Puede que la vida religiosa haya decaído pero ciertamente

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Puede que la vida religiosa haya decaído
pero ciertamente no está desapareciendo
Seán D. Sammon, FMS
A pesar de lo que la sabiduría popular tenga que decir al respecto, nunca ha
existido una “edad de oro” en la historia de la vida consagrada. Ningún período libre
de crisis e indudablemente ninguna época que fuese parecida a la forma de vivir y
actuar que se retrata en el clásico navideño Las Campanas de Santa María.
Por tanto, y a pesar de lo desafiante que pueda parecer la situación que enfrentan
las congregaciones religiosas hoy en día, no es momento para renunciar a esta forma de
vida y su futuro. Comprender mejor lo que ocurrió con la vida consagrada luego que
concluyera Vaticano II y trazar un camino realista hacia adelante sería algo muchísimo
más útil. El Concilio marcó un punto de inflexión en cuanto a la vida religiosa: una
llamada a su renovación en Perfectae Caritatis, y al mismo tiempo, una toma de
decisiones que redefiniría su identidad tal como se conocía en siglos pasados.
Aquellas personas con suficiente edad para hacerlo, recordarán que antes de
Vaticano II se consideraba que solo los ordenados, y los(as) religiosos y religiosas tenían
una vocación. Afortunadamente la llamada universal a la santidad que hizo el Concilio
cambió esta noción equivocada para siempre. Al proceder así, Vaticano II removió
también a la vida religiosa de su sitio de privilegio en la Iglesia jerárquica y la reubicó
en su legítimo lugar dentro de la Iglesia carismática. Desde hace ya medio siglo,
aquellas personas llamadas a esta forma de vida se han estado adaptando a este cambio
y han estado trabajando para crear una nueva comprensión sobre la naturaleza y el
propósito de este ancestral don concedido a la Iglesia y al mundo.
Crisis Pasadas
Entre aquellas personas que, actualmente y en algunos círculos, se sienten muy
ansiosas debido al estado de la vida consagrada, se olvida que desde sus propios
orígenes esta forma de vida ha estado marcada por dificultades. Ya en los primeros
momentos de muchas congregaciones los miembros se preguntaban: ¿Quién dirigirá al
grupo luego de la muerte del fundador? Las preguntas relacionadas al trabajo que era
apropiado para una congregación y la duda de si la Iglesia llegaría a ver este nuevo
emprendimiento como una forma válida de vida religiosa preocuparon también a más
de un grupo.
Conforme las congregaciones crecieron en tamaño y se extendieron
geográficamente enfrentaron además otros desafíos, siendo uno de los principales
encontrar la forma de mantener la unidad entre los miembros y de proseguir con las
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obras en un grupo en rápido crecimiento, preservando a la vez el vigor y entusiasmo
presente en el carismático momento de la fundación.
Al comenzar el Concilio y evolucionar su llamada a la renovación, muchas
congregaciones se hallaban en su apogeo en cuanto a número e influencia, y agobiadas
por el éxito en sus ministerios. Estas congregaciones, de algún modo insensibles a las
crisis que provienen del tamaño y de los logros, consideraban que seguir creciendo era
el único camino posible para sus miembros y para el impacto que tenían. En muchos
sentidos se parecían a los judíos de la antigüedad, esperando un Mesías que aumentase
sus fortunas. Qué poco preparadas estaban para el Servidor Sufriente que llegó en su
lugar.
Vida religiosa post-conciliar
¿Y qué ocurre actualmente? ¿Qué desafíos y crisis se presentan para la vida
religiosa y sus miembros en el momento presente? Para comenzar, admitamos que esta
forma de vida, al menos en aquellos países que componen el mundo occidental, ha
estado sencillamente desmoronándose este último medio siglo. Este hecho no debería
ser una sorpresa. Es normal que en el ciclo de vida de cualquier organización, llegue un
período de transición. Este comienza con un final, seguido de un prolongado período en
el que los miembros se sienten como “en vilo”, algo “perdidos”.
¿Cuáles son algunas de las características de los grupos que atraviesan este tipo
de cambio? En primer lugar, la cantidad de sus miembros se reduce y la edad media se
incrementa debido a la partida de miembros de mucha antigüedad y a la falta de
nuevos candidatos(as). Sucede también que gradualmente pierden su identidad y
sentido de propósito: a menudo se abandonan obras establecidas desde hace mucho
tiempo y su servicio a la Iglesia y la sociedad comienza a carecer de dirección y a
parecer caótico.
Desafortunadamente, los remedios normales, que tuvieron éxito en el pasado,
ahora parecen insuficientes. Con el tiempo, las actividades habituales se interrumpen, y
muchos(as) comienzan a temer que el grupo esté en camino a la disolución. Para
numerosas congregaciones católicas romanas que existen en la actualidad, esta
descripción es bastante precisa.
Decisiones a tomar
Durante la larga historia de la vida religiosa, a un momento crítico para tomar
decisiones siempre le ha seguido un tiempo de crisis, que ha producido tres posibles
resultados: extinción, sobrevivencia mínima, o revitalización.
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La extinción es una posibilidad real para algunos grupos de la actualidad; ya han
cumplido su propósito en la Iglesia y simplemente dejarán de existir. Otros ingresarán a
un largo período de sobrevivencia mínima. Este resultado no debería equiparse
necesariamente con una falta de vitalidad. La congregación cartuja, aunque pequeña en
número, prosigue hasta ahora la misma observancia que tuvo en el momento de su
fundación.
¿Qué pasa con los grupos que consiguen renovarse? Comparten tres
características. En primer lugar, sus miembros están dispuestos a cuestionar su forma
de vida actual, así como los trabajos con los que habían tenido un compromiso de larga
data, y de plantearse las siguientes preguntas: ¿Dónde encontraríamos a nuestro
fundador hoy en día, qué estilo de vida estaría él o ella forjando y qué necesidades
humanas estaría él o ella atendiendo? Estas son preguntas difíciles pero es necesario
formularlas; desafortunadamente algunos grupos en el presente corren el riesgo de
evitarlas, haciendo apenas ajustes superficiales en situaciones que demandan
emprender acciones audaces y valerosas.
Posteriormente, el grupo se apropia nuevamente de su carisma fundador pero
liberado ya de sus trampas históricas. Y, finalmente, los miembros, o cuando menos un
número significativo entre ellos(as), experimentan una profunda renovación en su vida
de oración, fe, y vivencia centrada en Cristo.
Ahora bien, algunas personas sugerirán que hacer bien lo que se hacía en el
pasado y renovar el compromiso del grupo con su misión es todo lo que se necesita
para retomar camino. ¡Acaso sería así de sencillo! Entre las muchas lecciones que los
sucesos del último medio siglo han enseñado, destacan estas dos: primero, fidelidad es
más importante que éxito, y, segundo, se requiere una transformación del corazón si se
quiere que ocurra una renovación genuina, una transformación de corazón de parte de
nuestras congregaciones y en las vidas de cada uno(a) de nosotros(as), sus miembros.
Dando un giro
Los miembros de cualquier congregación consiguen dar un giro en sus esfuerzos para
edificar un futuro cuando una cantidad significativa de ellos(as) llega a comprender que la
renovación es obra del Espíritu Santo. Abiertos(as) a la acción de Dios en sus vidas,
entienden con el tiempo que las estructuras del pasado ya no son sostenibles, ni
representan una respuesta adecuada frente a las necesidades principales de la Iglesia y
del mundo actual. En lugar de eso están deseosos(as) de volver a arraigarse en las raíces
bíblicas que yacen en la base de su forma de vida, convencidos(as) de que hacerlo así les
proporcionará los medios para reconstruir sus vidas en comunidad.
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El carisma del grupo juega un papel importante en este proceso. Definido como un don
gratuito del Espíritu concedido por el bien de la Iglesia y para uso de todas las
personas, el carisma no debe confundirse con la gracia. Un carisma se concede debido al
amor de Dios por el mundo, y la gracia debido al amor incondicional de Dios por la
persona.
Pablo VI contribuyó significativamente a nuestro entendimiento del carisma y
ayudó a clarificar su significado para nuestra época y era. Él escribió, “El carisma de la
vida religiosa, lejos de ser un impulso nacido de la ‘carne y la sangre’, o derivado de una
mentalidad que se conforma al mundo moderno, es fruto del Espíritu Santo, quien se
encuentra siempre en acción al interior de la Iglesia”.
Pablo prosigue identificando varios signos característicos de la presencia de un
carisma: fidelidad al Señor, atención a los signos de los tiempos, iniciativas audaces,
constancia en la entrega de sí, humildad al enfrentar las adversidades, y buena
disposición para ser parte de la Iglesia.
Evidentemente, entonces, si los miembros de alguna congregación están
seriamente interesados(as) en su renovación en esta época de su historia, deben dejar de
lado excusas como la edad, el miedo al futuro, las necesidades apremiantes de
jubilación, y plantearse esta pregunta. ¿Realmente creen que el Espíritu de Dios, que
estuvo tan vivo y activo durante la vida de su fundador, anhela vivir e infundir su
aliento en cada uno(a) de ellos(as) actualmente?
La renovación genuina tiene un costo y a veces el precio que se pide pagar a cada
persona puede ser muy alto. Pero para que la renovación ocurra la transformación debe
ir más allá de lo personal. En consecuencia, las y los líderes de las congregaciones
implicadas en este proceso deben alentar el desarrollo de redes de personas con un
pensamiento común y aprovechar toda oportunidad posible para fortalecerlas.
Estas redes son de importancia crítica, porque, en su momento, aportarán a la
congregación la fuerza que necesita para comprender que lo que hubo en el pasado, a
pesar de lo bueno que fue, no tiene realmente un futuro. Es necesario que el grupo
reconozca lo que se ha conseguido, que dé gracias por ello, y que pasé a la tarea de
discernir lo que espera en el porvenir. Para hacerlo, deben estar dispuestos(as) a
arriesgar todo lo que tienen, incluyendo la propia congregación, si es que quieren
encontrar un nuevo lugar para la vida consagrada en la Iglesia y el mundo actual.
El papel de la vida religiosa
La vida religiosa nunca pretendió ser una fuerza de trabajo eclesiástico. En lugar
de eso sus miembros hacen profesión pública para vivir radicalmente el plan del
evangelio como el sentido y propósito de sus vidas. La vida religiosa, bien vivida y
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guiada por el Espíritu, es la memoria viva de lo que puede y debe ser la Iglesia. A través
de su forma de vida y de los ministerios que asumen, hermanas, hermanos y sacerdotes
religiosos recuerdan a la comunidad más extensa que pertenecemos a una Iglesia de
comunión, basada en el evangelio, compuesta por iguales, y en la que cada quien tiene
un don para el bien de todos. En su máxima expresión la vida religiosa sirve como
consciencia para la Iglesia, recordándole continuamente su verdadera naturaleza.
¿Qué tipo de liderazgo se requiere para ayudar a poner en marcha estos cambios
en la vida religiosa de hoy en día? Hombres y mujeres con capacidad para ir más allá de
la gestión solitaria de los asuntos de sus grupos, sin importar cuán importante pueda
ser esta tarea. Individuos abiertos al diálogo no solo con sus miembros sino también con
todo el Pueblo de Dios que conforma el cuerpo de la Iglesia. Personas que se dan cuenta
de que el tiempo para la experimentación no ha pasado y que es recién ahora que
comienza. Líderes dispuestos(as) a tomar decisiones audaces, incluso imprevistas,
necesarias para asegurar que la cualidad profética de la vida consagrada siga siendo el
fuego purificador que siempre ha sido en la Iglesia: leal y lleno de fe y en continua
oposición, por tanto, a formas de vivir y de actuar que no sean acordes con los
principios del evangelio.
Es preciso que trabajando todos(as) juntos(as) creemos un futuro para la vida
religiosa, ya que es un parte tan importante de la Iglesia. Hacerlo requerirá visión y
audacia pero también la virtud de la esperanza. Pero seamos claros: la esperanza no es
un optimismo superficial. Es más bien la capacidad de creer que hay luz en la oscuridad
y una nueva vida en medio de la muerte. Esperanza es creer que el Dios que cumplió su
promesa de resurrección nunca deja de sorprendernos. Esperanza es aferrarse
firmemente a la convicción de que la vida religiosa en la Iglesia Católica de hoy no está
muriendo sino, más bien, que el trabajo de renovación acaba de empezar.
Referencias
Cada, Lawrence, et. al., Shaping the Coming Age of Religious Life. (New York, NY:
Seabury, 1979).
Nygren, David J. y Miriam D. Ukeritis, The Future of Religious Orders in the United States:
Transformation and Commitment. (Westport, CT: Praeger, 1993)
Sammon, Seán D. Religious Life in America: A New Day Dawning. (Staten Island, NY:
Alba House, 2002)
Sammon, Seán D. Creating a Religious Life for the 21st Century. (Forthcoming, 2014).
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