Descubriendo al enemigo Descubriendo al enemigo

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La izquierda mexicana en la guerra fría:
Descubriendo al enemigo
Arturo Anguiano
explosivo de las grandes ciudades por la urbanización y
masificación —todos rasgos significativos de la economía
mexicana de la posguerra—, fueron cambiando en forma determinante las condiciones materiales y sociales del país. Por
otro lado, el dominio corporativo de los distintos sectores sociales organizados, armado por Lázaro Cárdenas durante su
gobierno y revestido con el nacionalismo revolucionario, logró
reproducirse en los años cuarenta en forma un tanto inestable,
bajo la consigna de la Unidad Nacional planteada frente a la
segunda guerra mundial. Fue un periodo de tensiones y conflictos que, sin embargo, se solucionó temporalmente mediante
el golpe de mano del charrismo en el Sindicato de Trabajadores Ferrocarrileros de la República Mexicana (STFRM) en
octubre de 1948, lo que significó la intervención militar
directa del Estado para garantizar el control violento de los
sindicatos. Este modelo se generalizará a las demás organizaciones sindicales y después de 1959 parecerá decretar un verdadero toque de queda a los trabajadores incorporados a las
centrales oficiales y al Partido Revolucionario Institucional.
1. La Guerra Fría coincidió en México
con el doble proceso de afianzamiento
del modelo económico modernizador
sostenido en la intervención decisiva
del Estado —que erigió un encinto
fortificado en torno a la nación— y de
fortalecimiento del régimen político
corporativo. Por un lado, el proceso de
industrialización, la penetración del
capital extranjero que sobrepasó sin
demasiados problemas las barreras,
absorbiendo o asociando cada vez más
al nacional, la transfiguración y desalojo creciente del campo, el crecimiento
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2. La irrupción masiva de las luchas sociales de 19581959, particularmente articuladas en torno al sindicato ferrocarrilero, enfrentó el carácter excluyente y polarizante del
modelo económico al que dio origen la llamada “Revolución
hecha gobierno”, desembocando a través de movilizaciones
en un cuestionamiento radical al sofocante orden corporativo
regimentado por el PRI en nombre del Estado. Ante las
demandas económicas y las pretensiones de independencia
política de los sindicatos, en una atmósfera política ya enrarecida por el anticomunismo de la Guerra Fría propulsada por
Estados Unidos, el gobierno respondió descalificando las
luchas, descubriendo planes desestabilizadores, conjuras
extranjeras, ideologías e intereses extraños a México. De esta
forma justificó la represión, los encarcelamientos sostenidos
en acusaciones inverosímiles y delitos claramente políticos,
el despido masivo y la persecución desmesurada y prolongada en contra del conjunto de los trabajadores y sus simpatizantes, y no sólo contra los dirigentes.
3. La “prosperidad” que van generando las transmutaciones de la economía mexicana en medio de conflictos
sociales y represiones, no perturba empero la estabilidad
política alcanzada con el fin de los enfrentamientos políticos
al interior de la “Revolución hecha gobierno”, precisamente
porque el Estado y el régimen político se van endureciendo,
ajustando las piezas de la maquinaria corporativa, apretando
los amarres con los sectores privilegiados y delineando sus
perfiles más conservadores. Incluso asumen, con cierta
ambigüedad pero con decisión, el discurso y las maneras de la
Guerra Fría, abandonando muchos de los rasgos característicos del discurso radical de la Revolución mexicana, perdiendo sentido los mitos populares y nacionalistas que
contribuyeron a forjar su legitimidad, la cual de este modo
había podido soslayar cualquier forma de legitimación
democrática.
La “Revolución hecha gobierno”, en plena forma por el
influjo modernizador, fue socavando así sus bases ideológicas que fueron perdiendo sustento, no sólo por las políticas
económicas favorables a las grandes transnacionales y la asociación de capitales que llegaron para quedarse, sino de igual
manera debido a la intolerancia, la intimidación y la represión
que aparecieron como su rostro más visible y cotidiano para
los desposeídos. Se revistió por lo demás con la parafernalia
macartista en uso en la época y los distintos gobiernos no
dejaron de apoyarse en las campañas anticomunistas orquestadas no sólo por la jerarquía eclesiástica y la prensa, sino
igualmente por organizaciones empresariales cada vez más
preeminentes, reforzadas por la cargada de las organizaciones oficiales y semioficiales. En los hechos, se alcanzó entonces una nueva comunión entre los poderosos que será la base
del orden excluyente que si bien reafirma y afianza la dominación sobre los de abajo, sofocando movimientos, oposiciones y disidencias, no logrará impedir el debilitamiento de su
consenso social y la erosión de su legitimidad, la cual en lo
sucesivo será cuestionada de mil maneras hasta que en 1968
se anunciará su decadencia.
4. La industrialización y el auge de la economía transformaron por supuesto a la nación, sobre todo en los sesenta,
transfiguraron a clases sociales que se fueron reconfigurando
y madurando, trastocaron las relaciones sociales y las relaciones de fuerza. Afectados por la derrota militar de las luchas
sociales en 1959, los trabajadores de los sectores tradicionales de la economía (precisamente los más combativos) entraron en un reflujo profundo, durante el cual el corporativismo
y su variante desalmada, el charrismo, vivieron el mayor
auge de su poderío y desenfreno. Pero la industrialización no
dejará de generar nuevos núcleos de
trabajadores, incluso mayormente
calificados, que en la práctica se desplegarán sin que prendan entre ellos
los mecanismos corporativos de control e integración estatal ni la ideología nacional revolucionaria en
declive. El campo, reconcentrado con
el despojo de los campesinos, volverá
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a sacudirse con luchas por la tierra e
incluso a levantarse a veces no tan
calladamente. Los principales centros
urbanos, como la ciudad de México,
Monterrey y Guadalajara, metrópolis
de la modernización, vivirán la emergencia de los llamados sectores
medios que tendrán un crecimiento
explosivo. Surgirán entonces nuevos
actores sociales y políticos que le
imprimirán un nuevo sentido a una
sociedad que hasta entonces parecía
caminar bajo el impulso, la conducción y al ritmo del Estado.
Los cambios productivos acarrearon cambios sociales. Si bien en extremo desigual, la prosperidad económica
generó nuevas expectativas y estilos
de vida. El influjo de la educación se
ampliará y de hecho México entrará a
la época de la cultura de masas con el
cine y la televisión. El modo de vida
norteamericano y la cultura de masas
influida por el vecino del norte irán
ganando terreno bajo el estímulo de una
modernización sostenida en la penetración cada vez más indiscriminada
de las transnacionales y un Estado que
se va despojando de sus ropajes nacionalistas. El nuevo rostro del país publicitado como el del milagro mexicano, el
de la larga estabilidad y el poder ilimitado de un Estado y un régimen político
que parecían avasallar a la sociedad,
comenzará empero a desgarrase. Entre
Estado y sociedad parecerá abrirse
una brecha, un desfase entre un régimen que se ensimismará por su prepotencia y una sociedad que no dejará de
cambiar y diferenciarse, generando
situaciones, relaciones, prácticas autónomas y salidas que perturbarán y
cimbrarán todo lo establecido y considerado duradero. En su apogeo y complacencia, la transfigurada “Revolución
hecha gobierno” no percibirá los innumerables y variados signos anunciadores del desorden y el colapso.
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5. La derrota de las luchas de los trabajadores de 1959 y
sus secuelas inmovilizadoras, afectaron de manera fundamental a las izquierdas del país que habían logrado desempeñar un
papel significativo en ellas, particularmente en la del STFRM
que fungió como el eje articulador de las movilizaciones. En el
clima de la Guerra Fría, las distintas organizaciones de izquierda (Partido Obrero Campesino de México (POCM), Partido
Comunista Mexicano (PCM) y hasta el lombardista Partido
Popular que acabó por deslindarse y que en 1960 se renombró
Partido Popular Socialista), fueron objeto de amenazantes
campañas anticomunistas y acosos gubernamentales que las
golpearon. Muchos de sus dirigentes y militantes fueron
encarcelados, independientemente de que hubieran desempeñado o no algún papel en las luchas. Pero también se cimbraron internamente, sobre todo el PCM, y la crisis en la que
cayeron las distintas organizaciones puso en entredicho las
políticas seguidas o apoyadas durante el movimiento, lo que
implicó un duro debate sobre el balance de la
derrota. Empero, lo más importante fue que, al
menos en el caso del partido comunista, se dirigió sobre todo hacia un cuestionamiento de
fondo del propio partido, de su historia, de sus
concepciones y políticas fundamentales. Esto
trajo consigo un intento de deslinde respecto al
régimen dominante, reflexionando sobre la
Revolución mexicana y el sentido de las transformaciones que suscitó. El peso de la Revolución, aún con sus resultados contradictorios,
había atrapado a la izquierda y en lo fundamental
no le permitió un desarrollo autónomo, sobre
todo luego de la experiencia cardenista que la
arrasó. Al final de cuentas, era prisionera de las concepciones
hegemónicas de Vicente Lombardo Toledano —también coincidentes con las propugnadas por los soviéticos—, sostenidas
en una visión etapista del proceso histórico, que priorizaba la
industrialización y modernización del país, como paso ineludible para la transformación socialista del país; obviamente
encajaba esta visión de manera perfecta en la ideología y los
planes del régimen. Por consecuencia, el enfrentamiento crítico de las concepciones vigentes esbozaba una ruptura de
fondo que podría destrabar a la izquierda.
En los años sesenta, entonces, no se rumiaron las derrotas de las grandes movilizaciones sociales del final de la década anterior, sino que se inauguraron reflexiones y aportes que
ensayaron una lectura crítica de una realidad apabullante, plagada en apariencia de ambigüedades y paradojas hasta entonces incomprensibles o de plano soslayadas. José Revueltas
—expulsado de nuevo del PCM al poco de ser readmitido—
fue indudablemente uno de los principales intelectuales militantes que contribuyeron a esa labor crítica lo mismo con sus
trabajos literarios que con sus escritos de análisis político y de
reflexión teórica. México, una democracia bárbara, El proletariado sin cabeza y la novela Los Errores, para dar unos
ejemplos, realizaron en diversos tonos y formas ese cuestionamiento lo mismo del régimen priísta, del persistente lombardismo, que del partido comunista, de su empecinamiento
burocrático y su ausencia de opciones, de su enajenación respecto a la ideología de la Revolución mexicana. Su aporte más
conocido fue la tesis de la “inexistencia histórica del partido
de la clase obrera en México”, la que sustentó a la que sería la
corriente espartaquista de la izquierda. Otros intelectuales
también excluidos del PCM, como Enrique González Rojo y
Guillermo Rousset Banda, contribuyeron igualmente con
tesis teóricas como la necesidad de la “nacionalización de la
teoría” del primero o la del “carácter irreversiblemente reaccionario del Estado mexicano” del segundo.
Podrán haber sido esquemáticas muchas de esas elaboraciones y propuestas, pero al menos ayudaron a cambiar los términos del debate hasta entonces impuestos por el peso de la
Revolución mexicana y su régimen. Todas eran sin duda controvertibles, pero en su momento representaron rupturas significativas, incluso anunciadoras, que permitirían destrabar el
pensamiento y experimentar nuevas formas de organización y
práctica política. Otros intelectuales de izquierda, no necesariamente militantes, también comenzaron a cuestionar la
envolvente versión oficial de la historia y de la realidad nacional, aunque solamente fueron atisbos. En la revista Política,
fundada en 1960 por Manuel Marcué Pardiñas, se colarán
muchos de esos cuestionamientos. No será sino hasta el desenlace de otro movimiento social masivo, el estudiantil-popular
de 1968, cuando en definitiva surgirán nuevas generaciones de
estudiosos que vivirán como un apremio vital (incluso militante)
redescubrir, criticar y reescribir el proceso histórico mexicano.
6. Pero en los sesenta, la izquierda enfrentó la complicada tarea de descubrir al enemigo. Éste siempre había sido, de
entrada, el imperialismo, particularmente el imperialismo
norteamericano y aquí de nuevo se combinaban las posiciones
de Lombardo Toledano y del llamado movimiento comunista
internacional dirigido por Moscú. Durante el cardenismo esto
parecía claro y el auge económico de la posguerra cristalizó un
modelo de desarrollo económico excluyente que arrastró al
parecer a la burguesía nacional y, bajo el influjo de la Guerra
Fría, corrompió a la familia revolucionaria personificada en
especial por Miguel Alemán. En el mundo bipolar que a partir de
entonces confrontó en forma tajante dos sistemas económicos:
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el socialista representado por la Unión
Soviética y las nacientes democracias
populares y China y el capitalista hegemonizado por Estados Unidos, estaba
claro que éste último era el enemigo
principal a vencer. La Revolución
cubana, así como el asedio y las agresiones que de inmediato sufrió por parte
de Estados Unidos (notablemente la
invasión a Bahía de Cochinos), no
hicieron sino confirmar esta creencia.
Y si en los de arriba agudizó los sentimientos conservadores y francamente
anticomunistas, en muchos sectores
populares y en los núcleos de izquierda renovó las convicciones nacionalistas y la necesidad de reforzar la lucha
contra el imperialismo como una forma
de defender por supuesto a la naciente
Cuba revolucionaria. La oleada de
revoluciones anticoloniales, la derrota
francesa en Vietnam y la invasión norteamericana en este país y luego de
República Dominicana en 1965, alentaron igualmente el internacionalismo
lo mismo que la necesidad de defender
la nación.
Las políticas económicas excluyentes y la modernización desigual
combinadas con el despotismo autoritario conducido por un presidencialismo de más en más conservador e
intolerante, atrapado de hecho por la
lógica de la Guerra Fría impuesta por
el poderoso vecino del norte, fueron
factores que a ciertos ojos de la población y de la izquierda desenmascararon a la pretendida “Revolución hecha
gobierno”, despojándola de la fachada
nacionalista y popular. Ni la mexicanización de la industria eléctrica, ni el
relanzamiento de ciertas reformas sociales con las que el gobierno de Adolfo
López Mateos buscó echar agua de
olvido a la represión devastadora contra las luchas del 59, ni siquiera la política ambigua respecto a las adversas
pretensiones estadounidenses contra
Cuba, consiguieron remozar la descarapelada fachada nacionalista y popular
que tanto había servido al régimen priísta para reproducir su consenso social,
su legitimidad. En realidad, la Guerra
Fría acabó por deslavar las tonalidades
pretendidamente antiimperialistas que
lombardistas y comunistas (quienes
en ocasiones difícilmente se distinguían) percibían en el régimen, principalmente desde los días de Lázaro
Cárdenas y la expropiación petrolera.
Si la revolución cubana alentó la
reacción conservadora e incluso anticomunista guarecida bajo el manto de
la Guerra Fría, apoyada en los hechos
por el régimen, también favoreció las
movilizaciones solidarias de diferentes núcleos sociales y de amplios sectores intelectuales y de izquierda, que
tendieron a reagruparse e incluso, en
1961, desembocaron en la fundación
del Movimiento de Liberación Nacional
(MLN). La polarización del ambiente
político nacional posibilitó que se fueran ampliando las franjas de la sociedad
inconformes, críticas frente al gobierno
y que en las peores condiciones desplegaran luchas reivindicativas lo mismo que cívicas y solidarias. Por varias
regiones del país, en efecto, fueron
brotando movilizaciones (estudiantes,
campesinos, médicos, maestros, transportistas, población en general) que
invariablemente tuvieron como respuesta gubernamental la cerrazón intransigente y la represión, el asesinato
a mansalva como en el caso de Rubén
Jaramillo y su familia, alentando
incluso levantamientos y fugas guerrilleras de sectores acorralados, particularmente en Chihuahua y Guerrero.
Todas estas situaciones empujaron a la izquierda, o a algunas de sus
porciones organizadas, a encontrar
nuevos perfiles al enemigo. Particularmente la corriente espartaquista que
se fue ampliando y diversificando,
concluyó que había que buscar al enemigo en casa, que al
imperialismo omnipresente en el mundo bipolar habría que
descubrirlo y combatirlo también en el país. Sectores de la
intelectualidad progresista, núcleos sociales tocados por la
resistencia y diferentes sectores de izquierda —además de la
espartaquista— fueron cayendo en la cuenta de que era necesario deslindarse de un Estado y un régimen que ya no eran lo
que fueron o creyeron que eran, los que renegaban en los
hechos de sus orígenes y rehacían un orden excluyente, intolerante, atemorizador y sumamente opresivo. Con el tiempo,
hasta el PCM comenzará a cambiar sus concepciones.
Lázaro Cárdenas, quien después de su presidencia había
mantenido una presencia alerta y equilibradora al interior, pero
a la vera del régimen, también pareció deslindarse del curso
derechista de la “Revolución hecha gobierno”, animando con
su actitud decidida en defensa de la revolución cubana las
movilizaciones en torno a ésta y el reagrupamiento de las
izquierdas, que dieron origen al MLN, que sin duda no hubiera
surgido sin su iniciativa. Empero, al final de cuentas muy pronto se contuvo, optó por regresar al redil, se desprendió de la
izquierda y avaló la candidatura presidencial de Gustavo Díaz
Ordaz, aún cuando esto significó el debilitamiento de lo que
aparecía como su corriente y la disgregación de la organización
por él creada bajo el influjo de la revolución cubana y el tufo
conservador del régimen que como nadie ayudó a construir. En
el fondo, de esta manera podría progresar más libremente la
autonomía de la izquierda y del movimiento social respecto a
todas las fuerzas del transfigurado régimen autoritario.
Las movilizaciones reivindicativas y reagrupamientos
políticos amplios de la izquierda no prosperarían entonces,
pero se sembró la simiente de la resistencia autónoma y la crítica del orden establecido y hasta fructificarían en un estallido
masivo durante 1968, que como nunca pondrá en entredicho la
prepotencia y el autoritarismo, la cerrazón y la intolerancia del
llamado régimen de la revolución mexicana y colocará a la
orden del día la exigencia del diálogo (el diálogo público) y la
democracia, hasta ese momento ausentes en México.
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7. Expulsiones y rupturas no eran cosa nueva en la
izquierda mexicana, particularmente en el Partido Comunista
Mexicano, fundado ya en 1919, de donde provino a través de
los años la mayoría de los militantes y personajes identificados
con esta vertiente política. Pero las que se produjeron después
de la derrota de 1959, dieron lugar a un proceso de recomposición y reorganización de la izquierda que sería uno de los
afluentes que desembocaron en el 68. En 1960 arrancó ese proceso con la formación por parte de Revueltas y sus compañeros, expulsados del PCM, de la Liga Leninista Espartaco
(LLE), dando origen a la corriente espartaquista. A ésta se unieron otros desprendimientos críticos del partido comunista,
como el excluido Comité del Distrito Federal encabezado por
Rousset, pero a través de la creación de su propia organización
(PRP-LCPRP). Se desplegó entonces un proceso de rupturas y
reagrupamientos que culminó con la creación en 1966 de la
Liga Comunista Espartaco (LCE), que fue la organización al
margen del PCM que alcanzó mayor extensión e influencia,
pero que se disolvió después del 68. Surgen igualmente diversos núcleos identificados con el trotskismo.
Los grupos espartaquistas brotan como opciones críticas
al PCM y otros partidos de la izquierda y tratan de entender los
cambios del país; intentan una lectura crítica de la realidad y
del proceso histórico, no exenta de esquematismo y cierto doctrinarismo, aunque pusieron en entredicho muchos de los mitos
oficiales de la “Revolución hecha gobierno”, considerados
hasta entonces como verdades. A pesar de su ideologismo y de
sus enfrentamientos constantes que los conducirán a la pulverización, pretendieron realizar una acción política renovada que
pudo concretarse muy poco por sus debilidades y su aislamiento social. Su labor en gran medida tendió a ser teórica, o si se
quiere incluso ideológica. Representó una actividad teórica y
política, que al calor de las movilizaciones de los años sesenta
se sumó a otras de carácter social y político, que convergieron
en los hechos preparando en cierta medida las condiciones para
el estallido de 1968. Por eso, a pesar de que en lo fundamental
fueron barridos todos los agrupamientos preexistentes por el
movimiento estudiantil-popular, anunciaron el nuevo movimiento de izquierda en México que, después del 68, poco a
poco cobrará forma en medio de la insurgencia sindical y el
auge de masas de los años setenta. Esta nueva izquierda se diferenciará de la que devendrá izquierda tradicional, básicamente
identificada con el PCM (el lombardismo quedará asimilado
en los hechos por el PRI), incorporará a nuevas generaciones
que ya no provendrán como antes sólo de las franjas o del
entorno del PCM, principalmente jóvenes y estudiantes, y se
asumirá como una izquierda crítica, revolucionaria, radical y
autogestionaria que se desplegará mediante diversas identidades y organizaciones políticas y sociales.
Hijos de la Guerra Fría, hijos de la intolerancia, los nuevos izquierdistas serán asimismo hijos de la coexistencia pacífica impulsada por la Unión Soviética y de la pugna que
desatará con el Partido Comunista Chino y el gobierno de la
República Popular China; hijos a la vez de la Revolución cubana y característicamente de Ernesto Che Guevara. Extrañamente, cuando se definieron precisamente por la idea de
nacionalizar la teoría y descubrir al enemigo en el propio Estado desenmascarado y en las burguesías instaladas en el país,
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aliados o sujetos al imperialismo norteamericano, los espartaquistas en
gran medida se pelearon entre ellos y
se dividieron hasta volverse microorganismos insignificantes —como los
llamó González Rojo—, en gran medida por los posicionamientos en torno a
los debates en el movimiento comunista internacional. La Revolución Cultural China agravó la polarización y el
doctrinarismo. Los acontecimientos
internacionales (la guerra de los 6 días
desatada por Israel contra los árabes,
los bombardeos norteamericanos en
Vietnam, el asesinato del Che en Bolivia, el sofocamiento de la Primavera
de Praga por medio de la ocupación de
Checoslovaquia por las tropas del
Pacto de Varsovia, etcétera) siguieron
determinando en no poca medida la
actividad y los debates de la izquierda,
más todavía con las dificultades que
resentían las movilizaciones sociales y
su invariable aplastamiento por parte
del gobierno.
A pesar de sus intenciones críticas y reflexivas los nuevos militantes
de izquierda eran también, precisamente, producto del esquematismo, de
las formulaciones contundentes, los
juicios tajantes que caracterizaron
muchos de los debates y escisiones. Su
ventaja, su antídoto de efecto retardado, fue que nacieron asimismo bajo el
influjo de movilizaciones sociales
sumamente ricas e imaginativas, que a
pesar de sus desenlaces adversos los
atrajeron e involucraron cada vez más
en una actividad reflexiva y crítica, al
igual que en rupturas entendidas en
tanto formas de supervivencia política
e intelectual. Sólo el 68 cambió todo,
pero el terreno se fue preparando desde
los años que siguieron a la derrota
ferrocarrilera y sus secuelas.
país la forma de guerra sucia, terrible y devastadora contra una
parte de la izquierda que nació en 1968, la cual se dio al margen,
o como telón de fondo, de un auge sin precedentes del movimiento de masas. El modelo económico centrado en la intervención estatal y el régimen corporativo autoritario empezaron
a hacer agua en esos años en que también la economía mundial
agota su largo ciclo expansivo de posguerra, y acabaron por
erosionarse hasta hacer crisis y sus conductores verse constreñidos por las movilizaciones y las exigencias de la sociedad a
abrir cada vez más espacios y a flexibilizar ciertos mecanismos
corporativos, minados a final de cuentas. El ocaso del mundo bipolar coincidió con la insurrección democrática de una ciudadanía trunca que en 1988 repudió lo que quedaba de la desfigurada
“Revolución hecha gobierno” y se topó con las resistencias de
ésta al cambio que sin embargo resultará inevitable.
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Biliografía
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1969-1995, UAM-X, México, 1997.
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Ilán Semo y otros, La transición interrumpida. México 1968-1988, Universidad Iberoamericana/Nueva Imagen, México, 1993.
8. Aunque el gobierno de Díaz
Ordaz y 1968 representaron el cenit de
una modernidad despótica que aquél
pretendió se condensara en la Olimpiada, igualmente expresaron el climax de
la Guerra Fría en México. Ésta sin embargo prosiguió en el trasfondo hasta
1989, cuando concluye formalmente
con la caída del Muro de Berlín y el
desplome de la URSS y el bloque soviético. Al final de los sesenta y parte de
los setenta la Guerra Fría asumió en el
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