Un hombre por un costal de trigo

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Un hombre por un costal
de trigo
Cosme Campsolinas
La infanteria republicana utilizando uno de los puentes flotantes construidos.
Un petardeo lejano me despertó: se aproximaba una moto.
Inmediatamente me puse alerta, dispuesto a responder. Pero
primero quería saber quiénes eran mis visitantes. Dominaba
la carretera desde bastante arriba y tenía tiempo suficiente
para avistar a los que llegaban antes de asir mi cuerda y huir al
bosque. Sólo que, apenas entreabrí la puerta, el cañón de una
pistola se hundió en mi estómago y, al otro lado de la pistola,
apareció una gran bestia de ayudante alemán.
Me atraparon como a un ratón.
¿Me habían denunciado? ¿Quién? Alguien que conocía mis
costumbres y mi dispositivo de emergencia, pues los alemanes habían tomado la precaución de enviar hombres a pie a
las inmediaciones de mi casa antes de acercarse con las ruidosas motos que los habrían traicionado.
Dos soldados se pusieron a registrar metódicamente la casa.
El ayudante, un robusto pelirrojo, me controlaba. No encontraron nada interesante.
–¿Dónde ha guagdado las agmas?
Negué tenerlas. El ayudante me golpeó; pero no consiguió
nada. Yo tenía dos fusiles y dos revólveres con municiones escondidos en un hueco astutamente acondicionado en la chimenea. No lo vieron. Hubieran debido brincar por el interior
de la chimenea.
Me empujaron hacia afuera y me ataron en el sidecar. En el
camino, antes de pasar el puente del Tech, en Céret, un muchacho me saludó con la mano y la moto se detuvo.
–¿Quién es? –me preguntaron.
Pero ya no se le veía; el hombre había tomado seguramente
por una calle transversal o entrar en una casa.
–No sé. No presté atención.
Ignoraba qué sabían de mí los alemanes, e, instintivamente,
quise ocultar que era de Céret, por principio y para ganar
tiempo.
Antes de entrar en Arles-sur-Tech nos cruzamos con dos
jóvenes que, evidentemente, se dirigían a la frontera. ¿Se podía ser más ingenuo? Uno iba con ropa de marino y el otro con
un atuendo de ciudad y una bolsa al hombro. Tomaban a los
alemanes por imbéciles o ellos mismos, los pobres, no estaban
muy dotados. El ayudante los detuvo en el acto. Un soldado se
quedó con ellos. Más tarde volvería a encontrarlos en la cárcel.
En plena ciudad adelantamos a un convoy de prisioneros,
bien escoltado. Me pareció reconocer un rostro… luego otro.
¡No! ¡no era posible! Los muchachos que yo había llevado a
Oms por la noche… eran ellos. El ayudante frenó.
–¿Les conoces?
No le respondí. A un lado, uno de los pretendidos judíos, un
alfeñique, me miraba sonriendo. El ayudante arrancó. Él también sonreía.
–¿Ves? No vale la pena mentir. Ahora vas a decirnos todo lo
que sabes sobre Chevalier, Bernard y los demás… ¡todo!
Yo estaba abatido. Nos habían pillado y no salvaría el pellejo. Cuando llegamos al Hotel de las Glicinas los soldados me
empujaron al salón. Había dos hombres allí, y uno era Alfonso,
El Viejo Topo / 1
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con la cara intacta aunque lívido. No se
podía decir lo mismo de la mía. En
catalán, Alfonso me dijo muy rápido:
–Estamos fotuts. Lo saben todo.
–¿Y nuestros contactos?
–No te preocupes. Han pasado la
frontera con los hermanos Solé. Somos
los únicos detenidos.
–Pero, bueno, no entiendo nada. Te
dejo a mitad de la noche y por la mañana está detenido todo nuestro convoy.
Giré hacia el otro hombre, un menudo montañés de color tostado.
–Y tú, ¿qué haces aquí?
–Soy pasador, o, mejor… era pasador. Mi granja esta cerca de la frontera.
Se llamaba Taqui. Dos soldados se
quedaron a vigilarnos. El ayudante y el
pequeño supuesto judío, agente de la Gestapo, salieron a
almorzar. Un descanso. Todo había pasado tan deprisa, yo
estaba en tal estado de estupor… Aproveché el descanso para
tratar de ver claro. Puesto que mis contactos estaban en España y no arriesgaban ya nada, ¿para qué negar que los conocía, dado que que los alemanes estaban evidentemente al
corriente de toda la organización? Yo agravaría inútilmente mi
situación… Cuando el ayudante y el falso judío regresaron me
hallaba en un estado de ánimo más bien cooperador.
Por desgracia para ellos, antes de que pudiera abrir la boca,
el ayudante se puso a darme de bofetadas a base de bien. Con
algunos puñetazos en el rostro para variar. En pocos momentos la cólera volvió a convertirme en un hombre. Le oía enumerar al pequeño «judío» los nombres de aquellos con los que
había trabajado. Después de cada uno, hacía una pausa.
–¿Y a éste, lo conoces?
–¡No!
Lo gritaba, aquel “¡no!” Lo que me aliviaba un poco. Por dos
veces intervino el ayudante con sus contundentes argumentos. Tiempo perdido. Yo no soltaría nada.
Parecían interesados particularmente por el señor Bernard.
Con su acento teutón, eso sonaba algo así como «monzier
Peynarte». Hicieron una pausa y se tomaron una copa. Sin
invitarme. La bestia bruta pelirroja se volvió hacia mí:
–Mira: ya está bien. Hablas, y no tendrás problemas. Pasarás
simplemente una temporada en Burdeos, y luego se acabó.
Entonces: ¿cuándo has visto por última vez a tu monzier Be...?
¿Cómo se dice?
La trampa era un poco grosera.
–¿Peynarte? No le conozco.
2 / El Viejo Topo
Ceret
El ayudante de repente perdió la calma. Lo tomara por insolencia o por astucia, mi «Peynarte» no le gustó. Me habría
dejado K.O. si el otro no le hubiera detenido.
–Enviémoslo al Chalet Bleu. Allá hablará.
Al fin iba a ver qué pasaba en el famoso chalet.
Me ataron con las manos a la espalda y se lió la cuerda a un
soldado. Taqui y Alfonso sufrieron la misma suerte. En el Chalet Bleu me hicieron entrar en un despacho. Detrás de una
mesa se sentaba un oficial. El falso judío le entregó mi expediente y me dejó frente a él. Sonriente y campechano, el oficial
me ofreció cigarrillos egipcios, encendió su pipa y me largó un
discurso bien chapurreado sobre la victoria –consolidada– del
Tercer Reich. La enseñanza del francés en las escuelas alemanas debía de ser excelente. Después, tomando con desgana mi
expediente, que debía saberse de memoria, le echó un vistazo.
Su tono se volvió compasivo.
–Usted ha pasado a mucha gente a España, cientos y cientos. Están a salvo. Y usted ha sido detenido. En fin: todo lo que
ha de hacer es firmar el formulario que voy a llenar, y luego
nos vamos a cenar tranquilamente.
Francamente, yo no pedía nada más. Ya había visto una vez
que la puerta se abría y cerraba en la jeta del bruto del ayudante. Parece que permanecía detrás, presto a intervenir en
cuanto el capitán le diera ocasión. La perspectiva de la cena,
ya agradable en sí misma, parecía alejar definitivamente toda
eventualidad penosa.
El oficial arañaba el papel. Sin levantar la cabeza, me dijo en
tono neutro:
–Déme las direcciones de los que han trabajado con usted.
¿Cómo pude haber sido tan estúpido? Le respondí:
–¡Ah! ¿Quiere usted sus direcciones? ¿Sus nombres también,
quizás? Y todos los detalles posibles, naturalmente. Usted me
ha mentido. Sólo nos ha detenido a Alfonso y a mi. A Chevalier
y Peynarte no sabe dónde pillarles. Y cuenta con nosotros para
atraparlos, a ellos y a algunos más. Pues bien: puede seguir
esperando. Nada, ¿lo entiende? No les diré nada.
El ayudante que, desde mis primeras palabras había saltado
como un diablo de una caja, se precipitó sobre mi. Yo estaba
sentado en una silla, las manos atadas al respaldo; con el golpe, la silla cayó. El ayudante siguió golpeándome en el suelo.
Lo detuvo el capitán con una sola palabra: le ordenó, sin duda,
poner la silla de pie, porque el bruto lo hizo. Yo estaba completamente aturdido.
El oficial me hizo la misma pregunta, muy suavemente.
Obtuvo la misma respuesta, quizás un poco abreviada dadas
las circunstancias. Por el contrario, no hubo nada abreviado
en la paliza que siguió. El oficial detuvo de nuevo a su subordinado. Volvió a hacer la misma pregunta. De manera penosa,
pero tan firme como lo permitía un labio partido, articulé:
–Haga conmigo lo que quiera. No hablaré; no entregaré a
seres humanos a bestias como su ayudante.
La bestia en cuestión lo oyó y se lanzó sobre mi… Tuve la
impresión de ser martilleado de la cabeza a los pies. El oficial
hubo de interponerse físicamente. Hizo salir al ayudante, que
se despidió con un “Heil Hitler!”
El capitán limpió mi rostro con una servilleta mojada y me
hizo beber agua.
–El ayudante es una bestia –dijo–. Los hay, desgraciadamente, en todos los ejércitos.
Y se puso a hablar del ejército alemán en general, de sus
compañeros y, luego, de su colección de pipas expuesta en un
rincón del despacho. Muy suavemente, reanudó la conversación que le interesaba. Yo no cambié de idea. Me hizo pasar a
la habitación de al lado. Taqui tomó mi lugar. Al cabo de cinco
minutos estaba de vuelta. Alfonso siguió; le dieron de comer.
A mí, no. El capitán me hizo volver a su despacho.
–Escuche las declaraciones del señor Alfonso.
Y me leyó los detalles de mi organización y el número de
personas que yo había hecho pasar a España.
–Sí, yo he hecho pasar gentes –respondí–, pero los nombres
que Alfonso le ha dado son pura fantasía; y yo no le daré los
verdaderos.
Intentaba lo imposible. Los nombres eran, en efecto, los de
mis contactos. No de todos, pues Alfonso sólo conocía a algunos de ellos.
El falso judío apareció de nuevo. Llenó dos hojas y me pidió
que firmara. Me negué. Nos llevaron al Hotel de las Glicinas
hacia las dos de la madrugada. Ya éramos diez en un salonci-
Una foto reciente de Cosme Campsolinas
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to. Al alba, el suboficial de la víspera entró con el torso desnudo y, a guisa de ejercicio muscular, repartió algunos puñetazos. Entre nosotros estaban los dos jóvenes con quienes nos
habíamos cruzado al llegar a Arles. El ayudante se dirigió al
marinerito y le dijo:
–Tú y tu compañero trabajaréis en Alemania. ¡Buenos camaradas!
El otro muchacho respondió con el rostro torcido por el
odio:
–¡Nein! ¡Nicht gute camaradas! ¡Boche asqueroso! Yo huí de
tu Alemania. ¡No! No me llevaréis vivo allí.
El ayudante empezó a pegarle, pero el otro siguió.
–¡Sucios boches! Mi padre murió gaseado por ustedes en la
guerra del 14. Mi madre fue asesinada por sus aviones.
¡Asquerosos boches! ¡Asesinos!
El suboficial se cansó. Antes de salir, me miró y, con un gesto
elocuente de la palma de la mano, me gritó:
–A ti te cortaremos el cuello.
Eso no era verosímil. Más bien me fusilarían. Una cuestión
de detalle. El final sería el mismo, y la alusión, muy desagradable
El Viejo Topo / 3
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