Reflexiones sobre la cultura global Roberto R. Rodríguez* Resumen Sobre el interrogante ¿qué es la “cultura global”?, es muy habitual encontrar rápidas respuestas que apuntan, la mayoría, en direcciones muy diversas. Este contexto es posible debido a que la denominada “globalización”, desde inicios de la década del ’90 del siglo XX, se ha convertido en un término de uso diario, cotidiano. Por lo tanto, no nos resulta sorprendente que, frente a este interrogante, encontremos respuestas tales como “representa una nueva era en la historia humana”, “constituye la constatación de que hemos ingreso a la postmodernidad”, “es el mundo virtual de Internet, de la televisión satelital y del teléfono celular, es decir, vivimos la instantaneidad de la comunicación y de la información”, “globalización significa zapatillas Nike-Adidas, los jeans Levys, remeras Benetton, anteojos Police, bebidas Coca-Cola y las hamburguesas McDonald´s”, ó “es la norteamericanización del mundo”. Estas respuestas conforman una reacción un tanto emotiva frente al problema, quizás más verosímil que verdadera, y tienden a una gran simplificación de las cosas, aunque en ningún caso no significan que no admiten rasgos sustanciales de realidad. Estas interpretaciones sobre un concepto tan complejo revisten una gran importancia dado que la “globalización” nos plantea desafíos que requieren de respuestas firmes, y para ello debemos tener en cuenta una idea coherente, clara y previa de la problemática en cuestión. Ello nos servirá para concebir determinados puntos de referencia, situándonos frente al mundo globalizado. Para el análisis de la cuestión cultural, abordaremos algunos conceptos teóricos para comprender la “cultura global”. Palabras clave: Globalización – Cultura – Mundialización A propósito de algunos lineamientos teóricos El proceso de globalización y el desarrollo acelerado de las nuevas tecnologías de la comunicación han producido en el mundo una serie de cambios fundamentales en todo nivel: político, económico, social y cultural (Dieterich, Dussel, Franco y otros, 1999, pp. 211-212; Lins Ribeiro, 2003, pp. 22-27). Atravesamos un período que significa la reestructuración de todos los “órdenes” establecidos. Una época de retos y luchas para que la globalización sea positiva y equitativa para todas las sociedades e individuos del planeta. Indudablemente, la globalización es indisoluble de la actual “sociedad de la información” (también denominada “sociedad multimedia”, “sociedad documental”, “sociedad-red”, “sociedad del conocimiento”), plantea una serie de cuestiones sobre la influencia de las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación (TIC) 1 en el entorno del individuo y supone una reflexión sobre la transformación de la vida cotidiana y de las formas de organización social. Se acentúa el impacto de la informatización sobre las comunicaciones inmateriales, las que llevan noticias, datos, textos u órdenes a través de un sistema. El avance en la comunicación, en la información en todos sus sentidos, es una característica inconfundible del siglo XXI, pero los años 80 y 90 del siglo XX han visto acelerarse extraordinariamente el proceso, de tal forma que se ha introducido el concepto de “sociedad red” o “sociedad informacional”2, un concepto que implica la comunicación social digitalizada, la realización de operaciones en “tiempo real”. De manera que la sociedad en que vivimos hoy es radicalmente distinta a la de décadas anteriores por la irrupción de una nueva forma de entender la comunicación y, por tanto, la socialización de las personas (De Pablos Pons, 2008, pp. 2-3). Además, es fácil observar que convivimos, por ejemplo, con la aparición de nuevas generaciones de adolescentes con hábitos de consumo muy diferenciados y singulares en los que las formas de comunicación actuales ejercen una notable incidencia. Este complejo escenario tecnológico ha provocado cambios esenciales en el propio concepto de información ya que es visto como un recurso y un bien con características particulares. El nuevo concepto de información incluye el ser un recurso expandible, transportable, diseminable y compartible que, al apropiarse de las nuevas tecnologías, 1 Es necesario aclarar que cuando hablamos de tecnologías de la información y la comunicación no hacemos referencia sólo a Internet, sino al conjunto de tecnologías microelectrónicas, informáticas y de telecomunicaciones que permiten la adquisición, producción, almacenamiento, procesamiento y transmisión de datos en forma de imagen, video, texto o audio. Simplificando el concepto, llamamos nuevas tecnologías de la información y la comunicación a las tecnologías de redes informáticas, a los dispositivos que interactúan con éstas y a sus recursos. 2 Castells propone una distinción entre sociedad de la información y sociedad informacional. Para él, el término sociedad de la información es irrelevante para la comprensión del fenómeno de la globalización. “La información, en el sentido de comunicación del conocimiento, es un atributo de todas las sociedades. En efecto, todas las sociedades han dispuesto de sistemas propios de comunicación de la información, unos más rudimentarios, otros progresivamente más sofisticados. El término "informacional" pretende subrayar el atributo de una forma específica de organización social, tecnológicamente avanzada, en la que la generación, procesamiento y transmisión de la información se han transformado en las principales fuentes de productividad y de poder.” (Wortman, 2009, pp. 2-3; Castells, 1999, p. 47; Coll, 2005). provoca cambios trascendentales en la esfera de la comunicación. Es así que surgió la idea de la aplicación de conocimiento al conocimiento con el objetivo de llegar a uno superior. Fue planteada por Peter Drucker3 en la década de 1990, introduciendo el concepto de “Sociedad del Conocimiento”. Su análisis se centró en la reorganización del trabajo relacionada con el manejo de la información, y consideró la existencia de una auténtica revolución de carácter cultural, donde los trabajadores del conocimiento y la ciencia cognitiva tienen un lugar destacado. Un interrogante que surge tras abocarnos al tema de la globalización cultural es ¿existe una “comunidad global”, en sentido propio y no sólo figurado, a la cual se pueda pertenecer en diversos grados y formas mediante la apropiación subjetiva de un complejo simbólico-cultural que por fuerza tendría que ser también global? ¿o más bien habría que hablar de múltiples identidades globales construidas en torno a intereses monotemáticos o sectoriales, aunque de alcance global, como en el caso de los movimientos ecologistas, pacifistas, entre otros? Para una mejor comprensión, es preciso partir qué entendemos por “identidad”. Desde una perspectiva relacional, la identidad es un conjunto de repertorios culturales interiorizados (representaciones, valores, símbolos, etc.) a través de los cuales los actores sociales (individuales o colectivos) demarcan simbólicamente sus fronteras y se distinguen de los demás actores en una situación determinada, todo ello en contextos históricamente específicos y socialmente estructurados. En la perspectiva de la sociología clásica (Weber), los actores sociales tienen acceso a esos repertorios identificadores y diferenciadores a través de su pertenencia (subjetivamente asumida) a diferentes tipos de colectivos, sean grupos, redes sociales o grandes colectividades como las “comunidades imaginadas” de Benedict Anderson (1991). Así, por ejemplo, por pertenecer a una iglesia católica, nos apropiamos, al menos parcialmente, de su repertorio simbólico-cultural (credo, dogmas, rituales) para definir la dimensión religiosa de nuestra identidad. Algunos teóricos de la globalización afirman la existencia de un “sentido de pertenencia global” (“a sense of global belonging”), con una ampliación creciente, que implicaría la percepción del mundo como una “comunidad globalizada”4. Con esta perspectiva, Robertson (1992) afirma que la conciencia global del mundo como un todo, alimentada por experiencias inducidas a través de los media y estimulada por las primeras fotografías de la Tierra desde el espacio, habría alcanzado un nivel de masa a partir de la década de 1970. 3 Citado en Crovi Druetta (2004, p. 41). Es necesario aclarar que los autores referidos a continuación no utilizan el concepto de “comunidad” en el sentido tradicional, es decir, como una solidaridad grupal localmente arraigada y alimentada por relaciones cara a cara, que se opondría a la “sociedad” entendida como asociación racional, abstracta y orientada a fines instrumentales, sino en un sentido más amplio, desligado de toda referencia territorial y de toda idea de proximidad. La condición mínima para que pueda hablarse de comunidad sería la existencia de “experiencias compartidas” (Giddens, 1990, p. 41) simultánea por cierto número de personas, lo que puede darse también a distancia entre individuos y grupos territorialmente muy dispersas, gracias a las técnicas modernas de comunicación. En este mismo sentido, Anderson (1991) habla de la “comunidad imaginada” que se caracteriza por el sentimiento compartido de una “profunda camaradería horizontal”. 4 En consecuencia, estaríamos presenciando la intensificación de la toma de conciencia del mundo como un “lugar único y singular que todos compartimos” (“the world as a single place”) (Robertson, 1992, pp. 25-32). Ahora bien, ¿qué es lo que se comparte a nivel global en términos de intereses materiales o simbólicos para hablar en sentido propio de una “comunidad global” o, lo que es lo mismo, de un “sentido de pertenencia global”? La respuesta, desde la perspectiva cultural, sería la cultura mass-mediática, es decir, la cultura globalmente difundida por los medios de comunicación masiva. El mundo debería concebirse entonces como una comunidad global “mass-mediada”. Como ejemplo del potencial unificador de las redes mundiales de comunicación, podríamos tomar la experiencia de participación global producida por la transmisión en vivo de ciertos eventos de masa vía satélite, como los organizados, en la década de 1980, por Band Aid, Sport Aid, Live Aid, y el movimiento Free Mandela. Muchos de estos eventos habrían tenido un contenido moral de alcance universal. Sin embargo, muchos estudios ponen en duda el supuesto poder identificador de la “cultura mass-mediada” a nivel global. Se señalan el carácter efímero, superficial y transitorio de las alianzas ocasionales suscitadas por los media en el ámbito de sus respectivas audiencias, por extensas que éstas sean. Además, si bien se puede aceptar que los mass-media nos han abierto al mundo y constituyen instrumentos poderosos para reforzar y alimentar identidades colectivas preexistentes, como las nacionales, por ejemplo, hay que poner en duda su capacidad de crear “ex nihilo” identidades colectivas. Esta incapacidad radica en el tipo de experiencia y de comunicación que pueden proporcionar los mass-media: se trata siempre, sobre todo en el caso de la televisión, de un modo de comunicación monológica, y no dialógica. Y resulta difícil concebir una comunidad fundada en relaciones puramente monológicas, sin reciprocidad y sin la posibilidad de un mínimo de intercambio dialógico entre los actores sociales. Los cambios culturales Lógicamente es conveniente, para una mejor comprensión del tema, esbozar nociones sobre “cultura”. Partiremos de una distinción que García Canclini (1997) ha destacado: la cultura no puede coincidir con la totalidad de la vida social. Más bien, en la definición sociosemiótica se está hablando de una imbricación compleja e intensa entre lo cultural y lo social. Dicho de otra manera, todas las prácticas sociales contienen una dimensión cultural pero no todo en esas prácticas sociales es cultura. Cuando decimos que la cultura es parte de todas las prácticas sociales, pero no es equivalente a la totalidad de la sociedad, estamos distinguiendo cultura y sociedad sin hacer una barra que las separe, que las oponga enteramente. Estamos creando un entrelazamiento, una ida y vuelta constante y sólo, por un artificio metodológico-analítico, podemos distinguir lo cultural de lo que no es. El autor mencionado ofrece un ejemplo muy sencillo para aclarar dicha distinción: si vamos a una estación de servicios y cargamos nafta en el automóvil, ese acto material, físico y económico, muy concreto, está cargado de significaciones ya que, vamos con un automóvil con cierto diseño, modelo, color y actuamos con cierto comportamiento gestual. Toda conducta está significando algo, está haciéndonos participar de un modo particular en las interacciones sociales. Hay otro autor, que permite comprender mejor esta distinción, pues se refiere a la cultura como el conjunto de los procesos sociales de significación. Nos referimos a Jean Baudrillard (1993, pp. 25-30) quien para salir del esquema marxista acotado de que todo objeto tiene sólo un valor de uso y un valor de cambio, ha señalado que cada objeto tiene un plus agregado de valor en la sociedad de consumo: el valor signo y el valor símbolo. Analicemos esto a través de un ejemplo. Supongamos que poseemos una heladera: su valor de uso consiste en enfriar los alimentos y el valor de cambio es aquello por lo cual dicho objeto puede ser intercambiado, por ejemplo el equivalente dinero. Sin embargo, para Baudrillard existe otro valor agregado: imaginemos que dicha heladera es importada y si se encuentra en el contexto de una cultura donde existe una jerarquía superior de lo importado en relación a lo nacional, la heladera en cuestión poseerá un valor agregado de distinción, que ya no depende del valor de uso. Pero, además, el autor le agrega el valor símbolo: esa heladera puede ser un obsequio muy apreciado, de modo que no es cualquier heladera sino tiene una significación personal muy particular. Ambos valores (el valor signo y el valor símbolo), corresponden a la dimensión de la cultura. Este ejemplo nos servirá para comprender que la lógica de la sociedad de consumo pivotea (en gran medida) sobre la dimensión cultural del objeto, es decir, sobre el plano de las significaciones (piensen, por ejemplo, las razones por las cuales la lógica publicitaria apela al plano de las significaciones para la venta de un producto; si no fuera así, no haría falta una modelo espectacular para vender un electrodoméstico pues ¿qué le “agrega” ese cuerpo espléndido al valor de uso del electrodoméstico?). Lo expresado permite explicar en gran medida el valor estratégico que ha adquirido el estudio de la cultura en el mundo contemporáneo. Como lo han destacado Bayardo y Lacarrieu (1999), la cuestión cultural adquiere en tiempos de la globalización una relevancia extraordinaria. En el pasado, los abordajes de la realidad se hacían desde la perspectiva económica, política o histórica, pero la cultura aparecía confinada a un lugar de complementariedad explicativa. En la actualidad, por el contrario, son sujeto-objeto de la cultura tanto los jóvenes como el espectáculo, la salud, el trabajo, etc. Los Estados, las empresas han constituido a la cultura en un recurso estratégico en la competencia por territorios, mercados consumidores y en las soluciones de diversos conflictos sociales. En ese sentido: “la cultura es ahora tan material como el mundo. A través del diseño y las tecnologías, la estética ha penetrado ya el mundo de la producción moderna. A través de la comercialización y el estilo, la imagen provee un modo de representación y narrativización ficcional del cuerpo sobre el que tanto se apoya el consumo moderno. La cultura moderna es, sin duda, material en sus prácticas y modos de producción. Y el mundo material de las mercancías y tecnologías es profundamente cultural” (Hall, 1993, p. 42). El intercambio de productos, la mundialización de bienes y servicios, demanda un piso común de códigos compartidos, esquemas de percepción y valoración estandarizados. Como lo destaca Margulis: “Cada nuevo producto coloniza un espacio semiológico, se legitima en un mundo de sentidos y de signos, arraiga en un humus cultural” (Margulis, 1996, p. 8). Y de allí el carácter estratégico de la dimensión cultural. Cuando hace algunos años Mc Donald`s extendió sus brazos hasta Moscú, un gerente de la empresa afirmó “We are going to Macdonaldize them”, expresando la estrategia de instalar un espacio de nuevos valores y gustos, en un territorio cultural denso en tradiciones estéticas y culinarias diferentes. Generalmente se destacan los aspectos políticos, económicos, tecnológicos que conlleva el impacto de la llamada globalización, sin embargo dado que concebimos a la cultura como una dimensión de todos los fenómenos sociales se puede entender que “el análisis de la globalización desde la dimensión cultural está íntimamente vinculado con el estudio de ese proceso en el plano histórico, económico, político y financiero” (Margulis, 1996, p. 5). Muchas veces se ha insistido en el análisis de la dimensión cultural de la globalización ofreciendo una visión dicotómica de sus implicancias: por una parte, la expansión tecnológica y comunicacional propiciaría una estandarización cultural que favorecería la anulación de las diferencias entre las sociedades, al punto que los miembros de la “aldea global” (es decir, de todas las sociedades) integrarían una escena común con códigos y valores similares y compartidos. Desde la visión opuesta, la globalización no es productora de unicidades sino de multiplicidades. Su evidencia: el resurgimiento de demandas locales, la oposición a todo principio unificador por parte de movimientos segregacionistas en distintos puntos del mundo. Por lo tanto, la globalización exige diferenciar dos movimientos simultáneos: uno que integra y estandariza desde el punto de vista social, otro que fragmenta y segrega; pero ambas líneas de fuerzas no deben ser interpretadas como movimientos distintos y contrapuestos, sino como las dos caras de un mismo proceso. Renato Ortiz (1997) señala diferencias entre los conceptos de internacionalización y globalización. La internacionalización se refiere al aumento de la extensión geográfica de las actividades económicas más allá de las fronteras nacionales, proceso que no es novedoso. Pero la globalización es una modalidad más compleja que la internacionalización, ya que conlleva la producción, distribución y consumo de bienes y servicios organizados a partir de una estrategia mundial y dirigidos hacia un mercado mundial. Esto corresponde a un nivel y a una complejidad del desarrollo económico cualitativamente diferente al pasado. Pero Ortiz, además, diferencia la dimensión cultural, es decir, diferencia la globalización de la tecnología y la economía, de la mundialización de la cultura. En tanto en el mundo contemporáneo existe una única economía, el capitalismo, y existe una única infraestructura tecnológica. La cultura por el contrario, se mundializa pero tiene que dialogar con o contra otras culturas y otras concepciones del mundo. El concepto de desterritorialización ha sido pensado como categoría analítica, pues la mundialización de la cultura incluye espacialidades que obligan a modificar ciertas nociones tradicionales de interpretación de la realidad. Este investigador emplea la noción de desterritorialización como categoría importante en su línea de pensamiento, pero utiliza al menos tres acepciones diferentes para dicho concepto, aunque muy relacionadas entre sí. En primer lugar (es decir, la primera acepción) se refiere a los espacios desterritorializados como aquellos que no están limitados por fronteras físicas o demarcados por territorios nacionales. Vinculada a esta acepción (y como segunda variante) R. Ortiz remarca que en este momento tan particular de la historia, gran parte de los bienes y mensajes que se consumen en cada nación no se han producido en su propio territorio, ni llevan signos exclusivos que los vinculen a la comunidad nacional, sino otras marcas que más bien indican su pertenencia a un sistema desterritorializado. Aclaremos esta definición. Si uno recurre a las categorías tradicionales de espacio tal como lo hemos aprendido en geografía, se diría que cuando hablamos de lo local, lo nacional y lo global, uno reflexiona en términos de unidades autónomas. Lo local se refiere a un espacio restringido, bien delimitado, en cuyo interior se desenvuelve la vida de una comunidad o un grupo de personas. En este caso, por su proximidad, por el contraste en relación con lo distante, se lo suele asociar a la idea de lo “auténtico”. Cada lugar entonces, es una entidad particular y una discontinuidad espacial. Lo nacional, en cambio, presupone un espacio más amplio y engloba a los “lugares”, contrastando y superando dicha diversidad. Lo nacional es una dimensión construida por una ingeniería llevada a cabo por el Estado, el mercado, los intereses geopolíticos, la unidad de la lengua. Se reconoce una “cultura nacional”, aún cuando está claro que ella se realiza de manera diferenciada en los diversos contextos de los localismos o regionalismos que integran una nación. Si pasamos a otro nivel de análisis, lo global, ya no es tanto la unidad lo que cuenta –como en el plano de lo nacional- sino la diversidad. En el conjunto de las naciones, cada una de ellas debe ser analizada en base a sus diferencias; es decir, lo nacional asume cualidades de lo “local”. La identidad de los pueblos se constituye entonces como diferencia contrapuesta a lo que es “exterior”. Ahora bien, Ortiz afirma que cuando se piensa en estos términos, el concepto de globalización asume una interpretación muy particular. Es decir: en base al razonamiento anterior, lo “local”, lo “nacional” y lo “global”, aparecen como un ordenamiento entre niveles espaciales claramente diferenciados, como unidades autónomas, y por lo tanto, lo que se debe entender son las interrelaciones entre ellas. Entonces, se afirma que lo “local” se relaciona con lo “nacional”, que lo “nacional” resiste o se somete a lo global; en esta dirección la reflexión nos conduce a unidades antitéticas: nacional/local o global/nacional, pues el argumento supone la existencia de límites claros que separan cada una de esas espacialidades. También lo anterior puede expresarse en términos de inclusión y no de interacción. En este caso, lo “global” incluye lo “nacional”, que a su vez incluye lo “local”. Es decir, hay un conjunto más amplio que engloba otros dos subconjuntos. Frente a estas consideraciones, Ortiz (1996) afirma que en el contexto actual las fronteras entre las espacialidades mencionadas, difícilmente son tan nítidas al punto de poder ser cartografiadas de ese modo. Por ello sostiene, que el proceso de desterritorialización sirve para pensar las nuevas condiciones que emergen en el contexto de mundialización de la cultura. Cabe destacar además, siguiendo una propuesta de Clifford Geertz (2003), cultura se entiende generalmente como “repertorio de pautas de significados”. Es así que la cultura es definida simplemente como un repertorio de creencias, estilos, valores y símbolos. Pero, para evitar malentendidos hay que añadir la distinción entre formas interiorizadas (o formas simbólicas) y formas objetivadas (prácticas rituales, objetos cotidianos, religiosos, artísticos, etc.) de la cultura así entendida. Esta manera de concebir la cultura implica no disociarla nunca de los sujetos sociales que la producen, la emplean o la consumen. No existe cultura sin sujeto, ni sujeto sin cultura. Muchos análisis consagrados a la cultura global radica precisamente en la tendencia a privilegiar sus formas objetivadas (productos, imágenes, artefactos, informaciones, etc.) tratándolas en forma aislada, sin la más mínima referencia a sus usuarios y consumidores en un determinado contexto de recepción. Así, cuando buscamos ejemplificaciones más concretas de la “cultura mundializada” en los trabajos de JeanPierre Warnier y Renato Ortiz, sólo encontramos una larga lista de los denominados “íconos” de la mundialización: jeans, T-shirts, tarjetas de crédito, ropas Benetton, shopping centers, McDonalds, pop-music, computadoras, Marlboro, etc. De aquí a la cosificación de la cultura parece haber muy poco trecho. La comunidad global En un plano científicamente menos pretencioso, se identifica la “comunidad global” con una supuesta “clase media mundializada” (Bauman, 1998, pp. 94-95), constituida por una élite urbana y cosmopolita sumamente abierto a los cambios de escala, que habla inglés, y comparte modos de consumo, estilos de vida, empleos del tiempo y hasta expectativas biográficas similares. Sería la élite que tanto en Tokio como en Buenos Aires, Los Ángeles, Londres, Ciudad de México, Sao Paulo y Bombay “se sientan para ver las mismas emisiones de televisión y usan zapatos de tenis de la misma marca para practicar la misma clase de deportes”. De modo muy semejante, Jonathan Friedman habla de una estructura mundial de clases que habría generado una “élite internacional constituida por altos diplomáticos, jefes de Estado, funcionarios de organismos humanitarios mundiales y representantes de organizaciones internacionales tales como las Naciones Unidas, que juegan al golf, cenan y toman cocktail juntos, formando una especie de cohorte cultural” (Friedman, 2001, p. 313). Dentro de este esquema, la identidad global por excelencia podría ser la del cosmopolita, un personaje de enorme movilidad que relativiza su pertenencia nacional y circula incesantemente por todas las culturas. No hay dudas de que se puede hablar legítimamente de una clase media citadina mundializada. Pero debemos tener en cuenta que, en este caso, sólo detectamos una categoría social abstracta (una “clase teórica”, diría Bourdieu), pero no una clase real capaz de movilizarse como un actor colectivo dotado de identidad propia. En efecto, sería sorprendente postular sentimientos compartidos y una solidaridad de clase real entre dos ejecutivos situados en lugares muy distantes, digamos el uno en Nueva York y el otro en Hong Kong, aunque vistan la misma marca. Ahora bien, sobre la figura del cosmopolita, ¿constituye realmente un modelo de identidad individual globalizada? Giménez (2000, pp. 35-36) cita estudios que plantean que la figura del cosmopolita implica una actitud frente a la cultura que se contrapone polarmente a la del localista. Como tipo ideal, el localista sería el que se identifica preferentemente con su cultura local, entendida como cultura anclada territorialmente y dinamizada a través de relaciones interpersonales “face to face”. El cosmopolita, en cambio, sería un sujeto de gran movilidad, abierto al contacto con todas las culturas y que, incluso, adopta una actitud positiva respecto a la diversidad misma, es decir, respecto a la coexistencia de diferentes culturas en su experiencia personal. Tal sería el caso de los diplomáticos, de hombres de negocios, ejecutivos transnacionales y de intelectuales urbanos que se mantienen en contacto a través de redes globales de intercambio cultural y se sienten “como en casa” en ámbitos culturales muy diferentes de los suyos. Este autor considera que no basta la movilidad para volverse genuinamente cosmopolita. Los migrantes laborales, los turistas internacionales, los exiliados y los expatriados siguen siendo en su mayor parte “localistas de corazón” y, por ningún motivo, desean desligarse de su lugar de origen (Giménez, 2000, p. 38). Desde el punto de vista identitario, difícilmente se puede atribuir al cosmopolita una identidad transcultural y mucho menos global porque, si bien circula entre diferentes mundos culturales, no llega a ser parte de ninguno de ellos. En efecto, participar en una cultura diferente de la propia no significa comprometerse con ella. A manera de cierre Estas consideraciones tratadas nos permiten elaborar algunas conclusiones: a primera vista, la globalización de la cultura aparece como una realidad obvia que puede comprobarse fácilmente con sólo mirar alrededor. Para ejemplificarla, se suele utilizar dos tipos de discursos. El primero, enfatiza la diversidad y fragmentación de la cultura, mientras que el segundo hace énfasis en la circulación mundial de los bienes culturales a través de los medios masivos de comunicación. En el primer caso el discurso se configura más o menos de la siguiente manera: “Se baila tango argentino en París, el bikutsi camerunés en Dakar y la salsa cubana en Los Ángeles. McDonalds sirve sus hamburguesas en Pekín, y Cantón su cocina cantonesa en el Soho. El arte zen de tiro de arco impacta el alma germánica. La baguette parisina ha conquistado África occidental. En Bombay, la gente ve al Papa a través de Mundo-visión, y los filipinos lloran la muerte de la princesa Diana presenciando en directo sus servicios fúnebres” (Warnier, 1999, p. 3). En el segundo caso, el discurso desarrolla más o menos la idea de que los mismos artistas, las mismas películas y los mismos programas de televisión, distribuidos por el mismo grupo de corporaciones transnacionales, son vistos en México, Río de Janeiro, Nueva York y Londres. “El mundo es nuestra audiencia”, reza un slogan de Time-Warner. Según el primer tipo de discurso, la cultura se vuelve “global” cuando ciertas formas, influencias o prácticas culturales originarias de ciertos lugares claramente localizables, se encuentran también en otras partes del mundo. Y desde el otro tipo de discurso, la “cultura global” es una cultura homogeneizada, industrialmente elaborada y difundida por el mundo entero por medio de los medios masivos de comunicación. Es importante la propuesta de Renato Ortiz pues permite considerar a la globalización de las sociedades y la mundialización de las culturas desde el abordaje de otra noción de espacialidad: como un conjunto de planos surcados por procesos sociales diferenciados. Esta mirada diferente permite relativizar la idea de cultura mundo, cultura nacional, cultura local como si fueran dimensiones opuestas que interactúan entre sí, sino más bien como realidades en las que el espacio debe estar anclado en la idea de transversalidad. El concepto de globalización fue motorizado en la década del ochenta por los hombres de negocios, luego pasó a los medios de comunicación y al sentido común. En líneas generales, una idea tan sencilla como que el mundo se está pareciendo cada vez más, dado que en todas partes las computadoras, las tarjetas de crédito o las muñecas Barbies tienen la misma significación, sirvió para “vender” las nuevas condiciones de la cultura. En esta línea, Benetton, Ford o Coca Cola, serían universales porque ya no tendrían nacionalidad alguna. Al mismo tiempo, los teóricos de la publicidad (los constructores de sentido en las sociedades contemporáneas) empiezan a divulgar la idea de que el mundo es cada vez más parecido y por lo tanto más homogéneo, de allí que es necesario instrumentar nuevas estrategias para que los expertos en mercadeo y publicidad, aprendan a mirar el mundo como un mercado global. La idea de espacialidades transversales postulada por Ortiz también nos permite pensar en “territorialidades” desvinculadas del medio físico, permite entender por ejemplo las similitudes existentes entre diferentes grupos sociales en distintas partes del mundo, grupos para los cuales el marketing global “construye” un mundo igual y cuyas vivencias, estilos de vida, costumbres similares les hace compartir la idea de vivir en un mundo único. En esos espacios globales, para esos estratos sociales “desterritorializados”, la cultura circula libremente más allá de toda atadura territorial. Pongamos un ejemplo: ciertos segmentos juveniles pertenecientes a sectores sociales medios o medio-altos, de la ciudad de Buenos Aires, pueden participar de expectativas comunes con grupos situados en otras partes del mundo, independientemente de sus orígenes espaciales. Se trata de segmentos cuyos estilos de vida se han aproximado porque han sido socializados en torno a objetos de consumo mundializados, vehiculizados por los mismos medios masivos de comunicación. Junto a las realidades nacionales y de clase se encuentran estos “estratos sociales desterritorializados” para los cuales las imágenes y los símbolos operacionalizados por una cultura mundializada son inteligibles. Jeans, zapatillas deportivas, cantantes de rock, MTV, constituyen la armazón que cohesiona a dichos jóvenes, una malla tejida en el horizonte de la mundialización. Si adoptamos la concepción simbólica de la cultura, asumiendo siempre el punto de vista de los sujetos que se relacionan con ella, podemos decir que: a) No se puede hablar de una “cultura global” unificada, homogénea y fuertemente integrada, siguiendo el modelo de las “culturas nacionales”, pero transportado a una escala superior. Ello requeriría la formación de una sociedad política y de una sociedad civil, ambas globales, que no se vislumbran ni remotamente. b) En el ámbito global, el panorama de la cultura se nos presenta más bien como una inmensa pluralidad de culturas locales crecientemente interconectadas entre sí, aunque siempre jerarquizadas por la estructura del poder, a las que se añaden, también en forma creciente, numerosos flujos culturales desprovistos de una clara vinculación con un determinado territorio. Son las llamadas “culturas desterritorializadas”, cuyo prototipo sería el intercambio de bienes, informaciones, imágenes y conocimientos, sustentado por redes globales de comunicación y dotado de cierta autonomía a nivel mundial. c) La cultura del consumo de productos de circulación mundial ha sido bien analizada por Renato Ortiz. Este autor plantea que esta cultura ha venido a desplazar el ethos centrado en el trabajo, el ahorro y el consumo frugal (característicos del primer capitalismo inspirado, según Max Weber, en la ética protestante), para sustituirlo por otro que coloca el confort y el consumo como valores centrales del estilo de vida moderno. También señala en qué sentido los bienes materiales de consumo llegan a integrarse al orden de la cultura: si bien se trata de objetos preponderantemente funcionales, se comportan también como signos o símbolos expresivos que frecuentemente connotan poder y status y determinan un estilo de vida considerado valioso. Referencias bibliográficas BAYARDO, Rubens y LACARRIEU, Mónica (1999). La dinámica global/local. Buenos Aires: Ciccus-La Crujía. BAUDRILLARD, Jean (1993). Cultura y Simulacro (1978). Barcelona: Kairos. BAUMAN, Zygmunt. (1998). La globalización. Consecuencias humanas. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica. CASTELLS, Manuel (1999). 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Clase “¿De qué estamos hablando cuando hablamos de globalización?” Curso Postgrado Globalización consumos e identidades en América Latina. Buenos Aires: CAICYT-CONICET. *** * Roberto R. Rodríguez: Profesor en Historia. Licenciado en Educación. Maestrando de la carrera Maestría en Metodologías y Estrategias de Investigación en Ciencias Sociales. Prof. Adj. en Antropología Sociocultural-Carrera Enfermería Universitaria (UNPA-UASJ). [E-mail: [email protected]].