DE VEZ EN CUANDO Adrede, contra el silencio aleve Con cuánta luz he visto que no tienen alas los verdaderos ángeles. Carlos Pellicer Por René Rodríguez Soriano | © MEDIAISLA Nada puedo hablar sobre la nada sin rondar la otra orilla. Ya ha dicho el Gabo que su abuelo dijo que no existe, y contundente y sin mitrado confirmó José que virgen y desnuda es un proyecto de ser, lejos de la esencia de lo que fuimos o creímos ser. Hay seres o proyectos que se lanzan a las fauces de un camión sin rumbo y a nadie le motiva siquiera anotar la chapa. En cambio hay otros que van de un lado a otro repartiendo simiente, miel y luz a bordo de una mariposa sin prefijos en las alas. José se regresó solito a diluviar las tardes secas de Sabana Yegua; tal vez iba descalzo, igual que uno cualquiera de sus múltiples encuentros con gendarmes y alcahuetes "del orden". Nada hay que no sea un regreso, un pisar nuestras huellas; y no lo habrá. Todo es según la acera desde la cual se mire. No se puede escribir con los zapatos puestos mientras el orbe hace tanto rato precisa de una buena remonta; José Galván lo sabía, el cielo no es masilla. Tal vez lo aprendió de tanto patear y ser pateado calle arriba y calle abajo. Se escribe a trompicones, entre las heces y desechos, mordido por la mugre de las normas y preceptos tan siempre retorcidos y vapuleados por las trullas del dolo y el ardid. Total, nadie te lee si no te adosas a las nóminas del sin nariz que corta el bacalao. Nada puedo hablar sobre la muelle alfombra del cascajo a pleno sol del mediodía, sin zapatos sin pan sin insulina. La gente mide a uno —amamos tanto la gravilla y nos seduce tanto—, por la ausencia o desgaste de las cerdas del cepillo con el cual le pules su ignorante petulancia. La mantequilla se derrite, igual que tiembla el mentecato, el necio, ante la luz descalza de la lámpara de Diógenes. También Goico lo sabía, y de seguro, ahora más que nunca, sin el aguijón de la camisa y en su nube, nos miran y sonríen sin malicia, a despecho de las rechiflas y los halagos. Nada sé sobre el monte y sus innúmeros manantiales y riachuelos; lo poco que conozco, me lo contó Galván en un banco de parque. Sin religión y sin bandera, metro a metro y sin cansancio, me llevó del baldío a la neblina, más allá de donde llegan con su machete los ministros y los congresistas. Y escribió. No sé lo que escribió. Capaz que nos dejara oculta debajo de una piedra de la cordillera las claves, o parte de ellas, para comprender nuestro trunco proyecto de ser, escritas con hambre y con sed de justicia y de pan. Es cierto que le vapulearon tanto, y tanto fuero le negamos, que cada vez se fue tornando más esquivo y parco. Dicen que hasta agresivo, diseñando en un vitral su propio paraíso, sin Eva y sin Adán, nadando entre las aves turbias de la indiferencia y el desdén. Nadie ha visto jamás la parte atrás de un árbol. Él no era un monje, un sibarita, un petulante, disfrazado de cometa. Ni siquiera un ángel; de vez en cuando iba de un colmado a otro tras el néctar del olvido. En una de esas calles nos cruzamos la última vez, no importa cuándo. El domingo pasado, por los caminos de la orilla, y a pie como siempre, viajó a otros valles para contarnos los rumores y murmurios del arroyo, del verde y la jarina. [Para José Galván, a pan y agua desde y hacia la rabiza] [René Rodríguez Soriano]