entrar en el “santo de los santos”, o lugar “santísimo”, del templo (ver Hebreos
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Sobre los Sacramentos en General.
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9,6-12). Se trata, como advertimos antes, sólo de una interpretación alegórica rebuscada. En
realidad, el celebrante-presidente de la Eucaristía rezaba solamente él las oraciones del canon
porque iba improvisando, en nombre de la comunidad, la alabanza agradecida y conmemoratoria de
lo que Jesús había hecho con el pan y con el vino. Al seguir haciéndolo en latín, cuando ya casi
nadie entendía ese idioma, empezó a rezarlas en voz baja. Esa interpretación alegórica alusiva al
Sumo Sacerdote judío dio origen a que el celebrante-presidente confesara de nuevo, en ese
momento de la Misa, sus culpas, porque se consideraba indigno de entrar en ese “sanctasanctorum”.
En algunos lugares de Europa, en cuanto empezaba el canon, apenas pasado el sanctus, un coro de
clérigos se dedicaba a recitar en voz alta los salmos, con lo que el pueblo fue quedando cada vez
más aislado del sentido de lo que, en nombre suyo, se estaba efectuando sobre el altar. En algunos
lugares se llegó a poner un biombo de cortinas entre el celebrante y el pueblo, en otros, como ya
dijimos antes, se había encerrado al altar entre rejas y asientos altos de madera labrada que
formaban parte del “coro” de los canónigos. Fijémonos bien, hubo un momento, antes del siglo
XIII, en que lo único que los fieles veían durante la celebración de la Eucaristía era que el
celebrante extendía los brazos, se inclinaba a besar el altar o se arrodillaba, y ya no oía nada. En el
siglo XIII se introdujo la elevación del pan y del vino consagrados, para que los fieles vieran lo que
en nombre suyo se había obrado, pero eso era todo y, peor aún, se fue uniendo a esta última práctica
un montón de ideas supersticiosas que tuvo que corregir el concilio de Trento. En gran parte con
este aislamiento, silencio, y posición de espaldas al pueblo, llegamos hasta el concilio Vaticano II.
19.La oración de “transición”.Entre el “sanctus”, canto de alabanza, y la oración llamada “epiclesis
consecratoria”, hay una oración en la que se ofrece a Dios el único don digno de El que puede
ofrecer el cristiano: a Cristo mismo significado en la comida y bebida. Esa oración, dentro de la
gran oración de acción de gracias que es toda Eucaristía, se llama oración “de transición”.
20.La “epiclesis”.Es una oración de invocación sobre las ofrendas. La palabra, griega, “epiclesis”
significa “llamar sobre”, “invocar sobre”. Se invoca al Espíritu Santo, a toda la fuerza de Dios, a
todo su impulso, a todo lo que mueve a Dios, a todo lo que El es, a su amor, para que se haga
presente y convierta estas ofrendas en lo que para nosotros es el cuerpo y la sangre de Jesucristo.
Esta oración es importantísima (tanto, que los cristianos de rito oriental dicen que es durante esta
oración que se lleva a cabo lo que entendemos como la consagración-transubstanciación), porque es
la fuerza de Dios, el Espíritu Santo, el que hace todo lo que en la Iglesia se hace, no las palabras del
celebrante; las palabras del celebrante son sólo el medio y él es solamente el instrumento que Dios
utiliza para hacer presente el único sacrificio de la cruz, llevado a cabo una sola,( pero definitiva, de
valor infinito, y eterna) vez por Jesucristo (ver toda la carta a los Hebreos). No se trata de algo
mágico, sino de un sacramento, un signo sensible que hace presente, realmente presente, algo
invisible a los sentidos y visible sólo para la fe. Los cristianos orientales dicen: si Dios se hizo
carne, es decir visible, palpable y tocable, si asumió la humanidad, fue por “obra y gracia del
Espíritu Santo”, igual, en la celebración de la Eucaristía.
21.El relato de la institución. A la “epiclesis” sigue el relato de lo que Jesús, en una ocasión
parecida, es decir: en el seno de su comunidad y ante el pan y el vino, queriendo dar gracias a Dios,
decidió decir y hacer.
Aunque nos parezca raro, en toda la antigüedad cristiana, hasta muy entrada la Edad Media, no
existió interés entre los cristianos para averiguar el momento exacto, de entre toda la oración
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Sobre los Sacramentos en General.
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eucarística, en el que se llevaba a cabo la conversión-transubstanciación del pan y del vino en el
cuerpo y sangre de Jesús. Para decir cuándo se llevaba a cabo esto, ellos se referían en general a
toda la oración eucarística en su conjunto, es decir: desde el Prefacio hasta el “Amén” solemne con
el que termina el canon, antes del Padrenuestro. Es más, existían en la Iglesia fórmulas de
celebración eucarística en la que no aparecían expresamente las palabras “Esto es mi cuerpo” y
“Esto es mi sangre” (las fórmulas eucarísticas que aparecen, por ejemplo, en las “Constituciones
Apostólicas”, o en el canon que vemos en la “Didaché”, o en el canon llamado “de los Apóstoles” o
de Adai y Mari), como la celebración, antiquísima, que tenemos como “oficio” el viernes santo y
que, por no tener lo que ahora entendemos como las explícitas y propias palabras de la
consagración, es llamada por la Iglesia “oficio” y no “celebración eucarística” o “Misa”. A ellos les
bastaba la oración eucarística en conjunto y (ver 1 Corintios 11,23-26) hacer en ella la
conmemoración de la muerte y resurrección de Jesús, como todavía se hace, en el canon actual,
inmediatamente después de la consagración. La Escolástica, con su preocupación de aclarar todo lo
de “materia “ y “forma”, “ministro” y “sujeto” de cada sacramento, fue la que puso el acento
definitivo en un punto y en unas palabras determinadas, señalándolas como aquellas por las que se
da la “transubstanciación” (que, por cierto, no es un término sacado de la Sagrada Escritura, sino de
la filosofía aristotélica). Con estas aclaraciones de la Escolástica, la Eucaristía pasaba
definitivamente de poner el acento en la intención de la comunidad, a ponerlo en una frase concreta
y en unos objetos concretos: el pan y el vino.
La transubstanciación: el término no denota un enunciado físico. “Jamás se ha afirmado que se
transforme la naturaleza física. La transubstanciación tiene lugar en otro nivel. La tradición afirma
que es una acción metafísica. Lo que en sentido puramente físico es pan o vino, es asumido en lo
más hondo por Cristo de tal manera que se transforma desde dentro y Cristo se da realmente a sí
mismo” (Benedicto XVI, “Dios y el mundo”, página 386).
“No puede realizarse el milagro de que un cuerpo estè localmente en dos lugares al mismo tiempo,
pues el cuerpo de Cristo no està en el altar de un modo local, aunque milagrosamente puede darse
que dos cuerpos estèn en el mismo lugar” (Santo Tomàs de Aquino, Suma, Supl., qu 83 a 3, soluc
4).
“La conversión sustancial del pan y del vino en su cuerpo y en su sangre introduce en la creación el
principio de un cambio radical, como una forma de “fisión nuclear”, por usar una imagen bien
conocida hoy por nosotros, que se produce en lo más íntimo del ser; un cambio destinado a suscitar
un proceso de transformación de la realidad, cuyo término último será la transfiguración del mundo
entero, el momento en que Dios será todo en todos (cf. 1 Cor 15,28) (Benedicto XVI, Sacramentum
caritatis, 11).
Cuando decimos que Cristo se hace presente en la Eucaristía, no debemos pensar en el Jesús
mortal, sino en el Cristo resucitado. Santo Tomás de Aquino, a quien se le pidió que explicara
cómo una hostia podía sangrar, respondió: “sea lo que sea esa sangre, una cosa es cierta: no es la
sangre de Cristo” (Suma Teol., 3, q.76, a.8).
22.Los “mementos”. Decir los “mementos” era decir las “intercesiones”, la mención de aquellos a
quienes queremos tener especialmente presentes. Ya en el siglo IV se mencionaba en forma
especial a todos los presentes, a los obispos de otras comunidades con las que se estaba en la común
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Sobre los Sacramentos en General.
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unión de la fe y del amor. Excluir a alguien del “memento” era una forma de negar oficialmente la
comunión de fe con esa persona. En Europa siempre se mencionaba el nombre del obispo de Roma
y sólo en el siglo XI se empezó a introducir en el memento el nombre del obispo propio de la
región; esto último era una cuestión de lógica porque, hasta bien entrada la Edad Media, era él, el
obispo propio de la región, el que presidía siempre la Eucaristía de su comunidad.
Se hacía también mención especial de aquellos que, habiendo muerto, podía suponerse que habían
sido tan fieles a su fe como los primeros cristianos. Los difuntos en general entraron en la Misa en
el siglo V. Durante toda la Edad Media, a pesar de la proliferación escandalosa que se da de las
misas por los difuntos, estuvo prohibido decir Misa de difuntos en domingo.
23.Conclusión de la plegaria eucarística. El canon llega a su plenitud final de plegaria agradecida
con el “Por Cristo, con El y en El, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo,
todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos”; a lo que el pueblo responde “Amén”. Este
“amén” es la respuesta más solemne del pueblo a todo lo que se ha dicho en su nombre durante toda
la Eucaristía, es la forma que el pueblo tiene de refrendar con un “¡así es!” todo lo que el celebrante
ha dicho y hecho en nombre de la comunidad, como miembro de y para la cual lo ha dicho y hecho.
Este “amén” era, todavía a finales del siglo V, una exclamación entusiasta y repetida
espontáneamente por el pueblo presente. La peregrina Heteria o Egeria que, a finales del siglo V,
viajó desde España hasta Jerusalén, cuenta que, desde cualquier parte de Jerusalén se podían oír las
exclamaciones gritadas por los cristianos en este momento de la Eucaristía. El celebrante, según
parece por ese relato, decía “Por Cristo” y el pueblo gritaba refrendando su asentimiento “¡Amén!”,
y así a cada una de las afirmaciones del celebrante durante esta oración final del canon.
24.El rito de la comunión. Como ya hemos hecho notar varias veces, la Misa es esencialmente un
banquete de acción de gracias a Dios por Jesucristo. Se ofrece a Dios algo de lo que El toma
posesión y, por lo mismo, es un “sacrificio”, un sacrificio de comunión. Por esa sangre, la sangre de
Jesucristo, se pacta la alianza nueva y definitiva entre Dios y su pueblo, pero, entre los hebreos, una
alianza siempre se pactaba con un sacrificio de consanguinidad y comunión, la Misa es el banquete
de comunión; común unión entre los miembros que participan del mismo banquete y común unión
entre Dios y los miembros de su pueblo (ver 1 Corintios 10,16-18).
“Cuando vieres en la iglesia al pobre con el rico, al particular con el magistrado, al plebeyo con el
magnate, al que fuera temblaba ante el príncipe, unido con él aquí dentro sin temor alguno, piensa
que ha llegado el momento en que encuentra cumplimiento aquella profecía: “Entonces (en el
Reino de Dios) se apacentarán juntos el lobo y los corderos (ver Is 11,6)” (San Juan Crisóstomo;
Homilía contra los que se embriagan y sobre la resurrección de Cristo, 3; PG 50, 437). San Pablo es
tajante en su condena a los corintios que celebraban una eucaristía con la comunidad cristina
escindida por la injusticia: “No están ustedes comiendo el Cuerpo y la Sangre de Cristo, sino su
propia condenación” (1 Cor 11,17-34). San agustín escribe: “El pan de la concordia no se puede
comer donde no hay concordia” (Sobre el evangelio de san Juan, 26, 14).
En la Edad Media se introdujeron pràcticas extrañas a nuestra mentalidad teológica que tuvieron
que ser prohibidas por los “concilios” eclesiásticos. El concilio de Auxerre (canon 12), por ejemplo
(años 561-605) dice: “No està permitido darle la eucaristía a los muertos ni besarlos. Tampoco
envolver los cuerpos con paños fúnebres ni manteles de altar”(sobre los cuales se hubiera tenido la
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Sobre los Sacramentos en General.
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Eucaristìa). (ver Supersticiones en la Edad Media, Jean Verdon, Editorial El Ateneo, Buenos Aires,
2009, p 80).
A un banquete se asiste para comer y beber, aunque no se asista sólo para comer y beber; al
banquete se asiste para participar, o sea para tomar parte, para tomar una parte. Con el “Por Cristo,
con El y en El...etc.”, hemos pasado, en la Misa, a la parte del banquete que es comer y beber, a la
parte que es más comunión. Hasta el siglo IV se tenía la comunión inmediatamente después de esa
última alabanza cumbre, sin preparación especial alguna puesto que todo el banquete eucarístico se
consideraba preparación. Luego se empezó a considerar el Padrenuestro la mejor preparación para
la comunión. Dios es nuestro padre y no podemos hacernos hijos de un mismo padre sin hacernos,
al mismo tiempo, hermanos entre nosotros; ¿qué mejor forma de significar la consanguinidad que
compartimos y el compromiso que eso conlleva?
25.El Padrenuestro. Era la oración que se revelaba sólo a los neófitos (a los nuevos cristianos) sólo
después de ser bautizados, aunque su preparación para el bautismo hubiera durado 15 años. El
Padrenuestro era parte de lo que los cristianos de los primeros siglos de la Iglesia llamaban “la ley
del arcano” (la ley del secreto) por la que se ocultaban las cosas más sagradas a los que no eran
cristianos, y sólo se hablaba de ellas en formas simbólicas para que sólo las entendieran los
“iniciados”; recordemos que en esa época estaba prohibido, con pena de muerte, ser cristiano. El
día de su bautismo-confirmación, que era siempre también el día en que participaba a pleno derecho
de su primera Eucaristía, al llegar al momento de la comunión, se le decía al recién bautizadoconfirmado: ahora te vamos a revelar lo más importante y lo más secreto: tienes derecho a llamarle
“papá” a Dios, y a sentirte su hijo. Podemos imaginarnos la emoción que embargaba al recién
bautizado-confirmado. Es Jesús quien nos revela que nuestra relación con Dios llega al grado de
intimidad familiar que nos permite llamarlo “papá”. Por eso, todavía hoy, al llegar este momento de
la Misa, decimos que sólo porque así nos lo recomendó Jesucristo, y tal como El, nos atrevemos a
decir: Padre nuestro....
El Padrenuestro es la oración perfecta, la oración por medio de la cual sabemos que estamos
pidiendo lo que de verdad necesitamos: que venga el Reino de Dios...todo lo demás se nos dará por
añadidura (ver Lucas 12,31).
26.El rito de la paz. Las dos oraciones que vienen después del Padrenuestro son para pedir la paz;
una para pedir la paz de cada uno de los cristianos, dentro de la comunidad “civil”; la otra para
pedir la paz dentro de la comunidad de fe. “dense fraternalmente la paz” era el aviso que
originalmente indicaba que todos los presentes debían darse el beso de paz, una costumbre
extendida por todo el Oriente. Al comienzo de la Iglesia, este rito de darse la paz mutuamente, se
tenía inmediatamente antes del ofertorio, para cumplir lo que dice Jesús, en Mateo 5,23-24, “Si al
llevar tu ofrenda ante el altar, allí te acuerdas que tienes algo contra tu hermano, deja allí tu ofrenda,
ve primero a reconciliarte con tu hermano y luego vuelve a ofrecer tu ofrenda”. ¿Con qué cuerpo de
Cristo estaríamos comulgando si alguno de los miembros de ese cuerpo, o sea alguno de nuestros
prójimos, se nos quedara atragantado en la garganta? Por esta idea última es que se trasladó, en el
siglo VII, el beso de la paz a este momento de la Misa.
Originalmente, todos los presentes se daban mutuamente el beso de paz; debido a desórdenes
ocasionales se cambió el rito. Se hizo una especie de medalla o plancha con una representación de
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Sobre los Sacramentos en General.
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Cristo, simbólicamente imaginado como el “cordero de Dios”, y el obispo besaba esta medalla o
plancha y luego se pasaba entre todos los presentes que la besaban también. En algunos casos se
hacía, la especie de medalla de cera, del cirio pascual. Este cambio en el beso fue el que unió a este
momento del beso de paz el canto del “Agnus Dei”, “Cordero de Dios que quitas el pecado del
mundo, ten piedad de nosotros” (dos veces) y luego: “Cordero de Dios, que quitas el pecado del
mundo, danos la paz”.
A propósito del beso de paz, san Clemente de Alejandrìa se siente obligado a diferenciar entre el
beso “profano” y el beso “eucarístico”: “Si hemos sido llamados al Reino de Dios, vivamos de una
forma digna de este Reino: amando a Dios y al prójimo (Mt 22,37-39). El amor no consiste en un
beso, sino en la benevolencia. En efecto, hay quienes hacen resonar las iglesias con un beso, sin
tener amor dentro de su corazón. Hacer un uso desmedido del beso, que debería ser mìstico –el
apóstol lo llamò santo-, ha desencadenado vergonzosas sospechas y calumnias. Gustado
dignamente el Reino, dispensemos la benevolencia del alma a través de la boca casta y cerrada, por
la que se muestra su carácter pacìfico. Existe también otro beso impuro, plagado de veneno, que
finge santidad.” (Citado en Jesùs Espeja, Para comprender los sacramentos; Ed.Verbo Divino,
Estella, 1996, 5ª edición).
El beso de paz continuò en la Iglesia de Occidente hasta el siglo XIII y, en la mayoría de las iglesias
de Oriente, se ha conservado hasta ahora (Ver Clemente, El pedagogo III; vèase también
Atenàgoras, Mensaje para los cristianos, cap XXXII, pp 81,1-4).
27.La Fracción del pan. Al rito del beso de paz seguía el de partir los panes que se iban a utilizar
para la comunión, el rito de “la fracción del pan” que, originalmente tenía tal importancia (por
recordar directamente lo que Jesús había hecho en la última cena) que había dado nombre a toda la
celebración eucarística. Mientras el celebrante-presidente partía los panes sobre el platón de la
patena, el pueblo permanecía cantando el “Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo...”
tantas veces cuantas hicieran falta para llenar el tiempo que tardara el celebrante en partir los panes;
justamente por esto, hasta el siglo XI, el celebrante no cantaba el “Cordero de Dios”, sino
solamente el pueblo. Cuando se introdujeron las hostias y se suprimieron los panes, la letanía de
cantos se redujo a tres invocaciones del “Cordero de Dios”.
Partir la hostia grande del celebrante y mezclar un pedacito de pan consagrado en el cáliz nació por
varias razones:
a.Para dar a entender que se mantenía el rito de partir el pan y mantener el sentido de “la fracción
del pan”, aunque ahora fuera simbólicamente.
b.Para dar a entender que Jesucristo estaba realmente presente tanto bajo la especie de pan como
bajo la especie de vino y que los dos elementos son sólo dos formas de presencia de Cristo en lo
mismo: comida y bebida.
c.Porque al comienzo, y así hasta el siglo VIII por lo menos, lo normal es que los presbíteros
celebraran y presidieran la Eucaristía sólo en nombre y representación de su obispo o
concelebrando con él en la catedral. Cuando un presbítero iba a representar a su obispo para presidir
una Eucaristía, llevaba un pedazo de pan consagrado por el obispo, para echarlo en el cáliz de la
Misa que iba a presidir y, con ello, significaba, ante todos los cristianos presentes, su unión con el
obispo, su comunión de fe con el obispo del lugar, y con la comunidad cristiana en general a través
de su obispo.
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28.La “Oración después de la comunión”. Al rito de la comunión de todos los presentes, sigue una
oración que re-coge el sentido de acción de gracias que debe penetrar todo el banquete comunitario,
si quiere merecer el nombre de “Eucaristía” (en griego: agradecimiento).
29.Bendición y despedida. Ahora, después de la última oración, se invoca solemnemente el nombre
de Dios sobre todos los presentes. Recordemos el enorme sentido que el nombre, y la invocación
del nombre, tenía para los antiguos. Nombrar a Dios es hacerlo presente. Bendecir es siempre, por
eso, mencionar el nombre de Dios, hacer presente a Dios por medio de la mención solemne de su
nombre. “Bendecir” es, esencialmente, bien decir; decir el nombre de Dios es decir bien, es decir lo
mejor que se puede decir; es decir lo que puede hacer efectivas las mejores capacidades y
posibilidades de un ser determinado, en este caso: cada cristiano y la comunidad cristiana entera.
Después de haber invocado-convocado a Dios por medio de la mención solemne de su nombre,
podemos irnos en paz. Llevamos a Dios con nosotros, y eso nos obliga a hacer Eucaristía nuestra
vida fuera de la reunión comunitaria que acabamos de terminar.
4. RESUMEN FINAL.
“Eucaristía” significa “acción de gracias”, “agradecimiento”. Un grupo de judíos, con toda su
mentalidad hebrea y su idea totalmente trascendentalista de Dios (su Dios es un Dios eterno,
infinito, inmanipulable, innombrable); un grupo de judíos ferozmente monoteístas, que creen en un
Dios solo, al que nada se le parece y que, por lo tanto, es un Dios irrepresentable e in-imaginable,
tienen una experiencia tal con la persona de otro judío, Jesús de Nazaret, que, en adelante, no
pueden saber lo que es Dios, ni acercarse a Dios, sino a través de lo que ese judío, Jesús, ha dicho y
hecho. Por El, se sintieron liberados, desatados, redimidos, cambiados; Jesús de Nazaret se les
había hecho absolutamente indispensable, insustituible, y era quien daba sentido a cada una de las
realidades de su vida. Este grupo de judíos cambiados, decidieron reunirse para dar gracias a Dios
por Jesucristo, por todo lo que El había significado para ellos y seguía significando, para esperar
juntos la venida de Jesús de Nazaret como Señor del Universo, para recordar y repetir lo que Jesús
había dicho y hecho en su última cena con ellos.
Por ese predominio de la acción de gracias y alabanza se empezó a llamar a esa cena comunitaria
“Eucaristía”. “Eucaristía” era, pues, para esos primeros cristianos, sobre todo la actitud. Se reunían
para esa cena cada domingo, día en que Jesús había resucitado, pero ellos empezaban el domingo el
sábado en el momento en que salía la luna. Permanecían juntos hasta la salida del sol del domingo e
improvisaban las oraciones con las que daban gracias a Dios. Debido al desarrollo del dogma
trinitario y los errores a los que se prestó esa improvisación, surgieron rápidamente fórmulas-tipo
de oraciones de acción de gracias para esa cena comunitaria. Al darle importancia a esas fórmulas,
se comienza a llamar “Eucaristía” al conjunto de esas fórmulas-tipo de oraciones. Al llegar el
concilio de Trento y al predominio de la Escolástica en la explicación de la teología, se pone el
acento en que cada sacramento tiene “materia”, “forma”, “ministro”, y “sujeto” y, entonces,
empieza a llamarse “Eucaristía” exclusivamente al pan y al vino, después de que el presbítero
celebrante haya dicho sobre ellos las palabras exactas de la consagración-transubstanciación.
Durante diecinueve siglos la Eucaristía fue considerada un sacramento para adultos y el final89
Sobre los Sacramentos en General.
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cumbre de un rito de iniciación en la fe cristiana que estaba constituido, el rito de iniciación, por
tres pasos graduales: Bautismo de agua, bautismo de fuego y Espíritu, Eucaristía. A comienzos del
siglo XX, el Papa Pío X exhorta a los cristianos a permitir la participación plena de los niños,
apenas lleguen a su uso de razón, en la Eucaristía, por medio de su “primera comunión”.
Durante el concilio Vaticano II, se hicieron cambios en la Liturgia de los Sacramentos que
volvieron a la celebración de la Eucaristía más comprensible y accesible a la mentalidad de los
hombres del siglo XX. Si hemos seguido la lectura de este trabajo hemos podido ver, con toda
facilidad, cómo, en el transcurso de estos dos mil años, la Eucaristía ha cambiado en su celebración,
y seguirá habiendo cambios; la Iglesia es un cuerpo vivo y, además, está siempre en camino hacia la
plenificación de Cristo y del Reino de Dios, sólo los fósiles permanecen inmóviles y muertos. Haya
los cambios que haya, hay cinco cosas que, por pertenecer a la esencia de la Eucaristía,
permanecerán siempre presentes en el rito.
a.La Eucaristía es siempre reunión. Es decir, la Eucaristía es para re-unirse, para unirse de nuevo.
En la Eucaristía debe estar presente un grupo de personas que tengan algo en común y que tenga el
deseo de re-unirse. Salir de la Eucaristía amando menos a los demás es una contradicción evidente.
Como es esencialmente reunión, los individualismos están totalmente excluidos. A la Eucaristía se
va a estar con los demás, a verlos, a expresar juntos la fe común, a unirse con ellos. Por muy
recomendable que sea una devoción concreta no es para ejercitarse durante la celebración
comunitaria de la Eucaristía; sería como llevar un emparedado al banquete en el que está cocinando
el mejor cocinero del mundo y nosotros estamos invitados a comer lo que él ha preparado para
nosotros. Si mandamos a nuestros hijos a Misa y nos quedamos en la casa, esa Eucaristía sirvió
para separar a la familia; si vivimos en una parte de la ciudad y vamos a Misa al extremo contrario,
esa Eucaristía sirvió para separarnos de nuestros vecinos. Tenemos que salir de la Misa re-unidos,
unidos de nuevo entre nosotros y con Cristo.
b.La Eucaristía es esencialmente un banquete. A los banquetes no se va sólo a ver o a oír, el
banquete no es un espectáculo o concierto; al banquete se va a participar, a tomar parte, a tomar una
parte y hacerla carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre. Nada debe disminuir el sentido de
banquete que la Eucaristía debe siempre tener. Oír o ver la Misa sin comulgar es lo menos que se
puede hacer en la Eucaristía, no lo más.
c.La Eucaristía debe celebrarse en nombre de Jesús. No cualquier reunión o banquete es una
Eucaristía, y no basta comenzarla persignándonos y con ello mencionar el nombre de Dios, o
terminar con la bendición, una nueva mención solemne del nombre de nuestro Dios. “En nombre
de”, en la mentalidad judía de los primeros cristianos, significaba “en presencia de”, así que la
Eucaristía debe celebrarse como si Cristo Jesús estuviera presente perceptiblemente entre nosotros,
porque nosotros, los católicos, decimos que El está realmente presente en ella. Recordemos,
además, que el mismo Jesús dijo que en donde estuviéramos dos o tres de nosotros reunidos allí
estaría El presente entre nosotros.
d.La Eucaristía es esencialmente para dar gracias a Dios. Aunque delante de nuestro Dios nosotros
nos presentamos como somos, con todas nuestras necesidades, la Eucaristía no es para pedir, sino
para dar gracias. La Eucaristía no puede convertirse en un tranquilizante nervioso, o en un comercio
con Dios (yo te doy algo a ti para que tú me des algo a mí), o con el cura. Es esencial a la Misa que
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siga siendo Eucaristía, o sea actitud agradecida con Dios por lo que Cristo ha significado, significa,
y significará en nuestra vida; si Cristo no significa de verdad nada en nuestra vida, nosotros no
tenemos nada que hacer en una Eucaristía.
e.Es esencial a la Eucaristía que recordemos en ella lo que Jesús dijo e hizo en la última cena con
sus seguidores, y para qué lo dijo e hizo. Recordamos, cada vez que comemos del pan y bebemos
del vino eucarísticos, la muerte de Jesucristo hasta que El venga como Señor (ver 1 Corintios
11,26); cada vez que coman de este pan y beban de este cáliz acuérdense de mí (ver Lucas 22,1520), nos dijo el mismo Jesús. Este recuerdo es un recuerdo comprometedor, implica que: estamos
dispuestos a amar hasta dar la vida, a amar hasta el extremo, como Jesús (ver Juan 13,1) y,
entonces, que estamos dispuestos a servir (ver Juan 13,3-17); que estamos dispuestos a compartir
(ver Mateo 26,26-27); que estamos dispuestos a participar en el proceso de liberación de nuestro
pueblo, como Jesús, según las posibilidades de cada uno, porque, según los tres primeros
evangelistas, la última cena de Jesús fue una cena pascual y la cena pascual era y es, esencialmente,
para recordar cómo Dios liberó al pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto.
Si toda Eucaristía debe llenar por lo menos esas cinco condiciones, ¿cuál de nuestras eucaristías es
realmente Eucaristía?
4. ANEXO NECESARIO (N-1)
Vamos a agregar aquí citas de los Santos Padres de la Iglesia de todos los tiempos; el pensamiento
de cristianos ejemplares cuya doctrina ha sido considerada segura por los representantes oficiales de
la comunidad cristiana. Se trata de hacernos pensar, confrontando nuestras ideas con las de algunos
de los mejores cristianos y mejores pensadores de estos dos mil años de predicación cristiana. Ni
aparecerán en este anexo todos los que podrían ser citados, ni todo lo que de cada uno podría
aducirse sobre el tema de la Eucaristía.
a.Eucaristía de deseo.
“Dijimos anteriormente (q.68.a.2) que el efecto de los sacramentos se puede tener aun antes de
recibirlos, con sólo desearlos. Para tener tal vida no es necesario recibir la eucaristía; basta sólo
desearla, pues es sabido que el fin se obtiene ya con su deseo o su intención”. Santo Tomás de
Aquino; Suma 3.q.73.a.3. Respuestas.
“No cabe dudar de que los fieles se hacen partícipes del cuerpo y de la sangre del Señor cuando en
el bautismo se hacen miembros del cuerpo de Cristo. Y no están alejados del consorcio del pan y
del cáliz aun en el caso de que no lo coman ni lo beban, si dejan el mundo estando ya constituidos
en la unidad de este cuerpo”. San Agustín de Hipona; Carta Ad Bonifacium; Ps.Beda, In I
Cor.10,17; cfr.Gratianum, Decretum p.3.d.4.cn. 131. Nulli est.
“Este sacramento tiene de suyo virtud para dar la gracia, hasta el extremo de que nadie la tiene antes
de recibirlo en deseo: en deseo personal, como los adultos, o en deseo de la Iglesia, como los niños,
según ya se dijo. Es tal la eficacia de su poder, que con sólo su deseo recibimos la gracia, con la que
nos vivificamos espiritualmente. Al tomarlo sacramentalmente crece y se perfecciona la vida
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espiritual”. Santo Tomás de Aquino; Suma; 3, q.79.a.1, Soluciones.
“El efecto del sacramento se puede percibir, según queda dicho, si se recibe éste en deseo, aunque
no se reciba en realidad. Por eso, así como algunos se bautizan con el bautismo de deseo antes de
recibir el de agua, así otros toman espiritualmente la eucaristía antes de recibirla sacramentalmente”
(...) “Con todo, no es inútil la comunión sacramental, ya que con ella se recibe el efecto del
sacramento más plenamente que con sólo su deseo, como dijimos al hablar del bautismo.” Santo
Tomás de Aquino; Suma; 3, q.80.a.1, Solución 3.
“¿Para qué preparar dientes y vientre? Cree y ya has comido; pues creer en El es comer el pan
vivo”. San Agustín de Hipona; De remedio poenitentiae; In Io.6,28; 6,41 trat.25.26: ML 35,1602.
1607.
b.Eucaristía de quien ignora al pobre.
“Por lo demás, tú que eres así, tampoco puedes hacer obras buenas en la Iglesia. Pues no ven los
ojos sobre los que se han derramado las tinieblas de la negrura y a los que ha cubierto la noche, al
necesitado y al pobre. Eres opulenta y rica, ¿y crees que celebras el sacrificio del Señor, tú que no
haces ningún caso del tesoro sagrado, que vienes al sacrificio del Señor sin don para el sacrificio,
que tomas parte del sacrificio que ha ofrecido el pobre?” San Cipriano; Sobre la oración dominical;
cap.15.
c.La Eucaristía como sacramento del cuerpo y sangre del Señor.
“En otra ocasión, disputando Jesucristo con los judíos, decía: “Si no tomais mi cuerpo y bebeis mi
sangre, no tendreis vida en vosotros”. Pero como ellos no tomaran en sentido espiritual lo que se les
decía, se retiraron ofendidos, pensando que se les exhortaba a que comieran carne”. San Cirilo de
Jerusalén; Catequesis Mistagógicas; IV,3.
“Pues a los que lo reciben, no se les hace tomar pan y vino ordinarios, sino el signo y sacramento
del Cuerpo y Sangre de Cristo.” San Cirilo de Jerusalén; Catequesis Mistagógicas;V,19.
“Partió el pan con sus manos para el sacramento del sacrificio de su cuerpo; mezcló el cáliz para el
sacramento de la oblación de su sangre”. San Efrén; Himnos de los ásimos; N-2,7.
“Tomad, comed con fe, sin dudar un punto de que esto es mi cuerpo, y el que lo come con fe, come
en él fuego y espíritu (Mateo 3,11); pero si alguien lo come con dudas, para él se hace simple pan;
pero quien con fe come el pan santificado en mi nombre, si es puro, puro se conserva; si pecador, es
perdonado”. San Efrén; Sermón de la Semana Santa; N-4.
“Pues el cuerpo asumido había de arrebatarse a sus ojos y subir al cielo, se imponía consagrara en el
día de la Cena el sacramento de su cuerpo y de su sangre, para que siempre fuera adorado en
misterio el que se ofrecía una vez en precio”. Eusebio de Cesarea; cfr.Gratianum,d.2,cn.35. Quia
corpus; Ps-Hieron.,ep.38. Homil. de corp.et sang.Christi: ML 30,281; Ps.Isidorum, Serm.4: ML
83,1225.
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Sobre los Sacramentos en General.
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“Por ello recibes el Sacramento bajo las especies, pero recibes la gracia y virtud de lo que realmente
es”. San Ambrosio; Los Sacramentos; VI,3.
“Pero, tal vez digas: “Yo no veo la apariencia de la sangre”. Pero tienes el signo. Así como tomaste
la semejanza de la muerte (en el bautismo), así también bebes el símbolo de la preciosa sangre, de
modo que no se da el horror de la sangre que se derrama y sin embargo produce su efecto el precio
de la redención. Aprendiste, pues, que lo que recibes es el cuerpo de Cristo”. San Ambrosio; Los
Sacramentos;IV,20.
“Por tanto, es la verdadera carne de Cristo, que fue crucificada, que fue sepultada. Verdaderamente
es el sacramento de su carne”. San Ambrosio; Los Misterios; I,53.
“Ellos pensaban que les había de entregar y distribuir su cuerpo, y El les responde y les contesta que
subiría a los cielos, y en verdad todo entero. Al ver al Hijo del Hombre subir allí adonde estaba
antes (Juan 6,63): en verdad, entonces vereis que no os distribuye su cuerpo al modo que pensais;
en verdad entonces comprendereis que su don no se consume a mordiscos”. San Agustín de
Hipona; Sobre San Juan; Tratado XXVII, 3.
“Ya dijimos, hermanos, lo que nos recomienda el Señor cuando comemos su carne y bebemos su
sangre, a saber: que permanezcamos en El y que El permanezca en nosotros. Moramos en El
cuando somos miembros suyos, y El mora en nosotros cuando somos templo suyo. La unidad nos
junta para que podamos ser sus miembros; y la unidad es realizada por la caridad. (…) Nada debe
ser tan temible al cristiano como el separarse del cuerpo de Cristo, porque, si se separa del cuerpo
de Cristo, ya no es miembro suyo; y si no es miembro suyo, no vive de su Espìritu. El que no tiene,
dice el Apòstol, el Espìritu de Cristo, este tal no es de Cristo. El Espìritu es, pues, quien vivifica, la
carne no vale nada; las palabras que yo hablo son espíritu y vida. ¿Què significa que son espíritu y
vida? Que se deben entender espiritualmente. ¿Las has entendido espiritualmente? Entonces son
espíritu y vida. ¿Las han entendido carnalmente? Aun asì entendidas, son espíritu y vida, pero no lo
son para ti.” (San Agustìn; Sobre el Ev. de San Juan; Tratado XXVII, 6).
“Entended espiritualmente lo que os he hablado; no habeis de comer este cuerpo que veis, ni habeis
de beber esta sangre que han de derramar los que me crucifiquen. Un sacramento os he
encomendado; entendido espiritualmente, os vivificará. Y aunque es necesario celebrarlo
visiblemente, conviene entenderlo invisiblemente”. San Agustín de Hipona; Sobre los Salmos;
Salmo 98,N-9.
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Sobre los Sacramentos en General.
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“Llegó hasta a dar a todos en común el primer sacramento de su cuerpo y de su sangre, sin excluir
al traidor”. San Agustín de Hipona; Carta 44,10.(ver: Sobre el Ev. de San Juan; Tratado XXVI, 11).
“Y mientras comían les dijo: uno de vosotros me ha de entregar (Mateo 26,21). Después les repartió
el sacramento”. San Agustín de Hipona; Carta 54,cap.VII,7.
“La carne y la sangre de este sacrificio se prometía antes de la venida de Cristo por la semejanza de
las víctimas; en la pasión de Cristo se ofrecía por la verdad misma; después de la ascensión de
Cristo se celebra por el sacramento del recuerdo”. San Agustín de Hipona; Contra Fausto; Libro
20,cap.21.
“Si prescindes de la palabra, el pan es pan, y el vino, vino. Añade la palabra, y es otra cosa. ¿Qué
otra cosa? El cuerpo de Cristo y la sangre de Cristo. Prescinde, digo, de la palabra, y el pan es pan y
el vino, vino. Añade la palabra y tendremos el Sacramento”. San Agustín de Hipona; Sermón de los
Sacramentos en Pascua; N-3.
“Porque no dudó el Señor de decir: Este es mi cuerpo (Mateo 26,26), dándonos el signo de su
cuerpo”. San Agustín de Hipona; Contra Adimanto, cap.12,n-3.
“Sea comido Cristo; comido vivo, porque de la muerte ya resucitó. Ni cuando le comemos le
dividimos en partes. Esto sucede con las especies sacramentales, ciertamente; los fieles saben cómo
se come la carne de Cristo; cada cual recibe su parte; por eso la gracia misma –la Eucaristía- se
llama partes. Se le come a partes y permanece todo entero; todo entero se halla en tu corazón”. San
Agustín de Hipona, sermón 129, n-1.
En el sermón 131 (sobre “La Gracia”), san Agustín explica lo de entender qué significa “si no
comiéreis la carne….etc”
“Los fieles saben que se trata del sacramento de los fieles; para los demás oyentes, estas palabras
tienen un sentido vulgar” (…) ¿Pensáis que del cuerpo este mío, que vosotros véis, he de hacer
partes y seccionarme los miembros para dároslos a vosotros? Pues ¿qué será viendo al Hijo del
hombre subir a donde primero estaba? Claro es, si puedo subir íntegro, no pudo ser consumido”.
(San Agustín de Hipona, sermón 131, N-1).
“No hacemos otro sacrificio como lo hacía entonces el pontífice, sino que siempre ofrecemos el
mismo, o mejor, hacemos conmemoración del sacrificio”. San Juan Crisóstomo; Sobre Hebreos;
Homilía 17, n-3.
“¿Què es el pan? Cuerpo de Cristo. ¿Què se hacen aquellos que lo reciben? Cuerpo de Cristo. No
muchos cuerpos, sino “un” solo cuerpo. Si, pues todos existimos por lo mismo y todos nos hacemos
lo mismo, ¿por què no mostramos luego también el mismo amor, por què no nos hacemos también
una sola cosa en este sentido?” (San Juan Crisòstomo; In 1 Cor Hom 24 en PG 61, 200).
“Pero cuando terminadas las palabras sagradas, partido el sacramento del cuerpo de Señor, tomó él
y lo distribuyó a los demás para que lo comiesen”. San Gregorio de Tours; Ocho libros de milagros;
Libro I, cap.86.
“Pues es costumbre entre los hombres comer pan y beber vino, ayuntó en ellos Dios la deidad e
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Sobre los Sacramentos en General.
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hizo de ellos su cuerpo y su sangre.(...) Como el carbón no es siemple leña, sino leña con fuego, así
el pan de la comunión no es pan corriente, sino pan unido a la divinidad”. San Juan Damasceno; De
fide orthodoxa; Libro IV, cap.13. MG 94,1144. 1149.
“Mas después de la cena, en la que dio a sus discípulos el sacramento de su cuerpo y sangre, recitó
el Salvador esa oración por sus fieles”. San Fulgencio de Ruspe; Contra Fabiano, 28.
“Estas cosas, pues, aunque son visibles, sin embargo, santificadas por el Espíritu Santo, pasan a ser
el sacramento del cuerpo divino”. San Isidoro de Sevilla; Sobre los oficios eclesiásticos; Libro I;
cap.18,n-4.
“Por consiguiente, ya no ofrecen los creyentes aquellas víctimas judaicas, como las que ofreció el
sacerdote Aarón, sino como las que el mismo Melquisedec, rey de Salén, inmoló, a saber, el pan y
el vino, que es verdaderísimo sacramento del cuerpo y de la sangre del Señor”. San Isidoro de
Sevilla; Sobre la fe católica contra los judíos; Libro 2, cap.27.
“Por eso, en este sacramento, que es su memorial, se toman por separado el pan como sacramento
del cuerpo y el vino como el sacramento de la sangre”. Santo Tomás de Aquino; Suma
3.q.74.a.1.Respuestas.
“Hecha la consagración, se puede llamar pan en el sacramento, primero, a las especies del pan, que
retienen el nombre de su primitiva substancia, como dice San Gregorio (In homil. Paschali: ML
150,436). Y segundo, al cuerpo de Cristo, que es pan místico “bajado del cielo”. Santo Tomás de
Aquino; Suma 3.q.77.a.6.Soluciones 1.
“Cristo sacramentado no tiene mayor dignidad que Cristo en estado natural”. Santo Tomás de
Aquino; Suma 3.q.80.a.4.Dificultades 1.
Tomás de Aquino afirma: “Hay creyentes que suponen que cuando unos incrédulos, por odio o por
sadismo, traspasan hostias consagradas y éstas comienzan a sangrar, suponen que esa “sangre” es
realmente la verdadera sangre de Cristo. Sea lo que sea esa sangre, una cosa hay cierta; no es la
sangre de Cristo” (Suma 3, qu 76, a 8, c y ad 2). Incluso se atreve a afirmar que Cristo no está
encerrado en el tabernáculo; allí están, sí, las especies sacramentales u hostias consagradas (Suma
3, qu 76, a 7 c). Es verdad, piensa, que las especies realizan para nosotros “la presencia corporal” de
cristo, pero “de manera espiritual” (Suma 3, qu 75, a 1, ad 4). Cristo, piensa Tomás, no se traslada
desde el cielo al altar, no se hace pequeño para “esconderse” misteriosamente en esa hostia
consagrada (Suma 3, qu 75, a 2; 3, qu 83, a 4, ad 9). Nosotros no despedazamos a Cristo con
nuestros dientes, “a Cristo no lo comemos en su propia corporeidad, ni lo masticamos con los
dientes, sino únicamente en especies sacramentales” (Suma 3, qu 77, a 7, ob 3). “Ni el sentido, ni el
entendimiento pueden apreciar que estén en el sacramento el verdadero cuerpo y la sangre de
Cristo, sino sola la fe, que se apoya en la autoridad divina” (Suma 3, qu 75, a 1). “Ningún ojo
corporal pude ver el cuerpo de Cristo en el sacramento” (…)”Segundo, porque como se ha dicho
arriba, el cuerpo de Cristo está en el sacramento al modo de la substancia; y la substancia, en cuanto
tal, no es visible al ojo corporal ni cae bajo sentido alguno ni en la imaginación; sólo se aprecia por
el entendimiento, cuyo objeto es la “esencia”, como dice el Filósofo (Aristóteles). Por lo tanto,
hablando con propiedad, el cuerpo sacramental de Cristo no es perceptible ni por los sentidos ni por
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Sobre los Sacramentos en General.
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la imaginación, sino sólo por el entendimiento, llamado ojo espiritual” (…) “El entendimiento del
hombre viador no puede verlo más que por la fe, como ve las demás cosas sobrenaturales” (Suma 3,
qu 76, a 7, Resp 1-2).
d.La Eucaristía en la comunión bajo las dos especies.
“Después de que el que preside ha dado gracias y todo el pueblo ha aclamado, los que entre
nosotros se llaman diáconos dan a cada uno de los presentes a participar del pan y del vino y del
agua eucaristizados, que también llevan a los ausentes”,ver San Justino, mártir en el año 165;
Apología I, 65, 3).
“Hemos observado que algunos toman sólo el cuerpo sagrado de Cristo y se abstienen del cáliz de
la sangre sagrada. Como no sé en virtud de qué superstición lo hacen, deben recibir íntegro el
sacramento o no recibir nada de él, porque la división de un misterio único no puede hacerse sin
enorme sacrilegio”. El Papa Gelasio; Primus, ep.37. Ad Maioricum et Ioannem.
“Este sacramento no se hace con el uso de los fieles, sino con la consagración de la materia. No va,
pues, contra su perfección, que el pueblo tome el cuerpo sin la sangre, con tal que el sacerdote tome
las dos cosas”. Santo Tomás de Aquino; Suma 3.q.80.a.12. Soluciones 2.
e.Eucaristía en ayunas.
“Bien claro se ve que, cuando los discípulos recibieron por primera vez el cuerpo y sangre del
Señor, no los recibieron en ayunas”. San Agustín de Hipona; Carta 54,n-7.
f.Es Cristo quien produce la Eucaristía.
“En cuanto se llega a producir el venerable sacramento, ya el sacerdote no usa sus propias palabras,
sino las de Cristo. De modo que la palabra de Cristo es la que produce este sacramento”. San
Ambrosio; Los Sacramentos;IV,14.
“No son tales las cosas que Dios da como para ser realizadas por la virtud del sacerdote. Todo es
don de la gracia. El sacerdote no ha de hacer sino abrir la boca; Dios es quien lo hace todo; el
sacerdote lleva a cabo únicamente un símbolo. (…) porque no son los hombres los que la santifican
(la oblación), sino Aquel que ya santificó aquella. Porque así como las palabras que dios dijo son
las mismas que ahora dice el sacerdote, así también la oblación es la misma, y el bautismo el que El
dio. De esta manera todo es obra de la fe” (San Juan Crisóstomo, Sobre 2 Tim, Homil 2, n 4).
“El es el sacerdote, El el oferente y El la oblación. De esta realidad quiso que fuera sacramento
cotidiano el sacrificio de la Iglesia”. San Agustín de Hipona; La Ciudad de Dios; Libro X, cap.XX.
“Por sola la virtud del Espíritu Santo se realiza la conversión del pan en el cuerpo de Cristo”. San
Juan Damasceno. De fide orthodoxa; Libro IV, cap.13: MG 94,1141.1145.
“No es obra de humana virtud la Eucaristía. El que la llevó a cabo en aquella cena es el que
también ahora la obra. Nosotros tenemos el lugar de sirvientes suyos; pero quien allí santifica la
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Sobre los Sacramentos en General.
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oblación y la transforma es El”. San Juan Crisóstomo; Homilías sobre San Mateo; Hom.82,n-5.
“Porque no es el hombre el que hace que las ofrendas lleguen a ser el cuerpo y sangre de Cristo,
sino el mismo Cristo, crucificado por nosotros. El sacerdote está allí, le representa y pronuncia las
palabras, pero la fuerza y la gracia son de Dios”. San Juan Crisóstomo; Sobre la traición de Judas;
Hom.1,n-6.
g.La Eucaristía como sacramento de nosotros mismos.
“Nosotros hemos sido convertidos en su cuerpo, y por su misericordia somos lo que
recibimos...Vosotros habeis sido convertidos en el pan del Señor. He aquí lo que habeis recibido”.
San Agustín de Hipona; Sermón 229.
“Si vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros, es vuestro sacramento el que está colocado
sobre la mesa del Señor, y vosotros recibiis vuestro sacramento”. San Agustín de Hipona; Sermón
272.
“Los fieles conocen el cuerpo de Cristo si no desdeñan ser el cuerpo de Cristo. Que lleguen a ser el
cuerpo de Cristo si quieren vivir del Espìritu de Cristo. Del Espìritu de Cristo solamente vive el
cuerpo de Cristo. (…) De aquí que el apóstol Pablo nos hable de este pan, diciendo: Somos muchos
un solo pan, un solo cuerpo (1 Cor 10,17). ¡Oh què misterio de amor, y què símbolo de la unidad, y
què vìnculo de la caridad! Quien quiere vivir sabe dònde està su vida y sabe de dònde le viene la
vida. Que se acerque, y que crea, y que se incorpore a este cuerpo, para que tenga participación de
su vida. No lo horrorice la unión con los miembros, y no sea un miembro podrido, que deba ser
cortado; ni miembro deforme, de quien el cuerpo se avergüense; que sea bello, proporcionado y
sano, y que estè unido al cuerpo para que viva de Dios para Dios, y que trabaje ahora en la tierra
para reinar después en el cielo” (San Agustìn; Sobre el Ev. de San Juan; Tratado XXVI, 13).
“Este manjar y esta bebida significan la unidad social entre el cuerpo y sus miembros, que es la
Iglesia santa, con sus predestinados, y llamados, y justificados, y santos ya glorificados, y con los
fieles. (…) El sacramento de esta realidad, es decir, de la unidad del cuerpo y de la sangre de Cristo,
se prepara en el altar del Señor, en algunos lugares todos los días y en otros con algunos días de
intervalo, y es comido de la mesa del Señor por unos para la vida, y por otros para la muerte. Sin
embargo, la realidad misma de la que es sacramento, en todos los hombres, sea el que fuere, que
participe de ella, produce la vida, en ninguno la muerte. “ (San Agustìn; Sobre el Ev. de San Juan;
Tratado XXVI, 15).
“Porque Cristo no està únicamente en la cabeza y no en el cuerpo, sino que Cristo està todo entero
en la cabeza y en el cuerpo. (San Agustìn; Sobre el Ev. de San Juan; Tratado XXVIII, 1).
“Cuando enseñas, ordena y aconseja al pueblo que sea fiel en reunirse en la Iglesia. Que no falte,
antes bien sea fiel en reunirse, para que nadie disminuya la Iglesia por su ausencia ni reste un
miembro al Cuerpo de Cristo. (...) No os desprecieis desparramando el Cuerpo de Cristo.”
Didascalia de los Apóstoles; cap.XIII.
h.¿Pueden recibir la Eucaristía los pecadores?
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“Si cada vez que se derrama la sangre de Cristo se derrama en remisión de los pecados, debo
siempre recibirla: porque siempre peco, debo siempre usar la medicina”. San Ambrosio; De los
Sacramentos, Libro 4, cap.6: ML 16,464.
“Todos los días cometemos pecados, pero que no sean de èsos que causan la muerte. Antes de
acercaros al altar, mirad lo que de3cìs: Perdònanos nuestras deudas, asì como nosotros perdonamos
a nuestros deudores. ¿Perdonas tù? Seràs perdonado tù también. Acèrcate con confianza, que es
pan, no veneno. Mas examínate si es verdad que perdonas. Pues, si no perdonas, mientes y tratas de
mentir a quien no pueden engañar. Puedes mentir a Dios; lo que no puedes es engañarle. Sabe El
bien lo que debe hacer. Te ve El por dentro, y por dentro te examina, y por dentro te mira, y por
dentro te juzga, y por lo de dentro te condena o te corona” (San Agustìn; Sobre el Ev. de San Juan ;
Tratado XXVI, 11).
“Mas el manjar espiritual transforma al hombre en sí, como dice San Agustín, que oyó la voz de
Cristo que le decía:”No me convertirás tú en ti, como comida de tu carne, sino tú te cambiarás en
mí”. Santo Tomás de Aquino; Suma; 3.q.73.a.3. Soluciones 2.
“Si son pecadores ocultos, y la piden, no se les puede negar la sagrada comunión, pues todo
cristiano, por el hecho de estar bautizado, está admitido a la mesa del Señor, y no se le puede privar
de su derecho sino con causa manifiesta” (...) “Aunque al pecador oculto le sea peor pecar
mortalmente comulgando que ser difamado, al sacerdote que administra la comunión le es peor
cometer un pecado mortal difamando injustamente a un pecador oculto que dejar que éste peque”.
Santo Tomás de Aquino; Suma; 3.q.80.a.6.Respuestas, y Soluciones 2.
“Cristo conocía la iniquidad de Judas, porque era Dios; no la conocía, por lo tanto, a la manera
como conocen las cosas los hombres. Y no le excluyó de la comunión para enseñar así a los
sacerdotes que no deben excluir de ella a los pecadores ocultos”. Santo Tomás de Aquino; Suma;
3.q.81.a.2.Soluciones 2.
.
“Marchad y enteraos qué quiere decir: “Misericordia quiero y no sacrificio”. Como mi Padre –viene
a decir el Señor- quiere la misericordia, también la quiero yo. Mirad cómo los sacrificios son
superfluos, y la misericordia necesaria. Porque no dijo: “Quiero la misericordia y el sacrificio”,
sino: Misericordia quiero y no sacrificio. Acepta la misericordia y rechaza el sacrificio”. San Juan
Crisóstomo; Homilías sobre San Mateo; Homil.30,3.
“Yo soy amante de la pureza y dador de toda santidad. Yo busco un corazón puro, y allí es el lugar
de mi descanso. Prepárame una sala grande y adornada, y celebraré contigo la pascua con mis
discípulos (Mc 14,15; Lc 22,11-12). Si quieres que venga a ti y me quede contigo, arroja de ti la
levadura vieja (1 Cor 5,7), y limpia la morada de tu corazón. Desecha de ti todo el mundo, y todo el
ruido de los vicios; siéntate como pájaro solitario en el tejado (Salmos 101,8), y piensa en tus
excesos con amargura de tu alma. (Is 38,15)
Pues cualquier persona que ama dispone a su amado el mejor y más aliñado lugar; porque en esto se
conoce el amor del que hospeda al amado. Pero sábete que no puedes alcanzar esta preparación con
el mérito de tus obras, aunque te preparases un año entero y no pensases en otra cosa. Mas por sola
mi piedad y gracia se te permite llegar a mi mesa, como si un rico convidase e hiciese comer con él
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a un pobre mendigo que no tuviera otra cosa para pagar este beneficio sino humildad y
agradecimiento. Haz lo que esté de tu parte, y hazlo con mucha diligencia; no por costumbre ni por
necesidad, sino con temor, reverencia y amor recibe el Cuerpo de Jesucristo, tu amado Dios y
Señor, que se digna venir a ti. Yo soy el que te llamé y mandé que vinieses. Yo supliré lo que te
falta; ven y recíbeme” (Imitación de Cristo; Libro Cuarto; Cap 12, 1).
“La comunión frecuente y cotidiana (…)esté permitida a todos los fieles de Cristo de cualquier
orden y condición, de suerte que a nadie se le puede impedir, con tal que esté en estado de gracia y
se acerque a la sagrada mesa con recta y piadosa intención (…)Debe pedirse consejo al confesor.
Procuren, sin embargo, los confesores, no apartar a nadie de la comunión frecuente o cotidiana, con
tal de que se halle en estado de gracia y se acerque con rectitud de intención” (Pío X; decreto Sacra
Tridentina Synodus; Denzinger-Hunnermann, 3383)
i.Lo que de verdad excluye de la Eucaristía.
“Porque así como no puede participar de la sagrada mesa el fornicario y el blasfemo, así tampoco
puede gozar de la santa comunión el que conserva enemistades y rencores”. San Juan Crisóstomo;
Homil.20,n-1.
“Porque este sacrificio ha sido instituido para que hagas la paz con tu hermano. Luego si este
sacrificio ha sido instituido para que guardes la paz con tu hermano, y tú no la buscas, en vano
participas del sacrificio, inútil es para ti que se haga esta obra”. San Juan Crisóstomo; Homil.1,n-6.
j.La Eucaristía ¿“ex opere operato”?
“También los sacerdotes, que sirven en el ministerio eucarístico y reparten la sangre del Señor a sus
pueblos, obran impíamente, contra la ley de Cristo, pensando que la Eucaristía la hacen las palabras
del que consagra y no la vida de éste, y que únicamente es necesaria la invocación solemne y no los
méritos de los sacerdotes, de quienes está dicho: y el sacerdote en quien hubiera mancha no se
acercará o ofrecer oblaciones al Señor (Levítico 21,17.21).” San Jerónimo; Comentarios a Sofonías;
cap.3;v.5.7.
“La sacrosanta religión que mantiene la disciplina católica exige para sí tanta reverencia, que nadie
se atreva a llegarse a ella si no es con conciencia pura. ¿Pues cómo vendrá invocado el Espíritu
celestial a la consagración del divino misterio, si el obispo y el sacerdote que ruega que venga el
Espíritu es reprobado por estar lleno de acciones vituperables?” San Gelasio I, Papa; Carta a
Elpidio, fragmento 7,n-2.
k.A veces la Eucaristía se consagraba con la oración del Padrenuestro.
“La oración del Señor (el Padrenuestro) la decimos inmediatamente después de las preces porque
fue costumbre de los apóstoles consagrar la hostia de la oblación con sola esa oración”. San
Gregorio Magno, Papa; Cartas, Libro 9, cap.26.
l.No basta con comer la hostia, hay que querer comulgar el cuerpo y la sangre del Señor.
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“Si el ratón o el perro comen la hostia consagrada, no deja de estar la substancia del cuerpo de
Cristo en las especies, mientras éstas permanecen, que es el tiempo que permanecería la substancia
del pan. Lo mismo sucede si se arroja al fango. Nada de ello acontece en detrimento de la dignidad
del cuerpo de Cristo, que quiso ser crucificado por los pecadores sin mengua de su dignidad; sobre
todo no tocando el ratón y el perro su cuerpo en su propia figura, sino sólo en las especies
sacramentales” (...) “No se puede decir, sin embargo, que el animal bruto coma sacramentalmente
el cuerpo, porque no puede usarlo como sacramento. Esta recepción, pues, no es sacramental, como
no lo sería la de quien tomara una hostia consagrada ignorando que estaba consagrada”. Santo
Tomás de Aquino; Suma, 3.q.80.a.3. Soluciones 3.
“El infiel que toma las especies sacramentales recibe también el cuerpo de Cristo en el sacramento,
y lo come sacramentalmente si la palabra “sacramentalmente” se refiere a lo comido; mas no si se
refiere al que lo come, porque no lo toma como sacramento, sino como comida corriente. A no ser
que tuviera intención de tomar lo que da la Iglesia”. Santo Tomás de Aquino; Suma, 3.q.80.a.3.
Soluciones 2.
m.¿Hostias consagradas que sangran?
“Ningún ojo corporal puede ver el cuerpo de Cristo en el sacramento.” (...) “Segundo, porque como
se ha dicho arriba, el cuerpo de Cristo está en el sacramento al modo de la substancia; y la
substancia, en cuanto tal, no es visible al ojo corporal ni cae bajo sentido alguno ni en la
imaginación; sólo se aprecia por el entendimiento, cuyo objeto es la “esencia”, como dice el
Filósofo (Aristóteles). Por lo tanto, hablando con propiedad, el cuerpo sacramental de Cristo no es
perceptible ni por los sentidos ni por la imaginación, sino sólo por el entendimiento, llamado ojo
espiritual.” (...) “El entendimiento del hombre viador no puede verlo más que por la fe, como ve las
demás cosas sobrenaturales.” Santo Tomás de Aquino; Suma, 3.q.76.a.7.Respuestas 1-2.
“Cristo no está en este sacramento en estado natural, sino en especie sacramental.” Santo Tomás de
Aquino; Suma, 3.q.80.a.2. Respuestas.
“El cuerpo de Cristo es uno mismo en cuanto a la substancia en el sacramento y en su propia figura,
pero no está del mismo modo, porque en su propia figura se pone en contacto con los cuerpos
circunstantes mediante las dimensiones propias, y no sucede así en el sacramento, como ya se dijo.
Por consiguiente, lo que pertenece a Cristo en sí mismo, se le puede atribuir en su propia figura y en
el sacramento, como vivir, morir, dolerse, estar animado o inanimado, etc. Pero lo que le compete
en relación con los cuerpos exteriores sólo se le puede atribuir existiendo en su propia figura, no en
el sacramento, como ser burlado, escupido, crucificado, flagelado y demás.” (...) “Por eso Cristo no
puede padecer en el sacramento.” Santo Tomás de Aquino; Suma, 3.q.81.a.4. Respuesta y
Soluciones 1.
n.No arrodillarse ni en domingos ni en Pentecostés.
“De genu non flectendo diebus Dominicis et Pentecostés. Quoniam sunt quidam in die Dominico
genua flectentes et en diebus Pentecotes : ut omnia in universis consonanter observentur, placuit
sancto Concilio stantes Domino vota persolvere » (Concilio de Nicea, año 325, canon 20.
Traduzco : Acerca de no arrodillarse los días domingos ni en Pentecostés. Porque hay algunos que
se arrodillan el día domingo y el día de Pentecostés: para que en todas partes se observe lo mismo,
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decidió el santo Concilio que se votara de pie ante el Señor.
5. ANEXO N-2
Jesucristo está realmente presente en el sacramento de la Eucaristía. Es El quien está allí, pero su
presencia real no es presencia sensual, fisicista; Jesucristo no está allí “chiquitito”, ni “bajado del
cielo”, ni “encerrado en el sagrario”. Jesucristo está allí, El, realmente, repetimos, pero eso es una
afirmación de nuestra fe, no de nuestras ciencias.
Jesucristo está en la Eucaristía sacramentalmente presente. Su presencia es real, pero sacramental,
es decir, es El quien está allí, pero “bajo las especies de pan y de vino”. Su presencia es
sacramental, pero real. Sólo la fe nos hace creer en que eso que comemos y bebemos, que
percibimos a través de todos nuestros sentidos como pan y como vino es, para nosotros, por la fe,
realmente el cuerpo y la sangre del Señor Jesucristo. Cristo está allí no para que lo veamos o
admiremos, ni siquiera para que lo aclamemos, sino para que lo comamos. “El que come mi carne y
bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo lo resucitaré en el último día” (ver Juan 6,54), dijo Jesús;
“Tomen y coman; esto es mi cuerpo” (ver Mateo 26,26), dice en la última cena. La Eucaristía no es
un concierto, no es para ir a oír; la Eucaristía no es un espectáculo, no es para ir a ver; la Eucaristía
es un banquete, y a los banquetes se va a comer, aunque no sólo se vaya a comer.
Santo Tomás de Aquino, a quien, precisamente, encargó el Papa de su época que creara la liturgia
para el día del Corpus Christi, vivió en un siglo en el que los “milagros” eucarísticos se
multiplicaron, frente a las herejías que negaban la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía.
Interrogado una vez acerca de qué pensaba él sobre esos “milagros”, Santo Tomás respondió que
esa sangre que aparecía en las hostias profanadas por herejes podía ser cualquier cosa, incluso
sangre, menos la sangre de Cristo. Cristo está en la Eucaristía, pero está como está ahora, o sea
“resucitado” y, como dice San Pablo, “Cristo resucitado no muere más”; ni muere más, ni sufre
más, ni sangra más, ni suda más, ni nada que signifique que lo que es muerte tiene poder sobre El.
Somos nosotros los que “Estamos completando en nuestro cuerpo lo que falta a la pasión de
Cristo”. Cuando se apalea, tortura o profana, a la persona de un prójimo, se está profanando el
cuerpo de Cristo; porque nosotros somos los miembros de su cuerpo. “Lo que ustedes hicieron a
cada uno de mis hermanos, aun a los más pequeños, a Mi me lo hicieron”. Leamos al mismo Tomás
de Aquino: “Hay creyentes que suponen que cuando unos incrédulos, por odio o por sadismo,
traspasan hostias consagradas y éstas comienzan a sangrar, suponen que esa “sangre” es realmente
la verdadera sangre de Cristo. Sea lo que sea esa sangre, una cosa hay cierta: no es la sangre de
Cristo” (Suma Theol. III, qu 76, a 8, c y ad 2). Y añade: “Ni el sentido, ni el entendimiento pueden
apreciar que estén en el sacramento el verdadero cuerpo y la sangre de Cristo, sino sola la fe, que se
apoya en la autoridad divina” (Suma Theol. III, qu 75, a 1).
A propósito de la Eucaristía es, quizá, a propósito de lo cual vale más la última frase de Jesús en el
Evangelio: “Bienaventurados los que sin ver creyeren”.
Anexo: Opinión de los Santos Padres de la Iglesia.
San Clemente de Alejandría (Murió en el año 215)
“Nosotros, con razón, no ofrecemos sacrificios a Dios” (…) “Y no se invoca a Dios ni con
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sacrificios u ofrendas, ni tampoco con gloria y honores. No se deja conmover por tales cosas. Se
manifiesta solamente a los hombres de bien, que jamás hicieron traición a la justicia, ni bajo el
miedo de las amenazas ni bajo la promesa de importantes regalos” (Stromata 7,3, 14-15).
San Hipólito (Murió en el año 235)
“Y entonces ya ofrezcan los diáconos la oblación al obispo, y eucaristicen el pan en figura –que los
griegos llaman antitipo- del cuerpo de Cristo; y el cáliz mezclado con vino, como antitipo –que los
griegos llaman semejanza-, de la sangre que fue derramada por todos los que creyeran en él; y leche
juntamente con miel para la plenitud de la promesa que se hizo a los padres, porque dijo que la
tierra manaría leche y miel (Ex 3,8)”. (Tradición Apostólica, n 23).
“Porque cuando has bendecido el cáliz en el nombre del señor, lo tomas como antitipo de la sangre
de Cristo” (Tradición Apostólica).
Tertuliano (Murió el año 240)
“Pero él (Cristo), ciertamente, hasta ahora ni reprobó el agua del Creador, con la que lava a los
suyos; ni el óleo con el que unge a los suyos; ni la mezcla de miel y de leche con la que amamanta a
los suyos; ni el pan con el que representa su mismo cuerpo. Necesitando, aun en los propios
sacramentos, de mendigar al Creador” (Contra Marción, “Apologético”, L 1, c 14).
“Habiendo declarado, pues, que El con grandes ansias había deseado comer la pascua, como suya,
pues es indigno que Dios desease algo ajeno, habiendo tomado el pan y distribuido a los discípulos,
lo hizo su cuerpo diciendo: Este es mi cuerpo, es decir, “figura de mi cuerpo”. Si el cuerpo no fuera
verdadero tampoco sería figura. Por lo demás, una cosa vana, como es un fantasma no podría
contener la figura. (…) No entendiendo que es antigua esta figura del cuerpo de Cristo, que dice por
Jeremías: “urdían tramas contra mí, diciendo: Vengan, echemos una astilla en su pan” (Jer 11,19),
es decir, la cruz en su cuerpo. Así, pues, el que ilumina las antiguas figuras, al llamar al pan cuerpo
suyo, declaró suficientemente qué quiso significar entonces el pan. (…) Y para que reconozcas la
antigua figura de l sangre en el vino, Isaías dice (63,1-3) (…) Así ahora consagró su sangre en el
vino, el que entonces hizo al vino figura de su sangre”. (Contra Marción, L 4; c 40).
“Sufrimos ansiedad si cae al suelo algo de nuestro cáliz o también de nuestro pan” (De Corona 3;
PL 2,80).
Orígenes (Murió en el año 254)
“El Verbo Dios no llamó cuerpo suyo a aquel pan visible que tenía en sus manos, sino a la Palabra,
en cuyo misterio debía romperse el pan. No llamó su sangre a aquella bebida visible, sino a la
Palabra, en cuyo misterio se serviría esta bebida. Porque ¿qué otra cosa puede ser el cuerpo o la
sangre del Verbo Dios sino la palabra que alimenta y alegra los corazones?” (In Mat comm, sermón
85; MG 13, 1736 B-1737 A).
“Y no la materia del pan, sino la palabra dicha sobre es la que ayuda al que no come indignamente
(1 Cor 11,27) del Señor. Y todo esto acerca del cuerpo “típico” y “simbólico”. (Comentario a San
Mateo, Tomo II, 14).
“Entonces el maná era alimento en enigma, ahora en figura la carne del Verbo de Dios es verdadero
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Sobre los Sacramentos en General.
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alimento, como El mismo dice: Mi carne verdaderamente es comida y mi sangre verdaderamente es
bebida (Jn 6,55)” (Homilía 7, 2).
“ Y se dice que bebemos la sangre de Cristo no sólo con el rito de los sacramentos, sino también
cuando recibimos sus palabras, en las cuales consiste la vida, como también El mismo dice: Las
palabras que yo he hablado, son espíritu y vida (Jn 6,63)” (Homilía 16,9).
San Cipriano (Murió en el año 258)
“Debes saber que se nos ha enseñado que en la oblación del cáliz se guarde la tradición del Señor y
no hagamos otra cosa que lo que hizo El primero para nosotros: ofrecer con una mezcla de vino y
agua el cáliz que se ofrece en su memoria. En efecto, diciendo Cristo: yo soy la verdadera vid (Jn
15,1), la sangre de Cristo no es agua solamente, sino vino. Ni puede parecer que su sangre, con la
que nos redimió y vivificó, esté en el cáliz cuando no hay en el cáliz vino que representa la sangre
de Cristo, anunciada por el misterio y testimonio de toda la Escritura” (Carta ( A Cecilio) 63, II, 12).
“A esto agrega la Escritura divina estas palabras: Lavará con vino su túnica y su manto en la sangre
de la uva (Gén 49,11). Y cuando se dice la sangre de uva, qué otra cosa significa sino que el vino
representa la sangre del cáliz del Señor?” (Carta (A Cecilio) 63, VI, 2).
“Bebed de esto todos. Esta es, pues, la sangre del testamento, que se derramará por muchos para
remisión de los pecados. Os digo que no beberé ya de este producto de la vid hasta aquel día en que
beberé con vosotros en nuevo vino en el reino de mi Padre” (Mt 26,28-29). En este pasaje
encontramos que estaba mezclado el cáliz que el Señor ofreció y que era vino lo que llamó sangre”
(Carta (A Cecilio) 63, IX, 2).
Eusebio de Cesarea (Murió en el año 340).
“Pues el cuerpo asumido había de arrebatarse a sus ojos y subir al cielo, se imponía consagrara en el
día de la Cena el sacramento de su cuerpo y de su sangre, para que siempre fuera adorado en
misterio el que se ofrecía una vez en precio” (Cfr Gratianum, l. c. d.2. cn 35).
“Nosotros, habiendo recibido por cierto el mandato de celebrar en la mesa la memoria de este
sacrificio por medio de símbolos de su cuerpo y de su salvadora sangre según la institución del
Nuevo Testamento” (Demostración Evangélica, L 1, c 10).
“Pues por medio del vino, que era símbolo de su sangre, purifica de sus antiguas maldades a los que
se bautizan en la muerte de él (Rom 6,3) y creen en su sangre. (…) Pues de nuevo él entregaba a sus
discípulos los símbolos de la economía profetizada mandando que fuera hecha la imagen de su
propio cuerpo. (…) Y por otra parte les confiaba el usar el pan símbolo de su propio cuerpo…”
(Demostración Evangélica, L 8, c 1).
Serapión de Thmuis, en el bajo Egipto, amigo de san Atanasio y san Antonio el ermitaño. (Vivió en
la segunda mitad del siglo IV).
“Llena también este sacrificio de tu virtud y participación, pues lo hemos ofrecido a ti, este
sacrificio vivo, este don incruento. Te hemos ofrecido este pan, la representación (omoiona) del
cuerpo de tu Unigénito. Este pan es una representación del cuerpo sagrado, pues en la
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Sobre los Sacramentos en General.
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noche…(siguen las palabras sobre el pan, tomadas de 1 Cor 11, 23b-24). Por esto te hemos ofrecido
el pan, mientras realizamos la representación de tu muerte y pedimos por medio de este sacrificio:
Ten misericordia de nosotros y aplácate, ¡oh Dios de la verdad! Y así como este pan estaba
diseminado…, así reúna a tu santa Iglesia…,a la Iglesia católica y viviente. También te hemos
ofrecido el cáliz, la representación de la sangre; pues el Señor…(sigue el texto de Mt 26,27ss). Por
esto hemos ofrecido también el cáliz en representación de la sangre. Descienda, ¡oh Dios de la
verdad!, tu Verbo sagrado sobre este pan para que se convierta en el cuerpo del Verbo…”
(Eucologio).
San Efrén (Murió en el año 363).
“Después que comieron los discípulos el pan nuevo y santo, y entendieron por la fe, que por él
habían comido el cuerpo de Cristo, siguió Cristo desarrollando y dando el sacramento completo”
(Sermón de la Semana Santa, n 4, 6).
“Partió el pan con sus manos para el sacramento del sacrificio de su cuerpo; mezcló el cáliz para el
sacramento de la oblación de su sangre”. (Himnos de los ázimos, n 2, 7).
San Atanasio (Murió en el año 373).
“Verás a los levitas que llevan los panes y el cáliz con el vino y lo colocan sobre la mesa. Y
mientras no terminan las preces e invocaciones, es pan solamente y cáliz; pero una vez terminadas
las grandes y admirables preces, entonces el pan se hace cuerpo, y el cáliz sangre de nuestro Señor
Jesucristo” (De paschate et de sacrosancta eucaristía; PG 26, 1325).
“Pues las palabras que yo os he dicho, dijo, espíritu y vida son (Jn 6,64); como si dijese: lo que se
muestra y se da por la salvación del mundo es la carne que yo llevo; y esta misma carne y sangre os
la daré yo espiritualmente como alimento; de tal manera que se distribuya espiritualmente a cada
uno y os sea a todos defensa para la resurrección de la vida eterna” (Carta a Serapión de Thmuis,
carta 4, n-19).
San Cirilo de Jerusalén (Murió en el año 386).
“En otra ocasión disputando Jesucristo con los judíos, decía: “Si no tomáis mi cuerpo y bebéis mi
sangre, no tendréis vida en vosotros”. Mas como ellos no tomasen en sentido espiritual lo que se les
decía, se retiraron ofendidos, pensando que se les exhortaba a que comiesen carne” (Catequesis
Mistagógicas, IV, 3).
“Pues a los que lo reciben, no se les hace tomar pan y vino ordinarios, sino el signo y sacramento
del cuerpo y sangre de Cristo” (Catequesis Mistagógicas, V, 19).
San Ambrosio (Murió en el año 397).
“Verdadera carne de Cristo era la que fue crucificada, la que fue sepultada; por consiguiente,
verdaderamente es el sacramento de aquella carne” (Los Misterios, Libro I, cap 9, n 53).
“Pero, tal vez digas: “yo no veo la apariencia de la sangre”. Pero tienes el signo. Así como tomaste
la similitud de la muerte, así también bebes el símbolo de la preciosa sangre, de modo que no se da
el horror de la sangre que se derrama y sin embargo produce su efecto el precio de la redención.
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Sobre los Sacramentos en General.
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Aprendiste, pues, que lo que recibes es el cuerpo de Cristo” (Los Sacramentos, IV, 20).
“Por esto, para que muchos no dijeran eso, como si hubiera alguna repugnancia en la sangre
derramada, sino que permaneciera la gracia de la redención, por eso recibes el sacramento bajo una
semejanza, pero conseguirás la gracia y el poder de la verdadera naturaleza” (Los Sacramentos, L 6,
c 1, n 3).
“Por ello recibes el sacramento bajo las especies, pero recibes la gracia y virtud de lo que realmente
es” (Los Sacramentos, VI, 3).
“Dígnate, Señor, recibir con agrado esta ofrenda y hacerla espiritual y agradable, pues es la figura
del cuerpo y de la sangre de nuestro Señor Jesucristo” (Canon Romano, Tratado de los
Sacramentos).
La primera vez que aparece la concepción consecratoria de las palabras de la última cena, es de San
Ambrosio: “¿A través de qué palabras y de quién acontece la consagración? De las del Señor Jesús”
(De Sacr IV, 4, 14).
San Juan Crisóstomo (Murió el año 407)
“No hacemos otro sacrificio como lo hacía entonces el pontífice, sino que siempre ofrecemos el
mismo, o mejor, hacemos conmemoración del sacrificio” (Homilía 17, 3).
San Jerónimo (Murió en el año 420).
“Pero la sangre de cristo y su carne se entienden de dos maneras: o la espiritual y divina, de la que
dijo: Mi carne verdaderamente es comida, y mi sangre verdaderamente es bebida (Jn 6,56); si no
comiéreis mi carne y bebiéreis mi sangre, no tendréis la vida eterna (Jn 6,54); o la carne y sangre
que fue crucificada y que fue derramada por la lanza del soldado (Jn 19,33s)” (Comentario a
Efesios, L 1, c1, v 7).
“Leemos las Sagradas Escrituras. Yo pienso que el cuerpo de Jesús es el Evangelio; las Sagradas
Escrituras pienso que son su doctrina. Y cuando dice: El que comiere mi carne y bebiere mi sangre
(Jn 6,54), si bien puede entenderse en misterio, no obstante, verdaderamente es cuerpo de Cristo, y
su sangre la palabra de las Escrituras” (Tratado 59, sobre los Salmos, salmo 147,14).
“Si no podían comer los panes de la proposición quienes habían tocado sus mujeres, ¡con cuánta
más razón no deberán comer el pan que ha bajado del cielo los que poco antes se han unido con
abrazo conyugal” No es que condenemos el matrimonio, sino que debemos abstenernos de las obras
de la carne el tiempo en que hemos de comer la carne del Cordero”. (San Jerónimo, Super Mt: ML
30,231).
San Agustín de Hipona (Murió en el año 430).
“Mas el manjar espiritual transforma al hombre en sí, como dice San Agustín, que oyó la voz de
Cristo que le decía: “No me convertirás tú en ti, como comida de tu carne, sino tú te cambiarás en
mí” (cfr san Agustín, Confesiones, L 7, c 10; ML 32,742). (Tomás de Aquino, Sma Theol 3, qu 73,
a 3, soluc 2).
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“Si queréis entender lo que es el cuerpo de Cristo, escuchad al Apóstol, ved lo que dice a los fieles:
Vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros (1 Cor 12,27). Si, pues, vosotros sois el cuerpo y
los miembros de Cristo, lo que está sobre la santa mesa es un símbolo de vosotros y lo que recibís
es vuestro mismo sacramento” (Sermón 272; PL 38, 1246).
“Si el bautismo que recibieron en la Iglesia Católica y el sacramento del cuerpo de Cristo que
participaron es el cuerpo de Cristo…” (Civitas Dei, 21, 3).
“Finalmente, al decir Cristo: El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él (Jn
6,57), nos muestra qué es comer su cuerpo y beber su sangre en verdad y no sólo en sacramento. Es,
sencillamente, permanecer en Cristo para que él permanezca en el comulgante. Como si dijera: El
que no permanece en mí y en quien yo no permanezco, no diga o estime que come mi cuerpo y
bebe mi sangre. Ahora bien, no permanecen en Cristo quienes no son miembros suyos. Y no son
miembros de Cristo quienes se hacen miembros de una meretriz, a no ser que renuncien al mal por
la penitencia y tornen al bien por la reconciliación” (Civitas Dei, 25,4).
“Entended espiritualmente lo que he hablado: no habeis de comer este cuerpo que veis, ni habeis de
beber esta sangre que han de derramar los que me crucifiquen. Un sacramento os he encomendado;
entendido espiritualmente, os vivificará. Y, aunque es necesario celebrarlo visiblemente, conviene
entenderlo invisiblemente” (In Ps, 98,9; PL 37, 1264).
“Si no permaneces en Cristo y Cristo no está en ti, sin duda que no comes espiritualmente su carne
ni bebes su sangre, aunque carnal y visiblemente comas el sacramento del cuerpo y de la sangre de
cristo; sino que más bien comes y bebes para tu condenación un sacramento de tanto valor, al
presumir acercarte sin la debida pureza a los misterios de Cristo” (In Jo, 26,18).
“Como había dicho: Si alguno no comiere de mi carne y bebiere de mi sangre, no tendrá en sí vida
(Jn 6,54), para que no lo entendieran carnalmente, añadió: El Espíritu es el que vivifica; la carne no
aprovecha para nada; las palabras que os he hablado, espíritu y vida son (Jn 6,64)” (In Jo, Trat 11, n
5).
“Ellos pensaban que les había de entregar y distribuir su cuerpo, y El les responde y les contesta que
subiría a los cielos, y en verdad todo entero. Al ver al Hijo del hombre subir allí adonde estaba
antes (Jn 6,63): en verdad, entonces veréis que no os distribuye su cuerpo al modo que pensais; en
verdad entonces comprenderéis que su don no se consume a mordiscos” (In Jo, Trat 27, n3).
“Porque no dudó el Señor de decir: Este es mi cuerpo (Mt 26,26), dándonos el signo de su cuerpo”
(Contra Adimanto, c 12, n 3).
“Sea comido Cristo; comido vivo, porque de la muerte ya resucitó. Ni cuando le comemos le
dividimos en partes. Esto sucede con las especies sacramentales, ciertamente; los fieles saben cómo
se come la carne de Cristo, cada cual recibe su parte; por eso la gracia misma –la Eucaristía- se
llama partes. Se le come a partes y permanece todo entero; todo entero se halla en tu corazón”
(Sermón 129, n 1).
En el sermón 131 (La Gracia) san Agustín explica lo de entender qué significa “si no comiereis la
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carne…etc.” “Los fieles saben que se trata del sacramento de los fieles; para los demás oyentes,
estas palabras tienen un sentido vulgar” (…) “¿Pensais que del cuerpo este mío, que vosotros veis,
he de hacer partes y seccionarme los miembros para dároslos a vosotros? Pues ¿qué será viendo al
Hijo del hombre subir a donde primero estaba? Claro es, si pudo subir íntegro, no pudo ser
consumido” (Sermón 131, n 1).
“Entonces será esto, es decir, el cuerpo y la sangre de Cristo será vida para cada uno; cuando lo que
en sacramento visiblemente sea tomado, en verdad sea comido espiritualmente, espiritualmente sea
bebido. Porque se lo hemos oído al Señor decir: el Espíritu es el que da la vida, la carne no
aprovecha de nada. Las palabras que yo les he hablado, son espíritu y son vida. Pero hay entre
ustedes, dice, algunos que no creen. Eran los que decían: ¡Duras son estas palabras; quién las puede
aguantar? Duras sí, pero para los duros; es decir, son increíbles para los incrédulos” (Sermón 131, n
1).
“Llegó hasta a dar a todos en común el primer sacramento de su cuerpo y de su sangre, sin excluir
al traidor” (Carta 44, 10; A Eleusio, Glorio, Félix, Gramático, etc.).
“Y mientras comían les dijo: Uno de vosotros me ha de entregar (Mt 26,21). Después les repartió
el sacramento” (Carta 54, c VI, n 7; A las consultas de Jenaro).
“Así también, cuando nos referimos a la celebración del sacramento del altar, decimos que en ese
día acontece lo que no acontece en ese día, sino que aconteció antaño. Cristo fue inmolado no sólo
en las solemnidades de la Pascua, sino también cada día entre los pueblos, en sacramento. Por eso
no miente quien contesta que es inmolado ahora, cuando se lo preguntan. Los sacramentos no
serían en absoluto sacramentos si no tuviesen ciertas semejanzas con aquellas realidades de que son
sacramentos. Por esa semejanza reciben, por lo regular, el nombre de las mismas realidades. Así
como de algún modo el sacramento del cuerpo de Cristo es el cuerpo de Cristo, así también el
sacramento de la fe es la fe” (Carta 98, 9; A Bonifacio, versión latina).
“Ahora bien, voto es un ofrecimiento a Dios, en especial la oblación del altar; con este sacramento
del altar se anuncia ese nuestro voto máximo, por el que nos comprometemos a permanecer en
Cristo, es decir, en la organización del cuerpo de Cristo. De esa realidad es sacramento simbólico el
del altar, pues en él muchos formamos un pan, un cuerpo” (Carta 149, cap II, n 16; A Paulino).
“Pero no busquen al Espíritu Santo sino en el cuerpo de Cristo, cuyo sacramento externamente
tienen; pero no tienen dentro la “cosa” misma de la cual aquél es sacramento, y por eso comen y
beben su condenación (1 Cor 11,29). Porque el pan, que es uno, es sacramento de unidad, ya que,
como dice el Apóstol: Uno es el pan; un cuerpo somos la muchedumbre (1 Cor 10,17). Por tanto,
sólo la Iglesia Católica es el cuerpo de Cristo, cuya cabeza es el Salvador de su cuerpo (Ef 5,23)”.
(Carta 185, n 50).
“La carne y la sangre de este sacrificio se prometía antes de la venida de Cristo por la semejanza de
las víctimas; en la pasión de Cristo se ofrecía por la verdad misma; después de la ascensión de
Cristo se celebra por el sacramento del recuerdo”. (Contra Fausto, L 20, cap 21).
“Si prescindes de la palabra, el pan es pan, y el vino, vino. Añade la palabra, y es otra cosa. ¿Qué
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otra cosa? El cuerpo de Cristo y la sangre de Cristo. Prescinde, digo, de la palabra, y el pan es pan y
el vino, vino. Añade la palabra y tendremos el sacramento”. (Sermón de los sacramentos en Pascua,
n 3).
San Pedro Crisólogo
“Lo que pide Dios es la fe, no la muerte; tiene sed de tu buena intención, no de sangre; se satisface
con la buena voluntad no con matanzas” (De los sermones, sermón 108; cfr.Breviario, 2ª lectura,
martes de la IV semana de Pascua).
San León Magno, Papa, murió en el año 461.
“Nosotros nos convertimos en aquello que recibimos” (Sermón 63,7; PL 54, 357 C).
Rabulas de Edesa, obispo, siglo V.
“Los que comen con fe el pan santo, comen en él y con él el cuerpo vivo del Dios que justifica. Mas
los que lo comen sin fe, reciben alimento como cualquier otro alimento corporal. Pues si enemigos
robaran violentamente este pan y lo consumieran, comerían pan ordinario, porque les falta la fe, que
es la que experimenta su dulzura. El pan es, sí, gustado por el paladar, pero la fe es la que gusta la
fuerza que allí está escondida” (Carta a Guemelino).
San Fulgencio deRuspe, obispo, siglo VI.
“De ahí es que el bienaventurado Pablo, habiendo dicho en cierto lugar: 1 Cor 10,16, para
demostrar que nosotros somos aquel verdadero pan y verdadero cuerpo, añadio a continuación: 1
Cor 10,17. (…) Y confirmando que nosotros somos la carne del Señor, dice: Ef 5,29ss. Por eso, ya
que muchos somos un pan y un cuerpo (1 Cor 10,17), entonces cada uno comienza a ser
participante de aquel único pan cuando empiece a ser miembro de aquel único cuerpo, que entonces
ya se inmola verdaderamente como hostia viva a Dios en cada uno de los miembros cuando se une
en el bautismo a la cabeza, Cristo. (…) Quien, pues, se hace miembro del cuerpo de Cristo, ¿cómo
no recibe lo que él mismo se hace? , puesto que ciertamente se hace verdadero miembro de aquel
cuerpo, del cual cuerpo está el sacramento en el sacrificio. Por consiguiente, se hace (el bautizado)
por la regeneración del santo bautismo aquello mismo que va a recibir del sacrificio del altar .(…)
Ya que él mismo se hallado ser aquello que aquel sacramento significa” (Carta 12, c 11, n 24 y 26;
A Ferrando).
“Mas después de la cena, en la que dio a sus discípulos el sacramento de su cuerpo y sangre, recitó
el Salvador esa oración por sus fieles” (Contra Fabiano, n 28).
“Pues se bebe el cáliz del Señor cuando se guarda la santa caridad; sin la cual, si alguno entregase
su cuerpo para que arda, de nada le aprovecha (1 Cor 13,3). Por el don de la caridad se nos otorga el
que seamos en verdad aquello que celebramos místicamente en el sacrificio” (Contra Fabiano, n
28).
Teodoro de Mopsuestia, obispo, siglo V.
“He aquí, pues, por qué El nos transmite también el pan y el cáliz; porque por el alimento y la
bebida subsistimos en esta vida de aquí (abajo). Pero El llamó al pan cuerpo y al cáliz sangre,
porque la pasión alcanzó al cuerpo, y lo trituró e hizo que se derramara su sangre; de estos dos
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(cuerpo y sangre), por los cuales se consumó la pasión, hizo El el tipo del alimento y de la bebida,
para manifestar la vida perdurable en la inmortalidad, y esperando recibirla, participamos de este
sacramento, por el cual creemos tener una esperanza firme de estos (bienes) futuros” (Homil Cateq
15, n 9).
“Ya que, en efecto, la inmortalidad esperada, cuya promesa nos ha sido dada aquí, la vamos a
recibir en las figuras sacramentales por medio del pan y del cáliz, El debía llamarse pan a sí mismo
y a su cuerpo, de modo que por la figura misma venerásemos a aquel que reivindicó esta
denominación” Homil Cateq 15, n 11).
“Que Cristo Nuestro Señor os diera el vino en su cáliz como figura de su sangre, lo podéis ver por
esto (que antecede); (…). Esta es, pues, la virtud del sacramento y éstos los tipos y las señales del
sacramento, tanto comida como bebida”. (Homil Cateq 15, n 14).
“De la misma manera, pues, que el verdadero nacimiento nuevo es el que esperamos por la
resurrección, mientras que hay un nacimiento nuevo en figura que nosotros cumplimos en el
bautismo, también el alimento verdadero de la inmortalidad es el que esperamos tomar, que, por un
don del Espíritu Santo, tendremos verdaderamente entonces –mientras que ahora somos
alimentados como en figura de un alimento inmortal que tenemos, ya en forma de figura, ya en
gracia a las figuras, por la gracia del Espíritu Santo” (Homil Cateq 15, n 18).
“Por esto nos esforzamos en participar en los misterios, porque por medio de estas clases de figuras,
en signos demasiado elevados para el discurso, creemos poseer ya esas mismas realidades,
habiendo incluso recibido en esta comunión con los misterios las primicias del Espíritu Santo (Rom
8, 23), ya que, recibiendo el bautismo, tomamos como el nuevo nacimiento, y recibiendo el
Sacramento, tenemos fe de recibir como alimento y subsistencia de nuestra vida” (Homil Cateq 16,
n 30).
Teodoreto de Ciro, obispo del siglo V.
“Porque cuantas veces comeis este pan y bebeis este cáliz, anunciais la muerte del Señor, hasta que
venga”. “Pues después de su venida no habrá más necesidad de símbolos del cuerpo, puesto que
aparecerá el cuerpo mismo. Por eso dijo: hasta que venga” (Comentario a 1 Cor 11, 26).
“Porque en el santísimo bautismo vemos el tipo de la resurrección, mas entonces veremos la misma
resurrección. Aquí vemos los símbolos del cuerpo del Señor, pero allá veremos al mismo Señor”
(Comentario a 1 Cor 13, 12).
“Y la Iglesia ofrece los símbolos de su cuerpo y de su sangre, santificando toda la masa mediante
las primicias” (Comentario a los Salmos, salmo 109).
San Gaudencio de Brescia, siglo V.
“Y al decir que se ha de comer con prisa, manda que tomemos el sacramento del cuerpo y sangre
del Señor no con corazón perezoso y boca lánguida” (Tratados Pascuales, Sobre el Exodo, trat 2, n
23).
“En segundo lugar, como es necesario que el pan, proveniente de muchos granos de trigo,
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convertidos en flor de harina, se haga con agua y llegue a su entero ser por medio del fuego, es
razonable ver en él ( en el pan) la imagen del cuerpo de Cristo, el cual sabemos que de la multitud
de todo el género humano fue hecho un cuerpo consumado por el fuego del Espíritu Santo”
(Tratados Pascuales, Sobre el Exodo, trat 2, n 32).
San Gelasio I, papa del año 494 al 496.
“Ciertamente los sacramentos que recibimos del cuerpo y sangre de Cristo son cosa divina, por lo
cual también mediante ellos nos hacemos partícipes de la naturaleza divina; y, sin embargo, la
substancia o naturaleza del pan y vino no deja de ser. Y ciertamente la imagen y la semejanza del
cuerpo y sangre de Cristo son celebradas en el hacer los misterios. Bastante evidentemente, pues se
nos enseña que debemos sentir acerca del mismo Cristo Señor lo que confesamos, celebramos y
tomamos en su imagen, para que como el pan y el vino, perfeccionándolos el Espíritu Santo, pasan
a ésta, es decir, a la substancia divina, pero permaneciendo en la propiedad de su naturaleza, así
demuestra aquel mismo misterio principal, cuya eficiencia y virtud con verdad nos representan, (a
saber), que Cristo permanece uno, pues que permanece íntegro y verdadero, permaneciendo con
propiedad aquellos elementos (las dos naturalezas) de que consta” (Sobre las dos naturalezas en
Cristo, contra Eutiques y Nestorio; testimonios de los antiguos, n 14).
San Cesáreo de Arlés, obispo. (Vivió del año 470 al 542).
“Si no quieres meter tus vestidos en un arca llena de barro, ¿por qué has osado poner los
sacramentos de Cristo en un alma llena de pecados? Por cierto, también todas las mujeres, al
acercarse al altar, sacan lienzos limpios para recibir en ellos los sacramentos de Cristo, y hacen bien
y santamente” (Sermón 229, n 4).
Facundo de Ermiona, obispo africano (murió el año 570).
“Porque Cristo se dignó recibir el sacramento de la adopción cuando fue circuncidado y cuando fue
bautizado, y el sacramento de la adopción, bien puede llamarse adopción; como al sacramento de su
cuerpo y sangre, sacramento que está en el pan y en el cáliz consagrado, llamamos su cuerpo y
sangre: no que propiamente el pan sea su cuerpo y el cáliz su sangre, sino que contienen en sí el
misterio de su cuerpo y sangre. Por eso también el Señor mismo llamó cuerpo y sangre suyos al pan
bendecido y el cáliz que el sacramento de su cuerpo y sangre con razón se dice que reciben el
cuerpo y la sangre de Cristo, así también el mismo Cristo, habiendo recibido el sacramento de la
filiación adoptiva, se pudo con razón decir que recibió la filiación adoptiva” (En defensa de los tres
capítulos, l 9, c 5).
Juan Mandakuni, patriarca armenio, finales del siglo V.
“También hay algunos a quienes el deseo de recibir los santos misterios no les impele en modo
alguno a reconciliarse con sus prójimos; permanecen muchos días alejados del santo Sacramento y
les parece más difícil el tratar con su hermano y reconciliarse con él que el mantenerse alejados y no
recibir el santo Sacramento del cuerpo y la sangre de Cristo. Por temor de verse humillado ante su
enemigo menosprecia el Sacramento del Señor” (Discurso sobre el carácter de los iracundos, n 10).
San Gregorio de Tours, obispo (Murió el año 594).
“Pero cuando, terminadas las palabras sagradas, partido el sacramento del cuerpo del Señor, tomó él
y lo distribuyó a los demás para que lo comieran, …” (Ocho libros de milagros, L 1, c 86).
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Sobre los Sacramentos en General.
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San Gregorio Magno, papa (Murió en el año 604)
“Ustedes que tienen la costumbre de asistir a los divinos misterios, saben bien que es necesario
conservar con sumo cuidado y respeto el cuerpo de Nuestro Señor que reciben, para no perder de él
ninguna partícula, a fin de que nada de lo que ha sido consagrado caiga en tierra. ¿Piensan ustedes
acaso que sea un delito menor tratar con negligencia la Palabra de Dios que es su cuerpo?” (Homil.
In Ez 13, 3).
“Si alguien se llega a su mujer por el solo deseo de tener hijos, no prendido en ardor de placer,
débese dejar a su juicio la entrada en la iglesia y la recepción del misterio del cuerpo del Señor. No
podemos prohibir que lo reciba quien, estando entre brazas, no se quema” (San Gregorio, Papa; Ad
Augustinum Episcopum Anglorum: ML 77, 1197).
San Isidoro de Sevilla, obispo (Murió el año 630).
“La cuarta (oración) después de éstas se introduce para el ósculo de la paz, a fin de que,
reconciliados por la caridad, todos mutuamente sean asociados dignamente con el sacramento del
cuerpo y de la sangre del Señor, porque no consiente el cuerpo indivisible de Cristo disensiones de
nadie. (…) A partir de aquí viene la sexta (oración), la conformación del sacramento, para que la
oblación que se ofrece a Dios, santificada por el Espíritu Santo, sea conformada al cuerpo y a la
sangre de Cristo” (Sobre los oficios eclesiásticos, L 1, c 15, n 2 y 3). (Durante la sexta oración se
citaban las palabras expresas de Jesús en la última cena, así que, según Isidoro, es en esa oración
sexta en la que se lleva a cabo la consagración y no en todo el rito completo).
“Pero el pan, porque fortalece el cuerpo, por eso es llamado cuerpo de Cristo, y el vino, porque
produce la sangre en la carne, por eso es referido a la sangre de Cristo” (Sobre los oficios
eclesiásticos, L 1, c 18, n 3).
“Estas cosas, pues, aunque son visibles, sin embargo, santificadas por el espíritu Santo, pasan a ser
el sacramento del cuerpo divino” (Sobre los oficios eclesiásticos, L 1, c 18, n 4).
“Por consiguiente, ya no ofrecen los creyentes aquellas víctimas judaicas, como las que ofreció el
sacerdote Aarón, sino como las que el mismo Melquisedec, rey de Salem, inmoló, a saber el pan y
el vino, que es verdaderísimo sacramento del cuerpo y de la sangre del Señor” (Sobre la fe católica
contra los judíos, L 2, c 27).
San Juan Damasceno (Murió en el año 750).
“Isaías vio una brasa (Is 6,6ss), y la brasa no es madera simplemente, sino madera unida al fuego;
así también el pan de la comunión no es simplemente pan, sino pan unido a la divinidad” (Sobre la
fe ortodoxa, L 4, c 13; MG 94, 1149).
“Y como en el bautismo, ya que los hombres suelen lavarse con agua y ungirse con aceite, unió al
aceite y al agua la gracia del Espíritu e hizo de ello el baño de la regeneración (Tito 3,5), así
también, ya que los hombres suelen comer pan y beber agua y vino, unió a ellos su Divinidad”
(Sobre la fe ortodoxa, L 4, c 13; MG 94, 1144. 1149).
Santo Tomás de Aquino, doctor de la Iglesia (Murió en el año 1274).
“De donde el sacramento es signo rememorativo de aquello que le precedió, es decir, de la pasión
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Sobre los Sacramentos en General.
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de Cristo; demostrativo de aquello que acaece en nosotros por la pasión de Cristo, es decir, de la
gracia; prognóstico, es decir, prenunciativo de la gloria futura” (Suma 3, q.60, a.3).
“Por eso, en este sacramento, que es su memorial, se toman por separado el pan como sacramento
del cuerpo y el vino como el sacramento de la sangre” (Suma Theol 3, qu 74, a 1, Resp).
“Hecha la consagración, se puede llamar pan en el sacramento, primero, a las especies del pan, que
retienen el nombre de su primitiva substancia, como dice San Gregorio (in homilía Paschali: ML
150, 436). Y segundo, al cuerpo de Cristo, que es pan místico “bajado del cielo” (Suma Theol 3, qu
77, a 6, Soluc 1).
“El infiel que toma las especies sacramentales recibe también el cuerpo de cristo en el sacramento,
y lo come sacramentalmente si la palabra “sacramentalmente” se refiere a lo comido; mas no si se
refiere al que lo come, porque no lo toma como sacramento, sino como una comida corriente. A no
ser que tuviera intención de tomar lo que da la Iglesia” (Suma Theol 3, qu 80, a 3, Soluc 2).
“Cristo no está en este sacramento en estado natural, sino en especie sacramental” (Suma Theol 3,
qu 80, a 2, Resp.)
“Los sacramentos pertenecen al estado de la fe, que nos hace ver la verdad “en espejo y en enigma”
(Suma Theol, 3, qu 80, a 2, Soluc 2).
“Si el ratón o el perro comen la hostia consagrada, no deja de estar la substancia del cuerpo de
Cristo en las especies, mientras éstas permanecen, que es el tiempo que permanecería la substancia
del pan. Lo mismo sucede si se arroja al fango. Nada de ello acontece en detrimento de la dignidad
del cuerpo de Cristo, que quiso ser crucificado por los pecadores sin mengua de su dignidad; sobre
todo no tocando el ratón y el perro su cuerpo en su propia figura, sino sólo en las especies
sacramentales.” (…) “No se puede decir, sin embargo, que el animal bruto coma sacramentalmente
el cuerpo, porque no puede usarlo como sacramento. Esta recepción, pues, no es sacramental, como
no lo sería la de quien tomara una hostia consagrada ignorando que estaba consagrada” (Suma
Theol 3, qu 80, a 3, Soluc 3).
“Es que no se trata de un enunciado físico. Jamás se ha afirmado que se transforme la naturaleza
física. La transubstanciación tiene lugar en otro nivel. La tradición afirma que es una acción
metafísica. Lo que en sentido puramente físico es pan o vino, es asumido en lo más hondo por
Cristo de manera que se transforma desde dentro y Cristo se da realmente a sí mismo” (J Ratzinger;
Dios y el mundo; Círculo de Lectores SA, Galaxia Gutemberg SA, Barcelona, 2000, p 386).
Anexo 3, otro puntos.
0.No hay ninguna razón para dudar que las mujeres que siguieron a Jesús desde el comienzo de su
vida pública hasta Jerusalén tuvieron una presencia muy significativa durante los últimos días de su
vida y que, desde luego, tomaran parte en la última cena. ¿Por qué iban a estar ausentes de esa cena
de despedida ellas que, de ordinario, comían con Jesús?, ¿quién iba a preparar y servir debidamente
el banquete sin la ayuda de las mujeres? Su exclusión resultaría todavía más absurda si se trató de
una cena pascual, uno de los banquetes judíos a los que sí asistían todas las mujeres. ¿Dónde
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Sobre los Sacramentos en General.
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hubieran comido ellas solas esa Pascua en la ciudad de Jerusalén? Recordemos que, en la
comunidad cristiana, las mujeres fueron aceptadas desde el comienzo en la “fracción del pan” o
cena del Señor (Hechos 2,46). De hecho, eran seguramente las mujeres las que más se ocupaban de
“servir a la mesa” y de otras tareas semejantes, pero no hemos de ver en su servicio un quehacer
que les corresponde a ellas, según una distribución lógica del trabajo dentro del grupo. Para Jesús,
este servicio es modelo de lo que ha de ser la actuación de todo discípulo: “¿Quién es mayor, el que
está a la mesa o el que sirve?¿No es el que está a la mesa? Pues yo estoy en medio de ustedes como
el que sirve” (Lc 22,27). Según las fuentes, la actuación de las mujeres fue modelo de discipulado
para los varones por su entrega, su actitud de servicio y su fidelidad total a Jesús hasta el final, sin
traicionarlo, negarlo, o abandonarlo. (verJosé Antonio Pagola; Jesús, aproximación histórica; PPC,
Madrid, 8ª Edición, febrero, 2008, pp 230-232).
1.Los cristianos se llevaban la Eucaristía a su casa.
“¿No sabrá el marido qué gustas en secreto antes de cualquier otro manjar?, y si supiere que es pan,
¿no creerá que es aquel pan del que se habla?” ( Tertuliano, Apologético. A la esposa, L 2, c 5).
“…atreviéndose a llevar consigo al lupanar lo santo, si hubiera podido, el que apresurándose a ir al
espectáculo, despedido del sacrificio del Señor y llevando todavía consigo, como es costumbre, la
Eucaristía, …” (Novaciano, siglo III, Sobre los espectáculos, c 5).
“En Alejandría y en Egipto cada uno, aun los seglares, por lo común tiene comunión en su casa y
comulga por sí mismo cuando quiere” (San Basilio, siglo IV, carta 93, serie 2; PG 32, 483-486).
2.¡Arriba los corazones! Significaba “arriba las mentes!
“Y todos a una voz digan: “y con tu espíritu”, y el pontífice: “arriba la mente”; y todos: “la tenemos
dirigida al Señor”. (Constituciones de los apóstoles, siglo IV, L 8, c 12, n 4).
3.La mezcla de vino y agua en el cáliz.
“En efecto, porque Cristo, que cargaba con nuestros pecados, nos llevaba a todos, vemos que en el
agua está figurado el pueblo, y en el vino, la sangre de Cristo. Cuando en el cáliz se mezcla el agua
con el vino, el pueblo se mezcla con Cristo, y la masa de los creyentes se adhiere y une a aquel en
quien cree. Esta mezcla y unión del agua y del vino se mezcla en el cáliz del Señor de modo que no
puede disolverse. Por eso nada podrá separar de cristo a la Iglesia, es decir, al pueblo que está en la
Iglesia y se adhiere a la fe que creyó, sino se le unirá siempre y permanecerá con un solo amor entre
ambos” (San Cipriano, siglo III, carta 63, XIII, 1-2; A Cecilio).
4.Se enterraba a algunos con la Eucaristía.
“Un día, un monje suyo adolescente que amaba excesivamente a sus padres, fuese en dirección a su
casa, saliendo del monasterio sin bendición; mas el mismo día de su llegada a la mansión de los
suyos, murió. Procedióse a la sepultura. Mas al día siguiente encontrase su cuerpo arrojado fuera
del sepulcro, y en seguida cuidaron de sepultarlo de nuevo. Al otro día le encontraron otra vez fuera
de la tumba insepulto como antes. Acudieron entonces rápidamente a los pies de Benito, y con
grandes sollozos solicitaron de él se dignara concederle su gracia. Dioles el varón de Dios al punto
de su mano la comunión del Cuerpo del Señor, diciendo: “Id y poned el Cuerpo del Señor sobre su
pecho y dadle con él sepultura”. Hiciéronlo así y la tierra retuvo en su seno el cuerpo enterrado y no
lo arrojó ya más” (San Gregorio Magno, Papa y doctor de la Iglesia; De los diálogos, libro II, cap
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Sobre los Sacramentos en General.
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XXIV).
5.Lo que sobraba, al final de la celebración, se lo daban a los niños para que lo comieran.
“Es costumbre antigua en Constantinopla que cuando sobra gran cantidad de las sagradas partes
(especies) del cuerpo inmaculado de Cristo Dios nuestro, llaman a los niños impúberes, de los que
frecuentan las escuelas de los gramáticos, para que ellos las coman” (Evagrio Escolástico, murió
alrededor del año 600, Historia Eclesiástica, L 4, c 36).
Sólo en el siglo XII desaparece de Occidente la comunión bautismal a los infantes.
6.Los ritos de la liturgia de la Eucaristía.
“Seguidamente, nos levantamos todos a una y elevamos nuestras preces, y éstas terminadas, como
ya dijimos, se ofrece el pan y el vino y agua, y el presidente, según sus fuerzas, hace igualmente
subir a Dios sus preces y acciones de gracias y todo el pueblo exclama diciendo “amén”. Ahora
viene la distribución y participación, que se hace a cada uno, de los alimentos consagrados por la
acción de gracias y su envío por medio de los diáconos a los ausentes” (San Justino, Apología 1, n
67, 5).
La Iglesia nada aprueba que pueda ser nocivo. No obstante, en el culto divino ostenta una gran
diversidad de ritos. Así, en efecto, se expresa san Gregorio escribiendo a Agustín, obispo de
Cantorbery, al proponerle éste la diversidad de costumbres seguidas por las iglesias en la
celebración de la Misa: “Me agradaría que si encuentras alguna cosa en las iglesias romanas,
francesas o en otra cualquiera, que pudiera complacer al Dios omnipotente, la recogieseis (elijas)
con todo cuidado” (San Gregorio, Papa, Registrum Libro II, ep 64; Ad August ad interrog 3; ML
77, 1187).
“Liceat etiam legi passiones martyrum quórum anniversarii dies eorum celebrantur” (Concilio de
Cartago, año 397), canon 36; Mansi, III, 924). (Se permita leer las pasiones de los mártires en el día
en que se celebra su aniversario).
7.¿Celebrar la misa en solitario?
“Sacerdos missam solus nequaquam celebret…Esse enim debent qui ei circumstent, quos ille
salutet a quibus ei respondeatur » (Teodulfo de Orleans, obispo, murió en el año 821, capitulare I, c
7; PL 105, 194). (El sacerdote nunca celebre la misa solo. Debe haber algunos que lo circunden, a
los cuales él salude y por quienes sea respondido).
8.¿Quién no puede comulgar?
“Por lo demás, tú que eres así, tampoco puedes hacer obras buenas en la Iglesia. Pues no ven los
ojos sobre los que se han derramado las tinieblas de la negrura y a los que ha cubierto la noche, al
necesitado y al pobre. Eres opulenta y rica ¿ y crees que celebras el sacrificio del Señor, tú que no
haces ningún caso del tesoro sagrado, que vienes al sacrificio del Señor sin don para el sacrificio,
que tomas parte del sacrificio que ha ofrecido el pobre?” (San Cipriano, siglo III, Sobre la oración
dominical, c 15).
“Con su venida echó de ti las víctimas inmundas de los sacrificios y puso en ti como prenda su
cuerpo vivo y el cáliz de su sangre e invitó a sus hijos a tomar de él, para que por él sean absueltos
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Sobre los Sacramentos en General.
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de sus pecados” (San Efrén, diácono y doctor de la Iglesia, Himno de la instauración de la Iglesia, 2,
n 5).
“Tomad, comed con fe, sin dudar un punto de que esto es mi cuerpo, y el que lo come con fe, come
en él fuego y espíritu (Mt 3,11); pero si alguien lo come con dudas, para él se hace simple pan; pero
quien con fe come el pan santificado en mi nombre, si es puro, puro se conserva; si pecador, es
perdonado” (San Efrén, Sermón de la Semana Santa, n 4, 4).
“No se os reserva pequeño castigo si, sabedores de la maldad de alguno, le permitís participar de
esta mesa. ¡Su sangre se exigirá de vuestras manos! (Gén 42,22). ¡Aunque sea jefe militar, aunque
sea prefecto, aunque sea el mismo que se ciñe la diadema (el emperador), si se acerca
indignamente, apártale!” (San Juan Crisóstomo, arzobispo y doctor de la Iglesia, Homilías sobre
san Mateo, homilía 82, n 6).
“Porque así como no puede participar de la sagrada mesa el fornicario y el blasfemo, así tampoco
puede gozar de la santa comunión el que conserva enemistades y rencores” (San Juan Crisóstomo,
Homilía 20, n 1).
“Porque este sacrificio (Mt 5,23ss) ha sido instituido para que hagas la paz con tu hermano. Luego
si este sacrificio ha sido instituido para que guardes la paz con tu hermano, y tú no la buscas, en
vano participas del sacrificio, inútil es para ti que se haga esta obra” (San Juan Crisóstomo, Homilía
1, n 6).
“Y así, cuando vieres en la iglesia al pobre con el rico, al que fuera temblaba ante el príncipe unido
con él aquí dentro sin temor alguno, piensa que ha llegado el momento en que encuentra
cumplimiento aquella profecía: “Entonces (en el Reino de Dios) se apacentarán juntos el lobo y los
corderos (Is 11,6)” (San Juan Crisóstomo, Homilía contra los que se embriagan y sobre la
resurrección de cristo, 3; PG 50, 437).
“Porque aquel recibe que se examina a sí mismo, y el que recibe no morirá con la muerte del
pecador, porque este pan es remisión de los pecados” (San Ambrosio, obispo y doctor de la Iglesia,
Sobre los patriarcas, c 9, n 38s).
“Por consiguiente, cuantas veces lo recibes ¿qué te dice el Apóstol? Cuantas veces lo recibimos
anunciamos la muerte del Señor (1 Cor 11,26). Si anunciamos la muerte, anunciamos la remisión
de los pecados. Si cuantas veces se derrama su sangre, se derrama en remisión de los pecados, debo
recibirla siempre, para que siempre se me perdonen los pecados. Yo, que continuamente peco,
continuamente debo recibir la medicina” (San Ambrosio, Los Sacramentos, L 4, c 5.6, n 28).
“El que tiene una herida busca la medicina. Hay herida porque estamos bajo el pecado; la medicina
es el celestial y venerable sacramento” (San Ambrosio, Los sacramentos, L 5, c 4, n 25).
“Le hice ver que en el Nuevo Testamento no podía darse que un justo matase a nadie, pero que
podía probarse, con el mismo ejemplo del Señor, que los inocentes debían tolerar a los
delincuentes. Cristo admitió entre los inocentes al mismo que le entregó, y que había recibido la
paga de su comisión; recibió hasta el último ósculo de paz, y eso qu advirtió a los inocentes que
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Sobre los Sacramentos en General.
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entre ellos había un tal hombre; llegó hasta a dar a todos en común el primer sacramento de su
cuerpo y de su sangre, sin excluir al traidor” (San Agustín, Carta 44, cap V, n 10; A Eleusio, Glorio
y Félix).
“El Señor toleró a Judas hasta el fin desastrado del traidor y le permitió participar en la sagrada cena
de los inocentes” (San Agustín, carta 93, A Vicente rogatista, cap IV, n 15).
“Alguien dirá que no debe recibirse cotidianamente la Eucaristía. Si le preguntas el porqué, contesta
diciendo: “Deben elegirse los días en que se vive con mayor pureza y continencia, para acercarse
con mayor dignidad a tan grande sacramento, “porque quien comiere indignamente, come y bebe su
propio juicio” (1 Cor 11,29). Otro replicará en sentido contrario, diciendo: “Si tan grande es la llaga
del pecado y la fuerza de la enfermedad, nadie debe diferir esta medicina; basta que la autoridad del
obispo no le haya separado del altar para hacer penitencia y tenga que abstenerse hasta que se
reconcilie de nuevo con la misma autoridad; porque recibir indignamente es lo mismo que
comulgar en el tiempo en que se debe hacer penitencia; en cambio no debe depender del propio
albedrío o capricho el retirarse de la comunión o el volver a ella; si los pecados no son tan grandes
que a uno pueda considerársele excomulgado, no debe retirarse de la cotidiana medicina del cuerpo
del Señor”. Quizá un tercero, más ponderado, pudiera dirimir la contienda entre ambos,
amonestándoles a permanecer en la paz de Cristo, que es lo principal, y observar cada uno lo que
crea que debe hacer, según su fe. Porque ninguno de los dos trata de menospreciar el cuerpo y la
sangre del Señor; ambos tratan de honrar en su contienda al salubérrimo Sacramento” (San Agustín,
carta 54, cap III, n 4; A las consultas de Jenaro).
“Yo afirmaría sin titubear que aunque uno hubiera cometido los mayores pecados, si habiendo
propuesto apartarse en delante de toda acción inconveniente y de atender a la virtud viviendo según
los preceptos de Cristo, participara de los misterios, persuadido íntimamente de que recibirá la
remisión de todos sus pecados, de ninguna manera saldrán fallidas sus esperanzas” (Teodoro de
Mopsuestia, siglo V, Comentario a 1 Cor 11, 34).
“A todo esto hay que saber que aquel pide rectamente el perdón de su culpa, que primero perdona
lo que se ha faltado contra él mismo. Porque el don no se recibe si primero no se expulsa la
enemistad del ánimo, diciendo la Verdad (Mt 5,23s). En lo cual se ha de ponderar que,
perdonándose toda culpa por la ofrenda, cuán grave es la culpa de la enemistad, por la cual no se
recibe la ofrenda. (…) Mt 18,23-34: Por estas palabras consta que, si no perdonamos de corazón lo
que se falta contra nosotros, se nos exigirá de nuevo aun aquello de que nos alegrábamos que había
sido perdonado por la penitencia” (San Gregorio Magno, Papa y doctor de la Iglesia, vivió del 540
al año 604, Diálogos, L 4, c 60).
“Cuando nosotros, indignos, somos admitidos, no sin temor y espanto, a los divinos e
incontaminados misterios de Cristo Dios y rey nuestro, entonces principalmente debemos mostrar
la templanza y la perfecta guarda de la mente, para que el fuego divino, es decir, el cuerpo de
Nuestro Señor Jesucristo, consuma nuestros pecados y tanto las grandes como las pequeñas
suciedades. Porque El, tan pronto como entra en nosotros, arroja del corazón los malvados espíritus
de la maldad y nos perdona los pecados cometidos, y se queda el alma libre…” (Esiquio, abad, siglo
VI o VII, Sobre la templanza y la virtud, centuria 1, n 100).
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Sobre los Sacramentos en General.
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“Por lo demás, si no hay tan grandes pecados que uno sea juzgado merecedor de ser excomulgado,
no debe separarse de la medicina del cuerpo del Señor, no sea que, si se le prohíbe y ha de
abstenerse largo tiempo, sea separado del cuerpo de Cristo. Pues es cosa manifiesta que aquellos
viven que se llegan a su cuerpo” (San Isidoro de Sevilla, obispo y doctor de la Iglesia, siglo VII,
Sobre los oficios eclesiásticos, L 1, c 18, n 8).
“Cristo conocía la iniquidad de Judas, porque era Dios; no la conocía, por lo tanto, a la manera
como conocen las cosas los hombres. Y no lo excluyó de la comunión para enseñar así a los
sacerdotes que no deben excluir de ella a los pecadores ocultos” (Santo Tomás de Aquino, doctor
de la Iglesia, siglo XIII, Suma Theol 3, qu 81, a 2, soluc 2).
“Si son pecadores ocultos, y la piden, no se les puede negar la sagrada comunión, mpues todo
cristiano, por el hecho de estar bautizado, está admitido a la mesa del Señor, y no se le puede privar
de su derecho sino con causa manifiesta” (Sto Tomás de Aquino, Suma Theol 3, qu 80, a 6, resp.)
“Aunque al pecador oculto le sea peor pecar mortalmente comulgando que ser difamado, al
sacerdote que administra la comunión le es peor cometer un pecado mortal difamando injustamente
a un pecador oculto que dejar que éste peque” (Sto Tomás de Aquino, Suma Theol 3, qu 80, soluc
2).
9.¿Hay que comulgar en ayunas?
“Bien claro se ve que, cuando los discípulos recibieron por primera vez el cuerpo y sangre del
Señor, no los recibieron en ayunas” (San Agustín, carta 54, n 7).
10.Se comulgaba una vez o tres veces al año.
“Si es pan cotidiano, ¿por qué lo has de tomar de año en año, como han solido hacer los griegos en
Oriente?” (San Ambrosio, Los Sacramentos, L 5, c 4, n 25).
“Los laicos que no comulgan al menos en navidad, en pascua y en Pentecostés, no sean
considerados como católicos ni sean contados entre ellos” (Concilio de Agde, canon 18, CCL 148,
202).
11.Se comulgaba recibiendo en la mano.
Dionisio, luego obispo de Corinto (año 166-174), escribiendo al Papa Sixto I, expone el caso de un
fiel suyo que, habiendo sido bautizado por los herejes, pedía ser rebautizado: “Dado que éste ha
asistido frecuentemente a la Eucaristía, ha respondido Amén junto con los otros, se ha acercado a la
mesa extendiendo las manos para recibir el santo alimento, ha comido el Cuerpo y la Sangre de
Cristo, ¿cómo podría yo rebautizarlo?” (Eusebio de Cesarea, Hist.Eclesiástica, VII, 8, 4).
“Así como también los que, según es costumbre, reparten la Eucaristía, van permitiendo a cada uno
del pueblo tomar la parte correspondiente” (Clemente de Alejandría, siglo II y III, Stromata, L 1, c
1).
“Recibe el alimento, dulce como la miel, del Salvador de los santos, como (sic) a tu hambre, bebe a
tu sed; tienes al Ichtys en las palmas de tus manos” (Inscripción de Pectorius de Autum, principios
del siglo III; cfr “Oraciones de los primeros cristianos”, selección de A Hamman ofm, Ediciones
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Rialp S.A., Madrid, 1956, p 164).
Entre los siglos II y IV, los apologetas lucharon contra los adoradores de ídolos y contra los
herejes en defensa de la fe cristiana. Una característica suya es la reafirmación de la importancia de
recibir el Cuerpo de Cristo con manos puras, no contaminadas por los ídolos o los sacrificios
paganos. Presentamos dos breves textos de Tertuliano (entre 160 y 220) y de San Cipriano (+258).
Tertuliano, en la obra sobre la idolatría, dice así: “El celo de la fe llorando así hablará en este punto:
¿es posible que un cristiano pase de los ídolos a la Iglesia, de la oficina del demonio a la casa de
Dios? ¿Es posible que eleve a Dios Padre las manos madres de los ídolos, que adore con esas
manos que primero eran ellas mismas adoradas contra Dios?; que se acerquen al Cuerpo del Señor
las manos que construían imágenes de los demonios (…)”.
San Cipriano dice lo siguiente de quien recibe indignamente el Cuerpo de Cristo: “Volviendo de los
altares del demonio se acercan a la Eucaristía con las manos sucias y manchadas (…) e invaden el
cuerpo de Dios con las fauces exhalando contagios funestos” (De lapsis, 15).
“Habiendo intentado abrir su tabernáculo, en el cual estaba la Eucaristía, con manos inmundas,
quedó aterrorizada por el fuego, para que no se atreviera a tocarlo. Otra persona, manchada de un
delito, osó tomar parte escondidamente, junto con las otras en el sacrificio celebrado por el
sacerdote, pero no pudo comer la Eucaristía porque, abriendo las manos, encontró sólo ceniza (…)”
(De lapsis, 26).
San Cirilo de Jerusalén (del año 313 al 386), en sus Catequesis Mistagógicas: “Cuando te acercas,
no avances con las manos extendidas, ni con los dedos separados; en cambio, haz de tu mano
izquierda un trono para tu mano derecha, puesto que ésta debe recibir al Rey y, en el hueco de la
mano, recibe el Cuerpo de Cristo, diciendo Amén. Santifica pues cuidadosamente tus ojos mediante
el contacto con el Cuerpo santo, después tómalo y ten cuidado de no perder nada, pues si tú
perdieras algo sería como si perdieras uno de tus miembros. Si te dieran unas pepitas de oro, ¿no las
tomarías con grandísimo cuidado, poniendo atención en no perder ninguna y en no dañarlas?
¿Entonces no deberías de poner más atención por algo que es más precioso que el oro y las piedras
preciosas, de modo de no perder ni una migajita? Después de haber comulgado el Cuerpo de Cristo,
acércate también al cáliz de su Sangre. No extiendas las manos, sino inclinado y con un gesto de
adoración y respeto, diciendo, Amén, santifícate a ti mismo tomando también la Sangre de Cristo,
Luego, esperando la oración, da gracias a Dios que te ha estimado digno de tan grandes misterios”
(Catequesis Mistagógicas V, 21-22).
San Gregorio Nacianzeno (330-390), en la oración fúnebre por su hermana Gorgona, recuerda que:
“Se acercó al altar con el mismo lamento y con abundantes lágrimas, como aquellas que un día
bañaron los pies de Cristo (Lc 7,38) y dijo que no se movería de allí hasta que obtuviera la
curación: después de haber ungido todo su cuerpo con esta medicina (sus lágrimas) y después de
haber recibido en su mano el Cuerpo y la Sangre de Cristo, lo bañó con sus lágrimas y entonces
(cosa maravillosa) descubrió que estaba curada y se alejó sanada no sólo del cuerpo, sino también
del alma y del espíritu”
San Juan Crisóstomo (354-407), llamado el doctor de la Eucaristía, en la homilía 47 afirma:
“Acercándote, pues, no pongas las manos extendidas, sino la izquierda sea apoyo de la derecha,
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teniendo ahuecada la palma, lista para acoger al Rey. Entonces, con gran temor, recibe el Cuerpo de
Cristo, poniendo atención en que no se caiga de la mano algún fragmento (literalmente “alguna
perla”) y no despedaces el único Cuerpo. Del mismo modo, acércate a beber la santa Sangre, no
extendiendo la mano, y diciendo Amén. Y da gracias a Dios que te ha hecho digno de tan gran
misterio”.
En otro lugar, en la homilía sobre la carta a los Efesios, recomienda la limpieza de las manos que
deben recibir el Cuerpo de Cristo, signo de la pureza interior: “Dime, ¿irías con las manos no
lavadas a la Eucaristía? Pienso que no, preferirías más bien no ir, antes que ir con las manos sucias.
En esta cosa pequeña eres tan atento, y luego te atreves a ir a recibir la Eucaristía con el alma
impura? Ahora tienes el Cuerpo del Señor sólo por breve tiempo, mientras en el alma permanece
para siempre”. En otro lugar subraya “la más grande dignidad de quien recibe con la mano el
Cuerpo del Señor respecto a los mismos serafines” (Homilía sobre la carta a los Efesios 3,4 y 6,3).
Teodoro de Mopsuestia (+428): Entonces cada uno de nosotros se acerca con la mirada baja y las
dos manos extendidas. La mirada baja para expresar como un deber de conveniencia, la adoración,
y es como una profesión de fe, porque recibe el Cuerpo del Rey; del que llega a ser Señor de todos
por la unión con la naturaleza divina y es igualmente adorado como Señor de toda la creación. Y
por el hecho de que las dos manos están igualmente extendidas, se reconoce verdaderamente la
grandeza de lo que se va a recibir. Es la mano derecha la que se extiende para recibir la ofrenda,
pero bajo de ella se pone la izquierda, y por este gesto se revela un gran respeto; si la derecha se
extiende y tiene un rango más elevado, es porque recibe el Cuerpo regio, mientras que la otra
sostiene y conduce a su hermana y compañera, no mirando ofensivo un papel de sierva de la que le
es igual en dignidad, a causa del Cuerpo regio que lleva. El pontífice luego, mientras entrega la
Eucaristía, dice: El Cuerpo de Cristo, y te enseña por estas palabras a no mirar lo que aparece, sino
a representarte en el corazón en lo que se ha transformado y que es, por el Espíritu Santo, el Cuerpo
de Cristo” (II Homilía sobre la Misa, 27-28).
De fines del siglo IV es también una inscripción métrica llamada de Alejandro, encontrada en
Africa: “Toda la gente cristiana, cantando cantos sagrados, se alegra de extender las manos para
recibir el sacramento”.
Todavía en el siglo VI-VII tenemos noticias sobre el uso de la comunión en la mano: desde el punto
de vista iconográfico tenemos miniaturas en el Evangeliario siriaco del año 586, encontrado en
Edesa, donde está representada una escena de comunión en la que se nota la forma cruzada de las
manos.
San Juan Damasceno (657-759), en la obra sobre la fe ortodoxa, dice: “Acerquémonos pues con
temor, con la conciencia pura y con gran fe: nos será dado tal como creemos, sin dudar.
Acerquémonos a El con deseo ardiente y puestas las manos en forma de cruz recibamos el Cuerpo
del crucificado (…)”
San Cesáreo de Arlés (470-452) atestigua también la praxis de lavarse las manos antes de recibir la
Eucaristía, y para las mujeres el uso de pequeñas telas blancas para poner en ellas el Sacramento:
“Todos los hombres, cuando deseen comulgar, lávense las manos, y las mujeres usen cándidas telas
donde reciban el Cuerpo de Cristo” (Sermón 227,5).
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Sobre los Sacramentos en General.
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En el siglo IX, una disposición conciliar en Rouen (año 878) establece que la Eucaristía debe ser
dada a los laicos no en la mano, sino en la lengua. El mismo concilio establece también la norma de
que el sacerdote de la Misa cantada debía dar la Eucaristía en las manos sólo al diácono y al
subdiácono como ministros del altar. Enseguida, este derecho fue limitado sólo al sacerdote y al
diácono.
Después en el Libro de Cuestiones Sinodales, de Regino de Prüm, compuesto en el año 906 dice:
“Por lo mismo, a ningún laico o mujer se le dé la comunión en la mano, sino sólo en la boca, y con
estas palabras: “El Cuerpo y la Sangre de Cristo te aproveche para el perdón de los pecados y para
la vida eterna”.
-¿Comunión en la mano o en la boca?
“Eso ya existía en la antigua Iglesia. Recibir la comunión en la mano con respeto es una forma muy
oportuna de comulgar” (J Ratzinger; Dios y el mundo, Círculo de Lectores SA, Galaxia Gutemberg
SA, Barcelona, 2000, p 388).
Sólo en el siglo XI se empieza en Occidente a recibir la comunión de rodillas ante una tela blanca
de lino, sostenida por dos acólitos. Desde el siglo XIII aparecen los comulgatorios (balaustrada)
colocados entre el presbiterio y la nave de la iglesia. La norma más antigua procede del sínodo de
Génova, en 1574. Sólo desde el siglo XVII aparecen los comulgatorios en todas las iglesias y se
generaliza el dar la comunión sólo en la lengua.
12.Se llevaba la Eucaristía en canastas y vasos de vidrio.
“El santo padre Exuperio, obispo de Tolosa, imitando aquella notable viuda de sarepta (1 Re 17),
padeciendo él mucha hambre y necesidades, sustenta y da de comer a otros muchos; y teniendo el
rostro amarillo por los muchos ayunos, es atormentado de ver que otros padecen hambre, y ha dado
toda su hacienda a las entrañas de Cristo (que son los pobres): ninguno hay más rico que él, pues
por haber dado sus bienes a los pobres, lleva alguna vez el cuerpo de Cristo en una cestita de
mimbres, y su sangre en un vaso de vidrio, y ha echado la avaricia del templo, y sin azote ni
reprensión, ha derribado las cátedras de los que vendían palomas (Mt 21), quiero decir, los dones
del Santo espíritu, y trastornado las mesas de la mala riqueza y derramado los dineros de los
cambiadores y banqueros, para que la casa de Dios se llame casa de oración, y no cueva de
ladrones” (San Jerónimo, doctor de la Iglesia, siglo V, Carta 125, 20, A Rústico).
13.El que no comulga es mejor que no asista.
“Dime, si algún invitado a un banquete, se lavare las manos y se sentase a la mesa ya del todo
preparado; pero después no participase en ella, ¿no causaría ofensa al que le invitó?; ¿no hubiera
sido mejor que no se hubiese presentado? Así estuviste tú presente: cantaste el himno, profesaste
ser digno como los demás, ya que no te marchaste como los indignos. ¿Por qué permaneciste y no
participaste de la mesa? Es que soy indigno, dices. Luego también eres indigno de aquella
participación en las preces comunes. Porque el Espíritu Santo no sólo desciende por las oblaciones,
sino también por aquellos cánticos” (San Juan Crisóstomo, obispo y doctor de la Iglesia, Sobre la
carta a los Efesios, Hom 3, n 5).
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Sobre los Sacramentos en General.
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14.¿No importa la santidad del que consagra?
“También los sacerdotes, que sirven en el ministerio eucarístico y reparten la sangre del Señor a sus
pueblos, obran impíamente, contra la ley de Cristo, pensando que la Eucaristía la hacen las palabras
del que consagra y no la vida de éste, y que únicamente es necesaria la invocación solemne y no los
méritos de los sacerdotes, de quienes está dicho: y el sacerdote en quien hubiera mancha no se
acercará a ofrecer oblaciones al Señor (Lev 21,17.21)” (San Jerónimo, doctor de la Iglesia,
Comentarios a Sofonías, c 3, v 5).
“En la Iglesia Católica no hace más, en orden al misterio del cuerpo y de la sangre del Señor, el
bueno que el mal sacerdote; porque no se consagra por mérito del consagrante, sino con palabras
del creador y en virtud del Espíritu Santo”. “Queda ya dicho que el sacerdote consagra el
sacramento, no por virtud propia, sino como ministro de Cristo, en cuya persona actúa” (…) “Se
puede, pues, ser ministro de Cristo sin ser justo” (Santo Tomás de Aquino, Suma Theol, 3, qu 82, a
5; citando primero a san Agustín en De Corpore Domini: ML 120, 1310).
“La sacrosanta religión que mantiene la disciplina católica exige para sí tanta reverencia, que nadie
se atreva a llegarse a ella si no es con conciencia pura. ¿Pues cómo vendrá invocado el Espíritu
celestial a la consagración del divino misterio, si el obispo y el (sacerdote) que ruega que venga el
Espíritu es reprobado por estar lleno de acciones vituperables’” (San Gelasio I, Papa del año 492 al
496, Carta a elpidio, obispo de Volterra, fragmento 7, n 2).
15.Hubo quienes consagraban sólo con agua.
“En consecuencia, hermano carísimo, nadie tiene por qué creer que debe seguirse la práctica de
algunos de que en tiempo pasado pensaron se debía ofrecer en el cáliz del Señor sólo agua, pues
habría que preguntarse a quién siguieron estos tales” (San Cipriano, obispo y mártir, Carta 63, XIV,
1, A Cecilio).
“Los acuarios, así llamados porque ofrecían en el cáliz solamente agua” (San Isidoro de Sevilla,
Etimologías, L 8, cap V, n 23).
“En este mismo año y en estos mismos días que el Padre Fray Pedro de Córdoba fue a la Vega,
había cantado misa nueva un clérigo llamado Bartolomé de las Casas,…Tuvo esta calidad notable
esta primera misa nueva, que los clérigos que a ella se hallaron no bendecían, conviene a saber, que
no se bebió en toda ella una gota de vino, porque no se halló en toda la isla, por haber días que no
habían venido navíos de Castilla” (Historia de las Indias; Fray Bartolomé de las Casas, Libro II, cap
LIV).
16.Hubo quienes consagraban pan y queso.
“Artiotiritas, llamados así por su oblación. Su sacrificio consistía en pan y queso, diciendo que la
oblación de los primeros hombres se hacía de los frutos de la tierra y de las ovejas” (San Isidoro de
Sevilla, Etimologías, L 8, cap V, n 22).
17.¿Qué significa la palabra “misa”? Salir antes del ofertorio.
“Siguen los diáconos con las lecturas bíblicas. Al concluirlas, los catecúmenos se retiran del recinto
sagrado; siguen los posesos (energumenoi) y penitentes. Sólo continúan dentro los considerados
dignos de asistir a los sagrados misterios y comulgar” (Pseudo Dionisio Areopagita, La jerarquía
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Sobre los Sacramentos en General.
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eclesiástica, cap III, 1).
“Misa es aquel tiempo del sacrificio en el que los catecúmenos salen de la Iglesia ante la invitación
de un ministro, si quis catechumenus remansit, exeat foras; y de aquí el nombre de “Missa”
(despedidas), pues a los sacramentos del altar no deben asistir los que aun no han sido regenerados
por el bautismo” (San Isidoro de Sevilla, siglo VI, Etimologías, L 6, cap 19, n 4).
Después del Evangelio “clamante diacono iidem catechumeni mittebantur i.e. dimittebantur foras.
Misa ergo catechumenorum fiebat ante actionem sacramentorum, missa fidelium fit post
confectionem et participationem” (Floro, siglo IX, De actione missarum n 92; PL 119, 72). (Al grito
del diácono son despedidos los catecúmenos, o sea, salen. Pues la “Misa” de los catecúmenos se
tiene antes de la acción sacramental; la misa de los fieles se tiene después de la confección del
sacramento y de la participación).
18.La Palabra de Dios, cuerpo y sangre de Cristo.
“Yo creo que el Evangelio es el cuerpo de Cristo…y aunque las palabras “Quien no comiere mi
carne y bebiere mi sangre” pueden entenderse también del misterio (de la Eucaristía), con todo, las
Escrituras, la doctrina divina, son verdaderamente el cuerpo y l sangre de Cristo” (San Jerónimo,
doctor de la Iglesia, Tract de ps 131).
“La palabra de Dios no representa menos que el cuerpo de Cristo” (San Agustín, Serm suppos serm
300; PL 39, 2319).
“Vosotros que tenéis la costumbre de asistir a los divinos misterios, sabéis bien que es necesario
conservar con sumo cuidado y respeto el cuerpo de nuestro Señor que recibís, para no perder de él
ninguna partícula, a fin de que nada de lo que ha sido consagrado caiga en tierra. ¿Pensáis vosotros
acaso que sea un delito menor tratar con negligencia la Palabra de Dios que es su cuerpo?” (San
Gregorio Magno, Papa, Homil sobre Ezequiel, 13,3).
19.¿Quién consagra?
“A los profetas, permitidles que den gracias (Eujaristeuein) cuantas quieran” (Didajé, X, 7).
“Que sea considerada como legítima (bébaia) la eucaristía que se realiza bajo el obispo o el que él
haya encargado de hacerlo…Que donde aparezca el obispo allí esté la comunidad (pléthos), de la
misma manera que donde está Jesucristo, allí está la Iglesia católica. Sin el obispo, no está
permitido ni bautizar, ni hacer el ágape” (San Ignacio de Antioquia, Carta a los Esmirniotas, 8, 2;
siglo II).
La 1 Clemente da por supuesto como normal que el episkopos- presbyter preside la Eucaristía, pero
añade. “U otras personas eminentes con aprobación de toda la Iglesia”, porque “todo debe proceder
según el orden” (1 Clemente 44,4-6).
“(mulier) celebrans quotidie missarum sollemnia et offerens oblationem pro memoria viri sui” (San
Gregorio de Tours, De gloria confessorum c. 65, PL 71, 875 C). (Una mujer celebra diariamente la
Misa y ofrece la oblación en memoria de su esposo).
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Sobre los Sacramentos en General.
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En las Acta Saturnini, Dativi, etc., martirizados en el año 304 y cuyos retoques donatistas ulteriores
no afectan a lo esencial, las respuestas, dadas por simples fieles, incluyen la palabra dominicum,
que designa evidentemente la sinaxis litúrgica del domingo, es decir, la eucaristía, de la que los
fieles o los hermanos aparecen como (co)celebrantes. Así los párrafos XII y XIV; V; VII; VIII; XIII;
XVI. Veamos los párrafos XII y XIV: “egi dominicum”. En el V: “collectam et dominicum
celebrassent”. VII: “ et in collecta fui, et dominicum cum fratribus celebravi”. VIII : « cum collecta
fuisset, et supervenisse et dominicum cum fratribus...celebrasse ». XIII : « cum fratribus feci
collectam, dominicum celebravi ». XVI : « in collecta fui et dominicum cum fratribus celebravi » (
Cfr Jalones para una teología del laicado; I Congar, Estella, Barcelona, 1965, pág 243).
Odón de Cambrai, en Expos in canonem 160, 1057: “non solum sacerdotes et cleros…offerunt, sed
etiam audientes…”. (no sólo el sacerdote y el clero ofrece (la Misa) sino también los que la oyen).
Honorio D´ Autum, en Summa Sent, tr 6, c 176, 146: “nullus in ipsa consecratione dicit offero sed
offerimus ex persona totius Ecclesiae”. (Nadie en la misma consagración dice “ofrezco”, sino
“ofrecemos” en persona de toda la Iglesia).
Guerrico de Igny, en Sermo de Purif B. Mariae, n 16, 185, 87: “Sacerdos non solus sacrificat, non
solus consecrat, sed totus conventus fidelium cum illo consecrat, cum illo sacrificat” (Cfr etiam
Sermón 5, PL 185, 57). (No sólo el sacerdote sacrifica, no sólo él consagra, sino todo el grupo de
fieles con él consagra, con él sacrifica).
Inocencio III, en De sacr. Altares, libro 3, c 6, 217, 87: “quia non solum offerunt sacerdotes, sed et
universi fideles. Nam quod specialiter adimpletur ministerio sacerdotum, hoc universaliter agitar
voto fidelium “(ver libro 5, cap 2). (Porque no solo ofrecen los sacerdotes, sino todos los fieles.
Porque lo que especialmente cumple el ministerio de los sacerdotes, se hace por la voluntad de los
fieles).
(Cfr Jalones para una teología del laicado, I Congar, Estella, Barcelona, 1965, pág 245).
“Tota aetas concelebrat” (Liber Pontificalis, Vita Zephyrini, 2 ).
“En cuanto se llega a producir el venerable sacramento, ya el sacerdote no usa sus propias palabras,
sino las de Cristo. De modo que la palabra de Cristo es la que produce este sacramento” (San
Ambrosio, Los Sacramentos, IV, 14).
“¿Qué palabra de Cristo? En verdad, aquella por la cual todas las cosas han sido hechas. Ordenó el
Señor y se hizo el cielo; ordenó el Señor y se hizo la tierra; ordenó el Señor y se hicieron los mares;
ordenó el Señor y se engendraron todas las criaturas. Mira, pues, cuán eficaz es la palabra de
Cristo” (San Ambrosio, Los Sacramentos, IV, 15).
“¿Con todas estas cosas no comprendes aún cuán operante es la palabra celestial? Si obró ella en
una fuente terrena, si la palabra celestial obró en las otras cosas (Ex 14,21; 15,23; 2 Re 6,5-7), ¿no
obrará en los sacramentos celestiales? Aprendiste, pues, que el pan se convierte en el cuerpo de
Cristo, y se pone en el cáliz vino y agua y que por la palabra de la consagración celestial se
convierte en su sangre” (San Ambrosio, Los Sacramentos, IV, 19 (cfr Los Misterios I, 52)).
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Sobre los Sacramentos en General.
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“Si tanto pudo la bendición de un hombre (Moisés y Eliseo) que llegó a cambiar la naturaleza, ¿qué
diremos de la consagración divina misma donde son las mismas palabras de nuestro Señor las que
obran? Pues este sacramento que recibes se hace con las palabras de Cristo. Y si tanto pudo la
palabra de Moisés, que hizo bajar fuego del cielo, ¿no podrá la palabra de cristo cambiar la
naturaleza de los elementos?” (San Ambrosio, De mysteriis 9, 52; PL 16, 406-407).
“No es solamente el sacerdote el que se encarga de la acción de gracias (la Eucaristía), sino que el
pueblo lo hace con él” (San Juan Crisóstomo, In 2 Cor, Homil 18; PG 61, 527).
“No es el hombre quien hace que las ofrendas se conviertan en cuerpo y sangre de Cristo, sino el
mismo Cristo…El sacerdote está allí, le representa, y pronuncia las palabras, pero la potencia y la
gracia son de Dios” (San Juan Crisóstomo, PG, tomo XLIX, col 380-389).
“Creed que también ahora se celebra aquel banquete en el que se sentó Cristo a la mesa. En efecto,
en nada se diferencia este banquete de aquél, ya que no es un hombre el que realiza éste; en cambio,
aquél el mismo Cristo; sino que este mismo los dos” (San Juan Crisóstomo, Homilías sobre san
Mateo, Homil 50, n 3; PG 58, 507).
“No es obra de humana virtud la Eucaristía. El que la llevó a cabo en aquella cena es el que también
ahora la obra. Nosotros tenemos el lugar de sirvientes suyos; pero quien allí santifica la oblación y
la transforma es El” (San Juan Crisóstomo, Homilías sobre san Mateo, Homil 82, n 5).
“Quiero añadir una cosa verdaderamente maravillosa, pero no os extrañéis ni turbeis. ¿qué es? La
oblación es la misma, cualquiera que sea el oferente, Pablo o Pedro; la misma que Cristo confió a
sus discípulos y que ahora realizan los sacerdotes; ésta en realidad no es menor que aquélla, porque
no son los hombres los que la hacen santa, sino aquel que la santificó” (San Juan Crisóstomo, Sobre
la 2 Tim 2,4; PG 62, 612).
“Porque no es el hombre el que hace que las ofrendas lleguen a ser el cuerpo y la sangre de Cristo,
sino el mismo Cristo crucificado por nosotros. El sacerdote asiste llenando la figura de Cristo,
pronunciando aquellas palabras, pero la virtud y la gracia es de Dios, “Este es mi cuerpo”, dice.
Esta palabra transforma las cosas ofrecidas” (San Juan Crisóstomo, Homilía de perditione Judae
1,6; PG 49, 380).
“Quien celebra hoy sacerdotalmente es Cristo, oriundo según la carne de la tribu de Judá, no porque
él mismo ofrezca, sino porque actúa como Cabeza de los que ofrecen. El llama a la Iglesia su
Cuerpo y por ella celebra sacerdotalmente en cuanto hombre, mientras que como Dios recibe las
ofrendas hechas. La Iglesia presenta los símbolos de su cuerpo y de su sangre, los cuales santifican
toda la masa gracias a sus primicias” (Teodoreto de Ciro; Comm in psalmos, 104; PG 60, 177).
“El es el sacerdote, El el oferente y El la oblación. De esta realidad quiso que fuera sacramento
cotidiano el sacrificio de la Iglesia” (San Agustín, Ciudad de Dios, Libro 10, cap 20).
“Este pan que veis en el altar santificado por la palabra de Dios, es el cuerpo de Cristo; ese cáliz, o
más bien, lo que contiene ese cáliz, santificado por la palabra de Dios, es la sangre de Cristo” (San
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Sobre los Sacramentos en General.
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Agustín, Sermón 227; PL 38, 1099).
“Orationem vero Dominicam idcirco mox post preces dicimus, quia mos apostolorum fuit, ut ad
ipsam solum modo orationem oblationis hostiam concecrarent” (“La oración del Señor (el Padre
Nuestro) la decimos inmediatamente después de las preces porque fue costumbre de los apóstoles
consagrar la hostia de la oblación con sola esa oración”) (San Gregorio Magno, Papa, vivió del año
540 al 604, Cartas, L 9, cap 26).
“Por la sola virtud del Espíritu Santo se realiza la conversión del pan en el cuerpo de Cristo” (San
Juan Damasceno, De fide orth, Libro IV, c 13; MG 94, 1141.1145).
Una mujer, cuyo hijo había sido resucitado de los muertos por Santa Gertrudis de Nivelles (que
murió en el año 659): “in crastinum missam celebravit in honore virginis Christi Gertrudis” (Acta
SS mart II, 596).
“Celebrabat omni die missarum sollemnia” (Celebraba todos los días el sacrificio de la Misa) (Vita
Alcuini, (que era diácono) n 26; PL 100, 104 C).
20.Lo que se recogía durante la Eucaristía, se repartía.
“Ahora viene la distribución y participación, que se hace a cada uno, de los alimentos consagrados
por la acción de gracias y su envío por medio de los diáconos a los ausentes. Los que tienen y
quieren, cada uno según su libre determinación, da lo que bien le parece, y lo recogido se entrega al
presidente y él socorre de ello a huérfanos y viudas, a los que por enfermedad o por otra causa están
necesitados, a los que están en las cárceles, a los forasteros de paso, y, en una palabra, él se
constituye provisor de cuantos se hallan en necesidad” (San Justino, siglo II, Apología I, 65-67).
21.¿Cuántas misas se podía celebrar en un día?
“Por su propia cuenta, ningún sacerdote puede celebrar más de siete misas al día, pero a petición de
los penitentes podía celebrar cuantas fueses necesarias, incluso más de veinte misas al día”
(Poenitentiale Vindobonense A, c 45).
22.¿Qué significa “amén”?
“Amén significa verdaderamente o fielmente, y es también palabra hebrea” (San Isidoro de Sevilla,
obispo y doctor de la Iglesia, Etimologías, L 6, cap 19, n 20).
23.Comunión espiritual
“¿Para qué preparar dientes y vientre? Cree y ya has comido; pues creer en El es comer el pan vivo”
(San Agustín, De remedio poenitentiae, In Io 6,28; 6,41; trat 25.26: ML 35, 1602.1607).
“Dijimos anteriormente (qu 68, a 2) que el efecto de los sacramentos se puede tener aun antes de
recibirlos, con sólo desearlos. Para tener tal vida no es necesario recibir la eucaristía; basta sólo
desearla, pues es sabido que el fin se obtiene ya con su deseo o su intención” (Santo Tomás de
Aquino, Suma Theol 3, qu 73, a 3, resp.)..
“Este sacramento tiene de suyo virtud para dar la gracia, hasta el extremo de que nadie la tiene antes
de recibirlo en deseo: en deseo personal, como los adultos, o en deseo de la Iglesia, como los niños,
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Sobre los Sacramentos en General.
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según ya se dijo. Es tal la eficacia de su poder, que con sólo su deseo recibimos la gracia, con la que
nos vivificamos espiritualmente. Al tomarlo sacramentalmente crece y se perfecciona la vida
espiritual” (Santo Tomás de Aquino, Suma Theol 3, qu 79, a 1, soluc.).
24.Comunión bajo las dos especies.
“Hemos observado que algunos toman sólo el cuerpo sagrado de Cristo y se abstienen del cáliz de
la sangre sagrada. Como no sé en virtud de qué superstición lo hacen, deben recibir íntegro el
sacramento o no recibir nada de él, porque la división de un misterio único no puede hacerse sin
enorme sacrilegio” (Gelasio, Papa, Primus, ep 37; Ad Maioricum et Ioannem).
“Este sacramento no se hace con el uso de los fieles, sino con la consagración de la materia. No va,
pues, contra su perfección, que el pueblo tome el cuerpo sin la sangre, con tal que el sacerdote tome
las dos cosas” (Santo Tomás de Aquino, Suma Theol 3, qu 80, a 12, soluc 2).
25.La Misa ¿sacrificio?
Los profetas querìan que la religión volviera a su simplicidad original, dejando de lado lo de los
sacrificios de animales, copiados de la religión cananea que los judíos habían encontrado al
asentarse en Palestina. Oigàmoslos:
“¿Acaso me ofrecieron ustedes sacrificios y oblaciones en el desierto durante cuarenta años, casa de
Israel?” (Amòs 5,25)
“Misericordia quiero, no sacrificios” (Oseas 6,6; Mt 9,13; 12,7).
“Cuando yo saquè a vuestros padres del país de Egipto, no les hablè ni les mandè nada tocante a
holocaustos y sacrificios” (Jeremìas 7,22).
“En vez de novillos, te ofrecemos nuestros labios” (Oseas 14,3).
“No hacemos otro sacrificio como lo hacía entonces el pontífice, sino que siempre ofrecemos el
mismo, o mejor, hacemos conmemoración del sacrificio” (San Juan Crisóstomo, Sobre Hebreos,
Homil 17, n 3).
“Marchad y enteraos qué quiere decir: “Misericordia quiero y no sacrificio”. Como mi Padre –viene
a decir el Señor- quiere la misericordia, también la quiero yo. Mirad cómo los sacrificio son
superfluos, y la misericordia necesaria. Porque no dijo: “Quiero la misericordia y el sacrificio”,
sino: Misericordia quiero y no sacrificio. Acepta la misericordia y rechaza el sacrificio”. (San Juan
Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, Homil 30, 3).
“El sacrificio de la Iglesia es la palabra que exhalan como incienso las almas santas cuando al
tiempo del sacrificio el alma entera se abre a Dios” (Clemente de Alejandría, Stromata 7, 6, 32).
“Y no se invoca a Dios ni con sacrificios u ofrendas, ni tampoco con gloria y honores. No se deja
conmover por tales cosas. Se manifiesta solamente a los hombres de bien, que jamás hicieron
traición a la justicia, ni bajo el miedo de las amenazas ni bajo la promesa de importantes regalos”
(Clemente de Alejandría, Stromata, 7, 3, 14-15).
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Sobre los Sacramentos en General.
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“¿Quién estará tan fuera de sus casillas que se imagina que Dios necesita, para algunos usos
propios, las cosas ofrecidas en los sacrificios?...Todo culto legítimo a Dios reporta utilidad al
hombre, no a Dios. Nadie dirá que fue útil a la fuente si bebiere de ella o a la luz si viere con
ella”(San Agustín, Ciudad de Dios, X, 5).
“Así también, cuando nos referimos a la celebración del sacramento del altar, decimos que en ese
día acontece lo que no acontece en ese día, sino que aconteció antaño. Cristo fue inmolado una sola
vez en persona y es inmolado no sólo en las solemnidades de la Pascua, sino también cada día entre
los pueblos, en dicho sacramento. Por eso no miente quien contesta que es inmolado ahora, cuando
se lo preguntan. Los sacramentos no serían en absoluto sacramentos si no tuvieran ciertas
semejanzas con aquellas realidades de las que son sacramentos. Por esa semejanza reciben, por lo
regular, el nombre de las mismas realidades. Así como a su modo peculiar el sacramento del cuerpo
de Cristo es el cuerpo de Cristo, así también el sacramento de la fe es la fe” (San Agustín, carta 98,
A Bonifacio, n 9).
“Verdadero sacrificio es toda obra que se hace con el fin de unirnos a Dios en santa sociedad, es
decir, toda obra relacionada con aquel supremo bien, mediante el cual llegamos a la verdadera
felicidad” (San Agustín, Ciudad de Dios, X, 6). Comenta este trozo Tomás de Aquino: “A toda
obra de virtud se le llama sacrificio al ser realizada para gloria de Dios” (cfr Suma Theol 2-2, qu 81,
a 4, soluc 1). Y agrega sobre lo mismo: “Hay “sacrificio” propiamente dicho cuando las cosas
ofrecidas a Dios son sometidas a una acción cualquiera, tal como matar los animales, partir el pan,
comerlo o bendecidlo. No es otro el sentido de la palabra “sacrificio”, que se deriva de “hacer” algo
“sagrado”” (cfr Suma Theol 2-2, qu 85, a 3, Soluc n 3).
“Sacrificio: se llama así como algo hecho sagrado (sacrum factum), porque se consagra en memoria
de la pasión del Señor por nosotros; de donde le llamamos por precepto suyo cuerpo y sangre de
cristo, que, siendo de los frutos de la tirra, es santificado y se hace sacramento o sagrado por la
operación invisible del Espíritu de Dios. Al sacramento del pan y del cáliz llaman los griegos
Eucaristía” (San Isidoro de Sevilla, Etimologías, L 6, cap 19, n 38).
“Para clarificar lo que queremos decir, tomemos como ejemplo los cultos de sacrificio. Uno de los
dos elementos fundamentales del sacrificio bíblico de animales es la sacralización de la naturaleza.
El que mata un animal consagra una parte de éste a Dios y al hacerlo, santifica la comida. El
segundo elemento fundamental es la sacralización de la entrega total de la vida. A este elemento
pertenecen esos tipos de sacrificios en los cuales la persona que ofrece el sacrificio pone sus manos
sobre la cabeza del animal para identificarse con éste; y al hacerlo, da expresión física al
pensamiento de que se trae a sí mismo para ser sacrificado como el animal. El que ejecuta estos
sacrificios sin esta intención en su alma, hace que el culto no tenga sentido, que inclusive parezca
absurdo. Fue contra esto que los profetas dirigieron su lucha, contra el rito del sacrificio que había
sido vaciado de sentido. En el judaísmo de la diáspora la oración reemplazó al sacrificio; pero la
oración también se ofrece para el restablecimiento del culto, o sea, para la vuelta a la unidad
sagrada del cuerpo y alma. Y en esa consumación del judaísmo de la diáspora que llamamos piedad
jasídica, ambos elementos fundamentales se unen en una nueva concepción que cumple el
significado original del culto. Cuando el hombre purificado y santificado, en pureza y santificación
toma el alimento y lo coloca dentro de sí, el comer se vuelve un sacrificio, la mesa un altar, y el
hombre se consagra a la divinidad. Cuando se ha llegado a esto, ya no existe un abismo entre lo
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Sobre los Sacramentos en General.
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natural y lo sagrado; en ese momento no hay necesidad de un sustituto; en ese momento el propio
acontecimiento natural se vuelve un sacramento” (ver Martín Buber; Imágenes del bien y del mal;
Ediciones Lilmod, Buenos Aires, 2006, p 63).
26.¿Qué comulgamos?
“Nosotros hemos sido convertidos en su cuerpo, y por su misericordia somos lo que
recibimos…Vosotros habéis sido convertidos en el pan del Señor. He aquí lo que habéis recibido”
(San Agustín, Sermón 229; PL 38, 1103).
“Si vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros, es vuestro sacramento el que está clocado
sobre la mesa del Señor, y vosotros recibís vuestro sacramento” (San Agustín, Sermón 272; PL 38,
1247-1248).
“El es el sacerdote, El el oferente y El la víctima. De esta realidad quiso que fuera sacramento
cotidiano el sacrificio de la Iglesia. Ella, siendo cuerpo de esa cabeza, aprendió por su medio a
ofrecerse a sí misma” (San Agustín, Ciudad de Dios, X, 20).
27.Hostias que sangran.
“Ningún ojo corporal puede ver el cuerpo de Cristo en el sacramento” (…)”Segundo, porque como
se ha dicho arriba, el cuerpo de Cristo está en el sacramento al modo de la substancia; y la
substancia, en cuanto tal, no es visible al ojo corporal ni cae bajo sentido alguno ni en la
imaginación; sólo se aprecia por el entendimiento, cuyo objeto es la “esencia”, como dice el
Filósofo (Aristóteles). Por lo tanto, hablando con propiedad, el cuerpo sacramental de Cristo no es
perceptible ni por los sentidos ni por la imaginación, sino sólo por el entendimiento, llamado ojo
espiritual” (…) “El entendimiento del hombre viador no puede verlo más que por la fe, como ve las
demás cosas sobrenaturales” (Santo Tomás de Aquino, Suma Theol 3, qu 76, a 7, resp 1-2).
“El cuerpo de Cristo es uno mismo en cuanto a la substancia en el sacramento y en su propia figura,
pero no está del mismo modo, porque en su propia figura se pone en contacto con los cuerpos
circunstantes mediante las dimensiones propias, y no sucede así en el sacramento, como ya se dijo.
Por consiguiente, lo que pertenece a Cristo en sí mismo, se le puede atribuir en su propia figura y en
el sacramento, como vivir, morir, dolerse, estar animado o inanimado, etc. Pero lo que le compete
en relación con los cuerpos exteriores sólo se le puede atribuir existiendo en su propia figura, no en
el sacramento, como ser burlado, escupido, crucificado, flagelado y demás” (…)” Por eso Cristo no
puede padecer en el sacramento, aunque pueda morir” (Tomás de Aquino, Suma Theol 3, qu 81, a
4, Resp y Soluc 1).
“Hay creyentes que suponen que cuando unos incrédulos, por odio o por sadismo, traspasan hostias
consagradas y éstas comienzan a sangrar, suponen que esa “sangre” es realmente la verdadera
sangre de Cristo. Sea lo que sea esa sangre, una cosa hay cierta: no es la sangre de Cristo” (Santo
Tomás de Aquino, Suma Theol III, qu 76, a 8c y ad 2).
Tomás de Aquino se atreve incluso a afirmar que Cristo no está encerrado en el tabernáculo; allí
están, sí, las especies sacramentales u hostias consagradas ( cfr Santo Tomás de Aquino, Suma
Theol III, qu 76, a 7c).
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Sobre los Sacramentos en General.
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Es verdad, dice, que las especies realizan para nosotros “la presencia corporal” de Cristo, pero “de
manera espiritual” (cfr Santo Tomás de Aquino, Suma Theol III, qu 75, a 1, ad 4).
Según Santo Tomás de Aquino, no se puede decir que Jesús se ha trasladado desde el cielo al altar,
ni que se ha hecho pequeño para “esconderse” misteriosamente en la hostia consagrada (cfr Santo
Tomás de Aquino, Suma Theol III, qu 75, a 2; III, qu 83, a 4, ad 9).
Nosotros no despedazamos a Cristo con nuestros dientes, “a Cristo no lo comemos en su propia
corporeidad, ni lo masticamos con los dientes, sino únicamente en especies sacramentales” (cfr
Santo Tomás de Aquino, Suma Theol, III, qu 77, a 7, ob 3).
Lo que se bebe “es un sacramento de la sangre de Cristo” (cfr Santo Tomás de Aquino, Suma Theol
III, qu 77, a 7).
“Ni el sentido, ni el entendimiento pueden apreciar que estén en el sacramento el verdadero cuerpo
y la sangre de Cristo, sino sola la fe, que se apoya en la autoridad divina” (cfr Santo Tomás de
Aquino, Suma Theol III, qu 75, a 1).
28.¿Misas en las catacumbas?
“Y esto es lo único que vosotros nos podéis recriminar, que no veneramos los mismos dioses que
vosotros, y que no ofrecemos a los muertos libaciones y grasas, no colocamos coronas en los
sepulcros ni celebramos allí sacrificios” (San Justino, Apología I, 24,2).
29.¿Explicación racional de la Eucaristía?
“Es manifiesto que la Virgen engendró fuera del orden natural; lo que consagramos es el cuerpo
tomado de la Virgen; por consiguiente, ¿por qué buscas orden natural en el cuerpo de Cristo,
cuando el mismo Señor Jesús es parto de la Virgen hecho más allá de lo que la naturaleza hace?
(San Ambrosio, De Sacramentis, citado en Tomás de Aquino, Suma Theol 3, qu 75, a 4, resp).
30. ¿Misas en latín?
“En general, es ya imposible y acaso tampoco sea deseable. Yo diría que por lo menos está claro
que la liturgia de la palabra debe ser en la lengua vernácula. Aunque yo estaría a favor de un nuevo
aperturismo a lo latino” (J Ratzinger; Dios y el Mundo, Círculo de Lectores SA, Galaxia
Gutemberg SA, Barcelona, 2000, p 395).
“Gracias a Dios hablo en esas lenguas más que todos ustedes, pero en la comunidad prefiero
pronunciar media docena de palabras inteligibles, para instruir también a los demás, antes que diez
mil en una lengua extraña” ( 1 Cor 14, 18-19).
31.¿Transubstanciación?
“Ciertamente los sacramentos que recibimos del cuerpo y sangre de Cristo son cosa divina, por lo
cual también mediante ellos nos hacemos partícipes de la naturaleza divina; y, sin embargo, la
substancia o naturaleza del pan y vino no deja de ser. Y ciertamente la imagen y la semejanza del
cuerpo y sangre de Cristo son celebradas en el hacer los misterios. Bastante evidentemente, pues se
nos enseña que debemos sentir acerca del mismo Cristo Señor lo que confesamos, celebramos y
tomamos en su imagen, para que como el pan y el vino, perfeccionándolos el Espíritu Santo, pasan
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Sobre los Sacramentos en General.
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a ésta, es decir, a la sustancia divina, pero permaneciendo en la propiedad de su naturaleza, así
demuestran aquel mismo misterio principal, cuya eficiencia y virtud con verdad nos representan, (a
saber), que Cristo permanece uno, pues que permanece íntegro y verdadero, permaneciendo con
propiedad aquellos elementos (las dos naturalezas) de que consta” (San Gelasio I, papa (del año
492 al 496); Sobre las dos naturalezas en Cristo, contra Eutiques y Nestorio. Testimonios de los
antiguos. N 14; BAC 118. Textos Eucarísticos primitivos II, Solano, Madrid, 1954, pp 557-558).
32.Misa en domingo.
“Hay algunos que dan especial importancia a ciertos días, y hay otros que los consideran todos
iguales; que cada cual actúe según su propia conciencia” (Romanos 14,5).
EUCARISTIA
Cosas a explicar.
1.”Liturgia”; antes del siglo XVI era la preparación de las fiestas populares para el pueblo.
“Liturgo” era el encargado de preparar esas fiestas. Sólo en el siglo XVI entró la palabra “liturgia”
en el lenguaje eclesiástico y teológico.
-La liturgia, entraña siempre, pues, el sentido comunitario y popular.
-La Eucaristía no es para el cura, sino para el pueblo.
2.Originalmente era un banquete entre dos bendiciones y la primera parte del banquete no era sino
la adaptación del servicio sinagogal (con la bienvenida, las oraciones solemnes, las lecturas y el
comentario).
-Duraba doce horas, desde las 6 de la tarde del sábado, hasta las 6 de la mañana del domingo. El
viernes santo podemos ver cómo eran esas reuniones “clandestinas”.
-El incienso sólo entra en la Edad Media, como una inculturación de las prácticas bárbaras; los
cristianos de los primeros siglos le tenían miedo al incienso porque era una práctica pagana de
adoración a un dios y a un emperador.
-El coro: el mejor es el que anima al pueblo a cantar, no el que canta como Pavaroti.
3.El altar. Hasta el siglo IV era una mesa que se ponía y quitaba en el lugar de la casa en donde se
iba a celebrar la Eucaristía. Desde el siglo IV se pone una mesa fija de piedra. Sólo en el siglo XI se
coloca encima de unas gradas y se le superpone un crucifijo y candelabros. El altar representa a
Cristo (que es altar, sacerdote y sacrificio).
4.Los ornamentos. Originalmente los vestidos de un romano en un día de fiesta. Se le inventan
sentidos “místicos” en el medievo. Sólo en el siglo XII se cambian los colores de los ornamentos.
Se vuelven de lino por retrotraer sentido al sacerdocio del A. T.
5.Los manteles. Hasta el siglo XI se usa un solo mantel que cubre el altar y que tapaba el pan y el
cáliz.
6.La patena. Hasta el año 900 era un platón de sesenta centímetros. Desde el siglo X se usa el pan
ázimo, un solo pan grande, y la gente deja de comulgar (por exceso de respeto y por negar la
presencia real de Cristo), entonces se reduce la patena enormemente. En el siglo VIII todavía, san
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Sobre los Sacramentos en General.
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Bonifacio, obispo de Maguncia y mártir, decía: “Sacerdotes de oro usaban cálices de madera; ahora
sacerdotes de madera, usan cálices de oro”.
7.El pan y el vino representan todo lo que el país produce, gracias al trabajo de los que viven en él.
Son oraciones judías antiquísimas y actuales.
8.Durante la Semana Santa se celebran los ritos como en los primeros siglos.
9.En las iglesias no había bancas hasta el siglo XVI. Para los enfermos y viejos se ponían muletas
para apoyarse. Todo el mundo asistía de pie.
10.La Eucaristía es pan y palabra; la comida y el idioma son las dos formas esenciales de entrar en
comunión con el pueblo en el que se vive. Desde el siglo XVI, por los protestantes, se minusvaloró
la palabra y se acentuó el pan. Desde el siglo XVI se da la comunión a los fieles con sólo el pan. No
sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.
El canto o la música no tiene como finalidad animar o romper la monotonía, sino expresar la
comunidad con otra cosa que palabras. Recordar que, según la expresión antigua: el que canta bien,
ora dos veces.
11.Los ritos iniciales. El saludo al altar; el saludo a la comunidad reunida.
12.El acto penitencial. Es una confesión pública de pecados de toda clase. Fijarse en la gradación de
la escala de pecados. Si llevas tu ofrenda ante el altar, y allí te acuerdas de que tienes algo contra tu
hermano, deja tu ofrenda, ve a reconciliarte con tu hermano y luego...La Eucaristía tiene que reunirnos. Lo fundamental es la actitud de mi corazón para hacer la paz, para no odiar, para no
vengarme, para reconciliarme. No me piden que olvide, sino que perdone. El acto penitencial
termina con una absolución invocada, que equivale a la frase del padrenuestro: perdona nuestras
deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores.
13.Letanía de peticiones del “Señor, ten piedad”. Nos presentamos ante Dios como somos, con
todos nuestros problemas y necesidades.
14.Gloria. Para una noche de Navidad y sólo el Papa; después sólo los obispos y solo la Navidad;
después los presbíteros la noche de Navidad. Después todos, en todas las fiestas. Reivindicación
para Cristo de los títulos dados, por el senado, al emperador. Se mete en la mitad una letanía, y se
convierte toda la oración en una alabanza trinitaria. Decimos cada vez: sólo tú eres santo.
15.Liturgia de la Palabra. Como todo el banquete duraba unas doce horas, había cinco lecturas y la
noche del sábado santo había 8.
-Lo de persignarse al comenzar el Evangelio.
-La homilía. Aunque todos comentaban, como en la sinagoga, el obispo evangelizaba
especialmente, sentado en su cátedra, al fondo del lugar de reunión.
La única forma de que podamos comprender algunos de los textos màs violentos o extravagantes
como manifestaciones de amor es viendo en ellos la lenta gestación de la Palabra del amor
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Sobre los Sacramentos en General.
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incondicional de Dios, que es Jesucristo. (…) Tan sòlo son precisos nueve meses para que un niño
estè en condiciones de salir del ùtero, pero hacen falta innumerables generaciones de profetas y de
escribas, madres y padres, poetas y legisladores, antes de que el lenguaje del pueblo de Dios estè en
condiciones de que la Palabra de amor se haga carne. Los israelitas tomaron prestadas las palabras y
los mitos, las leyes y la liturgia de los egipcios y los cananeos, los babilonios y los asirios, los persas
y los griegos, enriqueciendo lentamente su lenguaje hasta que èste estuvo apto para el
alumbramiento de Aquel que podía narrar una parábola como, por ejemplo, la del hijo pròdigo. La
gracia de Dios estuvo obrando durante milenios, purificando lentamente la religión de odio y de
venganza, abriéndola gradualmente a otras naciones, germinando la conciencia de que Dios es
verdaderamente el ùnico Dios y el Dios de todas las personas. (ver Timothy Radcliffe; ¿Por què hay
que ir a la Iglesia?; Desclèe de Brouwer, Bilbao, 2009, p 71).
A la predicación actual le falta:
Riesgo
Denuncia
Palabra positiva
Esperanza
Compromiso
Realismo
Relación con la doctrina sólida
Relación con la vida
¡Qué lejos están las palabras del cura de aquellos que deben sentirse representados por ellas!
¡Qué lejos están los gestos de las palabras pronunciadas!
¡Qué lejos están, el cura y el pueblo, de una mínima estética celebrativa!
¿Se ajusta el cura a la brevedad al hablar y a decir lo que debe decir? (El sermón ideal debe durar de
7 a 12 minutos).
¿Por qué se lee el Antiguo Testamento en la Misa?
-La Palabra de Dios, la Sagrada Escritura, era, hasta el año 135 por lo menos, el Antiguo
Testamento; y así se leía en el servicio sinagogal al que siempre había acudido los cristianos
originales.
-Cuando los cristianos que habían convivido con Jesús, o sus enemigos convertidos por el contacto
con cristianos, se reunían para dar gracia a Dios por Jesucristo, el Mesías prometido, leían el
Antiguo Testamento.
-Cuando Jesús (ver Lc 4, por ejemplo) se reunía en la sinagoga a explicar su misión, leía el AT.
-La Iglesia siempre ha dicho que Cristo es el cumplimiento de todo lo prometido en el AT.
-Se puede y debe leer todo lo que hay en el AT a la luz de Cristo, pero se debe leer todo lo que hay
en el NT a la luz del AT.
-No se lee, sino que se proclama.
Credo. No es oración, sino confesión de fe. Entró en la liturgia para que lo declararan los fieles. Es
la época de las herejías Y comenzó la práctica un patriarca hereje como reivindicación de su
ortodoxia de acuerdo a los concilios ecuménicos.
16.Liturgia Eucarística.
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Sobre los Sacramentos en General.
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-Ofertorio: frutos de la tierra y del trabajo del hombre (Caín y Abel). Se ofrecía: pan, vino, agua,
leche y miel (lo que era la comida normal de todos; no carne).
-El sacerdote se lavaba las manos después de recibir las ofrendas.
17.El Prefacio. La Eucaristía es para dar gracias a Dios, por Cristo.
-Sólo desde Isidoro de Sevilla, siglo VII, se separa aquí en el rito esta oración de las palabras
sacerdotales que siguen (la “sexta” oración). Originalmente la idea es que se consagra por todo el
rito.
18.El sanctus. Parte es precristiano (recordar visión de Isaías en el templo) y parte es lo que sucede
a la entrada de Jesús en Jerusalén el domingo de Ramos.
-Explicar la palabra “hosanna”.
-Tres veces santo, es un superlativo judío: santísimo, el verdaderamente divino.
19.El canon. En voz baja por decirse en latín y por representar el sancta sanctorum del templo en el
que sólo entra el sumo sacerdote (puro A.T.). Los movimientos del cura, desde la edad media,
quieren re-presentar la pasión de Cristo. No había elevación, después de las palabras consecratorias,
sino desde el siglo XII. La gente iba de iglesia en iglesia para ver la hostia elevada. En Trento se
corrige esto. Recordar respuesta de Santo Tomás de Aquino, cuando le interrogaron sobre las
hostias que sangran. San Agustín: ¿el sacramento de quién está en el altar después de que el
sacerdote diga “esto es mi cuerpo”? De ustedes, porque ustedes son el cuerpo de Cristo.
20.El memento.La Misa tiene valor infinito. Podemos tener todas las intenciones de vivos y
difuntos que queramos. Se recuerda la comunión con el obispo de Roma y con nuestro propio
obispo.
21.Por Cristo, con El y en El: la original elevación antes del siglo XII. El pueblo aclamaba en cada
una de las expresiones.
22.El Padrenuestro. El arcano. La oración. Una sola petición: que venga tu Reino.
23.Oraciones por la paz; de la comunidad civil y de la comunidad de fe.
24.Cordero de Dios. Lo decía el pueblo, sólo mientras el sacerdote partiera el gran pan para la
comunión.
25. Comunión: si somos, por el bautismo, el cuerpo de Cristo, podemos ahora tomar parte, tomar
una parte, del cuerpo sacramental de Cristo. Si esperamos a no tener pecados para poder comulgar,
nunca podríamos comulgar, nadie podría, porque el que diga que no tiene pecados es un mentiroso
y la verdad de Dios no está en él. Cristo es el médico y la medicina. ¿Hay que confesarse cada vez?
26.¿Eucaristía por televisión?
27.Presencia real, pero sacramental; sacramental pero real.
“No es lícito identificar la presencialidad espacio-temporal del cuerpo de Cristo significada por las
especies eucarísticas con la presencia enmarcada y delimitada de los cuerpos naturales en el
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Sobre los Sacramentos en General.
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espacio” (ver: Diccionario Teológico de Rahner-Vorgrimler, tema “Presencia”). Así, no se debe
decir que Jesús está en el sagrario “prisionero”, o “bajado del cielo”, o “llorando”; tampoco, por lo
mismo, “habitante del sagrario”.
La transubstanciación nos permite afirmar que es la misma realidad del cuerpo de Cristo la que
tenemos en el altar después de la consagración; pero de una manera inaccesible a los sentidos o
pasible (capaz de padecer) de cualquier manera que esto se entienda (ver: Diccionario de teología,
L.Bouyer, tema “Transubstanciación”).
Se trata pues, no de ir a contemplar la presencia eucarística de Jesús, sino a ser la presencia de Jesús
en la comunidad. Se trata de pasar del “tener” al “ser”.
28.Se trata de que los fieles encuentren personalmente a alguien que es más que el templo (Mt 12,57) y que es más que el sábado. No se puede dejar que pierdan a Jesús por encontrar al templo o al
sábado.
29.Hay comunidades en las que el cura lo elige todo, lo organiza todo y lo dirige todo. La
celebración lo expresa sólo a él. No se trata de un licurgo (que crea el clima), sino de un rubricista.
Hay comunidades en donde cada participante participa con absoluta, continua, total espontaneidad.
No es celebración comunitaria, sino una celebración colectiva de fe individualista. Hay
comunidades con funcionamiento de asamblea. Sólo se puede tener en grupos pequeños y
vinculados por otros compromisos evangélicos. Existe una participación activa, la del que siente
que el rito lo expresa y lo compromete. Existe una participación pasiva: la del que “oye” Misa, oye
como quien oye llover; el rito sustituye su fe, no la expresa ni compromete. Hay celebraciones sin
credibilidad, que son algo al margen de la vida real; algo que hay que hacer porque hay que hacer.
Hay celebraciones anticuadas y no actualizadas.
Los gestos en el rito nunca podrán exteriorizar algo que previamente no se halle interiorizado.
Los gestos deben adaptarse al mundo cultural del oyente concreto y no del agente, que sólo es
medio y sacramento del verdadero agente, que es siempre Cristo.
30.A los jóvenes no les gusta lo religioso cuando es expresado de “ese” modo.
A veces los asistentes están presentes por pura coacción moral.
A veces los asistentes están presentes por puro sentido devocional individualista.
A veces los asistentes son totalmente extraños los unos a los otros. Aunque asistan siempre a la
misma Iglesia y a la misma Eucaristía.
A veces los asistentes andan buscando más una terapia o una emoción estética que una liturgia
eucarística.
¿Quién ha dicho que los jóvenes van a encontrar a Dios en donde lo encontraron sus padres, o
donde lo encuentran los curas?
A los jóvenes les interesa lo inmediato y lo emocional; no les interesan los ideales o los contenidos
de fe, sino sentirse bien y con los que les caen bien.
Les interesa lo evangélico, no lo “europeo” cultural.
31. Cosas que ayudarían:
-Algo de misterio (incienso si ayuda a crear la atmósfera que les permita tener el encuentro personal
con el Dios personal al que se inciensa); imágenes más hieráticas que las melcochozas; imágenes
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Sobre los Sacramentos en General.
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un poco más lejanas.
-Más sentido del ritmo y la danza en los gestos.
-Más coherencia entre la vida de fe, expresado en el rito, y la solidaridad-compromiso social con los
fieles concretos presentes.
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Sobre los Sacramentos en General.
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EUCARISTIA
(J.Ratzinger; Ser cristiano; Sígueme, Salamanca, 1967)
1.El concepto de sustancia, con el que parece estrechamente ligado la idea de cambio, parece ser
completamente inobjetivo, puesto que el pan, considerado física y químicamente, se muestra como
una mezcla de materiales heterogéneos, formados por una multitud infinita de átomos que, por su
parte, se integran en un inmenso número de partículas elementales a las que, en definitiva, no
podemos aplicar un concepto seguro de sustancia, ya que ni siquiera sabemos si su naturaleza es
corpuscular u ondulatoria. ¿Qué significa entonces cambio? ¿Cómo y dónde pueden estar aquí
presentes el cuerpo y la sangre de Cristo? (P.59).
¿Qué significa comer su cuerpo y beber su sangre? ¿No se esconde detrás de esto la idea mitológica
de que el hombre puede ser influido espiritualmente por un alimento terreno, es decir una
concepción mágico-mítica que contradice plenamente a nuestros conocimientos psicológicos y
fisiológicos? (P.59-60).
La comida del hombre es distinta de la alimentación del animal. El hombre percibe en la comida la
fuerza fructífera de la tierra, su necesidad de “lo restante”, su incapacidad de autosatisfacerse, su
comunión (común-unión) con “lo otro” (P.64-65).
El comer en común crea comunidad (P.65). En la comida experimenta el hombre que él no se
fundamenta en sí mismo, sino que vive recibiendo (P.65). Experimenta que su existencia se funda
en la comunión con el mundo, en cuyo torrente de vida está inmerso, y en la comunión con los
hombres, sin los cuales su existencia humana perdería pie. (P.65). El hombre no se fundamenta a sí
mismo, sino que se apoya en una doble compañía: la de las cosas y la de los hombres(P.65).
La transformación del comer en comida implica la configuración primitiva de lo sacramental
(P.66). Para el hombre para el que lo humano es indivisible y, por tanto, lo biológico es humano, las
cosas son más que cosas, son señales, cuya significación se extiende por encima de su fuerza
sensible inmediata. Y cuando capta en la comida el fundamento de su existencia ya aprehende la
idea de la sacramentalidad (P.66).
Lo específico de la Eucaristía no es la presencia de Dios en general, sino la presencia del hombre
Jesucristo, que nos indica el carácter horizontal (encarnatorio-divinizante) e histórico del encuentro
del hombre con Dios (con el amor, la fuerza que lleva adelante la evolución del hombre que es, a su
vez, cabeza del universo) (P.82).
La adoración eucarística o la visita silenciosa a una iglesia no puede ser, en su pleno sentido, una
simple conversación con el Dios que imaginamos presente en un lugar determinado. Expresiones
como “aquí vive Dios”, y el lenguaje con el Dios “local” fundado en ellas, expresan una idea del
misterio cristológico y de Dios que chocan necesariamente al hombre que piensa y conoce su
omnipresencia. Cuando se funda el “ir a la iglesia” en la obligación de visitar al Dios allí presente,
este fundamento carece de sentido y puede ser rechazado, con razón, por el hombre moderno
(P.83).
Hay que revisar la idea de la sustitución vicaria (el sacrificio, la sangre que nos limpia) a la luz de lo
siguiente. “Todo culto precristiano descansaba, en el fondo, en la idea de la sustitución: el hombre
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Sobre los Sacramentos en General.
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sabe que para honrar a Dios de forma conveniente debe entregarse a él por completo, pero
experimenta la imposibilidad de hacerlo y entonces introduce un sustitutivo: cientos de holocaustos
arden sobre los altares de los antiguos, constituyendo un culto impresionante. Pero todo resulta
inútil porque no hay nada que pueda sustituir en realidad al hombre: por mucho que éste ofrezca
siempre es poco (p. 100-101). La pomposa fachada del rito sólo sirve para ocultar el olvido de lo
esencial, del llamamiento de Dios, que nos quiere a nosotros mismos y desea que le adoremos con
la actitud de un amor sin reservas (p.101). La idea del sustituto, de la sustitución, ha recibido con
Cristo un nuevo sentido inimaginable. A través de Jesucristo, Dios se ha puesto en nuestro lugar y
ahora vivimos sólo de este misterio de la sustitución” (P. 102).
“El Señor con su único sacrificio es el que reúne siempre en sí a su único pueblo. En todos los
lugares se verifica la asamblea del único pueblo” (ver J.Ratzinger; La Iglesia, una comunidad
siempre en camino; Ediciones Paulinas, Madrid 1992, p 19).
EUCARISTIA
SEGÚN SCHILLEBEECKX
TRANSFINALIZACION: “El sentido y el fin del pan y del vino ordinarios se cambian
radicalmente, y, en este sentido, sustancialmente, por la consagración en el misterio eucarístico; ya
no se trata del pan y del vino ordinarios, sino del don sacramental del Cristo viviente glorificado.
TRANSUSBSTANCIACION: (Según Monseñor Colombo): no es una conversión física sino una
conversión ontológica.
TRANSIGNIFICACION: “Como, en fin de cuentas, interesa a la presencia más íntima de Cristo en
el corazón de los fieles y en la comunidad de los cristianos, la Eucaristía está colocada al nivel de la
categoría de la interpersonalidad: de la presencia de persona a persona y, por lo tanto, de una
manera personal. Para el hombre toda presencia interpersonal se hace a través del cuerpo y de las
cosas corporales, es decir, a través de una presencia espacial, visible, palpable e incluso saboreada.
Pero en este caso la presencia espacial está personalmente integrada, o sea, el cuerpo y las cosas
reciben una nueva dimensión: se convierten en signos de una presencia presente, en signo que
realiza esta presencia personal y que es signo real porque la realiza.
Esto es lo que se realiza de una manera infinitamente más densa, antológicamente más densa, en la
presencia real, ofrecida en el pan y el vino que se ha convertido en alimento y bebida sacramental.
La “presencia real” debe ser vista en la perspectiva del acto de Cristo que se nos da en este pansacramento. Cristo se encuentra realmente presente en la sagrada hostia, pero siempre como
ofrenda: se trata de una “presentia oblata” que debe ser aceptada por el fiel. Solamente en la
aceptación de esta presencia ofrecida, la presencia se convierte en recíproca, es decir, presencia en
el sentido pleno de la palabra, y por consiguiente se convierte de este modo en la presencia de
Cristo en nuestro corazón, lo cual constituye el fin mismo de la Eucaristía. Solamente una presencia
eucarística personal ofrecida y aceptada se convierte en una presencia total. La presencia de Cristo
en el tabernáculo es, por consiguiente, real, pero en cuanto tal ella es solamente ofrecida, y en este
sentido tiene un carácter secundario con respecto a la presencia total, recíproca, a la que está
ordenada como a su fin y perfección. De todo esto se sigue que estos teólogos aceptan la presencia
real propiamente eucarística, pero que no quieren situarla fuera del contexto de una relación
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Sobre los Sacramentos en General.
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interpersonal, aunque ésta se realiza por medio de las cosas terrestres, (el subrayado es
mío)transformadas de suerte que llegan a ser un signo realizador de la ofrenda de esta presencia
real.
Resumen del dogma de la transubstanciación.
El dogma exige que haya un momento ontológico, es decir, que la realidad terrestre, el pan y el
vino, no sea solamente rozada por una denominación extrínseca, que no toca intrínsecamente estas
realidades, sino que según el dogma la anáfora consecratoria hace de este pan el don real y realista
del Cuerpo del Señor como alimento espiritual del alma. El pan se ha hecho sacramental. Y, como
una realidad no puede ser a la vez dos realidades, la realidad presente y ofrecida después de la
consagración no es ya pan, sino el Cuerpo del Señor, el Señor mismo, bajo el signo del pan
sacramental.
(Esto está tomado de Sal Terrae, vol 53; enero 1966, n 1; E.Schillebeeckx OP. Ver también: E
Schillebeeckx; Soy un teólogo feliz; Sociedad de educación Atenas; Madrid, 1994, 2ª Edición,
p.49).
ESTA SANGRE QUE SERA DERRAMADA POR TODOS
“He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29)
“Y no hay distinción, porque todos pecaron y todos están privados de la gloria de Dios, y son
justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención de Cristo Jesùs, a quien constituyò
sacrificio de propiciación mediante la fe en su sangre. Asì querìa Dios demostrar que no fue injusto
dejando impunes con su tolerancia los pecados del pasado.” (Romanos 3,22b-25).
“Por tanto, así como por el delito de uno solo la condenación alcanzó a todos los hombres, así
también la fidelidad de uno solo es para todos los hombres fuente de salvación y de vida. Y como
por la desobediencia de uno solo, todos fueron hechos pecadores, así también, por la obediencia de
uno solo, todos recibirán la salvación” (Romanos 5,18-19).
“El que no perdonó a su propio Hijo, antes bien lo entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo
no va a darnos gratuitamente todas las demás cosas juntamente con él?” (Romanos 8,32).
“Porque Dios ha permitido que todos hayamos pecado para tener misericordia de todos” (Romanos
11,32).
“Porque nos urge el amor de Cristo, al pensar que, si uno ha muerto por todos, todos por
consiguiente han muerto. Y Cristo ha muerto por todos, para que los que viven, no vivan ya para
ellos mismos, sino para el que ha muerto y resucitado por ellos” (2 Cor 5,14-15).
“Con su muerte, el Hijo nos ha obtenido la redención y el perdón de los pecados, en virtud de la
riqueza de gracia que Dios derramó abundantemente sobre nosotros con gran sabiduría e
inteligencia. El nos ha dado a conocer su plan salvífico que había decidido realizar en Cristo
llevando su proyecto salvador a su plenitud al constituir a Cristo en cabeza de todas las cosas, las
del cielo y las de la tierra.” (Efesios 1,7-10).
138
Sobre los Sacramentos en General.
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“Por todo lo cual yo, Pablo, prisionero de Cristo Jesús por amor a ustedes los paganos. Ahora bien ,
supongo que se han enterado de la misión que Dios en su gracia me ha confiado con respecto a
ustedes: se trata del plan salvífico que se me dio a conocer por revelación (…); un plan que consiste
en que todos los pueblos comparten la misma herencia, son miembros de un mismo cuerpo y
participan de la misma promesa en Cristo Jesús por medio del Evangelio, del que he sido
constituido servidor por el don de la gracia que la fuerza poderosa de Dios me concedió” (Efesios
3,1-3.6-7).
“Cristo es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda criatura, porque en él fueron creadas
todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, las visibles y las invisibles (…), todo lo ha creado
Dios por él y para él. Cristo existe antes que todas las cosas y todas tienen en él su consistencia. El
es también la cabeza del cuerpo, que es la Iglesia. El es el principio de todo, el primogénito de los
que triunfan sobre la muerte, y por eso tiene la primacía sobre todas las cosas. Dios, en efecto, tuvo
a bien hacer habitar en él toda la plenitud, y por medio de él reconciliar consigo todas las cosas,
tanto las de la tierra como las del cielo, trayendo la paz por medio de su sangre derramada en la
cruz”(Colosenses 1, 15-20).
“Ahora , en cambio, por la muerte que Cristo ha sufrido en su cuerpo mortal, los ha reconciliado
con Dios para presentarlos a él como un pueblo sin mancha ni reproche” (Colosenses 1,22).
“Porque es en Cristo hecho hombre en quien habita la plenitud de la divinidad, y en él, que es
cabeza de todo dominio y potestad, ustedes han obtenido la plenitud. Por su unión con él están
también circuncidados, no físicamente por mano de hombre, sino con la circuncisión de Cristo, que
los libera de su condición pecadora. (…) Ustedes estaban muertos a causa de sus delitos y de su
condición pecadora; pero Dios los ha hecho revivir junto con Cristo, perdonándoles todos sus
pecados. Ha destruido el documento acusador que nos era contrario y lo hizo desaparecer
clavándolo en la cruz” (Colosenses 2,9-14).
“esto es bueno y grato a los ojos de Dios, nuestro Salvador, que quiere que todos los hombres se
salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Porque Dios es único, como único es también el
mediador entre Dios y los hombres: un hombre, Jesucristo, que se entregó a sí mismo en rescate por
todos (´yper pànton).” (1 Tim 2,3-6).
“Si trabajamos y nos esforzamos, es porque tenemos puesta nuestra esperanza en el Dios vivo, que
es el Salvador de todos los hombres (panton ánthropon), especialmente de los creyentes” (1 Tim
4,10).
“Porque se ha manifestado la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres” (Tito,
2,11).
“Así, por disposición divina, gustó él la muerte en beneficio de todos” (Hebreos 2,9).
“Porque El se ofreció como víctima de expiación por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros,
sino por los del mundo entero” (1 Jn 2,2)
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Sobre los Sacramentos en General.
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“En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar,
Señor, Padre Santo, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo Señor nuestro. A quien hiciste
fundamento de todo y de cuya plenitud quisiste que participáramos todos. Siendo él de condición
divina se despojó de su rango, y por su sangre derramada en la cruz puso en paz todas las cosas; y
así, constituido Señor del universo, es fuente de salvación eterna para cuantos creen en él” (Misal
1973 ; Prefacio Común I)
“En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar,
Señor, Padre Santo, Dios todopoderoso y eterno, que por amor creaste al hombre, y, aunque
condenado justamente, con tu misericordia lo redimiste, por Cristo Señor nuestro” (Misal 1973,
Prefacio Común II).
“En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar,
Señor, Padre Santo, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo Señor nuestro. Porque, él aceptó la
muerte, uno por todos, para librarnos del morir eterno; es más, quiso entregar su vida para que
todos tuviésemos vida eterna” (Misal 1973, Prefacio de Difuntos II)
“En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar,
Señor, Padre Santo, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo Señor nuestro. Porque él es la salvación
del mundo, la vida de los hombres, la resurrección de los muertos.” (Misal 1973, Prefacio de
Difuntos III).
“Tomad y bebed todos de él, porque éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y
eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados.
Haced esto en conmemoración mía” (Misal 1973, Plegaria Eucarística I, II, III, IV).
“Te pedimos, Señor, que esta Víctima de reconciliación traiga la paz y la salvación al mundo
entero” (Misal 1973; Plegaria Eucarística IV, Intercesiones).
“Sea grata a tus ojos, Señor, la ofrenda que la Iglesia te presenta llena de alegría, a ti que has
querido que tu Hijo Unigénito se inmolara como cordero inocente por la salvación del mundo. Por
Jesucristo.” (Misal 1973, 2 de febrero, Oración sobre las ofrendas).
“Señor, Dios nuestro, que has querido realizar la salvación de todos los hombres por medio de tu
Hijo muerto en la cruz; concédenos, te rogamos, a quienes hemos conocido en la tierra este misterio
alcanzar en el cielo los premios de la redención. Por nuestro Señor.” (Misal diario; Oración colecta,
día de la Exaltación de la santa cruz)
“Señor, que nos limpie de toda culpa este sacrificio, el mismo que, ofrecido en el ara de la cruz,
quitó el pecado del mundo entero. Por Jesucristo.” (Misal diario; Oración sobre las ofrendas; día de
la Exaltación de la santa cruz).
“En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar
Señor, Padre Santo, Dios todopoderoso y eterno. Porque has puesto la salvación del género humano
en el árbol de la Cruz, para que donde tuvo origen la muerte, de allí resurgiera la vida, y el que
venció en un árbol, fuera en un árbol vencido, por Cristo nuestro Señor.” (Misal diario, Prefacio de
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Sobre los Sacramentos en General.
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día de la Exaltación de la cruz).
2 Cor 5,14-15: Pues el amor de Cristo nos apremia, al considerar esto: que uno murió por todos, y ,
por tanto, todos murieron; y murió por todos para que los que viven no vivan ya para sí mismos,
sino para el que murió y resucitó por ellos”.
“La sangre de Señor fue donada a aquellos mismos que lo crucificaron. Con crueldad derramaron
su mismo precio: con aquella sangre que derramaron fueron comprados ellos (los gentiles)” (San
Agustìn, Sermòn 60-A, 2).
“Tù das con tanta tacañería lo que mi Hijo ha dado con tanta generosidad. Ves su cuerpo todo
abierto en el leño de la cruz y su sangre esparcida por todas partes; y no ha comprado el fruto de su
redención ni con oro ni con plata, sino con su propia sangre, con gran generosidad de amor. Ni
redimió sòlo una parte del mundo, sino todo el linaje humano, pasados, presentes y venideros”
(Dios hablando con Santa Catalina de Siena acerca de los malos sacerdotes; ver Santa Catalina de
Siena, El diálogo, P III, cap 2, 5,b).
“De ahí se sigue que la institución de la santísima eucaristía en la noche que precedió a la pasión no
puede ser vista como una acción cualquiera más o menos aislada. Es la estipulación de un pacto, y,
como tal, la fundación concreta de un pueblo nuevo, que se convierte en tal a través de su relación
con la alianza con Dios. Podríamos decir: en virtud del acontecimiento eucarístico, Jesús encierra a
sus discípulos en su relación con Dios, y por tanto también en su misión, que tiene como punto de
mira a “los muchos”, o sea, a la humanidad de todos los lugares y de todos los tiempos” (ver Joseph
Ratzinger, La Iglesia, una comunidad siempre en camino; Ediciones Paulinas, Madrid 1992, p 16).
“La gran novedad del Evangelio, con el meollo mismo de la “buena noticia”, que consiste
precisamente en esto: Cristo, por su vida, Pasiòn, Muerte y Resurrecciòn, reconciliò a la humanidad
con Dios, satisfaciendo superabundantemente por los pecados de todos los hombres y de todos los
tiempos” (Boaventura Kloppenburg; La reencarnación; Ediciones San Pablo; 2ª Ediciòn, Bogotà,
2000, p 83).
Si tu sangre se derramarà sòlo sobre “los muchos” y no por todos, ¿en que se diferencia de los
sacrificios del Sumo Sacerdote judío el dìa de Yom Kuppur? En tu Apocalipsis todos estaremos
vestidos de blanco porque habremos lavado nuestras vestiduras en tu sangre, la sangre del cordero
de Dios. Dejemos a la gran prostituta, la madre de todas las abominaciones su vestido de escarlata,
dejémosla llevar sobre su ropa la sangre de todos los perseguidos por ella. Tù persigues para
perdonar, para hacer banquete con tus amigos y con el buscado y encontrado por Ti. Tù no cicateas
tu sangre, Tù la derramas generosamente como precio que siempre conlleva la liberación, la
redención de tu hijo, tu oveja, tu moneda, sòlo para que vuelvan a sentirse tuyos, sòlo tuyos. La
sangre derramada por todos es la condición de la alegría de todos; Tù no dejaràs perder nada de
todo lo que el Padre ha puesto en tus manos.
ANEXO
Queda por explicar ahora una expresión en las palabras de la institución que ha suscitado
recientemente muchas discusiones. Segùn Marcos y Mateo, Jesùs dice que su sangre fue derramada
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Sobre los Sacramentos en General.
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“por muchos”, aludiendo con ello precisamente a Isaìas 53, mientras en Pablo y Lucas se habla de
darla o derramarla “por vosotros”.
La teología reciente ha destacado con razón la palabra “por”, común a los cuatro relatos; una
palabra que puede ser considerada palabra clave no sòlo en la narración de la Ultima Cena, sino de
figura misma de Jesùs. Su significado general se define como “pro-existencia”: no un ser para sì
mismo, sino para los demás; y esto no sòlo como una dimensión cualquiera de esta existencia, sino
como aquello que constituye su aspecto màs ìntimo e integral. Su ser es, en cuanto ser, un “ser
para”. Si alcanzamos a entender esto, entonces estaremos muy cercanos al misterio de Jesùs y
sabremos también lo que significa seguir a Jesùs.
Pero ¿Qué significa “derramada por muchos”? En su obra fundamental, Die Abendmalhlsworte
Jesu (1935), Joachim Jeremìas ha tratado de mostrar que, en los relatos sobre la institución, la
palabra “muchos” sería un semitismo y que, por tanto, no ha de leerse partiendo del significado de
la palabra griega, sino según los textos correspondientes del Antiguo Testamento. Trata de probar
que la palabra “muchos” significa en el Antiguo Testamento “la totalidad” y, por tanto, se debería
traducir por “todos”. Esta tesis se impuso rápidamente por entonces y se ha convertido en una
convicción teológica común. Basàndose en ella, en las palabras de la consagración, el “muchos” se
ha traducido en distintas lenguas por “todos”. “Derramada por vosotros y por todos”. Asì oyen hoy
los fieles en muchos países las palabras de Jesùs durante la celebración eucarística.
Con el tiempo, sin embargo, el consenso entre los exegetas se ha roto de nuevo. La opinión
predominante tiende hoy a explicar el “muchos” de Isaìas 53, y también de otros lugares, en el
sentido de que, si bien significa una totalidad, no puede simplemente equipararse al “todos”. (…)
Sòlo con la llegada del Evangelio a los paganos se habrìa puesto de manifiesto el horizonte
universal de la muerte de Jesùs y su expiación, que abarca tanto a los judíos como a los paganos (y
no sòlo, como en Qumràn, a la “totalidad de Israel”). (…) Mientras que la muerte de Jesùs vale
“para todos”, el alcance del Sacramento es màs limitado, Llega a muchos pero no a todos.
(…) El énfasis en la distinción entre el ámbito de la Eucaristìa y el alcance universal de la muerte de
Jesùs en la cruz es vàlido en cualquier caso, y permite proseguir la investigación. (…) En efecto,
falta la interpretación fundamental que da Jesùs de su misión en Marcos 10,45, donde también
aparece la palabra “muchos”. “El Hijo del Hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir
y dar su vida en rescate por muchos”. Aquì se habla claramente de la entrega de la vida en cuanto
tal, y queda claro con ello que Jesùs retoma la profecìa sobre el siervo de Dios de Isaìas 53, y la
pone en relación con la misión del Hijo del Hombre que, consiguientemente, adquiere asì un nuevo
significado.
Asì pues, ¿què podemos decir? Me parece pesuntuoso, y al mismo tiempo insensato, querer indagar
en la conciencia de Jesùs e intentar explicarla basándonos en lo que èl pudo o no pudo haber
pensado, según nuestro conocimiento de aquellos tiempos y de sus concepciones teológicas. Sòlo
podemos decir que El sabìa que en su persona se cumplìa la misión del siervo de Dios y la del Hijo
del hombre, por lo que la conexión entre los dos motivos comporta al mismo tiempo la superación
de la limitación de la misión del siervo de Dios, una universalización que indica una nueva
amplitud y profundidad.(…)
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Sobre los Sacramentos en General.
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1 Tm 2,6 habla de Jesùs como el único mediador entre Dios y los hombres, “que se entregò en
rescate por todos” El significado salvífico universal de la muerte de Jesùs se manifiesta aquí con
claridad cristalina. Podemos encontrar además respuestas històricamente diferenciadas, pero
totalmente concordes en lo esencial, a la cuestión sobre el alcance de la obra salvífica de Jesùs –
respuestas indirectas al problema “muchos-todos”-, tanto en Pablo como en Juan. Pablo escribe a
los Romanos que los paganos deben alcanzar la salvación “en su totalidad” (pleroma), y que,
entonces, todo Israel se salvarà (Rom 11,25s). Juan dice que Jesùs murió “por el pueblo” (judío),
pero “no solamente por el pueblo, sino también para vreunir a los hijos de Dios dispersos” (Jn
11,50ss). La muerte de Jesùs vale para judíos y paganos, para la humanidad en su conjunto. Si en
Isaìas “muchos” podía significar esencialmente la totalidad de Israel, en la respuesta creyente que
da la Iglesia al nuevo uso de la palabra por parte de Jesùs queda cada vez màs claro que El, de
hecho, murió por todos. (ver J. Ratzinger Benedicto XVI; Jesùs de Nazaret; Desde la Entrada en
Jerusalèn hasta la Resurrecciòn; Ediciones Encuentro, Madrid, Primera Ediciòn, marzo de 2011, pp
160-164)
EUCARISTIA POR TELEVISION
1.La Eucaristía es, esencialmente, un banquete. La Misa por televisión, la diga quien la diga, y la
oiga quien la oiga, no es la forma cristiana de participar en la Eucaristía.
2.Si usted está enfermo y no puede acercarse a la reunión comunitaria eucarística, usted practica un
acto piadoso al escuchar o ver la Misa por televisión, pero usted no ha participado de la Eucaristía.
Su acto, que es un acto piadoso, tiene tanto valor como leer en su casa la Palabra de Dios y meditar
en ella, pero no es participar de la Eucaristía.
3.La Eucaristía es, esencialmente, un banquete, no un espectáculo o concierto; por eso la Misa no es
ni para verla ni para oírla. La Misa es un banquete y a los banquetes se va a comer y a beber, no a
ver o a oír. La Misa es tan espectáculo como la última cena de Jesús y sus discípulos. Llevar a
alguien a oír o ver la Misa sin que esa persona llevada tenga acceso alguno a la comunión es como
llevar a un niño, que se ha portado bien, a ver comer helado o pastel.
4.Jesús dijo: tomen y coman, beban todos (Mateo 26,26-27). Nosotros proclamamos todo el sentido
de esa muerte y lo hacemos presente cada vez que comemos de ese pan y bebemos de esa copa, y lo
haremos así hasta que el Reino se haga plenamente presente entre nosotros (ver 1 Cor.11,26). En
esto de comer y beber su cuerpo y su sangre sacramental, pero realmente presentes, Jesús es
perentorio con nosotros: el que no coma de ese pan, que es el cuerpo del Señor y no beba de ese
cáliz, que es la sangre del Señor Jesús, no tiene vida (ver Juan 6,53-54), no tiene la verdadera vida,
la que da la unión con Cristo hasta hacerse una sola carne y sangre con él.
5. Por eso, la comunidad primera de cristianos llamó a la Eucaristía “cena del Señor” (ver 1
Cor.11,20) o “fracción del pan” (Hechos 2,42 y 46; 20,7), porque para ellos era inconcebible una
Eucaristía que no fuera banquete y comida. En el siglo II se separó la conmemoración de la cena de
Jesús del banquete al que hasta entonces iba unida, pero lo que nunca se concibió es que la misma
Eucaristía como tal dejara de ser comida y bebida. En ese siglo todavía todos los que asistían a la
Eucaristía comulgaban sin falta. El que no iba a comulgar (penitentes públicos, catecúmenos no
bautizados y en preparación para serlo, energúmenos: gente que se sentía llena de fuerzas extrañas)
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Sobre los Sacramentos en General.
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era enviado para su casa, apenas pasaban las lecturas de la Palabra de Dios, sus explicaciones
homiléticas y las oraciones solemnes por todos los miembros de la comunidad y otros.
Participar en la Eucaristía era, en ese siglo todavía, lo que la palabra “participar” significaba
(partem capere: tomar parte, tomar una parte de lo que se repartía). San Justino (Apología I,n-65 y
67) decía: “Y una vez que el que preside ha dado gracias y aclamado todo el pueblo, los que entre
nosotros se llaman “sirvientes” o diáconos, dan a cada uno de los asistentes parte del pan y del vino
y del agua sobre los que se dijo la acción de gracias”.
6. No hay excusas.
Si eres pecador tienes que acercarte a la medicina. “Si cuantas veces se derrama su sangre, se
derrama en remisión de los pecados, debo recibirla siempre, para que siempre se me perdonen los
pecados. Yo, que continuamente peco, continuamente debo tener la medicina” (San Ambrosio, Los
Sacramentos, L.4, cap.4, n-28).
Si eres indigno de comulgar, también lo eres de oír y presenciar la Eucaristía: “En vano se celebra
el sacrificio cada día, en vano asistimos al altar; nadie se acerca a comulgar. (...) ¿No eres digno del
sacrificio ni de la comunión? Tampoco entonces lo eres de la oración” (San Juan Crisóstomo;
Homilías sobre la carta a los Efesios, Hom.3, n-4). Y el mismo San Juan Crisóstomo, de tan segura
y dura doctrina, nos añade: “¿Por qué no participaste de la mesa? Es que soy indigno, dices. Luego
también eres indigno de aquella participación en las oraciones comunes. Porque el Espíritu Santo
no sólo desciende por las ofrendas, sino también por aquellos cánticos” (Ibidem, n-5).
La cosa está clara, pues. Si usted está enfermo no tiene ninguna obligación de reunirse con su
comunidad, mientras lo esté, para la reunión comunitaria eucarística. Si usted no está enfermo, no
tiene ninguna excusa para creer que le sirve de algo esa Misa por televisión, porque usted no asiste
a la reunión de su comunidad por pura pereza y dejadez.
7.La Comunión es esencial a la Eucaristía.
La Comunión es un constitutivo esencial de la Misa en cuanto conmemoración, y no únicamente
una parte integrante de la misma. La Misa es para nosotros la conmemoración del sacrificio de la
cruz y sólo supuesta la comunión se realiza plenamente el concepto de sacrificio. Todo sacrificio
tiende en último término a lograr la unión de los oferentes con Dios. Sacrificio y banquete se
encuentran tan estrechamente unidos en la Biblia, que parece materialmente imposible participar en
el sacrificio sin participar en el banquete (ver J.Jungmann, El Sacrificio de la Misa, BAC, Madrid,
1951, páginas 961-962).
8.Misa por televisión.
La diga quien la diga, y la oiga quien la oiga, la Misa por televisión no es la forma cristiana de
participar en la Eucaristía. Si usted, a menos que esté enfermo, no es tan cristiano como para buscar
a su comunidad y unirse a ella en las expresiones eucarísticas, no invente, lea los documentos de la
Iglesia, medite en ellos, practíquelos; lea y medite, siempre que pueda, la Palabra de Dios y
practíquela, pero no diga que ha oído Misa porque la vio en la televisión; la Misa no es un
espectáculo, sino un banquete, y a usted no se le ha invitado a ver comer.
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Sobre los Sacramentos en General.
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EUCARISTIA Y PROJIMO
La parábola del samaritano bueno (Lc 10,30-37) y la del juicio final (Mt 25,31-46)son la afirmación
contundente de que el camino hacia Dios pasa a través del hermano.
El que dice que ama a Dios, a quien no ve, y no ama a su prójimo, a quien ve, es un mentiroso (1 Jn
4,20).
El que ama al prójimo, ya ha cumplido la Ley (Rom 13,8-9).
Toda la Ley alcanza su plenitud en este solo precepto: amarás a tu prójimo como a ti mismo (Gál
5,14).
Las eucaristías de ustedes ya no son verdaderas eucaristías, porque los ricos llegan y salen hasta
borrachos y los pobres llegan y salen hasta con hambre (1 Cor 11,21).
1.Todos estamos llamados a la comunión con la Trinidad para siempre.
2.Pero esta comunión no es posible sin la comunión con los hermanos.
3.La comunión con los hermanos, expresada en el sacramento de la Eucaristía, no es otra cosa que
la realidad de la Iglesia, cuerpo de Cristo, sacramento universal de salvación.
4.La comunión exige superación de toda división, segregación, etc. Las diferencias existirán, como
en la Trinidad, pero estarán ordenadas a la comunión.
5.Sombras: no hay diálogo, ni colaboración pastoral, sino suspicacia. Existe crisis de obediencia al
Magisterio. Las sectas apartan de la verdadera comunión. Se multiplican las apariciones y
revelaciones. El materialismo, egoísmo, hedonismo, subjetivismo (del sistema que reina). La crisis
de valores: divorcios, hijos por fuera, aborto, eutanasia. Está el pecado estructural de un clero que
vive “como si” los laicos y los religiosos no existieran o no importaran, o no formaran parte de la
Iglesia a la que ellos están ordenados.
Todo ordenado debe supeditar en su realidad personal el sacramento del orden al sacramento del
bautismo. En su realidad eclesial debe supeditar al Pueblo de Dios el ministerio recibido (usted es
pastor para que las ovejas tengan pasto). La jerarquía debe tener autoridad, pero no poder (Lc 22,
25-26) (dentro de, para, al servicio de; no contra, sobre, al margen de).
El amor a Cristo no puede separarse del amor al Cuerpo de Cristo (1 Jn 3,15). Amar como Dios,
aun a los enemigos (Mt 5,44-45).
No ama al prójimo quien lo utiliza, lo minusvalora, lo desprecia, prescinde de él, vive paralelo a él.
En la Iglesia sólo tienen voz y voto los que recibieron el sacramento del Orden. Pero la Iglesia le
tiene miedo al pueblo. La Iglesia “no” es pueblo, se considera a sí misma aparte, paralela, frente al
pueblo.
Laico: (Canon 204):Los incorporados a Cristo por el bautismo. El bautismo imprime carácter,
aunque se reciba el sacramento del Orden no por eso se deja de ser “laico” en el sentido teológico
que dice este canon. Se puede ordenar, precisamente porque fue bautizado.
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Sobre los Sacramentos en General.
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Nos salvamos constituyendo un pueblo (L.G. 9).
“El pan, el pan
para todos los pueblos
y con él lo que tiene
forma y sabor de pan
repartiremos:
la tierra,
la belleza,
el amor,
todo eso
tiene sabor de pan,
forma de pan,
germinación de harina
todo
nació para ser compartido,
para ser entregado
para multiplicarse”.
P.Neruda; Odas elementales; Oda al pan.
BIBLIOGRAFIA PARA EL TEMA “EUCARISTIA”
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Textos Eucarísticos primitivos; J. Solano; BAC, vol I y vol II.
La fe y el culto en la Iglesia primitiva; O.Cullmann; edit Studium; Madrid, pp.143-179.
Ser cristiano; J. Ratzinger; Sígueme, Salamanca, 1967.
El sacrificio de la Misa; J.Jungmann; BAC; Madrid, 1951.
Asamblea Litúrgica; A.G. Martimort; Sígueme, Salamanca, 1965.
La plegaria eucarística; Luis Maldonado; BAC, Madrid, 1967.
La presencia de Cristo en la Eucaristía; E.Schibeeckx OP; FAX, Madrid, 1970, 2ª Edición.
Sacramentos y culto según los Santos Padres; J. Danielou; Guadarrama, Madrid, 1964.
La Iglesia y los Sacramentos; Louis Evely; Sígueme, Salamanca, 1966.
Transubstanciación y Eucaristía; J.Ratzinger-Beinert; ed. Paulinas; Madrid, 1969.
La Eucaristía; Max Thurian; Sígueme, Salamanca, 1967.
Historia de la Misa, Francois Amiot, Editorial Casal y Vall, Andorra,1958.
Sacramentum Mundi; tomo II; “Eucaristía”; pp 951-980; L.Scheffczyk.
Temas candentes para el cristiano; pp 244-258; W.Gruber.
Conceptos Fundamentales de Teología; tomo II; “Eucaristía”; pp 62-87; J.Betz.
Selecciones de Teología:
-año 1965; pp 49-58: Palabra y Eucaristía; K.Rahner.
-año 1966; pp 166-168: Hacia una verdadera celebración de la Misa; T.Maertens.
-año 1968; pp137-145; Penitencia y Eucaristía; J.M. Tillard.
-año 1968; pp 151-159; Consagración eucarística; O.Semmelroth.
-año 1962; pp 108-110; Este es mi cuerpo. Esta es mi sangre; Dupont.
 Concilium n 40; artículos de Giblet; Diqueker-Zuidema, y H Schurmann.
146
Sobre los Sacramentos en General.
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 Historia de la Misa; Francois Amiot ; Edit. Casal y Vall, Andorra, 1958.
 Tratado de historia de las religiones; Mircea Eliade, Era, México, 1972.
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Sobre los Sacramentos en General.
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4. EL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA
“¿Quién eres tú para juzgar al esclavo ajeno? Esté en pie o caiga, eso corresponde a su amo, y
quedará en pie; poder tiene Dios para sostenerlo” (Rom 14,4)
“Dios se manifiesta en los hombres, como el mèdico se revela en los enfermos. Por esto dijo san
Pablo: “Dios ha encerrado todo en la desobediencia para tener misericordia de todos”” (San Ireneo,
Adversus Haereses, 3, 20, 1-2).
“Melior est peccator humilis quam iustus superbus”: Es mejor un pecador humilde que un justo
soberbio. (San Agustìn; Sermòn 170,7).
“Que nadie diga: “No puede perdonarme mis pecados”. ¿Còmo no va a poderlo el todopoderoso?
Pero insistes. “Es mucho lo que he pecado”. Yo insisto también: “Pero èl todopoderoso”. Y tù:
“Son tales los pecados que he cometido, que no puedo ser librado ni purificado de ellos”. Te
respondo: “Pero èl es todopoderoso” (Sa Agustìn, Sermòn 213,2).
“Lo que pide Dios es la fe, no la muerte; tiene sed de tu buena intención, no de sangre; se satisface
con la buena voluntad, no con matanzas” (San Pedro Crisólogo, obispo, Sermón 108; cfr. Breviario,
2ª lectura, martes de la IV semana de Pascua).
¿Cuántas veces acudiríamos a un médico que nos acuse o reproche por el hecho de estar enfermo,
en vez de prestarnos auxilio?
La palabra hebrea “teshubah”, que se traduce habitualmente como “arrepentimiento”, remite al
verbo “shub”, que significa “desviarse” o “volver a”. Teshubah describe un viraje, un cambio de
dirección.
1.Al comienzo de la Iglesia no existía ninguna otra forma de perdón de los pecados que el Bautismo
(y durante un siglo no hay huella de otro sacramento de la reconciliación). Todavía decimos en el
Credo: “Creo en un solo Bautismo para el perdón de los pecados”. Se suponía que, una vez
bautizado, el cristiano no volvía a cometer pecados graves. Se consideraba pecado “mortal” sólo a
tres cosas: la apostasía (negarse a seguir siendo cristiano); el adulterio; el homicidio. Si usted
despreciaba tanto a la comunidad que usted era capaz de volver a la religión a la que usted
pertenecía antes de bautizarse, usted quedaba como “muerto” para la comunidad cristiana. Si usted
despreciaba tanto a otro miembro de la comunidad que era capaz de quitarle la vida, usted quedaba
como “muerto” para la comunidad. Si usted despreciaba tanto a otro miembro de la comunidad, que
era capaz de quitarle algo tan carne de su carne como su esposa o su marido, usted quedaba como
“muerto” para la comunidad. Durante los primeros trescientos años escaseaban, no es que no
existieran, estos pecados “mortales”, entre los miembros de unas comunidades que eran pequeñas y
cuyos miembros habían sido muy probados antes de ser admitidos al Bautismo.
Pero ya Tertuliano decía (De paenitentia, 5): “Nadie ha de hacerse malo porque Dios sea bueno, ni
piense que cuantas veces es perdonado, tantas puede pecar”.
La pràctica misma de la confesiòn de los pecados, que procede del judaísmo, està atestiguada
también ( aparte de la 1 Jn 1,8ss) en la Carta de Santiago (5,16), asì como en la Didachè. En èsta
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Sobre los Sacramentos en General.
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leemos: “En la asamblea confesaràs tus faltas” (4,14); y vuelve a decir màs adelante: “En cuanto al
domingo del Señor, una vez reunidos, partid el pan y dad gracias después de haber confesado
vuestros pecados” (14,1). Franz Musner, siguiendo a Rudolf Knopf, comenta: “En ambos textos se
piensa en una confesiòn pública del individuo” (Jakobusbrief, p.226,nota 5). En esta confesiòn de
los pecados, que ciertamente formaba parte de las primeras comunidades cristianas en el ámbito de
influjo judeocristiano, no se puede identificar seguramente el sacramento de la Penitencia tal como
se ha desarrollado en el curso de la historia de la Iglesia, pero ciertamente (¿?) “una etapa hacia èl””
(ibid., p. 226) (Ver J.Ratzinger Benedicto XVI; Jesùs de Nazaret; Desde la Entrada en Jerusalèn
hasta la Resurrecciòn; Ediciones Encuentro, Madrid, Primera Ediciòn: marzo de 2011, p 93).
Desde el siglo IV, desde la “conversión” oficial del emperador Constantino, desde que ser cristiano
ya no es un peligro mortal, sino motivo de privilegios gubernamentales imperiales, menudea la
comisión de estos pecados “mortales” dentro de la comunidad cristiana junto a las peticiones de
bautismo. La comunidad se pregunta: ¿qué hacemos con los que, después del Bautismo, han
cometido un pecado “mortal”? Unos dicen: deben ser separados para siempre, como antes se hacía,
de la comunidad cristiana. La mayoría replicó: cuanto más enfermos estén, más derecho tienen al
médico y a la medicina (Mc.2,17; Lc.5,31-32), Jesús vino expresamente a llamar a los pecadores,
no a los justos, él vino a recoger las ovejas descarriadas (Mt.10,6; 15,24; 18,12; Lc.15,4; Jn.10,16).
Se crea, en el siglo IV, la Penitencia Pública Solemne (el rito reconciliador de la Cuaresma) para los
que hubieran cometido un pecado “mortal” después de haber sido bautizados, pero esta posibilidad
se concede sólo para una vez en la vida y sólo a los laicos, no a los miembros de la jerarquía de la
Iglesia. La acusación de pecado era pública, ante la comunidad, el miércoles de Ceniza. La
comunidad es quien decidía reconciliar o no, ella misma, por boca de su obispo, imponía la
penitencia y, al final del cumplimiento de esa penitencia pública, ella, por medio de su
representante oficial, el obispo, absuelve y reconcilia a los penitentes. Como sólo se podía recibir
una vez en la vida, muchas veces los cristianos la dejaban para el momento de la muerte (hubo
incluso obispos y concilios que llegaron a recomendarlo así; ver San Cesáreo de Arlés, Sermón 56,
65 y 258; Concilios de Agde, canon 15; Concilio III de Orleáns, canon 24). Para las faltas menos
graves se utilizaba la reconciliación personal entre el ofensor y el ofendido, la limosna, el ayuno, y
las oraciones (el Padrenuestro, por ejemplo). Así hasta el siglo VII.
Nunca se exigió que la confesión de pecados graves detallada fuera en voz alta e incluso el papa
San León Magno lo prohibió expresamente: “Prohibimos que se lea en esa ocasión, públicamente,
un escrito en que consten detalladamente los pecados. Basta con que las culpas se le indiquen
solamente al obispo, en una conversación secreta” (Epistola 168, 2; PL 54, 1210-1211).
En el siglo VII aparece, en Irlanda, lo que se conoce en la historia de este sacramento como “la
penitencia tarifada”. Fue una respuesta pastoral de los monjes misioneros frente a la situación
concreta de los habitantes de la isla. La acusación por los propios pecados se hace al simple
sacerdote, en privado. El impone una penitencia conforme a una tarifa establecida. Dicha penitencia
consistía en limosnas, oraciones prolongadas, ayunos y peregrinaciones a santuarios determinados.
Se reconcilia al pecador una vez cumplida la penitencia impuesta en la tarifa. Se podía repetir
cuantas veces hiciera falta y la comunidad iba quedando dejada de lado como protagonista. La
gente comenzó a creer que la penitencia exterior es la que merecía el perdón, y no el
arrepentimiento y el cambio interior. Se hace común que se pague a un penitente “subrogado”, es
decir a alguien de la comunidad que cumpla por mí la penitencia (había sacerdotes que celebraban
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Sobre los Sacramentos en General.
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con este motivo hasta 20 misas diarias). Al fin y al cabo es la comunidad entera a la que yo mancho
con mis pecados, por secretos que sean. Ver la tarifa que aparece en el Liber paenitentialis (de San
Columbano; PL 80, 223-230), del siglo VIII: “por robar, un año de ayuno; por jurar en falso, siete
años de ayuno; por derramar sangre, sin llegar a matar, tres años de ayuno; por masturbarse, un año
de ayuno. Antes (en el Penitencial de San Beda el Venerable, que vivió del año 672 al 735) los
clérigos no hacen alusiones a las infracciones al amor al prójimo, pero se inmiscuyen, de manera
detallada, en la intimidad conyugal: “El hombre casado se abstendrà de relaciones conyugales
cuarenta días antes de Navidad y de Pascua (de Resurrecciòn). Lo mismo los domingos, los
miércoles y los viernes. Tambièn se abstendrà desde el comienzo del embarazo de su mujer hasta el
trigésimo dìa después del nacimiento, si es un varòn, o hasta el cuadragésimo dìa, si es una niña.
Del mismo modo durante las reglas. Relaciones conyugales inversas, pero no
sodomitas…Relaciones sodomitas entre esposos…” (Citado en Jean Verdon; Sombras y luces de la
Edad Media; Edit. El Ateneo, Buenos Aires, 1ª Ediciòn, 2006, p 74). Así se llega en el Occidente
hasta el siglo XI.
Desde el siglo X adquiere importancia la confesión detallada del pecado y eso porque (según el
derecho romano, que entonces había sido incorporado al derecho de la Iglesia) la pena impuesta no
debe ir ni una micra más allá de la culpa cometida; se hace necesario establecer la “tarifa” exacta de
la penitencia. El derecho romano, asumido por todos los pueblos bárbaros a su llegada al imperio, y
la homogenización de toda Europa bajo el poder de Carlomagno y sus sucesores, van convirtiendo
el sacramento de la penitencia, un sacramento que era una reconciliación, en un juicio; en un juicio
que del pecador lleva a cabo el sacerdote confesor. El confesor, una vez escuchada la declaración
del confesado, imparte la absolución, antes de que el pecador cumpla efectivamente la penitencia
impuesta.
A comienzos del siglo XI, Burchard, obispo de Worms, insistía en la libido insaciable de las
mujeres y pedía a los confesores que les hicieran las siguientes preguntas:
“Has hecho lo que algunas mujeres acostumbran hacer? ¿Te fabricaste un objeto, un instrumento en
forma de miembro viril, del largo que deseas, para, después de sujetarlo con un lazo, introducirlo en
tu sexo, o en el de alguna otra, y fornicar con otras mujeres, o bien otras contigo, con ese mismo
instrumento o con otro? ¿Has hecho lo que suelen hacer algunas mujeres, fornicar solas con el
susodicho objeto o algún otro? ¿Has hecho lo que suelen hacer algunas mujeres, que cuando
quieren calmar el deseo que las hostiga, se unen como si fueran a copular –y consiguen hacerlo- y
sucesivamente, acercando sus sexos, tratan de calmar su excitación frotándose? ¿Has hecho lo que
algunas mujeres suelen hacer: fornicar con tu hijo muy pequeño, colocando, digamos, al niño sobre
tus partes pudendas, como sustituto de la fornicación? ¿Has hecho lo que suelen hacer algunas
mujeres: acostarte debajo de un animal y excitarlo al coito, por cualquier medio, para que copule
contigo?” (ver Jean Verdon, op.cit. p. 169).
En su libro sobre Las supersticiones en la Edad Media, el mismo Jean Verdon, cita también al
mismo Burchard y su penitencial interrogando a la mujer que se confesaba: “¿Has bebido el
esperma de tu marido para que te ame màs gracias a tua artimañas diabólicas?” “¿Has actuado
como hacen algunas mujeres, que toman un pez vivo, lo introducen en su sexo y lo mantienen allì
hasta que se muere, y después de cocerlo o asarlo, se lo dan a comer a su marido para que se excite
màs con ellas?” “¿Has actuado como las mujeres que se arrodillan, con el rostro contra la tierra, se
desvisten hasta la cintura y hacen preparar un pan sobre su espalda desnuda, y después de cocer ese
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Sobre los Sacramentos en General.
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pan, se lo dan a comer a su marido para que se excite màs?” “¿has hecho como hacen las mujeres
que toman la sangre de sus reglas, la mezclan con la comida o la bebida, y se la dan a su marido
para que se excite màs?” (Ver Las supersticiones en la Edad Media, Jean Verdon, Editorial El
Ateneo, Buenos Aires, 2009, pp 43-44).
Me da la impresión de que este tipo de interrogatorios penitenciales sugerìan precisamente lo que
querìan evitar. Es decir que, a lo mejor, las mujeres confesadas salìan del confesionario con muy
“buenas” ideas sobre còmo actuar.
Los “Penitenciales” fueron reemplazados por las Sumas de los Confesores y por los Manuales de
confesiòn. Los redactores de las Sumas eran canonistas que consideraban a los confesores como
jueces, y, por tanto, daban a sus obras un tono represivo. Los Manuales de confesiòn ponían el
acento en el interrogatorio y la confesiòn concreta del pecador. El interrogatorio por parte del
confesor se volvió cada vez màs minucioso. Asì, por ejemplo, se mencionaban sucesivamente, por
orden de gravedad, dieciséis clases de pecados: el beso impuro; la manera impura de tocar; la
fornicación; la impudicia, especialmente la seducción de una virgen; el adulterio simple, cuando
uno solo de los culpables era casado; el adulterio doble; el sacrilegio voluntario, cuando uno de los
integrantes de la pareja había formulado votos religiosos; el rapto y la violación de una virgen; el
rapto y la violación de una mujer casada, pecado que incluìa también el adulterio; el rapto y la
violación de una religiosa; el incesto; la masturbación; las posiciones inconvenientes, incluso entre
esposos; las relaciones sexuales contra natura; la sodomía; el bestialismo (ver J.Verdon,
op.cit.p.75).
Desde el siglo XIII se subraya, en el sacramento de la penitencia, el valor esencial de la absolución
por parte del sacerdote y el aspecto de reconciliación individual por parte del penitente. Se termina
de perfilar el aspecto de juicio. Los signos de arrepentimiento y cambio de vida se reducen al
mínimo; la comunidad acaba perdiendo casi del todo su participación esencial. Era a la comunidad
a la que yo manchaba con mis pecados, era ella quien me reconciliaba y me comunicaba su paz, era
la comunidad la que estaba representada por el ministro reconciliador; ahora soy yo, como
individuo, el que me someto a la penitencia, y confieso mis pecados a un individuo que tiene el
poder de darme su absolución y la penitencia merecida. Antes de Trento, los marineros españoles y
portugueses, cuando la tempestad jugaba con las frágiles naves, “los marineros se confesaban unos
a otros para ponerse en gracia de Dios” (ver Juan Eslava Galán; “Los reyes católicos”; Edit Planeta,
Barcelona, 2004, p 153).
Desde el IV Concilio de Letrán, en 1215, aunque ya se admitía la confesión de pecados veniales,
solamente se prescribió la confesión anual a los cristianos que se reconocieran culpables de haber
cometido un pecado grave o mortal (ver Dz 812 (437)).
Desde el siglo XVI, y los cuestionamientos que hicieron los reformadores centroeuropeos, la Iglesia
recalcó la sacramentalidad de la Penitencia y el carácter de juicio que lleva a cabo, en ese acto, el
sacerdote confesor. De allí la necesidad de especificar con todo detalle el pecado cometido que se
confiesa. En los catecismos se recalcaba que eran necesarios cinco pasos por parte del penitente:
examen de conciencia, dolor de los pecados, propósito de enmienda, declaración oral específica al
sacerdote, cumplir la penitencia impuesta por él. El pecador debe “confesarse” cada vez que tenga
conciencia clara de haber cometido un pecado mortal. De hecho, el sacramento de la reconciliación
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Sobre los Sacramentos en General.
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del pecador, se fue convirtiendo en un acto de juicio, muy moralista, con gran acento sobre la moral
individual y sexual. En vez de ser un sacramento, un encuentro personal con Cristo que ofrece
personalmente el amor incondicional de Dios, se fue volviendo, cada vez más claramente, un
“mandamiento” más. La penitencia no era una oferta más del amor incondicional reconciliador de
Dios, sino algo que “había que hacer”. Ya no era la oportunidad atractiva de un recomienzo para un
cambio total de vida y actitudes, sino una obligación más.
La justicia penal, aislada de todo vínculo con Dios, tiene realmente un color infernal. No por los
errores de juicio o el exceso de severidad sino, independientemente de todo eso, en sí misma. Se
ensucia al contacto con todas las manchas, y no teniendo nada para purificarlas queda ella misma
tan manchada que hasta los peores criminales pueden resultar degradados por ella. Su contacto es
horroroso para cualquiera que tenga en sí algo de íntegro y de sano; aquellos que están podridos
encuentran incluso en las penas que inflige una especie de quietud más horrible todavía. Nada es
bastante puro para llevar pureza a los lugares reservados a los crímenes y los castigos sino Cristo,
él, que fue un condenado por un delito común (Simone Weil).
La Iglesia es santa en la medida en que su alabanza a Dios se concreta en compasión salvadora para
con los hombres. La Iglesia no puede ensalzar la misericordia de Dios para con ella misma, si a su
vez no trata misericordiosamente a los pecadores y no se pone, sin equívocos, de parte de los pobres
y marginados; ella, perdonada misericordiosamente, a nadie podrá rechazar como caso desesperado.
Justamente el puro respeto del santo nombre de Dios hace imposible toda especie de rigorismo y
dureza de corazón. Los legalistas, para quienes la letra de la ley pasa antes que el hombre, y los
rigoristas, faltos de compasión hacia aquellos que se encuentran en situaciones inextricables aun
cuando den pruebas de buena voluntad, no conocen el santo nombre de Dios; más aún, lo
deshonran. (ver María, prototipo de la fe; Bernhard Häring; Herder, Barcelona, 1983, p 57).
El Concilio Vaticano II intentó renovar la práctica penitencial, el sentido comunitario tanto de la
culpa como el de la reconciliación, el sentido litúrgico de la Cuaresma, la práctica bautismal. La
comunidad y las personas concretas tienen conciencia de pecado, desean reconciliarse, re-unirse
con la comunidad de la que se han separado por sus pecados graves, pero no parecen ver en la
“confesión” tradicional el acto sacramental y significativo de su reconciliación con Dios en la
comunidad de fe. En este punto nos encontramos.
Pero, desde esa misma época, muchos católicos que frecuentan el confesionario tienden todavía a
entender la confesión como una instrospección exhaustiva y un dragado mediante el que sacar de
las profundidades del alma hasta el menor pecado susceptible de ser recordado. Es un enfoque
donde se destaca la conciencia particular del individuo que juzga sus propias acciones
aisladamente. No se debe interpretar a Pablo, quien en realidad se refiere al destino de los pueblos
dentro de la historia de la salvación, desde la perspectiva posterior de un Agustín o un Lutero: la
perspectiva de la torturada conciencia de un individuo introspectivo que trata de hallar un Dios
misericordioso. La confesión de pecados en el antiguo Israel no consistía en recitar una larga lista
de lavandería con las culpas personales, lo que habría convertido el culto a Dios en una reflexión
narcisista del penitente sobre sí mismo. La confesión de los pecados en el antiguo Israel era un acto
de culto centrado en Dios y que incluía alabanzas y acción de gracias. Incluso prescindiendo de
pecados cometidos personalmente, se formaba parte de la historia de pecado por el mero hecho de
pertenecer a Israel, ese pueblo pecador (ver Esdras 9,6-7; 9,10-11.15) Además, puede haber en esas
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Sobre los Sacramentos en General.
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confesiones un sentimiento de complicidad: como si quienes recitan los pecados del pueblo
sintieran que no han hecho personalmente bastante para impedir las transgresiones ajenas y se han
convertido de algún modo en coautores de ellas por su silencio e inacción. Ciertamente, los que
efectúan esas confesiones formales en la renovación de la alianza no tienen como principal
preocupación hallar y enumerar sus culpas personales, sino confesar que son miembros de un
pueblo pecador e ingrato, que son parte tanto de una historia de salvación como de una historia de
pecado, quizá simplemente por omisión, aun cuando piden a Dios que no ceje en su misericordia y
los permita pasar desde un pasado y una comunidad marcados por el pecado a una comunidad
renovada, caracterizada por su cumplimiento de la voluntad de Dios en el tiempo final. Interpretar
estas confesiones desde el punto de vista de “la conciencia introspectiva de Occidente” es no llegar
al meollo de la cuestión. De todo esto se desprende que el mero hecho del bautismo de Jesús no
decide la cuestión de si él se consideraba pecador en el sentido de tener conciencia de pecados
personales. (Para este párrafo, ver: John P.Meier; Un judío marginal; Tomo II/1; Edt.Verbo Divino,
Estella, Navarra, 4ª edición, 2004, pp 154-158).
El ideal es recuperar el sentido original del Bautismo como compromiso a cambiar completamente
de actitudes vitales, de vivir de acuerdo a los valores del sistema a vivir de acuerdo a los valores del
Evangelio, del Reino de Dios. Se trata de vivir el amor eficaz y de evitar cuanto pueda romperlo. El
ideal es recuperar el sentido de cambio total de vida que cada año debe conllevar la Cuaresma; el
sentido de renovación de las promesas bautismales. El ideal es recuperar el sentido comunitario y
social del sacramento de la Penitencia. El ideal es recuperar el sentido de pecado como actitud,
camino, y opción, y el de la Penitencia como reconciliación, regreso, sensibilidad recuperada. El
ideal es recuperar el sentido de las otras prácticas penitenciales: el acto penitencial al comienzo de
cada Eucaristía, la oración, la limosna, el ayuno con sentido solidario, etc.
2.EL SENTIDO BIBLICO DE “PECADO”.
1.En el concepto bíblico de pecado no existe ni el pecado “puntual”, ni el pecado simplemente
individual. En el concepto bíblico de pecado no existe la idea de que cada pecado tenga sentido en
sí mismo o de que cada pecado sea responsabilidad individual de quien lo comete. El pecado lo es
cuando implica salirse del camino, tomar una actitud habitual que desvía de la voluntad de Dios; el
pecado lo es cuando es un síntoma de una enfermedad moral. El concepto bíblico de pecado no
tiene que ver con el quebrantamiento de una ley (que es, más bien, el concepto “edípico”, helénico,
pagano, del pecado), sino con la actitud de ir contra lo que Dios quiere, contra su voluntad
manifiesta. En el concepto “puntual” de pecado yo rompo la ley, en el concepto bíblico de pecado
yo rompo mi relación con Dios.
2.El concepto “puntual” de pecado tiene tan poca importancia en la mentalidad bíblica que la Biblia
no tiene ningún problema en reconocer que sus grandes héroes, los héroes de Dios, fueron todos
ellos pecadores (según nuestra mentalidad actual), cometieron pecados puntuales, pero que ese
pecado no los convirtió en pecadores con el concepto bíblico de pecado. Adán cae; Abraham
miente; Isaac miente; Jacob engaña y estafa; Moisés peca; Sansón falta a sus votos; David no deja
pecado por cometer, por ejemplo. La Sagrada Escritura llega a decir que “el justo peca siete
veces”(Prov.24,16), ¡el justo! En la mentalidad bíblica, cuando se trata de pecados puntuales el
asunto está en compensarlos haciendo obras buenas que contraresten el mal hecho, eso es todo. El
pecado puntual, en la mentalidad bíblica, no es algo por lo que echarse a morir, nada por lo que
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Sobre los Sacramentos en General.
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haya que sentirse aplastado o anonadado y por lo que uno deba considerarse monstruoso, en una
especie de culpabilización psicológica autocastigante.
Los que se mantienen constantes en el camino de Dios se oponen por contraste a los otros dos tipos
de seres humanos: los impíos y los pecadores (palabra que, según la etimología original hebrea,
designa a los que extravían su meta o su camino). Resulta esencial distinguir estos dos grupos entre
sí. “Impío” describe realmente un cierto tipo de persona, una cierta constitución duradera;
“pecador”, en cambio, describe más bien un estado, una condición que les sobreviene
ocasionalmente a los seres humanos, y que no persiste. Los pecadores equivocan el camino de Dios
de vez en cuando, mientras que los impíos se resisten a él en virtud de su forma de ser constitutiva.
El pecador hace el mal, el impío es malo. (ver Martín Buber; op.cit. pp 226-227).
Lo primero que debemos hacer es comprender bien lo que se dice sobre el cambio (metanoia). Es
sabido que el cambio que el cambio de dirección vital es un concepto central en la concepción judía
del camino del hombre. El cambio renueva al hombre desde adentro y modifica su posición en el
mundo de Dios. Aquel que es capaz de cambiar se lo ve por encima del maestro perfecto que no
conoce el abismo del pecado (ver Talmud, tratado de Sanedrín 99 A). Pero el cambio significa aquí
mucho más que arrepentimiento y actos de penitencia, significa un cambio en todo su ser. El
hombre que ha estado perdido en el laberinto de su egoísmo y que siempre se ha tomado a sí mismo
(y a sus problemas) como objeto central, puede cambiar, volverse hacia Dios, hacia el camino de la
realización de la tarea particular que le fue destinada por Dios. El arrepentimiento puede ser tan
sólo un incentivo para este cambio activo. Aquel que sigue atormentándose con arrepentimiento,
aquel que se tortura con la idea de que sus actos de penitencia no son suficientes, retiene sus
mejores energías para el trabajo de este cambio vital. (…) Si he obrado mal o no he obrado mal,
¿qué beneficio saca Dios de ello? En el tiempo que empleo en cavilar al respecto, podría estar
enhebrando perlas para la alegría del universo. Si has actuado mal, entonces coméntalo obrando el
bien. (Para este párrafo, ver Martín Buber, Imágenes del bien y del mal; Ediciones Lilmod, Buenos
Aires, pp 106-107).
3.Sólo Dios sabe de verdad cómo estoy yo, está mi corazón, mi actitud, delante de El; sólo Dios
conoce mis entrañas, mis más íntimas motivaciones, y sólo El puede hacer un juicio acerca de mi
persona, un juicio definitivo, un juicio acerca de si yo soy trigo o cizaña. Los demás pueden ser
testigos de mis actos, pero juez de mi persona sólo Dios, que sí conoce de verdad mi corazón.
“Si vamos a confesarnos, no es para suplicar el perdón de Dios. Es para darle gracias por
ello…Cuando Dios perdona nuestros pecados, no està cambiando la opinión que tiene de nosotros.
(Antes bien, con ello) està cambiando la opinión que nosotros tenemos de El. No cambia El; su
actitud no es jamàs otra salvo que la de amar; Dios es amor”. (Herbert McCabe; God, Christ and
Us, p 16; citado en Timothy Radcliffe, ¿Por què hay que ir a la Iglesia?, Desclèe de Brouwer,
Bilbao, 2009, pp 37-38).
4. Si “pecar”, bíblicamente “pecar”, significa errar el camino, salirse de la vía, irse de la casa;
arrepentirse, convertirse, es volver al camino, volver a la casa, (un cambio total de mente), algo
honrosísimo. El Talmud llega a decir que el pecador que se arrepiente, el pecador que ha vuelto al
camino, tiene más dignidad que el sumo pontífice judío en su función más sagrada, revestido de sus
mejores y más sagrados ornamentos, es incluso superior a los mismos ángeles. El Evangelio pinta
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Sobre los Sacramentos en General.
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ese cuadro en el hijo pródigo que ha vuelto y lo que el padre hace con él; el Evangelio llega a decir
que hay más alegría en el cielo por un pecador que se salva que por noventa y nueve justos que no
necesitan salvación (Lc.15,7-32).
5.El concepto bíblico de pecado no incluye la dimensión individualista. En la mentalidad bíblica
todo pecado me mancha a mí como miembro de mi familia, de mi clan, de mi tribu, y de mi cuerpo
social (el pueblo de Israel). Todo lo que me afecta a mí afecta al cuerpo social entero al que
pertenezco (ver Josué 7, por ejemplo). Así, el pecado de Adán afecta a toda la tribu humana, pero
eso no ocurre sólo con los pecados más conspicuos. Por secreto que sea mi pecado, afecta a todo el
cuerpo social al que pertenezco. Por eso, sólo el que está libre de pecados puede arrojar piedras
sobre otro pecador (Juan 8). Mis pecados hacen posibles y deseables los pecados de otros, ¿cómo
puedo juzgarlos? Según este punto, la confesión individual no basta, porque no incluye las
transgresiones cometidas por un grupo, por una clase o una nación, y tampoco, sobre todo, las
transgresiones cometidas por el Estado soberano, que no siente nunca que está sometido a las
exigencias de la conciencia. ¿Cuándo se realizan las confesiones de “culpa nacional”? Mientras eso
no ocurra los seres humanos mantendrán sus actitudes tradicionales y serán sensibilísimos frente a
las transgresiones de los enemigos, pero serán completamente ciegos ante las de su propio pueblo.
A pesar de la sedentarización y de las instituciones monárquicas y cultuales, no había desaparecido
en Israel el sentido colectivo o comunitario de la vida. Se habla en este sentido de “personalidad
corporativa” Esta noción primitiva permite enunciar la relación del individuo con la comunidad y
de la comunidad con el individuo. Esta manera de comprender bla sociedad hunde sus raíces en la
solidaridad necesaria para la vida seminómada: es indispensable la ayuda mutua, todos son
interdependientes. Y son fluidos los límites entre el individuo y la comunidad. Pero la noción de
“personalidad corporativa” va más allá del simple fenómeno de la solidaridad nómada; se extiende
a todos los aspectos de la vida del grupo. Y se extiende además tanto al pasado como al porvenir. El
antepasado lleva dentro de sí a todos los futuros descendientes. Así, la alianza hecha con Noé
concierne a Noé y a todos sus hijos y descendientes (Gén 9,9; cf Gén 12,2; 17,7s). La fórmula “tú y
tus descendientes” es característica de esta concepción, en el Antiguo Testamento, de la solidaridad
entre el primer antepasado y sus descendientes (Gén 26,3; 28,3; 32,13). Se concibe al grupo como
una entidad real que toma forma en cada uno de sus miembros. La comunidad se siente como un
todo físico. Esto vale igualmente para una ciudad o una nación (cf. 1 Sam 5,10). La influencia del
padre en sus descendientes, para bien o para mal, es un hecho reconocido (Ex 20,5b; Lev 21,13-15;
26,29-40). A este propósito, la historia de Acán, en el libro de Josué (Jos 7), es muy significativa.
En el período de Ezequiel, el momento de la caída de Jerusalén, las antiguas tradiciones empiezan a
ser ya vigorosamente discutidas. Esto se ve ya unos años antes en la época de Jeremías; exclaman:
“Los padres comieron las uvas ácidas, los hijos tuvieron dentera” (Jer 31,29); pero este refrán, que
se encuentra también en Ezequiel 18,2, indica el estado de ánimo de los contemporáneos del profeta
(ver Ez 18 y 33).
6.Si en la Biblia se recalca una vez que cada uno morirá por su pecado, que no se usará más como
refrán el que nuestros padres comieron la fruta ácida y a nosotros se nos destiemplan los dientes
(Ez.18,2 y ss.), es para subrayar que nadie puede abdicar de la responsabilidad personal por el
pecado cometido. Pero la mentalidad general, habitual, continua, es la de que los pecados de uno
manchan a todos. Por eso tiene valor lo de Adán y por eso tiene valor la obediencia de Jesús; lo uno
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nos ensucia a todos y lo otro nos redime a todos. Por eso es que tiene sentido y valor lo que en el
Credo se llama “la comunión de los santos”.
7.El pecado es siempre responsabilidad personal, aunque no lo sea individual. En cualquier caso el
pecado es responsabilidad personal mía. No puedo abdicar nunca de mi responsabilidad personal
(no: individual) en el pecado. No puedo decir: “la mujer que me diste por compañera, ella fue”; ni:
“la serpiente (que Tú hiciste), ella fue”. El responsable de mis pecados soy yo, aunque mis pecados
manchen y debiliten a todos los que conmigo forman parte del cuerpo de Cristo. Es de mi corazón
podrido de donde salen mis malas ideas: mis inmoralidades, mis robos, mis homicidios, mis
adulterios, mis codicias, mis perversidades, mis fraudes, mi desenfreno, mis envidias, mis
calumnias, mi arrogancia y mis desatinos. Todas esas maldades salen de mi corazón y me manchan
a mí y a todos los que conmigo forman el cuerpo de Cristo (Mc.7,21-23). Exista o no Satanás, mis
pecados son responsabilidad mía y manchan a todo el cuerpo social al que pertenezco. Por eso,
cuando he pecado, no basta que pida perdón directamente a Dios, porque debo pedir perdón a
cuantos he ofendido o manchado con mi pecado, por secreto que sea dicho pecado.
El Concilio de Trento, que es quien mandó que se confesaran todos y cada uno de los pecados
mortales, con todas y cada una de sus circunstancias específicas, era fruto de una antropología
aristotélica que conllevaba una concepción del hombre que no es la actual, que no es la nuestra.
Según el sistema aristotélico, además, para poder llegar a conocer una cosa, es necesario definirla
según su género, número, especie y circunstancias. Para la antropología de tipo personalista, toda
realidad personal es inconmensurable, no está sujeta a clasificaciones. Para la concepción actual el
conocimiento del otro como persona no se consigue escuchando una narración de actos
perfectamente clasificados, sino en el clima del diálogo, de la confidencia íntima, del encuentro
personal. Frente a la moral tradicional los fieles sienten un gran malestar. Cosas, como la cantidad
exacta que uno coma en un día de ayuno, consideradas materia de pecado mortal antes, ahora no
son consideradas de esa manera por los fieles. Se les va dando cada vez más importancia a los
pecados llamados “colectivos” o sociales. El hombre de hoy entiende y subraya, cada vez más, la
repercución social y comunitaria de cada uno de sus actos personales. No acepta que un adulterio,
por grave que sea un adulterio, sea tratado de la misma manera que un genocidio, colaborar con los
crímenes de una dictadura, producir y vender armas o drogas. El hombre actual no acepta un
arrepentimiento que sólo es temor a los castigos; Dios y miedo no caben en el mismo saco.
(Para este tema del “pecado” o del “arrepentimiento” recomiendo leer el capítulo IV del libro “Y
seréis como dioses”, de Erich Fromm, Editorial Paidós, Buenos Aires, 1971, páginas 140 a 156; y
“Ezequiel”, Jesús Ma Asurmendi; Cuadernos bíblicos n 38; Verbo Divino, Estella-Navarra, 1982,
p39).
La “conversión” no es la vuelta a un Dios justiciero que reclama un castigo, sino al Dios
misericordioso, que ama incondicionalmente al pecador, aunque odie al pecado. Dios es quien, por
amor al pecador, le da la gracia para su conversión. Por ello, en la conversión no es tanto el hombre
el que se reconcilia con Dios cuanto, más exactamente, Dios es quien reconcilia consigo al pecador.
Recordar la frase de san Pablo: “Dios reconciliaba consigo al mundo en Jesucristo” (2 Cor 5,1819). De hecho: no nos arrepentiríamos si ya Dios no nos hubiera perdonado.
“Antes de la venida del Señor Jesùs se jactaba de sì mismo el hombre. Viene aquel ho9mbre para
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Sobre los Sacramentos en General.
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que la gloria del ho9mbre mengûe y vaya en auge la gloria de Dios. Porque viene El sin pecado y
nos halla a todos con pecado. Si es verdad que viene El a perdonar pecados, que dè Dios con
largueza y que el hombre confiese sus pecados. La humildad del hombre es su confesiòn, y la
mayor elevación de Dios es su misericordia. Si, pues, viene El a perdonar al hombre sus pecados,
que reconozca el hombre su miseria y que Dios haga brillar su misericordia. Justo es que crezca El
y que yo mengûe, esto es, que el dè y que yo reciba; que El sea glorificado y yo confiese mis
pecados. Comprenda el hombre su situación y confiese a Dios sus pecados y oiga con atención al
Apòstol, que se dirige al hombre soberbio y pagado de sì y que quiere engreírse: ¿Què tienes que no
lo hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por què te glorìas como si no lo hubieras recibido? (1 Cor
4,7). Comprenda, pues, el hombre (que pretendía atribuirse a sì mismo lo que no es suyo) que todo
lo ha recibido y humíllese; le es mejor que sea Dios en èl glorificado. Que empequeñezca èl en sì
mismo para que crezca en Dios” (San Agustìn; Sobre el Ev. de San Juan; Tratado XIV, 5).
3.CAUSAS DE LA CRISIS EN LA PRACTICA ACTUAL DE LA CONFESION.
a.El ritualismo.
Lo que siempre fue un signo visible de la sincera actitud de cambio total de vida y valores, se fue
convirtiendo en un rito vaciado de su sentido original. ¿Cuántas “confesiones” son de verdad el
signo de una sincera actitud de conversión, de cambio total de vida y valores? San Ambrosio decía
(De poenit.,2; PL 16, 497-498): “Hay quien piensa que se ha de hacer penitencia con frecuencia. Si
hicieran penitencia de verdad ni siquiera pensarían que se puede repetir, (...) es preciso renunciar
del todo a sí mismo y cambiar radicalmente”. San Clemente de Alejandría (Stromata, L. II, c.13;
PG 18, 994-998) y san Cipriano, Padres de la Iglesia, dicen: “No es verdadera la penitencia la que
deja al hombre otra vez en situación de pecar” (De Lapsis,15-18).
Nuestra gente se acerca a la “confesión” después de un instante de reflexión, ¿es eso una
conversión, una “metanoia”? No asumimos plenamente la responsabilidad y el compromiso
consecuente que implica el acercarse al acto de reconciliación penitencial y, con ello, vamos
convirtiendo el sacramento de la Penitencia en acto ritual estéril. Recordemos la advertencia de San
Bernardo (Cuestiones propuestas por Hugo de San Víctor, cap II, n 8; PL 182,1034): “Así como no
hay penitencia que perdone el pecado a aquel que no restituye lo que ha tomado cuando está en
posibilidad de hacerlo, de la misma manera…”. Consideramos como una cuestión normal pecar,
como algo inevitable; no luchamos por salir de la situación que nos hace más fácil pecar que no
pecar. Aparentamos creer que pecar no importa, que basta con confesarse. El sacramento queda así
“abaratado”, reducido a rito repetible, algo exterior a la verdadera interioridad de un ser humano, un
gesto que es obligación realizar cada vez que se peca. Los exámenes de conciencia se centran en
realidades externas a la persona y personalidad íntima: acciones “puntuales”, el rompimiento de
convenciones morales o sociales. Vamos al sacramento de la reconciliación para restaurar con otro
rito el orden establecido que hemos violado, para liberarnos del castigo que hubiéramos podido
provocar por la falta cometida. Por medio de un rito creemos buscar el aplacamiento de la cólera de
una fuerza que podría amenazarnos y nos hace sentir culpables. Todo esto implica la concepción de
que nos relacionamos con un mundo mágico e impersonal; el concepto legalista del pecado, que ya
no se trataría de una relación personal que hemos herido o roto.
La fe implica una relación personalizada, un “fiarse de”, una actitud que compromete enteramente
la personalidad y la vida toda. Si no es así, la moral queda reducida a la observancia de la ley, en
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Sobre los Sacramentos en General.
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vez de ser la consecuencia de la relación permanente con alguien que nos ama incondicionalmente;
todo lo que es la espirituadad de la Alianza queda reducida a la observancia de unas normas y unos
ritos; el “Evangelio” se convierte en “estructura”, rito, ley, institución.....y nada más que eso.
Cuando uno pregunta a la gente por qué evita pecar, se encuentra muchas veces con que la
motivación sincera es por simple temor al castigo. ¿Cuántos sienten que el castigo de ser malo es
ser malo, es cómo degradamos nuestra humanidad y nuestra relación con el Dios personal y amante
que se nos revela en la persona de Cristo Jesús?
b.La separación entre el sacramento y la vida.
Si lo que de verdad causa nuestra vida de pecado es todo el conjunto de circunstancias sociales y
familiares entre las que vivimos, ¿de qué nos convertimos cuando sabemos que no está en nuestra
mano cambiar esas circunstancias? ¿No es esto causa de que prefiramos dejar la confesión?
Cuando confiesa, uno tiene muchas veces la sensación de que, aunque está uno escuchando a una
persona mayor, lo que está oyendo es algo infantil y hasta un poco ridículo.
Siempre que uno oye al penitente decir “no sé de qué confesarme, pregúnteme usted”, tiene uno el
deseo de decir, con todo el sentimiento y compasión, “¿para qué se ha tomado usted el trabajo de
venir a confesarse cuando no tiene usted conciencia clara de la necesidad de cambiar totalmente en
algo?
Las fuerzas reales que empujan la vida de una persona hasta una situación determinada, las cosas
que la hacen caer, deteriorarse como persona, las circunstancias dolorosas que destruyen una vida y
que son a veces inmutables, no se barajan, muchas veces, en el confesionario. Cuando hay un
verdadero divorcio entre lo que sabemos que nos hace degradarnos y lo que conversamos en la
confesión, el sacramento de la reconciliación deja de ser “sacramento”, signo visible, de nuestro
reencuentro con el Dios misericordioso que se nos ofrece en la comunidad cristiana que nos
reconcilia.
c.Una pastoral deficiente.
Quien ha cometido un pecado grave, quien siente que, por actos responsables, ha estado muerto
para la comunidad, quien sabe que ha roto su relación personal fundamental con Dios, y acude al
sacramento de la Penitencia, y se ve recibido con los gestos habituales y repetidos, siente, casi
siempre, que ha acudido a que le hicieran una operación, porque se sentía muy enfermo, y el
médico no se ha tomado el trabajo sino de recetarle las dos aspirinas habituales. El sacramento de la
Penitencia queda reducido, muy normalmente, a un encuentro rápido, a un contacto pasajero y
fugaz que no compromete ni responsabiliza de verdad ni al ministro ni al penitente; mucho menos,
todavía, queda comprometida la comunidad de seguidores de Jesús a la que ambos pertenecen y
representan.
El verdadero pecado no es una tontería, no es un juego, y nada de lo que ocurra en el sacramento de
la Penitencia debe dar esa impresión. Quien trivializa la comisión del pecado, acaba creyendo que
el pecar no tiene importancia o, por lo menos, que no tiene la tracendencia que de verdad tiene optar
por Cristo y por los valores del Reino de Dios.
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Sobre los Sacramentos en General.
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La administración rutinaria del sacramento de la Penitencia acaba haciendo imposible al sacerdote
la verdadera pedagogía pastoral. Lo que es siempre un desastre porque la confesión cristiana tiene
todas las capacidades para ser uno de los momentos pastorales personales más fuertes. “La Ley
manda apedrarlos, Tú ¿qué dices?” (cfr.Juan 8,5). ¿Anima la actitud del confesor a transformar la
vida del pecador todo lo que hace falta?
Todos sabemos lo que cuesta, en la vida diaria, reconciliarnos con quien hemos tenido un problema
personal. Frente a la seriedad que normalmente exige el comportamiento que asumimos en una
ocasión así, los minutos pasados en el confesionario parecen realmente insuficientes; la actitud que
asumimos y la que asume el confesor ¿nos empujan de verdad a cambiar nuestra relación dañada?
¿Sustituyen esos minutos mágicamente el esfuerzo vital permanente que implica una conversión?
El pueblo, sí, el pueblo, exige de los sacerdotes cada vez más preparación y más sensibilidad
humana y más actitud evangélica. Cuando un ser humano viene a buscar al sacerdote, quiere
encontrarse con un ser humano que lo escuche y lo reciba, no con el representante de una
institución. El sacerdote debe saber la psicología suficiente como para no dar un consejo
psicólogicamente errado y la teología necesaria para dar una respuesta coherente con el Evangelio,
a preguntas siempre nuevas. El confesor debe convencer porque demuestre estar convencido; tiene
que tener una mente lo suficientemente amplia como para que nada humano le sea ajeno.
d.Repercusiones de la crisis.
La posición económica del penitente, con todas sus consecuencias sociales, influye en la práctica de
este sacramento. La profesión que ejerce, también. Los varones mayores de quince años y menores
de treintaicinco se mantienen al margen de la forma tradicional del sacramento de la penitencia. En
general, los varones practican este sacramento muchas veces menos que las mujeres. La cultura a la
que se pertenece también influye en la frecuencia o falta.
Desde luego, la crisis también repercute en los ministros de la penitencia. La figura del “confesor”
tradicional se ha diluido, casi del todo, en la mente de los sacerdotes jóvenes. No se trata de una
crisis de fe, sino una crisis de las formas tradicionales institucionalizadas del sacramento de la
reconciliación. Muchos sacerdotes creen con toda honradez que las formas de reconciliación que
ellos aprendieron durante su formación en los seminarios no son funcionales para los feligreses
actuales, que deben revisar toda su forma de hablar y de presentar este sacramento para poder
comunicar con el hombre del siglo XXI. Muchos sacerdotes creen que no tienen una respuesta
satisfactoria para los problemas concretos reales que les presentan cada día a su consideración
moral. No abandonan la práctica del ministerio de la penitencia por pereza o comodidad, sino por
una inquietud e inseguridad discutibles, pero honradas.
Da la impresión de que el rechazo, más o menos consciente, que la feligresía experimenta frente al
sacramento de la Penitencia, no sólo va a continuar, sino que va a aumentar. Ese rechazo tiene
varias causas: La dificultad de expresar los pecados de una forma apropiada, debida a que el
lenguaje tradicional no sirve para expresar la nueva experiencia que el hombre tiene ahora de sí
mismo. Ese problema se observa fácilmente en el lenguaje infantil que muchas veces emplean los
que se confiesan. Personas adultas se acusan de los mismos pecados y con las mismas palabras que
cuando eran niños, con un vocabulario ritual, estereotipado. Si hubiera la posibilidad de comparar
las confesiones de muy diversas personas, notaríamos que casi no hay diferencia entre ellas, ni por
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Sobre los Sacramentos en General.
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los pecados confesados, ni por el modo de expresarlos. Otra dificultad para expresar los pecados se
debe a la carga psicológica que una mala pastoral ha puesto en el acto mismo de confesarse. Hay
personas que acuden al sacramento de la reconciliación, torturadas interiormente; se confiesan
temblando, esperando un regaño o con un sentimiento de humillación o culpabilidad que nada tiene
que ver con el amor. Para algunas personas la confesión ha sido un acto de autocastigo, una especie
de sadomasoquismo con pretexto religioso. También se rechaza la confesión por la repugnancia que
se siente al tener que hacer confidencias íntimas a una persona con la que no se tienen relaciones
personales de amistad y confianza y, por reacción, cuanto más desconocido sea el sacerdote con el
que se quieren confesar, mejor. En la confesión debiera haber siempre una acogida fraternal, nunca
un acto impersonal. La total anonimidad destruye de hecho cualquier posibilidad de acercarse
maduramente al sacramento de la reconciliación. El darle vueltas al pasado no lo cambia; sólo se
puede cambiar el presente y el futuro. El feligrés tiene que aprender a descubrir, por sí mismo,
hayan dicho lo que le hayan dicho otros, digan lo que digan las leyes, qué de verdad le hace daño a
él y a otros, y por qué y cómo no repetir esos males.
El feligrés experimenta muchas veces las preguntas aclaratorias del confesor como un ejercicio de
morbosidad por parte de éste. Cuando existía una excesiva sacralidad ambiental era más posible
abrir la conciencia ante un perfecto desconocido que aparecía investido de unos poderes y
representaciones muy altos. En una cultura y fe muy personalizadas, en las que todo el mundo está
acostumbrado a cuestionarlo todo, ese sentido sacral no tiene vigencia. Las preguntas aclaratorias
vuelven sospechoso ante el penitente al confesor que escudriña.
El sacramento de la penitencia, el sacramento de la reconciliación con un Dios que nos ama
incondicionalmente, no tendría por qué parecerse al juicio que se lleva a cabo en cualquier tribunal.
Todas las expresiones que utilicen para el sacramento términos legales (juicio, tribunal, juez, pena,
etc.) sólo pueden ser empleadas si son entendidas únicamente como una analogía y sólo como una
analogía.
No es por falta de seriedad o compromiso, por parte del penitente o confesor, que cuando una
persona quiere cambiar de vida, tomar determinaciones importantes, revisar seriamente sus valores,
replantear enteramente su relación con Dios o el Evangelio, no acude al confesionario sino que
prefiere hablar largo y tendido en otro sitio.
Todo confesor sabe lo difícil que resulta romper o llenar ese silencio que va de la confesión del
pecado al gesto sacramental de la absolución. En los confesionarios tradicionales, con gente
esperando para confesarse, es dificilísimo abordar un tema con profundidad, con la profundidad
humana que exigen la actitud y situación del penitente. En el confesionario tradicional, con gente
esperando para confesarse, le es más fácil al confesor convertirse en una máquina automática de
recibir declaraciones e impartir absoluciones, que permanecer dando acogida y ayuda fraternal
comunitarias. Cuando se trata de la reconciliación de un ser humano que se presenta destruido y “en
carne viva”, casi lo mejor es quedarse en silencio y padecer con este hermano herido y quebrado,
con este miembro torturado de Cristo.
Sucede también que la penitencia que se impone en muchas confesiones es realmente ridícula o de
ninguna manera reparadora del daño que se hizo. ¿Quién puede dar importancia a algo a lo que el
mismo sacerdote no se la está dando? Con oraciones impuestas como penitencia no se consigue
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otra cosa que hacer perder todo su sentido a la oración en general y odiosas a las oraciones
concretas impuestas. ¿Tienen esas oraciones alguna conexión con el sentido propio del acto de
confesión llevado a cabo por el penitente? Ya el Concilio de Trento (ver Denzinger 905) mandaba
imponer un remedio adecuado a la situación del pecador y no hacernos cómplices de pecados
ajenos no ayudando a corregirlos. Quizá una de los hechos que han ayudado al deterioro de la
penitencia es haber antepuesto la absolución a la realización de la satisfacción por los daños
inferidos. San Cipriano, uno de los Santos Padres de los primeros quinientos años de la Iglesia,
decía que la reconciliación dada sin la prueba de la conversión “es peligrosa para quienes la dan e
inútil para quienes la reciben” (ver De lapsis, 15-18, PL 4,492-496).
¿A quién podría extrañarle que se abandone lo que no ayuda a superar el pecado y sus
consecuencias? Tenemos que hacer todo lo posible porque la confesión recupere su sentido de
signo y sacramento real de conversión.
Otra de las razones que han llevado al abandono del sacramento de la Penitencia es porque ha
entrado en conflicto con la Psicoterapia. Desde Freud en adelante todo el mundo quiere conocer, en
cada momento, todas las razones y motivaciones de su obrar. Tanto el confesor como el penitente
tienen que diferenciar claramente un sentimiento de culpa, cuya raíz es psicológica, de una
culpabilidad moral, que desaparece en el mismo momento en que nos arrepentimos de algo. Nadie
actualmente emite con facilidad o seguridad un juicio de valor sobre la moralidad de las propias
acciones. Lo que la Psicología llama “complejo” no tiene que ver con lo que la Moral llama
“pecado”. Ahora se tienen mucho más en cuenta los condicionamientos sociales, psicológicos o
médicos, que deforman el conocimiento que llegamos a tener de la realidad y que disminuyen el
uso de la libertad y, por tanto, la responsabilidad. ¿No es el pecado también una enfermedad? ¿De
dónde nace el sentimiento de culpabilidad que experimentamos? ¿Corresponde a la falta cometida,
al daño real hecho, o viene de un “complejo”? ¿Por qué esa desproporción, a veces, entre la falta
cometida y el sentimiento de culpa que experimentamos? ¿Ha mezclado con el sentimiento moral
del pecado, la educación que hemos recibido en nuestra infancia, problemas psicológicos? ¿Qué es
lo que realmente busca el cristiano que se acerca al sacramento, liberarse de los sentimientos
inconscientes de culpabilidad?, ¿agudizar el sentimiento de culpa, acusándose sin cesar y
humillándose delante de alguien? La confesión no debe ser nunca un sustituto de la Psiquiatría. El
sacramento de la confesión exige, en el tiempo actual, una toma de conciencia de lo que es y lo que
supone el pecado en el hombre, y un estudio, a fondo, del proceso de conversión. En la confesión el
sacerdote debe ayudar de verdad al pecador a salir de la situación en que se encuentra.
Muchas veces la confusión entre los psicológico y lo religioso impide distinguir la diferencia entre
la culpa y el pecado, más allá de eventuales coincidencias. Contribuye a esta confusión el hecho de
que todo pecado se registra también como culpa (por lo menos a nivel inconsciente), por más que la
culpa -psicológicamente- no encierre necesariamente pecado. Pero la confusión puede alterar en
alguna medida la conciencia de pecado empujando a la persona a tratar de “limpiar” la falta ligada a
la culpa psicológica mediante el recurso a la confesión sacramental. A ésta se le atribuye así un
valor casi mágico representado por la fórmula de la absolución, la cual es sentida como algo que
borra la supuesta suciedad de una determinada conducta sexual. De esta manera la confesión, en el
aspecto subjetivo, pierde gran parte de su valor reparador de reconciliación amorosa cristiana al
quedar matizada, cuando no invadida, por la culpabilidad psicológica.
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Sobre los Sacramentos en General.
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4.ANALISIS PASTORAL MINIMO DEL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA.
El sacramento de la Penitencia está en el contexto de la voluntad de Dios, que quiere que todos los
hombres se salven, y cómo se ha desarrollado esa voluntad salvífica de Dios a lo largo de la historia
de la salvación.
La Iglesia ha hablado siempre de que los pecados alcanzan su perdón por medio del sacramento del
Bautismo, en el sacrificio de la Misa la pasión de Cristo se hace presente y se recuerda a los fieles
que la sangre de Cristo fue derramada para el perdón de los pecados, por medio, también, del
sacramento de la Penitencia. Desde luego, los fieles siempre hemos tenido, además, otros medios
para hacer penitencia por los pecados y alcanzar la reconciliación: convirtiéndose cada día más al
Evangelio por el amor; por medio del ejercicio de la paciencia, y las buenas obras de misericordia.
Esto también lo celebra la Iglesia en su liturgia, en las celebraciones penitenciales, en la
proclamación de la Palabra de Dios, en las oraciones, en los elementos penitenciales que integran la
celebración de la Eucaristía.
La Iglesia se sabe no sólo una comunidad de salvación, sino que también conoce perfectamente su
condición de comunidad pecadora y, por eso, necesitada continuamente de autoevangelización y
penitencia. Los pecadores son miembros enfermos de la comunidad y la Iglesia sabe que siempre
tiene que desempeñar su papel de acogida, ayuda y acompañamiento a esos miembros. La
comunidad tiene, por eso, un puesto insustituible en el proceso de la reconciliación. El papel de la
comunidad no consiste solamente en anunciar la conversión y salvación al pecador, sino también en
ayudar, apoyar y acompañar al convertido en el proceso de la recuperación. El sacramento de la
penitencia no es algo que deba suceder solamente entre el penitente y el ministro, toda la Iglesia,
como pueblo sacerdotal, actúa de diversas maneras al ejercer la tarea de reconciliación que le ha
sido confiada por Dios. ¿Reflejan los ritos de la penitencia y reconciliación, claramente, estas
exigencias?
Los fieles deben oír juntos la Palabra de Dios, y juntos deben examinar la conformidad de su vida
con esa misma Palabra, y deben ayudarse con la oración recíproca. El pecado es, siempre, una
ruptura con los demás. El pecado de uno de los miembros mancha al cuerpo entero. La solidaridad
absoluta entre todos los miembros del cuerpo de Cristo, que es lo que llamamos “comunión de los
santos”, nos afecta en todo y a todos, por lo mismo también en lo “sobrenatural”. Por oposición al
pecado, la conversión, cuya meta es la reconciliación, es una restauración de todas esas rupturas. Si
el pecado es un rompimiento con la amistad de Dios, la razón última de la penitencia consiste en
restaurar en nosotros ese amor de Dios. Si, además, es pecado contra el prójimo, la penitencia
conllevará siempre una reconciliación con los hermanos, a quienes el propio pecado perjudicó.
¿Con qué cuerpo de Cristo comulgamos si uno de sus miembros se nos queda atragantado?
Frente a todo pecado que degrada a la comunidad como tal, la conversión y penitencia conllevarán
un compromiso personal a combatir la estructura social de pecado y así, liberados del pecado por la
gracia de Cristo, unidos a todos los hombres de buena voluntad, trabajaremos en el mundo por el
progreso de la justicia y de la paz.
El sacramento de la penitencia debe subrayar claramente, como punto principal, el arrepentimiento
y el propósito de cambiar, el encuentro personal con el Dios misericordioso que nos salva, y no la
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penitencia que se impone para reparar los daños ocasionados. El sacramento de la penitencia
comporta un proceso que comienza y culmina con la gracia salvadora de un Dios que es amor
incondicional y que se experimenta así. La comunidad, cuerpo de Cristo, debe hacerme presente,
con sus palabras y actitudes, el amor incondicional del Dios que se nos revela en Cristo.
“En verdad, si durante un breve instante pudieras apartarte con resolución de todas tus faltas,
rechazándolas de forma verdadera, y te volvieras con absoluta resolución hacia Dios, aunque
tuvieras en tu haber todos los pecados cometidos desde los tiempos de Adán y los que se cometan
en el futuro, ellos te serían perdonados junto con la pesadumbre. Y si entonces murieras, te
encontrarías frente al rostro de Dios. Esta es la auténtica penitencia: su causa particular y muy
perfecta es la preciosa pasión y la expiación perfecta de Nuestro Señor Jesucristo. Cuanto más el
hombre se vuelve uno con ella, tanto más se apartan de él todos los pecados y la pesadumbre del
pecado” (Maestro Eckhart; “Vida eterna y Conocimiento divino”; Claridad y penitencia).
La Iglesia recalca ahora más la interioridad de la contrición y que se trata de un proceso que no
tiene un único momento, sino que la gracia ayuda y acompaña al hombre , penetrándolo en lo más
íntimo, iluminándolo cada día más plenamente y conformándolo cada vez más eficazmente a
Cristo. No se trata de temor o miedo, sino de un acto de amor, en el que entra en juego el amor
incondicional de Dios y el amor del penitente.
En el cumplimiento de la penitencia impuesta vale la pena que tengamos siempre presente lo que el
Papa Juan Pablo II decía en su encíclica “Dives in misericordia” (N-14): “Cristo subraya con tanta
insistencia la necesidad de perdonar a los demás que a Pedro, el cual le había preguntado cuántas
veces debería perdonar al prójimo, le indicó la cifra simbólica de “setenta veces siete”, queriendo
decir con ello que debería saber perdonar a todos y siempre. Es obvio que una exigencia tan grande
de perdonar no anula las objetivas exigencias de la justicia. La justicia rectamente entendida
constituye por así decirlo la finalidad del perdón. En ningún paso del mensaje evangélico el
perdón, y ni siquiera la misericordia como su fuente, significan indulgencia para con el mal, para
con el escándalo, la injuria, el ultraje cometido. En todo caso, la reparación del mal o del escándalo,
el resarcimiento por la injuria, la satisfacción del ultraje son condición del perdón”. Esto, desde
luego, tiene que ver directamente con la actitud de quien solicita el perdón y la reconciliación de la
comunidad a la que ha herido. La satisfacción se cumple con la oración, con la abnegación de sí
mismo, pero principalmente con el servicio prestado al prójimo y con las obras de misericordia, con
la reparación de los daños hechos. La satisfacción de la penitencia impuesta debe manifestar y, al
mismo tiempo, ayudar al cambio de actitudes, al cambio de vida; equivale al período de
recuperación de una enfermedad.
La absolución es el signo mediante el cual se hace perceptible el perdón de Dios y de la comunidad.
El perdón lo concede Dios y queda significado por la acción del ministro de la comunidad. El
pecador es tocado y perdonado por la misericordia infinita de Dios, eso es lo que debe percibirse en
el sacramento de la penitencia. La comunidad ofrece su comunión al pecador que pide la
reconciliación. El hijo pródigo que vuelve es recibido con la fiesta de un padre que nunca ha dejado
de amarlo y salir a buscarlo. Un padre al que lo único que importa es que el otro es su hijo, que
estaba muerto y ha resucitado, se había perdido y ha sido hallado. El confesor atestigua e imparte el
perdón en nombre de Cristo. Su ministerio es al servicio de la salvación de los demás y debe estar
inspirado en el conocimiento íntimo del amor de Dios y en el conocimiento íntimo del corazón del
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Sobre los Sacramentos en General.
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hombre. Lo menos, no lo más, que puede esperar el penitente es que el confesor lo acoja con amor
fraternal y con las palabras, tan humanas, del padre evangélico.
En el sacramento de la penitencia, el confesor debe distinguir entre la necesidad de conversión
radical que corresponde a quien debe recomponer toda su vida, todas sus actitudes, según la opción
bautismal y evangélica del Reino de Dios, y la conversión común, ordinaria o cotidiana, propia de
quien está dentro de la opción cristiana de fe, pero que no quiere decaer en el empeño de irse
superando cada vez más en su vida. La confesión es necesaria, fundamentalmente, a quien quiere
hacer una conversión radical, a quien ha roto la opción fundamental bautismal. Quien no ha salido
del camino de salvación no tiene que volver a entrar en él. Una es la conversión inicial, que
corresponde a quien quiere iniciar responsablemente el camino del Evangelio, del Reino de Dios,
de superación del pecado. Otra es la conversión radical, que es el esfuerzo de un pecador para
reaorientar enteramente su vida según los valores evangélicos cuando se ha roto la opción
fundamental de la fe por un pecado grave o mortal. Otra, todavía, es la conversión diaria, que
responde al esfuerzo que debe realizar todo creyente para ir superándose en la vida y acomodando
su proyecto personal y comunitario a lo que él entiende como plan de Dios. La conversión inicial es
la propia del Bautismo, que fue la única forma de perdón de los pecados que hubo durante los
primeros siglos del cristianismo. Nada en la liturgia sacramental de la Iglesia debe disminuir el
sentido que tienen el Bautismo o el sacramento de la Penitencia. El sacramento de la conversión y
reconciliación puede devaluarse, también, por aplicar el mismo “remedio” a enfermedades graves
que a enfermedades leves.
El sacramento de la Penitencia no es un acto puntual en la medida en que la conversión es un
proceso, una acción y opción extensa en tiempo de vida, igual que el pecado. La vida exige vida, en
un instante no se recompone toda la vida que se ha roto durante mucho tiempo. Igual que el
matrimonio sólo rato debe consumarse para manifestar en actos la voluntad expresada en una
fórmula de consentimiento, ocurre con la Penitencia, salvando las diferencias. El sacramento de la
Penitencia no sólo ha de afirmar que la conversión es un proceso, sino que él mismo debe
experimentarse como un proceso, si quiere encontrar aceptación en el hombre del siglo XXI. Por
ello la atención no debe concentrarse en el momento preciso de la absolución del confesor o en la
declaración específica de los pecados cometidos, por mucha importancia que tengan. La confesión
debe equivaler exactamente al acto por medio del cual un adulto pide ser bautizado. La vida
cristiana no está en el hecho de ser bautizado, sino en vivir como quien está bautizado. ¿Quiere de
verdad quien se confiesa cambiar de vida? ¿Qué efecto tiene la absolución puntual en el penitente
que no quiere de ninguna manera cambiar ni su vida ni sus actitudes pecaminosas?
No puede ser asumido en todo su sentido de re-unión, de re-conciliación con la comunidad, un
proceso en el que la comunidad cuente tan poco. Es la Iglesia entera la que actúa en la tarea de la
reconciliación que representa personalmente el confesor y eso debe verse en el rito mismo del
sacramento. El Concilio Vaticano II, (LG.11) decía: “La índole sagrada y orgánicamente
estructurada de la comunidad sacerdotal se actualiza tanto por los sacramentos, como por las
virtudes. Los que se acercan al sacramento de la Penitencia obtienen el perdón de la ofensa hecha a
Dios por la misericordia de éste y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia a la que, pecando,
ofendieron, la cual con el amor, con los ejemplos, y las oraciones les ayuda a la conversión”.
De la intelección literal de la norma de Trento que expresaba la necesidad de confesar los pecados
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Sobre los Sacramentos en General.
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mortales cometidos, todos y cada uno, según su género y especie, nació el casuismo moral, que ha
afectado la práctica del sacramento de la Penitencia hasta hoy. La práctica penitencial ha sido
configurada desde una moral de actos, lo que ha llevado consigo una verdadera atomización de la
vida moral, atomización que se traducía en la práctica a través de la insistencia en el número o
cantidad de los pecados que debían ser declarados. Ahora se insiste más bien en la importancia de
las actitudes y de la opción fundamental de la persona. Antes que un conjunto de actos sumados, la
vida moral es un todo organizado. Otro de los aspectos reflejos de la moral casuística en la práctica
penitencial es el objetivismo y el formalismo. Para la moral casuista lo importante es la materia del
acto humano concreto, por eso es necesario confesar cada pecado según su especie. Otro aspecto de
la casuística reflejado en la práctica penitencial es el positivismo teológico y pragmatismo moral.
Esto se podía traducir en la fórmula: “bueno” es lo que los moralistas (confesores) dicen que es
bueno; malo es lo que los moralistas confesores dicen que es malo. Algo hacía daño porque había
sido declarado “pecado” y no, más bien, ha sido declarado “pecado” porque hace daño. De parte de
los penitentes el positivismo moral llevaba consigo que la conciencia personal de cada uno se
redujera al papel de mero receptor de respuestas prefabricadas, sin atreverse nunca a responder por
sí mismo a las preguntas morales planteadas o a someter a discusión la solución ofrecida. El
cristiano quedaba reducido, de por vida, al nivel de “niño moral”.
Otro aspecto de la práctica penitencial consecuente con la moral casuística es el legalismo. El
penitente tendía a no acusarse del mal que era la raíz de todas sus faltas y pecados, sino sólo de las
trangresiones concretas de la ley, prescindiendo de cuál era su conciencia mientras hacía el acto
acusado, o de la complejidad de circunstancias que matizaban enormemente su responsabilidad en
el acto efectuado. Una especie de “Edipo rey”en Sófocles.
La moral casuística tiñó de individualismo al acto sacramental penitencial. Las confesiones se
volvieron prácticas en las que no aparecían para nada las implicaciones sociales y grupales del acto
que siempre en un cuerpo efectúa uno de los miembros. ¿En qué de verdad quedaba la solidaridad
esencial de todos los miembros de un cuerpo, miembros que sólo tienen vida en el cuerpo y para el
cuerpo?
Este tipo de moral descrita, ignora, de hecho, todo el sentido bíblico-judío del concepto de
“pecado” y de “juicio” (Dios justo que nos justifica con su justicia). Recordemos aquí las frases de
la 1 Carta de Juan: hijitos no pequen, pero si alguno peca, sepa que tiene en Cristo un abogado
defensor infalible ante el Padre (ver 1 Jn.2,1). Desde Trento, con el respaldo teórico de que el
concilio hablaba de carácter judicial de la absolución dada por el ministro confesor (contra la
afirmación protestante de una absolución sólo “atribuida”), la práctica del sacramento de la
Penitencia ha estado muy condicionada por una casi exclusiva configuración jurídico-legal. La
analogía de la Penitencia con un juicio fue llevada hasta las últimas consecuencias. El confesor era
el juez, que ejecutaba la “vista de la causa” y que tenía que conocer exactamente en que consistía
cada una de las faltas cometidas para imponer exactamente las penas justas correspondientes. Esto
causó la preeminencia dada, como momentos decisivos del sacramento, a la acusación concreta y a
la absolución concreta impartida por el confesor. Perdóneseme la comparación, pero esto provocó
esa especie de “elefantiasis” jurídica que se ha atribuido a estos momentos concretos dentro del
sacramento de la Penitencia. La lectura evangélica de este juicio nos debiera haber llevado a
comprender que si la Iglesia, la comunidad, lleva a cabo un “juicio”con el pecador, ese “juicio”
tiene que ser un juicio en que el juez es el padre Dios, que ama incondicionalmente al pecador, el
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Sobre los Sacramentos en General.
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acusador (Satanás) ha sido vencido y echado abajo (ver Jn.12,31; 16,11) y el abogado defensor es
Cristo. El “juicio” que lleve a cabo la Iglesia no puede ser ejercido sino como ejerce su “juicio”
Dios, que no ha mandado a su hijo al mundo para juzgar o condenar, sino para salvar (ver Jn.3,17;
12,47). No se debe hacer decir a los padres de Trento lo que teólogos posteriores pretenden hacerles
decir. Si la Sagrada Escritura, que es Palabra de Dios, exige una cuidadosa exégesis, con mayor
razón debe hacerse una interpretación, una cuidadosa exégesis, de los textos de los concilios.
¿Cómo elaborar una práctica penitencial que sea eficaz contra el pecado real? Por de pronto, todo el
sacramento de la Penitencia debe ser comprendido y celebrado (nunca mejor usada esta palabra)
como signo eficaz de transformación de las estructuras de pecado. Para ello es necesario que el
examen de conciencia no se haga a partir de esquemas casuistas o cosificadores del pecado, sino de
la actitud fundamental del pecador. Para hacer más eficaz el signo sacramental penitencial es
necesario que la moral social y personal consideren como el pecado por excelencia al pecado
estructural: la opción por Dios o contra Dios, la opción por el Reino o contra el Reino de Dios.Los
pecados personales tienen razón de pecados personales en la medida en que se insertan y son parte
del pecado del “mundo”. Para que el sacramento de la Penitencia vuelva a ser de verdad un signo
eficaz de transformación de las estructuras del “mundo”, la práctica sacramental debe ir en la línea
de una liberación, de una integración del hombre, tanto como el pecado va en la línea de una
alienación del hombre. Para que el sacramento de la Penitencia llegue a ocupar el lugar que de
verdad le corresponde es necesario que se replantee del todo la relación que ha llegado a dársele con
el sacramento de la Eucaristía. En este último sentido, se pide ahora que los penitentes no se
confiesen durante la celebración de la Misa y que se tengan en cuenta los tiempos litúrgicos
apropiados para celebrarla, especialmente la Cuaresma.
Para que el sacramento de la Penitencia vuelva a encontrar su finalidad específica, la teología y la
pastoral no deben entender este sacramento como si fuera el único medio cristiano para conseguir el
perdón de los pecados. Tendremos que superar el planteamiento jurídico-legal que bloquea el
sentido legítimo y original de “reconciliación”. Tendremos que enfrentar la idea popular de la
Penitencia como un acto más de devoción. El sacramento de la Penitencia no es un acto piadoso
más, como ir a una procesión, encender una vela, etc. La finalidad del sacramento de la Penitencia
debiera encontrarse en el proceso de recuperación de las faltas cometidas contra la opción hecha en
el Bautismo. No se puede hablar de reconciliación sacramental si no se refiere a situaciones de
pecado que se hayan producido después de haber uno asumido a plena conciencia la opción
bautismal. La estructura misma del sacramento debe ser todo un proceso pedagógico y comunitario
para la recuperación de los daños producidos a la opción hecha durante el Bautismo. La mayor
importancia dentro del rito la debe tener el arrepentimiento del daño producido a esta opción y la
reparación de esos daños. El sacramento de la Penitencia debe hacer posible y deseable la
reconciliación. Todos los elementos del rito deben ordenarse dentro de una dinámica que
corresponda a la estructura de un rito reconciliador, con Dios, consigo mismo, con la comunidad
que transmitió la fe y en la que se optó vivir. Esa dinámica no es un acto instantáneo, sino todo un
proceso, un proceso de recuperación, aunque tal proceso tenga momentos de mayor relieve
litúrgico.
El futuro del sacramento conlleva una aclaración de la frecuencia en asumirlo, su necesidad, su
verdadera utilidad. Recordemos que la obligación de confesarse anualmente de los pecados
mortales proviene sólo del Concilio IV de Letrán, en el año 1215. Se haría mucho más
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Sobre los Sacramentos en General.
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comprensible como “sacramento” de la Penitencia el que fuera retirado del cuadro de
“mandamientos” de la Iglesia. El sacramento de la Penitencia debe re-coger su sentido de
reconciliación ofrecida por Dios, reconciliación necesaria y voluntaria por parte del pecador; la
comunidad misma deberá ir encontrando su ritmo propio de participación en el sentido y necesidad
de la reconciliación y penitencia. La Cuaresma, como tiempo litúrgico más apropiado para la
asumpción del sacramento de la Penitencia, irá recuperando su sentido original y conveniente, su
sentido de preparación para la opción decisiva que conlleva el Bautismo o la reflexión sobre los
compromisos de vida asumidos en él.
Hay que predicar la penitencia antes de celebrarla. No hay ninguna posibilidad de emprender el
empeño de una conversión sin tener antes la experiencia y la conciencia de pecado. Esta
predicación previa a la penitencia debe hacerse en lenguaje accesible a la mente del pueblo con el
que se habla, hay que conocer, pues, cuál es la situación concreta de la gente a la que se predica. La
autenticidad de la celebración radica en la verdad de la conversión. No se debe sacramentalizar lo
que no se ha evangelizado. ¿Cómo celebrar el perdón de los pecados si no se lo ha anunciado?
Se trata de hacer que los creyentes que se acercan al sacramento, se liberen del pecado, de la rutina,
del ritualismo y del comportamiento mágico; debemos dejar bien claro que la absolución tiene
sentido cuando la actitud de vida del penitente corresponde. El sacramento de la Penitencia lo es de
la reconciliación cuando también ayuda, apoya y acompaña en la reconstrucción del penitente,
cuando permite la superación de la Ley por la Fe y por el amor.
Hay que evitar, a como dé lugar, crearle al penitente la sensación de estar en un juicio. Hay que
evitar, también, el matiz individualista y puntual que el sacramento de la Penitencia ha ido
adquiriendo en los últimos siglos. Hay que evitar inducir o agravar una culpabilidad que sólo sea
una culpabilidad psicológica y neurótica. Debemos destacar la dimensión práctica de la conversión.
Atender especialmente al pecado como opción esencial, más que al pecado como manifestación
puntual. No lanzarnos de ninguna manera a lo que en la administración ordinaria hemos
considerado más fácil; no se trata de crear nuevas formas rutinarias. No podemos fomentar el
sentido magicista de unas palabras o gestos; el sacramento no es un acto de brujería eficaz; para
esto, dar especial importancia al proceso de conversión de vida. Hay que buscar el tiempo adecuado
para atender a los penitentes y atenderlos con la paz y tranquilidad que les sean necesarias para
aclarar sus problemas y situaciones. Hay que evitar el anonimato, la oscuridad y el “ocultismo” al
que han estado sujetos tanto el pecador como el confesor. El lugar debe resultar apropiado para la
comodidad del penitente. Las ideas son menos importantes que las vivencias y, sobre todo, el
sacramento debe ser una relación personal reconciliante. Todo lo que ayude a crear el clima
propicio para sentirse acogido, cuando se ha hecho el propósito de cambiar y de volverse hacia Dios
nuestro Padre, en el seno de nuestra comunidad, es útil e importante. No olvidemos que hubo un
tiempo en que la confesión, tal como la hemos practicado en los últimos siglos, no era sino una
costumbre local e individual. La Iglesia es sacramento de reconciliación, incluso para quienes no se
acercan a solicitar a un confesor el sacramento de la Penitencia. Es Cristo el que bautiza y
reconcilia, El sigue siendo el único intermediario necesario, nadie puede ir al Padre sino por El
(Jn.14,6).
5.EL CONCILIO DE TRENTO.
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El concilio de trento intentó contestar a todas las cuestiones que los reformadores del siglo XVI
hacían a la práctica y teología sacramental de esa época y definió así la posición católica al respecto.
En la sesión XVI, en el año de 1551, el Concilio subrayó que la confesión es un sacramento, que
todos los que hayan caído después de su bautismo necesitan, y que la absolución del confesor no es
un puro ejercicio del ministerio de la palabra, ni constatación de pecados perdonados, sino un
verdadero acto judicial, por el que el confesor, como juez, pronuncia una sentencia. A primera vista
parece que el Concilio eleva a dogma la forma “particular” y clericalizada del sacramento del
perdón, tal como se había ido configurando durante la Edad Media, pero resulta claro que esas
declaraciones no cumplían las condiciones, requeridas por el mismo Concilio de Trento, para
definir un dogma. La intención de los padres conciliares era confirmar, defender y declarar legítima
cristianamente la práctica de la penitencia sacramental, en la forma acostumbrada. Sus
declaraciones son declaraciones conciliares que esclarecen su legitimidad y la prescriben, además,
de modo obligatorio, en sentido jurídico, en el ámbito interior de la Iglesia Católica. En los últimos
siglos la Iglesia ha sido una “Iglesia tridentina, y, desde luego, lo ha sido la forma del perdón y
reconciliación, pero sería teológicamente escandaloso afirmar que sólo es “sacramental” la forma
de perdón y reconciliación desarrollada en la Edad Media. No existe motivo alguno para reservar el
concepto de “sacramento” a la sola forma ministerial del perdón.
Otras formas de conseguir el perdón.
1)Reconciliación mediante la escucha de la palabra de Dios. Partiendo siempre de la base de la
iniciativa exclusiva de Dios, su palabra llega como palabra reconciliadora bajo la forma de oferta a
todo creyente y de verdadero perdón a todo el que, con arrepentimiento otorgado por la gracia, tiene
conciencia de estar necesitado de perdón. El encuentro con la palabra perdonadora de Dios (en la
predicación, la lectura, la conversación o en la forma dialogante de la oración) no tiene, en modo
alguno, menor eficacia y seguridad que la que se da en otras formas, por ejemplo, en el acto
sacramental.
2)Reconciliación mediante reparación (desagravio). La reconciliación con personas que han sido
injustamente tratadas, que han sido ofendidas o cuyos derechos han sido conculcados es condición
previa para la eficacia del perdón de Dios (Mt 3,23s; 6,12).
3)Reconciliación mediante un amor eficaz y productivo. Cuando una persona se desvía de la
fijación en sí misma y en sus personales y exclusivos intereses y se aleja de la esterilidad inherente
a esta fijación, cuando se compromete, individual o colectivamente, a favor de otros, en virtud de
un amor efectivo y practicado concedido por el mismo Dios, se le perdonan los pecados, aunque no
invoque expresamente a Dios y su palabra perdonadora (Mt 25,31-46).
4)Reconciliación mediante el diálogo. Las exhortaciones neotestamentarias a hablarse y escucharse
mutuamente ponen en claro que el diálogo, la crítica y la autocrítica pueden tener una importancia
determinante para la venida de la palabra eficaz del perdón.
5)Reconciliación mediante el conmorir con Jesús. Si se evita la mentalidad del mérito y las
concepciones masoquistas de la expiación, resulta posible entender las formas de vida ascética, la
aceptación de situaciones sin salida (soledad, vejez) o la paciencia para soportar dolores
incomprensibles que no se pueden eliminar como una muerte del yo y de su culpa, como un
conmorir con Jesús y como situaciones del perdón otorgado por Dios a través de Jesús. (Para “otras
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formas de conseguir el perdón, ver: Herbert Vorgrimler; Teología de los sacramentos; Herder,
Barcelona, 1989, pp 261 y 262).
6.LOS SANTOS PADRES Y CONCILIOS.
San Teófilo de Antioquía. Apologista cristiano del siglo II.
“Además, lo que fue por Dios creado de las aguas fue por El bendecido, para que ello sirviera de
prueba de lo que habían de recibir los hombres: penitencia y remisión de los pecados por el agua y
lavatorio de regeneración” (Los tres libros de Autólico, 16, Libro I).
“El Pastor”, de Hermas. Siglo II.
“Si después de fijado este día, todavía se cometiere pecado, no tendrán salvación. Porque la
penitencia para los justos tiene un límite. Cumplidos son los días de penitencia para todos los
santos. Para los gentiles, en cambio, hay lugar a penitencia hasta el día postrero”( Visiones, II, 2, 4).
Clemente Alejandrino. Murió en el año 215.
“El mismo Pastor dice que la penitencia es una gran inteligencia, pues el que hace penitencia sobre
sus obras no vuelve a obrar ni hablar como antes y, atormentando su alma por sus pecados, se
dedica a bien obrar. Así, pues, el perdón de los pecados difiere de la penitencia; sin embargo, lo uno
y lo otro nos demuestra que está en nuestra mano. Ahora bien, el que recibió el perdón de sus
pecados, no ha de pecar más, pues lo recibió en la primera y sola penitencia de los pecados (...) Así,
pues, el Señor, siendo como es de gran misericordia, estableció otra penitencia –la segunda- a los
que, aun dentro de la fe, caen en algún pecado. Si alguno, pues, tentado después del llamamiento,
fuere forzado y engañado, todavía puede tomar otra penitencia, que no debe repetirse” (Stromata II,
12)
“No es verdadera la penitencia que deja al hombre otra vez en situación de pecar” (Stromata II, 13;
PG 8, 994-998)
Tertuliano (+240).
“Afligiendo la carne y el espíritu, “satisfacemos” por el pecado y al mismo tiempo nos fortalecemos
de antemano contra las tentaciones. Probarás tu reconocimiento hacia el Señor, si no rechazas lo
que de nuevo te ofrece. Lo has ofendido, pero todavía puedes “reconciliarte” con él. Te las tienes
que ver con alguien que “acepta una satisfacción y hasta la desea” (De Bapt. XX, 1; De Poenitentia
VII, 14).
“El Maestro ha fijado el precio del perdón. Quiere que la remisión de la punición sea adquirida a
precio de la penitencia” (De Poenitentia, VI).
“Previendo los maleficios del demonio, Dios ha permitido que, después de que el perdón ha sido
otorgado y de que la cerradura del bautismo haya sido candada, haya sin embargo un acceso abierto.
Ha situado en el vestíbulo una segunda penitencia que pueda abrir a los que llaman. Pero una sola
vez, puesto que, de hecho, es ya la segunda vez. Y nunca jamàs en el futuro, puesto que la
penitencia ha sido inútil. ¿No basta ya con una vez?” Citado en PH.Bèguerie-C. Duchesneau; Para
vivir los sacramentos; PPC, Madrid, 1991, p 245).
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Sobre los Sacramentos en General.
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Orígenes.Murió en el año 254.
“Más aquel, sobre quien Jesús sopló como sobre los apóstoles y que puede por sus frutos manifestar
que ha recibido el Espíritu Santo (Jn.20,22-23), y que se ha hecho espiritual, porque se conduce por
el Espíritu de Dios al modo del Hijo de Dios en todo lo que razonablemente se ha de hacer, éste
perdona lo que perdonaría Dios, y retiene los pecados incurables, sirviendo (...) también él al único,
que tiene potestad de perdonar, que es Dios”. (Sobre la oración, XXVIII, 1-10)
“Los cristianos lloran como a muertos a los que se han entregado a la intemperancia o han cometido
cualquier otro pecado, porque se han perdido y han muerto para Dios. Pero, se dan pruebas
suficientes de un sincero cambio de corazón, son admitidos de nuevo en el rebaño después de
transcurrido algún tiempo (después de un intervalo mayor que cuando son admitidos por primera
vez), como si hubiesen resucitado de entre los muertos” (Contra Celso, 3,50; EH 253).
Firmiliano. Obispo del siglo III.
“Por este motivo se hace necesario entre nosotros que cada año nos reunamos presbíteros y obispos
para tomar disposiciones sobre lo que está confiado a nuestro cargo; para ordenar en deliberación
común los asuntos de más importancia, para proporcionar el remedio de la penitencia a los
hermanos caídos y a los heridos por el diablo, después del bautismo de salud, no como si recibieran
de nosotros la remisión de sus pecados, sino que, por nosotros, lleguen a comprender sus delitos y
se vean constreñidos a satisfacer totalmente al Señor”. (Carta a Cipriano, Carta 75, IV, 3)
Tertuliano. Murió en el año 240.
“Nadie ha de hacerse malo porque Dios sea bueno, ni piense que cuantas veces sea perdonado,
tantas puede pecar” (De poenitentia, 5; PL 1,1350)
“El cuerpo no puede quedar impasible sin sentir la condición desgraciada de una parte del mismo.
Todo él se duele necesariamente y pide el remedio. Donde haya uno o dos fieles, allí está la Iglesia,
pero la Iglesia se identifica con el Señor. Por tanto, cuando tiendes la mano a las rodillas de tus
hermanos, estás tocando a Cristo, y Cristo es a quien abrazas e imploras. Y cuando a su vez tus
hermanos derraman lágrimas por ti, es Cristo el que por ti suplica al Padre, y fácilmente se obtiene
lo que pide el Hijo” (De poenitentia, c.X, 3-5)
San Cipriano. Obispo de Cartago; murió en el año 258.
“Así que los que recibieron los billetes de recomendación de los mártires y pueden ser ayudados por
su intercesión ante Dios, si se vieren en trance de peligro o de enfermedad, sin esperar mi presencia,
pueden cumplir la exomológesis de su delito ante cualquier presbítero presente, o, si no se
encontrare un presbítero y urgiera el peligro de muerte, ante un diácono también, a fin de que,
impuesta la mano como signo de reconciliación, vayan al Señor con la paz que nos solicitaron los
mártires se les concediera en sus cartas” (Carta a los presbíteros y diáconos, 18, I, 2)
“Si alguno rezara con todo su corazón, si gimiera con sinceros lamentos y lágrimas de penitencia, si
con justas y continuas obras de caridad tratase de doblegar al Señor hacia el perdón de su culpa,
entonces sí que se compadecerá de éstos quien ofreció su perdón diciendo “mediante conversión y
tranquilidad se salvarán” (Is.30,15) y también: “como yo vivo, dice el Señor, que no deseo la
muerte del malvado, sino que el malvado se convierta de su camino y viva” (Ez.33,11) (...) Quien
satisficiera así a Dios, quien hiciera así penitencia por su delito, quien sufriese más por su traición a
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Sobre los Sacramentos en General.
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la virtud y a la fe que por la vergüenza de haber faltado, ése será escuchado y ayudado por el Señor
y dará ahora alegría a la Iglesia; a la que había contristado entonces, y merecerá no sólo el perdón
de Dios sino también quizás la misma corona del martirio” (Los renegados, cap.XXXVI)
“No sea la penitencia menor que el crimen” (Los renegados, ibidem).
“Nadie se engañe ni engañe. Sólo el Señor puede usar misericordia. Sólo El puede otorgar el perdón
de los pecados que contra El se cometieron; El que sobrellevó nuestros pecados, que padeció por
nosotros, a quien Dios entregó por nuestras culpas. El hombre no puede ser mayor que Dios. El
siervo no puede perdonar o condonar con su indulgencia lo que con muy grave culpa se cometió
contra el mismo Señor (Jer.17,5)” (Los renegados, cap.XVII).
“No nos retiremos de la Iglesia porque veamos que hay cizaña en ella. Unicamente hemos de
esforzarnos en ser nosotros trigo” (Carta 51) (Citada después por San agustín, en la carta 108, cap
III, n 10, A Macrobio).
“Por lo cual, hermano carísimo, a los que no se arrepienten, ni dan muestras de dolor sincero de sus
delitos, ni señales de manifiesto pesar, juzgamos que se les debe apartar totalmente de la esperanza
de comunión y de reconciliación, si empezaren a suplicarlas en enfermedad de muerte; porque
entonces les impele no el arrepentimiento de su pecado, sino el aviso de la muerte inminente, y no
es digno de recibir la ayuda en la muerte quien no pensó que moriría” (Carta 55, XXIII, 4, a
Antoniano).
“Sin duda, aunque en la Iglesia hay cizaña, no deben, sin embargo, nuestra fe y caridad verse tan
cohibidas que, por encontrar cizaña en la Iglesia, nos separemos de ella. Nosotros tan solo hemos de
trabajar por ser trigo, para que, cuando fuere almacenado en los graneros del Señor, recojamos el
fruto a proporción de nuestro trabajo y esfuerzo. El Apóstol dice en su epístola: En una casa grande
no sólo hay vasos de oro y plata, sino también de madera y arcilla, y unos, por cierto, son
apreciados y otros despreciados (2 Tim.2,20). Pongamos por nuestra parte interés y, en cuanto nos
sea posible, esforcémonos en ser vasos de oro y plata. Por otra parte, sólo a Dios es permitido el
quebrar los vasos de arcilla, porque El dispone de la vara de hierro”. (Carta 54, III, 1, A Máximo).
“En efecto, estando escrito: Dios no hizo la muerte ni se regocija de la perdición de los mortales
(Sap.1,13), ciertamente quien no quiere que nadie perezca, desea que los pecadores se arrepientan y
que vuelvan de nuevo a la vida por el arrepentimiento” (A Antoniano, carta 55, XXII,3).
“Después, qué hinchazón de orgullo, cuánto olvido de la humildad y dulzura, cuánta presunción
arrogante, hasta atreverse a creer que puede hacer lo que ni a los apóstoles concedió el Señor, creer
que es capaz de separar la cizaña del grano, o, como si se le hubiera otorgado meter su bieldo y
purgar la era, no cesa de separar la paja del trigo” (A Antoniano, carta 55, XXV)
“El primer grado de felicidad es no delinquir, y el segundo, reconocer los delitos; en aquél hay una
inocencia intacta y entera que conserva; en éste hay un remedio que cura” (A Cornelio, carta 59,
XIII, 4)
San Efrén, siglo IV.
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Sobre los Sacramentos en General.
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“Con su venida echó de ti las víctimas inmundas de los sacrificios y puso en ti como prenda su
cuerpo vivo y el cáliz de su sangre e invitó a tus hijos a tomar de él, para que por él sean absueltos
de sus pecados” (Himno de la instauración de la Iglesia, 2, n 5).
“Tomad, comed con fe, sin dudar un punto de que esto es mi cuerpo, y el que lo come con fe, come
en él fuego y espíritu (Mt 3,11); pero si alguien lo come con dudas, para él se hace simple pan; pero
quien con fe come el pan santificado en mi nombre, si es puro, puro se conserva; si pecador, es
perdonado” (Sermón de la Semana Santa n 4, 4).
San Siricio. Papa, año 385.
“Hemos creído útil decidir también esto: como les está prohibido a los clérigos someterse a la
penitencia, lo mismo les está prohibido a todos los penitentes laicos, después de la penitencia y de
la reconciliación, en cualquier momento, tener acceso a los honores eclesiásticos” (Epístola ad
Himericum Tarraconensem episcopum, c.14; PL 56,561).
San Cirilo de Jerusalén. Obispo, muerto el año 386.
“Aquí se busca quién de vosotros es hallado fiel desde lo íntimo de la conciencia, pues dice la
Escritura: “El encontrar un varón fiel es una gran cosa”. Y esto lo dijo no para que tú me muestres
tu conciencia, ya que no has de ser juzgado por ningún mortal; sino para que demuestres a Dios la
sinceridad de tu fe, porque El examina lo íntimo de los corazones y conoce los pensamientos de los
hombres” (Las Catequesis, Cateq.V, 2)
San Ambrosio de Milán.Obispo. Muerto en el año 397.
“La penitencia debe hacerse cuando se haya calmado el hervor de la lujuria” (De poenitentia, II, 11;
PL 16,524).
“Se encuentran quienes piensan reiterar a menudo la penitencia. Estos abusan de Cristo, pues si
hicieran verdadera penitencia, no pensarían reiterarla después, ya que, como uno es el bautismo,
igualmente una es la penitencia” (Ibidem, libro II, cap.10; PL 16,541).
“Porque aquel recibe que se examina a sí mismo, y el que recibe no morirá con la muerte del
pecador, porque este pan es remisión de pecados” (Sobre los patriarcas c 9, n 38s).
“Por consiguiente, cuantas veces lo recibes ¿qué te dice el Apóstol? Cuantas veces lo recibimos
anunciamos la muerte del Señor (1 Cor 11,26). Si anunciamos la muerte, anunciamos la remisión
de los pecados. Si cuantas veces se derrama su sangre, se derrama en remisión de los pecados, debo
recibirla siempre, para que siempre se me perdonen los pecados. Yo, que continuamente peco,
continuamente debo tener la medicina” (Los Sacramentos, Libro 4, c 5.6, n 28).
“El que tiene una herida busca la medicina. Hay herida porque estamos bajo el pecado; la medicina
es el celestial y venerable sacramento” (Los sacramentos, Libro 5, c 4, n 25).
San Basilio. Obispo. Murió el año 379.
“Nuestros antepasados se han ajustado a la ley que dice: “no castigues dos veces la misma falta””
(Carta canónica, I, 3).
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Sobre los Sacramentos en General.
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“Y la pena para los fornicarios está determinada en cuatro años. Conviene que el primer año sean
alejados de las preces y que lloren a las puertas de la iglesia; que el segundo sean admitidos a oír; el
tercero, a la penitencia; el cuarto a estar juntos con el pueblo absteniéndose de la oblación, y que
después se les permita la comunión del Bien” (Carta 199, n 22).
San Cirilo de Jerusalén, doctor de la Iglesia (murió el año 387).
“Del mismo modo nosotros, ofreciendo a Dios nuestras oraciones por los difuntos, aunque tengan
pecados, ¿no los perdonará?” (Catequesis 23, PG 33).
San Juan Crisóstomo. Obispo y patriarca de Constantinopla. Murió el año 407.
“Luego, como sea un hecho que, aun después del baño de la regeneración (el bautismo), pecamos,
nos da también aquí el Señor una grande prueba de su amor, mandándonos que nos acerquemos a
pedir perdón de nuestros pecados al Dios misericordioso y le digamos: Perdònanos nuestras deudas,
asì como nosotros perdonamos a nuestros deudores. ¡Mirad el exceso de su amor! Despuès de
librarnos de unos males tan grandes, después de regalarnos un don de inefable grandeza, todavía se
digna concedernos el perdón de nuestros pecados. Porque el que esta sùplica corresponda a los
fieles, no sòlo no sòlo nos lo enseñan las leyes de la Iglesia, sino el comienzo de la oración. Un
catecúmeno, en efecto, no podía llamar Padre a Dios. Si, pues, esta oración es para los fieles y èstos
piden que se les perdonen sus pecados, es evidente que después del bautismo no se nos quita el
beneficio de la penitencia. Si no hubiera sido eso lo que quiso mostrarnos, no nos hubiera mandado
pedir perdón en la oración. Mas cuando El nos recuerda nuestros pecados y nos manda pedir perdón
de ellos, y nos enseña la manera de alcanzarlo, y nos allana el camino para ello, es evidente que si
nos puso ley de orar asì, es porque sabìa, y asì nos lo mostraba, que, aun después del bautismo,
podìamos lavarnos de nuestras culpas. Con el recuerdo de nuestros pecados, nos persuade la
humildad; al mandarnos perdonar nosotros a los demás, nos libra de todo resentimiento; con la
promesa de que, a cambio de ello, Dios nos perdonarà a nosotros, intensifica nuestra esperanza, a la
vez que nos enseña a reflexionar sobre la bondad inefable de Dios.” (San Juan Crisòstomo;
Homilìas sobre San Mateo, 19,5).
“El apóstol Pablo no manda que uno discierna a otro, sino que cada cual se discierna a sí mismo
haciendo un juicio que no sea público y un discernimiento sin testigos” (Homilía 28; PG LXI, 233).
“Porque el que perdona a su prójimo, a sí mismo antes que a éste se absuelve de sus pecados, y eso
sin trabajo ninguno; y el que con miramiento e indulgencia examina las faltas de los otros, para sí
mismo se extendió también con su sentencia una cédula de perdón” (Homilías sobre San Mateo,
Homil.23,2).
“Y ahora quiero brevemente desmostraros que, aunque al orar estemos llenos de pecados, la oración
nos limpíará de ellos en breve. Porque, ¿qué cosa puede haber o mayor o más divina que la oración,
que no parece sino un contraveneno para los que tienen el alma enferma” (Homilía 1 sobre la
Oración; PG 47-64).
“Porque a nadie como a los cristianos les está vedado corregir por la violencia los defectos de los
que pecan. (...) Entre nosotros, no es lícito proceder a la fuerza, sino por el camino de la persuación
hay que corregir al que peca. No nos conceden las leyes ese poder de coerción contra los que pecan,
ni, caso que nos lo concedieran, nos serviría para nada, pues no ha de coronar Dios con su gloria a
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Sobre los Sacramentos en General.
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los que a la fuerza se apartan del mal, sino a los que lo evitan por libre y espontáneo propósito”
(Los seis libros sobre el sacerdocio, Libro II, n-4?).
“Porque no hay, un solo pecado que no ceda y se retire ante la fuerza de la penitencia o, por mejor
decir, ante la gracia de Cristo. Y, en efecto, basta que nos convirtamos para tenerle al punto a
nuestro lado” (Homilías sobre San Mateo, Homil.22,5).
“Y es así que los sacerdotes no sólo tienen poder de perdonar los pecados cuando nos regeneran por
el bautismo, sino también los que cometemos después de nuestra regeneración. Porque: ¿Está
alguno enfermo –dice la Escritura- entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia y oren sobre
él, después de ungirle con aceite en el nombre del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo y
el Señor lo levantará, y si hubiere cometido pecados, se le perdonarán (Sant.5,14-15)” (Los seis
libros sobre el sacerdocio, Libro III, n-6).
“Más que a los que pecan, suele Dios detestar a los que después del pecado no sienten el menor
remordimiento” (Homilías sobre San Mateo, Homil.6,6).
San Ambrosio.
“Tù escuchas que se te dice que cada vez que se ofrece el sacrificio se significa la muerte del
Señor,la resurrección del Señor, la ascensión del Señor, a la vez que la remisión de los pecados,
¿por què no recibes cada dìa este pan de vida? El que tiene una herida busca un remedio. Es una
herida para nosotros el hallarnos sometidos al pecado, el remedio celeste es el venerable sacramento
(de la Eucaristìa).” (Los Sacramentos, 5, 25-26: SC 25,95-96).
San Agustín de Hipona. Obispo, murió en el año 430.
“Ninguno peca por un acto que no puede evitar” (Del libre albedrío, III).
“El llanto, hermanos míos, lo es verdaderamente cuando es gemido de penitencia. Todo pecador
debe ponerse de luto; ¿por quién, en efecto se lleva luto sino por el muerto? Y ¿quién tan muerto
como el malo? Gran cosa es el llanto; llórese a sí mismo, y revivirá; vierta lágrimas de penitencia, y
hallará el consuelo de la indulgencia” (Sermón 11, n-8).
“Sé tolerante, puesto que para esto has nacido; sé tolerante, porque quizá tú también has sido
tolerado. Si fuiste siempre bueno, sé misericordioso, y si alguna vez fuiste malo, no pierdas la
memoria” (Sermón 47,6).
“Quienes mueren luego de ser bautizados, sin deuda alguna suben a Dios, sin deuda alguna se van.
Quienes después de bautizados siguen en esta vida, contraen algo debido a su fragilidad mortal, lo
cual aunque no llegue a causar el naufragio, conviene, no obstante, que sea achicado. Porque si en
una nave no se achica el agua, poco a poco penetra tanta cuanta se precisa para que se hunda. Esto
es orar: achicar el agua. Pero no sòlo debemos orar; hay que dar también limosna, porque cuando se
achica el agua para evitar el naufragio de la nave, se actùa con la voz y con las manos. Actuamos
con la voz cuando decimos: Perdònanos nuestras deudas asì como nosotros perdonamos a nuestros
deudores. Actuamos con las manos cuando hacemos esto otro: Parte tu pan con el hambriento y
alberga en tu casa al necesitado sin techo (Is 58,7). Guarda la limosna en el corazón del pobre y ella
misma orarà POR TI AL Señor” (Si 29,15) (San Agustìn; Sermòn 56, 11).
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Sobre los Sacramentos en General.
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“Hay una remisión de pecados para una sola vez, y otra que se da todos los días. La dada una sola
vez tiene lugar en el santo bautismo; la de todos los días de la vida ésta se da en la oración
dominical. Por eso decimos: Perdónanos nuestras deudas” (Sermón 58,6).
“Haced, pues, lo que decís: Como nosotros perdonamos a nuestro deudores, y podréis también decir
confiados: Perdónanos nuestras deudas. Porque sin deudas no es factible vivir en este mundo. Una
cosa, empero, son los grandes pecados que, por dicha vuestra, se os perdonarán en el bautismo, a
los que debéis siempre ser extraños; y otra son los pecados cotidianos, sin los que no puede vivir
aquí el hombre, merced a los cuales resulta necesaria la cotidiana oración: la del pacto, la del
convenio; para que, según decimos con mucho gusto: Perdónanos nuestras deudas, se diga
sinceramente: Como nosotros perdonamos a nuestros deudores” (Sermón 58,8).
“En el bautismo se nos perdonan todas las deudas, o sea, todos los pecados en absoluto. Mas aquí
nadie puede vivir sin pecado; podemos vivir sin ninguno de los delitos mayores, que nos
prohibirían recibir el pan; pero sin ningún pecado nadie puede estar en esta tierra; no pudiendo,
pues, recibir el bautismo sino una vez, se nos dio en la oración un baño cotidiano, donde podamos
cada día ser perdonados de nuestras culpas; a condición, entiéndase, de hacer lo que allí sigue:
Como perdonamos nosotros a nuestros deudores” (Sermón 59,7).
“La penitencia de los pecados cambia en mejores a los hombres, pero no parece aprovecharles en
nada si es penitencia estéril en obras de misericordia” (Sermón 60,12).
“Porque se hará juicio sin misericordia a los que no quisieron tenerla” (Sermón 60,10-12; santiago
2,13).
“Pecando contra tu hermano, contra mí pecas. ¿Cómo no vas a pecar contra mí si has pecado contra
uno de mis miembros?” (Sermón 82,4-5).
“Mas quien perdona por medio del hombre puede también perdonar independientemente del
hombre; quien da por mano de otro, nada se incapacita para dar por sí mismo” (Sermón 99, n-10).
“Pecador, ¿crees en Cristo? Creo, me dices. ¿Crees que todos los pecados, sin excepción, te pueden
ser perdonados por medio de él? Tienes lo que creíste. (Sermón 100, n-4).
“¿Cómo puedo castigar pecados o fraudes (en los cristianos laicos) cuando estas faltas son mucho
peores generalmente entre nuestras filas (de sacerdotes y obispos) que entre el pueblo?” (Carta a
Valerio (su obispo), Carta 22,2).
“Tú, juez cristiano, cumple el oficio de piadoso padre. Encolerízate contra la iniquidad de modo
que no te olvides de la humanidad. No satisfagas contra las atrocidades de los pecadores un apetito
de venganza, sino más bien haz intención de curar las llagas de esos pecadores. No te encolerices,
pues, por tu potestad de castigar. La necesidad de averiguar no te dispensa de la moderación. Ya has
descubierto el crimen. No busques ahora un verdugo, pues para descubrir el crimen no quisiste
hacer uso del sayón” (Carta 133, A Marcelino, n 2).
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Sobre los Sacramentos en General.
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“Buena es la ley para quien usa legítimamente de ella; pero usa legítimamente de ella quien sabe
para qué fue dada y bajo su amenaza recurre a la gracia liberadora. Quien es ingrato hacia esta
gracia, que justifica al impío, confiando en sus poderes para cumplir la ley, ignora la justicia de
Dios y pretende establecer la suya; no es súbdito de la justicia de Dios, y por eso la ley es para él, no
un ayuda para la absolución, sino un vínculo del crimen” (Carta 145, A Anastasio, n 3).
“En vano se tiene por vencedor del pecado quien no peca por temor del castigo (...) Por eso es reo
en su propia voluntad quien quiere hacer lo que es ilícito y sólo deja de hacerlo porque no puede
hacerlo impunemente” (Carta 145,4, A Anastasio).
“Cauta y saludablemente se ha prescrito que tan sólo una vez se le conceda lugar de humillación y
penitencia, no sea que la medicina se envilezca y resulte menos útil para los enfermos, pues tanto es
más saludable cuanto menos se la desprecia” (Carta 153,cap.III,n-7; a Macedonio).
“Se ha establecido en la Iglesia que nadie, después de la penitencia por su crimen, reciba la
clericatura o vuelva a ella o continúe en ella. Eso se cumple, no porque se desespere del perdón,
sino por rigor de disciplina” (Carta 185, A Bonifacio, cap X, n 45).
“Supongamos que Dios, el cual a tantos fieles suyos perdona los pecados, quisiera condonar a
algunos la misma pena del pecado. ¿Quiénes somos nosotros para preguntar a Dios por qué a unos
así y a otros así?” (Carta 193, A Mercator, cap III, n 5).
“Hice cuanto pude con estos hermanos nuestros y vuestros para que perseveren en la sana fe
católica. Esta no niega la libertad para vivir bien o mal, pero tampoco le da el privilegio, o poder
alguno sin la gracia de Dios, ni para convertirse del mal al bien, ni para progresar con perseverancia
en el bien, ni para llegar al bien sempiterno, en el que ya no tema deficiencia” (Carta 215, A
Valentín, n 4).
“No es solamente Pedro quien perdona, sino toda la Iglesia la que perdona los pecados. También
vosotros tenéis las llaves, también vosotros ligáis y desligáis” (Comentario sobre el Evangelio de
Juan, 124,5).
“Dios no manda cosas imposibles, pero cuando manda, te exhorta a hacer lo que puedas y a pedir lo
que no puedes, y entonces te ayuda con su gracia para que lo puedas” (Acerca de la gracia y el libre
albedrío, libro 1, cap.16); (lo mismo en De Natura et gratia,69; lo mismo en Cont.Jul.libro
3,cap.76); (lo afirma el Concilio de Trento, en la sesión VI, cap.11).
“Pero no temas: si no puedes cumplir la ley, acógete a la misericordia” (Sobre el Evangelio de San
Juan, 7,10).
“Una cosa es vivir santa y virtuosamente y otra vivir sin pecado; porque santa y virtuosamente
vivían los que confesaban: Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos
y no decimos verdad (1 Jn 1,8). Y ahora mismo viven santa y virtuosamente muchos que dicen:
Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores (Mt 6,12)” (Actas
del proceso contra Pelagio, XI, 26).
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Sobre los Sacramentos en General.
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“El precepto de Dios no es tiránico…Dios manda lo que se puede hacer, y El mismo da el poder a
los que pueden hacer y hacen. Y a los que no pueden, les aconseja y manda que pidan para poder”
(Contra Juliano, Libro 3, cap 76).
“Si Dios nos obligase a guardar preceptos imposibles, sería inicuo y cruel. Tener como reo de
pecado al que no hizo lo que no podía, es suma indignidad” (San Agustín y Santo Tomás de
Aquino. Citados por San Alfonso María de Liborio, en Antología de textos sobre la oración, 2ª
parte, CODESAL; Apostolado Mariano, Sevilla, 1992; p 364).
“Después de la abolición de los pecados que se realiza en el bautismo, todo lo que pecamos por
seguir en esta vida, aunque no sea tan grave que nos aparte por fuerza del altar divino, se expía, no
con un dolor estéril, sino con sacrificios de misericordia” (Carta 153, cap V, n 15, A Macedonio).
“Todo aquel que, no creyendo que en la Iglesia son perdonados los pecados, desprecia una tan gran
liberalidad divina y acaba sus días en esta obstinación de su mente, es reo de aquel irremisible
pecado contra el Espìritu Santo, en quien Cristo perdona los pecados” (Enquiridion, cap LXXXIII).
San León Magno. Papa, murió en el año 461.
“Es contra los usos de la Iglesia que los clérigos ordenados, sacerdotes o diáconos, puedan recibir el
remedio de la penitencia por sus pecados con la imposición de manos; esta regla tiene su origen, sin
duda alguna, en la tradición apostólica, ya que está escrito: Si el sacerdote ha pecado, ¿quién
intercederá por él? (Lev.5). Los clérigos pecadores, para merecer la misericordia de Dios, tienen
que pedir que se les admita a retirarse a la soledad; allí podrá agradar su expiación, si es
proporcionada a sus culpas” (Carta 167,2, ad Rusticum Narbonensen episcopum; PL 54, 12031204).
“Prohibimos que se lea en esa ocasión, públicamente, un escrito en que consten detalladamente los
pecados. Basta con que las culpas se le indiquen solamente al Obispo, en una conversación secreta”
(Carta 168,2; PL 54, 1210-1211).
San Gregorio magno .Papa y doctor de la Iglesia; murió el año 461.
“Deben, pues, examinarse las causas y luego ejercer la potestad de atar y de desatar. Hay que
conocer qué culpa ha precedido o qué penitencia ha seguido a la culpa, a fin de que la sentencia del
pastor absuelva a los que Dios omnipotente visita por la gracia de la compunción; porque la
absolución del confesor es verdadera cuando se conforma con el fallo del juez eterno” (Homilías
sobre los evangelios, Libro II, Homilía 6,n-6).
“A todo esto hay que saber que aquel pide rectamente el perdón de su culpa, que primero perdona
lo que se ha faltado contra él mismo. Porque el don no se recibe si primero no se expulsa la
enemistad del ánimo, diciendo la Verdad (Mt 5,23s). En lo cual se ha de ponderar que,
perdonándose toda culpa por la ofrenda, cuán grave es la culpa de la enemistad, por la cual no se
recibe la ofrenda. (…) Mt 18,23-24: Por estas palabras consta que, si no perdonamos de corazón lo
que se falta contra nosotros, se nos exigirá de nuevo aun aquello de que nos alegrábamos que había
sido perdonado por la penitencia” (Diálogos, Libro 4, c 60).
Genadio de Marsella. Sacerdote que murió en el año 505.
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“Pero no negamos que también se perdonan los pecados mortales con una satisfacción secreta, mas
esto después de haber cambiado antes, por la misericordia de Dios, el ánimo mundano y haber
manifestado el amor a la religión con la corrección de la vida y con un continuo, mejor, perpetuo
llanto; y con la condición de que haga obras contrarias a éstas de las que se arrepiente y reciba la
Eucaristía todos los domingos suplicante y sumiso hasta su muerte” (Libro definición de los
dogmas eclesiásticos, cap.22).
Concilio de Agde. Año 506.
“Iuvenibus etiam poenitentia non facile commitenda, propter aetatis fragilitatem” (No se conceda
fácilmente la penitencia a los jóvenes, por la fragilidad de la edad) (Canon 15; CCL 149,201).
Concilio de Epaona.Año 517.
“Los que hayan sido penitentes no sean admitidos al estado clerical” (canon 3; CCL 148 A, 25).
“Si un sacerdote o un diácono comete un pecado mortal, sea depuesto de su cargo y encerrado en un
convento; allí, durante todo el resto de su vida, no recibirá más que la comunión” (canon 22).
Concilio Placentino.
“Ningún sacerdote puede aceptar a nadie en la penitencia sin el permiso del obispo” (Mansi
XX,803).
“Pues del mismo modo que leemos que por un solo pecador que hace penitencia, hay alegría en el
cielo, del mismo modo creemos que cada vez que los cristianos cometen un pecado mortal, todos se
entristecen de su muerte” (San Cesáreo de Arlés, Sermón en el aniversario de la muerte de San
Honorato; san Cesáreo murió en el año 542).
Concilio de Toledo. Año 589.
“Puesto que hemos oído que en algunas iglesias de España no se hace penitencia según las
prescripciones anteriores, sino de tal forma que, cada vez que uno ha pecado, pide perdón a un
sacerdote, por ello, a fin de erradicar esta vergonzosa, aborrecible y soberbia novedad, el concilio
decreta que la penitencia debe darse en la forma canónica antigua, esto es, que el que se arrepienta
de sus pecados sea suspendido en primer lugar de la comunión y se someta a la imposición de las
manos junto con los demás penitentes; concluido luego el tiempo de la satisfacción, quede
restituido a la comunión según la oportunidad que establezca el sacerdote. Y aquellos que, o
durante la penitencia o después de la reconciliación, caigan de nuevo en sus pecados primitivos,
sean excomulgados según las normas de la antigua severidad de los cánones” (Canon 11; Mansi
VI,708).
“San Cesáreo de Arlés (murió en el año 542).
“Pues del mismo modo que leemos que por un solo pecador que hace penitencia, hay alegría en el
cielo, del mismo modo creemos que cada vez que los cristianos cometen un pecado mortal, todos se
entristecen de su muerte” (Sermón en el aniversario de la muerte de San Honorato).
Penitencial de San Columbano. Vivió del año 543 al 615.
“3.Si uno ha cometido efectivamente actos como el homicidio o la sodomía, haga un ayuno de diez
años. Si un monje ha fornicado una sola vez, tres años de penitencia; si lo ha hecho con más
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frecuencia, siete años de penitencia. Si un monje abandona y falta a sus votos, pero vuelve
enseguida, ayunará durante tres cuaresmas; si vuelve tras largos años, hará penitencia por tres
años.”
“4.Si uno roba, haga penitencia (ayunando) por siete años.”
“8.Por el pecado de masturbación un año de ayuno, si el culpable es todavía joven.”
“11.El monje que calumnie a un hermano o escuche de buen grado a los calumniadores, hará tres
días de ayuno prolongado; si calumnia a su superior, ayunará durante una semana.”
“18.Cuando un clérigo fornica con una mujer, pero sin dejarla encinta –y cuando este pecado queda
en secreto- hará ayuno por tres años si se trata de un clérigo (de órdenes menores), por cinco años si
se trata de un monje o de un diácono, por siete años si se trata de un sacerdote, por doce años si se
trata de un obispo.”
“23.El clérigo que golpee a su prójimo en una discusión y derrame su sangre, ayunará por un año;
un laico culpable de esta misma falta, ayunará por cuarenta días.”
“27.El homicida ayunará por tres años a pan y agua, sin llevar armas y viviendo en el destierro;
después de tres años, volverá a su patria y se pondrá al servicio de los parientes de las víctimas,
sustituyendo al que ha matado; así podrá ser admitido de nuevo a la comunión, a juicio de su
confesor.”
“28.Si un laico tiene un hijo de la mujer de otro, haga penitencia por tres años, absteniéndose de
grasas y del uso del matrimonio, pagando además el precio del deshonor al marido de la mujer que
ha violado.”
“29.Si un laico fornica de forma sodomítica, haga penitencia por siete años: los tres primeros
alimentándose sólo de pan y agua y legumbres secas; los otros cuatro absteniéndose de vino y
carnes; así será perdonado su pecado y el confesor rezará por él y lo admitirá de nuevo a la
comunión.”
Por miedo a estos pecadores que podían comprar a alguien que hiciera penitencia por ellos tal como
estaba en la penitencia tarifada, Tertuliano declaró “Porque ninguna de las cosas de Dios puede
comprarse con dinero” (Apología, 39).
Esiquio, abad del siglo VI o VII.
“Cuando nosotros, indignos, somos admitidos, no sin temor y espanto, a los divinos e
incontaminados misterios de Cristo Dios y rey nuestro, entonces principalmente debemos mostrar
la templanza y la perfecta guarda de la mente, para que el fuego divino, es decir, el cuerpo de
Nuestro Señor Jesucristo, consuma nuestros pecados y tanto las grandes como las pequeñas
suciedades. Porque El, tan pronto como entra en nosotros, arroja del corazón los malvados espíritus
de la maldad y nos perdona los pecados cometidos, y se queda el alma libre…” (Sobre la templanza
y la virtud, centuria 1, n 100).
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San Juan Clímaco. Murió en el año 635.
“No intentes confesar en detalle y tal y como son las faltas carnales, para no tenderte emboscadas a
ti mismo” ( Escala del paraíso, grada 28; PG 88,1130-1147).
San Isidoro de Sevilla.Obispo, murió en el año 636.
“Hay quienes ya en secreto están convertidos, cuya conversión al no hacerse pública, es ocasión de
que en la estima de los hombres sean reputados por tales cuales fueron; pero a los ojos de Dios ya
resucitaron. Así como otros al parecer de los hombres están en pie, cuando a los ojos de Dios ya
cayeron” (Sentencias en tres libros, libro 2, VII,315).
“Hace penitencia dignamente quien llora los pasados males tanto que no vuelve otra vez a
cometerlos. Porque quien llora el pecado y lo comete de nuevo es como quien lava un ladrillo no
cocido, que cuanto más lo lava, tanto más barro hace” (Ibidem, libro 2, XIII, 364).
“Mas para el que viviendo mal, hace penitencia en el artículo de muerte, tan incierta es su
condenación como su perdón. Por tanto, el que quiere estar cierto del perdón al morir, haga
penitencia estando sano, y sano llore los crímenes perpetrados” (Ibidem, Libro 2, XIII, 372).
“Burlador es, no penitente, quien pone aún por obra aquello de que hace penitencia, y no parece que
sumiso a Dios pida, sino que con soberbia le desprecia, insultándole” (Sent en 3 libros, Libro 2,
XVI, 393).
“Una cosa es no pecar por amor de dilección de Dios y otra por temor del castigo. Porque quien no
peca por amor de la caridad de Dios, cuando se abraza con el bien de la justicia, aborrece todo lo
malo y no le deleita el pecado, aunque se le prometa la impunidad del crimen. Mas quien sólo por
temor del castigo reprime sus vicios, aunque de hecho no dé satisfacción al pecado, con todo en él
vive la voluntad de pecar, y se duele de que no le es lícito lo que conoce que la ley prohíbe. Por
tanto recibe recompensa de la obra buena el que la ejecuta por amor de la justicia; no empero el que
la guarda contrariado y sólo por miedo a las penas (...) Lo más grave no es cometer el pecado, sino
el amarlo” (Ibidem, Libro 2, XXI, 422 y 423).
“Los vicios, no los hombres, han de ser odiados” (Ibidem, Libro 3, XVII, 913).
“Los pecados públicos no han de purgarse con oculta corrección. Porque públicamente han de ser
reprendidos los que públicamente dañan; con el fin de que mientras ellos son curados por la clara
reprensión, se corrijan los que imitándolos han delinquido” (Ibidem, Libro 3, XLVI, 1024).
“Ningunos pecados pueden redimirse con limosnas si se persevera en los pecados. El perdón
entonces se concede por medio de limosnas cuando se desiste en las obras pecaminosas” (Ibidem,
Libro 3, LX, 1144).
“La perfecta penitencia consiste en llorar lo pasado y no admitir los males futuros. Esto último es
compensación a semejanza del bautismo, para que si, por ventura, impulsado por el demonio,
cayera en algún pecado, se purgue por la satisfacción” (Etimologías, Libro 6, cap 19, n 72).
San Isidoro de Sevilla es el primer santo del que existe constancia de que se confesó (ver PL 81, 30180
Sobre los Sacramentos en General.
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33).
Concilio de Chalon sur Saone. Entre los años 647 y 653.
“Por lo que se refiere a la penitencia, que es la medicina del alma, creemos que es de máxima
utilidad para todos los hombres; por eso todos los sacerdotes están de acuerdo en afirmar que, una
vez que los penitentes hayan hecho la confesión, se les dé la penitencia” (Canon 8; CCL 148 A,
304).
Penitencial de san Beda, el venerable. San Beda murió en el año 735.
“Si un penitente no puede rezar los salmos, escoja a un hombre justo que los rece por él, y le
recompense debidamente” (Penitentiale Bedae X, 8).
Penitencial del Pseudo Teodoro. Entre los años 690 y 740.
“El que no conozca los salmos y, por su debilidad, no pueda ayunar, ni velar, ni hacer
genuflexiones, ni tener los brazos alzados, ni postrarse en tierra, que escoja a otro que cumpla la
penitencia en su lugar y le pague para ello, ya que está escrito: Llevad unos el peso de otros”(Gál.
6,2; ver Gál.6,5) (Penitencial, n-830-847).
“Para los enfermos que no pueden ayunar, el equivalente de un mes o de un año de ayuno será el
precio de un esclavo, hombre o mujer. Y decimos “un mes o un año” porque, en efecto, los ricos
pueden dar para rescatar un año más que los pobres (…) Una misa rescata tres días de ayuno, tres
misas rescatan una semana de ayuno; doce misas rescatan un mes de ayuno; y doce veces doce
misas, rescatan un año”
Alcuino de York, ministro de Carlomagno. (inicios del siglo IX)
Hace un intento de reforma con doble objetivo: suprimir los libros penitenciales, o al menos
reformarlos para evitar los excesos, a lo que el clero se opuso, ya que suponían una entrada
económica, y restaurar la penitencia canónica (la llamada poenitentia sollemnis) que, si bien
pretendía volver a una forma pública de hacer penitencia, no seguía un criterio exactamente igual al
que seguía la penitencia antigua. En la Iglesia antigua se consideraba necesario someterse a la
penitencia pública o canónica, cuando existía pecado grave (público o no). El criterio, por tanto, no
era la publicidad del pecado sino la gravedad. En el intento de Alcuino (o carolingio) de
restauración se seguía el criterio siguiente: penitencia solemne para pecados graves públicos (por
tanto, con escándalo), y penitencia privada para pecados graves secretos o pecados veniales. Esta
nueva forma de penitencia solemne consistía en acusarse ante el obispo el miércoles de ceniza,
cumplir la penitencia durante la cuaresma, y recibir el perdón públicamente el jueves santo. Pero el
clero también se resistió. Aunque se practicó con penitentes de cierta representatividad social, como
nobles o reyes. Junto a estas dos formas comienza a darse una tercera, pública y no solemne, que
consistía en la peregrinación penitencial. A ello se une la práctica, bien atestiguada en ciertos
períodos y lugares, de la absolución colectiva impartida por el obispo en circunstancias especiales.
Penitencial del Pseudos Edgardo (siglo X).
Justifica con toda tranquilidad que el hombre rico “reparta” sus penitencias entre los pobres y el
motivo principal es…que es rico y puede hacerlo. Sin embargo, el pobre no podrá hacerlo, lo cual
es justísimo (“et hoc est etiam aequissimum”) ya que como está escrito: “Cada uno cargue con su
propio peso” (Gál 6,5).
181
Sobre los Sacramentos en General.
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Cánones del rey Edgardo. Hacia el año 967.
“1.El hombre poderoso que tiene muchos amigos puede atenuar notablemente la penitencia con la
ayuda. Ante todo en nombre de Dios y por medio de su confesor, dará pruebas de su fe sincera,
perdonará a los que le han ofendido y hará una confesión valiente; prometerá abstinencia y recibirá
con lágrimas su penitencia. 2.Luego depondrá las armas, abandonará el lujo inútil de los vestidos,
tomará el bordón de peregrino y marchará descalzo. Se vestirá de lana y de cilicio, no dormirá en
cama, sino en tierra, y podrá redimir siete años de penitencia en tres días según este método.
3.Tomará doce hombres que ayunen por él durante tres días, comiendo sólo pan, agua y legumbres
secas; buscará enseguida por siete veces otros ciento veinte hombres que ayunen por él durante tres
días. Los días de ayuno sumados entre todos son iguales al número de días contenidos en siete años.
4.Este es el tipo de conmutación penitencial que se podrá permitir un hombre rico y con amigos. El
pobre no podrá obrar del mismo modo, sino que tendrá que hacerlo él solo. Y es justo que cada
uno haga por sí mismo la expiación de sus pecados, ya que está escrito: “Que cada uno lleve su
propio peso” (Gál.6,5; ver Gál.6,2).
Concilio de Clermont. Presidido por el Papa Urbano II, en el año 1095.
“Ningún laico debe apropiarse de una herencia que pertenece a otro; si lo hace, ningún presbítero
podrá absolverle hasta tanto que haya restituido” (Canon 21).
Arzobispo de Tréveris en 1148.
“Preparad vuestros corazones para el Señor, purificad vuestras conciencias y, puesto que no hay
tiempo para una confesión individual, haced una confesión general ante mí, vuestro pastor, y yo, en
virtud del poder que me ha sido concedido por Dios, os concedo perdón e indulgencia de todos
vuestros pecados” (En el enfrentamiento de sus tropas con las del Conde del Palatinado).
San Bernardo de Claraval. Murió el año 1153.
“Para que no dudemos de la remisión de los cotidianos defectos, tenemos su sacramento, que es el
lavado de los pies” (Sermón de la cena del Señor, 4; PL 183, 271).
“Nada más de su parte exige de nosotros, sino que confesemos nuestros pecados y nos justificará
gratuitamente, para que sea ensalzada su gloria. Ama Dios al alma que en su presencia y sin
intermisión se considera y se juzga a sí misma” (Sermones del Tiempo; En el Adviento del Señor,
3, 7).
“Será reprendido públicamente el que públicamente pecó” (Carta 194,2, A los obispos y cardenales
de la Corte Romana).
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Sobre los Sacramentos en General.
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Concilio IV de Letrán, año 1215, cap 21 (ver Denz-Hün n 814)
El sacerdote “Mas evite de todo punto traicionar de alguna manera al pecador, de palabra, o por
señas, o de otro modo cualquiera; pero si necesitare de más prudente consejo, pídalo cautamente sin
expresión alguna de la persona. Porque el que osare revelar el pecado que le ha sido descubierto en
el juicio de la penitencia, decretamos que ha de ser no sólo depuesto de su oficio sacerdotal, sino
también relegado a un estrecho monasterio para hacer perpetua penitencia”
Santo Tomás de Aquino. Doctor de la Iglesia; murió el año 1274.
“Cuando se trata de problemas del fuero de la conciencia, la causa se tramita entre el hombre y
Dios” (Suma, Supl. q.22 ac.2,1 Resp.).
“Sólo el Espíritu Santo perdona los pecados. Ahora bien, como dijo el Maestro de las Sentencias
(Libro Primo, d.14 c.3), ningún hombre puede comunicar el Espíritu Santo. Luego tampoco
perdonar los pecados en cuanto a la culpa. (...) Ni el sacramento de la penitencia ni el del bautismo
llevan directamente hasta la producción de la gracia o perdón de la culpa, sino sólo
dispositivamente” (Suma, Supl. q.18 ac1, sed contra 2; Ibidem, Soluc.2).
“Según antes hemos declarado, la penitencia no es tan necesaria como el bautismo. Mediante la
contrición se puede suplir la falta de la absolución sacramental, aunque ella no libra de toda la pena
ni es aplicable a los niños” (Suma 3, q.67 ac3, soluc.3).
“Por la pasión de Cristo somos librados no sólo del pecado común de toda la naturaleza humana,
cuanto a la culpa y cuanto al reato de la pena, puesto que El pagó el precio por nosotros, sino
también de los pecados de cada uno…” (Santo Tomás de Aquino, Suma 3, q 49, a 5, resp).
“De lo dicho anteriormente resulta claro que Cristo nos libró de los pecados por su pasión no sólo
eficaz y meritoriamente, sino también satisfactoriamente. En consecuencia, la virtud de los
sacramentos, que se ordena a destruir los pecados, procede principalmente de la fe en la pasión de
Cristo” (Santo Tomás de Aquino, Suma 3, q 62, a 5, resp; soluc 2).
“Sólo Dios tiene poder para absolver de los pecados y para perdonarlos autoritariamente. Los
sacerdotes realizan ambas funciones, pero sólo como ministros, en cuanto que las palabras del
sacerdote obran a modo de instrumento en este sacramento, al igual que en los otros; pues, en
realidad, la virtud divina es la que actúa interiormente en todos los signos sacramentales, ya sean
palabras, ya cosas, como consta por lo ya dicho antes” (ver q.62 ac1; q.64 ac 1) (Suma 3, q.84 ac3,
soluc.2). (...) “La fórmula “yo te absuelvo” cabría interpretarla más fielmente en este sentido: Yo te
administro el sacramento de la absolución” (Ibidem, soluc.5).
“La pasión de Cristo es en sí misma suficiente para destruir todo reato de pena, no sólo eterna, sino
también temporal” (Suma 3, q.86 ac4, soluc.3).
“El efecto de la gracia operante es la justificación del impío, como se dijo en la Segunda Parte (1-2
qu 11 a 2; qu 113). En esta justificación, según allí mismo vimos, no sólo existe infusión de la
gracia y perdón de la culpa, sino también un movimiento del libre albedrío hacia Dios, que es acto
de la fe informada por la caridad, y un movimiento del libre albedrío contra el pecado, que es acto
de la penitencia. Sin embargo, estos actos humanos son efecto de la gracia operante, producido al
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Sobre los Sacramentos en General.
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mismo tiempo que el perdón de la culpa. Por tanto, el perdón de la falta no se hace sin un acto de la
virtud de la penitencia, aunque sea un efecto de la gracia operante” (Suma 3, qu 86, a 6, Soluc 1).
“De ahí sólo se puede concluir que la gracia es causa más principal de la remisión de la culpa que el
mismo sacramento de la penitencia” (Suma 3, qu 86, a 6, Soluc 3).
“En el pecador hay que distinguir dos cosas: la naturaleza, a la que Dios ama, y la culpa, a la que
odia” (Suma 2-2, 83, 16).
“In necessitate quidem, puta quando aliquis copiam confessoris habere non potest, sufficit contritio
ad sumptionem huius sacamenti. Regulariter autem confessio debet praecedere cum aliqua
satisfactione”. “Contritio: quae tollit colunttem peccandi, cum proposito confitendi et satisfaciendi”
(Commentarium super I ad Cor, cap XI, lect 7).
Santo Tomás reconoce el valor de la confesión hecha a laicos en caso de necesidad (ver IV Sent. D
17, qu 3, a 3; qu 2, ad 1). ( ver también Suplementos qu 8, a 2, ad 1.2; qu 8, a 4, ad 5; qu 9, a 3, ad
3).
San Buenaventura. Doctor de la Iglesia, murió en 1274.
“La confesión ha sido instituida precisamente para que el hombre sea reconciliado con la Iglesia y
aparezca de este modo reconciliado con Dios” (In IV Sent.Dist.17, q.2 ac2, fundam.2).
“Si el eclesiástico, además del pecado de fornicación, pidiese ser absuelto del pecado contra natura
o de bestialidad, deberá pagar (a las arcas papales) 219 libras, 15 sueldos. Mas si sólo hubiese
cometido pecado contra natura con niños o con bestias y no con mujer, solamente pagará 131 libras,
15 sueldos” (Papa León X, entre el año 1513 y el 1521; Canon segundo de la “Taxa Camarae”).
Santa Catalina de Siena (siglo XIV)
“No es que yo quiera que los pecados sean considerados detalladamente, sino de un modo general,
para que la mente no se contamine con el recuerdo de pecados concretos y torpes. No debe
considerar únicamente sus pecados, sino considerar y acordarse de la Sangre y de la grandeza de mi
misericordia para que no caiga en la confusión. En efecto, si el conocimiento de sì mismo y la
consideración del pecado no van sazonados con el recuerdo de la Sangre y la esperanza de mi
misericordia, caerìa en la confusión y el desasosiego, y con ellos acudirìa el demonio para llevarla,
bajo color de contrición y dolor de la culpa y disgusto del pecado, a la condenación eterna; no
encontrando ya apoyo en el brazo de mi misericordia, caerìa en la desesperación” (El diálogo, P II,
cap 4, Los tres escalones del puente, 3, b).
Martín Lutero, en el Pequeño Catecismo.
“A continuación el confesor dirá: “¡Que Dios te perdone y fortifique tu fe! Amén. ¿Crees que mi
perdón es el perdón de Dios?” El penitente responderá: “Sí, querido maestro”. Y el confesor
añadirá: “Que te sea hecho según tu fe. Y yo, por mandamiento de Nuestro Señor Jesucristo, te
perdono tus pecados, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén. Ve en paz”.
Concilio de Trento.
“Mas por el sacramento de la penitencia no podemos en manera alguna llegar va esta renovación e
integridad sin grandes llantos y trabajos de nuestra parte, por exigirlo así la divina justicia, de suerte
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Sobre los Sacramentos en General.
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que con razón fue definida la penitencia por los Santos Padres como “cierto bautismo trabajoso””
(Concilio de Trento, Dz 895).
Es necesaria la confesión “habida facilidad de confesar” (Trento, Dz 893).
“A la verdad, tampoco es esta satisfacción que pagamos por nuestros pecados, de tal suerte nuestra,
que no sea por medio de Cristo Jesús; porque quienes, por nosotros mismos, nada podemos, todo lo
podemos con la ayuda de Aquel que nos conforta (Filip 4,13). Así no tiene el hombre de qué
gloriarse; sino que toda nuestra gloria está en Cristo (1 Cor 1,31; 2 Cor 2,17; Gál 6,14), en el que
vivimos, en el que nos movemos (Hechos 17,28), en el que satisfacemos, haciendo frutos dignos de
penitencia (Lc 3,8), que de el tienen su fuerza, por El son ofrecidos al Padre, y por medio de El son
por el Padre aceptados” (Denzinger-Hunermann, 1691)
Pedro Malón de Chaide. Agustino, escritor de ascetismo, murió en 1589.
“Llega el otro, desuellacaras, homicida, robador de los pobres, con mil pecados mortales que el
menor de ellos escandaliza al aire, dice que se quiere confesar y que viene de prisa, que no puede
detenerse; es menester que se despidan los que ha un mes que no hallan vez para confesarse, porque
llega el señor don Fulano. Veréis al confesor echar gente menuda abajo, levantarse y salir del
confesionario más hinchado que algún privado necio...llega el paje y pone la almohada en el suelo
para que no se lastime. Hinca la rodilla como ballestero, persígnase a la media vuelta, que no
sabréis si se hace cruz o garabato y comienza a dar de dedo y a desgarrar pecados que hacen temblar
las paredes de la celda con ellos, y si el confesor los afea, sale con mil bellaquerías y dice que un
hombre de sus prendas no ha de vivir como vive el fraile y parécele que todo le está bien. Al fin,
sálese tan seco y tan sin jugo como entró y el desventurado muy contento como si Dios tuviese en
cuenta con que desciende de los godos” (La conversión de la Magdalena).
Pio X, en el decreto Sacra Tridentina Synodus.
“La comunión frecuente y cotidiana (…)esté permitida a todos los fieles de Cristo de cualquier
orden y condición, de suerte que a nadie se le puede impedir, con tal de que esté en estado de gracia
y se acerque a la sagrada mesa con recta y piadosa intención (…)Debe pedirse consejo al confesor.
Procuren, sin embargo, los confesores, no apartar a nadie de la comunión frecuente o cotidiana, con
tal de que se halle en estado de gracia y se acerque con rectitud de intención” (DenzingerHunnermann, 3383).
“En efecto, no se encuentra nada en la tradición primitiva y universal de la Iglesia que demuestre
que las indulgencias hayan sido conocidas y practicadas de la forma en que fueron practicadas
luego en la Edad Media occidental. Durante once siglos, al menos, no se encuentra traza alguna de
indulgencias. Todavía hoy, la Iglesia ortodoxa fiel a la tradición primitiva, ignora las indulgencias”
(Máximos IV, patriarca melquita (católico) de Antioquia, el 11 de noviembre de 1965, durante el
Concilio Vaticano II).
“Al menos desde el siglo X, ha existido en la liturgia romana de la misa un rito penitencial
consistente en una confesión y absolución generales” (J.A.Jungmann, De actu penitentiali intra
misma inserto conspectus historicus; Elit 80 (1966), pp 257-264).
“La verdadera conversión se realiza con la satisfacción por los pecados, el cambio de vida y la
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Sobre los Sacramentos en General.
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reparación de los daños. El objeto y cuantía de la satisfacción debe acomodarse a cada penitente,
para que así cada uno repare el orden que destruyó y sea curado con una medicina opuesta a la
enfermedad que le afligió. Conviene, pues, que la pena impuesta sea realmente remedio del pecado
cometido y, de algún modo, renueve la vida. Así el penitente, “olvidándose de lo que queda atrás”,
se injerta de nuevo en el misterio de la salvación y se encamina de nuevo hacia los bienes futuros”
(Ordo paenitentie, 6).
Resumen final
En la larga historia de cambios que ha tenido la práctica del sacramento de la Penitencia hay que
destacar dos decisiones importantes: la introducción de la confesión privada, individual y repetible,
y la doctrina acerca de los efectos de la absolución sacerdotal.
A finales del siglo I y comienzos del II y a lo largo de este segundo siglo aparecen varios
testimonios sobre la práctica eclesial de la penitencia (Clemente de Roma, el Pastor de Hermas). En
la época primitiva no hay reflexiones teológicas. En conexión con la tendencia de confiar a los
titulares ministeriales, además de la doctrina de la fe, también las funciones litúrgicas esenciales, se
reserva al obispo, a comienzos del siglo III (según el testimonio de Hipólito de Roma, muerto el
año 236), la “potestad” de perdonar pecados, en nombre de la comunidad y consultando con ella.
Pero dondequiera estuvo vigente, en la antigua Iglesia, el proceso penitencial, se tuvo siempre clara
conciencia de la participación activa y litúrgica de toda la comunidad. La correspondiente
eclesiología permite conocer que dicho proceso no fue considerado como una “disciplina”
eclesiástica meramente jurídica: la exclusión de los actos vitales de la Iglesia-comunidad tenía una
funesta significación para las personas afectadas, ya que la paz con la comunidad era importante
para la salvación ante Dios. Hasta el año 589, con el III concilio de Toledo, los testimonios de la
Iglesia afirman que, después del bautismo, sólo podía hacerse penitencia una vez en la vida. Desde
el siglo III se pensaba que todos los pecados “mortales” (apostasía, adulterio, homicidio), que se
multiplicaron desde la masiva “conversión-bautismo” del emperador Constantino, incluidos los
pecados “ocultos” se podían borrar mediante la penitencia eclesial pública. A partir del siglo IV, el
proceso penitencial adquirió rasgos litúrgicos y se reguló mediante prescripciones para casos
particulares (razón por la cual se la empieza a llamar “penitencia canónica” o “penitencia solemne”
y que estaba visibilizada litúrgicamente por la Cuaresma).
El proceso eclesial no planteaba problemas teológicos porque estaba bien anclado en la cristología
o la pneumatología: es Jesucristo quien perdona los pecados por medio de la Iglesia, con la que
forma una unidad, el “Totus Christus”, en el que él, como cabeza, es el único que tiene autoridad y
competencia. Y así, se tuvo por evidente que EN la reconciliación del pecador arrepentido con la
Iglesia-comunidad gravemente herida por el pecado se concedía también la paz con Dios. En la
Iglesia latina, tras la reconciliación oficial en la semana santa (el Jueves Santo) , se establecieron
duras condiciones, que se prolongaban a veces durante el resto de la vida, como demostración del
auténtico arrepentimiento (prohibición del acto matrimonial de por vida, la participación en fiestas
o banquetes, el perfumarse, o bañarse, el comer carne, el ejercer ciertas profesiones, etc.). La
consecuencia fue que, dado que el proceso penitencial sólo podía realizarse una vez en la vida, se lo
fue aplazando –incluso mediante disposiciones sinodales- hasta edad avanzada y a veces hasta el
lecho de la muerte.
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Sobre los Sacramentos en General.
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En la Iglesia oriental se observa, a partir del año 391, una suavización de la práctica de esta severa
penitencia oficial. En su lugar, se hizo cada vez más frecuente la confesión individual con un
director de almas (un monje (que era un laico), no necesariamente un sacerdote o un obispo, a
condición de que gozara de prestigio espiritual: la “confesión monacal”). Se concedía y se sigue
concediendo también hoy en día, en las iglesias orientales, poder de borrar los pecados a ciertos
elementos litúrgicos, además del sacramento de la penitencia, por ejemplo al humo producido por el
incienso.
El primer cambio significativo se llevó a cabo en virtud de un proceso que aparece testificado ya
desde el siglo VI. El espacio eclesiástico irlandés-anglosajón, en el que pueden detectarse ciertas
influencias de las iglesias orientales, modificó conscientemente la anterior praxis penitencial
pública. Ahora ya se permitía recibir varias veces la absolución del sacerdote (y no sólo del obispo),
y ello en cualquier época del año y cuantas veces se cometiera un pecado. Al principio se
mantuvieron en vigor las duras imposiciones penitenciales como prueba de un verdadero
arrepentimiento, pero muy pronto se cambiaron por otras prácticas: limosnas, oraciones frecuentes,
flagelaciones, peregrinaciones, etc. Debido a este sistema de cálculos y compensaciones, se hicieron
necesarios libros con detalladas “tarifas penitenciales” (y la penitencia pasó a denominarse
“penitencia tarifada”). Esta práctica penitencial, totalmente nueva, pasó de la mano de los
misioneros irlandeses y escoceses al continente, donde, según el testimonio de los libros
penitenciales, ya en el siglo VIII se había difundido por todas partes, con horror y rechazo de Roma.
En vano intentaron las autoridades eclesiásticas oficiales oponerse a esta nueva práctica, que hacia
el año 1000 estaba ya sólidamente implantada. Aún así, y en una visión de conjunto, no parece que
este procedimiento contribuyera mucho a fomentar la práctica de la penitencia. Ya en la época del
IV concilio de Letrán (1215) se consideró necesario promulgar una serie de disposiciones oficiales
que impusieron un número mínimo de confesiones: “Todo fiel de uno u otro sexo, después que
hubiere llegado a los años de discreción confiese fielmente…por lo menos una vez al año, todos sus
pecados” (DS 812; Dz 437). El motivo principal de esta rigurosa legislación obedecía,
probablemente, al deseo de que los cuidados de la pastoral llegaran al mayor número posible de
fieles.
En la transmisión de la teología agustiniana de los sacramentos a la Iglesia de la alta edad media, al
proceso eclesial de la penitencia se le aplicó el nombre de “sacramento de la reconciliación” o
“sacramento de la confesión”. A partir de la aparición de la concepción escolástica de los
sacramentos y del desarrollo del número septenario de los mismos, a mediados del siglo XII, el
“sacramentum paenitentiae” se lo incluye siempre entre los siete sacramentos entendidos en sentido
estricto. La discusión básica giraba en torno a la pregunta de si la absolución del sacerdote actuaba
“causalmente” en la cancelación de la culpa ante Dios. Hasta mediados del siglo XIII prevaleció la
respuesta negativa, pero más tarde se registró el segundo importante cambio en la concepción de
este sacramento. Guillermo de Auvernia, Hugo de San Cher y Guillermo de Melitona defendieron
la teoría de que la absolución impartida por el sacerdote tiene como efecto el perdón de los pecados
ante Dios. San Buenaventura (+1274) y Tomás de Aquino aceptaron esta doctrina que, en la época
posterior, acabó por imponerse en la Iglesia católica.
Tomás de Aquino desarrolló una sutil teoría, dotada de notable rigor lógico, en virtud de la cual el
perdón de los pecados estaba reservado exclusivamente a Dios. El sacramento –la absolución- no
influye, según dicha teoría, en la “efusión” o producción de la gracia divina; su influencia se
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circunscribe al proceso interior del hombre, mediante el cual éste se abre a la gracia de Dios de tal
suerte que esta gracia puede quitarle verdaderamente su culpa. Aquí permanece siempre abierta la
posibilidad de que el hombre, por falta de fe o de amor, se cierre internamente a este proceso; así,
pues, tampoco en la teoría escolástica actúa el sacramento automáticamente, ni dispone de la gracia
de Dios.
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Sobre los Sacramentos en General.
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Las anteriores concepciones teológicas sobre la capacidad de borrar los pecados atribuida a la
contrición se conciliaron con esta doctrina de la absolución de la siguiente manera: la verdadera
contrición borra los pecados, al igual que el sacramento, porque, si es contrición verdadera, lleva en
sí el deseo íntimo del sacramento. Si el pecador se acerca al sacramento de la penitencia con un
arrepentimiento “imperfecto” (atrición), éste se transforma en arrepentimiento “perfecto” en virtud
de la gracia del sacramento. El teólogo franciscano Juan Duns Scoto (+1308) simplificó –de una
forma tolerada por la Iglesia- esta concepción: el arrepentimiento “imperfecto” (atrición) es
suficiente porque los pecados son borrados no por el arrepentimiento, sino por la comunicación de
la gracia en la absolución.
El signo sacramental del sacramento de la penitencia consiste, según Tomás de Aquino, en los
“actos del penitente”, es decir, en lo que el pecador arrepentido aporta, y en la absolución del
sacerdote. Se entiende aquí que los actos del penitente –arrepentimiento, confesión, satisfacciónson la “materia” del sacramento, mientras que la absolución es la “forma”. Para Duns Scoto, los
actos del penitente son sólo condición previa imprescindible del signo sacramental: el sacramento
consistiría únicamente, según él, en la sentencia que pronuncia el sacerdote en cuanto “juez”.
Hasta finales del primer milenio predominaron en la forma litúrgica del sacramento de la penitencia
las oraciones suplicatorias (la absolución invocada, tal como está en los misales romanos después
del “yo pecador” al comienzo de la Misa). Luego se fueron reduciendo, hasta resumirse en una
breve frase desiderativa, unida a una fórmula de absolución indicativa del sacerdote: “Yo te
absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”. Con el giro
experimentado por la teología penitencial en el siglo XIII, se entendió la absolución indicativa
como la “forma” única del sacramento. Se perdía así la conciencia de que este sacramento es una
liturgia comunitaria, una de cuyas partes constitutivas esenciales es la súplica de la comunidad por
y con el pecador. (Para este Resumen final, ver: Herbert Vorgrimler; Teología de los sacramentos;
Herder, Barcelona, 1989, pp 266 a 271).
LAS INDULGENCIAS, ¿PERDONAN LOS PECADOS O SÖLO LA PENA TEMPORAL?
Bula “Antiquorum habet” del 22 de febrero de 1300, papa Bonifacio VIII:
“La fiel relación de los antiguos nos cuenta que a quienes se acercaban a la honorable basílica del
príncipe de los Apóstoles en la Ciudad (Roma), les fueron concedidos grandes perdones e
indulgencias de sus pecados. Nos…teniendo por ratificados y grato9s todos y cada uno de esos
perdones e indulgencias, por autoridad apostólica los confirmamos y aprobamos, en virtud de la
autoridad apostólica…Nos, confiando en la misericordia de Dios omnipotente y en los méritos y en
la autoridad de sus mismos Apóstoles, con el consejo de nuestros hermanos y en virtud de la
plenitud de la potestad apostólica, a todos…los que accedan a las mismas basílicas de modo
respetuoso, y que han hecho realmente penitencia y se confiesan…, en el presente año y en uno
cualquiera de los años centenarios que seguirán, concederemos y concedimos no sólo pleno y más
amplio, sino incluso plenísimo perdón de todos los pecados” (ver Denzinger-Hünermann, n-868869). (Observemos cómo se habla de plenísimo perdón de todos los pecados y no de la pena
temporal, aunque se hable de confesión anterior). (En la Bula “Unigenitus Dei Filius”, de Clemente
VI, del 27 de enero de 1343, ya se habla claramente de perdón de la pena temporal debida por los
pecados perdonados en confesión; ver n-1026 de Denzinger-Hünermann; igualmente habla Pío VI
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en la constitución “Auctorem Fidei” del 28 de agosto de 1794, ver Denzinger-Hünermann n-2640).
En la España de los años 30 a los 70, unos sesenta días antes del Sábado Santo, se vendìa la “Bula
de Cuaresma”. Los curas párrocos y los sacerdotes o religiosos que trabajaban en colegios, vendìan
unos papeles grandes y espesos que autorizaban a comer carne durante el período de Cuaresma
gracias a un beneficio de la Santa Sede romana. Las “bulas” no eran personales, sino familiares.
Quien compraba la bula cubrìa a toda la familia. Eso significaba que quienes podían comprar carne
podían comerla sin cometer pecado mortal durante el tiempo en que todo cristiano mayor de siete
años tenía prohibido comer carne (durante toda la Cuaresma). Los religiosos o sacerdotes
profesores de colegios preguntaban en las clases, con tono compungido, angustiado, pero también
amenazante, si ya todo el alumnado había comprado la “Bula” (cuyo precio, aunque elevado, estaba
al alcance de cualquiera). ¿Cuàntos millones de Bulas se vendieron? ¿Què se hizo del capital
resultante de esa venta? ¿Y el escándalo que tal comercio provocaba en los católicos que se veìan
forzados o chantajeados por esas pràcticas? ¿Podìa desprestigiarse màs la pràctica de la abstinencia
y la moral católica? ¿No era esa pràctica el clásico pecado de Simonìa?
En el Evangelio, lo que más escandaliza de Jesús no es verle en compañía de gente pecadora y poco
respetable, sino que se sienta con ellos a la mesa. Estas comidas con “pecadores” son uno de los
rasgos más sorprendentes y originales de Jesús, quizá el que más lo diferencia de todos sus
contemporáneos y de todos los profetas y maestros del pasado. Sentarse a la mesa con alguien
siempre fue considerado como una prueba de respeto, confianza y amistad. Jesús sorprende a todos
al sentarse a comer con cualquiera. Su mesa está abierta a todos: nadie se ha de sentir excluido. No
hace falta ser puro; no es necesario limpiarse las manos. Puede compartir su mesa gente poco
respetable; incluso los pecadores que viven olvidados de la Alianza. Jesús no excluye a nadie. En el
Reino de dios la misericordia sustituye a la santidad. Jesús se sienta a la mesa con los pecadores no
como juez severo, sino como amigo acogedor. El Reino de Dios es gracia antes que juicio. Dios es
una buena noticia, no una amenaza. Dios no es un nuez siniestro que les espera airado; es un amigo
que se les acerca ofreciendo su amistad. La acogida de Jesús a publicanos y prostitutas incluye la
absolución del pecado, pero es mucho más. Jesús sugiere que Dios sale hacia el pecador no como
un juez que dicta sentencia, sino como un padre que busca recuperar a sus hijos perdidos (Lc 15,432).
Lo sorprendente es que Jesús acoge a los pecadores sin exigirles previamente el arrepentimiento, tal
como era entendido tradicionalmente, y sin someterlos siquiera a un rito penitencial, como sí había
hecho el Bautista. Les ofrece su comunión y amistad como signo de que Dios los acoge en su Reino
incluso antes de que vuelvan a la ley y se integren en la Alianza. Los acoge tal como son,
pecadores, confiando totalmente en la misericordia de Dios, que los está buscando. Jesús ofrece el
perdón sin exigir previamente un cambio. No pone a los pecadores ante las tablas de la Ley, sino
ante el amor y la ternura de Dios. Los perdona sin la seguridad de que responderán cambiando su
conducta (Lc 19,1-10; 7,36-50; 15,7; 15,10). Actúa como profeta de la misericordia de Dios. Es
amigo de los pecadores antes de verlos convertidos. Dios es así. No espera que sus hijos e hijas
cambien. Es El quien comienza ofreciendo su perdón. Este perdón que ofrece Jesús no tiene
condiciones.
Jesús sitúa a todos, pecadores y justos, ante el abismo insondable del perdón de Dios. Ya no hay
justos con derechos frente a pecadores sin derechos. Desde la compasión de Dios, Jesús plantea
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todo de manera diferente: a todos se les ofrece el Reino de Dios; sólo quedan excluidos quienes no
se acogen a su misericordia. Todo queda confiado al misterio del perdón de Dios. Entre quienes lo
escuchan, el mensaje de Jesús resuena así: “Cuando ustedes se vean juzgados por la Ley, siéntanse
comprendidos por Dios; cuando ustedes se vean rechazados por la sociedad, sepan que Dios los
abraza; cuando nadie les perdone su indignidad, sientan sobre ustedes su perdón inagotable. No lo
merecen. No se lo merece nadie. Pero Dios es así: amor y perdón”. ( Ver, José Antonio Pagola;
Jesús, aproximación histórica; PPC, Madrid, 8ª Edición, febrero 2008; pp 200-209).
ANEXO 1
La limosna como medio para conseguir el perdón de los pecados.
“Hablemos de la cuarta vìa de arrepentimiento. ¿De cuàl se trata? De la limosna, reina de las
virtudes, que fácilmente levanta a los hombres hasta las esferas del cielo, haciéndose nuestra mejor
abogada. La limosna es tan sublime que Salomìn la exaltò de esta manera: “Muchos hombres
publican cada uno su liberalidad; mas hombre de verdad, ¿quièn lo hallarà?” (Prov 20,6). La
misericordia tiene tan grandes alas que perfora el aire; va màs allà de la luna; sobrepasa los rayos
del sol y llega hasta la vòbeda celestial, màs allà de los arcángeles y de toda potestad superior, para
ubicarse, por último, ante el trono del Rey. Lo enseña la Escritura misma, con aquella expresión:
“Cornelio, tus oraciones y tus limosnas han subido en memoria a la presencia de Dios” (Hechos
10,4). Aquella presencia ante Dios te darà confianza aunque hayas pecado mucho, porque la
limosna será tu mejor abogada. No resiste a la limosna ningún poder de lo alto; te hará restituir lo
que te es debido, tiene en sus manos el documento de compromiso por el que el Señor mismo se
obliga con explìcita declaración: “Cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos pequeñitos, a Mì lo
hicisteis” (Mt 25,40). Por tanto, tu limosna tiene màs peso que cuantos pecados puedas haber
cometido. ¿No ves en la parábola evangélica de las diez vírgenes el ejemplo de quien habiendo
practicado la virginidad quedó fuera del lecho nupcial por no haber practicado la limosna?” (San
Juan Crisòstomo; El verdadero arrepentimiento, Homilìa III).
ANEXO 2
Los tres evangelios sinòpticos cuentan la curación de un paralìtico al que Jesùs, antes de curarlo, le
dijo que sus pecados quedaban perdonados (Mc 2,1-13; Mt 9,1-8; Lc 5,17-26). Lo central de este
relato no es la curación del enfermo, sino el perdón que Dios le concede al pecador. El relato de
Mateo termina diciendo que la gente se quedó impresionada, al ver que Dios “ha dado a los
hombres tal autoridad” (Mt 9,8).
Por tanto, somos los seres humanos los que tenemos el poder de perdonar los pecados. Por otra
parte, cuando se escribieron los evangelios (en el siglo I), en la Iglesia no había todavía
“sacerdotes”. Porque de ellos no se habla en el cristianismo hasta bien entrado el siglo III. Por tanto,
en la Iglesia naciente, se tenía el convencimiento de que la facultad de perdonar pecados la había
concedido Dios a los humanos, fueran quienes fueran.
Hasta que vino Jesùs a este mundo, el poder de perdonar pecados era privilegio de los sacerdotes.
Pero Jesùs extendió ese privilegio de los clérigos y lo ampliò a todo ser humano.
Para entender este asunto, lo primero que hay que preguntarse es lo que ya Tomàs de Aquino (siglo
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XIII) tuvo el coraje de preguntarse: “¿El hombre puede ofender a Dios?” Y responde: el hombre
ofende a Dios “en tanto en cuanto se hace daño a sì mismo o se lo hace a los demás” (Suma contra
gentiles, III, 122).
No olvidemos que, las dos veces que el NT recuerda los mandamientos del Decàlogo (Mt 19,18s,
par. Y Rom 13,9), suprime los tres primeros, los que se refieren expresamente al “honor de Dios” y
propone sòlo los siete siguientes, los que se refieren expresamente al “provecho del prójimo”.
Lo cual no quiere decir que a Jesùs no le importara el honor de Dios. Lo que eso significa es que, a
juicio de Jesùs, los mortales ofendemos a Dios cuando nos ofendemos unos a otros, cuando nos
hacemos daño unos a otros: “Lo que ustedes hicieron von uno de èstos, a Mì me lo hicieron” (Mt
25,40). “Quien los rechaza a ustedes, me rechaza a Mì” (Lc 10,16).
Por tanto, el perdón de los pecados tiene que ser perdón de los que se han ofendido entre sì: “Si
ustedes no perdonan a los hombres, tampoco su Padre perdonarà las ofensas de ustedes” (Mt 6,15;
Mc 11,25).No tiene sentido que uno ofenda a su mujer o a su vecino y luego vaya a pedirle perdón
al cura. Seguramente, el cura le da la bendición y le dice que rece tres “padrenuestros”, pero el otro
sigue peleado con la mujer o tratando mal al vecino, al empleado o a quien sea.
Los confesionarios sirven , con demasiada frecuencia, para tranquilizar conciencias, mantener
familias divididas o enfrentadas, justificar abusos fiscales, adormecer odios o cosas peores.
En consecuencia, uno peca cuando ofende o daña a otro ser humano. Y es a ese ser humano, al
ofendido o dañado, al que tiene que pedirle el perdón. Y cuando esas dos personas se reconcilian
entre sì, es cuando se produce la reconciliación con Dios. Tal es el significado de Mt 18,15-20.
En cuanto al texto de Jn 20,23, de ahì no se puede deducir un precepto del Señor para tener que
declarar todos los pecados, aun los ocultos, para obyener el perdón. Los textos bíblicos no dan para
eso, ni justifican semejante pràctica. Que es, en realidad, la pràctica màs poderosa que tiene el clero
y a la que no quiere renunciar. Porque, con ese poder, los sacerdotes dominan lo que nadie puede
dominar: las conciencias en su intimidad màs honda.
Por otra parte, la doctrina y los cànones de la Sesiòn VII del concilio de Trento, que contiene el
“Decreto sobre los sacramentos”, no es doctrina de fe. No puede serlo. Porque, en las Actas del
Concilio se explica que, al iniciar la Sesiòn, la pregunta que se les hizo a los “Padres conciliares”
fue que dijeran si, lo que en aquella Sesiòn se iba a condenar, eran “herejías” o “errores” (CT 5,
844, 31-32). Pero no se pusieron de acuerdo y por eso en el Proemio de esta Sesiòn se habla de
“errores” y “haereses” (DH 1600). Es decir, no se pusieron de acuerdo sobre si el contenido de los
cànones acerca de los sacramentos eran o no eran doctrina de fe.
Ademàs, en el capìtulo 5 de la Sesiòn 14, al explicar la confesiòn de los pecados, el Concilio dice
que “la Iglesia universal siempre entendió que la confesiòn ìntegra de los pecados fue instituida por
el Señor” (DH 1679). Eso es històricamente falso, como aseguran tanto los exegetas, como los
historiadores mejor documentados.
Por otra parte, en el capìtulo 6 de la misma Sesiòn 14, para justificar que el sacerdote tiene que
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conocer los pecados que perdona, se dice que la absolución es “a modo de un acto judicial” (DH
1685). En la primera redacción del texto, se había dicho que la absolución es un acto
“verdaderamente judicial”. Pero fue tal la oposición que esa frase encontró entre los mismos
obispos del Concilio, que, en lugar de “verdaderamente judicial”, se suavizò el texto diciendo que
es “a modo de” (se sustituyò “vere” por “ad instar”). Porque realmente el sacramento no es un
juicio, sino un acto de perdón y misericordia.
El perdón de los pecados no es el efecto que obtiene el que se somete a la vergüenza y la
humillación de un juicio, sino la paz de la reconciliación entre las personas ofendidas, separadas,
enemistadas, maltratadas. Lo importante no es la “sumisión” al clero, sino la “reconciliación” entre
los humanos. Sòlo asì encontraremos la paz interior y el abrazo del Padre del Cielo.
(Ver Josè Marìa Castillo; www.religiondigital.com/ 5 de diciembre de 2011).
DAR A LA CONFESION LO QUE ES DE LA CONFESION...Y AL CESAR LO QUE ES
DEL CESAR
Hemos oído tantas veces hablar sobre el sigilo de la confesión y sobre la frase evangélica acerca del
César que, yo creo, vale la pena aclarar algunos puntos.
Sobre el sigilo sacramental de la confesión.
1. En las leyes de la Iglesia Católica hay tres que tienen que ver con este punto. Son los cánones
(leyes) número 983; 984 y 1388. El canon 983 dice: “El sigilo sacramental es inviolable; por lo cual
está terminantemente prohibido al confesor descubrir al penitente, de palabra o de cualquier otro
modo, y por ningún motivo”. El canon 984 dice: “Está terminantemente prohibido al confesor hacer
uso, en perjuicio del penitente, de los conocimientos adquiridos en la confesión, aunque no haya
peligro alguno de revelación”. El canon 1388 dice: “El confesor que viola directamente el sigilo
sacramental, incurre en excomunión latae sententiae (en la que se incurre por el mismo hecho de
cometer el delito) reservada a la Sede Apostólica (sólo el Papa puede perdonar este delito); quien lo
viola sólo indirectamente, ha de ser castigado en proporción con la gravedad del delito”.
2. Explico unos detalles: se llama “sigilo” sacramental de la confesión a la obligación de guardar
secreto todo lo que un penitente cuenta al sacerdote para recibir la absolución. Afecta este secreto a
todo lo que tiene que ver con su confesión y sólo a eso (incluso a lo que sólo parezca a un laico que
tiene que ver con lo que contó al sacerdote para recibir su absolución). No admite excepción
alguna, ni antes ni después de la muerte del confesado. El secreto obliga al confesor respecto de
todas las demás personas; el secreto obliga al confesor respecto del penitente ya fuera de la
confesión, a menos que el penitente le dé su permiso expreso y libre. No pertenece al secreto
(“sigilo”) sacramental lo que el confesado cuente al confesor sólo para pedir consejo, aun cuando
ese consejo se pretenda pedirlo bajo sigilo. El sigilo es obligatorio para el sacerdote en toda
confesión comenzada, aunque sea sacrílega o no acabe con la absolución. El confesor tiene que
guardar el sigilo sobre todas las culpas, incluso las culpas públicas si el confesor no las conocía por
otro conducto. Así sería violación al sigilo que el confesor de un ladrón notorio dijera que éste ha
confesado sus robos, por ejemplo.
3. Se falta propiamente al sigilo revelando, sin estar autorizado expresamente, lo que constituyó
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materia de confesión y al mismo tiempo de alguna manera la persona del penitente. Así, se falta
indirectamente al sigilo si se revelan cosas cuyo conocimiento se teme prudentemente que lleve a
alguien al conocimiento o sospecha de la materia del sigilo al mismo tiempo que de la persona del
confesado.
La confesión o penitencia es para la Iglesia una cosa sumamente seria y ha rodeado a esta práctica
de un montón de seguridades, precisamente para que tanto los confesados como los confesores la
practiquen y sientan amor y no odio hacia ella. Ya es hora de que no dejemos a nadie jugar con
estas cosas serias, tampoco a los medios de comunicación social.
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5. EL SACRAMENTO DE LA UNCION
HISTORIA DE LA UNCION DE LOS ENFERMOS
En los primeros siglos de la historia de la Iglesia no es posible deslindar, de entre los actos
litúrgicos, uno específicamente referido a la unción de los enfermos. No se han conservado, en este
punto, ni regulaciones jurídicas ni reflexiones teológicas. Los textos más antiguos en los que
aparece testificada se refieren a oraciones para la bendición del aceite con que se ungía a los
enfermos. Algunas de ellas se remontan a los primeros años del siglo III: el aceite debe adquirir una
nueva eficacia, para que pueda convertirse en auxilio para el alma y para el cuerpo. También se le
podía tomar como bebida.
El primer texto extralitúrgico sobre la unción de los enfermos procede de una carta del papa
Inocencio I, del año 416, al obispo Decencio de Gubbio (Italia) ; en ella se cita, por primera vez, el
pasaje de la carta de Santiago (5,14-16) en conexión con la unción de los enfermos (DS 216; Dz
99). El papa abordaba en este escrito el tema de la utilización correcta del óleo; no pretendía, pues,
exponer una doctrina completa sobre la unción de los enfermos: “Lo cual sin duda que debe
tomarse o entenderse de los fieles enfermos, los cuales pueden ser ungidos con el santo óleo del
crisma, que, preparado por el obispo, no sólo a los sacerdotes sino a todos los cristianos es lícito
usar para ungirse en su propia necesidad o en la de los suyos…Con todo, éste no puede derramarse
sobre los penitentes, puesto que es un género de sacramento. Y a quienes se niegan los otros
sacramentos, ¿cómo puede pensarse ha de concedérseles uno de ellos?”
Según este documento, a “todos” los cristianos les está permitido usar el óleo del crisma preparado
por el obispo “para ungirse en su propia necesidad o en la de los suyos”. Pero sólo el obispo puede
consagrar el óleo. Los obispos tienen potestad para derramar este óleo; si el pasaje de la carta de
Santiago habla de los “presbíteros” es porque los obispos (era lo mismo ser obispo que ser
presbítero en esa época), impedidos por otras ocupaciones, no pueden visitar a todos los enfermos.
El óleo bendecido (“crisma”) es un “género de sacramento” (genus sacramenti) y, por tanto, no
puede derramarse sobre los penitentes públicos, ya que a éstos se les niegan, antes de la
reconciliación oficial y pública, los sacramentos. Este pasaje del documento pontificio fue citado
numerosas veces en la Iglesia occidental e insertado en las principales compilaciones del derecho
eclesiástico. Por lo demás, el sumamente influyente Decretum Gratiani (primera mitad del siglo
XIII) suprimió precisamente los pasajes referentes a los enfermos como receptores y a los fieles (los
laicos) como administradores.
En el siglo V, San Juan Crisóstomo dice: “Esta mesa es mucho más preciosa y más dulce que las
vuestras. Estas lámparas son mejores que las de vuestras casas. Bien lo saben todos aquellos que,
ungidos con fe y a debido tiempo con el óleo santo, se vieron libres de sus enfermedades” (Homil.
Sobre Sn. Mt; Homil. 32,6).
Según testimonio del siglo VI, en caso de enfermedad (y no sólo en peligro de muerte) los
cristianos podían ungirse a sí mismos y ungir a los suyos con el óleo consagrado; al parecer, hubo
por aquella época una cierta competencia con los hechiceros. Este dato aparece testificado todavía
en el siglo VIII por Beda (+735). Apoyándose en Santiago 5,16, Beda consideró que el proceso
penitencial constituía el punto culminante de la unción de los enfermos.
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A partir del siglo VII el ritual se configura especialmente en el ambiente monástico. Influirà en el
ritual destinado a los simples fieles en dos puntos:
.El acento pasa de la petición de curación a un acto penitencial: La consecuencia de este cambio es
el retraso del sacramento hasta el momento màs próximo posible a la muerte: La unciòn de los
enfermos se convierte en extrema-unciòn.
.Los fieles no tienen derecho a dar la unciòn, sòlo los sacerdotes.
A partir del siglo VIII, y principalmente en el IX, se modificaron tanto la teología como la praxis de
la unción de los enfermos, que pasó a ser, junto con la penitencia y la eucaristía, el sacramento de
los moribundos. Las razones fueron, por un lado, las severas obligaciones que se contraían, de por
vida, con la unción, comparables a las obligaciones penitenciales; por otro lado, que se entendía que
la unción era parte constitutiva de la penitencia. Todavía estaba sujeta a oscilaciones la secuencia de
los tres sacramentos. Hasta el siglo XIII, la unción de los enfermos se recibía después de la
reconciliación penitencial y antes del viático. Pero a partir de este siglo, y hasta el Vaticano II, se
generalizó la práctica de administrarlo después de los otros dos. Ya desde el siglo IX se reservó a
los sacerdotes su administración. El rito no era uniforme. En algunos lugares, el sacerdote
consagraba el óleo inmediatamente antes de la unción del enfermo; en otros, el obispo consagraba
los óleos específicamente para este sacramento. Era frecuente la práctica de ungir los cinco sentidos
del enfermo, pero existen testimonios de más de veinte unciones diferentes, cada una de ellas
acompañada de su propia oración. A veces la unción se administraba durante siete días seguidos; en
algunas regiones –y todavía en la actualidad en el rito bizantino- se requería la presencia de varios
sacerdotes para la unción. Así aparece en Tomás de Aquino. Por diversas razones esta praxis tenía
efectos disuasorios, de modo que el sacramento tuvo que superar varias etapas críticas.
Hasta bien entrado el siglo XII, a la unción de los enfermos se le denominaba generalmente “oleum
infirmorum”, debido al óleo empleado en su administración, pero más tarde la teología escolástica
acuñó el término de “extrema unctio”, última o “extremaunción” porque se había convertido de
hecho en “sacramentum exeuntium”, sacramento de los moribundos. Desde que se fijó, en la
primera mitad del siglo XII, en siete el número de los sacramentos, la extremaunción se contó entre
ellos. Hubo importantes teólogos de la alta Escolástica que adscribieron su institución a los
apóstoles, mientras que otros consideraban que fue fundado por el mismo Jesús, si bien, al igual
que en el caso de la confirmación, fueron los apóstoles quienes lo dieron a conocer oficialmente. El
mayor problema con que se enfrentaba la teología escolástica en el tema de la unción de los
enfermos era el de la determinación de sus efectos. Se fue perdiendo cada vez más la visión unitaria
y, por tanto, pasó a muy segundo plano el efecto de la curación del enfermo. Al fin, acabó por
imponerse la idea de que este sacramento eliminaba los últimos impedimentos para la entrada del
creyente en la gloria celeste y llevaba a su coronación todos los esfuerzos desplegados por la Iglesia
para la salvación del alma. A partir de aquí prevaleció, durante cerca de siete siglos, la concepción
escatologizadora y espiritualizadora de este sacramento.
A partir del siglo XIII la proximidad de la muerte exige que el ritual sea màs breve. Este ritual,
abreviado desde el siglo XIII, es el que elegirà la reforma litúrgica subsiguiente al concilio de
Trento en 1614.
Las declaraciones doctrinales del magisterio de la Iglesia relativas al sacramento de la unción de los
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enfermos anteriores al concilio de Trento son extremadamente escasas. Al abordar el tema de la
unción de los enfermos, el concilio de Trento consideró que una de sus tareas más apremiantes era
la de defender su sacramentalidad. En la sesión XIV, del año 1551, aprobó y promulgó una
“doctrina sobre el sacramento de la extremaunción” en 3 capítulos y 4 cánones. La sacramentalidad
de la unción de los enfermos había sido ya dogmáticamente establecida en la sesión VII, del año
1547 (DS 1601; Dz 844). El fundamento bíblico aducido no es parte constitutiva del núcleo de la
afirmación. Según Trento, el ministro propio y ordinario de la extremaunción es el sacerdote, pero
con esto no se excluye que pueda haber ministros extraordinarios, por ejemplo, los diáconos. La
doctrina insiste expresamente en que el momento en que debe recibirse la extremaunción es al final
de la vida.
Desde 1972, la unción debe administrarse en caso de enfermedad grave (también antes de una
intervención quirúrgica, o en los casos de achaques de ancianidad, aunque no se padezca una
enfermedad específica). Puede administrarse a varios enfermos comunitariamente, en la Iglesia o en
un local adecuado. Puede repetirse ante una nueva enfermedad o un empeoramiento del estado de
salud. Y no se ordena sólo a fortalecer la fe del enfermo, sino que es también una expresión de esta
fe.
(Para esta Historia de la unción, ve: Herbert Vorgrimler; Teología de los sacramentos; Herder,
Barcelona, 1989, pp 289 a 300).
1.Para la mentalidad primitiva, todas las enfermedades eran efecto de malos espíritus. Por eso había
que llamar al sacerdote para que curara al enfermo. Ahora esos dos oficios están totalmente
separados, ¿por qué no separar las personas que administren lo que se busca en la unción de los
enfermos?
2.En la mentalidad judía, el alma es únicamente lo que no se ve del cuerpo, y el cuerpo únicamente
lo que se ve del alma.
3.La enfermedad, en esa lógica y contexto, era simplemente lo que se ve del pecado, del mal, por
eso Jesús empieza por perdonar los pecados a quien va a liberar de sus enfermedades: quitada la
causa, desaparecería el efecto (recordar el libro de Job entero). Sólo Dios perdona pecados, decían
los judíos, pero en Jesús se revelaba un Dios que tomaba la iniciativa y perdonaba sin condiciones
al pecador.
4.El aceite, según los antiguos, tenía propiedades curativas y se usaba en ungüentos, perfumes y
para lavarse (los luchadores griegos y romanos). En la Carta de Santiago (5, 13-16) aparece ya la
práctica primitiva de rogar por los enfermos y ungirlos con aceite para que se curaran.
5.Recordar que, en el Bautismo, se había ungido varias veces al cristiano: como luchador, como
sacerdote, profeta y rey; y la unción es una “repetición” del bautismo, pero sin agua.
6.Durante los primeros siglos los cristianos llevaban cualquier día del año botellas de aceite que
eran bendecidas por el obispo al final de la Eucaristía. Los fieles se llevaban esos frascos de aceite
bendecido y ellos mismos lo aplicaban a los enfermos…o se lo bebían.
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7. A este rito familiar-comunitario se unió uno especial de reconciliación solemne en caso de
muerte (la penitencia única diferida, por seguridad, a la hora de la muerte). El sentido original del
rito familiar y solemne era doble: quitar el pecado y la enfermedad que era su efecto o signo
exterior.
8.A este rito curativo y reconciliador se unió la comunión eucarística, en forma de “viático”, como
signo de que se estaba en comunión con el cuerpo de Cristo (la comunidad) y por lo tanto se podía
tomar parte del cuerpo sacramental de Cristo (la Eucaristía).
9.En caso de próxima muerte servía para recordar y comunicar la esperanza de la resurrección
(configurados con Cristo en la muerte para ser conresucitados con Cristo: sentido esencial del
Bautismo-Confirmación).
10.Se ha ido degenerando este rito hasta quedar convertido en un sacramento para moribundos, que
ya no perciben el signo. Con sentido magicista y tremendamente individualista.
11.La Iglesia primitiva fundamentaba este sacramento en un pasaje de la carta de Santiago 5,14 y
ss: “Si alguno de ustedes cae enfermo, que llame a los presbíteros de la Iglesia para que oren sobre
él y lo unjan con aceite en nombre del Señor”. Se trata de enfermos en cama, puesto que no van
personalmente a buscar la unción; se trata de enfermos que están conscientes, puesto que pueden
llamar ellos a los responsables. Los responsables que acuden no son curanderos, sino ministros de
la comunidad. Los responsables de la comunidad rezan por el enfermo y lo ungen con aceite (el
aceite era usadísimo como medicina y para vigorizar un cuerpo). La fe no se pone en el aceite, sino
en Dios que puede y quiere ayudar a los enfermos, por eso se ora al ungir. Es Jesús quien cura (ver
Hechos 3,16). “Si, además (dice Santiago 5,15), tiene pecados, se le perdonarán”. Ese “además”,
implica que la enfermedad no está causada por el pecado (como pensaba el libro de Job), pero que
Cristo perdonaba incondicionalmente, en nombre de Dios, los pecados (Mc.2,1-12).
“Acerca de los moribundos, se guardará también ahora la antigua ley canónica, a saber: que en
peligro de muerte a nadie se le prive del último y más necesario viático. Pero si después de haber
sido perdonado y haber obtenido la comunión, nuevamente volviere entre los vivos, póngase entre
los que sólo participan de la oración; pero de modo general y acerca de cualquiera a punto de morir,
si pide participar de la Eucaristía, el obispo, después de examen, debe dársela”. (Conc I de Nicea,
año 325, canon 13; Denz-Hün n 129).
“A los que después de que en un momento de emergencia y en la inminencia de un grave peligro
piden el socorro de la confesión y, por lo tanto, de la reconciliación, ni se debe prohibir la
reparación, ni negar la reconciliación: porque a la misericordia de Dios, cabe el cual la verdadera
conversión no sufre dilación alguna del perdón, ni podemos poner límites, ni prescribir tiempos…”
(San León Magno, papa; año 452, Denz-Hün n 309).
12.Por una carta del papa Inocencio I, en el año 416, sabemos que la unción no estaba reservada a
los presbíteros, sino que todos los fieles podían administrarla. Dice el papa: “Sin duda, hay que
entender lo de los fieles enfermos que serán ungidos con el óleo santo. Este aceite será consagrado
por el obispo y puede ser administrado no sólo por los presbíteros, sino por todos los fieles en sus
propias necesidades o en las de sus hermanos” (ver “La unción de los enfermos”, Anselm Grün,
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Ediciones San Pablo, Bogotá, 2002).
13.Desde la época de Carlomagno ( decreto del año 769), los obispos consideran la unción de los
enfermos principalmente como preparación para la muerte. Bajo influencia del cristianismo oriental
se llegó a considerar la unción de los enfermos en unión estrecha con la penitencia y, como la
penitencia sólo se permitía una sola vez después del bautismo y tenía unas exigencias muy fuertes,
se posponía hasta el último momento de la vida. De esta manera se convirtió a la unción de los
enfermos en la “extremaunción”.
14.En los siglos XI y XII, en los que se elaboró la teología propia de los sacramentos, Tomás de
Aquino explicó el sacramento de la unción como el último sacramento y como si englobara todo el
itinerario de la salvación (una especie de rebautismo, pero sin agua).
15.El Concilio IV de Letrán, que se celebró siendo para Inocencio III, en el año 1215, decretó que si
un enfermo no recibía los auxilios espirituales del sacerdote, no fuera atendido por el médico. Y da
como razón, que la enfermedad es efecto del pecado. Añadiendo que, en todo caso, el alma es
mucho más importante que el cuerpo. (Cfr Conc. Lat IV, const. 22).
16.En el Concilio de Trento se refirieron al pasaje de Mc.6,13 (“Expulsaban muchos demonios,
ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban”) para explicar el sacramento de la unción. Pero
observemos que en ese pasaje Jesús no envía a ungir cristianos, sino, simplemente, enfermos.
Ungiendo a los enfermos, los apóstoles invocan sobre ellos la fuerza salvadora de Dios.
En el siglo XVI, San Ignacio de Loyola insistió, ante las autoridades romanas, para fundamentar
que no es contrario a la caridad hacia el enfermo, que no quiere confesarse, negarle la ayuda del
médico, aunque de ello se siga la muerte. La argumentación es muy clara: “Non est contra
charitatem infirmo, nolenti confiteri, negare medicamenta, licet mortem incurrat”. (Cfr Monumenta
Ignaciana, Epistolae et Instrucciones, vol I, Madrid 1903, Epist 68, 264-265; también en Epist 69,
265-267).
17.El Concilio Vaticano II cambió esa visión de la unción como sacramento de los moribundos y lo
volvió a poner para el caso de que por enfermedad o por la edad una persona empieza a sentirse en
peligro. Se trata, como explicó Paulo VI, no de peligro de muerte, sino “cuando la salud de la
persona está seriamente amenazada”.
18.Normas pastorales posibles:
-Recuperar su relación esencial con el bautismo-confirmación que es opción fundamental con el
cuerpo de Cristo, la comunidad, y con el cuerpo sacramental de Cristo: la Eucaristía.
-Recuperar su sentido bautismal de unción para la lucha contra el mal en todas sus manifestaciones.
Para recordar que el bien tiene fuerza de sobra para dominar al mal.
-Recuperar su sentido de unción bautismal, de modo que no sea visto como sacramento sólo de
moribundos. El ideal es que pueda recibirlo después de haberlo pedido con plena conciencia y
pudiendo participar activamente en el rito.
-Nunca debe sustituir a los cuidados médicos.
-Nunca debe presentarse como garantía de salvación, que sólo Cristo, la gracia gratis, la
misericordia infinita de Dios, lo es.
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-No debe administrarse a quien conscientemente rechazó su fe o prácticamente la ignoró siempre, a
menos que haya solicitado claramente al ministro religioso.
-Debe incluirse en una pastoral comunitaria de los enfermos, mucho más amplia que la mera
aplicación sacramental de la unción.
-Toda enfermedad es una experiencia de la finitud, de la mortalidad que conllevamos; es un
momento bien importante para reconocer la propia fragilidad esencial, pero que, en ella, sigo
sostenido por la mano bondadosa de Dios.
-¿No sería más pastoral el que administrara la unción el o la asistente pastoral de los enfermos, que
siempre tiene un contacto más intenso con los enfermos? Sea quien sea quien administre el
sacramento de la unción, lo hace por encargo del obispo y con el óleo bendecido por él. Se trata no
de un acto privado de devoción, sino de una acción de la Iglesia, hecha por encargo y con la
bendición del obispo.
-En cada enfermedad, oímos la frase de Jesús (en Jn.5,6): “¿Quieres curarte?”. Jesús me añadirá
(ver Jn.5,8): “levántate, toma tu camilla y vete”, Jesús quiere despertar mis propias fuerzas
interiores, y no que ponga mi fe en aguas o ángeles que bajen a sanarme.
-En todas nuestras enfermedades, físicas o espirituales, podemos oír a Jesús decirnos: “Vengan a mí
todos los que están cansados y agobiados, y yo los aliviaré” (Mt.11,26).
-La curación de un enfermo fue siempre un anuncio de la llegada del Reino de Dios (ver Mt.11,4 y
ss).
-Sólo si amo mi vida desearé la resurrección.
ANEXO 1
a.Es fundamental distinguir entre el rito de la bendición del óleo y el rito de la aplicación al
enfermo. El primero sólo se hace con intervención del presbítero u ordenado. El segundo lo lleva a
cabo aun el mismo sujeto.
b.Para la consagración del óleo se emplea todo un rito con fórmulas tradicionales. Para la aplicación
se da una enorme variedad, no excluida la bebida.
c.Sólo los cristianos que no estaban sometidos a la penitencia pública podían recibir la unción de
los enfermos. Los efectos pretendidos con ella son ante todo la curación corporal. La mayoría de los
documentos habla sólo de tal curación y ningún texto alude expresamente a la unción como rito
preparatorio para la muerte; no faltan textos que incluyen la salud espiritual y consideran el rito
como reconciliación penitencial.
d.El rito de la unción de los enfermos guarda estrecha relación con la práctica recomendada por el
apóstol Santiago, en cuyas palabras van descubriendo los teólogos cada vez más los efectos
espirituales, sobre todo el perdón de los pecados (Cfr.A Chavase; Estudio sobre la unción de los
enfermos en la Iglesia latina del tercero al siglo once. Tomo I, del III siglo a la reforma carolingia;
Lyon, 1942).
El primer milenio cristiano esperaba de la “Unción de los enfermos” un beneficio corporal; y lo
esperaba no menos que el espiritual; es decir, esperaba una ayuda para el cuerpo en todas las cosas;
y esperaba este beneficio en virtud del sacramento mismo (no se piensa en la mediación de un
estado espiritual-psicológico) Es verdad que, según la interpretación auténtica de la tradición, la
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unción de los enfermos no estuvo jamás ordenada “exclusivamente” al beneficio de la curación. La
extremaunción ejerce un influjo sobre la unidad viva que es la persona entera, espiritual y corporal.
(Cfr. Z. Alszeghy; El efecto corporal de la extremaunción; Gregorianum 38, 1957, pp 385-405).
La unción de los enfermos es un encuentro personal con Cristo, el Dador de la Salvación, en los
momentos de crisis soteriológica de un enfermedad (Cfr. A. Knauber; Teología Pastoral de la
unción de los enfermos; Manual de la Teología Pastoral; IV, Freiburg-Basel-Wien, Herder, 1969,
pp. 145-178).
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6. EL SACRAMENTO DEL ORDEN
“Amando aprenden lo que anuncian enseñando” (San Gregorio Magno, Papa, In Ezechielem I
hom., 5,16; PL 76, 528 B).
0.El sacerdocio en Israel.
Para los israelitas, como para los cananeos y para el conjunto del mundo antiguo, todo lo que es
vida, toda actividad, toda la vida pertenece a la esfera de lo sagrado. Es decir, pertenecen a ella
tanto el cultivo de los campos como la guerra, las relaciones conyugales como los tratados de
alianza. Leyes y ritos, establecidos desde antiguo, y que son estables, indiscutibles, significan este
orden sacral del mundo y proporcionan el medio para conformarse a èl, determinando las relaciones
de los hombres con Dios, y las relaciones de los hombres entre ellos y con la naturaleza. Los
sacerdotes no eran amos y señores, en este orden que los englobaba, sino que ejercían una función
de especialistas e intermediarios. Realizaban especialmente las acciones màs sagradas, las acciones
del culto, entre las cuales la màs eminente e importante era el sacrificio, aunque esta función no
estuviera reservada exclusivamente para ellos.
Los sacerdotes, que eran ministros del culto, estaban ligados ordinariamente a santuarios. La
persona de los sacerdotes, estaba, de alguna manera, sacralizada. Desempeñaban una función
mediadora entre Yahvè y sus fieles. De hecho, se les consultaba (es lo que significaba
ordinariamente la expresión bíblica: “ir a consultar a Yahvè”). Daban consejos en materia religiosa,
ya sea en el sentido particular de prescripciones rituales (por ejemplo la distinción entre “puro” e
“impuro”), ya sea en el sentido màs amplio de la relación con Yahvè, de la vida en la alianza santa,
de toda la vida (toda la actividad sacerdotal està como simbolizada en la admirable “bendición” que
debe dar el sacerdote, según Nùm 6,22-27). Profieren oráculos o decisiones en nombre de Dios. Y
esto, a menudo, por medio de procedimientos adivinatorios como el “efod” y los “Urim-Tumim”.
Son los guardianes y responsables de las costumbres. Ellos son los que conservan las tradiciones, y
los que dan de ellas una presentación e interpretación autorizada. De esta manera, y en este sentido,
son los responsables de la revelación divina recibida de los “padres”, y de la enseñanza que de ella
se da en Israel. En la gran época del profetismo, este papel de detentores de la “torah” y de las
tradiciones autènticas, este papel de catequistas y educadores en la fe, será el papel caracterìstico y
propio del sacerdocio israelita (ver Os 4,6-9; Miq 3,11; Sof 3,4; Jer 2,8; 18,18; Ez 7,26; Dt 17,813). Otra cosa ocurrirà en un período màs tardìo del judaísmo, cuando la enseñanza vaya pasando
poco a poco a manos de los “escribas” o “rabinos”. Desde el año 70 de la era cristiana, con la
destrucción de JUerusalèn y el templo de parte de los romanos por manos de Tito, los sacerdotes
perdieron prácticamente sus funciones entre el pueblo judío y es el rabinismo el que dirige y lleva
adelante la vida religiosa judía.
1. Relación de Jesús con el sacerdocio, el templo y sacrificios de su religión.
Lo primero que habría que explicar para entender el sacramento del Orden en la Iglesia Católica, es
qué relación tuvo Jesús con el sacerdocio, el templo y los sacrificios judíos, los de su propia
religión. La imagen tradicional en el catolicismo del sacerdote como persona sagrada, puesta aparte
para el servicio del altar, no tiene ningún fundamento en el Nuevo Testamento.
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Sobre los Sacramentos en General.
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Jesús no fue “sacerdote” en el sentido clásico de la palabra. Y no lo fue de una manera mucho más
radical que la del católico que no es sacerdote, sino “laico”. El sacerdocio cultual en la religión
judía era posesión absoluta de una de las doce tribus en las que se dividía el pueblo de Israel, la
tribu de Leví. Si usted no era de la tribu de Leví no tenía derecho a ejercer ningún tipo de
sacerdocio cultual. Pero no bastaba ser de la tribu de Leví, había que descender de la familia de
Aarón. Y, dentro de la familia de Aarón, se tenía que pertenecer a la rama de la familia de Sadoc
(los “saduceos” que aparecen en el Nuevo Testamento). Desde la época de los Macabeos, con la
dinastía Asmonea, el sacerdocio cultual había pasado a constituir un privilegio religioso, político,
económico y social que los pertenecientes a la familia de Sadoc preservaban celosísimamente, por
lo menos desde la vuelta del destierro babilónico en adelante. Jesús, nos dice el Evangelio, era de la
tribu de Judá y de la familia de David. Jesús, por ello, no se consideró a sí mismo como sacerdote, y
no llamó a nadie de sus seguidores “sacerdote”, no usó el lenguaje de las religiones, sino el que el
pueblo entendía: justicia, gracia, compasión, amor, perdón, misericordia.
Pero es que, además, Jesús no iba al templo a orar. Jesús, que era un hombre de oración, para orar
iba al monte, o al desierto, o al huerto de los olivos. Los evangelistas nos dicen a dónde se retiraba
Jesús a orar para decirnos, precisamente, que no iba al templo. Ir a Jerusalén y no pasar por el
templo, que ocupaba una gran parte de lo que era entonces la ciudad de Jerusalén, era casi
imposible. Pasar por el templo y no orar era inconcebible en la mentalidad judía. ¡Los evangelistas
no nos ponen, en todo el Evangelio, ni una sola vez que Jesús fuera al templo a orar! Incluso se
toman el trabajo de aclararnos que Jesús, a los doce años, fue al templo a discutir con los doctores y
que, en plena misión de evangelizar aprovechaba la ida al templo para predicar al pueblo, que se
reunía allí, acerca del Reino de Dios.
En todo el Evangelio no se nos pone a Jesús ofreciendo un sacrificio cultual ni una sola vez. Incluso
los evangelistas nos dicen que ellos estaban seguros de que Jesús no ofrecía sacrificios cultuales,
por eso le preguntan ¿a dónde quieres que te preparemos la Pascua? Si esperaban a que Jesús, que
iba a presidir esa cena, fuera a ofrecer el cordero pascual, se quedarían sin cena.
Jesús no manda a nadie a donde los sacerdotes para que ellos hagan con esa persona algo que ahora
se consideraría una labor sacerdotal. A los únicos a quienes envía a donde los sacerdotes judíos es a
los leprosos curados, ¡y eso sólo para los sacerdotes les dieran el equivalente a un certificado de
salud!
Jesús no busca a sacerdotes de su religión para conversar con ellos sobre sus ideas o su misión. Son
los sacerdotes los que lo buscan, y para reclamarle que nadie lo haya autorizado para que ande
haciendo lo que Jesús anda haciendo.
Jesús no habla bien de los sacerdotes judíos, y para explicar esto nos basta con recordar la parábola
del buen samaritano. Incluso, los evangelistas hablan bien de un sacerdote judío, el padre de Juan el
Bautista, ¡y se trata de un hombre justo, pero sin fe!, que se queda sin creer en un mensaje divino
que él mismo escucha de boca de un ángel bajado del cielo mientras él estaba en lugar santo del
templo, en ejercicio de sus funciones sacerdotales. Los evangelistas tienen tan claro este punto que
hacen a los saduceos los directos culpables de la muerte de Jesús; pues son ellos los que crean un
complot para asesinarlo, en el que son capaces de involucrar a uno de los amigos más cercanos de
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Sobre los Sacramentos en General.
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Jesús.
¿Cuántas veces, nos dice el Evangelio, que Jesús se hubiera dirigido, en sus palabras, directamente
a los sacerdotes? Probablemente sólo cuando, expulsados los cambistas y vendedores de animales,
Jesús dice: ¡Ustedes (los sacerdotes) han convertido la casa de mi Padre en una cueva de ladrones!
¿Qué es lo que Jesús parece rechazar de los sacerdotes de su propia religión? Que Dios, según las
Sagradas Escrituras, había creado el sacerdocio judío para que los sacerdotes sirvieran a Dios y para
que sirvieran al pueblo. Y los sacerdotes habían acabado por servirse de Dios y del pueblo. Jesús
manda escoger entre Dios y la riqueza y los sacerdotes judíos habían escogido Dios y la riqueza,
incluso habían acabado convirtiendo a Dios en medio para acumular su riqueza personal, y esto era
totalmente intolerable para Jesús que, además, consideraba la esencia de su misión hablar del Reino
de Dios..
Jesús trata de volver al judaísmo de la época Abraham, nuestro padre en la fe; a volver a antes de
David y su dinastía. Abraham, antes de que existiera el templo, da verdadero culto a Dios;
Abraham, antes de la existencia de la ley de Moisés, es un verdadero siervo de Yahvé. Y aquí
habría que explicar la diferencia entre lo que es fe y lo que es religión. La fe es vida, la religión ritos
(lugares sagrados, tiempos sagrados, ritos repetibles). La vida se expresa, normalmente en ritos (el
saludo, el beso, el regalo, etc.). El rito que expresa y compromete la vida es un rito perfecto. El rito
que no expresa ni compromete sino que sustituye la vida es un rito prostituido y degradado. El
cristianismo de Jesús es una fe, una actitud vital que compromete y expresa la vida vivida delante
de Dios y para Dios, en el prójimo.
Cuando Jesús llama a alguien, no lo llama al sacerdocio, sino al seguimiento. Jesús quería
seguidores de su misión de anunciar y hacer presente el Reino de Dios. Como el Padre había
enviado a Jesús a “evangelizar”, así Jesús quería continuadores de su misión que fueran, por todo el
mundo, anunciando la Buena Nueva del Reino de Dios a toda criatura. Jesús no crea una nueva
religión y, menos todavía, un culto hacia El. Eso lo hubiera convertido en apóstata de su propia fe, y
hubiera justificado la condena de los representantes de su religión. Observemos que, en el
Evangelio, a lo que Jesús llama a sus seguidores es a hacerse “pescadores de hombres”, no
sacerdotes. Cuando Jesús pide a Pedro que pastoree a las ovejas de Cristo, no le pide que sea
sacerdote, sino pastor. Para que un presbítero sea lo que debe ser, a quien debe imitar no es a otros
presbíteros, sino a Cristo que, no por casualidad, era un laico.
Pablo, que se siente apóstol y pastor de las primeras comunidades de origen griego llega a decir:
“Yo no he sido enviado a bautizar, sino a evangelizar”. O sea: Pablo se siente enviado a comunicar,
continuando la misión de Jesús, la buena noticia de que Dios ha comenzado a reinar aquí y que la
plenitud de su Reino es el futuro del universo.
2.Jesús único y eterno sacerdote.
Para la comunidad cristiana primitiva Jesús es el único sacerdote, el único sacrificio, el único altar.
Y la liturgia de su vida, muerte y resurrección permanece eternamente ante Dios (ver toda la Carta a
los Hebreos). Jesús ofreció el sacrificio de su propia vida, ofrecida ante Dios y que permanece allí
para siempre con valor infinito, por lo que no hace falta ningún otro sacerdote, sacrificio o víctima.
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Sobre los Sacramentos en General.
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El sacerdocio de Jesús, según la Carta a los Hebreos, no tiene nada que ver con el sacerdocio
aaronita o saduceo. Para la comunidad primitiva Jesús no sólo es el único sacerdote sino, también,
es el único diácono (He venido a servir (diaconeo) no a ser servido. Yo estoy entre ustedes como
quien sirve (diaconeo)). Todos somos servidores (diaconeo) los unos de los otros, como todos
somos sacerdotes: 1 Pedro 2,9; Apocalipsis 1,6; 5,10; 20,6.
El Evangelio desconoce la casta sacerdotal, ya que en èl no hay una tribu encargada de ofrecer
sacrificios (como en el AT), ni casta de hombres intermediarios entre la humanidad y Dios, cuya
intervención sea necesaria para que blos hombres se sientan reconciliados con Dios y perdonados.
Cada persona es un miembro de la Iglesia, cuerpo de Cristo, y, en tal concepto, sacerdote del
Altìsimo. El título de sacerdote, en ninguno de los documentos procedentes de la Iglesia del tiempo
de los Apòstoles, sirve ni una sola vez para designar función o cargo especial alguno. El Evangelio
considera como sacerdotes a los santos, a los miembros de la familia cristiana. Persona a persona,
todos los cristianos son iguales. Tertuliano fue el primero que hablò de pretensiones sacerdotales a
favor de los ministros cristianos.
En la Carta a los Hebreos se llama a Jesús “sacerdote” (hiereus) simplemente para citar el salmo
110 (5,6; 7,11.15.17.21; 8,4; 10,21) en referencia a Jesús. Se le compara con el rey sacerdote, no
israelita, Melquisedec (7,1.3) o se le contrapone a los sacerdotes levíticos (7,14.20.23; 9,6;10,11).
Pero es más frecuente llamarle “sumo sacerdote” (2,17; 3,1; 4,14.15; 5,5.10; 6,20; 7,26; 8,1; 9,11) y
contraponerlo al sumo sacerdote aarónico (5,1; 7,27.28; 8,3; 9, 7.25; 13,11).
“El Señor con su único sacrificio es el que reúne siempre en sí a su único pueblo. En todos los
lugares se verifica la asamblea del único pueblo” (ver J.Ratzinger, La Iglesia, una comunidad
siempre en camino; Ediciones Paulinas, Madrid 1992, p 19).
3.En la Iglesia de los primeros doscientos años .
En la primera comunidad cristiana a nadie, individualmente, se le llama “hiereus” (sacerdote); sólo
a Jesucristo; sólo a la comunidad cristiana en conjunto, cuerpo de Cristo. La palabra “jerarquía”
que, etimológicamente, significa tanto “origen sagrado” como “poder sagrado” se aplicaba entonces
en el paganismo a las personas que tenían un “poder sagrado” por su relación privilegiada con Dios
en el culto divino. En el Nuevo Testamento no se usa la palabra “jerarquía” ni siquiera para
referirse a Jesús. La palabra “jerarquía” sólo aparece en la Iglesia desde la segunda mitad del siglo
V y no es conocida o usada antes del Pseudo Dionisio el Areopagita, cuyos escritos son anteriores
al año 531 y posteriores a las obras del neoplatónico Proclo (muerto en 485). Es aplicada tanto a los
coros angélicos que no tienen todos la misma dignidad, como a la Iglesia que tiene distintos grados,
siendo el episcopado el màs elevado de todos. El sentido de “origen o poder sagrado” tampoco se
utiliza por considerarlo incompatible con la idea de “servicio” (diakonía) que era la propia de todos
los cargos y carismas que iban apareciendo dentro de la comunidad. En la comunidad cristiana de
los primeros doscientos años se excluye, expresamente, todos los conceptos que unan “autoridad”
con la palabra “poder”. El término de “jerarquía” comenzó a designar a autoridades cristianas sólo
en el siglo VI, y entonces procedía del Pseudo Dionisio Areopagita, que estableció, en sus escritos,
un paralelo entre la jerarquía celestial de ángeles y arcángeles y la Iglesia terrena, con diversos
mediadores entre Dios y los seres humanos.
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Sobre los Sacramentos en General.
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En el siglo II y III es desconocido el oficio de “sacerdote” (como no sea aplicado sino a Cristo y a la
comunidad entera, cuerpo de Cristo), pero la tendencia a crearlo es indudable. Ignacio de Antioquìa
tuvo ideas acerca del alto poder episcopal, pero no del sacerdotal, del cual también estaba exento
san Policarpo. Para san Justino, los cristianos eran la raza del màs alto sacerdocio, pues ofrecían
sacrificios agradables a Dios (ver Diàlogo, cap CXIV, CXVII; o mla Primera apología, cap LXVI y
LXVII. En Ireneo, la dignidad sacerdotal es la porción de todo justo, y el corazón santificado, la
vida justa, la fe, la obediencia y la rectitud son los sacrificios que Dios ama (Ireneo, Contra las
herejías, cap IV pp 3 y 4, 8, 17, 134).
Desde finales del siglo II y comienzos del III empiezan a aparecer indicios claros de un cambio. Asì
Tertuliano, en Africa, habla del orden sacerdotal y de ofrendas sacerdotales. Tambièn describe al
obispo como sumo sacerdote y pontífice máximo (ver Exhortaciòn a la castidad, p 7; De
prescripciones, Haer , p 41; Del bautismo, p 17; De pudicitia, p 1). San Hipòlito, en Italia, reclama
para sì, como sucesor de los apóstoles, el supremo sacerdocio (Refutaciòn de todas las herejías I,
Proem.). Orìgenes, en Alejandrìa, aunque habla del sacerdocio universal y los sacrificios
espirituales (Homilìa in Lev 9, 9-10), también indica la semejanza del nuevo ministerio con los
antiguos sacerdotes y levitas. San Cipriano, en Africa, reviste al nuevo clero con las dignidades del
antiguo, atribuyéndole funciones de sacrificador y caràcter de intercesor (In Evan Joh I, p 3).
Las decisiones fundamentales las toman los ancianos-presbìteros en nombre de los apóstoles y de
toda la comunidad (ver Hechos 15; 1 Cor 5,4). Asì lo expresa san Cipriano todavía en el año 252:
“Desde el principio de mi episcopado, determinè no hacer nada sin contar con el consentimiento de
los fieles” (ver también Cartas, cap V; cap XIII, p 2). Asì lo consigna san Hipòlito cuando habla de
la Iglesia de Esmirna (ver Contra la herejía de Noeto, cap I). Pero pronto se pierde esta costumbre;
empieza la jerarquía a no solicitar la intervención de los fieles y las iglesias van perdiendo gran
parte de su fuerza e independencia. En lo relativo a las relaciones del gobierno de la Iglesia el lazo
de una fe común era menos fuerte que el del ideal y de la vida comunes. El credo tenía cierta
vaguedad, pero no la moral. Si la sal perdía su sabor, ¿con què le sería devuelto? Los eclesiásticos
de cada comunidad eran los guardianes de esta pureza moral (que estaba en competencia con la de
los paganos estoicos y con la de los rabinos judìos).
“Porque no ignoramos que hay un solo Dios y un solo Señor Jesucristo, a quien hemos confesado,
un solo Espíritu Santo, y sólo debe haber un obispo en una Iglesia católica” (El Papa Cornelio
(murió el año 253); Denz-Hün, n 108).
“El vindicador del Evangelio (Novaciano), ¿no sabía que en una Iglesia católica sólo debe haber un
obispo?” (El Papa Cornelio, que murió el año 253, Denz-Hün n 109).
4.Con las distintas eclesiologías los diversos ministerios, servicios y carismas reconocidos.
Durante el siglo I y gran parte del II no estaba definida la estructura de la Iglesia, y por eso
encontramos cierta variedad en cuanto a los títulos de los diferentes cargos de liderazgo. Así, por
ejemplo, las cualidades que los supervisores (episkopoi) debían tener (por ejemplo en 1 Tim) son
los requisitos que Tito pide a los presbíteros. En 1 Tim ( de finales del siglo I o comienzos del II)
aparecen los siguientes títulos o puestos: “supervisor” (episkopos, en singular, encargado de la
“supervisión” (episkopé), “diáconos” (diakonoi), “presbíteros” o ancianos (presbyteroi); también se
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Sobre los Sacramentos en General.
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expresan requisitos particulares para pertenecer a un grupo especial compuesto por “viudas”
(chérais), lo cual indica que posiblemente también había una orden o ministerio realizado por un
grupo de viudas. Esto no significa que en aquel tiempo existieran los tres puestos diferentes y
definidos, más la orden de viudas (como aparece en las cartas de Ignacio de Antioquía). Para
empezar, debemos dejar muy claro que la palabra “episkopos”, que algunas versiones de 1 Tito 3,2
traducen por “obispo”, no corresponde a lo que hoy entendemos como tal, es decir, una autoridad
de la Iglesia que está por encima de varias iglesias y a la que todo el clero y la comunidad deben
obedecer y someterse. Ese obispado, llamado monárquico por los teólogos, no se corresponde con
el de los primeros tiempos de la comunidad cristiana. La palabra española “obispo” proviene del
latín “episcopus”, término que, a su vez, procede de la transcripción literal del griego “episkopos”,
que significa simplemente “supervisor”, “protector”, “guardián”, “vigilante”. Y, de hecho, tal era la
función más antigua de los presbíteros: ser supervisores o vigilantes. En los primeros tiempos, a
mediados del siglo I, en una carta dirigida a una sola iglesia se hablaba de obispos, en plural (Filip
1,1). En Hechos 20,28, escrito antes que la Primera Carta de Clemente, el Pastor de Hermas y las
cartas de Ignacio de Antioquia, cuando Pablo exhorta a los presbíteros (cfr 20,17) de efeso, les dice:
“Cuiden de ustedes y de toda la grey en medio de la cual los ha puesto el Espíritu Santo como
supervisores (episkopoi) para pastorear la iglesia de Dios”. En Hechos 14,23 encontramos que se
instituyeron “presbíteros” en las diferentes comunidades que se fueron fundando. Los presbíteros,
en este contexto, eran los responsables de las nuevas comunidades cristianas. Si encontramos
coincidencia en la función entre obispos y presbíteros, como en Tito y en 1 Timoteo, es que muy
probablemente se trataba de las mismas personas y no sólo de mezcla de tradiciones.
Anexo: “Presbyteros: ¿anciano o presbítero?”
Consultando las traducciones, podemos comprobar la indecisión de los autores. Traduciendo el
griego “presbíteros” por “anciano”, se corre el riesgo de quedarse en el nivel judío (o judaizante de
las comunidades creadas y presididas por Santiago o Pedro); si se usa el tèrmino “presbítero”, se
supone ya màs o menos acabada una evolución que sòlo habrìa de culminar en el siglo II. Se
impone por tanto una explicación del sentido primero y de la evolución de este tèrmino.
Adjetivo comparativo, “presbíteros” designa normalmente en plural a los ancianos de una
comunidad, a quienes corresponde dirigir los asuntos comunitarios. Los evangelios hablan a
menudo de “los ancianos del pueblo”, que se sentaban en el sanedrín con los sumos sacerdotes y los
fariseos (Mt 16,21; 26,3.47; etc.). En la comunidad primitiva de Jerusalèn, los apóstoles ejercieron
solos al principio la dirección. Las necesidades especìficas de los helenistas motivaron la elección
de los siete (Hechos 6,1-7). Luego aparecen los ancianos (la comunidad de cristianos de Jerusalèn
era especialmente judaizante por la dirección de Santiago), sin que Lucas nos informe de las
circunstancias de su designación (Hechos 11,30; 15,6). No cabe duda de que las comunidades
judeocristianas adoptaron naturalmente esta forma de dirección colegial. Por eso la carta de
Santiago (5,14s) nos dice que los ancianos de la iglesia deben ungir con òleo a los enfermos y rezar
por ellos.
La historia de los ministerios en las comunidades paulinas es màs compleja, ya que en las grandes
cartas encontramos la mención de numerosos carismas y funciones, pero no figuran en ellas las
palabras “presbíteros” ni “episkopos” (en sentido propio de “vigilante, inspector”; de ahì viene
nuestra palabra obispo). Hay que aguardar a las cartas pasatorales (1 y 2 Tim, Tito), escritas para
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Sobre los Sacramentos en General.
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regular la vida de las comunidades del Asia Menor. Con vistas a una mejor organización, vemos allì
una serie de normas con la lista de las virtudes requeridas para las diversas funciones en la iglesia
(asì 1 Tim 3,1-7; 5,17-22; Tito 1,5-9). El rito de la imposición de manos, que no se menciona en 1
Pe, se pone de relieve en las pastorales (1 Tim 4,16; 5,22; 2 Tim 1,6), para conferir la gracia del
Espìritu Santo a los que entran en el colegio de presbíteros. Esta es precisamente la palabra que hay
que emplear entonces, puesto que no estamos ya a nivel de la organización judía de las
comunidades. Sin embargo, no ha acabado aùn la evolución, pues todavía no destaca con claridad el
papel del presidente del colegio presbiterial, el futuro obispo.
Solamente en las cartas de Ignacio de Antioquìa (por el año 115) aparecen sòlidamente establecidos
en las iglesias del Asia Menor, como en Antioquìa, los tres grados de episcopado, presbiterado y
diaconado. Limitèmonos a citar dos textos significativos:
“Cuando ustedes se someten al Obispo como a Jesucristo, no los veo vivir según los hombres, sino
según Jesucristo que murió por ustedes, para que creyendo en su muerte escapen ustedes de la
muerte. Por tanto, es necesario –como ya lo hacen ustedes- que no hagan nada sin el obispo, sino
que se sometan también al “presbyterium”, como a los apóstoles de Jesucristo nuestra esperanza, en
quien nos encontraremos si vivimos asì. Tambièn es preciso que los diáconos, que son los ministros
de los misterios de Jesucristo, complazcan a todos plenamente” (Carta Ad Trallianos, II).
“Tengan cuidado de no participar màs que de una sola eucaristía; pues no hay màs que una sola
carne de nuestro Señor Jesucristo y un solo cáliz para unirnos en su sangre, un solo altar, como un
solo obispo con el “presbyterium” y los diáconos, mis compañeros de servicio; de este modo, todo
lo que hagan lo harán según Dios” (Carta Ad Philadelphianos, IV).
(Para este anexo, ver Las cartas de Pedro; Edouuard Cothenet; Cuadernos Bìblicos n 47; Verbo
Divino, Estella, Navarra, 1984, p 43).
Con respecto al término “diáconos”, éste también aparece en plural (cf Hechos; Filip 1,1; rom
16,1); en griego significa “servidores” y, como puesto dirigente, “ministros”. Sus funciones no eran
las de unos meros auxiliares; el término es bastante extenso, pues, además de servir a la comunidad
cristiana, los diáconos predicaban, evangelizaban y enseñaban, como era el caso de Esteban, Felipe
y también Febe.
Antes de que se institucionalizara la Iglesia, las estructuras de las comunidades cristianas eran
variadas y flexibles; toda responsabilidad frente a la comunidad era vista como don del Espíritu
Santo, es decir, no existían aún puestos oficiales cuya autoridad fuera otorgada por mecanismos
eclesiásticos. Había un gran espacio para la profecía; las personas con este carisma eran vistas como
seres llenos del Espíritu Santo; gozaban de un gran respeto y acogida en las comunidades. Como se
trataba de un don del Espíritu Santo y no de una asignación institucional, podían pertenecer a
cualquier clase social y género. Las mujeres tenían un amplia participación en las comunidades
gracias a este don; las esclavas y los esclavos podían también poseer este carisma y, por lo tanto,
participar en el liderazgo con autoridad. De ahí que muy probablemente hubiera no sólo diaconisas,
sino también presbíteros. Había un “colegio” de presbíteros, hombres y mujeres encargados de
velar por la iglesia “ekklesia) y llevarla adelante. El “obispo” posterior no es ya un simple
supervisor y administrador de las actividades económicas y litúrgicas, sino cabeza de todas las
comunidades, y eso ocurrió cuando el obispo asumió las tareas de enseñanza, la profecía y la
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interpretación. (desde Durante el siglo I hasta aquí, ver: Elsa Tamez; Luchas de poder en los
orígenes del cristianismo; Sal Terrae; Santander, 2005, pp. 139 a 142).
Con cada una de las diversas eclesiologías que van apareciendo en las primeras comunidades
cristianas, emergen diversos ministerios, servicios y carismas reconocidos oficialmente por la
comunidad. Los de obispos (“inspectores”) y diáconos (“servidores”); los de “doctores” (nosotros
los llamaríamos doctrineros o catequistas); profetas (los que hablan a la comunidad de parte de
Dios con un mensaje concreto); cuidadores de enfermos, etc. Como podemos observar a simple
vista, todos son nombres “civiles”, no “institucionales” del culto.
Igual que se dio un paso de cambio del Antiguo Testamento oral al Antiguo Testamento escrito, se
dio un paso de cambio entre el Pablo oral y el Pablo escrito. De cualquier manera, en ninguna de las
cartas ciertamente paulinas se habla de presbíteros. El nombre de “presbíteros” o “ancianos” es
propio de las comunidades judeocristianas, mientras que los cristianos de origen pagano tenían
ministerios inspirados en la sociedad grecorromana.
Las cartas pastorales, fueron redactadas a finales del siglo I, y reflejan una fase tardía del desarrollo
ministerial y una transformación de la teología de los ministerios. Las cualidades exigidas para ser
obispo son todas ellas cualidades civiles y no se mencionaba nada específico de un cargo religioso o
cultual. A finales del siglo primero desaparece el título eclesial de “apóstoles”, que queda reservado
a las grandes figuras de la primera época. Vale la pena notar que si de verdad se hubiera exigido a
los primeros obispos las condiciones que Pablo pone, Pablo mismo nunca hubiera sido obispo.
Finalmente se unieron las corrientes judea y pagano-cristiana; se identificó la organización
presbiteral con la episcopal, manteniendo ambas el carácter colegial, su subordinación a los
apóstoles y su superioridad sobre los diáconos. Teniendo en cuenta esta época, no podemos hablar
de tal manera del sacramento del Orden que tengamos que afirmar que en la Iglesia los sacramentos
son siete…para los varones, pero sólo seis para las mujeres.
En la sociedad grecorromana “obispo” era el nombre de un cargo, probablemente aplicado al que se
le confiaba el tesoro y la asministraciòn, que quiere decir “vigilante e inspector”, nombre adoptado
desde el principio por las iglesias cristianogentiles, quizás por ser un vocablo de uso profano
normal, no religioso, pues a los primeros cristianos todo lo concerniente a la religiosidad de su
época les sonaba a demonìaco. Los títulos de presbítero y obispo eran equivalentes y eran
empleados indistintamente. Oigamos a san Jerònimo decir: “El anciano es lo mismo que el obispo
y, antes de que bajo la influencia del diablo se hubiesen multiplicado los partidos, las iglesias eran
gobernadas por el co0nsejo de ancianos” (Sobre Tito). Y en otro lugar: “Al principio las iglesias se
gobernaban por el consejo común de los presbìteros, pero luego fue elegido uno de ellos que
estuviera sobre los demás, como remedio contra los cismas (…) Y asì, poco a poco y para evitar
disenciones, todo el cuidado y solicitud le fue concedido a uno” (Carta 146).
“La llamada “sucesión apostólica” (los obispos como sucesores de los apóstoles) no proviene ni de
Jesùs ni de Pablo, sino que es el resultado de la evolución histórica y teológica. Esta teología se
delinea ya a finales del siglo II y se llega a formular con toda claridad en el siglo III, si bien incluso
en ese tiempo persistìan en Egipto comunidades cristianas regidas por colegios de presbíteros en las
que no gobernaba obispo alguno. En la primera mitad del siglo III la “Didaskalìa” siria, primero, y
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las “Constituciones Apostòlicas” después, defienden un modelo de episcopado monárquico, dotado
de un poder propiamente divino” (ver La Iglesia y los derechos humanos, Josè Ma. Castillo,
Desclèe de Brouwer, Bilbao, 2007, p 34, nota 5).
5.Obispos-presbíteros o diáconos-presbíteros, no obispos diáconos.
La comunidad de Jerusalèn y las otras que procedìan del judaísmo (al estilo de la mentalidad de
Santiago o de Pedro) se estructuraron según el modelo de las comunidades judìas. Al frente de ellas
no està una sola persona, sino un “colegio” de ancianos o presbíteros (El tèrmino “presbíteros” no
aparece en ninguna de las cartas autènticas de san Pablo. En el “corpus paulinum” sòlo se encuentra
en 1 Tim y Tito), que se trata de un grupo de personas de competencia reconocida o de
respetabilidad aceptada por toda la comunidad (ver Hechos 11,30; 15,21). En Antioquìa aparece
una iglesia misionera con una doble organización ministerial; una residente y otra itinerante. La
primera està constituida por ”profetas” y “doctores”, que trasmiten la Palabra de Dios a la asamblea,
comentan y estudian las Escrituras. Los misioneros itinerantes son responsables de la
evangelización y viajan de un lugar a otro, comisionados por toda la Iglesia. Los “profetas” del NT
hablan en el Espìritu, como hacían sus chomòlogos del AT (1 Co 14,29-32; Didajè XI, pp 7 y 8),
pero su oficio principal consiste en desempeñar el importante papel de la predicación o Kerygma,
que es la nota destacada de la comunidad cristiana. Despuès de la lectura bíblica, los profetas hacían
lo que hoy se llama sermón u homilía. Los maestros o doctores aparecen muchas veces asociados a
los profetas (ver Hechos 13,2; Didajè XV, p 1). Su misión era asegurar la enseñanza sistemática de
las Escrituras, a la manera de vlos rabinos judíos de la época, con quienes algunos habían estudiado
previamente a su conversión (Pablo y Apolo son casos tìpicos; Hechos 22,3; 18,24). Los
misioneros-apòstoles (en griego “apóstolos”, significa enviado) fundan (como Pablo, y Bernabè),
frente a las cuales ponen a ciertos responsables llamados “episcopos” (en griego: inspectores o
vigilantes) y “diáconos” (en griego: sirvientes o ministros).
“Difìcilmente puede deducirse la denominación ministerial cristiana (de “obispo”), de los usos
lingüísticos del helenismo, donde con esta palabra se designaba a empleados de la magistratura,
contables de la construcción y cajeros de asociaciones. Pero sì encuentra un tèrmino
correspondiente en el ámbito judaico. Las colonias de la secta judía de los esenios, estuvieron
dirigidas –como sabemos por el Escrito de Damasco- por hombres denominados “inspectores”
(mebaqquer). Este documento se expresa asì (13,7-11) al tratar de ellos: “debe instruir a la gente en
los hechos de Dios…, compadecerse de ella, como un padre (se compadece) de sus hijos…, como
un pastor con sus ovejas, deberá soltar todas las coyundas que las aten…, y deberá examinar a
aquellos que quisieren entrar en su comunidad”” (ver J.Jeremìas; Epìstolas a Timoteo y a Tito;
Ediciones FAX, Madrid, 1970, p 53).
Aparecen los obispos-presbíteros (personas respetables o mayores) o los diáconos-presbíteros
(personas respetables o mayores). No aparecen nunca obispos-diáconos. Aparecen también las
organizaciones de las “vírgenes” y “viudas” (1 Tim 3,11). El obispo es elegido por la comunidad;
sólo hay un obispo para cada comunidad (que se dice representar la unicidad del matrimonio; de allí
el anillo episcopal); nunca se elige para una comunidad a un obispo que ya lo sea de otra, incluso
tampoco para Roma. Si muere repentinamente un obispo, gobiernan la comunidad cristiana los
diáconos, hasta la elección del nuevo obispo. Todavía en el siglo VII, San Isidoro de Sevilla (en
Etimologías, L 7, cap XII, n 21) afirma: “Entre los antiguos era lo mismo decir obispo que
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Sobre los Sacramentos en General.
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presbítero, significando con el primer nombre la dignidad y con el segundo la edad”. Como el
episcopado es un servicio a la comunidad, y no una dignidad personal, la comunidad puede elegir
un obispo hasta contra la voluntad de esa persona (recordar el caso paradigmático de san Agustín).
El obispo va absorbiendo papeles distintos hasta entonces: de doctor, de profeta, etc. El obispo
envía presbíteros (personas respetables o mayores) a representarlo. Sólo en el Apocalipsis se habla
de una acción litúrgica de presbíteros (“ancianos”) en la Jerusalén celestial (Apoc 4,4-11; 5,610.14).
Sólo en la medida en que la comunidad cristiana se fue inculturando en la sociedad grecorromana,
los ministerios-servicios se fueron convirtiendo en “cargos”; el horizonte de servicio deja paso al de
dignidad y va naciendo el concepto de “jerarquía”. Hegesipo, hacia el año 180, fue el primero en
mencionar una sucesión de obispos de Roma. Eusebio de Cesarea cuenta cómo Aniceto, obispo de
Roma durante la visita que hizo allí San Policarpo, se refería a sus antecesores como “los
presbíteros anteriores a él”, lo cual es un signo de que todavía no había un obispo “monárquico” en
la Iglesia de Roma (ver Eusebio, Hist Eccl, V, 24, 16).
Es la oposición a los grupos gnósticos y herejes, para defender la pureza de la doctrina,
remontándola a los apóstoles, la que hace surgir las listas episcopales de cada una de las Iglesias. El
desarrollo del gnosticismo, con sus doctrinas heréticas, la teología de los obispos como sucesores
de los apóstoles, y la desconfianza hacia los carismáticos profetas, facilitó la sustitución de los
maestros laicos por el cargo magistral, ministerial, del obispo. Los gnósticos pretendían haber
recibido directamente del Espíritu Santo su enseñanza. Por eso nace el canon del Nuevo
Testamento y el símbolo de la fe, o credo, y la autoridad de un magisterio interpretativo.
El nombramiento de obispos –que no debe confundirse con la determinación canónica exigida por
la “communio hierarchica”- es un caso típico de este proceso (del proceso de intervención del Papa
en los nombramientos de obispos). Los diez primeros siglos no conocen una sola intervención
formal del obispo de Roma en el nombramiento de los obispos. Todo se desarrolla a nivel local:
cooptación, ordenación que implica el asentimiento de la comunidad y, sobre todo, su plegaria
epiclética al Espíritu, en la línea descrita por la Tradición apostólica de Hipólito (cap. 2). Y, sin
embargo, la comunión con la sede de Pedro y Pablo existe. El obispo de ésta “recibe” la elección
realizada en la región. Si León Magno, por ejemplo, interviene, lo hace a posteriori, una vez que se
le ha informado de una grave irregularidad cometida. A cada iglesia local, en comunión inmediata
con las demás iglesias de la región o del patriarcado, le corresponde elegir, en el Espíritu Santo, a
quien convenga y de quien tenga constancia acerca de su fe y su rectitud. Pero no tardarán en
mezclarse los príncipes en el asunto, dando lugar, en Occidente, a la célebre querella de la
Investiduras. Ahora bien, el concordato de Works (de 1122), que restablece los derechos de los
obispos locales y del capítulo, todavía no apela a un control por parte de la sede romana. Los
obispos de Roma ni siquiera harán que se reconozca su derecho a confirmar él la elección, en lugar
del metropolitano, hasta el siglo XIV, que es cuando empieza el proceso que acabará
desembocando en los nombramientos por parte de Roma. Así, cuando un prestigioso canonista, que
gozará de autoridad hasta el Vaticano II (aunque murió en 1914), pase del “potest” al “debet”,
aportando una explicación que, aunque contradice a la historia, justifica la práctica vigente, no hará
sino ser exponente de la tentación católica de transformar la ocasional en derecho, sobre todo
cuando es Roma la que está en juego: “El derecho a instituir obispos pertenece por derecho propio y
natural (proprio et nativo iure) al romano Pontífice. Si los obispos de una Provincia eclesiástica, o
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Sobre los Sacramentos en General.
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los Capítulos, o incluso las autoridades civiles, laicos y clérigos, han intervenido de alguna manera
en el nombramiento de los obispos, ha sido en virtud de una concesión tácita o expresa del romano
Pontífice” (F-X. Wernz) ¡El derecho de los demás obispos se ha convertido en una concesión del
obispo de Roma!” (Este párrafo, ver: Jean Marie Rene Tillard; El obispo de Roma; Sal Terrae,
Santander, 1986; pp.230-231).
Recordar que sólo en el Derecho Canónico de 1917 se reserva el Papa la elección de los obispos
(canon 329, 2-3). Durante 1917 años el cabildo catedralicio elegía al sustituto del obispo muerto y
mandaba el nombre del electo a Roma para su confirmación.
6.Ignacio de Antioquia.
Ignacio de Antioquia, que murió en el año 107, mantiene todavía una eclesiología carismática en la
que todo cristiano es portador de Dios, de Cristo, de lo santo, pero el obispo es ahora, según él, el
primer carismático, aunque ya no sea el espíritu quien da el carisma, sino cristo. Cristo es quien
“episcopea” (vigila) en la comunidad. El obispo, según Ignacio, es el garante de la unidad de la
Iglesia (unidad en la doctrina y en la caridad) y sin su autorización no se puede celebrar la
Eucaristía, el Bautismo o el Matrimonio. Ignacio de Antioquia nunca utiliza el término “sacerdote”
para el obispo y acepta que el presbiterio representa al colegio de los apóstoles (ver Ignacio de A.,
Esmirniotas, VIII, 1; Magnesios, VI, 1). Notemos que en su carta a la Iglesia de Roma, no menciona
al obispo porque, probablemente, en su tiempo todavía no existía en la Iglesia romana un obispo
singular que la presidiera o tuviera pretensiones de primacía.
San Policarpo de Esmirna, que murió en el año 156, nunca menciona, en su carta a los Filipenses, a
un obispo, y habla de sí mismo como un copresbítero (ver Policarpo, Filipenses, Prólogo).
7.Siglos II y III.
Ireneo de Lyon, que murió en el año 203, es el primero en Occidente en emplear el término
“epíscopo” para un obispo singular, siguiendo la línea trazada en Oriente por los escritos de Ignacio
de Antioquia, y afirmó claramente la sucesión episcopal. Pero, según Ireneo, los presbíteros
también tienen sucesión apostólica. Lo que importaba, originalmente, era la apostolicidad, signo de
la ortodoxia doctrinal de cada Iglesia, y no la figura de cada ministro, que no podía separarse de la
comunidad a la que pertenecía. La sucesión apostólica se convirtió en una legitimación de cada
obispo individualmente, en vez de seguir siendo un signo de continuidad entre las comunidades y la
doctrina y ministerio de los apóstoles. En esta misma línea, el código de Justiniano, en el siglo VI,
afirmará que los apóstoles fueron los primeros obispos.
Orígenes (murió en el año 254) asienta claramente que “Lo importante no es quien puede realizar
las funciones solemnes de la liturgia ante el pueblo, pero hay pocos hombres que sean santos,
instruidos en la doctrina, formados en la sabiduría, plenamente capaces de mostrar la verdad de las
cosas y de enseñar la ciencia de la fe” (ver Orígenes, Homilía sobre el Levítico, 6, 6).
Y añade: “Vamos ya tan lejos en esto de la pompa y del lujo, que ganamos a los gobernadores
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Sobre los Sacramentos en General.
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paganos (se refiere el comportamiento de los obispos). Nos rodeamos de una guardia, como los
emperadores, para que nos teman y no se nos pueda abordar con facilidad, especialmente por los
pobres. En muchas de nuestras llamadas iglesias, en particular en las grandes ciudades, pueden
hallarse algunos jefes de la Iglesia de Dios que se negarìan a reconocer como iguales suyos a los
mejores discípulos que rodeaban al Salvador cuando estaba en la tierra” (Imàginèmonos lo que
hubiera dicho del Vaticano, su guardia suiza, su papamóvil, etc).
En los siglos II y III se dio una evolución que conllevaba la continuidad en la enseñanza y en los
cargos, así como la legitimación apostólica de las dos cosas. Esa institucionalización respondía de
la mejor manera que podía a las herejías y cismas que amenazaban a la comunidad cristiana (1 Tim
4,1). Todavía no se determinaba la posterior estructura ministerial de obispo, presbíteros y
diáconos, en ese orden de importancia jerárquica. Los presbíteros-obispos absorbieron
progresivamente la función de los profetas y doctores y, posiblemente comenzaron a recibir
honorarios (1 Tim 5,17-18). Sobre todo en el siglo III la comunidad perdió protagonismo y lo
ganaron los cargos. De una comunidad estructurada alrededor de los carismas, se fue pasando a una
concentración de funciones en los cargos que ahora presidían la comunidad. Del binomio
comunidad y ministerios-servicios, se fue pasando al de “clérigos” contrapuestos a “laicos”.
Recordar que en el sacerdocio del Antiguo Testamento los levitas eran (ver Núm 18,20; Jos 13,
14.33) el lote o “clero” consagrado al Señor, y que tenían derecho a vivir de las ofrendas para el
culto, el templo y el mantenimiento del sacerdocio judío. Esto dio nuevo origen a la práctica de los
“diezmos” y al patrimonio de la Iglesia. El patrimonio de la Iglesia, administrado por el obispo,
tenía como finalidad prioritaria la atención de los pobres y sirvió para legitimar la posesión de
bienes en manos de la Iglesia.
Al comienzo, los diáconos eran como aparecen en el libro de los Hechos, y la palabra griega
“diakonos” servía para designar a cualquier ministro-servidor cristiano. A lo largo del siglo III, los
diáconos se convirtieron en los designados para ayudar directamente al obispo y ejecutar sus
órdenes en el servicio a la comunidad. Asistían al obispo en la administración de los bienes
eclesiásticos, se encargaban de la atención a los pobres y desempeñaban funciones cultuales por
indicación directa del obispo; incluso, a veces funciones que estaban reservadas a los presbíteros.
Normalmente un obispo tenía siete diáconos en su sede episcopal. La multiplicación del número de
sacerdotes resultó un factor decisivo en la disminución del número e importancia de los diáconos.
En “El Pastor” de Hermas (siglo II), se menciona a los diáconos como administradores de los
bienes destinados a los pobres. En ese tiempo ya se producían abusos: “…son los diáconos que
cumplen mal su ministerio, saqueando lo que es necesario para la vida de las viudas y huérfanos y
haciéndose una fortuna con lo que recibieron para administrar” (Sim. IX,26,2).
8.Desde el siglo IV.
Hay que hacer notar que los fundamentos bíblicos de las instituciones del culto de la Iglesia se
tomen, a partir del siglo IV exclusivamente del Antiguo Testamento, sin tener en cuenta la crìtica o
las correcciones que de esa mentalidad hacen Jesùs, los primeros cristianos y escritos tan
evidentemente críticos como la Carta a los Hebreos. Esto vale sobre todo por lo que respecta a la
pureza de los sacrificios de los sacerdotes y del culto, ideas que sòlo podían (y pudieron) derivarse
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Sobre los Sacramentos en General.
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de textos veterotestamentarios, judaizantes, y extracristianos, ya que se trataba de instituciones
ajenas al cristianismo primitivo.
“Porque Cristo es Sumo Sacerdote, cuyo sacerdocio es intransferible de su persona; porque no
comenzó a ser sacerdote en el tiempo, ni puede tener sucesor en su pontificado” (San Cirilo de
Jerusalén, Cateq Mistagógicas, Cateq X, 14).
“Con razón, pues, y añadiendo la confirmación de un juramento, sólo a Aquel que ha sido mostrado
juró el Señor dio y no se arrepentirá: Tú eres, dice, sacerdote sempiterno según el orden de
Melquisedec” (Eusebio de Cesarea, Demostración Evangélica, L 5, c 3).
En Egipto, San Jerónimo, que murió en el año 420, dice que los presbíteros nombraban obispo
siempre a uno de su gremio (ver Jerónimo, Ep. A Ebanuelo, 146,1-2). Y dice que, originalmente,
obispo y presbítero eran lo mismo.
En el siglo IV se impuso definitivamente el episcopado único en cada Iglesia y el sometimiento del
presbiterio todo. Evolución que corresponde a las estructuras de la administración de las ciudades
en el imperio romano. Junto al obispo de la ciudad, había obispos rurales con su propio presbiterio
y diaconado. En vez de parroquias rurales había episcopados que estaban subordinados al obispo
metropolita (de la ciudad). Es desde mediados del siglo IV que se impone la tendencia a tener un
solo obispo, el de la ciudad, y convertir a los obispos rurales en párrocos. Los obispos rurales
volvieron a existir en el medioevo, pero desaparecieron de nuevo en el siglo X por su dependencia
de los señores feudales y los correspondientes abusos.
En el mismo siglo IV, con el canon del Nuevo Testamento, la desconfianza frente a los
carismáticos y heréticos, y el magisterio interpretativo, el obispo pasa a ser el “maestro” de la
comunidad cristiana. Desde el siglo IV se constituye el sacerdocio como la cumbre de una carrera
gradual, paralela a la carrera de los funcionarios del imperio.
En el siglo VI surgen las escuelas episcopales y entonces es el obispo el que educa a todo el clero y
se hace una sola cosa el obispo y el teólogo. De hecho los obispos fueron convertidos en jueces del
imperio, igualados en dignidad a los senadores y clases altas. Los obispos comenzaron a usar
insignias imperiales y a practicar el ceremonial imperial de la genuflexión; la cátedra episcopal se
va asemejando cada vez más al trono de los altos dignatarios del imperio.
Cuando el emperador Teodosio, por influjo de san Ambrosio, dejó de utilizar el título pagano de
“sumo pontífice”, lo empiezan a usar los obispos de las grandes ciudades y, sólo desde el siglo XVI,
pasa a ser título exclusivo del Papa. Con la caída del imperio romano de Occidente, los obispos
pasaron a ser herederos del poder y dignidades. Desde el siglo IV, los obispos no podían ser
llamados a juicio por un tribunal secular; después se agregan a este privilegio los presbíteros, y
comienzan a ejercer el derecho de asilo y de indulto, y quedan sometidos a fueros especiales,
distintos de los fueros civiles.
La Iglesia era la única institución superviviente del imperio en Occidente. Los obispos heredan del
imperio las sandalias pontificales, la dalmática de los senadores, el palio de los cónsules y la estola
de los grandes funcionarios. El anillo episcopal no se generaliza sino hasta el siglo VII, y el báculo
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Sobre los Sacramentos en General.
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era el utilizado por los mariscales y altos dignatarios de la corte en Constantinopla. En el siglo VIII,
el obispo de Roma agrega la “mitra” pontificia, que luego se convirtió, agregándole coronas, en la
“tiara” pontificia legitimada por la “Donatio Constantini” (inventada en estos siglos).
Los papas simplemente confirmaban o sancionaban, en caso de abuso o irregularidad, el
nombramiento de los obispos en cada comunidad. En el siglo XIV, con los papas de Avignón y su
política de intervenciones papales se cambia esto, hasta que Urbano V, en agosto de 1363, se
reservó los nombramientos de los obispos en virtud de su “plenitud de potestad” y de su “solicitud
por todas las iglesias”. Fue el Código del Derecho Canónico de 1917, el que estableció el derecho
universal del papa en la elección de los obispos, tolerando en la práctica los casos en que el Estado
conservaba el derecho de elección o de presentación. En el siglo XV, los papas otorgaron a los
reyes de España, Francia y Portugal, etc., el derecho de nombrar obispos en los territorios sometidos
a su corona, el de delimitar y establecer las diócesis y el pagarles un “sueldo”, de parte de la corona;
los concordatos mantuvieron esta práctica hasta el Concilio Vaticano II.
A comienzos del siglo IV el emperador Diocleciano había dividido al imperio en doce “diócesis”,
compuestas de 101 provincias. El territorio que gobernaba un obispo, desde Constantino, se
llamaba más bien “parroquia”; sólo desde el siglo XIII se impuso en la Iglesia el nombre de
“diócesis” para el territorio gobernado por un obispo. Ningún obispo podía pasar de serlo en una
diócesis a serlo en otra. El obispo estaba “desposado” de por vida con su Iglesia, de allí,
recordemos, había derivado el simbolismo del anillo episcopal.
“Si por orden del emperador se funda una ciudad, el orden jerárquico de la Iglesia (establecida en
esa ciudad) seguirá el orden civil y público que resulta de esa fundación” (ver Concilio Trulano, año
691, canon 38).
Durante los primeros mil años, en Occidente no se habían admitido ni las ordenaciones absolutas
(un obispo ordenado sólo para administrar una oficina o papeles) ni los traslados de diócesis. En el
año 451, el Concilio de calcedonia, canon 6, afirma: “Absolutamente nadie debe ser ordenado de
presbítero, ni de diácono, ni de cualquier otra clase de clérigo si no se le asigna expresamente una
iglesia urbana, una iglesia rural, una iglesia martirial o un monasterio”. La idea es que nadie sea
nombrado “pastor” si no tiene ovejas. Desde el siglo XI, con la práctica feudal de la acumulación de
cargos eclesiásticos y la intervención papal en el nombramiento, se hicieron generales los traslados
y promociones, igual que las ordenaciones absolutas. Desde ese momento se vuelve importante
para un obispo, no la vinculación con su comunidad, sino quedar bien con el papa reinante y con el
gobierno civil de un Estado.
9.Concilio Vaticano II
Lo sorprendente y distintivo del texto del Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros es
que no entiende el ministerio sacerdotal partiendo primariamente del sacrificio, sino de la idea de
congregación del pueblo de Dios, que se realiza ante todo por el servicio de la palabra: “El pueblo
de Dios se congrega primariamente por la palabra de Dios vivo, que con toda razón hay que buscar
en la boca de los sacerdotes…De ahì que los presbíteros, como cooperadores que son de los
obispos, tienen por deber primero el de anunciar a todos el Evangelio de Dios” (Decreto, n 4, al
comienzo). Con ello no se excluye el aspecto litúrgico, sino que ya con este punto de partida recibe
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Sobre los Sacramentos en General.
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su plena anchura y profundidad cristiana. Porque el cuerpo de Cristo quiso prepararse y el sacrificio
que ofrecerìa al Padre, deben abarcar a la humanidad entera o, como Pablo se expresa, los pueblos
del mundo (los “gentiles”) deben convertirse en oblación agradable a Dios, consagrada por el
Espìritu Santo (Rom 15,16) (Decreto, n 4, párrafo 2). Y Agustìn recoge el mismo pensamiento
cuando dice que el ministerio sacerdotal tiende “a que toda la ciudad redimida, es decir, la
congregación y sociedad de los santos, se ofrezca como sacrificio universal a Dios, por manos del
gran sacerdote, que se ofreció ntambièn a sì mismo por nosotros, en su pasión, según la forma de
siervo, para que fuèramos cuerpo de tan gran cabeza” (De civitate Dei 10,6: CChr 47, 279).
Asì pues, la palabra de la predicación tiende por su esencia a la liturgia, a la liturgia cósmica con
que la humanidad entera se transforma en cuerpo de Cristo y se convierte en “hostia”, gesto de la
glorificación de Dios y, por ende, en Reino de Dios, en que se consuma el mundo. Esta liturgia
cósmica no es una liturgia en sentido impropio o alegòrico, sino que sòlo partiendo de ella y del
gran arco que lleva hasta ella desde la palabra de la predicación, puede entenderse de hecho la
liturgia “intermedia”. La celebración eucarística de los cristianos no es un rito que subsista en sì
mismo; su antiguo nombre de “synaxis” pone insuperablemente en claro su esencia de
congregación de los hombres en Cristo. Por eso el Concilio vuelve intencionadamente a este
nombre insertando la eucaristía en los contextos que acabamos de describir; “Es, pues, la sinaxis
eucarística el centro de toda la asamblea de los fieles que preside el sacerdote” (Decreto, n 5,
párrafo 3). Y el centro de la acción eucarística del sacerdote, el acto de la consagraciòn, es a la vez
anuncio de la muerte y resurrección del Señor, predicación de nuestra salud eterna. Acciòn
sacramental y predicación no son antitéticas, sino que el sacrificio cristiano tiene su particularidad
frente a la historia de las religiones, cabalmente en que es, como tal, ministerio de la palabra; como
culto cristiano su peculiaridad radica en que representa la congregación de los hombres entre sì. El
Decreto dice a ese propósito que en la liturgia de la palabra de la misa “se unen inseparablemente el
anuncio de la muerte y resurrección del Señor, la respuesta del pueblo que oye y la oblación misma,
por la que Cristo confirmò con su sangre la nueva alianza, oblación en que los fieles comulgan de
deseo y por la recepción del sacramento” (Decreto, n 4, final). (…) Ahora podemos decir que el
sacerdote no debe entenderse desde una liturgia ritualmente concebida, sino desde el servicio a la
asamblea del pueblo de Dios y a la predicación, es decir, de forma esencialmente “misionera”
(siquiera sea en una interpretación fundamental que no restringe a las misiones entre gentiles). (ver
Josph Ratzinger, El nuevo pueblo de Dios, Herder, Barcelona, 1972, pp 433-435).
10.Resumen.
Las comunidades primitivas no tenían templos, ni sacerdotes, y evitaban cuidadosamente aplicar el
nombre de “hiereus” (sacerdote) a los dirigentes o líderes de cada Iglesia. No se trataba
simplemente de un argumento “de silencio”, como si a los primeros autores cristianos se les hubiera
pasado inadvertido el designar como “sacerdotes” a los responsables de las comunidades. Se trataba
de que expresamente no querían dar ese título a los ministros de la Iglesia. Lo cual es significativo.
Porque, como se sabe muy bien, mientras que todos los grupo religiosos de la antigüedad tenían sus
cuadros de mando, con una nomenclatura acuñada al respecto, la Iglesia primitiva se negó a utilizar
esa nomenclatura para sus ministros y, más bien, aplicó a sus dirigentes títulos profanos, tomados
de las organizaciones públicas y civiles del tiempo: “presbyteroi”, “episkopoi”, “egoúmenoi”,
“douloi”, “diakonoi”.
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Sobre los Sacramentos en General.
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La imposición de manos era la costumbre judía para indicar la transmisión del Espíritu a una
persona. Así Moisés instaura a los setenta “ancianos” dirigentes de Israel (Núm 11, 16-17.24-25),
así instaura a Josué (Núm 27, 15-23; Dt 34,9). Después, la imposición de manos la usaron los
judíos para oficializar enviados de las comunidades y para “ordenar” rabinos y levitas (Núm 8,10).
En la cultura judía ese gesto se usaba también para curar o bendecir. Después se subrayará, durante
la ordenación, la unción de la cabeza y de las manos, que acabó desbancando a la imposición de
manos como gesto central. Después se resaltará el soplo del obispo sobre el ordenando. Después, la
entrega de los instrumentos (cáliz, patena, vinajeras, ornamentos, hostia, etc.). Ahora se subraya, de
nuevo, la imposición de manos del obispo y su oración invocando al Espíritu Santo.
“El acto principal del orden sacerdotal es consagrar el cuerpo de Cristo. Para este fin se le entrega la
potestad cuando recibe el cáliz. Luego entonces se imprime el carácter” (Santo Tomás de Aquino,
Suma Theol, Supl, qu 37, a 5, sed contra).
“La entrega de la potestad se realiza al darles algún instrumento que dice relación a la propia
función. Como el acto principal del sacerdote es consagrar el cuerpo y la sangre de cristo, el
carácter sacerdotal se imprime en la entrega del cáliz, determnada por las palabras rituales” (Sto
Tomás de Aquino, Suma Theol, Supl, qu 37, a 5, resp.).
“El Señor dio a los discípulos la potestad sacerdotal en su función principal, durante la cena antes
de la pasión, cuando dijo: “Tomad y comed”. Por eso añadió: “Haced esto en memoria de mí”. Sin
embargo, después de la resurrección les dio la potestad sacerdotal en su acto secundario, que
consiste en ligar y absolver” (Sto. Tomás de Aquino, Suma Theol, Supl, qu 37, a 5, soluc 2).
Este servicio en el que nos damos enteramente al otro, este dar lo que no viene de nosotros, se llama
en el lenguaje de la Iglesia, sacramento. Cuando definimos la ordenación sacerdotal como un
sacramento queremos indicar precisamente esto: aquí no se instala un funcionario particularmente
hábil, que encuentra el cargo de su gusto o simplemente porque se puede ganar el pan; no se trata de
un trabajo con el que, gracias a nuestra competencia, nos aseguramos el sustento para luego avanzar
en la carrera. Sacramento quiere decir: yo doy lo que yo mismo no puedo dar; hago algo que no
depende de mí; estoy en una misión y me he convertido en portador de lo que otro me ha
trasmitido. Sólo del sacramento se puede recibir lo que es de Dios, entrando en la misión que me
hace mensajero e instrumento del otro. Y entonces, justamente este darse al otro, este
desprendimiento de sí mismo, la sustancial autoexpropiación y gratuidad del servicio se convierten
en autorrealización y madurez humanas. Porque con ello nos conformamos con el misterio
trinitario, es decir, se lleva a su cumplimiento la semejanza con Dios y con ello el modelo
fundamental según el cual hemos sido creados. Porque hemos sido creados trinitariamente, en el
fondo vale para cada uno que sólo el que se pierde puede encontrarse. Este vínculo con el Señor por
el que se le da a un hombre poder hacer lo que sólo el Señor, y no él mismo, puede hacer, equivale
a la estructura sacramental. (Para este párrafo, ver J. Ratzinger, La Iglesia, una comunidad siempre
en camino; Ediciones Paulinas, Madrid 1992, p 69).
La Iglesia, la comunidad cristiana, ha ido creando los ministerios que su historia y evolución
exigían. Sólo en sentido laxo se puede afirmar que los ministerios fueron creados, uno por uno, por
Cristo, en cuanto que remiten a los discípulos y apóstoles como fuente de inspiración teológica y
estructural. Hay que mantener la distinción entre una institución necesaria, como los ministerios217
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servicios, y sus realizaciones históricas.
El ministerio sacerdotal de los presbíteros y obispos no puede desplazar el sacerdocio de los
bautizados (ver Conc Vat II, LG 10): ambos están relacionados entre sí y participan a su modo del
sacerdocio de Cristo. El amor a la Iglesia no pasa por subordinar el Evangelio al statu quo eclesial,
sino por la transformación del statu quo para ajustarlo a las demandas del Evangelio.
Jesucristo tiene representantes, pero no sustitutos. Consagre quien consagre es Cristo quien
consagra, así como bautice quien bautice es Cristo quien bautiza. Además: la acción del que es
cabeza no puede ser ejecutada por ningún otro miembro en propiedad, como se explicaba acerca de
la satisfacción por el “pecado del mundo”.
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Sobre los Sacramentos en General.
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11.El futuro.
¿Qué nos está diciendo Dios a través de los signos de los tiempos? Vemos la desaparición o
disminución del presbiterado; vemos también el que cada vez hay más comunidades que se
adjudican al servicio de un solo párroco, por falta de presbíteros. ¿Habrá, en Occidente, cada vez
más obispos, y diáconos casados? ¿Habrá, como en la antigüedad, un obispo al frente de cada uno
de los territorios que ahora conocemos como parroquias? ¿Llamará la Iglesia a las mujeres a asumir
funciones ministeriales con reconocimiento oficial (ver Romanos 16)? ¿Habrá una diversificación
total del presbiterio occidental, de modo que haya presbíteros célibes y presbíteros casados, o
matrimonios que (los dos miembros, hombre y mujer) sean consagrados oficialmente por la
comunidad para enfrentar y resolver, en nombre de la comunidad, los problemas matrimoniales, por
ejemplo?
La línea va, parece, por el poner de relieve, cada vez más claramente, que la vocación del cristiano
es la misma para todos y todas, tal como aparecía en el original sacramento del bautismoconfirmación-eucaristía. En el sacramento de la iniciación se trataba entonces de un cambio total
de vida, de actitudes; un cambio que era decisivo, integral y definitivo; un cambio de vivir con los
criterios del mundo a vivir con los criterios del Reino de Dios, con los criterios del Evangelio. Se
trataba y tratará, de vivir como los paganos a vivir como Abraham.
De hecho, dice Rahner (Cambio estructural de la Iglesia, Cristiandad, Madrid, 1974, p 73): los
responsables oficiales tendrán en el futuro tanta autoridad efectiva, ejercida no sólo en teoría,
cuanta les sea concedida por la libertad de los creyentes a través de su fe.
La impugnación o puesta en duda de un ministerio eclesiástico no podrá evitarse recurriendo a la
autoridad formal, por muy legítima que sea, sino mediante la manifestación de un cristianismo
auténtico por parte del mismo responsable. Este procurará el reconocimiento de su cargo, siendo un
hombre auténtico y un cristiano colmado del Espíritu, que le ha liberado para el ejercicio servicial y
desinteresado de su función socioeclesial (ver Rahner, Ibidem, p 74).
Y, ya en la página 52 de ese mismo libro: “¡Ay de los pastores que con su autoridad formal a
respetar impiden la realización de una tarea cuyo momento para la Iglesia era éste!”.
Refiriéndose a algunos presbíteros que empezaron a usar hábitos semejantes a los de los monjes,
San Celestino I, Papa, en el año 428, dice a los obispos de las Galias: “Debemos distinguirnos del
pueblo y de otros por nuestra doctrina, no por nuestros vestidos; por nuestra conducta, no por
nuestros hábitos; por la pureza de nuestra alma, no por nuestra tiolette”.
“En la Iglesia antigua es inconcebible la situación de una comunidad que no puede celebrar la
Eucaristía porque no se halla presente un obispo o presbítero: “no hay Iglesia sin dirigente” no decía
San Jerónimo. Así, el presidente de la comunidad tiene, en virtud del derecho de la comunidad a la
eucaristía, el derecho de presidir la misma eucaristía. Dado que la comunidad es una comunidad
eucarística, sin eucaristía no puede vivir evangélicamente. Si no hay presidente, elige de entre sus
fieles un candidato apropiado. Está en juego nada menos que la identidad evangélica y la vitalidad
cristiana de la comunidad” (Ed Schillebecks, Concilium n 153; marzo 1980; La comunidad
cristiana y sus ministros, página 405).
219
Sobre los Sacramentos en General.
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12.Celibato en Occidente.
El concepto popular entiende el celibato –sea perpetuo o temporal- como una renuncia al placer
genital. Si así fuera, no pasaría de ser una castración simbólica. Estaríamos ante la ausencia de una
capacidad. Y como dice Santo Tomás de Aquino, la ausencia de ser no puede constituir materia de
virtud. Nosotros diríamos que tal ausencia o su negación, no es auténticamente sana: lo sano pasa
más bien por una opción “transerótica” en aquellos en quienes el celibato forma parte de su estado
de vida. Este consiste en una manera especial y estable de vivir, elegida para realizarla de modo
libre y permanente. Esta opción reclama una identidad adulta, capaz de una elección creativa,
inteligente y sin presiones (conscientes e inconscientes). Es la pasión obsesiva por el Reino de Dios,
a imitación de Jesucristo. Una pasión que lo llevó a dejar su casa, su familia, su pueblo, su trabajo,
su visión de la vida y realidad económica, social y religiosa. La identificación con la persona de
Cristo no sólo abarca la misión que a El le fuera encomendada por el Padre, sino también la manera
de llevarla a cabo, siendo así que en cuanto ser humano estaba abierto a todas las posibilidades de la
naturaleza del hombre. El celibato sólo tiene sentido en un “cara a cara” con el Reino definitivo.
Los judíos veían la sexualidad y el matrimonio como bendiciones otorgadas a la humanidad por la
gracia del Creador. El celibato como estilo de vida para un judío religioso corriente y sobre todo
para un maestro o rabino, habría sido inconcebible en tiempos de Jesús o Pablo. Pero los
evangelios, con su silencio absoluto al respecto parecen decirnos que Jesús no tuvo ni esposa ni
hijos. No podemos asegurar que el judaísmo farisaico tenía la misma idea del celibato y del
matrimonio que las varias corrientes esotéricas, proféticas, apocalípticas y místicas existentes en el
judaísmo de la época de Jesús. La mayoría de los esenios, eran célibes. (Filón da la impresión de
que la mayor parte de los esenios, unos ascetas, serían viudos, separados o divorciados). Jeremías es
un ejemplo de profeta para quien el celibato no era asunto poco importante, un estilo de vida
opcional. Era, por mandato de Dios, una “encarnación” muy literal y dolorosa del mensaje profético
de Jeremías, anunciador de un destino funesto inminente como castigo por la apostasía del pueblo
de Dios. Juan Bautista también era célibe, imitando a Elías, profeta veterotestamentario del juicio.
En el siglo I, el celibato era siempre una elección rara y a veces mal vista, pero una elección viable.
Los rabinos interpretaron siempre rìgidamente la bendición-¿mandato? del Creador sobre el
“crezcan y multiplíquense”. El matrimonio fue llamado por ellos “kiddushin”, que quiere decir
“santificación”. El celibato, en consecuencia, era un impedimento para la santidad. Veamos
ejemplos sacados del Talmud babilónico. Un hombre que a los veinte años no se había casado aùn
era considerado maldito de Dios (Kiddushin 29b: Raba (+352) y escuela de Rabi Ismael, siglo II.
Renunciar al matrimonio, se decía, es un crimen semejante a derramar sangre (Yebamot 63b: Rabi
Eliezer (hacia 90) y Rabi Simeòn ben Azzai (hacia 110); cfr Gen Rabbah 34,14 a 9,6); es un delito
que merece la muerte (Yebamot 64ª: Rabi Abba Chanan (hacia 140) en nombre de Rabi Eliezer
(hacia 90). En efecto, la falta de cumplimiento de este ¿precepto? Reduce la imagen de Dios,
imagen que el Creador (cf Gèn 1,26), imprimió en el hombre (Yebamot 63b: Rabi Jacob (siglo I
después de Cristo) y Rabi Elezar ben Azariah (hacia 100). Una transgresión asì induce al Señor a
retirar su presencia de en medio de Israel (Yebamot 63b-64ª: los rabinos en general). El que no
tiene mujer ni siquiera es hombre (Yebamot 63ª: Rabi Eleazar ben Pedath (hacia 270). El viejo
proverbio palestino dice: “¡O el matrimonio o la tumba!”.
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Sobre los Sacramentos en General.
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La pràctica del celibato en la Iglesia primitiva se veìa obstaculizada por dos motivos: 1.La ley judía
obligaba a procrear a todo varòn sano. 2.La ley romana desalentaba el celibato, preveìa penas para
los solteros, y recompensaba a las mujeres que daban a luz a màs de tres hijos.
En 1 Cor 7,17, san Pablo escribe: “Que cada uno siga viviendo en la condición que el Señor le
asignò y en la que se encontraba cuando fue llamado” Sobre la base de dicha enseñanza de san
Pablo, algunas Iglesias sirias, en los siglos II y III, preveìan que a los aspirantes al bautismo, antes
de que se les suministrara el sacramento, se les preguntara si optaban por el matrimonio o por el
celibato.
El Evangelio según Marcos, el más antiguo, nunca dice que los discípulos abandonaran a sus
esposas. Dejan la familia extensa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos, pero no esposas (Mc
10,29). Sólo Lucas, más tardíamente, movido por su tendencia radical, añade el abandono de las
esposas (Lc 14,26; 18,19). Tampoco en la fuente Q (Lc 12,51-53; Mt 10,34-37) se habla de
enfrentamiento con la esposa.
Tertuliano, hacia el año 204, en De exhortatione castitatis, 8, había dicho: “Los apóstoles podían
casarse y llevar consigo sus esposas” y cita expresamente a 1 Cor 9,5, para demostrarlo.
“Si alguien puede permanecer en estado de castidad en honor de la carne del Señor, que lo haga con
humildad. Si se enorgullece, està perdido; y si lo revela a otros que no sea su propio obispo, es un
corrupyo” (Ignacio a Policarpo, V,1,2).
San Clemente de Alejandrìa, que murió en el año 215, compara el matrimonio con el celibato y
dice: “El cristiano màs adelantado debe tener por regla el ejemplo de los apóstoles (…) No es
haciendo vida solitaria, como probaremos lo que somos. Aquel que como esposo y padre de
familia, soporta las dificultades que le rodean provee al sostén de su esposa, de sus hijos, de sus
criados, de su posición, sin menguar su amor para con Dios, èste puede demostrar lo que es. Claro
que, el hombre que no tiene familia, se evita muchas pruebas. Pero como no debe pensar en otro
màs que en sì mismo, es bastante inferior a aquel que, además del cuidado de todo lo que pudiera
alejarlo del camino de la salvación, cumple muchos de los deberes de la vida social y se muestra en
su familia como un reflejo de la Providencia” (Stromata VII, cap XII).
“El celibato y el matrimonio tienen, cada uno, sus propias funciones y brindan sus específicos
servicios al Señor” (San Clemente de Alejandrìa; Stromata III, 12)
“Nosotros rendimos homenaje a quienes han recibido del Señor el don del celibato, y admiramos el
matrimonio único y su dignidad” (San Clemente, Stromata III, 1).
El celibato aparece por primera vez en Occidente en el concilio de Elvira (Granada, España), canon
33, en el año 305. Y lo que se afirma en ese canon es que los clérigos casados deben abstenerse de
la relación genital y de criar hijos (pero viven con sus mujeres y con los hijos tenidos antes de la
ordenación; y se trata de que no tengan relaciones genitales ni procreen mientras ejercen su
ministerio: como los sacerdotes judíos del Antiguo Testamento). No se trata de celibato sino de
continencia, que no es lo mismo, ni se escribe igual. . La Iglesia siguió, en todas partes, ordenando a
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Sobre los Sacramentos en General.
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personas casadas. “Se decidió absolutamente (placuit in totum) prohibir a los obispos, presbíteros y
diáconos y a todos los clérigos durante el ejercicio de su ministerio (positis in ministerio) el uso del
matrimonio con sus esposas y la procreación de hijos. Quien lo hiciere, será arrancado del honor del
clericato” (Concilio de Elvira, canon 33). Pero en el Concilio de Elvira no se decidieron solamente
cosas referentes al celibato. Leamos, por ejemplo, el canon 50: “Si algún clérigo o simple fiel come
con algún judío, excomúlguesele, para que se enmiende”. O el canon 36, que prohíbe las pinturas
en las iglesias como inductoras a la idolatría: “Se ordena que no haya pinturas en la Iglesia, no sea
que lo que se venera y adora sea pintado en las paredes”; en el canon 18 excluye para siempre de la
comunión al clérigo fornicario; en los cánones 19 y 20 se prohíbe a los clérigos prestar dinero a
interés;
El canon 6, del Concilio de Arlés, en el año 313: “Además, por ser digno, pudoroso y honesto,
aconsejamos a los hermanos que los sacerdotes y levitas no cohabiten (coeant) con sus esposas
porque están ocupados en un ministerio cotidiano. Quien actuase contra esta constitución, sea
depuesto del honor clerical”. Siguen, pues, sacerdotes y demás clérigos casados y sòlo se les
prohíbe las relaciones genitales mientras están ejerciendo su ministerio (una vez màs: como a los
sacerdotes judíos del Antiguo Testamento).
En el concilio ecuménico de Nicea, del año 325, se volvió a hablar del celibato del que se había
hablado en Elvira, pero se siguió ordenando a personas casadas. En Nicea (canon 3) se decreta: “El
gran concilio ha terminantemente prohibido a obispos, sacerdotes y diáconos que tengan a su lado
una compañera-hermana (Syneisaktos), excepción hecha de una madre, una hermana, una tìa o, al
menos, una de aquellas personas que están màs allà de toda sospecha”. Desde finales del siglo IV es
la Iglesia la que tenía el derecho de herencia de los clérigos que murieran sin parientes próximos; lo
que motivó más fuertemente la imposición de la continencia a los sacerdotes de Occidente.
En el Concilio de Nicea, el primer concilio ecuménico de la Iglesia, los delegados latinos
presentaron la propuesta de introducir en toda la Iglesia la obligatoriedad de la continencia para el
clero. La propuesta no fue aprobada, y de ese modo el Concilio de Nicea no observò las
disposiciones del sínodo provincial de Elvira. La razón de ese rechazo obedeció, sobre todo, a la
distinta psicología de los latinos y los griegos. El Oriente es muy conservador y tradicionalista, y la
decisiòn que se tomò en el Concilio de Nicea, que codifica la costumbre que antes se practicaba,
marca profundamente a toda la legislación posterior, que se mantendrá rigurosamente hasta el
Concilio Trullano (año 692), que constituye la última palabra, la que sigue en vigor hasta el
presente, respecto del celibato eclesiástico en Oriente. Trullo sòlo confirmò la costumbre que derivò
de la decisión del primer Concilio Ecumènico de Nicea.
Eusebio de Cesarea, que estuvo en el Concilio de Nicea, y era gran amig del emperador
Constantino, escribe en la Demonstratio evangelica I,9 (años 315-325): “es oportuno, según las
Escrituras, “que un obispo sea marido de una sola mujer”. Mas después de comprender esto, es
justo y necesario que los hombres consagrados, y todos los que están al servicio del culto de Dios,
se abstengan de ahora en delante de tener relaciones conyugales con las propias mujeres”.
El historiador Palladio se refiere a un sínodo del año 400, presidido por san Juan Crisòstomo, que
condenò a Antonino, obispo de Efeso, por haber hecho lo que prohibían las “santas leyes”, incluso
el retomar la vida común con su propia mujer (Diàlogo sobre la vida de san Juan Crisòstomo (408);
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Sobre los Sacramentos en General.
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PG 47, 48 a-49 a).
San Jerònimo, que conocía muy bien las Iglesias orientales, escribe (en el año 406) al sacerdote
Vigilantius: “¿Què harían las Iglesias orientales? ¿Què harían las de Egipto y la Sede apostólica,
ellas, que no aceptan jamàs miembros del clero a menos que no sea vírgenes o continentes,o, si se
trata de hombres casados (los aceptan solamente) si renuncian a la vida matrimonial…?” (Adversus
Vigilatium 2).
Es en la Galia de la mitad del siglo V donde aparece por primera vez una declaración pública sobre
el compromiso de la continencia (Concilio de Orange (año 441), canon 21. La esposa debía
comportarse como una ·hermana” y vivir una relación de hermano-hermana (Concilio de Gerona
(año 567), canon 6).
La cohabitación entre marido y mujer recibió el explìcito apoyo de la autoridad papal. San Leòn
Magno escribió en los años 458-459: “…para que la unión (de obispos,sacerdotes, diáconos) pase a
ser de carnal a espiritual, ellos deben, sin echar a sus esposas, vivir con ellas como si no la tuviesen,
para que quede asì salvaguardado el amor conyugal y cese la actividad nupcial” (Epìstola ad
Rusticum Narbonensem episcopum; Inquis. III; Resp; PL 54, 1204 a)
Pero lo primero que se impuso, y en toda la Iglesia, fue la prohibición de que se casara un clérigo
después de ordenado. Todavía en “Cánones apostólicos”, canon 6 (5) (siglo IV), se dice: “El
obispo, el presbítero o el diácono no expulsará a su mujer bajo el pretexto de piedad. Si la dejare,
será separado (de su ministerio). Si persistiere en su plan, será depuesto”.
En el Concilio Gangrense (Turquía, entre el año 325 y el 341), n 4: “Si alguien desprecia al
sacerdote, por estar casado, sea anatema”.
San Hilario de Poitiers, Santo Padre y Doctor de la Iglesia, muerto en el año 367, dice: “El Apóstol,
cuando ensalza la continencia, no pone impedimento a la facultad de casarse…¿no tenemos
derecho a viajar en compañía de mujeres…?(1 Cor 9,5)” (CSEL 22, 483, 8-17; LTh K V,337).
El Papa Siricio (murió en el año 398), en carta a Himerio de Tarragona (Carta 1, 9, 13) afirma: “El
que quiera consagrarse al servicio de la Iglesia desde la niñez, debe ser bautizado antes de la edad
de la pubertad e incorporado al servicio de los lectores. Si desde la adolescencia hasta los treinta
años ha vivido de manera honorable, conformándose con una sola mujer, a la que tomó por esposa
siendo virgen y con la bendición común del sacerdote, deberá ser acólito y subdiácono. Después de
eso, accederá al grado del diaconado si previamente se ha mostrado digno de ello por su
continencia”.
Inocencio I, que fue Papa entre el año 401 al 417, (en la Epist ad Vitricium; PL 20, 475-477) dice:
“La Iglesia tiene que mantener absolutamente el que los ministros y levitas no tengan relaciones
matrimoniales, porque están ocupados en las obligaciones del ministerio cotidiano”. Como vemos,
se trata de la continencia impuesta a los sacerdotes judíos mientras estaban al servicio anual en el
templo.
“El Concilio Andegavense (entre el año 453 y el 455), canon IX: “Ordénese de diáconos y
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presbíteros a los casados una vez y con virgen”.
En el Concilio de Roma, bajo la presidencia del Papa Hilario, en el año 465, canon II: “Téngase
cuidado, observando normas antiguas, en no ordenar a quien no se haya casado con mujer virgen.
Igualmente se negará la ordenación a casado en segundas nupcias, según precepto apostólico”.
En el siglo V, en el Concilio de Rímini asisten 300 obispos casados (lo que era una proporción
enorme dado el corto número de obispos que había entonces en el mundo latino).
El emperador Justiniano, en el siglo VI, prohibió elegir obispo a un sacerdote casado que tuviera
hijos, para que el patrimonio de la Iglesia no se dilapidara a favor de su familia.
En razón de la posibilidad real de la incontinencia, y apartándose de la costumbre inicial, se
recomienda la total separación física (Concilio de Toledo (año 589), canon 5), o, a veces hasta se la
llegarìa a solicitar (Concilio de Lyon (año 583), canon 1).
El canon 3 del concilio Trullano, subraya la necesidad de permitirles a “todos los enrolados en las
filas del clero, a través de quienes pasan a los hombres las gracias de los sacramentos, que sean
ministros puros e irreprochables, dignos del sacrificio espiritual del gran Dios, a la vez vìctima y
pontífice por la exigencia de purificarlos de las impurezas de sus matrimonios ilícitos; puesto que,
por otro lado, los de la santísima Iglesia romana resuelven seguir con estricta fidelidad la disciplina,
mientras que los de esta ciudad imperial (Constantinopla) protegida por Dios se proponen seguir la
regla de la humanidad y de la condescendencia, hemos fusionado las dos tendencias en una sola
para que la mansedumbre no degenere en disolución ni la austeridad en amargura”.
En el concilio Trullano, en el año 692, en el canon 12 exige a los obispos que estuvieran separados
de sus mujeres (la separación debía llevarse a cabo, de común acuerdo, antes de su consagración, y
las mujeres podían ingresar en un monasterio, donde podrían transformarse en diaconisas (canon
48); en el canon 13, se prohíbe el matrimonio de un ordenado, pero se sigue ordenando a candidatos
casados. A los sacerdotes casados, a los diáconos y a los subdiáconos se les autorizaba a tener
relaciones conyugales, excepto durante el período que servían en el altar (canon 13) (igual que a los
sacerdotes judíos mientras estaban al servicio anual en el templo). En Oriente se considera que el
sínodo Trullano es parte del Sexto Concilio Ecumènico (años 681-682), y que, por lo tanto, posee
suprema autoridad legislativa. Desde entonces, en Oriente, lo que se aseverò sobre el matrimonio
del clero se mantuvo definitivamente. Roma nunca ha aceptado esos cànones y no los considera
componentes de la herencia ecuménica.
Los libros penitenciales del siglo VIII emplean con regularidad el lenguaje del adulterio (cuando se
trata de clérigos casados que han vuelto a tener relaciones genitales con sus esposas). De aquí el
penitenciario Parisiense, canon 113: “Si quis clericus vel superioris gradus uxorem habuent et post
clericatum eum agnoverit, aciat se adulterium commisesse”.
El concilio de Metz (año 888) y el concilio de Maguncia (año 888) prohibían la cohabitación
incluso cuando las esposas vivieran la continencia.
En el siglo XI, un obispo de Lieja (Bélgica actual) se quejaba de que debería deponer a todo su
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clero si tuviera que aplicar las medidas disciplinarias eclesiásticas correspondientes al celibato (Ver
Ratherius, Itinerarium romanorum, 5; PL 136, 585-586).
El concilio llevado a cabo en Bourges en 1031 declarò que ningún sacerdote, diàcono o subdiácono
debía tener mujer ni concubina. En adelante, los hijos de los sacerdotes, diáconos y subdiáconos no
serìan admitidos en el clero. Se prohibió dar una hija en matrimonio a un sacerdote, a un diàcono, a
un subdiácono o a sus hijos, y casarse con la hija o la viuda de un sacerdote, de un diàcono o
subdiácono. El concilio de Limoges, ese mismo año, renovò algunos cànones, especialmente sobre
el celibato. La frecuente repetición de esas prohibiciones mostraba que la continencia no se
cumplìa. Por otra parte, los obispos no daban buen ejemplo. El arzobispo de Rouen, Robert, hijo
del duque de Normandìa Ricardo I, tenía tres hijos con una mujer llamada Herlève. En 1049, el
obispo de Langres fue acusado ante el concilio de Reims de haber raptado a una mujer casada y con
la que vivìa desde hacìa mucho tiempo en adulterio. Ese mismo concilio afirmó que los sacerdotes
tampoco querìan abstenerse de cortesanas ni guardar la continencia. En Bretaña existìan verdaderas
dinastìas de obispos. En Quimper, a principios del siglo X, la casa condal se apoderò del obispado
y, durante tres generaciones, los condes y los obispos pertenecieron a la misma familia. Benedicto
(1008-1029), al mismo tiempo obispo y conde de Cornouaille, le dejó el condado a su hijo Alain y
el obispado a su hijo Orscant. En Rennes, en el siglo XI, se sucedieron cuatro prelados, de padre a
hijo. La situación cambiò con la reforma gregoriana, pero la prohibición del casamiento para los
sacerdotes, encontró bastante resistencia. El casamiento de los obispos y de los sacerdotes era
todavía tan frecuente en el siglo XI que esa conducta no parecía deshonrosa. De acuerdo con el
sínodo de Parìs celebrado en 1074, la ley del celibato era intolerable. A principios del siglo XII
triunfò la reforma gregoriana y la regla del celibato ya no podía transgredirse impunemente. Pero
subsistió el concubinato, que perdurò durante toda la Edad Media. (Para este párrafo ver: Jean
Verdon; Sombras y luces de la Edad Media; Edit.El Ateneo; 1ª Ediciòn; Buenos Aires, 2006, pp
107-109).
En 1077, Gregorio VII, empeñado en imponer el celibato a todo el clero de Occidente, condenò la
historia de Pafnucio en el Concilio de Nicea como una falsificación de la historia.
En el sínodo de Troyes, el 23 de mayo de 1107, canon 4, se dice: “Los presbíteros casados o
concubinarios serán excluidos del altar y del coro si no se enmiendan. Si se obstinan en su pecado,
serán completamente excluidos de la Iglesia, y no se les deberá admitir siquiera a la comunión de
los seglares. Y lo mismo por lo que respecta al diácono”.
En el Concilio de Letrán I, del año 1123, prohíbe la cohabitación (con sus esposas) para los
ordenados del rito latino, pero en el Oriente cristiano se declara que hombres casados pueden ser
ordenados sacerdotes y con ello sigue la antigua costumbre legítima.
En el concilio II de Letrán, en el año 1139, canon 7, se declara: el matrimonio contraído por quienes
han recibido órdenes mayores es inválido o inexistente (…matrimonium non esse censemus). Se
trata de obispos, presbíteros, diáconos, subdiáconos, clérigos regulares y monjes; hasta entonces, el
matrimonio de los clérigos ordenados era ilícito, pero válido. “Pues debiendo ser y aparecer como
templo de Dios, vasos del Señor, sagrario del Espíritu Santo, es indigno que sirvan a las camas y las
inmundicias” (Concilio de Letrán, canon 6).
Sin embargo, lo que el concilio hizo, de manera admirable, fue la reafirmación de la ley de la
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continencia. A pesar de eso, la legislación sucesiva sigue tratando cuestiones relacionadas con
hombres casados ordenados “secundum legem”, no “contra legem”.
En el concilio de Trento, en el tercer y conclusivo período (años 1562-1563), se insistió, en la
sesión XXIV, del 11 de noviembre de 1563, contra los protestantes, en la obligación del celibato
para el sacerdocio del rito latino, canon 9. En el año 1610, la Sagrada Congregación del Concilio
estableció la norma de que los casados, mientras durara el matrimonio, no podían ser promovidos a
la primera tonsura. En realidad, fue el concilio de Trento el que acabó imponiendo, y eso
gradualmente, el celibato al presbiterado del rito latino. En el rito oriental católico se sigue
ordenando a personas casadas.
El papa Benedicto XV declaró, en su alocución consistorial del 16 de diciembre de 1920, que la
Iglesia considera que es tal la importancia del celibato que no podrá abolirlo jamàs (Acta
Apostolicae Sedis 12 (1920), p. 585)
Notas:
-El celibato exigido a los sacerdotes occidentales fue de hecho una consecuencia de la teología que
hablaba del sacerdocio del Nuevo Testamento como una continuación o reviviscencia del
sacerdocio judío del Antiguo Testamento, de tipo aaronita. Los sacerdotes aaronitas casados, debían
mantenerse célibes mientras durara su turno de servicio anual en el templo; como el sacerdote
cristiano estaba todo el año y toda la vida al servicio del “templo”…..
-Una segunda razón aducida fue el deseo de proteger las propiedades de la Iglesia como institución.
-Una tercera razón fue la de tratar de proteger las propiedades del imperio y de los señores feudales
(las famosas “manos muertas”). El señor feudal nombraba al párroco y sus beneficios y, tanto cargo
como beneficios, debían volver a manos del señor feudal, sin que lo heredaran ningunos hijos.
Recordar el pleito de las “investiduras” entre Gregorio VII y el emperador del Sacro Imperio
Romano Germánico.
-Una cuarta razón es que se trata de ser signo y presencia de que el Reino de Dios ya está entre
nosotros; recordar el “cuando venga el Reino y la resurrección no se casarán ni engendrarán hijos”.
-Una quinta razón es que, desde el siglo segundo, se fueron metiendo en la mentalidad de la Iglesia,
los valores estoicos, gnósticos, neoplatónicos y maniqueos, pero ¿se trata de vivir con valores de
esas filosofías o con los valores del Reino de Dios?
No se debiera subrayar que el sacerdote celibatario es más perfecto que el sacerdote casado porque
entonces ¿todos los sacerdotes de los ritos orientales católicos?
La vida célibe de Jesús no se parece a la del Bautista. Jesús no es un hombre del desierto. Su
proyecto le llevó a recorrer Galilea anunciando no el juicio airado de Dios, sino la cercanía de un
Padre perdonador. Frente al talante austero del Bautista, que “no comía pan ni bebía vino”, Jesús
sorprende por su estilo de vida festivo: come y bebe, sin importarle las críticas que se le hacen.
Entre los discípulos que lo acompañan hay hombres, pero también mujeres muy queridas por él.
Jesús se consagró totalmente a algo que se fue apoderando de su corazón cada vez con más fuerza.
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El lo llamaba el “Reino de Dios”. Fue la pasión de su vida, la causa a la que se entregó en cuerpo y
alma. Aquel trabajador de Nazaret terminó viviendo solamente para ayudar a su pueblo a acoger el
“Reino de Dios”. Abandonó a su familia, dejó su trabajo, marchó al desierto, se adhirió al
movimiento de Juan, luego lo abandonó, buscó colaboradores, empezó a recorrer los pueblos de
Galilea. Su única obsesión era anunciar la “Buena Nueva de Dios”. Atrapado por el Reino de Dios,
se le escapó la vida sin encontrar tiempo para crear una familia propia. Su comportamiento
resultaba extraño y desconcertante. A Jesús lo llamaron de todo. Probablemente se burlaron de él
llamándolo también “eunuco” Era un insulto hiriente que no sólo cuestionaba su virilidad, sino que
lo asociaba con un grupo marginal de hombres despreciados como impuros por su falta de
integridad física. Jesús reaccionó dando a conocer la razón de su comportamiento: “hay algunos que
se castran a sí mismos por el Reino de Dios”. Jesús conoció la ternura, experimentó el cariño y la
amistad, amó a los niños y defendió a las mujeres. Sólo renunció a lo que podía impedir a su amor
la universalidad y entrega incondicional a los privados de amor y dignidad. Jesús no hubiera
entendido otro celibato. Sólo el que brota de la pasión por Dios y por sus hijos e hijas más pobres.
(Para este párrafo, ver: Juan Antonio Pagola; Jesús, aproximación histórica; PPC, Madrid, 8ª
Edición, febrero, 2008, pp 58-60).
ANEXO
Cronología del celibato.
Siglo I.:Pedro, el primer “Papa” y los apóstoles escogidos personalmente por Jesús, eran, en su
mayoría, hombres casados (1 Cor 9,5).
Siglos II y III: Edad del gnosticismo: una persona no puede estar casada y ser perfecta. No obstante
ello, la mayoría de los sacerdotes eran hombres casados.
Siglo IV: Concilio de Elvira, del año 306, en España, decreto 43: Todo sacerdote que duerma con
su esposa la noche antes de decir Misa pierde su trabajo (esto es copia de los sacerdotes judíos que,
durante su servicio en el Templo, se tenían que mantener separados de sus mujeres).
Concilio de Nicea, año 325: Se decreta que, una vez ordenados, los sacerdotes no pueden casarse.
Concilio de Laodicea, año 325: Las mujeres no pueden ser ordenadas (¿antes sí?) la razón que se
aduce son sus “reglas menstruales” y el sentido judío de “pureza legal”, los sacerdotes no pueden
casarse.
Año 385: El Papa Silicio abandona a su esposa para convertirse en obispo de Roma (Papa). Se
decreta que los sacerdotes no deben tener relaciones genitales con sus esposas.
Siglo V:Año 401: San Agustín escribe que “Nada hay tan poderoso para envilecer el espíritu de un
hombre como las caricias de una mujer”.
Siglo V, al Concilio de Rimini asisten 300 obispos casados.
Siglo VI: Año 567: El Concilio de Tours II establece que todo clérigo que tenga relaciones genitales
con su esposa será excomulgado por un año y reducido al estado laical.
Año 580: El Papa Pelagio II: Su política fue no meterse con los sacerdotes casados con tal de que
no pasaran la propiedad de la Iglesia a sus esposas o hijos.
Año 590 a 604: El Papa Gregorio el Grande dice que todo deseo sexual es malo en sí mismo
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Sobre los Sacramentos en General.
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Siglo VIII: San Bonifacio, apóstol de Alemania, informa al Papa que en ese país casi ningún obispo
o sacerdote es célibe.
Siglo IX: Año 836: El Concilio de Aix-la-Chapelle admite abiertamente que en los conventos y
monasterios se han realizado abortos para encubrir actividades de clérigos que no practican el
celibato.
San Ulrico, obispo, argumenta que basándose en el sentido común y la Sagrada Escritura, la mejor
manera de purificar a la Iglesia de los peores excesos de los clérigos célibes es permitir a los
sacerdotes que se casen.
Siglo XI: Año 1045: El Papa Bonifacio IX se dispensa a sí mismo del celibato y renuncia al papado
para poderse casar.
Año 1074: El Papa Gregorio VII dice que toda persona que desea ser ordenada sacerdote debe hacer
primero un voto de celibato perpetuo.
Año 1095: El Papa Urbano II hace vender a las esposas de los sacerdotes como esclavas y sus hijos
son abandonados.
Siglo XII: Año 1123: El Papa Calixto II: El Concilio de Letrán I decreta que los matrimonios de los
sacerdotes no son válidos.
Año 1139: Papa Inocencio II: El Concilio de Letrán II confirma ese decreto del Letrán I.
Siglo XV:El 50% de los sacerdotes son hombres casados y aceptados por el pueblo.
Siglo XVI: De 1545 a 1563: El Concilio de Trento establece que el celibato y la virginidad son
superiores al matrimonio. E impone el celibato a todos los sacerdotes del rito latino.
Siglo XX: 1930: El Papa Pío XI: el sexo puede ser bueno y santo.
1951:El Papa Pío XII: un pastor luterano casado, convertido al catolicismo, es ordenado como
sacerdote católico en Alemania.
1962: El Papa Juan XXIII: Concilio Vaticano II: el matrimonio es equivalente en santidad a la
virginidad.
En la década del 70: Ludmilla Javorova y otras mujeres checas son ordenadas, por el obispo
Davidek, para atender las necesidades de la Iglesia bajo la persecución comunista. Hombres
casados son ordenados por la misma razón.
Juan Pablo II, declara inválidas esas ordenaciones de mujeres, con el pretexto de que el obispo
estaba loco y obliga a esos sacerdotes casados a bajar a ser diáconos casados.
1980: Se realiza, bajo el Papa Juan Pablo II, la ordenación de pastores anglicanos y episcopalianos
casados (ultraconservadores) como sacerdotes católicos en USA; en 1994, bajo el mismo Papa, se
hace lo mismo en Canadá e Inglaterra
En 1993, Juan Pablo II había declarado que “El celibato no es esencial para el sacerdocio; no es una
ley promulgada por Jesucristo”.
En 2009: el Papa Benedicto XVI: ofrece recibir a los sacerdotes y obispos anglicanos más
conservadores en la Iglesia Católica (conservando, incluso su matrimonio, ordenándolos de nuevo,
y manteniendo sus particularidades litúrgicas; sólo exige que los obispos casados no puedan
seguirlo siendo al convertirse).
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Sobre los Sacramentos en General.
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13.Jerarquía.
La palabra “jerarquía” (principio o poder sagrado) no es conocida antes del Pseudo Dionisio el
Areopagita, cuyos escritos son anteriores al año 531 y posteriores a las obras del neoplatónico
Proclo (muerto en 485). En Dionisio se aplica a los coros angélicos que sirven a Dios pero no
tienen todos la misma dignidad, y a la Iglesia que tiene distintos grados, siendo el episcopado el
màs elevado de todos.
La palabra “jerarquía” (hieros archos: poder sagrado) es un vocablo que se evita consciente y
expresamente en el Nuevo Testamento. El único poder que tiene quien es miembro, de cualquier
manera que lo sea, de la comunidad, sea clérigo o laico, es el poder de servir. La Iglesia tiene el
derecho y el deber de tener “autoridad”, que es un valor moral, pero no “poder”. ¿Cuánto tiempo
tendríamos nosotros en nuestra casa a un servidor que funcionara con nosotros, a los que dice
servir, con las actitudes que tienen, muchas veces, los que dicen ser servidores (ministros) de la
comunidad?
La palabra alrededor de la cual gira todo el Nuevo Testamento, en esto del Orden, y la reflexión de
los obispos y teólogos en el Concilio Vaticano II es “DIAKONIA”: servicio a los hermanos;
servicio y fraternidad. La Iglesia tuvo que esperar a Ireneo de Lyon, a finales del siglo II (murió en
el año 203), para encontrar un escrito que identifique a los diáconos con “los siete” de Hechos 6,24. En el libro de los Hechos, los diáconos (si es que lo son) no se limitan a servir las mesas, sino
que aparecen como predicadores, evangelistas y misioneros (ver Hechos 6,5.8-13; 7, 1-56; 8, 413.26-40; ver también 1 Cor 16,15; Rom 16, 1-2; Filip 2,25).
¿Nos hacemos servir por los que nos aman? Eso sería una actitud totalmente antievangélica en
cuanto al sacramento del Orden. Ya san Cipriano, obispo de Cartago y mártir, en el siglo III, decía:
“Nihil sine episcopo, nihil sine concilio presbyteri, nihil sine consenso plebis” (Nada sin el obispo,
nada sin el colegio de presbíteros, nada sin el consenso del pueblo).
El Derecho Canónico ha concentrado el poder legislativo, el ejecutivo y el judicial, en manos del
obispo. Se atribuye a Luis XIV la idea de poder decir “El Estado soy yo”, ¿Quién puede en la
Iglesia decir “la Iglesia soy yo”?
Lo que es de institución divina es el servicio (la diakonía) eclesiástico como tal. La Iglesia, toda
ella, tiene la función de servir.
Hay que redescubrir la importancia de los apóstoles-pastores, anunciadores y signos visibles del
Reino de Dios. Del Reino de un Dios que no quiere ser Dios si no es como padre, de un Dios que
ama sin condiciones y perdona sin condiciones y regala su Reino sin condiciones.
¿De qué sirven pastores que se dedican a hablar del dueño del rebaño o de los otros pastores, en vez
de dedicarse a que la oveja tenga pasto, esté satisfecha y segura? Que alguien tanga que portarse
como pastor no implica que yo deba portarme como oveja, y, si lo soy, soy oveja sólo de Cristo.
Nada de que en la Iglesia unos son como “Marta” y otros como “maría”. Toda la Iglesia tiene ahora
que ser Marta para que toda la Iglesia pueda ser algún día “María”.
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Sobre los Sacramentos en General.
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El “sacerdote” cristiano es ministro del Evangelio, no de la institución, y debería reflejar la luz
verdadera, que es Jesucristo. El sacerdote cristiano no es un funcionario del culto o una persona
sagrada (“hiereus”) que presida la Eucaristía, sino alguien encargado de construir la comunidad (la
Iglesia), realizando la obra salvadora de Jesús. El sacerdote cristiano es un continuador de la misión
de Jesús: anunciar y hacer presente el Reino de Dios, no el del sistema. Toda función cultual está en
función del deber pastoral, es decir, el “ministerio”, el servicio, la diakonía. El sacerdote cristiano
no es dueño de la fe, sino un servidor de la fe.
14.Los errores del “pastor”.
-Comerse las ovejas que le pusieron para que ellas tuvieran pasto. El pastor que engorda, es que se
está comiendo las ovejas; son ellas las que tendrían que engordar.
-Servirse de las ovejas, en vez de servir a las ovejas.
-Dedicarse a defender a los otros pastores, en vez de defender a las ovejas.
-Creer que porque él tiene obligación de portarse como pastor, los que están a su cuidado deben
comportarse como ovejas.
-Creer que ser pastor es un “cargo”, un privilegio, un honor, y no una “carga”.
-Monopolizar la relación con el dueño del rebaño, en tal forma que las ovejas jamás lleguen a tratar
directamente con el dueño.
-Hacerse cargo de tantas ovejas que nunca llegue a conocerlas y, por lo tanto, no pueda de verdad
cuidarlas.
-Creer que se es pastor aunque no se tengan ovejas que pastorear.
-Dedicarse a hablar del lobo y tenerle más miedo al lobo que el que le tienen las ovejas.
-Confundir a sus ovejas con un lobo. Llamar “lobo” a cuanta oveja no se comporte como él cree
que deben comportarse las ovejas.
-Ponerse del lado de los lobos.
-No hacer nada para impedir que los lobos destrocen y se coman a las ovejas.
-Quedarse tranquilo porque quien destroza y devora a sus ovejas no es un lobo, sino otro pastor.
-No molestarse porque ya ningún lobo destroza a sus ovejas, sino que ellas se destrozan entre sí.
15. Los laicos.
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Sobre los Sacramentos en General.
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“A los profetas, permitidles que den gracias (eucaristicen) cuantas quieran” (Didajé, X, 7).
“Elegíos, pues, inspectores (obispos) y ministros (diáconos) dignos del Señor, que sean hombres
mansos, desinteresados, verdaderos y probados, porque también ellos os administran el ministerio
de los profetas y maestros” (Didajé, XV, 1).
“Pues Cristo es de los que tienen sentimientos humildes, no de los que se ensalzan sobre su rebaño.
El cetro de la grandeza de Dios, el Señor Jesucristo, no vino con el alboroto de la jactancia ni de la
soberbia, a pesar de que tenía poder, sino con sentimientos de humildad tal como el Espíritu Santo
había hablado de El” (San Clemente de Roma, Papa y mártir, 1 Clem 16, 1-17).
“Procónsul.-¿De qué condición eres?
Luciano- En tiempo fui perseguidor de la ley sagrada; mas ahora, aunque indigno, soy predicador
de ella.
Procónsul- ¿Qué oficio desempeñas para ser predicador?
Luciano- Toda alma tiene facultad para sacar a su hermano del error, con el fin de adquirirse gracia
para sí y librarle a él de los lazos diabólicos.” (Actas de los mártires, Martirio de los Santos Luciano
y Marciano, V).
“Levitas y sacerdotes, como lo hemos demostrado en el libro anterior, son todos los discípulos del
Señor, que también infringen el sábado en el templo sin ser culpables” Ireneo de Lyon, Adversus
Haereses, V, 33, 4; en el año 180).
“Seríamos unos necios si pensáramos que lo que no está permitido a los sacerdotes está permitido a
los laicos. ¿Acaso no somos también sacerdotes los laicos? Está escrito: Nos ha convertido en un
reino de sacerdotes para Dios, su Padre (Apoc 1, 6). La diferencia entre el orden y el pueblo es
efecto de una decisión de la iglesia, y el cargo queda santificado por el orden reunido. Allí donde no
reside el orden eclesiástico, tú, laico, ofreces y bautizas, tú mismo eres tu sacerdote; o, dicho de otra
manera, donde están tres allí hay Iglesia, aunque esos tres sean laicos” (Tertuliano, De exhortatione
castitatis, 7; también De praescriptione, 41, 5-8).
“Todo poder y gracia está dentro de la Iglesia, en la que presiden los más viejos que poseen la
potestad de bautizar y de imponer la mano y ordenar” (Firmiliano, obispo del siglo III, Carta 75,
VII, 4; carta de Firmiliano a Cipriano; exponiendo la doctrina de todo un concilio de obispos,
tenido en Iconio de de Frigia, el año 220).
“(Demetrio) añade en su carta que nunca se ha oído, y que tampoco hoy ocurre nunca, que
prediquen los laicos en presencia de los obispos, pero no sé cómo dice una cosa tan abiertamente
inexacta. Pues donde hay hombres que puedan hacer bien a los hermanos, los santos obispos los
invitan a dirigirse al pueblo” (Eusebio de Cesarea, Hist Eclesiástica, VI, 19, 17-18).
“Yo quiero y os exhorto a todos a que paséis a la categoría de doctores; no os conforméis con
escuchar nuestros sermones, sino exponed a otros nuestra doctrina, id a la pesca de los que yerran
para que entren por los caminos de la verdad” (San Juan Crisóstomo, Homilía 8 sobre Génesis 1).
“Desedifican mucho a la Iglesia de Dios el que sean mejores los seglares que los clérigos” (San
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Sobre los Sacramentos en General.
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Jerónimo, In Tit 2,15; ML 26, 625).
“Serán sacerdotes de Dios y de Cristo y reinarán con El mil años (Apoc 20,6). No alude solamente a
los obispos y a los presbíteros, que son propiamente llamados sacerdotes en la Iglesia, sino a todos
los cristianos –por el crisma místico- llamamos sacerdotes porque son miembros del único
sacerdote” (San Agustín, Ciudad de Dios, Libro 20, cap 10).
“Porque Cristo no està únicamente en la cabeza y no en el cuerpo, sino que Cristo està todo entero
en la cabeza y en el cuerpo” (San Agustìn; Sobre el Ev. de san Juan; Tratado XXVIII, 1).
“Nuestra unidad de fe y de bautismo hace de todos nosotros una sociedad indiscriminada, en la que
todos gozan de la misma dignidad” (San León Magno, Papa, Sermón 4, 1-2).
“Los pastores deberán ser juzgados por Dios, pero nunca por sus inferiores…Pero si el pastor se
desvía de la fe, debe ser argüido por aquellos de quien él es superior” (San Isidoro de Sevilla, siglo
VII, Sentent. III, c 39; PL 83, 710).
“En el orden espiritual, según San Agustín (De Trinitate, libro 6, cap 8; ML 42,929), es mayor el
que es mejor” (Santo Tomás de Aquino, Suma Theol, Supl, qu 19, a 4, dific 2).
16.Diáconos y diaconisas.
“Andrónico y Junias, paisanos míos y compañeros de prisión, que son apóstoles insignes” (Rom
16,7). Junias, también transcrita como Junia o Julia es una mujer, ver San Jerónimo, Liber
interpretationis hebraeorum nomi num, 72,15; J.P.Migne, PL 23, 895. Por ellos “debemos entender
marido y mujer”, ver Atto Vercelliencis (años 924-961), In epistolam ad Romanos 16, 7; Migne, PL
134, 282. “Gran cosa es que sean apóstoles, sobre todo siendo Junia mujer”: Teofilacto (¿10501108?), Expositio in epistolam ad Romanos; Migne, PL 124, 552). “Una mujer apostólica, de no
violentar el texto”, ver Pedro Abelardo (años 1254-1316), Expositio in epistolam ad Romanos;
Migne, PL 178, 973. Así también lo entienden: Lagrange, Broten, Lohfink y Blank.
San Pablo llama a Febe, su “diákonos” de la Iglesia de Cencreas, en Rom 16,1.
“Trabajar, para san Pablo, significa también la tarea apostólica (como en 1 Cor 15,10; 16,16; Gál
4,11; Fil 2,16; 1 Tes 5,12) . San Pablo habla de María que “ha trabajado” tanto por ustedes (Rom
16,6); de Trifosa y Trifene, que “trabajan” duro por el Señor (Rom 16,12). De Ninfa que, en
Colosos, acoge a una Iglesia en su casa (Col 4,15).
“Es también preciso que los diáconos, ministros que son de los misterios de Jesucristo, traten por
todos los modos de hacerse gratos a todos; porque no son ministros de comidas y bebidas, sino
servidores de la Iglesia de Dios. Es, pues, menester que se guarden de cuanto pudiera echárseles en
cara, como de fuego” (San Ignacio de Antioquia, obispo y mártir, Carta a los Tralianos II, 3).
“Saludo a las guardianas de las santas puertas, las diaconisas de Cristo” (Ignacio de Antioquia,
Carta apócrifa a los Antioquenos, n XII).
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Plinio el joven dirige una carta en el año 112 al emperador Trajano en la que declara que “Ha
sometido a tormento a dos sirvientas de la Iglesia, a quienes llaman diaconisas, con el fin de
conocer los secretos de su culto” (Enchiridion Fontium Historiae Ecclesiae Antiquae, ed 5, 1941, p
22-24; citado en “Las vírgenes cristianas”, Vizmanos, BAC, Madrid, 1949, p 230).
“Después de que el que preside ha dado gracias (eucaristizado) y todo el pueblo ha aclamado, los
que entre nosotros se llaman diáconos dan a cada uno de los presentes a participar del pan y del
vino y del agua eucaristizados, que también llevan a los ausentes” (San Justino, que murió mártir en
el año 165, Apología I, 65, 3).
“A la mujer no le está permitido hablar en la Iglesia, y tampoco bautizar, ofrecer (la Eucaristía), ni
reivindicar para ella ninguna parte de una función propia del hombre, y mucho menos del
ministerio sacerdotal” (Tertuliano, De virginibus velandis, 9, 1; entre el año 197 y el 220).
“Y entonces ya ofrezcan los diáconos la oblación al obispo, y eucaristicen el pan en figura –que los
griegos llaman antitipo- del cuerpo de Cristo, y el cáliz mezclado con vino, como antitipo –que los
griegos llaman semejanza-, de la sangre que fue derramada por todos los que creyeron en él…”
(San Hipólito, que murió en el año 235, Tradición Apostólica).
“El diácono está como prototipo de Cristo; por lo tanto, queredlo. La diaconisa sea honrada por
vosotros, como prototipo del Espíritu Santo” (Didaskalia II, XXVI, 104; Siria, siglo III).
“Y a la verdad, Vicente, archidiácono, hizo muchas veces, con diligencia y oportunmente, las
funciones de pontífice supremo” (ver Actas de los Mártires, Martirio de San Vicente, diácono de
Zaragoza, I ,(bajo Dioclesiano).
“Los diáconos deben tener en cuenta que fue el Señor quien eligió a los apóstoles, es decir, a los
obispos y a los jefes; pero los diáconos fueron designados por los apóstoles después de la subida del
Señor a los cielos, como ministros de su episcopado y de la Iglesia. Así que cuando nosotros
podamos alzarnos contra Dios, que es el que hace a los obispos, podrán también los diáconos contra
nosotros, que somos los que hacemos diáconos” (San Cipriano, obispo y mártir, murió en el año
258, Carta 3, III, 1, A Rogaciano).
“Sabed, pues, que he ordenado lector a Saturo, y subdiácono al confesor Optado, a los que ya hace
tiempo, de común acuerdo, los teníamos preparados para la clericatura, puesto que a Saturo más de
una vez le habíamos encargado la lectura el día de Pascua” (San Cipriano, Carta 29, I, 2; A los
presbíteros y diáconos).
“Mirad, pues, y proveed que pueda hacerse esto con moderación y así con más seguridad; de tal
manera que también los presbíteros que ofrecen ( la Eucaristía) allí donde están los confesores,
alternen con cada uno de los diáconos por orden, porque el cambio de las personas y la variedad de
los que acuden disminuye la desconfianza (de los gentiles)… (San Cipriano, carta 5, n 2).
“Establecidos por ti, oh obispo, trabajadores de justicia como auxiliares que puedan colaborar
contigo con vistas a la salvación. A quienes te agraden de entre todo el pueblo, los escogeràs y los
estableceràs como diáconos, un hombre para la ejecución de las muchas cosas que son necesarias, y
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una mujer para el servicio de las mujeres. Porque hay casas a las que no puedes enviar a un diàcono
entre las mujeres, por causa de los paganos, pero puedes enviar a una diaconisa. Y también porque
en otras muchas cosas es necesario el oficio de una mujer diàcono. En primer lugar, cuando las
mujeres bajan al agua (del bautismo), tienen que ser ungidas con el òleo de la unciòn por una
diaconisa, pero que sea un hombre el que pronuncie sobre ellas los nombres de la invocación de la
divinidad en el agua. Y cuando la bautizada salga del agua, que la acoja la diaconisa y que ella le
diga y le enseñe còmo debe ser conservado el sello del bautismo totalmente intacto en la pureza de
bla santidad” (Constituciones Apostòlicas III, cap XVI).
“La diácono sea honrada por vosotros como prototipo del espíritu Santo, que no hace ni dice nada
sin el diácono; como tampoco el Paráclito no dice ni hace nada sin Cristo, sino que cumple con su
voluntad dándole gloria” (Constituciones Apostólicas, II, XXVI, 105).
“Los ostiarios estén de pie junto a las entradas de los varones guardándolas, y las diaconisas junto a
las de las mujeres, como los que exigen el pasaje en las naves” (Constituciones Apostólicas, L 2, c
57, n 5,10).
“Y los diáconos, después de la oración, ocúpense unos en la oblación de la Eucaristía,
administrando con temor el cuerpo del Señor; otros vigilen al pueblo e impónganle silencio”
(Constituciones Apostólicas, L 2, c 57, n 15; en el siglo IV).
“No autorizamos a los presbíteros a imponer las manos (jeirotonein) a diáconos, diaconisas,
lectores, ayudantes, cantores y ostiarios, sino solamente (autorizamos) a los obispos. Tal es la
disposición (taxis) y orden (armonía) eclesiástica” (Constituciones Apostólicas, III, X, 20).
“Elige diaconissam fidelem et sanctam, ad mulierum ministeria” (Constituciones Apostólicas, L 3,
c 16, n 1). (Elige uma una diaconisa fiel y santa para los ministérios con mujeres).
“Y después de esto comulgue el obispo, después los presbíteros, los diáconos, los subdiáconos, los
lectores, los cantores, los ascetas; y entre las mujeres: las diaconisas, las vírgenes y las viudas, luego
los niños y después todo el pueblo con orden” (Constituciones Apostólicas, L 8, c 13, n 14).
“Diaconissa non benedicit, sed nec peragit quidquam forum, quae presbyteri aut diaconi faciunt;
tantummodo ianuas custodit, et presbyteris, quando baptizantur mulieres, ministrat, propter
decorum” (Constituciones Apostólicas, L 8, 28, 2, 6).
“Dios eterno, padre de nuestro señor Jesucristo, creador del varón y de la mujer, que llenaste del
Espíritu a María, Débora, Ana y Hulda; que no consideraste indigno que tu unigénito Hijo naciera
de una mujer; que elegiste en la tienda del testoimonio y en el templo a guardadoras de tus santas
puertas; mira ahora a esta tu sierva, elegida para la diaconía (Ten projeirazoménen eis diakonian),
concédele el Espíritu Santo y purifícala de toda mancha de cuerpo y espíritu, para que dignamente
cumpla la obra que le ha confiado (To enjeiriszen auté ergón) para gloria tuya y de tu Cristo, con el
cual se te dé gloria y adoración, junto con el Santo Espíritu, por siglo. Amén” (Constituciones
Apostólicas VLII, XVII-XIX, 522-525; fórmula de consagración de diaconisas en el siglo IV).
“Nos entregaron también las actas de un tal Optato, prefecto, en que constaba cómo mujeres
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honradas, de familias consulares, diaconisas de la Iglesia de Constantinopla, habían sido llevadas
públicamente a su presencia…” (Paladio, Diálogo histórico, cap III; ver Obras de San Juan
Crisóstomo, BAC, Madrid, 1958; p 145).
Santa Olimpia en Constantinopla, tan amiga de San Juan Crisóstomo, fue ordenada como diaconisa
por el patriarca Nectario antes de los treinta años. (Ver Domiciano Fernández; Ministerios de la
mujer en la Iglesia, Edit. Nueva Utopía; Madrid, 2002, p 123).
“Quamquam diaconissarum in ecclesia ordo sit, non tamen ad sacerdotii functionem aut ullam
eiusmodi administrationem institutus est, sed ut...” (San Epifanio, obispo de Salamina, Contra el
hereje Panario, 79,3).
San Lorenzo, diácono, dice a San Sixto, Papa: “Al que encomendaste la consagración de la sangre
del Señor, a quien encomendaste la participación en la consumación de los sacramentos, ¿a éste
niegas la participación de tu sangre?” (San Ambrosio, Sobre los oficios de los ministros, L 1, c 41,
n 204).
El canon 19 del Concilio de Nicea (año 325) habla de la reordenación de los seguidores de Pablo de
Samosata (que tenían una doctrina herética sobre la Trinidad) que vuelven a la Iglesia Católica y
dice: “Sobre los que fueron paulinianistas y luego se refugiaron en la Iglesia Católica, se promulgó
el decreto de que sean rebautizados de todo punto; y si algunos en el tiempo pasado pertenecieron al
clero, si aparecieren irreprochables e irreprensibles, después de rebautizados, impónganseles las
manos por el obispo de la Iglesia Católica. Se procederá del mismo modo respecto a las disconisas
y, en general, respecto a los que figuran en el canon. Hemos hecho mención de las diaconisas, que
se hallan inscritas en este rango, puesto que ellas no tienen imposición de manos alguna. De suerte
que se cuentan absolutamente entre los laicos (entre los paulinianistas)”.
Una ley de Teodosio II y Valentiniano III (del año 434) incluye a las diaconisas en la enumeración
clerical, antes del subdiácono, al referirse al “clero” que no ha hecho testamento, (ver Codex
Theodosianus 16. 2.27; 5. 3.1).
San Juan Crisóstomo, Homilía 11 sobre 1 Tim 3,11:
“Asimismo que las mujeres sean modestas, no calumniadoras, sobrias, fieles en todo”. Algunos
apuntan que habla de las mujeres en general. Pero eso no puede ser. ¿Por qué querría decir algo
sobre las mujeres en general en mitad del pasaje? Parece más bien que está hablando de las mujeres
que poseen el rango de diácono. “Los diáconos han de ser esposos de una sola mujer”. Esto también
se aplica a las mujeres diáconos (diakonoi), ya que es necesario, apropiado y correcto,
especialmente en la Iglesia” (ver PG 62, 553).
Teodoreto de Ciro, Comentario sobre 1 Tim 3,11:
“Asimismo que las mujeres”, es decir, las diáconos (diakonous),”sean dignas, no murmuradoras,
sobrias, fieles en todo”. Lo que prescribe a los hombres, se lo prescribe igualmente a las mujeres.
De igual modo les dijo a los hombres que fueran dignos, les dijo lo mismo a las mujeres. Del
mismo modo que ordenó que los hombres fueran honestos, ordenó a las mujeres que no fueran
calumniosas. Y del mismo modo que ordenó que los hombres no abusaran del vino, ordenó a las
mujeres que fueran sobrias” (ver PG 82, 809).
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Teodosio, Codex 16, 2, 27: “Según el precepto del Apóstol, no se trasladará a ninguna mujer a la
asociación de diaconisas (diakonisarum consortium) a no ser que haya vivido sesenta años y cuya
progenie deseada (votiva proles) esté en casa” (Código Teodosiano).
Sozomeno, Historia Eclesiástica 7,16: “Fue por esta razón, creo, que el emperador Teodosio, con
intención de promover el renombre y la distinción de la Iglesia, decretó que no se les tuviera
permitido a las mujeres entrar en el ministerio diaconal de Dios a no ser que hubieran tenido hijos
y que fueran mayores de sesenta años, según el precepto del apóstol Pablo” (ver PG 67, 14571464).
El Concilio de Calcedonia (año 451), canon 15, supone la “ordenación” de las diaconisas como
hecho normal: “No debe ser ordenada una mujer diácono antes de los cuarenta años, y esto después
de un esmerado examen. Si después de haber recibido la ordenación (jeirotonian) y permanecido
algún tiempo en el ministerio se entrega en matrimonio, afrentando la gracia de Dios, sea
anatematizada junto con el cónyuge”. (Ver Mansi, Sacrorum conciliorum, 7, 363-364).
Tenemos cientos de citas sobre mujeres diáconos en Oriente y aparecen en todo tipo de contextos:
funerales, dedicatorias, como destinatarias y sujetos de cartas, guardianas de santuarios, heroínas de
conflictos eclesiásticos, superioras y seguidoras monásticas, líderes de coros. Provenían de la
nobleza y de la población de a pie. Unas estaban sometidas a la autoridad eclesiástica y otras eran
más independientes, como la mencionada guardiana de reliquias, Matrona de Cosila, quien
mantuvo su lealtad a la Iglesia resistiendo incluso la presión del emperador Teodosio, u Olimpia,
quien, en su devoción a San Juan Crisóstomo, desafió a la autoridad de su sucesor episcopal. (Para
este punto ver “Mujeres ordenadas en la Iglesia Primitiva”, Kevin Madigan y Carolyn Osiek (eds);
Edi Verbo Divino, Estella, Navarra, 2006).
“Necesariamente también ahora, cuando se realiza esta “liturgia” temible, es preciso que
apreciemos que es una cierta imagen de la liturgia de estos poderes invisibles a los que representan
los diáconos, quienes por la gracia del Espíritu Santo que les fue hecha, han sido puestos al frente
del servicio de esta temible liturgia” (Teodoro de Mopsuestia, obispo, siglo V, Homil Cateq 15,n
21).
“Por esto, como en una especie de imagen, nos representamos en nuestro corazón, por medio del
pontífice, a Cristo Nuestro Señor, a quien nosotros vemos que nos salva y vivifica en un sacrificio
de sí mismo. Por medio de los diáconos, que realizan el ministerio de lo que se obra, esbozamos en
nuestra inteligencia las potencias invisibles en servicio (Hebr 1,14), que ofician en esta inefable
liturgia; ellos son los que aportan y depositan sobre el altar temible este sacrificio o las figuras del
sacrificio” (Teodoro de Mopsuestia, siglo V, Homil Cateq 15, n 24).
“Oremos por las diaconisas; que el Señor oiga sus oraciones, las guarde en perfecta gracia del
espíritu y sostenga su corazón y su trabajo” (Testamento de nuestro Señor Jesucristo, 1, 35.
Apócrifo en dos libros, siglo V, compuesto en griego; hay versiones en siríaco, copto, etíope y
árabe. La oración pertenece a una letanía diaconal que debe haber formado parte de una liturgia
eucarística; citado en Oraciones de los primeros cristianos”, Selección de A. Hamman ofm;
Ediciones Rialp SA, Madrid, 1956, p 247).
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Sobre los Sacramentos en General.
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“El canon 26 del concilio de Orange (año 441) prohibe rotundamente la “ordenación de diaconisas”
(diaconae omnino non ordinandae sunt). Se manda, además, que se sometan y se conformen con la
bendición las que eventualmente pudieran haber sido “ordenadas”” (CC Series Latina 148, 84, 102103).
“La mujer diácono no debe ser ordenada antes de los cuarenta años y eso tras exacto
discernimiento” (Concilio Ecuménico de Calcedonia, año 451), decreto n 94).
El Concilio Ecuménico de Calcedonia, en su canon 15, prescribe el anatema para la diaconisa que,
después de haber recibido la imposición de las manos, osase tomar marido.
“En otra ocasión, Servando, diácono y abad del monasterio que había sido levantado en otro tiempo
por el patricio Liberio en la región de Campania,” (San Gregorio Magno, Papa, Libro II de los
“Diálogos”, cap XXXV).
En el año 555, Radegunda esposa de Clotario, se presentó ante San Medardo obispo de Noyon
(Francia) y le pidió ser consagrada diaconisa. “Medardo, ante una tal energía de voluntad, le impuso
las manos, consagrándola diaconisa (Ver Las vírgenes cristianas, Vizmanos, BAC, Madrid, 1949, p
587-588). La hija de San Remigio, obispo de Reims (+533), llamada Hilaria, también fue ordenada
como diaconisa (ver Domiciano Fernández; Ministerios de la mujer en la Iglesia; Edit. Nueva
Utopía, Madrid, 2002, p 132).
En Santa Sofía en Constantinopla, bajo el imperio de Justiniano (que murió en el año 565), junto a
sesenta sacerdotes, cien diáconos y noventa subdiáconos, se contaban sesenta diaconisas. (Ver Las
Vírgenes Cristianas, Vizmanos, BAC, 1949, p 230-231). En las “Novellae” (III, 1, 1, del 16 de
marzo de 535) del emperador Justiniano, en pleno siglo VI, ante el gran número de clérigos que se
desplazaba a la capital, el Emperador fija un número límite para el servicio de la iglesia de Santa
Sofía: 425 clérigos en total, entre los que se cuentan cuarenta diaconisas: “Decretamos que
aquellos que ahora están en la santísima gran iglesia (Santa Sofía de Constantinopla) y el resto en
las otras casas (religiosas), y los clérigos y mujeres diáconos (gynaikas diakonous) y los porteros
más píos deberán permanecer donde se les ha designado. No reducimos la distribución actual, sino
que la prevemos para el futuro. En el futuro, que no se ordene (cheirotonia) hasta que se alcance el
número del reverendo clero establecido al principio por aquellos que fundaron las iglesias.
Decretamos que no se pueden asignar más de sesenta presbíteros a la más santísima gran iglesia,
cien hombres diáconos, cuarenta mujeres diáconos, noventa subdiáconos, ciento diez lectores y
veinticinco cantores, para que el número total del reverendo clero de la más santa gran iglesia no
exceda los cuatrocientos veinticinco, más cien de aquellos llamados porteros”.
En la “Novelle” 123, 13, Justiniano decreta: “No permitimos que nadie sea presbítero con menos de
treinta años ni ningún diácono o subdiácono con menos de veinticinco, ni un lector con menos de
dieciocho años. No se ordenará (cheirotoneisthai) a ninguna diaconisa que tenga menos de cuarenta
o que haya estado casada por segunda vez”.
En los cánones del Sínodo Trullado (año 692, tenido en el vestíbulo del palacio imperial de
Justiniano II en Constantinopla), canon 14, leemos: “Que se conserve el canon de nuestros padres
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Sobre los Sacramentos en General.
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en la fe, concretamente, que no se ordene a un presbítero antes de los treinta aunque esté
completamente cualificado, sino que se le contenga. Ya que Nuestro Señor Jesucristo fue bautizado
en el trigésimo año y comenzó a sermonear. Al igual que a un diácono antes de los veinticinco,
tampoco se ordenará (cheirotonein) a una diaconisa (diaconiza) antes de la edad de cuarenta”.
“Dios santo y omnipotente, que has santificado a la mujer por el nacimiento, según la carne, de tu
unigénito Hijo, Dios nuestro; que has otorgado la gracia y la efusión de tu Espíritu Santo, no sólo a
los varones sino también a las mujeres; mira también ahora a esta sierva y llámala a la obra de tu
diaconía y otórgale abundantemente el don de tu Espíritu Santo. Consérvala en tu recta fe, para que
pueda cumplir en todo su ministerio (leitourgein) con la forma de vida irreprensible, según tu
beneplácito. Porque a ti, Padre, y al Hijo y al Espíritu se debe toda gloria, honor y adoración, ahora
y siempre por los siglos de los siglos. Amén” (Eucologio bizantino, fórmula de rito diaconal
femenino, siglo VIII).
Después de la oración de consagración diaconal, tras unas peticiones comunitarias, el obispo
impone la mano sobre la ordenada (tes jeirotonoumenes) y añade: “Dueño y Señor, que no rechazas
ni a las mujeres que se dedican y quieren servir adecuadamente a tu santa morada, sino que las
recibes en el orden de los ministros (en taxei leitourgon) , otorga a esta tu sierva, que quiere
dedicarse a ti y cumplir el oficio (jaris) de la diácona, la gracia de tu Espíritu Santo, como otorgaste
la gracia (jaris) de tu diácona a Febe, a la que llamaste a la obra del ministerio (leirourgias).
Concédele, oh Dios, perseverar sin culpa en tus santos templos; preocuparse de la propia conducta,
especialmente de la continencia, y haz perfecta a tu sierva, para que, cuando se presente ante el
tribunal de Cristo, reciba la digna recompensa de su conducta. Por la misericordia y bondad de tu
unigénito Hijo, por el que seas bendito” (Eucologio bizantino, siglo VIII; a continuación, el obispo
le cruza sobre el cuello la estola (orarion) debajo del velo. La diácono, después de comulgar, toma
el cáliz y lo pone sobre el altar).
Focio, patriarca de Constantinopla (+895) afirma en Colección canónica 1,30 (PG 104, 556):
“Según el modelo del Señor Heraclio, en la gran iglesia había ochenta presbíteros, cincuenta
diáconos, cuarenta diaconisas (diakonissai), setenta subdiáconos, ciento sesenta lectores,
veinticinco cantores y setenta y cinco porteros”.
Teodoro Balsamón (+1195), canonista griego y comentarista de la ley eclesiástica y civil en
Constantinopla, que fue nombrado patriarca de Antioquia, anotemos las “Respuestas a las
preguntas de Marcos, 35”: “El canon divino menciona a las diaconisas (diakonissai). Entonces
queremos saber cuáles eran sus funciones litúrgicas (leiturgema). Respuesta: En el pasado, las
órdenes (tagmata) de las diaconisas estaban reconocidas y tenían acceso al santuario (bema). Pero la
aflicción mensual (la menstruación) les apartó del divino y sagrado santuario”.(Ver PG 138, 988).
De Alcuino, que no fue otra cosa que diácono, se dice en su vida (n 26; PL 100, 104 C): “celebraba
todos los días la Misa” (Ver El Sacrificio de la Misa, José A Jungmann SI, BAC, Madrid, 1951,
página 265, nota 7).
El papa Gregorio Magno (+604), doctor de la Iglesia, en una carta a la abadesa Respecta, mientras
describe los privilegios que le ha concedido al monasterio que Respecta preside, explica el proceso
mediante el cual se deberá seleccionar y designar a las abadesas: “Por consiguiente, al monasterio
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Sobre los Sacramentos en General.
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consagrado en honor de san Casiano para cuya presidencia tú has sido elegida…le hemos
proporcionado estos privilegios que, cuando la abadesa del monasterio arriba mencionado muera, se
ha de ordenar (ordinetur) no a una extraña, sino a aquella que haya sido elegida de entre las de la
congregación. Si se le ha considerado digna del ministerio, le ordenará (ordinet) el obispo del
mismo lugar” (PL 77,866).
En Occidente “se conservan libros sobre la ordenación de diaconisas en el siglo X, e incluso en el
siglo XII, aunque no se pueda precisar exactamente la fecha” (ver Manuel Alcalá, Mujer, Iglesia,
Sacerdocio; Ediciones Mensajero, Bilbao, 1995, p 234).
“Los sagrados cánones recuerdan a las diaconisas. Se pregunta cuál es su oficio (leitourgema).
Balsamón (responde): hace mucho tiempo se conocieron por los cánones las órdenes (tágmata) de
las diaconisas, que tengan acceso al altar. Sin embargo, la impureza (kákosis) de sus meses las
apartó del divino y santo altar. En la santísima Iglesia de la sede de Constantinopla se eligen
diaconisas, pero sin tener acceso al altar, sino en ocasiones para tener asambleas y dirigir las
reuniones femeninas” (Teodoro Balsamón, teólogo de la Iglesia ortodoxa, que fue después patriarca
de Antioquia (entre el año 1140 y el 1200), Responsa al interrogaciones Marci, PG 138, 987).
“En diciembre de 1902 aparecía en el Huerto de los Olivos una lápida que en hermosas letras
griegas contenía la siguiente inscripción: “Aquí descansa la sierva y joven esposa de Cristo Sofía,
diaconisa, segunda Febe, que durmió en la paz del Señor el 21 de marzo de la undécima indicción.
Que el Señor Dios….” (Ver Las vírgenes cristianas, Vizmanos, BAC, Madrid, 1949, p 232).
“Si opones a María Magdalena que fue apóstola y como predicadora superiora sobre las mujeres
pecadoras, respondo que ella fue una mujer singular, aceptada singularmente por Cristo. El
privilegio personal sigue a la persona y se extingue con ella” (Duns Scoto, opera Omnia, 24, 369370; vivió del año 1265 al 1308; franciscano, conocido por los contemporáneos como “doctor
subtilis”.
El florecimiento de las comunidades de vírgenes consagradas a Dios y dedicadas a la oración y vida
contemplativa fue una de las razones principales de la decadencia de la institución diaconal
femenina. La vida del claustro dedicada a Dios en la oración atraía más vocaciones que el
ministerio del diaconado. Otro paso importante en la devaluación de las diaconisas es el hecho de
que con frecuencia el diaconado se convirtió en un título de honor en vez de ser un ministerio
eclesial. Era una dignidad que se otorgaba a personas distinguidas, a mujeres de obispos, a madres o
esposas de reyes. (Ver Domiciano Fernández; Ministerios de la mujer en la Iglesia; Edit. Nueva
Utopía; Madrid, 2002, p 125).
La paulatina desaparición del bautismo de adultos influyó notablemente en quitar importancia al
ministerio de las diaconisas, ya que todas las fuentes antiguas señalan el bautismo de mujeres
adultas como una de las razones principales de su institución (por la unción de todo el cuerpo de la
bautizada que conllevaba).
17. Presbíteros y presbíteras.
“¿Cómo puede querer Pablo que toda la jerarquía de la Iglesia esté formada por personas que se
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Sobre los Sacramentos en General.
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hayan casado una sola vez, si los laicos, de los que proviene la jerarquía, no observan antes esa
regla? Si no están obligados a contraer un solo matrimonio, ¿adónde se irá a buscar, para hacerlas
entrar en el clero, a las personas casadas una sola vez? ¿Habrá que instituir un orden aparte de
personas que se casen una sola vez, en cuyas filas se reclute el clero?” (Tertuliano, entre el año 197
y el 220, De monogamia, 11-12).
(Ez 7, 20 y 22) “Así ha de decirse que entra sin consideración en las cosas santas de la Iglesia, si
uno, después del acto conyugal, indiferente a la impureza que en sí ha contraído, consiente en orar
sobre el pan de la Eucaristía; pues este tal profana las cosas santas y lleva a cabo una acción
descompuesta” (Orígenes, murió en el año 254, Sobre Ezequiel; MG 13, 793 B).
“Así seguirán en todo al presbítero Rogaciano, glorioso anciano que, merced a la gracia divina y a
su valor religioso, os muestra el camino que honra a nuestro tiempo” (San Cipriano, Carta 6, IV, 1;
A Sergio y a Rogaciano y demás confesores).
“Tomad socorros de mi peculio que dejé en poder de Rogaciano, nuestro copresbítero” (San
Cipriano, carta 7, I, 2; A los presbíteros y diáconos).
“Cipriano a los presbíteros y diáconos y a todo el pueblo, salud. Para las ordenaciones de clérigos,
hermanos queridísimos, solemos consultaros por anticipado y pesar en común deliberación la
conducta y méritos de cada uno de los candidatos” (San Cipriano, obispo y mártir, que murió el año
258, carta (38) I, 1, a los presbíteros y diáconos y a todo el pueblo, BAC 241, Madrid 1964, p 477478).
Se tenía por “antigua tradición de la Iglesia”, y como tal se ha mantenido siempre, tanto en Oriente
como en Occidente: al clérigo ya ordenado “in sacris” no le es lícito casarse” (Concilio de Nicea,
año 325).
El concilio de Laodicea (año 343) establece definitivamente que en adelante las mujeres no pueden
recibir el nombramiento de ancianas (“presbyterae”) de la Iglesia. (Ver O. Bargerter, Fragüen im
Aufbruch p 79; citado en Concilium n 154, página 14).
“Si alguien pretendiese que no está bien comulgar de la eucaristía celebrada por un presbítero
casado, sea anatema. Si alguien guardase virginidad o continencia, apartándose del matrimonio
como de cosa abominable y no por la misma belleza y santidad de la virginidad, sea anatema”
(Concilio de Gangres, hacia el año 345), canon 4 y canon 9; Mansi II, 1102).
“Y lo mismo que la dedicación del sacerdote se halla en el sacerdote, la elección de una candidatura
depende del pueblo” (Prisciliano, obispo del siglo IV; Tratado II. Libro al obispo Dámaso , Papa
romano).
“El clérigo que se uniese en matrimonio con una viuda o contrajese segundas nupcias, sea
desposeído enseguida de todo privilegio de dignidad eclesiástica” (cfr Lev 21, 13-14) (Siricio, Papa
en el año 385).
“El que se entrega al servicio de la Iglesia desde la infancia debe ser bautizado antes de la pubertad
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Sobre los Sacramentos en General.
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y ser asociado al ministerio de los lectores; salido de la adolescencia y contento con una sola mujer,
recibida virgen y con la bendición común del sacerdote, deberá ser hasta los treinta años acólito y
subdiácono; después puede acceder al grado de diácono, si antes se muestra digno manteniendo
continencia. Después de cinco años, si ha ejercido laudablemente el ministerio, puede pasar al
presbiterado” (Siricio, Papa, año 385, Epist al Himmerium Tarraconensem, PL 56, 560).
“Y como el tirano ha de temer su propia guardia personal, así el sacerdote ha de temer, sobre todo, a
los que tiene junto a sí como compañeros de ministerio; pues nadie, como éstos, apetece la dignidad
que él posee, y nadie tampoco, como ellos, conoce sus flaquezas. Estando como están junto a él, si
algún desliz comete, antes que nadie lo saben y mejor que a nadie se les cree; con lo que les es fácil
calumniar, y, haciendo grande lo pequeño, derriban al calumniado” (San Juan Crisóstomo, Los seis
libros sobre el sacerdocio, libro III, (N 18 ?).
“No todo sacerdote es santo, mientras que todo santo es sacerdote” (San Juan Crisóstomo, Super
Mt 23,2; homil 43; MG 56, 876).
“El sacerdote, empero, de nada de eso tiene necesidad. Su tenor de vida es ordinario y, en todo lo
que no lleva daño consigo, en nada se distingue del común de las gentes” (San Juan Crisóstomo,
Los seis libros sobre el sacerdocio, libro VI, n 6).
“Una mujer deja de ser mujer y puede ser llamada “varón” si ella quiere servir más a Cristo que al
mundo” (San Jerónimo, Comm ad Ephesios, libro III, cap V).
“Quid enim facit, excepto ordinatione, Episcopus quod Presbyter non faciat?” (San Jerónimo, Epist
CI, ad Evangelum, tomo VI, p 803; citado en “Los seis libros sobre el sacerdocio”, Daniel Ruiz
Bueno (San Juan Crisóstomo), Apostolado Mariano, Sevilla, 1990, p 12).
“Menos es poseer el sacerdocio que merecerlo” (San Jerónimo, A Pammaquio, carta 48, 4).
“Huye, como de una peste, del clérigo negociante y que de pobre se ha hecho rico y de plebeyo
glorioso” (San Jerónimo, A Nepociano, Carta 52,3).
“Has de evitar los convites de gente seglar, y señaladamente de los que están hinchados con sus
altos cargos. Indecente cosa es que a las puertas del sacerdote del Señor crucificado y pobre, y que
se sustentaba de pan de limosna, monten guardia los maceros de los cónsules y soldados, y que el
juez de la provincia coma en tu casa mejor que comiera en palacio. Si me replicas que lo haces así
para rogarle por los miserables y humildes, más respetará el juez seglar al clérigo desinteresado que
al rico, y más venerará tu santidad que tus riquezas. En todo caso, si es que no quiera oír a los
clérigos sino entre copas, de buena gana prescindiré de parejo beneficio y, en lugar del juez, rogaré
a Cristo, que me puede socorrer mejor que él. Y es así que más vale confiar en el Señor que en el
hombre, más vale esperar en el Señor que en los príncipes (Salmo 117,8-9)” (San Jerónimo, Carta a
Nepociano presbítero, n 11).
“Conózcannos más bien como consoladores de sus tristezas que como convidados en sus
prosperidades. Fácilmente se desprecia al clérigo que, a menudo invitado a comer, jamás se excusa”
(San Jerónimo, Carta a Nepociano presbítero, n 15).
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Sobre los Sacramentos en General.
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“Al que vieres que siempre o frecuentemente está hablando de dinero –si no es razón de limosna,
que ha de hacerse indiferentemente a todos-, tenlo antes por comerciante que por monje” (San
Jerónimo, A Paulino presbítero, Carta 58,6).
“Así, pues, al tiempo que se celebraba la sinaxis en la finca contigua a nuestro monasterio, sin que
él supiera nada ni tuviera la menor sospecha, mandamos a muchos diáconos que asieran de él y le
sujetaran la boca, no fuera que, por deseo de liberarse, nos conjurara por el nombre de Cristo. De
este modo le ordenamos primeramente de diácono, poniéndole delante el temor de Dios y
forzándolo a que ejerciera su ministerio. El se resistía mucho protestando que era indigno. (…) Una
vez que hubo ejercido el diaconado en los santos sacrificios, lo hemos ordenado, con gran dificultad
igualmente y tapándole la boca, de presbítero” (Epifanio obispo de Chipre en carta a Juan de
Jerusalén. Ver Cartas de San Jerónimo I, carta 51, 1; BAC 219; Madrid 1962, página 388).
Lápida sepulcral proveniente de la catacumba Tropea (Abruzzos), datada de a fines del siglo
V:“B.M.S. (consagrada a la buena memoria). La presbítera Leta –vivió XL años, VIII meses y VIIII
días-. Su marido le dedica (la tumba). Marchó en paz la víspera de los idus de Mayo”.
Fórmula en que no aparecen ni las palabras “presbyter”, ni “coniux”, ni el usual adjetivo
“amatissimae” que siempre figuran en lápidas conyugales. Citado en: Manuel Alcalá. Mujer,
Iglesia, Sacerdocio; Ediciones Mensajero, Bilbao, 1995, p 236).
“Búscale, pues, virgen; mejor, busquémosle todos, ya que en las almas no hay diferencia de sexo”
(San Ambrosio, Tratado de la virginidad, cap XV).
“Mujer, ¿ por qué lloras? ¿ A quién buscas? Mujer es en cuanto que no cree, porque el que cree se
convierte en varón perfecto y llega a la plenitud de Jesucristo”, Efesios 4,13ss). La llama mujer no
tanto por significar su sexo como para reprender la tardanza en creer” (San Ambrosio; Tratado de la
virginidad, cap IV).
“NO os tengáis en poco los varones pues el Hijo de Dios tomó la naturaleza del varón. Y vosotras,
mujeres, nos os despreciéis, puesto que el Hijo de Dios nación de una mujer” (San Agustín; De
agone christiano, C II: ML 40, 298).
Que un sacerdote fuera impuesto desde el poder institucional como mediador sacro es considerado
por san Agustín como absolutamente herético (Ver “Contra Ep. Parmeniani II, 8).
“En la ordenación de los sacerdotes y clérigos opinaba que debía seguirse el consenso de la mayoría
de los cristianos y la costumbre de la Iglesia” (Ver Vida de san Agustín, cap XXI; san Posidio, siglo
V).
“De qué te sirve cantar las alabanzas al Señor con la lengua si tu vida es un continuo sacrilegio”
(San Agustín, In Psalmos 102, 28)
Después de censurar a Honorato, obispo de Arras, por introducir la costumbre de que sus clérigos
usaran un vestido especial, el Papa San Celestino I, en el año 425, escribió a los obispos de
Carbona: “Distingámonos de otros por nuestro (conocimiento o ) saber, no por nuestro vestido, y
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Sobre los Sacramentos en General.
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por nuestra conversación, no por nuestro llamativo exterior” (Citado en NCR (Nacional Catholic
Reporter), vol 32, n 19, marzo 8 de 1996, p.19, en carta de Ed Kohler, St.Paul, Minn.).
“Cuando veas un sacerdote indigno, no interpretes que eso es el sacerdocio, pues no hay que
condenar el ministerio, sino al que lo realiza mal. Pues también Judas fue traidor y no por eso
acusamos al orden apostólico, sino a su mala conciencia personal. El mal no está, pues, en el
sacerdocio, sino en la poca conciencia…Y si alguien viene y te dice: “¿has visto tal cristiano?”,
contéstale que tú no estás hablando de personas, sino de realidades. Pues si no, fíjate: ¿cuántos
médicos se han convertido en verdugos y han dado venenos en vez de medicinas? Pero no por eso
se ataca la medicina, sino al que no la usa bien. ¿Y cuántos marinos hicieron naufragar la nave?
Pero lo malo no es la navegación en sí, sino la impericia de ellos…” (San Juan Crisóstomo,
Homilía IV sobre Isaías 6,1; PG 56, 126).
“Guardo ahora los lindes de la sede cuya cúspide alcancé, aquí merecí (tener) el túmulo yo
Anastasio prelado; engendrado de presbítero, escogí los dogmas de la vida y de la milicia de Dios,
nacido entre sus oficios, ejercitado con corazón casto en los deberes de los pontífices, obtuve el
gran nombre apostólico” (En la basílica Vaticana. Elogio del Papa Anastasio (año 496-498); ver
Las inscripciones de las catacumbas”, Rvdo. Dr. José Vives; BAC 125, Madrid 1954, página 500).
“Placuit ut non solum in civitatibus sed etiam in ómnibus parochis verbum faciendi daremos
presbyteris potestatem” (Concilio de Vaison, Francia, año 529, canon 2; Mansi, VIII, 727).( A
Instancia de san Cesáreo, el concilio concede expresamente a los presbíteros de las ciudades y del
campo el derecho a predicar).
“El desprecio de los perversos es la aprobación de nuestra vida, porque ya se manifiesta que
tenemos algo de la justicia los que comenzamos ya a desagradar a los que no agradan a Dios; pues
nadie puede, en una misma cosa, ser grato a Dios omnipotente y a sus enemigos, porque quien da
gusto a los enemigos de Dios se declara enemigo de Dios, y será contrario a los enemigos de la
verdad quien de voluntad se somete a la verdad. De ahí que los varones santos, cuando reprendían
enardecidos no temían, con sus libres increpaciones, suscitar contra sí las iras y los odios de
aquellos de quienes saben que no aman a Dios” (San Gregorio Magno, Papa, murió en el año 604;
Homilías sobre Ezequiel, L I, Homil 9, 14).
“Sacerdos autem nomen habet compositum ex graeco et latino, quasi sacrum dans, sicut enim rex a
regendo, ita sacerdos a sanctificando vocatus est; consecrat enim et sanctificat » (San Isidoro de
Sevilla; Etimologías, VII, 12, 17; PL 82, 291-292).
“Quien hace acepción de persona poderosa y teme decir la verdad por sentencia es castigado de
grave culpa. Pues muchos sacerdotes por temor de la potestad ocultan la verdad y se retraen de una
obra buena, o de predicar la justicia por miedo de cualquier cosa, o porque la potestad atemoriza.
Mas ¡ay! ¡oh dolor! Temen o porque están enredados en el amor de las cosas temporales, o porque
andan avergonzados por algún hecho criminoso” (San Isidoro de Sevilla, Sentencias en tres libros,
L 3, XLV, 1009).
“Al que sea digno de ser ordenado subdiácono, diácono o presbítero, no se le prohíba acceder a
tales grados por el hecho de cohabitar con su legítima mujer; y no se le pida en el momento de la
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ordenación que prometa abstenerse de la unión con su legítima mujer, obligándole así a injuriar
unas nupcias que han sido constituidas por Dios y bendecidas con su presencia; la voz del evangelio
clama: lo que Dios unió, no lo separe el hombre” (Concilio Trullado, año 692, 1093-1095).
“¡Ay de vosotros, los que no sólo os alzáis con la llave de la ciencia, sino también con la de la
autoridad! No contentos con dejar de entrar vosotros, impedís de mil modos que entren los demás, a
quienes debierais empujar, por razón de vuestro cargo, a que entrasen. Habéis arrebatado las llaves,
en vez de recibirlas…¿De dónde os viene esa ardorosa ansia de prelaturas, ese desenfreno de
vuestra ambición, esa frenética locura por arrebatar prebendas?” (San Bernardo de Claraval; Sobre
la conversión de los clérigos; PL 182, 852-53).
“Hay que prohibir a las mujeres musulmanas la entrada a las vergonzosas iglesias, porque los
sacerdotes son unos libertinos, adúlteros y corruptos.
Se debe prohibir a las mujeres de los francos que entren a la iglesia, salvo en día de oración
colectiva o festividad religiosa, porque comen, beben, y fornican con los sacerdotes, no habiendo
ninguno de éstos que no tenga dos o más de aquéllas para pasar la noche.
Entre ellos, eso es costumbre, porque han convertido en ilícito lo lícito y han encontrado lícito lo
ilícito.
Se debe ordenar a los sacerdotes cristianos que se casen, como en las comarcas de Oriente, o
autorizarlos para que si lo quieren lo hagan. Si rehúsan casarse, no se debe permitir en la casa del
sacerdote que haya mujer, ni vieja ni de ninguna edad” (Sánchez Albornoz, La España musulmana,
II, 170; Buenos Aires, 1946; citado en “La sociedad española”, Fernando Díaz-Plaja; Plaza y Janés,
Barcelona, 1975, p 174).
“Se dice también del sacerdote futuro: (no puede casarse con) una mujer repudiada por su marido,
ni con una mujer de mala vida, ni con viuda, sino con virgen” (Concilio Liptinense (año 743 a 745),
alocución que sigue a las disposiciones).
“4.Ningún clérigo deberá llevar armas.
6.Nadie deberá comprar con dinero un cargo eclesiástico.
8.Nadie deberá solicitar recompensa por un entierro, por la extremaunción o por la confirmación.
11.Los hijos naturales no deben ser admitidos a órdenes y dignidades eclesiásticas, a menos que
sean ya monjes o canónigos” (Cánones del Concilio de Clermont, presidido por el Papa Urbano II,
en el año 1095).
El primer documento oficial que menciona el “carácter” sacerdotal, es una carta del Papa Gregorio
IX, dirigida en 1231, al arzobispo de París (Ver Denz-Sch, nn 781 y 825).
“Llegados que fueron a Acre, visitaron al Papa (el recién elegido Gregorio X) y lo reverenciaron
humildemente. El Papa los recibió honorablemente, les dio su bendición y les dispensó una cariñosa
acogida. Hizo preparar nuevas cartas para el gran Kan: entre otras cosas le pedía que su sobrino
Abaga, el decir, el señor de los tártaros de Levante, concediese a los cristianos ayuda y favor, para
que pudiesen hacer el trayecto de ultramar. Destinó al gran Kan muchos y espléndidos regalos, de
cristal y de otro género. Ofreció a micer Nicolás y a micer Mateo dos frailes predicadores, los más
sabios que había en toda aquella comarca. Uno se llamaba fray Nicolás de Vicenza, y el otro fray
Guillermo de Trípoli. Dotó a los dos frailes de privilegios: que pudieran hacer en aquellos países
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Sobre los Sacramentos en General.
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muchas cosas con plena autoridad, ordenar sacerdotes y obispos, desatar y unir como él mismo”
(Ver Viajes de Marco Polo, Ediciones Selectas, Buenos Aires, 1962, p 13).
“Algunos, sin embargo, dijeron que el sexo masculino es necesario por ley, mas no por la
naturaleza del sacramento, fundados en que las Decretales (ver Gratianum, Decretum p. 2, causa 27,
qu I, cn 23. Diaconissam; ib. p.I, d 32, cn 19, Mulieres) mencionan la “diaconisa” y “presbítera”.”
(Santo Tomás de Aquino, Suma Theol, Supl, qu 39, a 1, Resp.)
El Papa Bonifacio IX, años 1400 y 1403, concede por bulas especiales a los abades (no obispos) del
monasterio de St. Osyth en Essex, poder para conferir órdenes mayores, incluso el diaconado y el
presbiterado, a miembros de su monasterio. Ver Denz-Hün n 1145 y 1146). El Papa Martín V, año
1247 concede ese mismo poder al abad cisterciense de Altzelle; ver Denz-Hün n 1290.
“Si alguno dijere que en tres sacramentos, a saber, bautismo, confirmación y orden, no se imprime
carácter en el alma, esto es, cierto signo espiritual e indeleble, por lo que no pueden repetirse: sea
anatema” (Conc Trento; Séptima sesión, canon 9).
“Mas porque en el sacramento del orden, como también en el bautismo y la confirmación, se
imprime carácter, que no puede borrarse ni quitarse, con razón el santo Concilio condena la
sentencia de aquellos que afirman que los sacerdotes del Nuevo Testamento solamente tienen
potestad temporal y que, una vez debidamente ordenados, nuevamente puedan convertirse en
laicos, si no ejercen el ministerio de la palabra de Dios” (Conc. Trento; Sesión 23; cap 4; Denz-Hün
n 1767).
“Si alguno dijere que por la sagrada ordenación no se da el Espíritu Santo, y que por lo tanto en
vano dicen los obispos: “Recibe el Espíritu Santo”, o que por ella no se imprime carácter; o que
aquél que una vez fue sacerdote puede nuevamente convertirse en laico: sea anatema” (Conc.
Trento; Sesión 23; canon 4; Denz.-Hün n 1774)
“Si la Iglesia en una situación concreta no puede encontrar, sin renunciar a la obligación del
celibato, un número suficiente de esos dirigentes sacerdotales de comunidad, entonces es evidente
que ha de renunciar a esa obligación del celibato y no tiene por qué discutirse más teológicamente”
(…) “Pero en el fondo es evidente que si una futura comunidad de base cumple las condiciones
requeridas para una comunidad cristiana, si para las personas que la componen una parroquia
habitual no puede cumplir en concreto la tarea de una tal comunidad en su entorno y sobre todo el
obispado no puede poner en esa parroquia un sacerdote ordenado, entonces la comunidad puede
presentar al obispo un dirigente surgido de ella misma y con las cualidades necesarias para dirigirla,
que recibe con todo derecho la ordenación, aunque esté casado. Salus animarum suprema lex” (K.
Rahner, Cambio estructural de la Iglesia; Cristiandad, Madrid, 1974, p 135).
“Según el Apóstol, la mujer se encuentra en estado de sujeción; consiguientemente, no puede tener
ninguna jurisdicción espiritual, porque, como también dice el Filósofo (Aristóteles), es una
corrupción de las buenas costumbres que la mujer ejerza la autoridad” (ver 1 Cor 14,34; 1 Tim
2,11; Tit 2,5; Aristóteles, Etica, Libro VIII, c 10, n 5; Tomás de Aquino, Supl q 19, a 3, soluc 4).
“Juan Pablo II recibió recientemente en audiencia a Simón Jubani, sacerdote albanés que ofició el
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pasado mes de noviembre, en la localidad de Soutari, la primera misa pública, que se celebra en
Albania, después de cuarenta años de ateísmo de Estado; ceremonia a la que asistieron más de
sesenta mil personas. (…) El sacerdote albanés ha sido el inspirador del “Partido Popular para la
Unión de los Creyentes”, que pretende aunar a católicos, ortodoxos y musulmanes para presentarse
juntos en las elecciones anunciadas, en Albania, para finales del mes de marzo” (Vida Nueva, n
1781, 16 de marzo de 1991, p 35 (587)).
18. Obispos.
“Y así, según pregonaban por lugares y ciudades la buena nueva y bautizaban a los que obedecían al
designio de Dios, iban estableciendo a los que eran primicias de ellos –después de probarlos por el
espíritu- por inspectores (obispos) y ministros (diáconos) de los que habían de creer” (San
Clemente, Papa, siglo I, Carta primera, n 42, 4).
“Ahora, pues, a hombres establecidos por los Apóstoles, o posteriormente por otros eximios
varones con consentimiento de la Iglesia entera” (San Clemente, Papa, siglo I, Carta Primera, n 44,
3).
“Sólo aquella Eucaristía ha de tenerse por válida que se celebre por el obispo o por quien de él
tenga autorización” (San Ignacio de Antioquia, Carta a los Esmirniotas, VIII, 1).
“Las piedras cuadradas y blancas, que ajustaban perfectamente en sus junturas, representan los
apóstoles, obispos, maestros y diáconos que caminan según la santidad de Dios, los que
desempeñaron sus ministerios de obispos, maestros y diáconos pura y santamente en servicio de los
elegidos de Dios” ( El Pastor, de Hermas, siglo II; ver Padres Apostólicos, Daniel Ruiz Bueno,
BAC 65, Madrid 1967; 2- Edición, p 954).
“Después de la lectura y de la exhortación de los obispos y la plática de los presbíteros, fueron
despachados los diáconos a preguntar al pueblo a quién querían, y todos unánimemente
respondieron: Policarpo sea nuestro pastor y maestro”. (Vida y hechos del santo y bienaventurado
mártir Policarpo, obispo de Esmirna, en Asia, n XXII, 2; Ver Daniel Ruiz Bueno, Padres
Apostólicos, BAC 65, Madrid, 1967, 2 Edición, p 713).
“Y al contrario, como hemos dicho, hay que adherirse a los que guardan la sucesión de los
apóstoles y, dentro del orden presbiteral, ofrecen una palabra sana y una conducta irreprochable
para ejemplo y enmienda de los demás” (San Ireneo de Lyon, que murió el año 203, Adversus
haereses, IV, 26, 2).
“El primer sacerdote y levita para vosotros es el obispo; él es el que os imparte la palabra y es
vuestro mediador…, él reina en lugar de Dios y ha de ser venerado como Dios, porque el obispo os
preside en representación de Dios” (Didascalía, XXVI, 4, primera mitad del siglo III).
“Episcopus ordinatur electus ab omni populo” (Tradición Apostólica de Hipólito de Roma, n 2;
hacia el año 215).
Del año 236 al 250 el Papa Fabián “dividió Roma en siete regiones, cada una de las cuales confió a
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un Diácono, asistido por un Subdiácono” (Ver Historia de los Papas, Tomo I, Gastón Castellá,
Espasa-Calpe SA, Madrid, 1970, p 23).
“Y siendo de nuestra incumbencia, por estar al frente de la grey y como pastores, vigilar el
rebaño…” (El clero de Roma al de Cartago, I, 1, carta 8; después del martirio del Papa San Fabián,
año 250).
“El que es llamado al episcopado, no es llamado para dominar, sino para servir a toda la Iglesia”
(Orígenes, In Isaíam, homil 6,1, murió el año 254).
“Si a una ciudad donde no hay cristianos llega un hombre que empieza a enseñar, que trabaja, que
lleva a los hombres a la fe, acaba convirtiéndose el príncipe y el obispo de los que ha adoctrinado”
(Orígenes, Homil sobre Núm, 11,4).
“El bienaventurado Felipe fue primero diácono, luego presbítero, y, por fin, probado en los trabajos
de la Iglesia, y habiendo desempeñado irreprochablemente sus ministerios, alegre por el testimonio
y seguro por la honestidad de su vida, recibió, con el consenso de todos, el honor del episcopado”
(Actas de los Mártires, Martirio de san Felipe, obispo de Heraclea, I; ver Daniel Ruiz Bueno, BAC
75, Madrid, 1962, p 1057).
“¿Acaso no sabe ese reivindicador del Evangelio que tiene que haber un solo obispo en una Iglesia
católica?” (El Papa Cornelio contra Novaciano; ver Eusebio, Historia Eclesiástica, VI, 43, 11).
“No pasaré tampoco en silencio un pormenor eximio, y es que estando todo el pueblo, por
inspiración de Dios, unánime en su elección y honor, él se retiró humildemente” (En la elección de
san Cipriano, obispo de Cartago; Vida y Martirio de San Cipriano, por el diácono Poncio, 5; Actas
de los Mártires, Daniel Ruiz Bueno, BAC 75, Madrid, 1962, p 730-731).
“Tanto, pues, como es pernicioso para arrastrar a una caída a los subordinados la debilidad de un
jefe, otro tanto, por el contrario, es beneficioso y saludable el ejemplo que presenta a la imitación de
los hermanos un obispo que se mantiene firme en la fe” (San Cipriano, carta 9, I, 2; A los
presbíteros y diácono de Roma).
“En cuanto a lo que me han escrito mis hermanos en el sacerdocio, Donato, Fortunato, Novato y
Gordio, no he podido responder por mí solo, puesto que desde el principio de mi episcopado
determiné no tomar ninguna resolución por mi cuenta sin vuestro consejo y el consentimiento de mi
pueblo” (San Cipriano, Carta 14, IV, A los presbíteros y diáconos).
“Los presbíteros y diáconos de Roma al papa Cipriano, salud” (Carta de los presbíteros y diáconos
de Roma al obispo Cipriano de Cartago, carta 36, Encabezamiento).
“Así que, hermanos amadísimos, debéis saber que este joven ha sido ordenado por mí y los colegas
que estaban presentes” (San Cipriano, en la ordenación de Aurelio como lector, Carta 38, II, 2, A
los presbíteros y diáconos y a todo el pueblo).
“…puesto que el obispo que elegisteis con tanto amor y adhesión todavía no tiene la dicha de
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saludaros y de abrazaros” (San Cipriano, Carta 43, IV, 1; A todo el pueblo).
“…que comprendan que es impío abandonar a la madre, que reconozcan que no puede nombrarse
en manera alguna otro obispo, una vez elegido y aprobado por el testimonio y juicio de los colegas
y del pueblo” (San Cipriano, Carta 44, III, 2; A Cornelio).
“Cornelio fue promovido al episcopado sobre la base del juicio de Dios y de su ungido, sobre la
base del testimonio de casi todos los clérigos, sobre la base del voto del pueblo presente y de la
aprobación de sacerdotes de gran prestigio y de hombres íntegros…” (San Cipriano, Carta 55, 8).
“Mientras permanezca el lazo de la concordia y persevere el misterio indivisible de la Iglesia
Católica, cada obispo reglamenta y dirige sus actos, habiendo de dar cuenta de su administración al
Señor” (San Cipriano, Carta 55, XXI, 2; A Antoniano).
“Si las cosas son de tal manera, hermano carísimo, que se teme la insolencia de los malvados y que
logren los perversos por la temeridad y desesperación lo que no pueden por derecho de justicia, se
acabó con el vigor del episcopado y el poder tan elevado y divino de gobernar la Iglesia, y ya no
podemos permanecer o ser mucho tiempo cristianos, si se llega a tal punto que temamos las
amenazas y ardides de hombres perdidos” (San Cipriano, Carta 59, II, 2; A Cornelio).
“Cuando un obispo sustituye a otro difunto, cuando es elegido en paz por el voto del pueblo,
cuando es protegido en la persecución por el auxilio de Dios…” (San Cipriano, Carta 59, VI, 1; A
Cornelio).
“Tampoco deben movernos los ultrajes de los malvados a desviarnos de la norma recta y fijada, ya
que el Apóstol nos advierte diciéndonos lo siguiente: Si tratare de complacer a los hombres, no
sería servidor de Cristo (Gál 1,10). Hay que ver si se quiere servir a los hombres o a Dios. Si se
trata de dar gusto a los hombres, se ofende al Señor. Si en cambio nos esforzamos y trabajamos
para poder agradar a Dios, hemos de despreciar los ultrajes y maledicencia de los hombres” (San
Cipriano, Carta 59, VIII, 2; A Cornelio).
“El obispo de Dios, que defiende el Evangelio de Dios y custodia los mandatos de Cristo, puede ser
matado, pero no vencido” (San Cipriano, Carta 59, XVII, 1; A Cornelio).
“Ningún obispo de Dios ves tan débil, tan bajo y abyecto, tan impotente por la debilidad de la
pequeñez humana, que no se alce con la ayuda de Dios contra los enemigos y atacantes de Dios,
que se encienda su humildad y debilidad con el vigor y fuerza de la protección de Dios. No nos
interesa por quién y cuándo debemos perecer, pues hemos de recibir la recompensa por nuestra
muerte y sangre de manos del Señor” (San Cipriano, Carta 59, XVIII, 3; A Cornelio).
“Debéis, pues, saber y entender que el Obispo está dentro de la Iglesia, y la Iglesia en el Obispo, y
todo el que no está con el Obispo, no está dentro de la Iglesia” (San Cipriano, Carta 66, 8).
“Por lo cual el pueblo, obediente a los mandatos del Señor y temeroso de Dios, debe apartarse de un
obispo pecador y no mezclarse en el sacrificio del obispo sacrílego, cuando, sobre todo, tiene poder
o de elegir obispos dignos, o de recusar a los indignos. Vemos que viene de origen divino el elegir
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Sobre los Sacramentos en General.
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al obispo en presencia del pueblo, a la vista de todos, para que todos lo aprueben como digno e
idóneo por juicio y testimonio públicos (…) Dios manda que ante toda la asamblea se elija al
obispo, esto es, enseña y muestra que es preciso no se verifiquen las ordenaciones sacerdotales sin
el conocimiento del pueblo que asiste, de modo que en presencia del pueblo se descubran los
delitos de los malos o se publiquen los méritos de los buenos, y así sea la elección justa y regular,
examinada por el voto y juicio de todos” (San Cipriano; Carta 67, III,2-IV,1-2; A Félix).
“Esto vemos que se ha cumplido en la designación de nuestro colega Sabino, puesto que se le
ofreció el episcopado y se le impuso las manos en sustitución de Basílides por voto de toda la
comunidad y por el juicio de los obispos que se habían reunido personalmente o que os habían
escrito sobre él. 3.Y no puede anularse la elección verificada con todo derecho, porque Basílides,
después de descubiertos sus delitos y confesados por sí mismo, haya ido a Roma y engañado a
nuestro colega Esteban, que, por estar tan lejos, no está informado de la verdad de los hechos, y
haya obtenido de él ser restablecido ilegítimamente en su sede, de la que había sido depuesto con
derecho” (San Cipriano, Carta 67, V, 2-3; A Félix).
“Hay que guardar cuidadosamente la tradición divina y la práctica de los apóstoles, y observar lo
que se observa entre nosotros y en casi todas las provincias. Que allí donde haya que ordenar un
jefe para el pueblo, se reúnan los obispos de la provincia y que la elección se haga en presencia del
pueblo, que conoce perfectamente la vida de cada uno y puede observar su conducta al vivir cerca
de él” (San Cipriano, Carta 67, 5, 1).
“…él estaba fuera de la Iglesia y no podía comunicar con ninguno de los nuestros, porque había
intentado erigir un altar profano, y colocar una cátedra adúltera, y ofrecer sacrificios sacrílegos
frente al legítimo obispo, estando elegido como tal Cornelio, en la Iglesia católica, por el juicio de
Dios y el voto del clero y del pueblo” (San Cipriano, Carta 68, II, 1; A Esteban, papa).
“…que decida lo que crea conveniente cada obispo; éste dará cuenta de sus actos al Señor, como lo
escribe el santo apóstol Pablo en su epístola a los Romanos con estas palabras: cada uno de
nosotros dará razón de sí. No debemos, por tanto, juzgarnos unos a otros (Rom 14,12-13)” (San
Cipriano, Carta 69, XVII; A Magno).
“En esto, no pretendemos hacer fuerza ni damos ley a nadie, puesto que el gobierno de su Iglesia
cada uno de los que presiden tiene libre su voluntad, si bien ha de dar cuenta de sus actos al Señor”
(San Cipriano, Carta 72, III, 2, A Esteban, papa; ver también la carta 73, XXVI, 1, A Yubayano).
“Por estas palabras sabemos (Jn 20,21-23) que sólo a los que presiden la Iglesia, asentados en la ley
del Evangelio y las prescripciones del Señor, les está permitido bautizar otorgando el perdón de los
pecados” (San Cipriano, Carta 73, VII, 2, A Yubayano).
“Pues es necesario a los obispos no sólo enseñar, sino también aprender, porque enseña mejor el
que diariamente crece y progresa aprendiendo lo mejor” (San Cipriano, Carta 74, X, 1, A
Pompeyo).
“Mi padre en el mundo era también santamente mi obispo, y así me tuvo dos veces por hijo” (En el
museo Laterano, Las inscripciones de las catacumbas, Rvdo Dr José Vives, BAC 125; Madrid,
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Sobre los Sacramentos en General.
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1954, p 507).
“Así merecí, obispo, conservar el pueblo fiel.
Este túmulo preparóme la cónyuge Lorenza,
siempre ajustada a mis costumbres, veneranda, fiel.
Por fin cesará refrenada la miserable envidia.
El obispo León traspasó a la edad de ochenta años.
Depuesto el día antes de las idus (día 14) de marzo” (Las inscripciones de las catacumbas, Rvdo Dr
José Vives, BAC 125, Madrid, 1954, p 501).
“Que (el candidato al episcopado) sea instruido y capaz de explicar las Escrituras; si es analfabeto,
que sea bondadoso y lleno de caridad hacia todos, de manera que un hombre que pueda dar pábulo
a cualquier reproche no sea elevado por el pueblo al episcopado” (Constitución eclesiástica de los
apóstoles, 16, 1-2, escrita entre mediados del siglo II y comienzos del IV).
Ordénese “obispo a un hombre intachable en todos los aspectos y elegido por todo el pueblo”
(Constituciones Apostólicas, VIII, 4, 2).
Si el pueblo no lo acepta, el obispo debe volver al presbiterio. Así lo determina el canon 18 del
concilio de Ancira, en el año 314.
El obispo debe ser designado por los demás obispos de la eparquía. Así lo establece el canon 4 del
Concilio Ecuménico de Nicea, en el año 325.
“Yo ignoraba que nosotros tuviésemos que rivalizar con los cónsules, con los prefectos, con los
generales más ilustres…, que tuviésemos que ser llevados en caballos adornados lujosamente y
porteados en literas con boato y pompa; que un cortejo nos debía preceder y nos debía rodear una
claque; que todos debían abrir camino a nuestro paso como ante bestias feroces y que tan grande
debía ser la multitud de los que nos preceden que se pudiese observar a lo lejos nuestro paso. Si
estas son las acusaciones que tenéis contra mí, perdonadme esta ofensa. Elegid otro obispo que sepa
complacer a la masa; a mí dadme la soledad en el campo” (San Gregorio Nacianceno, Oratio 42,24.
Ante el Concilio de Constantinopla, año 381, presentando su dimisión, describiendo con sátira el
fausto de sus colegas).
“Después se apareció a Santiago, su pariente hermano, que fue el primer obispo de esta parroquia o
ciudad” (San Cirilo de Jerusalén, Las Catequesis Mistagógicas, Cateq XIV, 21; murió en el año
386).
“Yo por mí, en oyendo que oí noticia semejante, fui presa del temor y de la perplejidad; de temor,
no fuera que aun contra mi voluntad me cogieran para ordenarme (…). Poco tiempo después,
presentóse el que nos iba a ordenar disimulando su intención y se lleva a Basilio, que nada de todo
esto sabía, alegándole cualquier otro pretexto, y se le impone el yugo sacerdotal” (San Juan
Crisóstomo, Los seis libros sobre el sacerdocio, Libro I, n 5?).
“Es necesario que el alma (del obispo) esté pura del deseo del cargo, porque si en el alma anida un
ardor lleno de pasión por el poder, una vez obtenido éste, se reanima la llama hasta hacerla más
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violenta y, asida con fuerza, soporta cosas terribles para mantenerla, incluso si debe adular o
soportar un tratamiento vil e indigno, o gastar en ello mucho dinero. Y algunos han llenado las
iglesias de muertos, han devastado las ciudades, luchando por ejercer esta autoridad” (San Juan
Crisóstomo, De Sacerdotio, III, 10, 36-43; atacando, sin nombrarlo, al Papa Dámaso (año 366 al
384), por las matanzas de que había sido precedida su elección).
“Si uno desea el episcopado, desea una cosa buena (1 Tim 3,1)”. “Pero yo afirmo que desear, no la
obra buena, sino la autoridad y la potestad, es cosa grave. Esta concupiscencia se ha de apartar de
nuestro ánimo con todo empeño, para que podamos hacer todas las cosas con libertad” (San Juan
Crisóstomo, Del sacerdotio, libro III, 11).
“¿Quieres que te muestre otra forma de esta lucha, llena también de infinitos peligros? Pues, ¡ea!
Asómate a las públicas festividades en que se acostumbra principalmente hacer las elecciones para
las dignidades de la Iglesia, y allí verás que llueven sobre el sacerdote tantas acusaciones cuanta es
la muchedumbre de los súbditos. Porque todos los que tienen poder de conferir ese honor se dividen
entonces en mil banderías y no hay manera de que el colegio de los presbíteros se ponga de acuerdo
consigo mismo ni con el obispo” (San Juan Crisóstomo, Los seis libros sobre el sacerdocio, Libro
III, n 15).
“¡ Y quién podrá ahora decir la tristeza que ha de sufrir un obispo, cuando tiene que cortar a uno de
la plenitud de la Iglesia? ¡Y ojalá el mal no pasara de la tristeza! Mas lo cierto es que hay aquí
peligro de una gran ruina, pues es de temer que castigado uno más allá de lo debido venga a sufrir
lo que ya dijo el bienaventurado Pablo: Que sea consumido por la demasiada tristeza (2 Cor 2,7).
Así, pues, también aquí es menester extremada cautela, no sea que lo que fue instituido para
remedio se convierta en ocasión de mayor daño. Porque el médico que no supo cortar bien la
herida, participa de la ira divina por cda uno de los pecados que el otro cometiere después de
aquella desgraciada cura” (San Juan Crisóstomo, Los seis libros sobre el sacerdocio, Libro III, n 18;
Obras de San Juan Crisóstomo, BAC 169, Madrid, 1958, p 686; San Juan Crisóstomo murió en el
año 407).
“(Quien desea el episcopado, desea una obra buena: 1 Tim, 3,1)” “Bueno es desear una obra buena.
Pero desear el honor de la dignidad es vanidad” (San Juan Crisóstomo, Super Mt –op.imperf. in Mt
20,24; homil 35; MG 56, 829).
“No es ni justo ni útil apetecer el poder de la Iglesia. ¿Qué sabio se arrojará a tal servidumbre y tal
peligro de tener que dar cuenta de toda la Iglesia sino el que no teme el juicio de dios y quiere
abusar de la dignidad eclesiástica como de una ventaja secular, convirtiéndose él mismo en
secular?” (San Juan Crisóstomo, Super Mt (Op. Imperf. In Mt 10,24, homil 35; MG 56, 829, nt 5).
“Entonces afluyen muchos indeseables en busca de este puesto de honor, hombres algunos que no
eran ni hombres, sacerdotes que lo eran por su función, pero indignos del sacerdocio; unos que
golpeaban las puertas del pretorio, otros que se servían de la corrupción; otros, incluso, que se
postraban de rodillas ante las masas del pueblo”. (Paladio de Helenópolis, obispo, Diálogo sobre la
vida de Juan Crisóstomo, V, 44-45).
“Después de pasar cuarenta años con los antedichos, fue también sacudido como en una criba por el
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papa Teófilo (de Alejandría, enemigo de Juan Crisóstomo) otro presbítero” (Paladio, Diálogo
Histórico, cap XVII).
“Porque dado caso que yo hubiera de ser juzgado, tendría que serlo por los obispos egipcios y no
por ti, que te hallas a la distancia de setenta y cinco días de camino” (El obispo Teófilo a Juan
Crisóstomo; ver Paladio, Diálogo Histórico, cap VII).
“Ciriaco manifestó haber huído a causa de un edicto del emperador que contenía la siguiente
amenaza: “Si alguno no comunica con Teófilo, Arsacio y Porfirio, ese tal sea depuesto del
episcopado y pierda además los bienes que parezca tener en dinero o posesiones” (Paladio, Diálogo
Histórico, cap III).
“”En una y otra carta lo mismo obispos que presbíteros –y es de notar que, entre los antiguos,
obispos y presbíteros eran lo mismo, dado que aquel es nombre de dignidad y este de edad- se
manda escoger para el clero monógamos”. (…) Eso que dice marido de una mujer puede también
entenderse de otro modo. El Apóstol procedía de judíos; la primitiva Iglesia se fue reuniendo de las
reliquias de Israel. Y sabía que estaba concedido por la ley, a ejemplo de los patriarcas y de Moisés;
sabía, repito, ser corriente en el pueblo procrear hijos en varias mujeres, y a los mismos sacerdotes
estaba abierto, a su arbitrio, ese recurso; manda, pues, que los sacerdotes de la Iglesia no pretendan
pareja libertad; que no contraigan a la vez dos o tres matrimonios, sino que en un solo tiempo
tengan una sola mujer” (San Jerónimo, Carta a Oceano, Carta 69, n 3 y 5).
“Carterio, obispo de España, anciano de edad y en sacerdocio, desposó una mujer antes de ser
bautizado y otra después de recibir el bautismo y de haber muerto la primera; y piensas que obró
contra la prescripción del apóstol, quien en el catálogo de virtudes prescribió que se ordenase
obispo al varón de una sola mujer. Me maravillo de que hayas presentado un solo caso, siendo así
que el mundo entero está lleno de estas ordenaciones; no digo de presbítero, ni de los de grado
inferior; me refiero a los obispos, que si quisiera enumerar uno a uno superaría el número de los
reunidos en el sínodo ariminense” (San Jerónimo, Carta 69, A Océano, PL 22, 654).
“No pleiteador ni avaro: nada hay más impotente que la arrogancia de los rústicos que confunden la
garrulería con la autoridad y, dispuestos siempre a armar un lío, atruenan a su pobre rebaño con
hinchadas voces” (…)”Lo que ha de predicar al pueblo lo exija primero a sus familiares” /San
Jerónimo, Carta 69,9, A Océano).
“La verdad es que ahora vemos a la mayor parte que compran a peso de oro, como si fueran aurigas,
el favor del pueblo; o viven tan aborrecidos de todo el mundo, que no logran arrancar con dinero lo
que logran los payasos con sus gestos. El sumo sacerdote de Cristo ha de ser tal, que quienes
censuran la religión no se atrevan a censurar su vida” (San Jerónimo, Carta 69,9, A Océano.
“Sepan también los obispos que son sacerdotes y no amos. Honren a los clérigos como clérigos,
para que también a ellos les tengan los clérigos deferencia como a obispos” (…) “Es pésima
costumbre en algunas iglesias que los presbíteros estén callados y, en presencia de los obispos, no
digan palabra, como si éstos les tuvieran envidia o se desdeñaran de oírlos” (San Jerónimo, Carta
52,7, A Nepociano).
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“El padre y el obispo han de ser amados, no temidos. Vieja sentencia es que a quien se le teme, se le
aborrece, y a quien se le aborrece, se desea que perezca” (San Jerónimo, Carta 82,3, A Teófilo).
“A fin de venerar con honor de padres, no con temor de amos, a los pontífices de Cristo (a
condición, naturalmente, de que prediquen la fe recta); para respetar a los obispos como obispos y
no vernos forzados, bajo nombre de uno, a ser esclavos de quienes no queremos serlo” (San
Jerónimo, Carta 82,11, A Teófilo).
“Que el obispo, en la iglesia, se siente más arriba que los sacerdotes; pero, que en el palacio, se
considere colega de los sacerdotes” (Concilio de Cartago, año 395, canon).
“El santo Inocencio, quien es sucesor e hijo del mencionado –Anastasio- en la cátedra apostólica”
(San Jerónimo, Carta 130, 16 ; Anastasio fue Papa del año 399 al 401).
“En la misma Alejandría, desde Marcos evangelista hasta Heraclas y Dionisio, obispos, los
presbíteros llamaban siempre obispo a uno de su gremio al que escogían y ponían, como quien dice,
sobre el candelero” (…) “¿Qué hace, si se exceptúa la ordenación, el obispo que no haga el
presbítero?” (San Jerónimo, Carta 146,1, A Evángelo).
“Presbítero y obispo son dos nombres, de los que uno indica la edad, el otro la dignidad” (San
Jerónimo, Carta 146, 2, A Evángelo).
“En otro tiempo era lo mismo presbítero que obispo. Por consiguiente así como los presbíteros
saben que por costumbre de la Iglesia son súbditos del que es su superior, sepan también los
obispos que ellos, más por costumbre que por la verdad de la disposición del Señor, son los
superiores de los presbíteros y que deben regir en común la Iglesia” (San Jerónimo, Super Epist ad
Tit I, 5; ML 26, 598).
“Algunos no se preocupan de poner en la Iglesia como columnas a aquellos que saben que pueden
ser de más utilidad, sino a quienes ellos aman más, o a quienes están obligados por sus regalos, o
han sido recomendados o, callando otras cosas peores, han conseguido con presentes ser
promovidos a la clericatura” (San Jerónimo, in Tit I,5; ML 26,596).
“Nullus invitis detur episcopus. Clero, plebis et ordinis, consensus ac desiderium requiratur” (San
Celestino I, Papa, Epist IV, 5; PL 50, 434 B; murió en el año 432).
“Cierto que cada uno de los obispos de la Iglesia tiene bajo su jurisdicción iglesias particulares, a
las que consagran sus ciudades, y nadie ha de meterse en campo ajeno; sin embargo, a todo habría
que anteponer la caridad de Cristo, en que no cabe ficción alguna” (Carta 51, 1, del obispo Epifanio
de Chipre al obispo Juan de Jerusalén, finales del siglo IV; ver Cartas de San Jerónimo I, BAC 219,
Madrid 1962, p 387-388).
“¿Quién podría permitir ver elegido a un rico para ocupar un puesto de honor en la Iglesia, siendo
preferido a un pobre más instruido y más santo?” (San Agustín, Carta 167, c 5; A Jerónimo; ML
33,740).
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“Piensas que tampoco se te debió llevar, porque crees que nadie debe ser obligado al bien. Escucha
que dijo sobre eso el Apóstol: Quien desea el episcopado, buena obra desea. Y ya ves cuántos, para
que acepten el episcopado, son retenidos a la fuerza. Se les lleva, encierra, gurda. Padecen hartos
males involuntarios, hasta que les viene la gana de aceptar la obra buena” (San Agustín, carta 173,
A Donato, n 2).
“Esté lejos de nosotros llamarlos a ustedes ovejas nuestras; ésta no es expresión católica, ni
legítima, ni de Pedro, porque es contra la Piedra. Son ustedes ovejas, pero de aquel que nos compró
a nosotros y a ustedes. Tenemos todos un mismo Señor, el Pastor, pero no mercenario. Pastorea a
sus ovejas e hizo por ellas lo que nadie hace: dar el precio y hacer el contrato. El precio: su propia
sangre; el contrato: es el Evangelio” (San Agustín, Sermón 12,2 (Denis) sobre Jn 21, 15-17).
“Para que se oiga mejor la voz, estamos nosotros algo más altos, pero mucho más alto todavía
somos juzgados, y sois vosotros quienes nos juzgáis. Enseñar es peligroso, ser discípulo es seguro.
El oyente de la palabra está más seguro que quien la dice” (San Agustín, Sermón 32, 1, 1; PL 38,
155).
“Que sean imitadores nuestros, si nosotros lo somos de Cristo; y si nosotros no somos imitadores de
Cristo que tomen al mismo Cristo por modelo” (San Agustín, Sermón 47, 11-14, Sobre las ovejas;
cfr Breviario, 2 lectura, martes de la XIII semana del Tiempo Ordinario).
“Sinceramente digo a vuestra caridad que hay en las sillas episcopales trigo y cizaña, como hay
cizaña y trigo entre la gente del pueblo” (San Agustín, sermón 73,4).
“Por tanto, para decirlo en breves palabras, somos vuestros siervos; siervos vuestros, pero, a la vez,
siervos como vosotros; somos siervos vuestros, pero en Jesús, como dice el Apóstol: Nosotros, en
cambio, somos siervos vuestros por Jesús (2 Cor 4,5)” (…) “Se nos ha puesto al frente de vosotros
y somos vuestros siervos; presidimos, pero sólo si somos últiles” (San Agustín, Sermón 340 A, 3).
“Así debe ser el buen obispo, y, si no es así, no es obispo. ¿de qué le aprovecha a un desgraciado
llamarse Félix (feliz)? (…) Semejante a éste es quien se llama obispo y no lo es. ¿Qué le aporta la
honra del nombramiento sino el hacer mayor su crimen? ¿Qué es un obispo que tiene ese nombre,
pero no lo es? El que disfruta más con su propio honor que con la salud del rebaño de Dios, quien
en ese ministerio tan sublime busca sus propios intereses, no los de Jesucristo, recibe el nombre de
obispo, pero no lo es, para él es un nombre vacío” (San Agustín, Sermón 340 A, 4).
“Para que sea lo que indica su nombre (“obispo”), escuche no a mí, sino conmigo; escuchemos
juntos como condiscípulos en la única escuela del único maestro, Cristo” (San Agustín, Sermón
340 A, 4).
“Vine, pues, a esta ciudad a ver a un amigo, a quien quería ganármelo para Dios y para nuestro
convento. Venía seguro, porque teníais obispo. Pero, sorprendiéndome, me forzaron a recibir las
sagradas órdenes, y por esta grada he llegado a la dignidad episcopal” (San Agustín, Sermón 355,
cap 4).
“Pido ante todo que tu religiosa prudencia piense que en esta vida, máxime en estos tiempos, nada
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hay más fácil, más placentero y de mayor aceptación entre los hombres que el ministerio de obispo,
presbítero o diácono, si se desempeña por mero cumplimiento y adulación. Pero, al mismo tiempo,
nada hay más torpe, triste y abominable ante Dios que esa conducta. Del mismo modo, nada hay en
esta vida, máxime en estos tiempos, más gravoso, pesado y arriesgado que la obligación del obispo,
presbítero o diácono, tampoco hay nada más santo ante Dios si se milita en la forma que exige
nuestro Emperador (Cfr 1 Tim 1,18s; 2 Tim 2,4)” (San Agustín, Carta a Valerio, obispo de Hipona,
Carta XXI, n 1).
“Ciertas situaciones, en efecto, no se superan con la aspereza o dureza, ni con manera imperiosas,
más por medio de la instrucción que por medio del mandato, con la amonestación más que con la
amenaza” (San Agustín, Carta I, 22).
“El honor de este siglo pasa; pasa la ambición. Ni graderías jerárquicas, ni cátedras guateadas, ni
coros de monjas, prontas a la ovación y al cántico, podrán emplearse para una defensa en el futuro
juicio de Cristo, cuando la conciencia empiece a acusar y a juzgar el Arbitro de la conciencia” (San
Agustín, Carta 23,3, A Maximino).
“En todos aquellos lugares en que hubiese dos obispos constituidos por obra del cisma, quería
confirmar a quien hubiese sido ordenado con anterioridad, proveyendo que al otro se le diese el
gobierno de otra grey” (San Agustín, Carta 43, cap V, n 16; A Glorio, Eleusio, Félix, Gramático,
etc).
“Porque es mucho más glorioso haber resignado la carga episcopal para evitar peligros a la Iglesia
que el haber empuñado las riendas para regirla. No abandonó tu hermano el ministerio de la
dispensación de los misterios de Dios vencido por alguna codicia secular, sino que lo depuso
movido por caridad pacífica; no quiso que, por salvar su honor, se engendrase entre los miembros
de Cristo un feo, amenazador y quizá desastroso cisma” (San Agustín, carta 69, Alipio y Agustín a
Castorio, n 1).
“Quamquam enim secundum honorum vocabula quae iam Ecclesiae usus obtinuit, episcopatus
presbiterio maior sit” (San Agustín, Carta 82, cap IV, n 33; A Jerónimo).
(Aunque el episcopado sea mayor que el presbiterado, según la nomenclatura jerárquica que el uso
de la Iglesia ha consagrado ya).
“La integridad y legitimidad de un obispo, por muy ilustre que fuere, no puede mantenerse en pie de
igualdad con la Escritura canónica” (San Agustín, Carta 93, 38; A Vicente rogatista).
“Nuestro santo hijo Piniano envió un siervo de dios a decirme que estaba dispuesto a jurar ante el
pueblo que, si se le ordenaba contra su voluntad, se marcharía del Africa definitivamente” (San
Agustín, Carta 126, 3; A Albina).
“Sólo nos consagran obispos en beneficio de la población cristiana. Contribuyamos con nuestro
cargo a la paz cristiana que necesita la población cristiana. Si somos siervos útiles, ¿cómo vamos a
preferir nuestras temporales dignidades al eterno premio del señor? Si el dejar el episcopado
contribuye a reunir la grey de Cristo, ¿no nos será más provechosa nuestra dignidad que si la
retenemos para dividir esa grey?, ¿ con qué cara nos atreveremos a esperar en el siglo futuro el
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Sobre los Sacramentos en General.
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honor prometido por Cristo, si nuestro honor impide en este siglo la cristiana unidad?” (San
Agustín, carta 128, A Marcelino, n 3).
“Añades que mi fama está interesada en contestar a vuestra consulta, pues aunque pudiera tolerarse
la falta de preparación en otros sacerdotes sin detrimento del culto divino, cuando se trata de mí,
que soy obispo, tanto habrá de culpa cuanto haya de ignorancia” (San Agustín, Carta 137, 3; A
Volusiano).
“Piensas que tampoco se te debió llevar, porque crees que nadie debe ser obligado al bien. Escucha
qué dijo sobre eso el Apóstol: Quien desea el episcopado, buena obra desea. Y ya ves cuántos, para
que acepten el episcopado, son retenidos a la fuerza. Se les lleva, encierra, guarda. Padecen hartos
males involuntarios, hasta que les viene la gana de aceptar la buena obra” (San Agustín, Carta 173,
2; A Donato).
“Y considerando que no podría emplear la diligencia conveniente, que yo estimaba necesaria,
determiné consagrar y establecer allí un obispo” (San Agustín, Carta 209, 2; A Celestino, Papa).
“Presenté, sin pedírmelo nadie, a un adolescente llamado Antonio que entonces estaba conmigo. Yo
le había educado en el monasterio desde su temprana edad, pero no se había dado a conocer en
ningún grado o trabajo de la clericatura, fuera del oficio de lector. (…) Todo se efectuó, y el joven
comenzó a ser obispo de Fusala” (San Agustín, Carta 209, 3; A Celestino, Papa).
“Al fin ha llegado a tanto la cosa, que creí deber privarle del episcopado y obligarle a restituir los
bienes robados que pudieran probarse” (San Agustín, Carta 209, 4; A Celestino, Papa).
“Llegué y, como quiso el Señor, me ayudó según su misericordia para que recibieses en paz al
obispo que Severo les había designado en vida. (…) Severo había creído que bastaba designar al
sucesor en presencia de los clérigos, y no habló de esta materia al pueblo. (…) Yo, para que nadie
tenga queja de mí, pongo en vuestro conocimiento mi voluntad, que creo será también la de Dios:
Quiero que mi sucesor sea el presbítero Heraclio. El pueblo aclamó: ¡gracias a Dios! ¡Alabanzas a
Dios! (lo repitió 23 veces)” (San Agustín, Carta 213, Actas del nombramiento de sucesor, 1).
“Los que apacientan las ovejas de cristo como si fueran suyas y no de Cristo dan muestras de que se
aman a sí mismos y no a Cristo. (…) Pues aquellas palabras de Cristo: ¿Me amas? Apacienta mis
ovejas, equivalen a decir: “Si me amas, piensa que no te apacientas a ti mismo, sino a mis ovejas;
apaciéntalas como mías, no como tuyas; busca en ellas mi gloria, no la tuya; mi dominio, no el
tuyo; mi ganancia, no la tuya” (San Agustín, Sobre el Ev de San Jn, Tratado 123,5; cfr Breviario, 2
lectura, día 6 de diciembre, Propio de los Santos).
“Esto hace decir al Apóstol: Quien desea el episcopado, desea un buen trabajo (1 Tim 3,1). Su
intención era dar a entender que el episcopado era un nombre de trabajo, no de honor. (…) Según
esto, no es obispo el que ama presidir y no el ser útil” (San Agustín, Ciudad de Dios, cap 19).
(“Quien desea el episcopado, desea una obra buena”; 1 Tim 3,1) “Para que se comprenda que no es
obispo quien se complace en presidir, no en ser útil” (San Agustín, Ciudad de Dios XIX).
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“Los escritos de los obispos pueden ser refutados tanto por palabras quizá más sabias de alguien
más experimentado en el tema como por la autoridad de más peso y más docta prudencia de otros
obispos, y también por los concilios, si algo en ellas se puede haber desviado de la verdad; incluso
los concilios celebrados en regiones o provincias concretas deben dar paso sin reticencias a la
autoridad de los concilios plenarios de todo el orbe cristiano; en incluso anteriores concilios
plenarios son a menudo corregidos por otros posteriores, si como consecuencia de la experiencia
práctica, algo que estaba cerrado es abierto, o algo que se ignoraba sale a la luz” (San Agustín; De
baptismo contra donatistas, Libro III, cap 2).
“Te aviso para que no te asusten esos escándalos, que precisamente para eso están anunciados: para
que, cuando vengan, no nos asombremos demasiado. Por eso anunció el Señor en el evangelio que
“es necesario que vengan escándalos, pero ¡ay de los hombres por quienes vienen los escándalos!
¿Quién te piensas que son esos hombres, sino aquellos mismos de los que dice el apóstol que
buscan “sus” intereses y no los de Jesucristo? Pues hay unos que ocupan las sedes pastorales para
preocuparse por las comunidades de Cristo. Pero hay otros que las ocupan para preocuparse de sus
honores temporales y de sus comodidades mundanas. Y estas dos clases de pastores existirán en la
Iglesia hasta el fin de los tiempos. Y unos morirán, pero nacerán otros…(…) Por tanto, y para que
sepamos conservar la unidad, el mismo Señor nos avisa tanto sobre los buenos pastores como sobre
los malos. Sobre los primeros, para que intentemos imitar sus obras, pero sin poner nuestra
esperanza en ellos, sino en Aquel que los hizo tales: el Padre que está en los cielos. Y sobre los
otros, aplicándoles el nombre de escribas y fariseos, que dicen una cosa y hacen otra” (San Agustín;
Carta 208; PL 33, 950-51).
“Que no se dé a ninguna Iglesia un obispo contra su voluntad; que se tenga constancia del
consentimiento y del deseo del clero, del pueblo y del Orden (de los obispos)” (San Celestino I,
Papa, Carta IV, 5; PL 50, 434b).
“El que debe presidir a todos debe ser elegido por todos” (San León Magno, Papa, Carta 14,5; Ad
Anastasium; PL 54, 634).
“No se ordene aquel que es rechazado y no solicitado, no sea que la ciudad desprecie e incluso odie
al obispo que no ha pedido” (San León Magno, Papa, Carta XIV, 5).
“Hay que escuchar, al menos, los votos de los ciudadanos, el testimonio de los pueblos; conviene
oír el parecer de los nobles y (tener en cuenta) la elección de los clérigos, como hacen en la
ordenación de los obispos quienes conocen las reglas de los Padres” (San León Magno, Papa, en
una carta dirigida a las Galias, Carta 10,4).
“El obispo que no tiene hijos ni nietos y deja como heredero a otro que no sea la Iglesia, si tomó
algo de la Iglesia no a favor de la misma, lo que tomó o donó téngase por írrito; con respecto al que
tiene hijos, que sus herederos tengan en cuenta las indemnidades de la Iglesia en los bienes que
dejó” (Concilio Agatense, año 506; Cor Chr 148, 207, canon 33).
“Prohibimos ordenar obispo al que tenga hijos o nietos. Y a los obispos que ya lo son ahora o que
lo serán en el futuro les quitamos la potestad de testar, donar o alienar por cualquier otro modo,
cualquiera de sus bienes adquiridos después de ser obispos por testamento o por donación o
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cualquier otro modo, pudiendo disponer solamente de aquellos bienes que tenían antes del
episcopado por cualquier causa y de los que recibieron después de sus padres, tíos, hermanos…”
(Código de Justiniano, I, 3, 41; año 528).
“Nadie hace en la Iglesia mayor daño que quien, obrando mal, tiene puesto de santidad; porque a
éste, cuando delinque, nadie se atreve a reprenderle; y la culpa con mayor eficacia sirve de ejemplo
cuando, por la reverencia al estado, es honrado el pecador” (San Gregorio Magno, Papa, Regla
Pastoral, I, cap II).
“Queridos hermanos: ¿acaso pensáis que cuando Pedro cambiaba de opinión, alguien debería
haberle dicho: “Nos negamos a admitir lo que dices, porque has venido enseñando lo contrario”?
En el asunto (que ahora estamos tratando) se sostenía una determinada opinión mientras se
dilucidaba la verdad, y se adoptó una opinión diferente una vez que se hubo encontrado la verdad.
¿Por qué el cambiar de opinión debería ser considerado un delito…? Porque lo que es reprensible
no es cambiar de opinión, sino ser voluble. Si la mente no ceja de intentar saber lo que está bien,
¿por qué habría que objetar nada cuando abandona su ignorancia y reformula sus puntos de vista?”
(Pelagio II, papa, escrito con borrador redactado por su diácono, después el papa Gregorio Magno;
citado en “Poder y sexualidad en la Iglesia”; Geoffrey Robinson, Sal Terrae, Santander, 2008, P
225).
“Por lo regular, en la posesión de la prelatura se pierde también la práctica de obrar bien que se
tenía en la tranquilidad. Porque cuando el mar está sosegado, hasta el poco diestro piloto guía
derechamente la nave; mas, cuando está agitado por las olas tempestuosas, hasta el piloto adiestrado
titubea. ¿Y qué es la potestad de la prelatura sino una tempestad para el alma?” (San Gregorio
Magno, Papa, Regla Pastoral, I, cap IX).
“Quien desea el episcopado, desea una obra buena” (1 Tim, 3,1). Comenta san Gregorio Magno:
“Era laudable el deseo del episcopado cuando ciertamente llevaba consigo el recibir suplicios más
crueles” ( Regla Pastoral, p 1, cap 8; ML 77,21).
“Deben saber los prelados que, si alguna vez obran perversamente, son responsables de tantas
muertes, cuantos son los ejemplos de perversión que transmiten a sus súbditos” (San Gregorio
Magno, Papa, Regla Pastoral, p III, cap IV).
“Quien otorga las órdenes sagradas, entonces tiene las manos limpias de todo cohecho cuando por
las cosas divinas no demanda no ya dinero alguno, pero ni gratitud humana alguna” (San Gregorio
Magno, Papa, Homilía sobre los evangelios, libro I, Homil 4, n 4).
“Todos los que gobiernan deben pensar que no tienen, de suyo, la potestad del orden, sino la
igualdad de naturaleza, ni deben gozarse de presidir, sino de aprovechar a los hombres. (…) Porque
el querer ser temido por un igual es ensoberbecerse contra la naturaleza” (San Gregorio Magno,
Papa, Regla Pastoral, II, cap VI).
“El prelado debe ser siempre el primero en obrar, para, con su ejemplo, mostrar a los súbditos el
camino de la vida, y para que la grey que sigue la voz y costumbres del pastor camine guiada por
los ejemplos más bien que por las palabras; pues quien, por deber de su puesto, tiene que decir
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cosas grandes, por el mismo deber viene obligado a mostrarlas” (San Gregorio Magno, Papa, Regla
Pastoral II, cap III).
“Sea el prelado discreto en el silencio y útil cuando hable, de modo que ni diga lo que se debe callar
ni calle lo que se debe decir; porque así como el hablar imprudente conduce al error, así también el
silencio indiscreto deja en el error a los que podrían ser instruidos, pues con frecuencia los prelados
imprudentes, temiendo perder el favor humano, no se atreven a decir libremente lo que se debe y,
conforme a lo que dice la Verdad, ya no se cuidan de la grey con amor de pastores, sino cual
mercenarios, puesto que cuando viene el lobo huyen, esto es, se resguardan bajo el silencio” (San
Gregorio Magno, Papa, Regla Pastoral, II, cap IV).
“Mas con frecuencia el prelado, por lo mismo que está puesto sobre los demás, se ensoberbece con
pensamientos arrogantes; y cuando todo lo someten a su juicio; cuando sus mandatos se cumplen en
seguida a medida de su deseo; cuando todos los súbditos, si algo bueno ha hecho, prorrumpen en
alabanzas y no hay parecer de alguno que contradiga lo mal hecho; cuando, como por lo regular
ocurre, aplauden lo que debieran reprobar, engañado porque todo se le rinde, su ánimo se engríe y,
mientras por de fuera está rodeado de los mayores aplausos, interiormente se queda vacío de la
verdad; y, olvidado de sí mismo, procura que todos hablen de él; y se tiene por tal cual lo que por
fuera oye de sí y no cual debió discernir interiormente; desprecia a los súbditos y no los tiene ya por
iguales a él en naturaleza; y cree que excede también en méritos de vida a los que por una feliz
contingencia ha superado en potestad; se estima por más sabio que los otros, a quienes ve que
supera en el poder. Además, sitúase a sí mismo en cierta altura, y, a pesar de verse ligado a los otros
por igual condición de naturaleza, desdeña mirarlos como iguales; y así llega hasta hacerse
semejante a aquel de quien está escrito (Job 41,25): Todo lo desprecia, como que él es el rey de
todos los hijos de la soberbia; el cual, apeteciendo el puesto más elevado y teniendo a menos vivir
asociado a los demás ángeles, dice (Is 14,18): “Levantaré mi trono al lado del septentrión y seré
semejante al Altísimo”; debido a lo cual, por admirable juicio de Dios, al erguirse exteriormente a
la cima del poder, interiormente se halla en lo profundo de la abyección. Hácese, pues, semejante al
ángel apóstata el hombre que tiene a menos ser semejante a los hombres” (San Gregorio Magno,
Papa, Regla Pastoral, p II, cap VI).
“La prelatura, pues, se desempeña bien cuando el prelado ejerce su dominación contra los vicios
más bien que contra los hermanos” (San Gregorio Magno, Papa, Regla Pastoral, p II, cap VI).
“Con razón es considerado por uno de los hipócritas quien, simulando disciplina, trueca el
ministerio de regir en instrumento de dominación” (San Gregorio Magno, Papa, Regla Pastoral, p
II, cap VI).
“No busque el que los súbditos le amen a él más que a la Verdad” (San Gregorio Magno, Papa,
Regla Pastoral, p II, cap VIII).
“Los que ven las malas acciones de los prójimos y, sin embargo, las callan, obran como quien a
vista de las heridas esconde la medicina; y se hacen reos de la muerte por lo mismo que, pudiendo,
no han querido dar el remedio” (San Gregorio Magno, Papa, Regla Pastoral, p III, cap XIV).
“Debe aconsejarse a los amadores de la paz que no dejen nunca de reprender las malas costumbres
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de los hombres por desear demasiado la paz humana, y no se aparten de la paz del Creador por
consentir con los perversos, y que no anulen la paz interior por temer exteriormente las luchas
humanas. Pues ¿qué es la paz transitoria sino cierto vestigio de la paz eterna? ¿Y qué mayor locura
puede haber que la de amar las huellas impresas en el polvo y no amar a quien las dejó impresas?”
(San Gregorio Magno, Papa, Regla Pastoral, p III, cap XXII).
“Cuando incautamente trabamos amistad con los malos, nos atamos a la culpa” (…) “Por cuanto
nuestra vida trata amistades con los perversos, discrepa de Aquel que es la misma Verdad” (…)
“Debe aconsejarse a los amadores de la paz que no teman perder la paz temporal cuando se decidan
a reprender de palabra. También se les debe aconsejar que guarden interiormente con todo afecto
esa misma paz de que se privan exteriormente por la represión verbal” (San Gregorio Magno, Papa,
Regla Pastoral, p III, cap XXII).
“Quien junta en paz a los malvados, suministra fuerzas a la iniquidad, porque debilita a los buenos,
a los cuales persiguen unánimes” (San Gregorio Magno, Regla Pastoral, P III, cap XXIII).
“Debemos evitar el escándalo de los prójimos en cuanto podemos hacerlo sin pecado; mas, si de la
verdad se toma motivo de escándalo, más provechoso es que nazca el escándalo antes que dejar la
verdad” (San Gregorio Magno, Papa, Homilías sobre Ezequiel, libro I, homil 7, n 5).
“Con crueldad y con violencia dominan, en efecto, aquellos que, en vez de corregir a sus súbditos
razonando reposadamente con ellos, se apresuran a doblegarlos rudamente con su autoridad” (De
los libros de las Morales de San Gregorio Magno, Papa, sobre el libro de Job, Libro 23, 23-24; cfr
Breviario, 2 lectura, miércoles de la IX semana del Tiempo Ordinario).
“No se llama pastor, sino mercenario, a quien apacienta las ovejas del Señor no por amor íntimo,
sino por las ganancias temporales. En efecto, es mercenario quien ocupa, sí, el puesto del pastor,
pero no busca las ganancias de las almas; quien codicia las comodidades de la tierra, goza con el
honor de la prelatura, se apacienta con las ganancias temporales y se alegra de la reverencia que le
tributan los hombres; porque éstas son las recompensas del mercenario: que encuentre aquí lo que
busca por lo que trabaja en su gobierno y después quede extrañado de la herencia del rey. Mas, en
verdad, no puede conocerse si uno es pastor o mercenario mientras falte la ocasión oportuna;
porque en tiempo normal generalmente el mercenario también atiende al cuidado de la grey, como
el pastor; pero, cuando viene el lobo, da a conocer con qué disposición de ánimo estaba uno
guardando las ovejas. Ahora bien, el lobo viene sobre las ovejas cuando cualquier injusto o raptor
oprime a los que son fieles y humildes; y el que parecía ser pastor y no lo era, desampara las ovejas
y huye, porque, como teme verse envuelto por él en algún peligro, no se atreve a oponerse a su
injusticia. Huye, mas no cambiando de puesto, sino substrayendo el amparo; huye, porque ha visto
la injusticia y calló; huye, porque se esconde bajo el silencio” (San Gregorio Magno, Papa,
Homilías sobre los Evangelios, Libro I, homil 14, n 2).
“Y, cuando Pablo dice a su discípulo: Vete enseñando todo esto, reprendiendo con toda autoridad,
no es su intención inculcarle un dominio basado en el poder, sino una autoridad basada en la
conducta. En efecto, la manera de enseñar algo con autoridad es practicarlo antes de enseñarlo”
(San Gregorio Magno, Papa, De los libros de las Morales de San Gregorio Magno, sobre el libro de
Job, Libro 23, 23-24; cfr Breviario, 2 lectura, miércoles de la IX semana del Tiempo Ordinario).
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“Mi honor es el honor de la Iglesia universal. Mi honor es el sólido vigor de mis hermanos. Así
pues, soy realmente honrado cuando a ninguno de ellos se le niega el honor debido” (San Gregorio
Magno; Epist.ad Fulogium Alexandrinum, PL 77, 933).
“Debe ser considerado como el más vil quien está en una elevada dignidad y no sobresale en
ciencia y santidad” (El papa Símaco, del año 498 al 514,
“El es nuestro obispo, que por medio de sus diáconos y presbíteros purifica e ilumina. Se dice que
el obispo mismo purifica en la medida que estas órdenes recibidos (sic) de él le atribuyen las
sagradas actividades que ellos realizan” (Pseudo Dionisio Areopagita, La Jerarquía Celeste”, cap
XIII, n 4). (Ver nota 12 al pie de página, BAC 511, Madrid, 1990, p 174: “El ejemplo del obispo,
único actor, aunque se valga de diáconos y presbíteros, tiene pleno valor cuando escribe a fines del
siglo V. Hasta entonces las funciones litúrgicas principales (eucaristía y bautismo, por ejemplo)
eran presididas por el obispo. Diáconos y presbíteros le servían de auxiliares, por lo cual se puede
decir que la acción era episcopal”.
“La mayor parte de los sacerdotes-obispos desean presidir más por sus provechos que por utilidad
de la grey, y no codician ser nombrados obispos para aprovechar, sino más bien para hacerse ricos y
ser honrados. Suben a la cumbre de la dignidad no para el régimen pastoral, sino por ambición del
honor, y descuidando el trabajo de la dignidad, tan sólo apetecen el nombre de la dignidad” (San
Isidoro de Sevilla, Sentencias en tres libros, libro 3, XXXIV, 957).
“El que por oficio tiene el deber de enseñar algunas veces calle temporalmente los hechos del
prójimo que juzga no ser oportuno corregir al momento. Pero si pudiendo corregir disimula, con
razón se le achaca que consiente el pecado ajeno” (San Isidoro de Sevilla, Sentencias en tres libros,
libro 3, XLIV, 1006).
“Reconozca el obispo que es servidor del pueblo, no señor, y que esto lo exige la caridad, no la
dignidad” (San Isidoro de Sevilla, Sentencias en tres libros, libro 3, XLII, 993).
“Muchos prelados de Iglesia, temiendo perder la amistad e incurrir en las molestias de los odios, no
reprenden a los que pecan y se avergüenzan de corregir a los opresores de los pobres; y no temen
por la severidad de la cuenta que han de dar por cuanto callan de corregir a los pueblos que tienen
encomendados” (San Isidoro de Sevilla, Sentencias en tres libros, libro 3, XLV, 1010).
“Cuando los pobres están oprimidos de los poderosos, los buenos sacerdotes prestan su ayuda para
liberarlos y no tienen miedo de las molestias de cualesquiera enemistades, sino que públicamente
reprenden a los opresores de los pobres, les increpan, los excomulgan, y menos temen las celadas
de aquellos para dañar, si es que dañar pudieren; porque el buen pastor expone su vida por sus
ovejas” (San Isidoro de Sevilla, Sentencias en tres libros, Libro 3, XLV, 1011).
“Antiquitus patrum permanens nunc usque sententia: omnimodis monachum fugere debere
mulieres et episcopos” (El abad Casiano, Instituciones, 11, 17).
“Cuando el peligro es general, no se puede abandonar a los que necesitan presencia de alguno; pues,
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Sobre los Sacramentos en General.
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si es una locura que el piloto abandone su barco aun en la bonanza, cuánto más en la tempestad”
(San Nicolás I, VII, qu 1 Gratianus, cn 47, Sciscitaris; Papa entre el año 858 al 867).
“El obispo don Jeromo dio con la espuela larga
e íbalos a herir a donde se albergaban.
Por su ventura y la del Dios que él ama,
a los primeros golpes a dos moros mataba.
El asta ya ha quebrado y metió mano a la espada.
Golpeaba el obispo, ¡oh Dios!, que bien lidiaba,
dos mató con la lanza y cinco con la espada”.
(Poema del Cid, página 186, edición Menéndez Pidal, editorial Buenos Aires, 946).
“Que nadie sea promovido al gobierno eclesiástico sin ser elegido por el clero y el pueblo”
(Concilio de Reims, presidido por el Papa León IX, canon 1; año 1049).
En el Sínodo Romano del 7 de marzo de 1080, Gregorio VII, Papa, recuerda que la elección por el
clero y el pueblo constituye el modo canónico de la designación de los prelados.
“Los obispos conservan su autoridad en cuanto concuerdan con Cristo; y lo mismo, la pierden si
están en desacuerdo con él” (San Anselmo, Carta II, 162; PL 159, 38; vivió del año 1033 al 1109).
“La elección corresponde a los clérigos; el consentimiento, al pueblo” (Decreto de Graciano,
dictum inicial de la dist. 62; hacia el año 1140.
“¿Por qué lleváis galas como las mujeres, si no queréis que os critiquen como a ellas? Distinguíos
por vuestras obras y no por vuestros bordados y pieles” (San Bernardo, sobre “Las costumbres y
deberes de los obispos”; citado en San Bernardo, David Rops, Aymá SA editora, Barcelona, 1957,
p 103).( Vivió entre el año 1090 y el 1153).
“Numquam duo ista convenient, episcopum esse et peccatorem” (Ser obispo y ser pecador, he ahí
dos cosas que no se pueden casar) (San Bernardo de Claraval, Sermones super Cantica Canticorum,
66,5).
“¿Qué puede haber más deshonroso que descubrirse uno con ambición de honras, y más siendo
obispo, puesto que a cualquier cristiano, sólo por serlo, aunque sin dignidad prelaticia, le está
prohibido gloriarse sino en la cruz de Cristo?” (San Bernardo de Claraval, Carta 126,5, A los
obispos de Aquitania contra Gerardo de Angulema).
“Ayer hablábamos de qué obispos nos gustaría tener para que nos guíen en nuestro camino; pero no
de cuáles tenemos en realidad. Nuestra experiencia dista mucho de lo que dijimos, pues los que hoy
rodean y adiestran a la Esposa no son todos amigos del Esposo. Más bien son escasos los que no
buscan sus propios intereses. Aman los regalos y no pueden amar igualmente a Cristo, porque se
han dejado atar las manos por el dinero. Mírales cómo van de elegantes, de esplendorosos,
envueltos en trapos como una esposa que sale de su tálamo…(San Bernardo de Claraval; Sermón
77 sobre el Cantar de los Cantares; PL 183, 1155-56).
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Sobre los Sacramentos en General.
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“Los laicos no deben ser admitidos a la elección” (Carta de Alejandro III al capítulo de Breme, del
año 1180).
“Hoy ya no se pide el acuerdo de los laicos, pues su admisión provocaría perturbaciones en la
elección” (Summa reginensis, poco después del año 1191). Esta misma exclusión se impone en el
Concilio de Aviñón, del año 1209, canon 8, y sobre todo en la decretal de Gregorio IX, (I, 6, 56).
“El verdadero José, Jesucristo, es vendido hoy por los negociantes Arzobispos y Obispos y demás
prelados de la Iglesia” (San Antonio de Padua, Sermones, Padua, 1895, p 392; vivió del año 1195 al
1231).
“Si el obispo se aleja de la grey a él confiada por las persecuciones de algún tirano, parece que obra
como mercenario y no como pastor” (Santo Tomás de Aquino, Suma Theol, 1-2, qu 185, a 5, dific
1).
“Los obispos están obligados más que nadie a despreciar todos sus bienes por el honor de Dios y la
salvación de su grey, cuando fuera necesario, bien distribuyéndolos a los pobres, bien “recibiendo
con gozo el despojo de ellos” (Hebr 10,34) (Santo Tomás de Aquino, Summa Theol, 2-2, qu 184, a
7, soluc 1).
“Antiguamente no se distinguían los presbíteros y los obispos, pues se llaman obispos por ser
“superintendentes”, como dice San Agustín, y presbíteros por ser “ancianos”. Por eso San Pablo usa
generalmente el nombre de “presbíteros” aplicado a ambos” (Santo Tomás de Aquino, Summa
Theol, 2-2, qu 184, a 6; cfr san Agustín, De civitate Dei, XIX, c 19; ML 41, 647).
“Los apóstoles recibieron la potestad de orden antes de la ascensión, cuando se les dijo: “Recibid el
Espíritu Santo” (Santo Tomás de Aquino, Summa Theol, Supl, qu 35, a 4, sed contra).
“Parece que nadie debe meterse con su obispo…Porque, comentando aquello de Pablo en Gálatas
2: “le planté cara en público”, la glosa añade: “como igual a él que era”. Ahora bien, el súbdito no
es igual que su Prelado. Luego no debe corregirle. Y además, san Gregorio dice: “que nadie se meta
a corregir la vida de los santos, a menos que se sienta mejor que ellos”. Pero nadie debe sentirse
superior a su prelado. Luego no hay que meterse con los prelados. Pero en contra está lo que dice
san Agustín: “tened misericordia de vuestro superior, que cuanto más superior sea, en mayor
peligro está puesto”. Ahora bien, la corrección fraterna es una obra de misericordia. Luego hay que
corregir a los Prelados… Lo de plantar cara en público delante de todos supera los límites de la
corrección fraterna. Y por eso Pablo no habría criticado así a Pedro si, de algún modo, no fuese
igual a él en la defensa de la fe…Pero ha de quedar claro que, allí donde amenace un peligro para la
fe, los prelados pueden ser corregidos por sus súbditos también en público. Y por eso, aunque Pablo
era súbdito de Pedro, le criticó públicamente porque había un peligro de escándalo…En cuanto a lo
de tenerse por mejor que el prelado, sería una soberbia presuntuosa si uno se tuviera por mejor en
todo. Pero tenerse por mejor en algún punto particular no es, sin más, presunción, puesto que en
esta vida nadie hay que no tenga algún defecto. Y además hay que tener en cuenta que, si alguien
sacude a un prelado con caridad, ello no significa que se sienta superior a él. Simplemente le ayuda
porque, cuanto más alto es el lugar en que está, mayor es el peligro en que se encuentra, como decía
san Agustín.” (Santo Tomás de Aquino; Suma Teol., 2ª 2ae, 33, 4, 2 y 3).
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Sobre los Sacramentos en General.
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“Por lo cual el sagrado concilio…no sólo manda que los obispos se contenten con un vestir y comer
modesto y con un género de vida frugal, sino que además en todo su género de vida y en toda su
casa procuren que no aparezca nada que sea ajeno a este santo mandato y que no lleve consigo la
sencillez, el celo de Dios y el desprecio de las vanidades” (Concilio de Trento, Decretum de
reformatione generali, cap I).
“Honrar a un obispo como a un príncipe de este mundo es deshonrarle” (Bernard Haering, citado en
Diario del Concilio, Henry Fesquet, editorial Nova Terra, Barcelona, 1967, p 697).
“¿No es cierto que practicamos este imperialismo dogmático que lleva a pronunciarse perentoria y
precipitadamente acerca de todos los resultados de la investigación, como si el servicio a la fe nos
diera competencia en todos los campos?”; Monseñor Elchinger, obispo coadjutor de Estrasburgo,
en el Concilio Vaticano II, el día 5 de noviembre de 1964, citado en Diario del Concilio, Henri
Fesquet, Editorial Nova Terra, Barcelona, 1967, p 757-758.
“En ningún sitio está escrito que los juicios de un responsable oficial son siempre correctos” (K.
Rahner, Cambio estructural de la Iglesia, Cristiandad, Madrid, 1974, p 51).
“A veces, el estilo de vida, sobre todo del alto clero, es hoy todavía demasiado similar al estilo de
vida de los funcionarios públicos de la sociedad profana. Toda la solemnidad que aun en las tareas
más cotidianas, que nada tienen que ver con el ejercicio de su ministerio, distinga al responsable de
él del conjunto de los demás hombres y cristianos y acentúe su dignidad cuando eso está fuera de
lugar podría muy bien desaparecer con toda tranquilidad” (K. Rahner, Cambio estructural de la
Iglesia, Cristiandad, Madrid, 1974, p 74).
Documentos conciliares sobre el nombramiento de obispos
“Como el cargo apostólico de los obispos ha sido instituido por Cristo Señor y persigue un fin
espiritual y sobrenatural, el sacrosanto Concilio Ecuménico declara que el derecho de nombrar e
instituir obispos es propio, peculiar y, de por sí, exclusivo de la competente autoridad eclesiástica.
Por lo tanto, con el fin de defender debidamente la libertad de la Iglesia y de promover más apta y
expeditivamente el bien de los fieles, es deseo del sacrosanto Concilio que en lo sucesivo no se
concedan a las autoridades civiles más derechos o privilegios de elección, nombramiento,
presentación o designación para el cargo del episcopado: en cuanto a las autoridades civiles, cuya
obediente voluntad para con la Iglesia reconoce y altamente estima el Concilio, humanísimamente
se les ruega que quieran renunciar espontáneamente, después de consultada la Sede Apostólica, a
los derechos o privilegios susodichos de que por pacto o costumbre gozan hasta el presente”
(Decreto Conciliar sobre el Oficio Pastoral de los Obispos, n.20).
“Firme el derecho del Romano Pontífice a nombrar y constituir libremente a los obispos y
quedando a salvo la disciplina de las Iglesias orientales, las conferencias episcopales, de acuerdo
con las normas establecidas o a establecer por la Sede Apostólica, cada año tratarán bajo secreto y
con prudencia de los sacerdotes que pueden ser promovidos al oficio episcopal, y propondrán a la
Sede Apostólica los nombres de los candidatos” (Motu Proprio “Ecclesiae Sanctae” para la
aplicación de los decretos conciliares, n.10; cfr.Ecclesia, n.1305,p.7).
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Sobre los Sacramentos en General.
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¿Por qué despareció la participación del pueblo en el nombramiento de obispos?
A partir del siglo XIII puede decirse que la participación del bajo clero y del pueblo llano en la
elección de obispos es prácticamente nula. ¿Cuáles fueron las razones fundamentales para que esto
sucediera?
1.La formidable energía de los Papas reformadores. De tal modo acometieron contra la ingerencia
del poder temporal en el nombramiento de obispos que no sólo barrieron aquélla, sino también la
participación del pueblo. Fue el resultado de una lucha de poder y el papado se hizo con todo el
“poder”.
2.Las elecciones populares no siempre eran pacíficas. Hubo rencillas, diferencias fuertes, tensiones
entre los de arriba y los de debajo de la sociedad, entre los de un parecer pastoral y los de diferente
criterio. Lo que dio pie, con sobrado fundamento, para que el sistema no se considerara perfecto o
aceptable.
3.La progresiva influencia e intervención de la Santa Sede en las Iglesias locales. Durante la
residencia de los Papas en Avignón, los Papas se reservaron el derecho del nombramiento directo
de todos los obispos de Occidente.
4.En el plano doctrinal, la cada vez más clara conciencia por parte de los Papas y de todos los fieles
de la autoridad del Primado en la Iglesia universal.
5.Al final de la Edad Media y comienzos de la Moderna, el poder temporal obtiene que se considere
objeto concordatario entre el jefe de los Estados Vaticanos y los Estados signatarios la designación
de obispos y dignidades eclesiásticas.
19.Cardenales
Desde el siglo V se les llama “cardenales” a todos los funcionarios eclesiásticos que trabajaban en
una iglesia fija, sobre todo si se trataba de una iglesia episcopal, es decir, una catedral, y eso porque
la catedral era la iglesia principal (“la cardinal”) de una diócesis.
Como Roma se convirtió en el centro de todo el mundo cristiano, a los funcionarios eclesiásticos
que trabajaban en los veinticinco templos principales de Roma se les llamó, de modo especial,
“cardenales”.
En el siglo VI se llamó también “cardenales” a los siete diáconos de las siete regiones en que fue
dividida Roma para que estos siete diáconos cuidaran del ejercicio de la caridad y del cuidado de
los enfermos.
En el siglo VIII se designa “cardenales” a los liturgos de una de las grandes basílicas romanas. En el
papado de Esteban III hallamos una mención de los siete cardenales-obispos semanales, es decir de
los siete obispos suburbiales de Roma encargados de las diócesis de Ostia, Porto, Silva Cándida,
Palestrina, Sabina y Músculo, quienes realizaban un servicio litúrgico semanal en Letrán (por lo
cual de hecho se les llamaba obispos de Letrán). A estos siete obispos hay que añadir los 28
cardenales-sacerdotes que, en un principio, tenían a su cargo las 28 iglesias-titulares intraurbanas de
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Sobre los Sacramentos en General.
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Roma. Por último, si bien son algo más tardíos, están los 18 cardenales-diáconos encargados a su
vez de las 18 iglesias diaconales de Roma. Así, de esta manera, se va constituyendo poco a poco un
cuerpo coherente, formado en su conjunto por un total de 53 dignatarios, que refleja la geografía
religiosa específicamente romana (colateral y urbana). Pero lo que ese cuerpo construye en realidad
es una especie de senado de la Iglesia romana; del “senatus populusque” del Imperio Romano se
pasa al “clerus populusque”. La asimilación de esta élite del clero al Senado se venía preparando
desde la Donación de Constantino (mediados del siglo VIII): “Queremos que los hombres muy
reverendos (titulación senatorial), los clérigos de las distintas órdenes que sirven a esta iglesia
romana, disfruten de esta eminencia, de esta especificidad, de este poderío y de esta preeminencia
con la se adorna nuestro muy alto Senado para su gloria; que se les haga, pues, patricios y cónsules,
y que se les decore con las dignidades imperiales” (Constitutum Constantini, edición de H.
Fuhrmann, Monumenta Germaniae Historica, Fontes Juris Germanici Antiqui 10, Hannover, 1968,
p 88).
En el año 1059, Nicolás II otorga el derecho al voto (para elegir papa) exclusivamente a los
cardenales. El papado del siglo XI instala, pues, una clara oligarquía electoral, según el modelo
antiguo de deliberación, explícitamente solicitado por Pedro Damián, obispo-cardenal de Ostia, y
gran ideólogo de la reforma gregoriana: “La Iglesia romana, que es la sede de los apóstoles, debe
imitar la antigua curia de los romanos” (Contra Phylargyriam, Patrologie Latine, t. 145, col. 540).
Para Pedro Damián, los cardenales son los “senadores espirituales de la Iglesia univeral.
A finales del siglo XI, el ascenso del poder cardenalicio se acentúa todavía más. El cisma de
Gilberto de Rabean (Clemente III, el antipapa de Gregorio VII), en 1080, aumenta las pretensiones
oligárquicas del Sacro Colegio, ya que el antipapa, para asegurarse el apoyo de los cardenales, les
reconoce una serie de privilegios que luego no olvidarán, a pesar del fracaso del cisma.
Todos los cardenales sacerdotes y cardenales diáconos de Roma constituían el “presbiterio” de la
iglesia de Roma que ayudaba al obispo de Roma en su gobierno pastoral. A ellos se añadieron más
tarde los siete obispos de las sedes vecinas, que oficiaban, alternativamente, en las basílicas
romanas.
Durante toda la Edad Media se le dio el nombre de cardenales a los sacerdotes que más se
distinguían en las iglesias de Constantinopla, Milán, Nápoles, Tréveris y otras. Fue san Pío V (entre
1566-1572) el que reservó el derecho de llamarse cardenales a los que el Papa concediera y sólo en
la diócesis de Roma.
Sólo en el año 1059, a partir de la constitución “In nomine Domini” del papa Nicolás II, empezaron
los cardenales a ser encargados de elegir al Papa (Obispo de roma) y desde entonces es que su título
y cargo adquirió importancia.
Los cardenales asisten al Papa en el gobierno de la Iglesia como jefes de distintas congregaciones
(especie de ministerios) de la curia romana o convocados por el Papa (en Consistorio) para asuntos
de gravedad.
El cardenalato no forma parte de la jerarquía que se llama “de derecho divino”, tal como existe hoy.
Las funciones ordinarias verdaderamente importantes de los cardenales empiezan con la muerte de
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Sobre los Sacramentos en General.
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un Papa, a no ser que estén presidiendo una congregación de la curia romana.
Numéricamente han ido pasando de seis a veinticinco en el siglo XVI. El Papa Sixto V, en 1586,
elevó el número de cardenales posibles de veinticinco a setenta; Juan XXIII (en 1960) o 85, y Paulo
VI (en 1969) a 134. Sólo los cardenales menores de ochenta años (por disposición de Paulo VI, en
1970) pueden elegir Papa.
Los cardenales vestían de morado hasta el siglo XV. Sólo en 1464 se les hizo vestir de púrpura (un
rojo encendido, que era el color típico de las vestiduras en esa época para los reyes y príncipes).
Sólo después se le ha dado el sentido a esa vestidura, de que su color significa que tienen que estar
dispuestos a derramar su sangre por su pueblo o rebaño (como si eso no fuera obligación de todos
los pastores de cualquier grado en la Iglesia).
No hace falta ser obispo para ser cardenal, porque el título de “cardenal”, como tal, no es sino un
título honorífico que no concede ninguna jurisdicción sobre ninguna diócesis u obispo.
Actualmente, incluso, hay cardenales sacerdotes (lo fue, por ejemplo el P. De Lubac, jesuita,
elevado al cardenalato por Juan Pablo II).
El hecho de que un obispo sea elevado al cardenalato no le concede, por sí mismo, ninguna
autoridad jurisdiccional que no tuviera antes o mayor sobre otras diócesis, porque cada obispo es
pastor con poder propio, ordinario e inmediato y, dentro de su diócesis, no es delegado de nadie que
no sea Cristo (ver Lumen Pentium, Conc. Vat. II, n. 27; Directorio para el Ministerio Pastoral de los
Obispos, CELAM, n. 42). Desde luego, lo que sí significa, es el respaldo personal del papa a dicho
obispo nombrado cardenal.
“En un principio el epíteto de “Cardenales” se aplicaba a los clérigos que eran como los quicios
(cardo) de la iglesia que les estaba confiada. Se calificaba propiamente de “cardenales” a todo
sacerdote que tenía un puesto fijo en cualquier iglesia y con mayor razón en una iglesia principal;
este clero estaba “incardinatus” (incardinado), fijado en una iglesia como una puerta en sus quicios,
inamovible. Posteriormente cuantos sacerdotes tenían en Roma una posición fija no llevaron el
nombre de “Cardenal-Presbítero”, sino que sólo se dio al primero de cada título o iglesia; el
sustantivo “cardinalis”, otrora simple adjetivo, se hizo sinónimo de “principalis”(Historia de los
Papas; Tomo I; Gastón Castella; Espasa-Calpe SA, Madrid, 1970, p. 132) y Francisco Odriozola,
Revista Ecclesia, n.2878, 31 de enero de 1998, pp 138-139).
El “capelo” o galero (sombrero) rojo les fue concedido por Inocencio Iv en 1254; la púrpura (por el
aquel de que llevaban el título de príncipes de la Iglesia) por Bonifacio VIII (1294-1303); el birrete
rojo les fue asignado por Paulo II (1464); el título de “eminencia” por Urbano VIII (1630); la cruz
pectoral por San Pío X (1905); el Papa, además, pone en sus dedos un anillo adornado con un zafiro
y les asigna un título o iglesia. (En España gozaban de los honores de “capitán general”). Fuera de
Roma y de la iglesia de la que sean obispos diocesanos, los cardenales están personalmente exentos
de la potestad de régimen del Ordinario de lugar (Der.Can; canon 357, 2). Ver Odriozola, Ibidem).
20. Papa
Sumo pontífice es el título pagano de los emperadores, por ejemplo: Galerio Valerio Maximiano y
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Flavio Valerio Constantino, ver Actas de los mártires, Daniel Ruiz Bueno, BAC 75, Madrid 1962, p
900, Relato de Eusebio n 17).
“Tertuliano, a comienzos del siglo III, parece ser el primero en invocar la confesión de Cesarea (Mt
16, 16-19) a favor del “primado” romano, el “tu es Petrus…” Después los Padres se mantendrán un
tanto discretos al respecto durante mucho tiempo” (Jean Maria rené Tillard, El obispo de Roma, Sal
Terrae, Santander, 1986, p 138).
“Nuestro Señor Jesucristo es el único sumo pontífice; es más, no pontífice de los sacerdotes, sino
pontífice de los pontífices” (Orígenes, murió en el año 254, In Lev VI, 2; PG 12, 468 Ds).
“Los que tienen la dignidad episcopal recurren a las palabras “Tú eres Pedro…” (Mt 16,18),
pretendiendo haber recibido, como Pedro, de manos del Señor las llaves del reino de los cielos.
Ellos declaran que lo que es atado, es decir, condenado, por ellos, es también atado en el cielo, y lo
que ha sido objeto de perdón por parte de ellos, es perdonado también en el cielo. Sobre esto hay
que decir que tal pretensión es válida si se da en ellos aquella disposición por la cual le fue dicho a
Pedro “Tú eres Pedro…”: esta palabra se podrá apropiárseles si son tales que Cristo pueda construir
sobre ellos su Iglesia” (Orígenes, Com. In Mat XII, 14).
“Ha sido elegido obispo por muchos colegas nuestros, que entonces se encontraban en Roma, que
nos escribieron, a propósito de su consagración, cartas laudatorias que le hacen honor y notables por
el testimonio religioso que dan. Ha sido, pues, elegido obispo Cornelio por el juicio de Dios y de su
Cristo, por testimonio favorable de casi todos los clérigos, por el voto del pueblo que allí estuvo
presente, por la comunidad de obispos venerables y de varones buenos” (…) “Una vez ocupada la
sede por voluntad de Dios y el acuerdo de todos nosotros” (San Cipriano, Carta 55, VIII, 4, A
Antoniano; murió en el año 258).
“No hay que apoyarse en la costumbre, sino ha de vencerse por la razón. Pues Pedro, elegido por el
Señor primero, y sobre el que edificó su Iglesia, cuando discutió con Pablo por la circuncisión más
adelante, no se arrogó nada con altivez y pretensiones; no alegó que tenía el primado y debían más
bien obedecerle los recién llegados y menores, ni despreció a Pablo porque había sido antes
perseguidor de la Iglesia, sino admitió la fuerza de la verdad y se avino a las razones justas que
Pablo hacía valer” (San Cipriano, Carta 71, III, 1, A Quinto).
“De este modo habla el Señor a Pedro: Mt 16,18 y s. Edifica la Iglesia sobre uno solo, “y a él
ordena apacentar sus ovejas (Jn 21,15-17) y aunque luego le dé a todos los apóstoles igual potestad,
sin embargo constituyó una única cátedra y determinó el origen de la unidad con la autoridad de su
palabra. Ciertamente los otros apóstoles eran lo mismo que Pedro; pero el primado se lo otorga a
Pedro para señalar una sola Iglesia y una sola cátedra. Todos por cierto son pastores, pero se señala
una sola grey que es apacentada por todos los apóstoles en unánime conformidad de pensamiento.
¿Y cree tener fe quien no reconoce esta unidad? ¿Y confía estar en la Iglesia quien abandona la
cátedra de Pedro sobre la que ha sido fundada la Iglesia? Edificó la Iglesia sobre uno solo, y aunque
después de la resurrección les dé a todos los apóstoles igual potestad y les diga: “Como mi Padre
me envió a mí, así yo os envío a vosotros; recibid el Espíritu Santo: si perdonais los pecados de
alguno le serán perdonados; si los retenéis les serán retenidos” (Jn 20, 21s). Sin embargo para
manifestar la unidad, dispuso con su autoridad que el origen de la misma unidad se iniciara de uno
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solo. Los mismo, por cierto, eran los demás apóstoles lo que era Pedro, munidos de igual
participación de honor y potestad; pero el principio parte de la unidad para mostrar que una sola es
la Iglesia de Cristo” (San Cipriano, citado en La unidad de la Iglesia Católica, Plantín, Buenos
Aires, 1956, p 40-41).
“Todos los confesores al papa Cipriano, salud” (Todos los confesores a Cipriano, obispo de
Cartago, Carta 23,I).
“Por el subdiácono Cremencio, que ha llegado de ahí por motivos particulares, nos hemos enterado
de que el beatísimo papa Cipriano se ha escondido” (El clero de Roma al de Cartago, Carta 8, I, 1).
“La edificación de la Iglesia se realiza sobre esta piedra de la confesión (confesionis petra)” (San
Hilario, De trinitate II, 23; VI, 36; murió en el año 367).
“Pedro es aquel sobre el que el Señor edificó la Iglesia como fundamento vivo” (San Hilario, Tract.
Mysteriorum I, 10).
“Tratándose de una persona orgullosa y altanera, sentada a no sé cuánta altura y que por este motivo
no puede escuchar a los que desde el nivel del suelo le dicen la verdad” (San Basilio Magno, Carta
215, acusando al Papa Dámaso de no dignarse mirar, ni poder escuchar desde la altura de su trono a
los que están debajo; murió en el año 379; en la carta 239,2 le acusa de confundir la dignidad con el
orgullo).
En el año 382, el emperador Graciano, bajo la influencia de san Ambrosio, renuncia solemnemente
al título pagano de “pontifex maximus” que sus predecesores, aunque cristianos, habían
conservado. A partir del siglo V, “pontifex maximus” designa a todo obispo, sobre todo al obispo
metropolitano. A partir del siglo XI se aplica de modo privilegiado al Papa: “soberano pontífice”.
El Código de 1919 y el Vaticano II utilizan, sobe todo, el título de “pontifex romanus”.
“Y yo te digo: Tú eres Piedra y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, es decir, sobre la fe de tu
confesión” (San Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, Homil 54,2).
“Yo te daré las llaves del reino de los cielos; y cuanto tú desatares sobre la tierra, desatado quedará
en los cielos.” “Porque cosas que atañen sólo al poder de Dios, como son perdonar los pecados,
hacer inconmovible a su Iglesia aun en medio del embate de tantas olas y dar a un pobre pescador la
firmeza de una roca aun en medio de la guerra de toda la tierra, eso es lo que aquí promete el Señor
que le ha de dar a Pedro. Es lo que el Padre mismo decía hablando con Jeremías: Que le haría como
una columna de bronce o como una muralla (Jer 1,18). Sólo que a Jeremías le hace tal para una sola
nación, y a Pedro para la tierra entera” (San Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, Homil
54, 2).
“Aquel que acaba de dar por fundamento a la Iglesia la confesión de este mismo apóstol…¿Cómo
tendría necesidad de orar? (San Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, Homilía 82, 3).
“Yo, que no reconozco otra primacía que la de Cristo, me uno por la comunión a tu beatitud, es
decir, a la cátedra de Pedro. Sobre esa roca sé que fue edificada la Iglesia” (San Jerónimo, Carta
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15,2, A Dámaso).
“Ni hay que tener a la Iglesia de Roma como Iglesia distinta de la del orbe de la tierra. Las Galias y
las Bretañas, el Africa y la Persia, el Oriente y la India y todas las bárbaras naciones, a un solo
Cristo adoran, una sola regla de la verdad observan. Si se busca autoridad, mayor es el orbe que la
urbe. Dondequiera estuviere el obispo, en Roma o en Gubbio, en Constantinopla o en Regio, en
Alejandría o en Tanis, el mismo mérito, el mismo sacerdocio tiene. El poder de las riquezas y la
humildad de la pobreza hacen más alto o más bajo al obispo; pero, por lo demás, todos son
sucesores de los apóstoles” (San Jerónimo, Carta 146, 1; A Evángelo; ML 22, 1194).
Jerónimo a todos los obispos se les llamaba “papa”:
“como acusó al papa Epifanio (el obispo Epifanio de Chipre), en Carta 57, 1-2, a Pammaquio, y
Carta 82,4).
“A Teófilo, papa beatísimo, Jerónimo” (Carta 63,1; A Teófilo, Patriarca de Alejandría).
“Sólo me ha entregado una breve carta del bienaventurado papa Amábilis con…(Carta 72,1; A
Vital presbítero).
“Y me imagino lo hayas visto en Aquilea con el papa Cromacio” (Carta 81,2, A Rufino).
“Sobre esta piedra confesada edificaré mi Iglesia. La piedra era Cristo, sobre cuyo fundamento fue
edificado el propio Pedro, pues nadie puede tener otro fundamento que el que ha sido puesto: Cristo
Jesús. La Iglesia fundada sobre Cristo, pues, ha recibido de él, en Pedro, las llaves del Reino de los
cielos…Cristo es la piedra (petra), Pedro (Petrus) es la Iglesia” (San Agustín, In Johanmen 124, 5;
PL 35, 1973-1974; CC 36, 685).
“Esto una vez, otra y por tercera vez como si no hubiera cómo mostrarle Pedro su amor a Cristo a
no ser siendo pastor fiel bajo el príncipe de los pastores” (San Agustín, Sermón 12 (Denis), 1, sobre
Jn 21, 15-17).
“Concedamos que aquellos obispos que juzgaron en Roma no eran buenos jueces; todavía os
quedaba el concilio plenario de toda la Iglesia, en el que podía discutirse la causa frente a esos
mismos jueces; si demostraseis que ellos juzgaron mal, se anularía su sentencia” (San Agustín,
Carta 43, cap VII, n 19; A Glorio, Eleusio, etc.).
“Algo después, y allí mismo, a seguida de las palabras donde alabó la fe de Pedro y mostró ser
dicha fe la piedra (-sobre la cual edificaría su Iglesia-), empezó…” (San Agustín, Sermón 183, 14).
“El Salvador díjole entonces: y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré
mi Iglesia (Mt 16,18). Sobre esta piedra estableceré la fe que confiesas. Sobre la que dijiste: Tú eres
el Cristo, el Hijo de Dios vivo, edificaré mi Iglesia. Porque tú eres Pedro. Pedro viene de piedra y
no al revez. Pedro viene de piedra, como cristiano de Cristo. ¿Quieres saber de qué piedra se deriva
la palabra Pedro? Oye a Pablo: 1 Cor 10, 1-4. Ved ahí de dónde viene Pedro” (San Agustín, Sermón
295,1).
“Antes de la pasión, como sabéis, selecciona el Señor Jesús a los discípulos que denominó
apóstoles y, entre todos, sólo Pedro mereció personificar a la Iglesia casi en todas partes. Y por esta
personificación que sólo él ostentaba, mereció oír: “Yo te daré las llaves del reino de los cielos”.
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Sobre los Sacramentos en General.
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Estas llaves no las recibió un hombre, sino la Iglesia en su unidad. Lo que hace, pues, descollar la
preeminencia de Pedro es haber personificado la universalidad y la unidad de la Iglesia cuando le
fue dicho “yo te doy a ti” lo que se les dio a los apóstoles todos. Para convencernos de que fue la
Iglesia la que recibió las llaves del Reino de los cielos, oíd lo que dijo en otra ocasión el Señor a los
apóstoles: “Recibid el Espíritu Santo; y en seguida: “A quien le perdoneis los pecados, le quedan
perdonados; y a quien se los retengais, le quedan retenidos” (San Agustín, Sermón 295,2; PL 38,
1349).
“Por idéntico motivo confió también el Señor a Pedro, después de la resurrección, el cuidado de
apacentarle las ovejas. No fue, a la verdad, el único discípulo merecedor de apacentarlas; mas,
dirigiéndose a él solo, el Salvador encarece la unidad; y se dirige a él por ser Pedro el primero de
los apóstoles” (San Agustín, Sermón 295, 4).
“Parad mientes, hermanos míos, en las palabras: apacienta mis ovejas, apacienta mis corderos.
Apacienta mis ovejas. ¿Dice, acaso, “las tuyas”? (San Agustín, Sermón 295, 5).
“Tenga, pues, una sola fe la Iglesia universal, como si dijéramos, dentro de sus entrañas; aunque esa
unidad de fe se celebre con ciertas observancias distintas, ellas no impiden en modo alguno la
unidad de esa fe: Toda la hermosura de la hija del rey está en su interior (Salmo 44,14). Las
observancias variadas que se celebran quedan en su vestido” (San Agustín, Carta 36,9,22; A
Casulano).
“¿Era veraz Pedro, o era veraz Cristo en Pedro? Cuando el Señor Jesucristo lo quiso, abandonó a
Pedro, y Pedro fue encontrado hombre; cuando le dio la gana al Señor Jesucristo, llenó a Pedro y
Pedro fue encontrado veraz. La piedra había hecho veraz a Pedro, y la piedra era Cristo (1 Cor 10,
4; Lc 20, 17-18)” (San Agustín, Sermón 147, 3, Sobre Jn 21,15).
“Este nombre de Pedro le fue dado por el Señor a fin de que pudiera figurar y representar a la
Iglesia. Porque, a la verdad, siendo Cristo la piedra, Pedro es el pueblo cristiano. (…) En
resolución: Tú eres Pedro, le dice, y sobre esta Piedra que has confesado, sobre esta Piedra cuya
naturaleza proclamaste al decir: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo, edificaré yo mi Iglesia; es
decir, sobre mí mismo, el Hijo de Dios, edificaré mi Iglesia. Te edificaré a ti sobre mí, no a mi
sobre ti” (San Agustín, Sermón 76, 1).
“En la persona una de Pedro simbolizábase la unidad de todos los pastores; pero de los buenos, los
que apacientan las ovejas de Cristo para Cristo no para sí” (San Agustín, Sermón 147,2; sobre Jn
21,15).
“Si vamos a considerar el orden de los obispos que se van sucediendo, más cierta y
consideradamente empezaremos a contar desde Pedro, figura de toda la Iglesia, a quien llevando la
figura de toda la Iglesia, dijo el Señor: Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del
infierno no la vencerán” (San Agustín, Carta 53,2, cap I, A Generoso).
“Si queremos honrar al apóstol Pedro, debíamos escuchar sus preceptos, examinar con la mayor
devoción las epístolas, en las que se manifiesta su voluntad, y no la basílica, en la que tal voluntad
no aparece” (San Agustín, Carta 29,10; A Alipio).
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Sobre los Sacramentos en General.
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“Dije en algún sitio, a propósito del apóstol Pedro, que “sobre él como sobre una piedra, fue
fundada la Iglesia”. Este sentido ha sido consagrado por boca de muchos cuando cantan los versos
del bienaventurado Ambrosio, donde, al hablar del canto del gallo, se dice: Mientras él canta, la
piedra de la Iglesia borra su pecado. Y sé que después he expuesto muchas veces en este sentido las
palabras del Señor: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”, para dar a entender que
la Iglesia ha sido edificada sobre aquel a quien Pedro confesó diciendo: “Tú eres el Cristo, el Hijo
de Dios vivo”. Pedro había recibido su nombre, por consiguiente, de esta piedra, y representaría a la
persona de la Iglesia que es edificada sobre esta piedra y que ha merecido “las llaves del Reino de
los cielos”. No le dijo, en efecto, tú eres piedra (petra) sino “Tú eres Pedro” (Petrus). Así pues, la
piedra (petra) era Cristo, confesado por Simón, como lo confiesa toda la Iglesia, el cual recibió el
nombre de Pedro (Petrus). Al lector le tocará decidir cuál de estas dos opiniones es la más
probable” (San Agustín, Retractationes, Libro I, XXI, 1).
“…en presencia del anunciado, los legados son superfluos” (“et superflui erant nuntii sub praesentia
nuntiati” (San León Magno, Papa, Sermón 68: CCL 138 A, pp 417)
(Pone en boca de Jesús: “Aunque yo sea la piedra (petra) inviolable, la piedra angular…y un
fundamento tal que nadie puede poner otro, sin embargo, tú también eres piedra (petra), porque
estás fortalecido con mi fuerza, de modo que ciertas cosas que me pertenecen por potestad nos sean
comunes por participación” (San León Magno, Papa, Sermón IV, 2; Sermón III, 2-3; Carta 5,2).
San Gregorio Magno (papa del año 590 al 6049 responde al patriarca de Alejandría, que le saluda
con el título de “obispo universal” le responde Gregorio Magno del siguiente modo: “Vuestra
beatitud (…) me habla diciendo: “como vos lo habéis prescrito”. Os ruego que, al referiros a mí, no
utilicéis estas palabras, pues sé lo que soy y lo que sois Vos. Por el rango sois mi hermano, y por las
costumbres mi padre. Así pues, yo no he ordenado nada, sino que sencillamente me he esforzado en
señalar lo que me parece útil. Y a pesar de todo tengo la impresión de que vuestra Beatitud no ha
tenido cuidado en guardar fielmente en su memoria lo que yo quería inscribir en ella, pues yo había
dicho que ni vos a mí ni nadie a ningún otro debería escribir de este modo. Y he aquí que en el
encabezamiento de vuestra carta descubro ese “soberbio” título de papa universal rechazado por mí.
Ruego a vuestra muy amada santidad que no haga esto en adelante, pues se os arrebataría a vos
aquello que exageradamente se atribuiría a otro. No es en las palabras donde yo deseo hallar mi
grandeza, sino en mis costumbres; y no considero honor aquello que, bien lo sé, perjudicaría el
honor de mis hermanos. Mi propio honor es el honor de la Iglesia universal, mi honor es la sólida
fuerza de mis hermanos. Lo que de veras me honra es que a nadie se le niegue el honor que le
conviene. Pero si vuestra Santidad me trata a mí de papa universal, se rechaza a sí mismo aquello
en lo cual me atribuís lo universal. Que no sea así. ¡Que desaparezcan las palabras que hinchan la
vanidad y hieren la caridad!” (DS 3061; Epist. VIII, 30; PL 77, 933).
“Sobre esta fe y esta confesión promete reunir a todos los “temerosos de Dios”, de modo que su
asamblea no será disuelta ni vencida por el ataque de los enemigos” (Teodoro de Mopsuestia,
Homilía X, 16-18).
“Ya no se deberá utilizar a laicos, como se ha hecho de un tiempo a esta parte, para el servicio a la
persona del papa; estos oficios han de ser desempeñados por clérigos o monjes” (Concilio Romano,
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Sobre los Sacramentos en General.
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canon 2; año 595).
“2.Pedro recibe su nombre de la piedra, esto es, de cristo, que es la piedra sobre la cual está fundada
la Iglesia. No recibió la piedra su nombre de Pedro, sino Pedro lo recibió de la piedra, como no
recibió Cristo su nombre de cristiano, sino el cristiano lo recibe de Cristo, y por eso dijo el Señor
(Mt 16,18): Tu es Petrus et super hanc petram, etc.; porque Pedro había dicho antes: Tu es Christus
filius Dei vivi, y por eso le dijo el Señor: Super han petram, que acabas de confesar, aedificabo
Ecclesiam meam. La piedra era Cristo, sobre cuyo fundamento también está edificado el mismo
Pedro” (San Isidoro de Sevilla, etimologías, Libro 7, cap IX, n 2).
“J.Jeremías ha mostrado que en el fondo está el lenguaje simbólico de la roca santa. Un texto
rabínico puede ser ilustrador al respecto: “Yavé dijo: “¿Cómo voy a crear el mundo sabiendo que
surgirán esos sin Dios y se rebelarán contra mí?” Pero cuando Dios vio que iba a nacer Abrahán,
dijo: “Mira, he encontrado una roca sobre la cual puedo construir y fundar el mundo”. Y por eso
llamó a Abrahán una roca: “Mirad la roca de la cual habéis sido cortados” (Is 51,1.2)”. Abrahán, el
padre de todos los creyentes, es con su fe la roca que sostiene la creación, rechazando el caos, el
diluvio originario que ataca y amenaza con arruinarlo todo.” (ver J.Ratzinger, La Iglesia, una
comunidad siempre en camino; Ediciones Paulinas, Madrid 1992, pp32-33).
“El que por don de Dios puede ser sólida roca, es por sí mismo una piedra en el camino, que puede
hacer tropezar. La tensión entre el don que viene del Señor y la propia capacidad resulta tan
evidente que produce escalofríos; aquí de algún modo se anticipa todo el drama de la historia del
papado, en el curso de la cual nos encontramos siempre con los dos elementos: aquel por el que el
papado, gracias a una fuerza que no procede de él mismo, constituye el fundamento de la Iglesia, y
el otro por el que al mismo tiempo los papas particulares, por las características típicas de su
humanidad, son constantemente escándalo, por querer preceder a Cristo en lugar de seguirlo; pues
creen ellos, con su lógica humana, que deben prepararle el camino que, por el contrario, sólo él
puede determinar: “Tus sentimientos no son los de Dios, sino los de los hombres” (Mt 16,23). (ver
J.Ratzinger, La Iglesia, una comunidad siempre en camino; Ediciones Paulinas, Madrid 1992, p
36).
“Justamente en la atribución a un hombre de la función de roca se pone de manifiesto que no son
estos hombres los que sostienen la Iglesia, sino el que lo hace, a pesar de los hombres más que a
través de ellos” (ver J.Ratzinger, op.cit, p 43).
“Podemos decir que Pablo ejerció en virtud de su misión una especie de primado sobre los
cristianos gentiles, lo mismo que Santiago reivindicó una posición de guía para todo el
judeocristianismo” (J.Ratzinger; op.cit. p 50).
“Por eso el sucesor de san Pedro debe ejercer su ministerio de modo que no sofoque los dones de
las Iglesias particulares ni los fuerce a seguir una falsa uniformidad, sino que los deje ser eficaces
en el intercambio vivificador del todo” (J.Ratzinger; op.cit, p 59).
“Patriarca es palabra griega que significa el primero de los padres, porque tiene el primer lugar, a
saber: el apostólico, y, por tanto, tiene sumo honor, como el romano, el antioqueno y el alejandrino”
(San Isidoro de Sevilla, Etimologías, Libro 7, cap XII, n 5).
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Sobre los Sacramentos en General.
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Teodoro I, papa del año 642 al 649 “Fue el primero que fue llamado soberano pontífice” (ver BAC
128, Madrid 1954, p 24; Doctrina Pontificia, IV, Documentos Marianos, Hilario Marín SI).
San Nicolás I, papa del año 858 al 867 “Fue el primero de los papas que recibió la corona pontificia
con solemnidad particular” (ver BAC 128, Madrid 1954, p 42; Doctrina Pontificia, IV, Documentos
Marianos, Hilario Marín SI).
El que se opone a una decisión papal “Sciat se Domini nostri Jesu Christi…anathematis vinculis
innodatum, et cum diabolo, et eius atrocissimis poenis, atque cum Iuda proditore…in aeterno igne
concremandum…”(San Nicolás I, Papa, Bull Rom I, 320; y lo que estaba en juego no eran verdades
dogmáticas, sino simples medidas administrativas sobre la organización de determinados
monasterios; igual pensaba Juan VIII, Papa del año 872 al 882; ver Bull Rom I, 338).
Adriano II, papa del año 867 al 872, “Dos veces había sido elegido papa anteriormente, y las dos
renunció. De nuevo elegido a la muerte de Nicolás I, hubo de aceptar el sumo pontificado, que
honró con sus virtudes” (ver BAC 128, Madrid 1954, p 42; Doctrina Pontificia, IV, Documentos
Marianos, Hilario Marín SI).
San Gregorio VII, papa del año 1073 al 1085, en su Dictatus Papae:
1.La Iglesia romana fue fundada por sólo el Señor.
2.Sólo el romano pontífice es digno de ser llamado universal (recordar la declaración de San
Gregorio Magno al respecto).
3.Sólo él puede destituir o absolver a los obispos.
4.Su legado, en un concilio, tiene autoridad sobre todos los obispos, aun cuando él sea de rango
inferior y sólo él puede pronunciar una sentencia de destitución.
5.El papa puede destituir a los ausentes.
6.No puede permanecer bajo el mismo techo con aquellos que han sido excomulgados por él.
7.Sólo él puede, según las circunstancias, establecer nuevas leyes, reunir nuevos pueblos,
transformar una colegiata en abadía, dividir un obispado rico y unificar obispados pobres.
8.Sólo él puede utilizar insignias imperiales.
9.El papa es el único hombre cuyos pies besan todos los príncipes.
10.Es el único cuyo nombre debe pronunciarse en todas las iglesias.
11.Su nombre es único en el mundo.
12.Le es permitido destituir a los emperadores.
13.Le es permitido, cuando la necesidad lo exige, transferir a un obispo de una sede a otra diferente.
14.Puede, donde lo desee, ordenar a un clérigo de cualquier iglesia que sea.
15.Quien ha sido ordenado por él puede gobernar otra iglesia, pero no combatirla; no debe recibir
de otro obispo un grado superior.
16.Ningún sínodo puede ser llamado general sin su mandato.
17.No existe texto canónico alguno fuera de su autoridad.
18.Su sentencia no puede ser reformada por nadie, y sólo él puede reformar las de todos.
19.No puede ser juzgado por nadie.
20.Nadie puede condenar una decisión de la Sede apostólica.
21.Las causas importantes de todas las iglesias deben serle comunicadas.
22.La Iglesia romana nunca se ha equivocado y, como lo atestigua la Escritura, nunca podrá
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Sobre los Sacramentos en General.
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equivocarse.
23.El romano pontífice, si ha sido ordenado canónicamente, es indudablemente santo por los
méritos de san Pedro, en la fe de san Enodio, obispo de Pavía, de acuerdo en esto con numerosos
Padres, como puede verse en el decreto del bienaventurado papa Símaco.
24.Por orden suya y con su autorización se les permite a los súbditos acusar,
25.Puede, fuera de una asamblea sinodal, destituir y absolver a los obispos.
26.Quien no está con la Iglesia romana no es considerado católico.
27.El papa puede desligar a los súbditos del juramento de fidelidad hecho a los injustos.
(PL 148, 407-408).
“Quippe nobis a Deo date potestatis vindicem non sine causa dladium portavimus” (Dios le había
concedido la potestad protectora (y vengadora) que no sin causa llevaba consigo la espada” (San
Gregorio VII, papa del año 1073 al 1085, Registrum, ed. Caspar, E; I, 29, a 15).
El Papa podía “reclamar a Dios omnipotente que le aconsejara lo que debía hacer ante la soberbia y
la inmoderada arrogancia” del que le contradecía. (“Ad Deum omnipotentem nos
reclamabimus....quod dabit nobis consilium, quid in tantam arrrogantiam et inmoderatam superviña
team facere debeamus”; San Gregorio VII, papa, Registrum, ed. Caspar E, VI, 37. 20).
“Honorio II (papa del año 1124 al 1130) dio una gran prueba de humildad y desinterés al abdicar al
Sumo Pontificado, a los pocos días de su coronación, en bien de la paz entre los Pierleoni y los
Francipani”(ver BAC 128, Madrid 1954, p 44; Doctrina Pontificia, IV, Documentos Marianos,
Hilario Marín SI).
“¿Qué importa que seáis Sumo pontífice? ¿Acaso por el mero hecho de serlo sois el sumo y
primero entre todos los hombres? Si tal creyerais, sabed que por el mismo caso seríais inferior a
todos los demás” (San Bernardo, De consideratione, Libro II, cap 7).
“Sois obispo, no porque nacierais tal, sino porque habéis venido a serlo después. De entre ser
obispo y ser hombre, ¿qué os parece más vuestro y más propio de vos? No lo que se os ha hecho
ser, sino lo que fuisteis al nacer, ¿no es así?” (San Bernardo, De consideratione, Libro II, cap 9).
“¿Cuándo se había visto hasta entonces que Roma rechazase el oro? Todavía hoy no puedo creer se
hiciese tal consintiéndolo los romanos” (San Bernardo, De consideratione, Libro III, cap 3).
“Presidís, y singularmente. ¿Para qué? (…) ¿Es quizá para que crezcáis a expensas de los súbditos?
De ningún modo, sino que ellos crezcan por vos. Os constituyeron príncipe; mas para ellos, no para
vos” (San Bernardo, De consideratione, Libro III, cap 3).
“Que yo sepa, nunca se vio a Pedro salir en procesión engalanado con sedas y pedrería, ni cubierto
bajo un palio de oro, ni cabalgando en blanca montura, ni escoltado por soldados, ni rodeado de un
ruidoso cortejo de lacayos. Más bien pensó que sin necesidad de todas esas cosas podría cumplir el
mandato salvador: “Si me amas apacienta mis ovejas “ (Jn 21,13) En todas esas otras cosas tú has
sucedido a Constantino, no a Pedro. Y aunque las circunstancias temporales pudieran hacerlas
tolerables alguna vez, no deberías fingir que estás obligado a ellas. A lo que estás obligado es a eso
otro a lo que te incito” (San Bernardo, escribiendo al Papa Eugenio III, hacia el año 1148, medio
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Sobre los Sacramentos en General.
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siglo después de la muerte de Gregorio VII; De consideratione IV, 3: Opera III, p 453).
“Habéis sido puesto a la cabeza del rebaño de Cristo para servirle, no para mandar sobre él” (San
Bernardo, citado en San Bernardo, Daniel Rops; Aymá SA. Editora; Barcelona, 1957, p 101).
“Y para terminar: ten muy en cuenta que la santa Iglesia romana es de Dios, aunque la presidas tú; y
que es madre de las otras iglesias, no señora; ni eres tú señor de los obispos, sino uno de ellos,
hermano de los que aman a Dios y compañero de los que le temen…Que seas pastor de los pueblos,
maestro de los analfabetos, ojo de los ciegos, voz de los sin-voz, báculo de los ancianos…martillo
de los tiranos…, sal de la tierra, luz del mundo, ungido del Señor y hasta “Dios” para los
faraones…” (San Bernardo de Claraval, al papa Eugenio III, PL 182, 771-778).
Inocencio III, muerto el año 1216, decía que el papa “está a medio camino entre Dios y el hombre,
…menos que Dios pero más que el hombre”. (MIscellanea Francesco Ehrle. Scritti di Storia e
Paleographia II, Roma 1924, pp.276-277 (285)).
“Todo clérigo debe obedecer al papa, aunque le ordene hacer el mal, ya que nadie puede juzgar al
papa” (Inocencio III, citado en P de Rosa, Gottes erste Diener. Die dunkle Seite des Papsttums,
Manchen, 1989, p 92).
El que contradice al papa “incurre en la indignación de Dios omnipotente” (Inocencio III, Carta
109, PL 215, 1205; Bull Rom III, 6, p 121; 17, p 137; 36, p 183).
“Licet pontificalis auctoritas et imperiales potestas diverse sint dignitates…quia tamen Romanus
pontifex illius agit vices in terris, qui est Rex regué…non solum in spiritualibus habet summan,
verum etiam in temporalibus magnam ab ipso Domino potestatem” (Inocencio III, PL 215, 967 B).
« Christus Filius Dei dum fuit in hoc saeculo et etiam ab aeterno dominus naturalis fuit et de iure
naturali in imperatores et quoscumque alis sententias depositionis ferre potuisset et
damnationis...Eadem ratione et vicarius eius potest hoc » (Inocencio IV, Papa del año 1243 al
1254 ; In III Collectione Novellarum Innocentii IV. De Sententia et re iudicata, Ad apostolicae
dignitatis 23).
« Dime, ¿cuánto dinero le pidió Nuestro Señor a San Pedro para ponerle las llaves en la mano? No
le dijo más que: “sígueme”. Y ni Pedro ni los demás recabaron de Matías oro o plata para elegirlo
sustituto del alma traidora (Judas). Quédate aquí, que bien castigado estás, y guarda tus mal
ganados dineros. …Y si no fuese porque me lo prohíbe la reverencia hacia las llaves soberanas que
tuviste en tu frívola vida, aún usaría palabras más graves. Porque vuestra avaricia entristece al
mundo oprimiendo a los buenos y elevando a los malvados. A vosotros, Pastores, se refería el
evangelista cuando vio a aquella que se sienta sobre las aguas, prostituyéndose con los reyes;
aquella (Roma) que nació con siete cabezas y cobró vigor por sus diez cuernos, mientras su Esposo
se complace en la virtud. Habéis hecho a Dios de oro y plata. ¿Qué diferencia hay entre vosotros y
los idólatras, sino que ellos adoran a uno y vosotros a ciento? ¡Ay Constantino, de cuántos males
fue madre no tu conversión, pero sí aquella dote que de ti recibió el primer papa rico!” (Dante,
Infierno, 20, 29-120; increpando al papa Nicolás III).
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Sobre los Sacramentos en General.
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El Papa tiene poder total « no sólo sobre los cristianos, sino también sobre todos los infieles”
(Dicimus quod Papa qui est vicarius Christi potestatem habet non tantum super cristianos sed etiam
super omnes infideles” (Inocencio IV, papa de 1243 a 1254, Apparatus in quinque libros
decretalium, ed Vence 1570, f 255; citado por Cantina, J. A, De autonomia iudicis saecularis et de
Romani pontificis plenitudine potestatis in temporalibus secundum Innocentium IV, Estrasburgo
1477).
“El Romano Pontífice tiene todos los derechos en el escritorio de su corazón” (Inocencio IV,
Apparatus in quinque libros decretalium, Estrasburgo 1477, Libro VI, I, tit 2, c 1).
“El Papa, como cualquier otro hombre, puede caer en simonía. Y el pecado llega a ser tanto más
grave cuanto más digna es la persona que lo comete. El Sumo Pontífice es el dispensador principal
de los bienes de la Iglesia, pero no le pertenecen como a dueño y auténtico poseedor” (Santo Tomás
de Aquino, Summa Theol 2-2, qu 100, a 1, soluc 7).
“Allí donde el papa procede mal claramente, como podría ser no respetando los derechos de las
iglesias, o dividiendo el rebaño del Señor, o escandalizando a la Iglesia por alguna conducta suya,
puede ser juzgado, persuadido y reprendido por cualquiera que, aunque no tenga oficio para ello,
tenga el celo de la caridad; pero no imponiéndole castigos, sino exhortándole con respeto. Pues el
afecto que se debe a cualquier persona, se le debe más al papa por razón de la mayor
responsabilidad (status) a que ha sido elevado” (Juan de París, siglo XIII, capítulo XXII del Tratado
sobre la potestad regia y papal).
“Declaramos, afirmamos y definimos que someterse al Romano Pontífice es completamente
necesario para la salvación de toda criatura humana” (Bonifacio VIII, en el concilio romano del 18
de noviembre de 1302; Bula Unam Sanctam, ed Lo Grasso, J.B., Ecclesia et satus, Roma, 1939, n
438, p 190; cfr DS 875). Y se trata de someterse a los dos poderes, el espiritual y el temporal: “In
hac eiusque potestate duos esse gladios, spiritualem videlicet et temporales…Uterque ergo in
potestate ecclesiae, spiritualis scilicet gladius et materiales” (ver Bulla Unam Sanctam, DS 873).
“Quicumque igitur huis potestati a Deo sic ordinatae resistit, Dei ordinationi resistit” (Bonifacio
VIII, Bulla Unam Sanctam, DS 874; Quien le resiste al poder papal es a Dios mismo a quien
resiste).
Clemente V, papa del año 1305 al 1314, “Fue el primero que usó la triple corona” (ver BAC 128,
Madrid 1954, p 61; Doctrina Pontificia, IV, Documentos Marianos, Hilario Marín SI; fue el primer
papa de Aviñón).
El Papa Nicolás V, papa del año 1447 al 1455, regala a Portugal todos los reinos de Africa. El Papa
concede a Alfonso de Portugal “la plena y libre facultad de apropiarse, para él y sus sucesores, y de
aplicar para sus usos e intereses todos los reinos, principados, dominios, posesiones muebles e
inmuebles de las gente de Africa, con el derecho de invadir, conquistar y someter a perpetua
esclavitud a esas gentes” (Nicolás V, Bulla Romanus Pontifex 8. I. 1454; fue reconocida y reiterada
por el breve Dudum pro parte, del Papa León X (en 1516) y por la bula Aequum reputamus, del
Papa Paulo III (en 1534)).
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Sobre los Sacramentos en General.
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“The most grievous danger for any Pope lies in the fact that encompassed as he is by flatters, he
never hears the truth about his own person and ends by not wishing to ear it” (El más penoso
peligro para cualquier Papa descansa en el hecho de que, como está rodeado de aduladores, nunca
escucha la verdad acerca de su propia persona y termina por no desear oírla. Alejandro VI, Borgia,
papa del año 1492 al 1503, a un consistorio de cardenales; citado en The march of folly, Barbara W.
Tuchman, Ballantine Books, New Cork, 1985, p 85).
Alejandro VI “Inició la censura eclesiástica de las publicaciones” (ver BAC 128, Madrid 1954, p
75, Hilario Marín, Doctrina Pontificia IV, Documentos Marianos).
“Dominos cum plena, libera et omnimoda potestate, auctoritate et iurisdictione facimus,
constituimus et deputamus” (El Papa Alejandro VI concede a la monarquía española el poder de
adueñarse del oro y todas las riquezas que se pudieran encontrar en las tierras descubiertas o por
descubrir. Concediéndoles ser “señores con plena, libre y omnímoda potestad, autoridad y
jurisdicción” sobre todo lo que pudieran conquistar; Bulla Inter. Caetera (4.V.1493).
Paulo IV “Mandó imprimir el Indice de libros prohibidos” (Papa del año 1555 al 1559; ver BAC
128, Madrid 1954, p 83; Hilario Marín, Doctrina Pontificia IV, Documentos Marianos).
Sobre el Papa Paulo IV contra Felipe II, parecer del maestro Alonso Cano: “Que si mi padre
estuviese furioso y quisiese matar a mí y a otros…no sería buen hijo por decir que es mi padre, no
poner la mano en el remedio…bien así es justo y santo que si nuestro muy Santo Padre con enojo
hace violencia a los inocentes hijos de V.M. que es hijo mayor y protector de los menores, lo
desarme y si fuere necesario le atare las manos, pero todo esto con gran reverencia y mesura sin
baldones ni descortesía de suerte que se vea que no es venganza sino remedio, no es castigo, sino
medicina” (Ver Parecer del Maestro Cano, Bib Nac Mss 773, fol 220-8, Madrid).
“Han de presentarse ante los ojos de aquellos a quienes se desea reformar como un espejo de todas
las virtudes y como lámparas puestas sobre el candelero, de tal modo que, por la integridad de su
conducta y con el resplandor de sus costumbres, alumbren a todos los que están en la casa de Dios;
y así, más que obligar, inciten con suavidad a la reforma, no sea que se busque en el cuerpo, según
dice el Concilio de Trento, lo que no se halla en la cabeza, pues así vacilaría la estabilidad y el
orden de toda la familia del Señor” (De las Cartas de san Juan Leonardo, presbítero, al Papa Pablo
V; cfr Breviario, 2 lectura, 9 de octubre en el Propio de los santos; vivió del año 1541 al 1609).
“La voluntad del Papa es la voluntad de Dios” (San Alfonso María de Ligorio, citado en El Papa de
Hitler, John Conrwell, Planeta, Barcelona, 2000, p 55).
“Un artículo de la Civiltá Católica, la revista de los jesuitas romanos, explicaba que “cuando medita
el papa, es Dios quien piensa en él” (ver Pío IX y su época, Roger Aubert, Historia de la Iglesia,
Fliche-Martin, tomo XXIV, EDICEP, Valencia, España, 1974, p 329).
“El Papa Pío X aprobó, bendijo y alentó una asociación secreta de espionaje fuera y por encima de
la jerarquía que espiaba a los miembros de ésta, incluso a sus eminencias los cardenales; en
resumen, aprobó, bendijo y alentó una especie de francmasonería en la Iglesia, algo que nunca en
toda su historia había existido” (Cardenal Pietro Gasparri; declaración en el proceso de
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Sobre los Sacramentos en General.
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canonización de Pio X, citado en El Papa de Hitler, John Cornwell, Planeta, Barcelona, 2000, p 5455).
“Es un error decir que el papa es la cabeza de la Iglesia. La Iglesia no tiene sino una sola cabeza:
Jesucristo. El papa es el jefe del colegio apostólico” (Máximos IV, patriarca católico melquita de
Antioquia, el 8 de octubre de 1963, en el Concilio Vaticano II; citado en Diario del Concilio, Henri
Fesquet, Editorial Nova Terra, Barcelona, 1967, p 249).
“A la Iglesia se la acusa a menudo de centralismo, de curialismo, de imperialismo. A estos
reproches hay que contestar con hechos y no con palabras, manifestando al mismo tiempo un
profundo respeto hacia los obispos” (Cardenal Bea, el 7 de noviembre de 1963, en el Concilio
Vaticano II; citado en Diario del Concilio, Henri Fesquet, Editorial Nova Terra, Barcelona, 1967, p
343).
“No temo a Pedro, sino a las oficinas de Pedro”, Máximos IV, Patriarca católico melquita de
Antioquia, el 7 de noviembre de 1964; citado en Diario del Concilio, Henri Fesquet, Editorial Nova
Terra, Barcelona, 1967, p 767).
“Durante mil años la Iglesia oriental elegía libremente a sus patriarcas y obispos; ella constituía sus
propias diócesis; tenía autoridad sobre la liturgia, sobre el Derecho Canónico, etc. Era total la
autonomía de los patriarcas en el seno de la Iglesia universal. No se recurría al papa sino en los
asuntos muy graves, ¡acaso unas veinte veces en mil años!”; Padre Hoeck, superior general de los
benedictinos de Baviera, en el Concilio Vaticano II, el 20 de octubre de 1964; citado en Diario del
Concilio, Henri Fesquet, Editoril Nova Terra, Barcelona, 1967, p 682).
“Todos los obispos son verdaderos vicarios de cristo. No son vicarios del soberano pontífice, ni
vicarios de los nuncios”; Monseñor Ziade, arzobispo católico maronita de Beirut; citado en Diario
del Concilio, Henri fesquet, Editorial Nova Terra, Barcelona, 1967, p 348-349.
“Es indispensable la regla según la cual cada uno debe obedecer a su propia conciencia. El cardenal
Newman decía que obedecía en primer lugar a su conciencia, y luego al papa”; Cardenal Heenan,
arzobispo de Westminster, el 18 de setiembre de 1965, en el Concilio Vaticano II; citado en Diario
del Concilio, Henri Fesquet, Editorial Nova Terra, Barcelona, 1967, p 951.
“Todo cristiano ha de tener amor por la verdad en sí misma, mucho más que amor por la
autoridad”; Monseñor Yohan, obispo de Agen, en el Concilio Vaticano II, el día 31 de octubre de
1964; citado en Diario del Conclio, Henri Fesquet, Editorial Nova Terra, Barcelona, 1967, p 751.
“Pedro está incluido en la Iglesia. Su primacía misma le fue dada para confirmar a sus hermanos; a
sus hermanos y no a sus servidores. Cristo instituyó la colegialidad como instituyó la primacía. En
el Evangelio no existe oposición entre ambas y, por consiguiente, la autoridad de la Iglesia debe
concebirse no en términos de potestad, sino en términos de servicio”; Cardenal A. Lienart, obispo
de Lille, en el Concilio Vaticano II, el día 10 de octubre de 1963; citado en Diario del Concilio,
Henri Fesquet, Editorial Nova Terra, Barcelona, 1967, p 257.
“Es preciso acoger las críticas con humildad, con reflexión y también con agradecimiento. Roma no
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Sobre los Sacramentos en General.
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tiene ninguna necesidad de defenderse, cerrando los oídos a las sugerencias de hombres honestos,
sobre todo cuando estos hombres son amigos o hermanos”; Paulo VI, citado en Diario del Concilio,
Henri Fesquet, Editorial Nova Terra, Barcelona, 1967, p 181.
“Cuando se subraya que el Papa tiene derecho a actuar y a hablar solo, la palabra solo no quiere
decir nunca “de modo separado” o “de modo aislado”. Incluso cuando el Papa actúa sin
colaboración formal del cuerpo episcopal –como tiene jurídicamente derecho a hacerlo-, actúa
siempre como su cabeza. Si el sub Petro eclipsa al cum Petro, se corre el peligro de negar
prácticamente la colegialidad”; Cardenal Suenens, Recuerdos y esperanzas; Valencia, 2000, p 217.
“El magisterio no hace teología, da orientaciones básicas para el quehacer de los teólogos y evita en
este tipo de pronunciamientos la pluralidad posible de teologías para preservar la unidad” (J
Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la F, el 5 de abril de 1986; cfr Vida
Nueva, n 1524, del 12 de abril de 1986, p 37 (737)).
“El Papa no es el mandatario supremo –desde Gregorio Magno se llama el “siervo de los siervos de
Dios”-, sino que debería, yo suelo expresarlo así, ser el garante de la obediencia, de que la Iglesia
no haga lo que quiera. Ni siquiera el propio Pontífice puede decir: “La Iglesia soy yo”, o “La
tradición soy yo”, sino al contrario: él está obligado a obedecer, encarna ese compromiso de la
Iglesia” (J Ratzinger; Dios y el mundo; Círculo de lectores SA, Galaxia Gutemberg SA, Barcelona,
2000, p 358).
“Escándalo secundario de propia fabricación y, por tanto, culpable es que, so pretexto de defender
los derechos de Dios, sólo se defienda una determinada situación social y las posiciones de poder en
ella conquistadas. Escándalo secundario de propia fabricación y, por tanto, culpable es que, so
pretexto de proteger la invariabilidad de la fe, sólo se defienda el propio trasnochamiento, no de la
fe misma que existía mucho antes del ayer y de sus formas…la forma que se creó un día por el
intento justificado de ser moderna en su tiempo, pero ahora se ha hecho trasnochada y no puede
exhibir pretensión alguna de eternidad. Escándalo secundario de propia fabricación y, por tanto,
culpable es también que, so pretexto de asegurar la totalidad de la verdad, se eternicen sentencias de
escuela que se impusieron como evidentes en un tiempo, pero que ya necesitan de revisión y de un
replanteamiento en busca de las verdaderas exigencias de lo primigenio” (J Ratzinger, El Nuevo
Pueblo de Dios, p 351-352; citado en Símbolos de fraternidad, José I González Faus, Cristianismo i
Justicia, n 138, Barcelona, Febrero 2006, p 38).
“Dos mil años después, la “roca”” en que se asienta la Iglesia sigue siendo la misma: la fe de Pedro.
“Sobre esta piedra” (Mt 16,18) Cristo ha construido su Iglesia, edificio espiritual que ha resistido al
desgaste de los siglos” (…) “Una sola fe, una sola “roca”, una sola piedra angular: Cristo, Redentor
del mundo” (Juan Pablo II; homilía en la solemnidad de San Pedro y San Pablo; 29-junio-2001).
Anexo
¿Cuáles fueron las razones por las que fue restringiéndose la participación de las mujeres en
muchas funciones eclesiales, como el liderazgo comunitario (a partir del siglo II no aparece ninguna
mujer en las listas sucesorias de los obispos), el papel misionero (el paso de la Iglesia doméstica a
un lugar público) y su conexión con la enseñanza (a lo largo del siglo II se abandona la tradición
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Sobre los Sacramentos en General.
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oral por la escritura).
La causa principal tiene que ver con el proceso de inculturación que vivió el cristianismo con la
cultura cicummediterránea. Una de las desventajas de este proceso fue que la ética cristiana se
elaboró más por criterios materiales (sociales y externos) que espirituales (internos y de
profundización en el seguimiento de Cristo) más afines al Reino de Dios.
Ya desde finales del siglo II nos encontramos cómo el ideal de la mujer cristiana se va a ir
identificando con el rol femenino social: circunscrita al ámbito doméstico y orientándose en su
comportamiento por códigos de honor/vergüenza. Además, se va a ir utilizando un lenguaje
corporal negativo para hablar del comportamiento de la mujer (un ascetismo rigorista) en
contraposición al varón. La doctrina del ascetismo rigorista de Tertuliano fue recogida por otros
padres de la Iglesia. Y los documentos de la época reflejan una imagen de la mujer como emotiva,
temerosa…teñida más de connotaciones negativas que positivas.
Frente a este modelo, nos encontramos con el testimonio de mujeres como las mártires Blandina o
Felicidad; las mujeres anacoretas o guías espirituales en Egipto (Sinclética); las ascetas (Melania la
joven) cuyo prototipo es la “mujer viril” (mujeres con características consideradas en ese momento
como “masculinas”: fuertes, valientes, racionales…), que también aparecen en las heroínas grecolatinas. Cada una de estas mujeres rompe con el prototipo de ser mujer de su época, no por motivos
ascéticos, sino por su seguimiento de Cristo. Y lo relevante es que, mientras en la sociedad apenas
aparece este modelo de ser mujer, dentro de la literatura cristiana hay un testimonio constante en los
documentos de la antigüedad.
(Ver, para este anexo: Fernando Rivas, “Desterradas hijas de Eva. Protagonismo y marginación de
la mujer en el cristianismo primitivo”, San Pablo-UPCO, Madrid, 2008; 264 páginas).
Argumentación teológica que se aduce para que la mujer no sea ordenada sacerdote.
La fuerza principal de la argumentación teológica se basa en el principio de que el sacerdote, en su
función sacramental “agit in persona Christi”, representa a Cristo, hace las veces de Cristo (Vat II,
SC 33; LG 10; 28; PO 2; 13). Por eso debe ser un varón, puesto que el signo o símbolo debe tener
cierta semejanza natural con la realidad significada o simbolizada, como enseña Santo Tomás (In
IV Sent. dist.25, q. 2, a. 2 quaestiuncula 1 ad 4). Deliberadamente se centra la aplicación de este
principio a la celebración eucarística, porque se trata de una función del sacramento del orden y
porque es aquí precisamente donde con mayor evidencia aparece la necesidad de la “semejanza
natural”, porque el celebrante repite los gestos y las mismas palabras de Jesús. No se puede negar
que el argumento tiene visos de verdad y cierta fuerza persuasiva. En realidad no pasa de ser un
“argumento de conveniencia” visto desde una perspectiva particular, porque no sólo el sacerdote,
sino todo cristiano representa a Cristo en la administración de los sacramentos. Y hay algunos
sacramentos que pueden administrar los laicos y las mujeres. Deliberadamente nos limitaremos al
bautismo, porque es un caso reconocido universalmente: Podemos recordar las célebres palabras de
San Agustín: “¿Pedro bautiza? Cristo es quien bautiza. ¿Bautiza Juan? Cristo es quien bautiza.
¿Bautiza Judas? Cristo es quien bautiza”. Podemos añadir: ¿Bautiza la mujer? Cristo es quien
bautiza.
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Sobre los Sacramentos en General.
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En el bautismo la mujer hace las veces de Cristo. ¿Por qué no lo puede hacer en la celebración
eucarística? De todo cristiano, varón o mujer, se puede decir: “christianus alter Christus”. El
cristiano es otro Cristo. Cualquier persona humana, varón o mujer, puede ser signo visible de Cristo
en cuanto mediador de la salvación. Cristo se vale de los seres humanos para transmitir su palabra,
su amor, su gracia, su perdón. Decir que si una mujer celebrara la eucaristía difícilmente se podría
ver en ella la imagen de Cristo suena a algo así como la repetida afirmación de los antiguos de que
la mujer no es imagen de Dios, sino sólo el varón. Es la persona humana, prescindiendo de su
condición masculina o femenina, la que representa y actualiza la acción salvadora de Cristo en la
última Cena, o en la predicación, o en la curación de los enfermos o en su atención a los pobres y
marginados.
Algunos autores han hecho notar la diferencia entre ser “representante” de Cristo y ser “su
representación”. El embajador británico representa a la Reina de Inglaterra, pero no es “su
representación”. El representante de la Reina no tiene que ser necesariamente una mujer. En la
eucaristía el ministro actúa en lugar de Cristo, pero no es una “representación” de Cristo. En el
bautismo el bautizante “agit in persona Christi”, representa a Cristo, y no obstante puede ser una
mujer.
Hay otro dato importante a tener en cuenta. El Cristo que actúa en la acción sacramental y
representa el celebrante no es el Jesús terreno, sino el Cristo glorificado, el Kyrios que está sentado
a la derecha del Padre y se hace presente por su Espíritu en la Iglesia y en el mundo. Hablando del
Cristo glorioso pierde toda importancia su condición de varón. Afirmar que una mujer no puede
representar a Cristo resucitado por ser mujer sería pensar de un modo parecido a los saduceos que
nos describe Marcos 12,18-27. Para burlarse de los que creían en la resurrección preguntan con
sorna a Jesús: una mujer estuvo casada con siete maridos. Cuando resuciten los muertos, ¿de quién
será mujer? La respuesta de Jesús es contundente: están ustedes equivocados por no entender las
Escrituras ni el poder de Dios. “Cuando resuciten los muertos, ni se casarán (los hombres) ni serán
dadas en casamiento (las mujeres), sino que serán como ángeles en los cielos” (Mc 12,24-46).
Se podría añadir otro detalle. En la teología y liturgia orientales, la persona que actúa en la
celebración es principalmente el Espíritu Santo, al que invoca el sacerdote para que transforme el
pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo. La Didascalia y las Constituciones apostólicas
presentan al diácono como tipo de Cristo y a la diaconisa como tipo del Espíritu Santo (Did. II, 26,
p 104; CA, II, 26, p 105). Siendo el Espíritu Santo el principal agente de la celebración eucarística,
la mujer, por su condición femenina, representaría mejor al Espíritu Santo que el varón. Con esta
indicación, que necesitaría más explicaciones, sólo quiero indicar que los argumentos de
“representación” carecen de todo valor. Una confirmación inesperada de esta doctrina aparece en un
texto de Juan Pablo II en “Mulieris dignitatem”, n- 4: “Esta dignidad (de la mujer) consiste, por una
parte, en la elevación sobre natural a la unión con Dios en Jesucristo, que determina la finalidad tan
profunda de la existencia de cada hombre tanto sobre la tierra como en la eternidad. Desde este
punto de vista, “la mujer” es la representante y arquetipo de todo el género humano, es decir,
representa aquella humanidad que es propia de todos los seres humanos”.
Si la mujer puede ser representante de toda la humanidad, varón o mujer, ¿por qué no va a
representar la humanidad de Jesús, sobre todo si se trata de Jesús glorificado? Lo verdaderamente
fundamental en el misterio de Jesucristo mediador no es que fuese varón, sino que era verdadero
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Sobre los Sacramentos en General.
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Dios encarnado en la naturaleza humana. Este es el más profundo sentido de la expresión que
encontramos en el prólogo del evangelio según Juan: “El Verbo se hizo carne” (Jn 1,14). Actuar,
pues, “in persona Christi” significa fundamentalmente hacer las veces de Dios hecho hombre, pero
no precisamente de Dios hecho varón.
Si se urge mucho el argumento de que la mujer no puede actuar “in persona Christi” por razón del
sexo, cobra mayor fuerza la objeción de que en tal caso tampoco el sacerdote puede actuar “in
persona Ecclesiae”, o por lo menos, que por ser la Iglesia la esposa de Cristo, estaría mejor
representada por una mujer. En el primer caso se apelaba a Cristo varón para exigir un
representante masculino, y ahora se prescinde de la condición femenina para representar a la
Esposa.
El representante representa al representado en todo lo que éste es, sea quien sea el representante, sea
varón o sea mujer. A Cristo lo representamos en lo que El es, sea quien sea el que lo representa y
valga moralmente lo que el representante valga (eso es la esencia precisamente del tema llamado
“ex opere operato” en los sacramentos).
(Para este tema, ver: Domiciano Fernández; Ministerios de la mujer en la Iglesia; Edt.Nueva
Utopía, Madrid, 2002, pp 182 a 185; 187).
Sobre la sotana u otro distintivo.
Al principio no había diferencia alguna entre los vestidos que llevaba un laico y los que llevaba el
clero. Mientras duraron las persecuciones, cualquier distinción habrìa señalado a los miembros del
clero para el arresto. Cesadas las persecuciones, todavía en el siglo V, uno de los papas
expresamente prohibió todo vestuario eclesiástico especial, pero el hecho de que vèl encontrara
necesario decretar esa prohibición puede ser evidencia de que tales trajes habían empezado a usarse
en otros lugares y que Roma, velando por la unidad de la fe y costumbres, los encontrara
recriminables o de que Roma se aferraba a una costumbre màs antigua. La ropa de los miembros de
la jerarquía eclesiástica, en el siglo V, era la que llevaban en p+ublico los oficiales civiles del
Imperio Romano, y era una prenda de ropa interior (a veces un taparrabo), una tùnica con mangas o
sin ellas, y exteriormente una capa inmensa sin mangas y sin abertura en frente que era pasada sobre
la cabeza. En siglos posteriores, con la desaparición del imperio en occidente, estas prendas civiles
oficiales, consagradas y modificadas convencionalmente, llegaron a ser parte del vestuario especial
del clero para usarse durante las ceremonias eclesiásticas. Desde el siglo V, los que usan un hàbito
distintivo son los monjes; el clero diocesano viste como viste cualquier ciudadano civil; y asì
quedarà hasta el siglo XVIII. En el siglo XVIII y XIX se obliga al clero, desde Trento en adelante, a
usar la sotana, copiando a los hábitos de los monjes y demás religiosos.
Sobre el sostenimiento del clero
En tiempos de la primitiva simplicidad, los ministros de la Iglesia proveìan a sus necesidades con
su trabajo personal. Y el ejemplo era san Pablo que se enorgullece de vivir del trabajo de sus manos
y de no haber comido nunca el pan a costa del sudor de otros, sobre todo de los evangelizados (2
Tes 3,8 y 12). En aquel tiempo, las ofrendas de la comunidad servían, al final de la celebración de la
Eucaristìa, para remediar las necesidades de los pobres, de los enfermos, de las viudas y de los
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Sobre los Sacramentos en General.
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cristianos que estuvieran presos. Màs tarde, y poco a poco, empezaron a apartar algo de lo
recolectado semanalmente, para proveer al sostenimiento de los ministros. Sin embargo, durante
mucho tiempo, prevaleció en la Iglesia la idea de que el sacerdote podía y debía proveer a sus
propias necesidades. En las Constituciones Apostòlicas se puede leer: “Que los jóvenes se ocupen
con diligencia de sus negocios, para que puedan bastar a sus necesidades y ayudar a los pobres,
puesto que nosotros, sin descuidar el ministerio de la Palabra, nos dedicamos a nuestras
ocupaciones diarias. Entre nosotros, unos son pescadores, otros hacen tiendas (como san Pablo),
otros trabajan en el campo, ningún hombre consagrado a Dios debe vivir en la ociosidad” (Const.
Apost. II, cap LXIII).
En el Concilio de Elvira, celebrado el año 305, se prohibió que los obispos y el clero se dedicaran al
mercado ambulante, pero se les permitió dedicarse al comercio en su provincia. De igual modo, se
les prohibió terminantemente la usura (el préstamo a cualquier tipo de interés) (ver Conc de Elvira,
cànones 18 y 20). La prohibición de dedicarse al comercio fuera de su provincia es para impedir
que los obispos fueran a llevar su mercancìa de uno a otro mercado, o que aprovecharan su cargo
para comprar màs barato y vender màs caro que otros.
En el concilio de Cartago, celebrado el año 398, se dice: “Que los miembros del clero, por
instruidos que fueren, deben subvenir a su manutención, ya fuere dedicándose al trabajo del campo,
u ocupándose en cualquier oficio, con la condición, sin embargo, de que no dejen de cumplir sus
obligaciones eclesiásticas. Ademàs se considera útil que los jóvenes que sean bastante fuertes para
el trabajo, se dediquen a un oficio mientras siguen sus estudios” .
Lo de ganarse su propia manutención durò poco tiempo; la unión de la Iglesia con el Estado (el
Imperio Romano) acabò con eso. A finales del siglo IV, todavía el emperador Teodosio eximìa de
todo impuesto comercial al clero inferior, en tanto que su negocio fuera de poca importancia. Pero,
por los abusos venidos, Valentiniano III (425-455) hizo una ley por la cual prohibía al clero
dedicarse a ninguna clase de comercio.
La costumbre, completamente desconocida en la Iglesia Primitiva de exigir cualquier tipo de pago
por los servicios eclesiásticos (“nada que sea de Dios, tiene precio”) no fue introduciéndose sino
poco a poco y no sin oposición. En España, por ejemplo, desde principios del siglo IV, existía la
costumbre en los bautismos de echar en las fuentes bautismales una moneda como regalo. El
concilio de Elvira condenò aquella costumbre, por el excelente motivo de “que se podría suponer
que el sacerdote da por dinero lo que ha recibido gratuitamente”.
En la misma línea, dice san Jerònimo que la cantidad aceptada por un servicio fúnebre es adquirida
ilegalmente.
En el año 692, en el concilio de Trullo (Constantinopla), por los mismos motivos se prohíbe al clero
recibir cantidad alguna de parte de las personas que se acercaran a participaR DE LA Eucaristìa,
puesto que “la gracia de Dios no es un objeto de comercio, ni la santificaciòn por el Espìritu Santo,
es algo que se pueda comprar”.
La Iglesia considerò siempre, en sus primeros seiscientos años, que todos los bienes que le eran
entregados, eran entregados para los pobres y que ella sòlo podía manejarlos en calidad de
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Sobre los Sacramentos en General.
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administradora de los bienes de y para los pobres.
El Concilio Vaticano II y la vida y ministerio de los sacerdotes.
El decreto conciliar fue aprobado el 7 de diciembre de 1965.
En el decreto hay puntos que todavía hoy, después de cincuenta años de su promulgación,
conservan claramente su valor. Por ejemplo, el que los sacerdotes no pueden servir realmente a los
hombres si no comparten sus condiciones de vida (art. 3) y que, por lo tanto, deben vivir en medio
de los hombres a los que son enviados (art. 3). El objetivo de la pastoral del sacerdote es, según el
Concilio, ayudar a los hombres a crecer en madurez cristiana (art 6). Deben conceder una clara
preferencia a los pobres, a los “pequeños” y entregarse especialmente a los enfermos y a los
moribundos. El Concilio afirma con toda cloaridad que una comunidad cristiana no puede
construirse si no tiene su fuente y su centro en la eucaristía (art 6). Y que el sacerdote puede ser un
obrero (art 8). El Concilio habla también del problema de las generaciones; los sacerdotes mayores
deben estar abiertos a los jóvenes, que seguramente se distinguen de ellos por su estilo de vida y por
su forma de pensar (art 8). El Concilio ve los problemas provocados por una fantástica aceleración
de la historia (art 22) y subraya la necesidad del espíritu de pobreza para el sacerdote (art 17). Es
decir, el texto conciliar ofrece una rica inspiración para una autèntica espiritualidad, sobre todo
basada en la fraternidad y en la solidaridad. El Concilio hace una llamada explìcita a confrontarse
con el mundo de hoy, al que hay que abrirse y hacer las adaptaciones necesarias para vivir en
cercanìa con los hombres (art 22). (ver Bernhard Häring; ¿Què sacerdotes para hoy?; PPC, Madrid,
1995, pp 121-122).
EL DIACONADO EN CITAS
1.“Sólo aquella Eucaristía ha de tenerse por válida que se celebre por el obispo o por quien de él
tenga autorización” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Esmirniotas, VIII, 1).
2. “Y así, según pregonaban por lugares y ciudades la buena nueva y bautizaban a los que
obedecían al designio de Dios, iban estableciendo a los que eran primicias de ellos –después de
probarlos por el espíritu- por inspectores (episcopoi) y ministros (diakonoi-servidores) de los que
habían de creer” (San Clemente de Roma, Papa, siglo I, Carta 1, n-42, 4).
3. “Elegíos, pues, inspectores (episcopoi) y ministros (diakonoi) dignos del Señor, que sean
hombres mansos, desinteresados, verdaderos y probados, porque también ellos os administran el
ministerio de los profetas y maestros” (Didaché, XV,1) “A los profetas, permitidles que den gracias
(eucaristicen) cuantos quieran” (Didaché, X, 7).
4. Del año 236-250 el Papa Fabián “dividió Roma en siete regiones, cada una de las cuales confió a
un Diácono, asistido por un Subdiácono” (Historia de los Papas, Tomo I, Gastón Castellá; EspasaCalpe S.A.; Madrid, 1970; p.23).
5. “Y entonces ya ofrezcan los diáconos la oblación al obispo, y eucaristicen el pan en figura –que
los griegos llaman antitipo- del cuerpo de Cristo; y el cáliz mezclado con vino, como antitipo –que
los griegos llaman semejanza-, de la sangre que fue derramada por todos los que creyeron en él”
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Sobre los Sacramentos en General.
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(San Hipólito, siglo III, Tradición Apostólica).
6. “Mirad, pues, y proveed que pueda hacerse esto con moderación y así con más seguridad; de tal
manera que también los presbíteros que ofrecen allí donde están los confesores, alternen con cada
uno de los diáconos por orden, porque el cambio de personas y la variedad de los que acuden
disminuye la desconfianza (de los gentiles)...” (San Cipriano, siglo III, carta 5, n-2).
7. “Necesariamente también ahora, cuando se realiza esta ¨liturgia¨ temible, es preciso que
apreciemos que es una cierta imagen de la liturgia de estos poderes invisibles a los que representan
los diáconos, quienes, por la gracia del Espíritu Santo que les fue hecha, han sido puestos al frente
del servicio de esta temible liturgia” (Teodoro de Mopsuestia, obispo, siglo V, Hom.Cateq.15, n21).
8. San Lorenzo, diácono, dice a San Sixto, papa y mártir: “Al que encomendaste la consagración de
la sangre del Señor, a quien encomendaste la participación en la consumación de los sacramentos,
¿a éste niegas la participación de tu sangre?” (San Ambrosio. Sobre los oficios de los ministros,
L.1, c.41, n-204).
9. “Y los diáconos, después de la oración, ocúpense unos en la oblación de la Eucaristía,
administrando con temor el cuerpo del Señor; otros vigilen al pueblo e impónganle silencio”
(Constitución de los Apóstoles, siglo IV, L.2, c.57, n-15).
10. De Alcuino, que no fue otra cosa que diácono (en el siglo IX), se dice en su vida (n-26, PL.100,
104 c): “celebraba todos los días la Misa”.
11. “El es nuestro obispo, que por medio de sus diáconos y presbíteros purifica e ilumina. Se dice
que el obispo mismo purifica en la medida que estas órdenes recibidos (sic) de él le atribuyen las
sagradas actividades que ellos realizan” (Pseudo Dionisio Areopagita, La jerarquía celeste, cap.XIII,
n-4).(siglo V). Nota 12, al pie de página, BAC,511, Madrid, 1990,p.174: “El ejemplo del obispo,
único actor, aunque se valga de diáconos y presbíteros, tiene pleno valor cuando escribe (el Pseudo
Dionisio) a fines del siglo V. Hasta entonces las funciones litúrgicas principales (eucaristía y
bautismo, por ejemplo) eran presididos por el obispo. Diáconos y presbíteros le servían de
auxiliares, por lo cual se puede decir que la acción era episcopal”.
12. “Así que los que recibieron billetes de recomendación de los mártires y pueden ser ayudados
por su intercesión ante Dios, si se vieren en trance de peligro o de enfermedad, sin esperar mi
presencia, pueden cumplir la exomologesis de su delito ante cualquier presbítero presente, o, si no
se encontrase un presbítero y urgiera el peligro de muerte, ante un diácono también, a fin de que,
impuesta la mano como signo de reconciliación, vayan al Señor con la paz que nos solicitaron los
mártires se les concediera en sus cartas” (San Cipriano, obispo, siglo III, carta 18, a los presbíteros y
diáconos, I, 2.).
13. “Y a la verdad, Vicente, archidiácono, hizo muchas veces, con diligencia y oportunamente, las
funciones de pontífice supremo” (Actas de los mártires, martirio de San Vicente, diácono del
obispo Valerio, bajo Dioclesiano (sigloIV), I).
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Sobre los Sacramentos en General.
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14. “En otra ocasión, Servando, diácono y abad del monasterio que había sido levantado en otro
tiempo por el patricio Liberio en la región de Campania” (San Gregorio Magno, Papa, Libro II de
los ¨Diálogos¨, cap.XXXV).
15. Los mismos dignatarios que en Hechos 20,17 son llamados “presbiteroi”, son calificados de
“episcopoi” en Hechos 20,28.
16. “Tomad socorros de mi peculio que dejé en poder de Rogaciano, nuestro copresbítero” (San
Cipriano, obispo, siglo III, carta 7, a los presbíteros y diáconos,I,2).
17. “Y siendo de nuestra incumbencia, por estar al frente de la grey y como pastores, vigilar el
rebaño...” (El clero de Roma (diáconos y presbíteros) al de Cartago, después del martirio del Papa
Fabián, año 250, carta 8, I,1).
18. “Hay que obedecer a los presbíteros que están en la Iglesia, a saber, a los que son sucesores de
los apóstoles y que juntamente con su sucesión en el episcopado han recibido por voluntad del
Padre el carisma seguro de la verdad” (San Ireneo de Lyón (muerto hacia el 202), Adv.haereses, IV,
26, 2).
19. “Presbítero y obispo son dos nombres, de los que uno indica la edad, el otro la dignidad” (San
Jerónimo. A Evángelo. Carta 146, 2).
20. “En una y otra carta, lo mismo obispo que presbíteros –y es de notar que, entre los antiguos,
obispos y presbíteros eran lo mismo, dado que aquél es nombre de dignidad y éste de edad- se
manda escoger para el clero monógamos” (San Jerónimo, Carta a Oceano, n-3).
21. “Presenté, sin pedírmelo nadie, a un adolescente llamado Antonio que entonces estaba conmigo.
Yo le había educado en el monasterio desde su temprana edad, pero no se había dado a conocer en
ningún grado o trabajo de la clericatura, fuera del oficio de lector. (...) Todo se efectuó, y el joven
comenzó a ser obispo de Fusala” (San Agustín de Hipona, carta 209, 3, a Celestino (Papa)).
22. “Entre los antiguos era lo mismo decir obispo que presbítero, significando con el primer
nombre la dignidad y con el segundo la edad” (San Isidoro de Sevilla, Obispo, Siglo VI,
Etimologías, L.7, cap.XII, n-21).
23. Los diáconos podían ser ordenados obispos sin que previamente fueran ordenados sacerdotes.
Así, por ejemplo, San Gregorio Magno, San León Magno, San Atanasio. (ver: Forget, Diacre, en
Diccionario de Teología 4 (1911), p.703-31).
24. “Les recomiendo a mi hermana Febe, diaconisa de la Iglesia de Cencreas” (Rom.16,1).
25. “Andrónico y Junias, paisanos míos y compañeros de prisión, que son apóstoles insignes”
(Rom.16,7).
Junias, también trancrita como Junia o Julia, es una mujer (ver San Jerónimo, Liber interpretationis
hebraeicorum nominum, 72, 15; Migne, PL 23, 895). Por ellos “debemos entender marido y
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Sobre los Sacramentos en General.
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mujer”, Atto Vercelliencis (años 924-961), In epistolam ad Romanos, 16, 7, Migne, PL 134, 282.
“Gran cosa es que sean apóstoles, sobre todo siendo Junia mujer”: Teofilacto (¿1050-1108?),
Expositio in epistolam ad Romanos, Migne, PL 124, 552. “Una mujer apostólica, de no violentar el
texto”, Pedro Abelardo (años 1254-1316), Expositio in epistolam ad Romanos, Migne, PL 178,
973. Así opinan, también: Lagrange, Broten, Lohfink, Blank.
26. Plinio el joven dirige una carta, en el año 112, al emperador Trajano, en la que declara que “ha
sometido a tormento a dos sirvientas de la Iglesia, a quienes llaman diaconisas, con el fin de
conocer los secretos de su culto” (Enchiridion Fontium Historiae Ecclesiae Antiquae).
27. “Saludo a las guardianas de las santas puertas, las diaconisas de Cristo...” (San Ignacio de
Antioquía, carta a los Antioquenos, n-XII).
28. “El diácono está como prototipo de Cristo; por lo tanto, queredlo. La diaconisa sea honrada por
vosotros, como prototipo del Espíritu Santo” (Didaskalia, Siria, siglo III, Didaskalia II, XXVI, 104).
29. En diciembre de 1902 aparecía en el Huerto de los Olivos una lápida que en hermosas letras
griegas contenía la siguiente inscripción: “Aquí descansa la sierva y joven esposa de Cristo Sofía,
diaconisa, segunda Febe, que durmió en la paz del Señor el 21 de marzo de la undécima indicción.
Que el Señor Dios...” (ver: Vizmanos, Las vírgenes cristianas, BAC, Madrid, 1949, p.232).
30. “La diácono sea honrada por vosotros como prototipo del Espíritu Santo, que no hace ni dice
nada sin el diácono; como tampoco el Paráclito no dice ni hace nada sin Cristo, sino que cumple
con su voluntad dándole gloria” (Constituciones de los santos Apóstoles; Siria o Constantinopla,
siglo IV, CA II, XXVI, 105).
31. “No autorizamos a los presbíteros a imponer las manos (jeirotonéin) a diáconos, diaconisas,
lectores, ayudantes, cantores y ostiarios, sino solamente (autorizamos) a los obispos. Tal es la
disposición (táxis) y orden (armonía) eclesiástica” (Constitutiones Apostolorum, Siria o
Constantinopla, siglo IV, CA III, X, 201).
32. “Los ostiarios estén de pie junto a las entradas de los varones guardándolas, y las diaconisas
junto a las de las mujeres, como los que exigen el pasaje en las naves” (Constituciones de los
Apóstoles, siglo IV, L.2, c.57, n-5,10).
33. “Elige una diaconisa fiel y santa, para los ministerios de las mujeres” (Constituciones de los
Apóstoles, L.3, c.16, n-1).
34. “Y después de esto comulgue el obispo, después los presbíteros, los diáconos, los subdiáconos,
los lectores, los cantores, los ascetas; y entre las mujeres: las diaconisas, las vírgenes y las viudas,
luego los niños y después todo el pueblo con orden” (Constituciones de los Apóstoles, siglo IV, L.8,
c.13, n-14).
35. “Quamquam diaconissarum in ecclesia ordo sit, non tamen ad sacerdotii functionem aut ullam
eiusmodi administrationem institutus est, sed ut...” (San Epifanio, Obispo, Contra el hereje Panario,
79,3).
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36. “Oremos por las diaconisas; que el Señor oiga sus oraciones, las guarde en perfecta gracia del
espíritu y sostenga su corazón y su trabajo” (Testamento de nuestro Señor Jesucristo, 1, 35.
Apócrifo del siglo V, compuesto en griego, siríaco, copto, etíope y árabe. La oración pertenece a
una letanía diaconal que debe haber formado parte de una liturgia eucarística).
37. “El canon 26 del Concilio de Orange (año 441) prohíbe rotundamente la ¨ordenación de
diaconisas¨ (diaconae omnino non ordinandae sunt). Se manda, además, que se sometan y se
conformen con la bendición las que eventualmente pudieran haber sido ¨ordenadas¨”. (Este canon
prohíbe la ordenación de diaconisas en Occidente).
38. “La mujer diácono no debe ser ordenada antes de los cuarenta años y eso tras exacto
discernimiento” (Concilio Ecuménico de Calcedonia, año 451, decreto n-94).
39. En Santa Sofía de Constantinopla, bajo el imperio de Justiniano, junto a sesenta presbíteros,
cien diáconos y noventa subdiáconos, se contaban sesenta diaconisas. (ver: Las vírgenes cristianas,
Vizmanos, BAC, 1949, p.230-231).
40. “Nos entregaron también las actas de un tal Optato, prefecto, en que constaba cómo mujeres
honradas, de familias consulares, diaconisas de la Iglesia de Constantinopla, habían sido llevadas
públicamente a su presencia” (Paladio, Diálogo Histórico, cap.III, siglo V).
41. En el año 555, Radegunda, esposa de Clotario, se presentó ante San Medardo, obispo de Noyon
(Francia) y le pidió ser consagrada diaconisa. “Medardo, ante una tal energía de voluntad, le impuso
las manos, consagrándola diaconisa” (Vizmanos, Las vírgenes cristianas, BAC, Madrid, 1949,
p.587-588).
42. “Algunos, sin embargo, dijeron que el sexo masculino es necesario por ley, mas no por la
naturaleza del sacramento, fundados en que las Decretales (ver Gratianum, Decretum p.2, causa
27,q.I, cn.23. Diaconissam; ib. p.I, d.32, cn.19. Mulieres) mensionan la ¨diaconisa¨y ¨presbítera¨”
(Santo Tomás de Aquino, Summa Teologica, Supl., q.39, a.1, Resp.).
43. Los reglamentos apostólicos hablan de la ordenación de las diaconisas con imposición de
manos, rito que indica una orden menor, y lo mismo estipulan el canon 19 del Concilio de Nicea y
el canon 15 de Calcedonia. (ver: Sacramento del amor, P.Evdokimov, Nopal, Ariel, Barcelona,
1966, p.47, nota 39).
44. “Dios Eterno, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, creador del hombre y de la mujer, que llenaste
con tu espíritu a María, Ana y Hulda; que no juzgaste humillante el que naciera tu Hijo unigénito de
una mujer; que tanto en el tabernáculo de la antigua alianza como en el templo constituiste mujeres
en calidad de guardianes de su puerta santa; dirige ahora también tu mirada sobre esta tu sierva
elegida para el diaconado, llénala del Espíritu Santo y purifícala de toda mancha de alma y cuerpo,
a fin de que cumpla dignamente el ministerio a ella consignado para tu gloria y alabanza de tu
Cristo, con el cual sea a ti y al Espíritu Santo toda honra y adoración por los siglos de los siglos.
Amén.” (Fórmula de consagración de diaconisas, Constituciones Apostólicas, L.8, 19).
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Sobre los Sacramentos en General.
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45. Consagración de diaconisas, en Bizancio, siglo VIII: “Dios santo y omnipotente que has
santificado a la mujer por el nacimiento, según la carne, de tu unigénito Hijo, Dios nuestro; que has
otorgado la gracia y la efusión de tu Espíritu Santo, no sólo a los varones sino también a las
mujeres; mira también ahora a esta sierva y llámala a la obra de tu diaconía y otórgale
abundantemente el don de tu Espíritu Santo. Consérvala en tu recta fe, para que pueda cumplir en
todo su ministerio (leitourgéin) con la forma de vida irreprensible, según tu beneplácito. Porque a ti,
Padre, y al Hijo y al Espíritu se debe toda gloria, honor y adoración, ahora y siempre por los siglos
de los siglos. Amén” (Eucologio bizantino).
46. Después de la oración de consagración diaconal, tras unas peticiones comunitarias, el obispo
impone la mano sobre la ordenada (tes jeirotonouménes) y añade: “Dueño y Señor, que no rechazas
ni a las mujeres que se dedican y quieren servir adecuadamente a tu santa morada, sino que las
recibes en el orden de los ministros (en taxei leitourgon), otorga a esta tu sierva, que quiere
dedicarse a ti y cumplir el oficio (jaris) de la diácona, la gracia de tu Espíritu Santo, como otorgaste
la gracia (jaris) de tu diácona a Febe, a la que llamaste a la obra del ministerio (leitourgías).
Concédele, oh Dios, perseverar sin culpa en tus santos templos; preocuparse de la propia conducta,
especialmente de la continencia, y haz perfecta a tu sierva, para que, cuando se presente ante el
tribunal de Cristo, reciba la digna recompensa de su conducta. Por la misericordia y bondad de tu
unigénito Hijo, por el que seas bendito”. A continuación, el obispo le cruza sobre el cuello la estola
(orárion) debajo del velo. La diácono, después de comulgar, toma el cáliz y lo pone sobre el altar.
(Eucologio Bizantino, siglo VIII).
47. “Si opones a María Magdalena que fue apóstola y como predicadora superiora sobre las mujeres
pecadoras, respondo que ella fue una mujer singular, aceptada singularmente por Cristo. El
privilegio personal sigue a la persona y se extingue con ella” (Duns Scoto, Opera Omnia, 24, 369370, entre los años 1265 y 1308, franciscano, conocido por todos sus contemporáneos como
“doctor subtilis”).
48. El Concilio de Laodicea (año 343) establece definitivamente que en adelante las mujeres no
puedan recibir el nombramiento de presbíteras (presbyterae) de la Iglesia. (ver: O.Bargerter, Frauen
im Aufbruch, p.79; citado en Concilium, n-154, p.14).
49. El tabú sexual de la menstruación jugó papel en su desaparición: “Los sagrados cánones
recuerdan a las diaconisas. Se pregunta cuál es su oficio (leitourgéma). Balsamón ¨responde¨: hace
mucho tiempo se conocieron por los cánones los órdenes (tágmata) de las diaconisas, que tengan
acceso al altar. Sin embargo, la impureza (kákosis) de sus meses las apartó del divino y santo altar.
En la santísima Iglesia de la sede de Constantinopla se eligen diaconisas, pero sin tener acceso al
altar, sino en ocasiones para tener asambleas y dirigir las reuniones femeninas” (Teodoro
Balsamón, gran canonista de Constantinopla, después Patriarca de Antioquía, entre los años 1140 y
1200, Responsa ad interrogationes Marci, Migne, PG 138, 987).
50. El caso de la abadesa de Las Huelgas, Castilla la Vieja, España: Todavía en 1873 escribía don
Vicente de la Fuente: “La abadesa de Las Huelgas llegó a tener una jurisdicción eclesiástica exenta
y muy notable, y ser también superiora de una importante jurisdicción cisterciense, y la dirección
del célebre y grandioso Hospital del Rey, contiguo al monasterio. Tiene jurisdicción casi episcopal
en estos edificios y sus territorios y en los varios pueblos y cotos redondos que posee dentro y fuera
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del arzobispado de Burgos. Instituye beneficios y da la colación de ellos, aun de los curatos; da
licencias de predicar, confesar y decir Misa; conoce en causas graves, no sólo matrimoniales, sino
criminales de los clérigos; los hace recluir y castigar con censuras, a ellos y a los legos de su
jurisdicción, dando también sus testimoniales a los clérigos que salen de ella. Ejerce estos actos por
medio de un provisor, que tiene su tribunal, el fiscal y todos los auxiliares necesarios. Ni aun los
legados a latere pueden entrar a visitar el monasterio y cohibir su jurisdicción, pues, como cabeza
de congregación, tiene también los privilegios de los abades magnos” (ver: Historia de la Iglesia
Católica, tomo II, p.647; Lloca-García Villoslada-Montalbán; ver también: J.M.Escrivá, La abadesa
de Las Huelgas, Madrid, 1944).
51. “No todo sacerdote es santo, mientras que todo santo es sacerdote” (San Juan Crisóstomo,
Patriarca de Contantinopla, Op.imperf.in Mt.23,2; homil.43: Migne, PG 56, 876).
LA FUNCION DEL OBISPO EN LA COMUNIDAD CRISTIANA
El obispo representa a Cristo, pero no lo sustituye.
Para hablar de los obispos hay que hablar de la Iglesia; ellos no existen para sí mismos, sino en la
Iglesia, dentro de la Iglesia, y para la Iglesia. San Cipriano afirmaba: “Deben ustedes, pues, saber y
entender que el obispo está dentro de la Iglesia, y la Iglesia en el obispo” (Carta 66,8). La Iglesia es
Cristo existiendo como comunidad. La Iglesia es el cuerpo de Cristo y su rebaño. La Iglesia es el
pueblo de Dios, su único templo. La Iglesia, si es la Iglesia de Cristo, no tiene ningún otro fin que el
de Cristo: anunciar, hacer presente, construir el Reino de Dios. Para nosotros los cristianos, por eso,
la Iglesia es el verdadero instrumento de liberación universal. La vida y la energía que la Iglesia
puede y debe comunicar no la saca de las capacidades personales de sus miembros, sino de Cristo
que es carne de su carne y con ella constituye un solo ser.
Los obispos son sucesores de los apóstoles (de todos, incluido Pedro) en cuanto que han sido
llamados a prestar el mismo servicio que los apóstoles. Apacientan los rebaños no en nombre del
Papa, sino sobre todo y primordialmente en nombre de Cristo. San Agustín de Hipona, que
entendió maravillosamente su oficio como pastor, aclara: “Esté lejos de nosotros llamarles a ustedes
ovejas nuestras; ésta no es expresión católica, ni legítima, ni de Pedro, porque es contra la piedra.
Son ustedes ovejas pero de aquél que nos compró a nosotros y a ustedes” (Sermón 12,2, sobre Jn
21,15-17). Y en otro lugar agregó: “Los que apacientan las ovejas de Cristo como si fueran suyas y
no de Cristo dan muestras de que se aman a sí mismos y no a Cristo (…) Pues aquellas palabras de
Cristo: ¿Me amas? Apacienta mis ovejas, equivale a decir: “Si me amas, piensa que no te
apacientas a ti mismo, sino a mis ovejas; apaciéntalas como mías, no como tuyas; busca en ellas mi
gloria, no la tuya; mi dominio, no el tuyo; mi ganancia, no la tuya” (Tratado 123,5, sobre el
Evangelio de San Juan).
Por eso el obispo sabe que puede ser maestro, pero que sólo Cristo es maestro bueno (Mt 19,6).
Sabe que puede ser pontífice, pero que sólo Cristo es pontífice santo (Hebreos 7,26). Sabe que
puede ser pastor, pero que sólo Cristo es buen pastor (Jn 10,11). El obispo hace las veces del mismo
Cristo, pero no lo sustituye. En la Iglesia nadie es sucesor de Cristo, Cristo no tiene sucesores
porque El está presente. El obispo no sólo es pastor, sino que, sobre todo, tiene que ser pastor; él, el
obispo, tiene obligación de portarse como pastor. Siéndolo, el obispo enseña, santifica y guía.
Porque representa a Cristo, el obispo enseña, santifica y guía al pueblo de Dios. En su comunidad,
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el obispo es maestro: enseña con su ejemplo y su palabra lo que es el seguimiento de Cristo. El
mismo San Agustín decía: “Para que se oiga mejor la voz, estamos nosotros algo más altos, pero
mucho más alto todavía somos juzgados y son ustedes quienes nos juzgan. Enseñar es peligroso, ser
discípulo es seguro. El oyente de la palabra está más seguro que quien la dice” (Sermón 23, 1, 1). El
obispo es maestro de su pueblo, el obispo debe evangelizar, anunciar la palabra, la Buena Nueva del
Reino de Dios. Predicar el Evangelio, dice San Pablo, no es para mí ningún motivo de gloria; es
más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio! (1 Cor 9,16).
Precisamente porque es un deber del obispo predicar el Evangelio, no es él el dueño de nuestra fe,
sino un servidor de ese regalo de Dios para con nosotros. Puesto que él es solamente un servidor de
la Palabra de Dios, la integridad y legitimidad de un obispo, por muy ilustres que ese obispo sea, no
puede mantener en pie de igualdad con la Sagrada Escritura (San Agustín, carta 93,38, A Vicente
rogatista). Porque el obispo debe enseñar la Palabra, el obispo no puede ser ignorante. La sencillez
es una virtud, la ignorancia un vicio. Así, San Agustín aclaraba: “Cuando se trata de mí, que soy
obispo, tanto habrá de culpa cuanto haya de ignorancia” (Carta 137, 3, A Volusiano). Como todo el
que enseña, “Corresponde al obispo no sólo enseñar, sino también aprender, porque enseña mejor el
que diariamente crece y progresa aprendiendo lo mejor2 (San Cipriano, carta 74, 10, 1; A
Pompeyo).
El obispo, al enseñar, debe toda su fidelidad a la verdad. “Debemos evitar el escándalo de los
prójimos en cuanto podamos hacerlo sin pecado; pero si la verdad se toma como motivo de
escándalo, más provechoso es que nazca el escándalo antes de dejar de decir la verdad” (San
Gregorio Magno, Papa, Homilía sobre Ezequiel, libro 1, Homil 7, n.5).
Pero la verdad debe ser comunicada aquí y ahora. La verdad no es para marcianos, sino para seres
humanos que viven en circunstancias absolutamente concretas, económicas, políticas, y sociales.
Por eso, la comunidad diocesana camina hacia lo mejor por el camino de una sana continuidad y de
una obligatoria adaptación a las situaciones nuevas, como muy bien decía el número 29 del
Directorio de CELAM para la pastoral de los obispos, vigente hasta hace poco. La Sagrada
Escritura, la sana continuidad y la obligatoria adaptación a las situaciones nuevas son los hitos que
el obispo, en su diaria tarea pastoral, debe observar para guiarse en su misión de maestro al servicio
de una comunidad concreta.
El obispo es ejemplo y testigo.
Porque el obispo enseña con su palabra y con su ejemplo, el obispo ordena su vida conforma a los
consejos evangélicos y a las bienaventuranzas para que pueda ser testigo de Cristo ante los
hombres, para que pueda ser un documento y testimonio creíble. “El obispo debe ser siempre el
primero en obrar, para, son su ejemplo, mostrar a los súbditos el camino de la vida, y para que la
grey que sigue la voz y costumbres del pastor camine guiada por los ejemplos más bien que por las
palabras; pues quien, por deber de su puesto, tiene que decir cosas grandes, por el mismo deber
viene obligado a mostrarlas”, dice San Gregorio Magno (ver Regla Pastoral II, cap III) y agrega:
“Deben saber los prelados que, si alguna vez obran perversamente, son responsables de tantas
muertes, cuantos son los ejemplos de perversión que transmiten a sus súbditos” (Ibidem, III,
cap.IV).
A propósito de esto mismo, dice San Agustín: “Sinceramente digo a vuestra caridad que hay en las
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Sobre los Sacramentos en General.
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sillas episcopales trigo y cizaña, como hay cizaña y trigo entre la gente del pueblo” (Sermón 73,4).
Y en el sermón 47, 12-14 (Sobre las ovejas):”Que sean imitadores nuestros, si nosotros lo somos de
Cristo; y si nosotros no somos imitadores de Cristo que tomen al mismo Cristo por modelo”.
Precisamente para enseñar más con el ejemplo, que es lo que más convence, el obispo lleva un
tenor de vida que no se distingue en nada del común de las gentes; así lo dice, magistralmente, San
Juan Crisóstomo: “su tenor de vida es ordinario y, en todo lo que no lleva daño consigo, en nada se
distingue del común de las gentes” (ver Los seis libros sobre el sacerdocio, libro VI, n.6). El obispo,
que lo es como san Pablo, encuentra en él el prototipo de lo que es verdaderamente un pastor como
se debe. Cuando se vice como Cristo, se muere como Cristo y se tiene derecho a una resurrección
como la de Cristo (Rom 6,5). “Y, cuando Pablo dice a su discípulo: Vete enseñando todo esto,
reprendiendo con toda autoridad, no es su intención inculcarle un dominio basado en el poder, sino
una autoridad basada en la conducta. En efecto, la manera de enseñar algo con autoridad es
practicarlo antes de enseñarlo” (San Gregorio Magno, Sobre el libro de Job, Libro 23, 23-24).
Ante el Concilio de Constantinopla, el año 381, el obispo San Gregorio de Nacianzo, presenta su
dimisión describiendo con sátira el fausto de algunos de sus colegas. Dice: “Yo ignoraba que
nosotros tuviésemos que rivalizar con los cónsules, con los prefectos, con los generales más
ilustres…, que tuviésemos que ser llevados en caballos adornados lujosamente y porteados en
literas con boato y pompa; que un cortejo nos debía preceder y nos debía rodear una claque; que
todos debían abrir camino a nuestro paso como ante bestias feroces y que tan grande debía ser la
multitud de los que nos preceden que se pudiese observar a lo lejos nuestro paso. Si éstas son las
acusaciones que tenéis contra mí, perdonadme esta ofensa. Elegid otro obispo que sepa complacer a
la masa; a mí dadme la soledad del campo” (Oratio 42, 24).
El obispo guía al pueblo de Dios, respetando un sano pluralismo.
Porque representa a Cristo, el obispo guía al pueblo de Dios. “el que es llamado al episcopado,
decía ya Orígenes en el siglo III, no es llamado para dominar, sino para servir a toda la Iglesia” (In
Isaías, homil. 6, 1). Igualmente orientado, San Agustín agregaba: “Para ustedes soy obispo, con
ustedes soy cristiano. Obispo es título para una tarea que se acepta; cristiano es el nombre de una
gracia. El título es peligroso, el nombre es saludable” (Sermón 340, 1).
La autoridad del obispo, que es real, es de carácter pastoral, absolutamente diversa de la autoridad
que se da en la sociedad política. Hay una gran diferencia entre la autoridad y el poder; la autoridad
es moral, el poder no. Carlos Rahner decía, por eso mismo que “en ningún sitio está escrito que los
juicios de un responsable sean siempre correctos” (Cambio estructural en la Iglesia, p.51); un cargo
pastoral no puede tener una estructura jurídica que excluya de antemano decisiones erróneas y
abusos (ver Rahner, Ibidem, p.70). Porque su cargo es pastoral, el propio pastor, el obispo aleja de
sí hasta la apariencia de autoritarismo y de estilo mundano de gobierno. Decía, a propósito del
poder, San Juan Crisóstomo: “Es necesario que el alma del obispo esté pura del deseo del cargo,
porque si en el alma anida un ardor lleno de pasión por el poder, una vez obtenido éste, se reanima
la llama hasta hacerla más violenta y, asida con fuerza, soporta cosas terribles para mantenerla,
incluso si debe adular o soportar un tratamiento vil e indigno, o gastar en ello mucho dinero. Y
algunos han llenado las iglesias de muertos, han devastado las ciudades, luchando por ejercer esta
autoridad” (San Juan Crisóstomo, De Sacerdotio, III, 10, 36-43). El obispo el ejercer su autoridad
que, como es pastoral, es en servicio de los fieles que forman una comunidad de fe y de caridad,
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está muy atento a respetar la legítima libertad de opinión de éstos. Los responsables oficiales no
deben actuar como si una fuerza dejara de ser cristiana o eclesial sólo por estar en incómoda
contradicción con las opiniones y tendencias del obispo. Por su parte, esos grupos y sus dirigentes
no deben actuar como si cualquier medio fuera legítimo para alcanzar los fines que ellos tienen por
correctos (ver Rahner, op.cit. p.52). El obispo tiene autoridad para regir, pero sólo debe usar de ella
para edificar a su comunidad en la verdad y en la santidad. Por su parte, los fieles gozan de libertad
de opinión y de acción en las cosas que no están necesariamente exigidas por el bien común. Al
gobernar su comunidad, el obispo, porque es servidor, gustoso reconoce y respeta ese sano
pluralismo de responsabilidad y esa justa libertad tanto de las personas como de las asociaciones
particulares. Al regir a su comunidad, el obispo no centraliza ordinariamente en sus manos lo que
otros pueden realizar bien.
El obispo coordina y corrige.
Porque rige sirviendo, el obispo considera deber suyo no sólo estimular, alentar y aumentar las
fuerzas que trabajan en la diócesis, sino también coordinarlas entre sí, salvos siempre la libertad y
los derechos legítimos de los fieles; así se evitan dispersiones dañosas, multiplicaciones inútiles,
discordias deletéreas. Porque el obispo rige su comunidad, debe siempre que sea indispensable,
cortar lo que puede hacer daño a la Iglesia, pero, dice San Juan Crisóstomo, “también aquí es
menester extremada cautela, no sea que lo que fue instituido para remedio se convierta en ocasión
de mayor daño. Porque el médico que no supo cortar bien la herida, participa de la ira divina por
cada uno de los pecados que el otro cometiere después de aquella desgraciada cura” (Los seis libros
sobre el sacerdocio, Libro III, n.18).
La impugnación o puesta en duda del servicio de regir que tiene cada obispo en su comunidad no
puede remediarse recurriendo a la autoridad formal, por muy legítima que sea, sino mediante la
manifestación de un cristianismo auténtico por parte del mismo responsable. El obispo consigue el
reconocimiento de su cargo, siendo un hombre auténtico y un cristiano lleno del Espíritu, que le ha
liberado para el ejercicio servicial (ver K.Rahner, op.cit.p.74).
Porque el obispo rigiendo sirve a su comunidad y debe estar atentísimo a cuál es el momento
apropiado para cada tarea. ¡Ay de los pastores que con su autoridad formal, que debe ser respetada,
impiden la realización de una tarea cuyo momento para la Iglesia era éste! (Ver Rahner,
op,cit.p.52).
“El padre y el obispo han de ser amados, no temidos, dice San Jerónimo, y continúa: Vieja
sentencia es que a quien se le teme se le aborrece, y a quien se le aborrece se desea que perezca”
(carta 82,3; A Teófilo). Por eso, el obispo se comporta con sus presbíteros más que como superior y
juez, como maestro, como padre, como amigo y hermano, pronto a la benevolencia, a la
misericordia, a la comprensión, al perdón, a la ayuda. El obispo es padre y lo es mientras es obispo,
pero con el correr de los años los hijos toman más y más de manos del padre la responsabilidad de
dirigir la familia, decía el Cardenal Suenens, (en Discursos Conciliares, p. 119; Conc.Vat.II).
El episcopado es una carga, no un cargo.
“Quien desea el episcopado, desea un buen trabajo” (1 Tim 3, 1). La intención de la Sagrada
Escritura es dar a entender que el episcopado no es un honor, una promoción, sino un trabajo. Por
eso, comenta San Agustín esta frase de la Escritura: “Su intención era dar a entender que el
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episcopado era un nombre de trabajo, no de honor (…) Según esto, no es obispo el que ama presidir
y no el ser útil” (La Ciudad de Dios, cap 19). Ser obispo no es un cargo, sino una carga; no es un
honor, sino una responsabilidad. En esta misma línea de ideas, acentúa San Agustín diciendo: “El
honor de este siglo pasa; pasa la ambición. Ni graderías jerárquicas, ni coros de monjas, prontas a la
ovación y al cántico, podrán emplearse para una defensa en el futuro juicio de Cristo, cuando la
conciencia empiece a acusar y a juzgar el Arbitro de la conciencia” (Carta 23, 3; A Maximiano).
En su Diálogo sobre la vida de Juan Crisóstomo (V, 44-45), el obispo Paladio de Helenópolis,
advierte sobre los que ambicionan conseguir un episcopado: “Entonces afluyen muchos indeseables
en busca de este puesto de honor, hombres algunos que no era ni hombres, sacerdotes que lo eran
por su función, pero indignos del sacerdocio”. “Reconozca el obispo, dice San Isidoro de Sevilla
(Sentencias en tres libros, Libro 3, XLII; 993) que es servidor del pueblo, no señor, y que esto lo
exige la caridad, no la dignidad”.
Nadie hace en la Iglesia mayor daño, dice San Gregorio Magno (ver Regla Pastoral, I, cap II), que
quien, obrando mal, tiene puesto de santidad; porque a éste nadie se atreve a reprenderlo, y la culpa
con mayor eficacia sirve de ejemplo cuando, por la reverencia al cargo, es honrado el pecador.
El obispo es buscado no sólo por los buenos, sino también por los que, obrando mal, quieren con la
amistad del pastor ver justificado ante el pueblo su mal proceder. El mismo San Gregorio Magno,
dice por eso: “Quien junta en paz a los malvados, suministra fuerzas a la iniquidad, porque debilita
a los buenos, a los cuales persiguen unánimes” (Regla Pastoral, III, cap XXIII). Y en la misma
dirección: “Cuando incautamente trabamos amistad con los malos nos atamos a su culpa” (San
Greg.Magno, Ibidem, III, cap XXII).
En esto resultó un verdadero ejemplo Monseñor Romero que, con su actitud, nos recuerda aquella
magnífica frase de San Isidoro de Sevilla: “Cuando los pobres está oprimidos de los poderosos, los
buenos sacerdotes prestan su ayuda para liberarlos y no tienen miedo de las molestias de
cualesquiera enemistades, sino que públicamente reprenden a los opresores de los pobres, les
increpan, los excomulgan, y menos temen de las celadas de aquellos para dañar, si es que dañar
pudieren; porque el buen pastor expone su vida por sus ovejas” /Sentencias en tres libros, Libro 3,
XLV; 1011).
El obispo era elegido por su comunidad.
El episcopado es un cargo tan esencialmente comunitario que la comunidad primitiva lo confería,
en la Iglesia antigua, hasta contra la voluntad del individuo que lo recibía. Sabemos, porque ellos
mismos lo contaron, que así fueron elegidos San Agustín, San Gregorio de Nisa, Anfiloquio de
Iconio y San Juan Crisóstomo, para poner sólo algunos ejemplos conocidos.
Porque el obispo es un servidor del pueblo de Dios, era el pueblo quien, en la Iglesia de los
primeros mil años, elegía a sus pastores. En la antiquísima vida de San Policarpo tenemos lo
siguiente: “Después de la lectura y de la exhortación de los obispos y la plática de los presbíteros,
fueron despachados los diáconos a preguntar al pueblo a quién querían, y todos unánimemente
respondieron: Policarpo sea nuestro pastor y maestro”. (Ver Daniel Ruiz Bueno, Padres
Apostólicos, Apéndice a San Policarpo, XXII, 2). En el siglo III, encontramos el testimonio de san
Cipriano: “Por lo cual el pueblo, obediente a los mandatos del Señor y temeroso de Dios, debe
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apartarse de un obispo pecador y no mezclarse en el sacrificio del obispo sacrílego, cuando, sobre
todo, tiene poder o de elegir obispos dignos, o de recusar a los indignos” (Carta 67, III, 2).
En la Tradición Apostólica de Hipólito de Roma (n. 2) se nos dice: “Es ordenado el obispo elegido
por todo el pueblo”. En las Constituciones Apostólicas, hacia el año 360, se dice que debe
ordenarse “obispo a un hombre intachable en todos los aspectos y elegido por todo el pueblo” (n.
VIII, 4, 2). El Papa Celestino I, en el año 428, expresa: “Ningún obispo ha de ser impuesto a
quienes no lo quieren; que se tenga constancia del consentimiento y del deseo del clero, del pueblo
y del Orden” (Epist.IV, 5).
En el siglo V también San León Magno, papa (en la carta 10,6) propone la magnífica norma de que
“sea elegido por todos el que haya de presidir a todos”. Todavía en el siglo XI en el Concilio de
Reims, año 1049, presidido por el papa León Ix, canon 1, se dice: “Que nadie sea promovido al
gobierno eclesiástico sin ser elegido por el clero y el pueblo”. Así, por tradición eclesiástica, ha
quedado en evidencia el que el obispo es siempre un servidor de la comunidad. San Bernardo de
Claraval dice: “Habéis sido puesto a la cabeza del rebaño de Cristo para servirle, no para mandar
sobre él”.
No para que le sirvan, sino para servir.
El obispo, como Cristo a quien representa, no está para que le sirvan, sino para servir Mt 10,45).
Dado que ha aceptado la función de pastor con la perspectiva no de la tranquilidad, sino de la fatiga,
el obispo ejerce su autoridad con espíritu de servicio, y la considera como una vocación a servir a
toda la Iglesia. La paradójica exigencia de servir es vigente sin excepción para todo “querer ser
mayor” en la comunidad de seguidores de Cristo. Con la brutal claridad de san Jerónimo
encontramos, al respecto, lo siguiente: “Sepan también los obispos que son sacerdotes y no amos”
(Carta 52,7; A Nepociano). “A fin de venerar con honor de padres, no con temor de amos, a los
pontífices de Cristo (a condición, naturalmente, de que prediquen la fe recta); para respetar a los
obispos como obispos y no vernos forzados, por algunos de ellos, a ser esclavos de quienes no
queremos serlo” (San Jerónimo; Carta 82, 11, A Teófilo).
En la misma dirección, dice San Gregorio Magno: “Con razón es considerado por uno de los
hipócritas quien, simulando disciplina, trueca el servicio de regir en instrumento de dominación”
(Regla Pastoral, parte II, cap VI), y añade: “No busque el que los súbditos le amen a él más que a la
verdad” (Ibidem, cap VIII). San Basilio (Epístola 215), acusando a un obispo de no dignarse mirar,
ni poder escuchar desde la altura de su trono a los que están debajo de él, escribió: “Tratándose de
una persona orgullosa y altanera, sentada a no sé cuánta altura y que por este motivo no puede
escuchar a los que desde el nivel del suelo le dicen la verdad”. Recordemos cómo, con igual fuerza,
San Isidoro de Sevilla: “Reconozca el obispo que es servidor del pueblo, no señor, y que esto lo
exige la caridad, no la dignidad” (Sentencias en tres libros, Libro 3, XLII, 993).
Cuando un obispo olvida estas cosas se vuelve una contradicción, un antitestimonio flagrante. “Mas
con frecuencia, dice San Gregorio Magno, el prelado, por lo mismo que está puesto sobre todos los
demás, se ensoberbece con pensamientos arrogantes; y cuando todo lo someten a su juicio; cuando
sus mandatos se cumplen a medida de su deseo; cuando todos sus súbditos, si algo bueno ha hecho,
prorrumpen en alabanzas y no hay parecer alguno que contradiga lo mal hecho; cuando como por lo
regular ocurre, aplauden lo que debieran reprobar, engañado porque todo se le rinde, su ánimo se
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engríe y, mientras por de fuera está rodeado de los mayores aplausos, interiormente se queda vacío
de la verdad” (Regla Pastoral, parte II, cap. VI). Sobre esta clase de obispos, decía Erasmo de
Rotterdam: “No recuerdan ni su nombre de obispo, que significa trabajo, vigilancia y solicitud”
(Elogio de la locura). Con mayor dureza todavía, se expresa San Antonio de Papua, en el sermón
del domingo IX de Pentecostés: “Como siervo que llega a rey es el prelado esclavo del pecado,
engredo con espíritu de soberbia, una mona en el tejado, presidiendo el pueblo de Dios”.
Los primeros que deben dar ejemplo de lo que significa, y a lo que obliga, el nombre de cristiano,
de padre, de pastor y servidor, son justamente los obispos de cada una de sus diócesis. Conocer la
tradición de la Iglesia nos dará mucha mayor capacidad para entender que el Espíritu que inspiró al
Concilio Vaticano II es el mismo Espíritu que ha inspirado, durante dos mil años, a la Iglesia,
cuerpo de Cristo, pueblo y templo de Dios.
ANEXO: NINGUN OBISPO IMPUESTO
FUNCION DE LA AUTORIDAD EN LA IGLESIA
Siempre tiene la misión de acompañar a los fieles, animarlos a vivir el Evangelio y a testimoniarlo a
los demás, y estimular las numerosas iniciativas pastorales que buscan fortalecer la Iglesia en su
misión. Cuanto màs la jerarquía eclesiástica estè al servicio de esta animación, tanto màs será
querida y respetada.
TITULOS Y VESTIDOS
Por màs tradicionales que sean los títulos de “Santìsimo Padre”, “su Santidad” –asì como otros
como Eminentìsimo, Excelentìsimo-, resultan evidentemente poco evangélicos e incluso
extravagantes humanamente hablando. “No se hagan llamar padres o maestros” dice el Señor.
Igualmente sería màs evangélico –y también màs accesible a la sensibilidad actual- simplificar la
indumentaria, los gestos, las distancias, dentro de nuestra Iglesia. Es de esperar que llegue pronto el
dìa en que la Iglesia romana se sienta incòmoda en procesiones bajo palio, con piquetes de soldados
disfrazados con bombachudos multicolores (la guardia Suiza), con tambores y trompetas como si
todavía estuviera entre la nobleza del año 1200. Que se sienta incòmoda y ridícula cuando aparece
cubierta de extraños y finos atavíos principescos, tan fuera de lugar como obsoletos, con solideos,
mitras, fajas, roquetes, casullas, esclavinas, pectorales, porque sabrà que asì, disfrazada de señora
feudal, no se parece a Jesùs, el Nazareno, ni posee a su Espìritu Santo.
NOMBRAMIENTO DE OBISPOS
Sòlo desde el siglo XII se exige que el nombramiento de los obispos fuese refrendado por el
Vaticano. En aquella época la comunidad, la jerarquía local (el cabildo catedralicio) o el prìncipe de
turno elegía a su obispo y Roma lo ratificaba. Asì fue, por ejemplo, durante quinientos años, en el
patronato hispánico. Es el Concilio Vaticano II el que pide al jefe de Estado de España (En esa
época el dictador Francisco Franco) que renuncie a ese derecho que llamaba “de presentación”.
Sòlo desde el Còdigo del Derecho Canònico de 1917 se declara que sòlo el Papa es el que elige,
nombra o destituye a todos los obispos católicos del mundo. Incluso hay cantones suizos en donde,
por tradición respetada por el Vaticano, el cabildo catedralicio nombra la terna de candidatos al
episcopado y el Papa escoge entre los nombrados en esa terna.
OBISPOS Y POBREZA
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Las Constituciones Apostòlicas (de principios del siglo IV) disponían claramente “Que el obispo no
se eleve por encima de los pobres. Que use de un alimento y bebida viles y moderados y no sea
amigo de la buena carne” (Libro II, cap 5, n 1-2). El Concilio de Antioquìa (año 341) afirmaba que
“El obispo tendrá poder sobre los bienes de la Iglesia a fin de hacer la distribución a los indigentes,
según lo que dice el Apòstol: “Nos contentamos teniendo con què alimentarnos y vestirnos” (1 Tim
6,8). Si no se contenta con eso y se sirve de los bienes para sus asuntos personales, rendirà cuenta
ante el Concilio de la Provincia” (canon 25).
ELECCION DE OBISPOS
“Nadie sea dado como obispo a quienes no lo quieran (nullus invitis detur episcopus). Bùsquese el
deseo y el consentimiento del clero, del pueblo y de los hombres públicos (ordinis). Y sòlo se elija a
alguien de otra iglesia cuando en la ciudad para la que se busca el obispo no se encuentre a nadie
digno de ser consagrado (lo cual no creemos que ocurra)” (Carta a los obispos de Viena, PL 50,
434).
Al principio, la organización estructural de las iglesias era rudimentaria, sin embargo, el obispo era
elegido por el pueblo. “El que ha de regir a todos debe ser elegido por todos” (Qui praefecturus est
ómnibus, ab ómnibus eligantur), decía san Leòn Magno, Papa, a principios del siglo V (Carta 10,4;
PL 54, 628). Aunque no era la elección la que lo constituìa obispo sino la imposición de manos de
los otros obispos.
PRINCIPIO DE SUBSIDIARIEDAD
Tanta libertad como sea posible, tanta obligación como sea necesaria; traducido al momento actual,
veríamos funcionar y respetar el principio de subsidiariedad desarrollado por Santo Tomàs y
aplicado al funcionamiento de la sociedad por Pìo XI en la encíclica Quadragesimo Anno. Del
mismo principio, Pìo XII diría después que era vàlido también para la Iglesia. Venìa a afirmar
expresamente que lo que el cristiano puede hacer por sus propias fuerzas y talentos (como efecto
del Bautismo-Confirmaciòn), no deben hacerlo ni la comunidad ni la autoridad superior. Su papel
es màs bien y únicamente el de secundar y sostener esa acción.
UNIDAD, NO UNIFORMIDAD
Libertad: garantizar la libertad al interior de la Iglesia es tomar en serio ese valor preconizado por el
Concilio Vaticano II, de que ella no se concibe solamente como libertad de cada cristiano en
particular, sino también como libertad de cada Iglesia local. Porque por Iglesia no se entiende
solamente la universal. El Concilio Vaticano II volvió a tomar en serio y de una manera nueva la
diversidad necesaria de las Iglesias locales. Preconizò la unidad y no la uniformidad. Un centro
siempre será beneficioso en la medida en que no se convierta en centralismo.
LIBERTAD
Libertad en la elección de sus pastores. Libertad en su liturgia: un solo Dios, un solo Señor, un solo
Bautismo, una sola Eucaristìa, pero diversos gestos, lenguas, formas de rezar, cantar, esperar y
luchar. Libertad de disciplina: un solo Dios y Señor, una sola Iglesia, un supremo servidor de todos,
pero estructuras diversas en las comunidades, legislaciones diversas, tradiciones, administraciones y
costumbres. Libertad en la Teologìa: un solo Dios y Señor, un solo Testamento nuevo, una sola fe,
pero teologías diversas, sistemas mentales diversos, estilos de pensamiento, estructuras
conceptuales, terminologías, orientaciones, escuelas, tradiciones, investigaciones diferentes. En
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todas partes la libertad en el orden y el orden en la libertad. En todas partes que permanezca vàlida
la frase de san Agustìn que no se cansaba de repetir Juan XXIII: “In necesariis uñitas, in dubiis
libertas, in ómnibus caritas”. La libertad en la Iglesia no puede ser un mero ideal, debe ser su
nervadura misma y su exigencia máxima si quiere ser fiel al Espìritu.
CONCILIO DE ELVIRA (año 305)
Concilio de Elvira acerca del celibato: “Nosotros decretamos que a todos los obispos, los sacerdotes
y los diáconos que están al servicio del ministerio se les prohíbe terminantemente tener relaciones
conyugales con las propias mujeres y engendrar hijos; si alguien lo hiciera, será excluido de la
dignidad del clero”. No se les prohíbe estar casados, ni vivir con sus esposas, sino, mientras estèn al
servicio del ministerio (como a los sacerdotes judíos en el Antiguo Testamento), tener relaciones
conyugales y engendrar hijos. Lo que se legisla no es el celibato, sino la continencia de los
ministros mientras estèn ejerciendo sus funciones ministeriales. Ni es lo mismo, ni se escribe igual.
Siempre se nos menciona el Concilio de Elvira (llevado a cabo en Granada, España) a propósito de
las primeras menciones acerca del celibato obligatorio para los sacerdotes católicos del rito latino,
pero nunca se alude a que en ese mismo Concilio, canon 75, se rehúsa la comunión hasta “in
artículo mortis”, al que hubiese acusado falsamente a un obispo, a un presbítero o a un diàcono.
En ese mismo Concilio se prohibió que los obispos y el clero se dedicaran al mercado ambulante,
aunque se les permita dedicarse al comercio en su propia provincia. Esta prohibición tenía por
objeto impedir que los obispos fueran a llevar su mercancìa de uno a otro mercado, o que
aprovecharan su cargo para comprar màs barato (en un lugar) y vender màs caro que otros (en otro
lugar).
En ese mismo Concilio se prohíbe terminantemente al clero (cànones 18 y 20) la usura: el préstamo
a interés de cualquier tipo y tamaño.
En ese mismo Concilio se condena la costumbre española de echar en la pila bautismal, a título de
regalo, una moneda de oro. Y se subraya el motivo: “se podría suponer que el sacerdote da por
dinero lo que ha recibido gratuitamente”.
En el canon 34 se prohíbe “encender velas de cera en los cementerios durante el dìa, para no turbar
los espíritus de los santos”.
En el canon 36 se prohíbe pintar en las paredes de las iglesias objetos (imágenes) destinados al
culto y a la adoraciòn de los fieles.
En el canon 41, el Concilio de Elvira enseña que los amos no se atrevìan a derribar los ídolos en sus
mismas casas por miedo de irritar a sus esclavos (luego los tenìan: los esclavos, y sus ídolos).
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BIBLIOGRAFIA PARA EL TEMA “SACERDOCIO”
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Manager, Caloux, Bourdeau, etc; Sacerdotes para nuestro tiempo; ZYX, Madrid.
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Congar, Sacerdocio y Laicado.
Rahner; Tomo III de las Obras Teológicas, Taurus (Renovación Sacerdotal; Sacerdote y
Poeta; La fe del Sacerdote).
Schillebeeckx, Síntesis de la Teología sobre el Sacerdocio.
Chervrier, La Espiritualidad del Sacerdote.
Cardenal Zuhard; Dios, Iglesia, Sacerdocio.
Bonhoeffer, Life together, cap. 1 sobre la caridad del ministro; el último sobre la
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Kevin Madigan y Carolyn Osiek (eds); Mujeres ordenadas en la Iglesia primitiva; Edit.
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Alexandre Faivre; Los primeros laicos; Edit. Monte Carmelo; Burgos, 2001.
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Sobre los Sacramentos en General.
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7. EL MATRIMONIO
1.ROMANOS Y GRIEGOS.
Desde siempre, la ceremonia con la cual se daba por contraído un matrimonio entre dos personas,
fue considerado, por griegos y romanos, como un rito sagrado, como una parte de lo que se llamaba
la “religión del hogar”. El “hogar” (el lugar en que se hacía el fuego, el lugar en que se cocinaba, el
lugar llamado “focar” en latín) era el símbolo de los antepasados desaparecidos (quizá por ser el
lugar de las cenizas), el lugar en el que moraban los “dioses domésticos”: Lares, Manes y Penates
(los espíritus de los antepasados del padre de familia). Por eso, cada familia tenía una liturgia
doméstica propia, ritos, oraciones, himnos y sacrificios particulares.
El fuego de cada hogar no se debía nunca dejar apagar; ese fuego se consideraba la “providencia”
de esa familia. El “paterfamilias”, el padre de la familia, era el sacerdote de ese culto familiar, y la
obligación de velar por el culto a los “dioses” de cada familia se pasaba de padre a hijo. Tener hijos
varones era la forma de asegurar la permanencia de la religión familiar. La esterilidad, al ser un
peligro de que extinguiera la religión familiar, constituía una razón de divorcio, porque, una vez
que el varón hubiera inseminado a la mujer, se consideraba siempre a ésta la culpable de la
infecundidad. Por esta misma razón se prohibía a los varones permanecer solteros de por vida, y se
consideraba una traición intolerable el adulterio de la mujer o el revelar los ritos familiares a
alguien extraño a la familia. La primitiva familia romana o griega era, por definición, una
comunidad religiosa.
Para los griegos y romanos, la familia era un elemento esencial de la sociedad. Se trata de la familia
patriarcal, en la que el padre, cabeza de familia y dueño de la casa, llamado “pater familias”, era
considerado propietario y a la vez responsable de la esposa, de los hijos y, con frecuencia, de los
nietos y bisnietos que aún vivían bajo el mismo techo. A él tenían que estar sometidos no sólo los
miembros de su familia de sangre, sino todos los habitantes de la casa, es decir, los esclavos o los
libertos, que legalmente seguían atados al jefe de la casa, así como otras personas, por ejemplo:
aquellas que, en virtud de determinados favores recibidos por el dueño de la casa, quedaban ligadas
a él para corresponder a tales favores. De manera que el término “familia”, en la antigüedad
romana, abarca no sólo las relaciones de parentesco, sino también las de dependencia y
subordinación. El matrimonio y la procreación eran fundamentales para esa sociedad patriarcal. El
matrimonio era un contrato social entre dos familias para la reproducción legítima y el traspaso
legal de propiedades. El emperador Augusto, a comienzos del siglo I, promulgó una ley que
obligaba a las mujeres a seguir los patrones de la casa patriarcal, casarse y tener hijos; y también
impuso duras sanciones contra el adulterio por parte de las mujeres. Para los romanos y los griegos
el significado del gobierno de la ciudad y el de la familia era comparable. El rey era como el pater
familias: debía velar, proteger y hacer obedecer a sus súbditos, como el padre lo hacía con sus
subordinados. Los súbditos debían obedecer y someterse al rey y a las autoridades de la ciudad o del
imperio como los dependientes de la casa patriarcal estaban sometidos al padre. Así pues, los
valores patriarcales de la casa estaban intrínsecamente unidos a los valores de la sociedad.
Todas estas ideas romanas y griegas se remontaban por lo menos a Aristóteles (384 a 322 antes de
Cristo), quien en su obra “La Política” habla de la administración de la casa, porque para él el
Estado se compone de unidades familiares. Las partes de la familia las expresa en pares,
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comenzando por el amo y el esclavo, siguiendo con el esposo y la esposa, y concluyendo con el
padre y los hijos. Después prosigue su discurso fundamentando la autoridad y superioridad del amo,
esposo y padre sobre el esclavo y los demás miembros. Añade además un cuarto elemento en la
economía doméstica, a saber: “el arte de amasar una fortuna”. Para todos los filósofos posteriores,
cualquier inversión del orden de autoridad en la casa significaba una subversión y hasta una
catástrofe con respecto al orden de la ciudad. El ideal no se queda en las casas ricas, sino que la
ideología patriarcal penetra en toda la sociedad y en todos los sectores sociales. Aun cuando los
sectores bajos no logren alcanzar el ideal por su condición, éste es asumido como natural o lógico.
El honor y la vergüenza, dos valores íntimamente relacionados con la familia y la casa, eran
conceptos fundamentales de la cultura del siglo I. Y, aunque parezca raro, dichos conceptos tenían
género en la cultura patriarcal; el honor en las mujeres no era el mismo que en los hombres, y casi
siempre se relacionaba con su comportamiento sexual. Si una mujer rechazaba una relación
adúltera, conservaba su honor; si, por el contrario, la aceptaba, eso se convertía en una vergüenza
para ella y para toda su casa. El honor de los hombres consistía en defender su status social y la
virtud sexual de las mujeres de su familia. El honor para las mujeres era mantenerse vírgenes antes
de casarse y ser fieles después del matrimonio. Además, ni los no ciudadanos ni los esclavos podían
contraer matrimonio legalmente.
(Para “Desde los griegos y romanos…, ver Elsa Tamez; Luchas de poder en los orígenes del
cristianismo; Sal terrae; Santander, 2005, pp 61 a 65; 69-71).
Tres etapas de la boda.
La boda se llevaba a cabo pasando a través de tres etapas-ceremonias distintas: La transferencia de
la autoridad sobre la mujer; la conducción de la mujer a la casa del novio; la recepciónincardinación de la mujer en la religión familiar del marido.
1.La transferencia de la autoridad sobre la mujer. Esta ceremonia tenía lugar en la casa del padre de
la novia. El papá de la muchacha declaraba solemnemente, después de haber ofrecido un sacrificio
a las divinidades domésticas, que renunciaba a la autoridad (la “manus”, en latín) sobre su hija y
que la sometía a la autoridad del marido. Eso era lo que se llamaba la petición de “manus”, o sea, de
la autoridad, sobre la joven que se iba a casar. La cesión y transferencia de la autoridad por parte del
padre de la novia era considerada un acto religioso y jurídico al mismo tiempo. Las leyes romanas
ponían a las mujeres bajo una constante tutela, (aparte de la sujeción al marido). Se encargaba de la
tutela al pariente varón más próximo, y según da a entender una expresión vulgar de la época, esto
era para ellas algo verdaderamente molesto.
Los romanos no tenían, como los griegos, magistrados especiales que cuidasen de la conducta de
las mujeres. Los censores las vigilaban como al resto de los ciudadanos de la República, pero la
institución del tribunal doméstico suplió a la magistratura de los griegos. El marido reunía en
asamblea a los parientes de la mujer y la juzgaba ante ellos. Este tribunal mantenía las costumbres,
pero a la vez las costumbres mantenían al tribunal, que debía juzgar no sólo las violaciones de la
ley, sino también las violaciones de las costumbres (para poder juzgar sobre las buenas costumbres
hay que tenerlas). Las penas de este tribunal debían ser arbitrarias, y lo eran en efecto. El tribunal
doméstico cuidaba de la conducta general de las mujeres. Pero había un delito que, aparte la
animadversión de este tribunal, estaba sometido a la acusación pública: era el adulterio de la mujer,
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porque el desorden de la mujer hacía sospechoso al marido o porque se temía que los aristócratas
preferían ocultar el delito, a castigarlo, ignorarlo o vengarlo. (ver Dionisio de Halicarnaso, libro II, p
96; Tito Livio, lib. XXXIX; Ulpiano, juicios de costumbres, título VI, 9, 12 y 13). La ley Julia
ordenó que no se podía acusar a una mujer de adulterio sin antes haber acusado a su marido de
favorecer sus desvíos, cosa que restringió mucho esta acusación y la hizo casi desaparecer. Entre
los egipcios se consideraba que iba contra la razón y contra la naturaleza que una mujer mandara en
la casa, pero no que gobernara un imperio (decían: en la casa la debilidad natural de la mujer no le
permite la preeminencia, pero en el imperio, su misma debilidad les infunde más dulzura y
moderación, cualidades que pueden hacer un buen gobierno, mejor que otras virtudes duras y
feroces).
En Roma se permitía al marido que prestara su mujer a otro (lo dice Plutarco textualmente). Se
sabe que Catón prestó a su mujer a Hortensio, y Catón no era hombre que violara las leyes de su
país. Por otra parte se castigaba al marido que soportaba los desvíos de su mujer, que no la hacía
juzgar o que volvía a recibirla después de haber sido condenada (Leg.11, ult., ff. Ad leg.Jul. de
adult.). Se consideraba que prestar a su mujer tenía como objeto dar a la República hijos de buena
especie; soportar los desvíos o no juzgarla tenía por objeto conservar las costumbres (¡!!).
Para el día de la boda se reservaba un peinado especial para la mujer, de tradición griega y etrusca:
se dividía la melena en seis partes (sex crines), ligadas por cintas, que se recogían en un moño alto y
puntiagudo llamado “tutulus”. Durante la ceremonia nupcial, el novio partía las sex crines con la
punta de una lanza, la “hasta coelibaris”, y la novia, con el cabello desatado, cubría su rostro con un
velo de color azafrán o rojo, el llamado “flammeum”. Convertidas en “dominae”, señoras de la
casa, las mujeres romanas ya podían cambiar a su antojo el color y la forma de sus cabellos. Pero
todo este estilo para el dìa de la boda, no tenía nada que ver con la virginidad de la novia, sino con
el rito de paso que querìa significar el abandono del celibato.
2.La conducción a la casa del novio. La joven, vestida con la túnica blanca propia de las ceremonias
de culto o días de fiesta (origen del vestido blanco de las novias actuales), velada (con un velo rojo)
y coronada de flores, se acomodaba en un carruaje y era conducida procesionalmente a la casa del
novio. A esa conducción se le llamaba la “pompa” o “domum ductio”. Durante el recorrido se
cantaban himnos “religiosos”, propios de las bodas, que siempre tenían un fuerte sentido genital por
aludir, claramente, a los ritos de fecundidad. La procesión con la novia tenía dos finalidades: decirle
a la muchacha: pierdes a tus padres, pero mira los goces que vas a ganar en vez de eso; no permitir
que la muchacha fuera a quedarse sin la autoridad del papá y sin la autoridad del marido, por
conseguir escapar en el medio o entretanto.
3.La recepción o incardinación de la novia. En la casa del novio se tenía la “ceremonia sagrada” que
constituía una especie de incardinación de la joven en una nueva religión, en la de su marido.
Cuando la procesión llegaba a la puerta de la casa del novio, la muchacha no podía cometer la
temeridad de acercarse, sin más ni más, al culto doméstico del novio; el novio simulaba un rapto,
tomando a la novia en brazos y pasando con ella, siempre en brazos, el umbral de la puerta de su
casa. Así, en brazos, era llevada ante el altar doméstico, se la rociaba con el agua con la que se
habían lavado los dioses (el agua “lustral” que fue cristianizada, después, en el agua bendita) y se la
hacía tocar el fuego sagrado del hogar. Así era recibida “en la comunión del agua y del fuego”,
entonces se recitaban las oraciones y se ofrecía el sacrificio. Finalmente tenía lugar la
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“confarreatio”, la ceremonia que acabó dando nombre a todos los ritos matrimoniales romanos. La
“confarrreatio” consistía en que los novios, y sólo los novios, compartían una misma pequeña torta
de harina (el “panis farreus”) que era la promesa sagrada del matrimonio. Esa pequeña torta dio
origen a nuestro actual pastel o queque de bodas. Con la comida compartida del pan fárreo, los
novios entraban en comunión religiosa entre sí y con los dioses domésticos.
Entre los griegos y romanos el sentido profundo del matrimonio no estaba en la búsqueda del placer
sexual, ni en la entrega mutua de las personas, sino simplemente en traer hijos a la familia. Pero eso
tenía un aspecto claramente religioso, era cuidar de que se perpetuara el culto familiar, del que
solamente el varón era sacerdote titular. La mujer-esposa era solamente para darle hijos varones al
marido.
Desde luego, por eso, el nacimiento mismo era un simple hecho material. El verdadero nacimiento,
la incorporación formal a una familia, era el acto religioso y jurídico por el cual el padre reconocía a
su hijo, levantándolo del piso y ofreciéndolo a los dioses familiares; el padre hubiera perfectamente
podido no reconocerlo por hijo y rechazarlo. La aceptación de parte del padre tenía lugar el noveno
o décimo día después del nacimiento y consistía en una iniciación ritual del recién nacido en el
culto familiar que, en adelante, será el suyo; dicha iniciación comenzaba con el acto, por parte de la
madre, de poner al niño a los pies del papá. Entre los romanos y griegos, toda consanguinidad
implicaba comunidad de dioses familiares; no tenía nada que ver con todas nuestras preocupaciones
genéticas.
Para los griegos y romanos, la autoridad del padre de familia sobre la mujer, los hijos, esclavos y
bienes era, originalmente, ilimitada. Era lo que se llamaba la “patria potestas”, la patria potestad, y
que comprendía, entre sus responsabilidades y derechos, poder de vida o muerte. Pero dentro de la
casa todo estaba reglamentado en función de las convicciones religiosas. Aunque la diferencia de
autoridad entre los esposos fuera muy grande, la dignidad se consideraba igualada. Recordemos el
refrán romano de que “la esposa de César no sólo tiene que serlo, sino que tiene que parecerlo”. Al
lado de su marido y por ser ella la esposa de ese marido, la mujer ejercía un papel tal que el varón
perdía su carácter de sacerdote al quedarse viudo.
En un orden social y religioso como el romano o griego, un matrimonio por simple consentimiento
era, al principio, totalmente impensable. Para una sociedad así, el adulterio o la esterilidad eran un
pecado enorme porque ponían en peligro el culto doméstico a los dioses de cada familia.
Del siglo VII al siglo V antes de Cristo.
Se evolucionó en Grecia y en Italia en todas las condiciones sociales y eso conllevó una verdadera
desacralización de la vida. Todas las instituciones sociales fueron separadas de su fundamento o
sentido religioso original. Se llegó a una especie de “ateísmo” que se veía en la falta de apego a la
religión doméstica familiar. La familia popular no cumple ya los ritos religiosos del matrimonio, ni
la “confarreatio”, sino que prefiere una unión basada sobre el amor conyugal y contraída
explícitamente con el intercambio del consentimiento de las dos partes. A la larga, los patricios
acabaron por reconocer la validez del matrimonio por mutuo consentimiento y se admite que la
autoridad marital se obtenga por la compra “ficticia” de la novia o por cohabitación de un año por
lo menos, después del intercambio del consentimiento. Caigamos en la cuenta de que la compra
ficticia o la cohabitación no constituían una nueva forma de casarse, sino un modo nuevo de
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adquirir la autoridad marital en el caso del matrimonio por consentimiento, contraído sin las
ceremonias “religiosas” de la “confarreatio”.
Rómulo permitió que el marido repudiara a la mujer siempre que ésta hubiera cometido adulterio,
preparado veneno o falsificado las llaves. El que repudiara a su mujer por otros motivos, estaba
obligado a dar la mitad de sus bienes a su mujer, consagrando la otra mitad a la diosa Ceres. Pero
no dio a las mujeres el derecho de repudiar a su marido (ver Plutarco, Vida de Rómulo, cap XI). La
ley no exigía que se alegaran motivos para el divorcio. Las causas eran necesarias para el repudio,
pero no para el divorcio, porque en donde la ley establece los motivos por los que se puede romper
el matrimonio, la incompatibilidad mutua es la más poderosa de todas. La ley de Atenas, desde
Sólón, daba la facultad de repudiar tanto a la mujer como al marido.
En el momento del nacimiento del cristianismo.
Si al comienzo del imperio romano el compromiso matrimonial lo arreglaban los dos padres de
familia, a veces cuando los contrayentes eran todavía muy pequeños, al final del imperio, los padres
del novio ofrecían una prenda que los comprometía, las arras y, muchas veces, un anillo de
compromiso.
En el momento en que aparece el cristianismo, ya romanos y griegos prescindían del matrimonio de
“autoridad”, de la “confarreatio”, de la compra ficticia de la esposa y hasta de la cohabitación
previa. Para celebrar un matrimonio bastaba el simple consentimiento mutuo, pero en las familias
conservadoras se lo completaba con costumbres religiosas antiguas. Jurídicamente se requería, para
el reconocimiento, el consentimiento mutuo y la cohabitación. El cambio de domicilio por parte de
la esposa, y la comunidad de vida, eran los gestos exteriormente visibles del consentimiento
matrimonial.
Pero notemos la diferencia fundamental entre la ley romana de la que hablamos y el sentido que el
consentimiento mutuo tiene para nuestro Derecho Canónico (las leyes de la Iglesia). La legislación
eclesiástica considera que el consentimiento mutuo une a los cónyuges para toda la vida, y el
derecho romano consideraba que el contrato matrimonial duraba lo que durara el consentimiento.
El contrato matrimonial.
En cualquiera de los casos, el contrato matrimonial romano o griego era una cuestión puramente
personal y familiar. Todas las prácticas profanas o religiosas que giraban alrededor del
consentimiento no tenían nada que ver con la validez del consentimiento; la autoridad civil y el
poder sacerdotal eran totalmente ajenos al acto mismo del contrato.
Eso no quería decir que no se rodeara el momento del consentimiento de toda clase de costumbres,
a veces claramente supersticiosas. Se seguía vistiendo a la novia de blanco, se le seguía poniendo el
velo rojo y la corona de flores (símbolos de fecundidad, porque el velo era el de la diosa Venus o
Afrodita). El consentimiento se pedía con fórmulas distintas: “Ubi ego Cayus, decía el novio, tú
Caya”, “Ubi ego Caya, tú Cayus”, decía la novia; o “¿Deseas llegar a ser madre de familia?”,
preguntaba el novio y ella respondía sí o no. Entonces se colocaba la mano derecha de la novia en la
mano derecha del novio, simbolizando la entrega de la muchacha. Los nuevos esposos se sentaban
en unos butacones cubiertos por una piel de cabra (símbolo de fecundidad), y amarrados entre sí.
La entrada solemne de la esposa en la casa de su marido seguía evocando un rapto, la puerta de esa
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casa era el símbolo de la entrada en la nueva religión, la de su marido. Se la hacía tocar el fuego del
nuevo hogar y se la rociaba con el agua que hubiera lavado los “ídolos” de la familia del marido. Al
día siguiente a la boda, la nueva esposa ofrecía, junto a su marido, un sacrificio a los “Lares, Manes
y Penates” de la familia del marido y recibía de él el “regalo matutino” que, de hecho, era una
compensación entregada a la esposa por la pérdida oficial de su virginidad. En la época imperial se
comenzó a levantar acta oficial del contrato matrimonial.
En Grecia la ceremonia de la boda terminaba con la introducción de la esposa en la cámara nupcial
o dormitorio. Esta costumbre se conservó en Europa hasta la Edad Media y dio origen a ceremonias
curiosas en las que las amigas de la novia y los suegros arreglaban la cama de los novios y no se
retiraban de la habitación hasta dejarlos ya acostados en ella. En Alemania, hasta la época de la
Reforma, el sacerdote entraba en la cámara nupcial con los amigos de los novios y quitaba uno de
los zapatos y calcetines al novio (signo ya de la desnudez), después rezaba una oración sobre los
esposos, los bendecía y sólo entonces se retiraban todos.
En Babilonia y Asiria.
El matrimonio era formalmente un contrato jurídico cuya prueba la constituía el acta matrimonial;
todas las otras ceremonias no eran sino un complemento de ese contrato. El noviazgo tenía mucho
más valor de obligación que en Occidente, y terminaba con la entrega de una prenda-promesa, o de
una dote, que simbolizaba la toma de posesión sobre la mujer.
En Egipto.
La declaración escrita tenía una gran importancia para toda clase de compromisos. La declaración
de matrimonio debían redactarla los dos novios y firmarla también los dos. Desde el punto de vista
matrimonial, el hombre y la mujer gozaban, en Egipto, de perfecta igualdad. Egipto fue el primer
país que consideró, en la antigüedad, el matrimonio como un compromiso mutuo de los propios
esposos, lo que acabó por permitir la aparición del matrimonio por amor. El sacerdote egipcio tenía,
en las bodas, un papel bien determinado: él era quien ponía por escrito el acta matrimonial, no
tenía, pues, un papel consecratorio, sino solamente jurídico.
Entre los judíos.
La poligamia estaba legalizada (ver Deuteronomio 21,15-17), pero los israelitas particulares eran,
en la práctica, casi siempre monógamos. La mayoría de las familias israelitas no podían permitirse
el lujo de tener un harén. Cuando se daba la poligamia, casi siempre era porque la primera esposa
era estéril o porque no había podido tener hijos varones. La monogamia llegó a ser tan lo normal
que los profetas, cuando emplean el simbolismo matrimonial para significar las relaciones entre
Dios y su pueblo, se fundamentan en el matrimonio monógamo, como si eso fuera siempre lo
normal (ver Oseas 2,4 y ss; Jeremías 2,2; Isaías 50,1; 54,6-7; 62,4-5; Ezequiel 16). La poligamia fue
quedando de lado, de parte de los rabinos, porque la experiencia daba que un israelita, para tener
una segunda esposa, tenía que comprar una esclava extranjera, y las mujeres extranjeras acababan
haciendo que el marido diera culto a dioses extranjeros. Para evitar la idolatría, los maestros judíos
fueron, desde la vuelta del destierro babilónico exigiendo a los israelitas que se casaran sólo con
israelitas y, por las condiciones que conllevaba un matrimonio con una israelita, que mantuvieran la
monogamia.
Tanto el varón como la mujer se casaban jovencísimos; lo normal era que una mujer se casara entre
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los 12 y los 16 años, y que el varón se casara entre los 14 y los 18 años. En gran parte por eso es que
los padres de los novios tenían un papel tan importante que jugar en las bodas de sus hijos.
Muchísimas veces éstos no eran consultados de ninguna manera en la concertación de sus
matrimonios. Lo normal era que los padres buscaran pareja para sus hijos o hijas entre la parentela,
o entre los miembros de la misma tribu. Desde luego, el matrimonio incestuoso con parientes
inmediatos estaba prohibido. Si el padre casaba o prometía a una hija menor de doce años, al
cumplir esa edad ella podía declarar que se había sentido vendida en esclavitud y que, por
consiguiente, al llegar a su madurez (¡los doce años!) ella se liberaba en esa fecha.
Los padres del novio pedían “la mano” a los padres de la novia, y discutían las condiciones y el
“precio” o “mohar”. La suma variaba entre 10 ciclos (lo que valía una mujer menor de 20 años) y
30 ciclos (lo que había que pagar como indemnización por la muerte de una esclava). La obligación
de pagar el “mohar” a los padres de la novia hacía que el matrimonia israelita pareciera claramente
una compra, y una compra hecha a la familia de la novia. Por el “mohar” el futuro marido adquiría
derecho sobre la mujer y era su “señor”, ella era su “posesión” (ver Génesis 20,3; Exodo 21, 3 y 22;
Deuteronomio 22,22). Tan los padres eran “dueños” de la hija que, si ella hubiera sido violada o
mutilada, la indemnización la hubiera cobrado su padre; si ya casada fuera violada o mutilada, la
indemnización la cobraría el marido. Normalmente los padres de la novia entregaban las monedas
del “mohar” a su hija y ella las usaba como adorno sobre su vestido de fiesta porque esas monedas
eran su único certificado de matrimonio (ver Lucas 15,8-9).
Los desposorios (promesa de matrimonio) tenían efectos jurídicos (sobre todo para la mujer)
sumamente parecidos a los efectos jurídicos del matrimonio; de hecho el “mohar” se pagaba
inmediatamente después de los desposorios o en el momento mismo de celebrarlos.
El matrimonio definitivo se formalizaba mediante un contrato escrito (aunque esto se concluye
solamente de que se redactaban por escrito actas de divorcio o de repudio, con mayor razón se
redactarían las de matrimonio). En Israel el matrimonio era un asunto totalmente familiar y civil, en
el que no había intervención de sacerdotes judíos o de actos religiosos. La fórmula podía variar,
pero tenemos varios ejemplos: “Ella es mi esposa y yo soy su marido desde ahora para siempre”, o:
“Desde ahora tú eres su hermano y ella es tu hermana” (ver Tobías 7,11 y ss); “Tú serás mi mujer”.
Con sólo leer estas fórmulas habituales podemos notar claramente el cariz machista del matrimonio
israelita.
¿Cómo eran las bodas populares normales? El día de la boda la novia se bañaba y se sentaba, con
todo el cabello echado sobre su rostro, en la puerta de su casa. Era la forma popular de testimoniar
la virginidad de la novia. A quien se acercaba a preguntar qué pasaba, ella respondía: estoy
testimoniando ante todo el pueblo mi virginidad, y daba al transeúnte nueces mezcladas con miel
(para que le sirviera de testigo, después, diciendo: yo sé que ella era virgen porque comí nueces con
miel el día de su boda) (ver Dt.22, 13-21). El cabello de una mujer es, según los rabinos más
estrictos, sólo para su marido, de modo que una esposa sólo se desata el cabello delante de su
marido; desatarse el cabello equivalía a comenzar a desnudarse (ver Lucas 7,36-39; a eso se debe el
escándalo del fariseo). El día de su boda era el último día en que una mujer decente tenía el derecho
a no llevar velo sobre su cabeza. Al caer la tarde la novia se ponía su vestido de fiesta y se quedaba
en su casa, acompañada por sus diez mejores amigas, vírgenes como ella. A la casa de la novia el
novio mandaba mensajes avisando que ya iba por la novia (para crear la expectativa), ya de noche y
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acompañado por sus diez mejores amigos y músicos populares, el novio iba a recoger a la novia a la
casa de los suegros. En la puerta de la casa de la novia todo el mundo en el pueblo podía ser testigo
de la entrega de la muchacha en manos del novio por parte de los suegros. A la muchacha se la
acompañaba hasta la casa del novio rodeada de sus mejores amigas, de los mejores amigos del
novio, y de todos los miembros del pueblo. En la casa en donde se iba a celebrar la fiesta nupcial
podía entrar todo el que estuviera presente en el momento en que el novio entrara en la casa de la
fiesta (Mateo 25,1-12). Las fiestas duraban de siete a 14 días. Durante las fiestas nupciales los
varones estaban separados de todas las mujeres en la casa de la fiesta. El mejor amigo del novio se
encargaba siempre de todo durante la fiesta nupcial (ver Juan 2,1-10). Nadie podía ayunar mientras
el novio estuviera presente en la casa de la fiesta (ver Mateo 9,14-15; Marcos 2,18-20; Lucas 5,3335); los rabinos llegaron a especificar: ¿cuánto puede beber el novio en las fiestas de su boda? El
novio puede beber hasta que empiece a confundir a la novia con la suegra. Todas estas anotaciones
nos vuelven a poner de relieve la importancia del esposo, es decir, del varón, en la mentalidad judía
acerca del matrimonio. Sólo el marido podía repudiar; la mujer no podía solicitar el divorcio. Las
razones para repudiar eran motivo de discusión en las escuelas rabínicas y variaban desde quien
permitía al marido divorciarse por cualquier motivo (una comida mal cocinada, por ejemplo, así
Hillel), hasta quien exigía como única causa el adulterio por parte de la mujer (así Shammai). La ley
judía ponía muy pocas dificultades al varón que quisiera repudiar a su mujer. Cuando Jesús declara
que al comienzo (cuando Dios creó a Adán y Eva) las cosas no eran así y que lo que Dios ha unido
no lo puede separar el hombre, más que hablar de la indisolubilidad matrimonial, de lo que
directamente está hablando es de que la mujer tiene los mismos derechos y responsabilidades que el
varón porque los dos fueron hechos de una misma carne y los dos son igualmente imagen y
semejanza de Dios. Porque los dos son exactamente iguales en derechos y responsabilidades, ni el
varón ni la mujer, una vez que se han hecho una sola carne, por el matrimonio, no pueden
repudiarse (ver Mateo 19,1-6; Marcos 10,2-12; Malaquías 2,13-16). En el Reino de Dios las cosas
son como Dios las hizo y las quería, y san Pablo sacará la conclusión lógica: no se puede utilizar a
Jesucristo como pretexto para segregar a la mujer (ver Gálatas 3,28).
2. LA APARICIÓN DEL MATRIMONIO ANTE LA IGLESIA.
Durante los primeros siglos de la era cristiana, la mayor parte de los paganos o judíos que se
convertían al cristianismo estaban ya casados, lo que hacía que no se planteara ningún problema
específico acerca de la unión de esas dos personas. Su situación conyugal era introducida, por el
Bautismo-Confirmación, en el interior de la vida cristiana. Simplemente: empezaban, desde su
Iniciación Cristiana, a vivir su realidad matrimonial como un compromiso que ahora tenían que
vivir como dos cristianos viven un compromiso así.
Cuando, más tarde, dos bautizados querían, a su vez, contraer matrimonio, no se pensó en organizar
una ceremonia eclesiástica específica, que fuera distinta a la boda que celebraban dos civiles
cualesquiera del imperio romano, o distinta a las fiestas de boda familiares normales. Los cristianos
hacían como los demás; las ceremonias y el folklore eran igualmente empleados por los cristianos y
constituían el matrimonio propiamente dicho. En el “Discurso a Diogneto”, escrito del siglo II,
podemos leer: “Los cristianos, en efecto, no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra ni
por su habla ni por sus costumbres. Porque ni habitan ciudades exclusivas suyas, ni hablan una
lengua extraña, ni llevan un género de vida aparte de los demás. (...) Se casan como todos; como
todos engendran hijos, pero no exponen (abandonan en la calle) los que les nacen. Ponen mesa
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común, pero no lecho” (La negrilla y el paréntesis son míos). Al comienzo del siglo II, San Ignacio
obispo de Antioquia, pide “Que los que se casen no contraigan su unión sin la aprobación del
obispo”; fijémonos en que lo único que se pide al obispo, como padre común de todos en la
comunidad cristiana, es su aprobación, no su presencia o actividad expresa durante la boda. Y esa
aprobación se pide, añade el mismo San Ignacio, “con objeto de que el matrimonio se haga según el
Señor y no según la concupiscencia”, como quien dice: para garantizar que te estás casando con la
persona que de verdad te conviene y no simplemente con la que te gusta o atrae. Lo que Ignacio
pide no implica de ninguna manera que el obispo, en las bodas, ejerciera un acto jurisdiccional.
Además, como Ignacio fue el único que en la Iglesia primitiva expresó este deseo, nunca fue
seguido por la masa de fieles cristianos de todas partes.
El primer ejemplo de bendición nupcial data del siglo IV y se refiere al matrimonio del lector
Juliàn, futuro obispo de Eclana e hijo deo obispo de Benebento, con la hija del obispo de Capua.
Todo lo anterior nos demuestra que el matrimonio se veía, entre esos primeros cristianos, como una
realidad terrestre más que había que vivir también “según Cristo”. El padre de familia era el
responsable de la vida cristiana de todos aquellos que habitaban bajo el techo familiar y, entre otras
cosas, tenía que ocuparse de escoger para sus hijas e hijos, y para todos sus esclavos o empleados,
un cónyuge que fuera cristiano.
Durante todos estos primeros siglos, se consideraba válido cualquier matrimonio celebrado según
las costumbres sociales corrientes. Solamente estaban prohibidas las uniones clandestinas, es decir
que el hecho de estar casado con alguien debía conocerlo la comunidad y, por lo tanto, podía ser
comprobado “oficialmente”.
La Iglesia de los primeros siglos aceptó la legislación civil del imperio sobre el matrimonio. Y no
hizo problema del divorcio cuando se llegaba a esa decisión por una causa seria. El año 726, el
Papa Gregorio II le escribía a San Bonifacio una carta en la que permitía el divorcio a unos
cónyuges que no podían cohabitar por motivos de salud (PL 89, 525). Una decisión que en el siglo
XI recogió el Decreto de Graciano.
En el siglo IV los cristianos adoptan expresamente el uso de coronar a la novia con flores (que
siempre había tenido hasta entonces el sentido pagano de la fecundidad), se vela a la novia con un
velo blanco (tomado de la consagración de las vírgenes, y simbolizaba la unión de Cristo con su
esposa, la Iglesia), la unión de las manos derechas de los novios durante la ceremonia y levantar el
acta matrimonial. A finales del siglo IV, San Agustín pide que, si el obispo asiste a la fiesta de
familia matrimonial, firme también el acta matrimonial.
Apartándose de una dilatada tradición, que va desde Filón a San Jerónimo, San Agustín acepta que
los primeros padres (Adán y Eva) tuvieron relaciones sexuales en el paraíso antes del pecado
original, de suerte que los actos matrimoniales son radicalmente buenos. Pero el pecado original
introdujo, dice, un mal en este bien, a saber, la concupiscencia o deseos desordenados, que
entorpecen gravemente a la razón. Sólo bajo estas circunstancias considera Agustín que es necesaria
una causa que justifique el acto sexual; para él, esta causa es la orientación a la descendencia.
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San Agustín dice: “¿Por ventura no es pecado exigir de la esposa más de lo que pide la necesidad
de procrear hijos? Lo es indudablemente, bien que leve”. (Sermón 51, n 22).
También dice: “Mujeres hubo que, si ellas no tenían hijos propios, adoptaron los engendrados de
sus esclavas por sus maridos; y aun mandaban a sus esposos engendrarlos para ellas, tales como
Sara, como Raquel, como Lía. Y al hacer esto, los maridos no eran adúlteros, pues obedecían a sus
esposas en cosa tocante al débito conyugal, según aquello del Apóstol: La mujer no es dueña de su
propio cuerpo: es del marido; y al igual, no es el marido dueño de su propio cuerpo: es de la mujer”.
(Sermón 51, n 28).
También: “Exiges castidad a tu esposa; dale ejemplo, no consejos” (Sermón 132, n 2).
“Igualmente, a la mujer cristiana que haya abandonado al marido cristiano adúltero y se casa con
otro, prohíbasele casarse; si se hubiere casado, no reciba la comunión antes de que hubiere muerto
el marido abandonado; a no ser que tal vez el caso de emergencia de una enfermedad forzare a
dársela”. (Sínodo de Elvira (año 304); canon 9; Denz-Hün n 117).
“El mismo Señor en su Evangelio, a la pregunta de si es lìcito al hombre despedir a su mujer por
una causa cualquiera, contesta que no es lìcito sino por la fornicación. La respuesta, si recordàis, es
asì: Lo que juntò Dios, no lo divida el hombre. Los bien informados en la fe católica saben que el
autor de las nupcias es Dios, y como la unión es de Dios, asì la división es del diablo. La
fornicación hace lìcito el que se despida a la mujer, porque ella quebrantò primero la fidelidad
conyugal con su marido. No quiso seguir siendo su esposa” (San Agustìn; Sobre el Ev. de San Juan,
Tratado IX, 2).
Intervención del obispo.
Las primeras dificultades en la celebración de los matrimonios aparecieron por el hecho de que,
siguiendo el derecho civil, los esclavos no podían casarse con personas libres; es más: el
matrimonio entre esclavos no podía siquiera aspirar al título jurídico de “matrimonio”, sino que era
considerado legalmente un simple contubernio, es decir un concubinato (un “rejuntarse”). Los
obispos de cada comunidad comienzan a separarse del derecho civil al permitir esos matrimonios
entre cristianos legalmente esclavos porque para Cristo no hay esclavo o libre, todos son iguales
(ver Gálatas 3,27-28), así lo dice expresamente, entre el año 217 y el 222, el obispo Calixto de
Roma. De esta manera nacieron, en la Iglesia, las uniones llamadas “matrimonios de conciencia”,
que se realizaban con total desconocimiento de la autoridad civil, pero con permiso de la
comunidad cristiana.
En Occidente se consideró necesaria la intervención del obispo sólo para las veces en que quien
contraía matrimonio era un clérigo (un diácono, un subdiácono, un lector, un acólito, un ostiario, o
un exorcista) o cuando se casaba un catecúmeno (alguien que se estaba preparando para ser
bautizado), y su intervención se reducía a dar la aprobación para que se llevara a cabo esa boda.
En la Iglesia primitiva, sobre todo en Oriente, el obispo, como padre oficial de toda la comunidad,
llevaba la carga de todas las obras sociales y ello implicaba, entre otras muchas cosas, el cuidado
particular de los huérfanos de la comunidad. Al hacer el papel de padre o tutor de esos huérfanos, el
obispo tenía que velar por el matrimonio de ellos y, a veces, haciendo el habitual papel del padre o
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tutor, dirigía personalmente toda la ceremonia del consentimiento mutuo. Todo esto no hacía sino
mantener y fortalecer la idea general de que el matrimonio era una cuestión familiar y civil, y que el
acto jurídico se reservaba a los papás o tutores de los novios.
La bendición nupcial.
Los primeros testimonios que hablan de oraciones o de bendiciones pronunciadas por sacerdotes, en
el momento de las bodas, datan sólo del siglo IV. A partir de ese siglo se empieza a llamar
“bendición nupcial” a las ceremonias celebradas por un obispo o presbítero en el momento de la
boda. Pero las oraciones o bendiciones seguían siendo únicamente un marco litúrgico que
encuadraba la ceremonia familiar y civil, que seguía constituyendo el matrimonio propiamente
dicho. Durante estos siglos, pues, todavía, casarse cristianamente significaba, como para San Pablo,
casarse con otro cristiano. Esto implicaba, natural y lógicamente, la intención de vivir la vida
conyugal siguiendo los principios cristianos. La Iglesia, la comunidad cristiana organizada,
aprobaba y reconocía el matrimonio de dos cristianos, pero eso no quería decir que exigiera el
permiso eclesiástico, o que el obispo o el presbítero tuvieran que estar presentes durante la
ceremonia o pedir el consentimiento de los novios, papeles que únicamente correspondían a los
padres o tutores.
Resumen.
Durante los primeros 300 años de cristianismo, el matrimonio ante la Iglesia no era otra cosa que un
convenio secular (no sagrado), familiar y civil, por medio del cual dos bautizados contraían una
unión válida. No se trataba, de ninguna manera, de una ceremonia litúrgica propia de la Iglesia para
contraer matrimonio. A lo más, se puede decir que el obispo iba a visitar (algunas veces) y a dar su
bendición a la nueva pareja. Además, los fieles daban importancia a que el obispo, como
representante oficial de la comunidad cristiana, firmara también el acta matrimonial. Los primeros
testimonios explícitos de una misa de boda y de una bendición nupcial dada por un sacerdote,
después de la ceremonia familiar y civil, sólo aparecen desde los siglos IV y V.
Durante los primeros tres siglos la mentalidad cristiana se va tiñendo de filosofía estoica (griega),
una filosofía que va cambiando, dentro de la Iglesia, el contenido esencial de la búsqueda y anuncio
del Reino de Dios por una búsqueda de las “virtudes” ascéticas estoicas. Así, el Papa Sixto II
(mártir del año 258) llega a decir que “quien ama demasiado apasionadamente a su mujer es un
adúltero”, pensamiento que repiten San Jerónimo, San Agustín y Santo Tomás de Aquino, y hasta
el Papa Juan Pablo II (en la audiencia del 8 de octubre de 1980).
San Clemente de Alejandría tenía tal aprecio de las realidades matrimoniales que, muy
contrariamente a la mentalidad estoica posterior, había llegado a declarar que “en los santificados,
el semen también es santo” y “¿Quiénes son los dos o tres, congregados en nombre de Cristo, en
medio de los cuales está el Señor? ¿No son el hombre y la mujer unidos por Dios?”.( Ambas citas
son de Stromata, III, 6 y 10). Como vemos, no habían entrado todavía los conceptos estoicos, de
desprecio por todo lo corporal, por todo lo sexual y por todo lo que significara “placer”, que
veremos posteriormente campear por sus respetos en los Santos Padres de la Iglesia desde el siglo
IV.
San Cirilo de Jerusalén, en las Catequesis Mistagógicas, compara el valor del matrimonio con el
valor de la castidad: “Y si no sigues el estado perfecto de castidad, debes abrazar el matrimonio, en
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contra de aquellos que dicen que los casados siguen un estilo de vida inferior. Pues como dice el
Apóstol : “honorables son el matrimonio, y el casto lecho conyugal”.
3.DEL SIGLO IV AL SIGLO XI
Los germanos.
Después de la conversión de los germanos, y su inclusión en el ámbito del “Imperio Romano”, la
Iglesia no consiguió que su concepción del matrimonio por consentimiento mutuo, derivada del
Derecho Romano, fuera admitida inmediatamente. El derecho germánico antiguo, al referirse al
matrimonio, hablaba más de un convenio entre dos clanes que de un acuerdo entre novio y novia.
El matrimonio, entre los germanos, era poco más que una compra de la muchacha por parte del clan
del novio. Esa transacción que, antes del período franco, no constituía más que un solo acto
jurídico, se dividió a continuación en dos fases distintas: los esponsales y el matrimonio como tal.
Los esponsales consistían en que el novio ofrecía en prenda una cierta cantidad de dinero y otros
regalos de bodas y, con esos actos, se obligaba a tomar a la muchacha como esposa y a darle una
parte de sus bienes como dote. El tutor prometía la muchacha al muchacho ofreciéndole, también,
un arra simbólica. El novio devolvía el arra y, por ese gesto, confiaba su futura esposa, hasta el día
de las bodas, a aquel que hacía de tutor. Los germanos tomaron de los romanos el uso del anillo y lo
convirtieron de proyecto de matrimonio en signo de un matrimonio ya contraído.
Las bodas comenzaban, entre los germanos, con la confección del acta matrimonial, en donde se
establecía la suma de la dote y el precio de la transmisión de la tutela. El encargado de la novia daba
entonces la mano derecha de la joven al novio y éste echaba en ella la cantidad de dinero fijada en
el acta matrimonial. Así se realizaba la “entrega” de la muchacha y de todo lo que ésta poseía. La
novia, por su parte, debía ofrecer un regalo al que había cuidado de ella. La entrega de la novia por
el padre o el tutor era, en el derecho germánico, la garantía más importante de validez. Los
diferentes clanes germánicos tenían, además, cada uno sus costumbres nupciales, que debían
observarse estrictamente para aclarar las dudas posteriores acerca de la validez de la unión.
El matrimonio-tutela fue cayendo, poco a poco, en desuso y la mujer empezó a emanciparse. Poco a
poco, el traslado de la novia a la casa del novio, y la fiesta de la boda, se fueron convirtiendo en una
prueba, cada vez más concluyente, de la validez del matrimonio. Sin embargo, la donación de la
dote (signo de una compra disimulada) conservó todo su valor.
Francos, visigodos, celtas, y anglosajones.
Los francos, como los otros pueblos germánicos, celebraban el matrimonio en dos fases: los
esponsales y el matrimonio propiamente dicho. Al principio, eran el papá de la novia y la tribu
quienes decidían el matrimonio de la muchacha. El rey tenía autoridad para dar por esposa a una
joven en manos de un súbdito determinado. El desposorio franco se llevaba a cabo por medio del
pago de una determinada cantidad de dinero. El Derecho franco insistía en el carácter público del
matrimonio.
En la España visigoda el desposorio y el matrimonio concernían sobre todo al clan y, en el fondo,
no eran sino una cuestión de transferencia de tutela: la muchacha pasaba de estar bajo la tutela
paterna a estar bajo la tutela del marido. La prueba más importante de la validez de una unión era la
donación de la dote. Los cristianos visigodos mantuvieron igualmente otras costumbres jurídicas.
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Sobre los Sacramentos en General.
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Los celtas y los anglosajones consideraban, al principio, el matrimonio como un contrato de
compra; se trataba habitualmente a la mujer como a una mercancía. El precio se pagaba al tutor o al
clan de la novia. A partir del siglo XI se empezó a dejar cierta posibilidad de consentimiento a la
mujer celta o anglosajona en el asunto de su matrimonio.
Se forma una liturgia no obligatoria.
A través de los primeros tres siglos, la Iglesia había ido progresivamente concientizándose de que el
matrimonio, aun siendo una cuestión secular, tenía, sin embargo, una particular significación
cristiana y comunitaria, desde el momento en que ese hecho se realizaba entre dos bautizados. De
los siglos IV al XI se subrayó, cada vez más, el carácter comunitario de la celebración del
matrimonio, y se rodeó al contrato civil matrimonial de ceremonias religiosas. Sin embargo, se
estableció claramente que esas ceremonias religiosas no eran indispensables u obligatorias para la
validez de la unión.
El primer testimonio, llegado de las iglesias de Roma y de Italia, que habla de una bendición
nupcial, data de la época del Papa Dámaso (años 366-384), a finales del siglo IV. Después de haber
intercambiado el consentimiento de los novios en la puerta de la iglesia, delante de todos los
transeúntes, los padres de los novios llevan a los invitados ante el altar; allí el obispo bendice la
unión, rezando una oración improvisada y cubriendo con un velo a la joven pareja. Todavía no se
trata de una “misa de velaciones”, cuyo primer testimonio sólo aparece a mitad del siglo V, con el
Papa Sixto III (años 430-440). Después del año 1000, la misa de velaciones seguía al contrato, que
se seguía llevando a cabo delante de la iglesia, en el atrio, o en la entrada.
Como ya hemos visto, el Derecho eclesiástico no imponía la obligación o la necesidad de recibir la
bendición nupcial. Además, aunque fuera solicitada, la bendición se negaba a todos los que, según
el obispo, no llevaran una conducta ejemplar, y al principio no se concedía sino en el primer
matrimonio. Sólo era obligatoria para los clérigos que se casaban (diáconos, subdiáconos, lectores,
acólitos, tonsurados, etc.). Así, pues, antes del siglo XI no hay ninguna obligación o necesidad de
contraer matrimonio siguiendo una liturgia eclesiástica definida.
“Baste según las leyes el solo consentimiento de aquéllos de cuya unión se trata. En las nupcias, si
acaso ese solo consentimiento faltare, todo lo demás, aun celebrado con coito, carece de valor, tal
como atestigua el gran doctor Juan Crisóstomo, que dice: “El matrimonio no lo hace el coito, sino
la voluntad”” (Citado por el papa Nicolás I; año 866; ver Denz-Hün n 643).
Para el Papa Nicolás I, en el siglo IX, el elemento constitutivo del matrimonio es el consentimiento
de los novios y sólo ese consentimiento. Ese consentimiento se le daba al novio por parte del padre
de la novia o por parte de los mismos contrayentes. El consentimiento tenía que ser un acuerdo
tangible (claramente comprobable), jurídicamente válido, y se concretizaba a través de las distintas
costumbres nacionales (traslado de la joven, pago de la dote, etc.). Para los padres de familia las
ceremonias añadidas al consentimiento, fueran ceremonias civiles o eclesiásticas, tenían como
precisa finalidad mostrar visiblemente la existencia del consentimiento. Consecuentemente, se
consideraba la existencia de esas ceremonias civiles o religiosas como prueba en caso de proceso
acerca de la validez de un matrimonio.
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Sobre los Sacramentos en General.
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Desde el siglo IV la filosofía y los valores estoicos habían influido decisiva y negativamente en la
forma de pensar cristiana acerca del cuerpo, acerca de lo sexual y acerca del placer, y veremos
cómo, a pesar de que todavía hay Santos Padres de la Iglesia, como San Anfíloco, obispo de Iconio
(muerto en el año 394) que muestran su aprecio por la realidad matrimonial diciendo: “El estado del
matrimonio y la virginidad son altamente honorables, puesto que ambos fueron igualmente
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