Morir en paz: evaluación de los factores implicados

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ARTÍCULO ESPECIAL
Morir en paz: evaluación de los factores implicados
65.790
Ramon Bayés
Facultad de Psicología. Universidad Autónoma de Barcelona. Barcelona. España.
David Callahan1, en un artículo publicado en The New England Journal of Medicine en marzo de 2000, propone para
la medicina del siglo XXI dos objetivos fundamentales. El primero, el que la ha caracterizado desde su nacimiento como
ciencia y profesión: prevenir y curar enfermedades. El segundo, ayudar a los seres humanos a morir en paz; ya que
todos vamos a morir, tan importante como prevenir y curar
las enfermedades es conseguir que las personas mueran en
paz. Es interesante mencionar que, en los últimos años, tal
vez inspiradas por los trabajos pioneros de Cicely
Saunders2, Elisabeth Kübler-Ross3 y Eric Cassell4, las principales revistas médicas –desde The New England Journal of
Medicine hasta The Lancet, pasando por JAMA, British Medical Journal, Annals of Internal Medicine, entre otras– han
dedicado un espacio de sus páginas cada vez mayor a tratar los problemas que plantean los pacientes que se acercan por múltiples caminos5 al final de su existencia.
No hay duda de que se trata de temas que, por una parte,
interesan al estamento médico, sensibilizado de forma creciente por los aspectos éticos de su profesión6-9, pero que,
por otra, afectan también a todos los ciudadanos de nuestras sociedades envejecidas, como muestran los periódicos,
revistas y programas televisivos al destacar noticias y debates sobre la eutanasia, el suicidio asistido, los cuidados paliativos y los duelos colectivos ante sucesos inesperados
como accidentes, atentados terroristas, terremotos, inundaciones o, a título de ejemplo, la ola de calor del verano de
2003, que ha puesto en evidencia las carencias preventivas
y asistenciales de nuestra sociedad en la atención a los
ancianos que viven solos en las grandes urbes occidentales10-12. La realidad es que, en la actualidad, muchas personas no mueren en paz13-15.
Los cuidados paliativos nacen como respuesta al sufrimiento que el proceso de morir puede engendrar: «La hora de la
educación en cuidados paliativos ha llegado», subraya un
editorial de The Lancet16. De hecho, lo único que hace Callahan1 –aun cuando en este aspecto su propuesta sea auténticamente revolucionaria– es igualar la excelencia de la
medicina tecnológicamente más avanzada a la que practican unos facultativos sin duda dignos de todo elogio, pero
considerados a menudo por sus propios colegas como oscuros profesionales de retaguardia, médicos cuyo instrumento de intervención más eficaz sigue siendo, como ya señalaba Marañón, la humilde silla.
Todos los seres humanos vamos a morir, nos dice Callahan1,
y sin embargo casi no existe investigación sobre las características y factores que influyen en el proceso que nos condu-
Correspondencia: Prof. R. Bayés.
Facultad de Psicología. Universidad Autónoma de Barcelona.
08193 Bellaterra. Barcelona. España.
Correo electrónico: [email protected]
Recibido el 12-1-2004; aceptado para su publicación el 5-2-2004.
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ce al final de la vida. Es urgente que los académicos y los clínicos dediquemos a este objetivo olvidado toda nuestra inteligencia y esfuerzo. Porque, aunque logremos descifrar algún
día todas las claves del complejo genoma humano, no nos
engañemos, la muerte nos espera al final de la jornada. Y
«¿acaso sería menos gravosa –nos recuerda ya Cicerón en
De senectute– una vejez a los ochocientos años que a los
ochenta?».
La definición de cuidados paliativos, tomando como punto
de partida la formulada por la Organización Mundial de la
Salud17, podría, tal vez, establecerse como sigue:
Cuidado global y activo de los pacientes cuya enfermedad no responde a un
tratamiento curativo. La percepción de control por parte del enfermo de los
síntomas somáticos y aspectos psicológicos, sociales y espirituales que le
preocupan adquiere en ellos una importancia primordial. El objetivo de los
cuidados paliativos es conseguir la máxima calidad de vida posible para los
pacientes y sus familias, con un especial énfasis en proporcionar a cada enfermo los recursos que más puedan favorecer su acceso al proceso de una
muerte en paz18,19.
Hasta el momento, son los aspectos somáticos –principalmente el alivio del dolor causado por daño tisular– aquellos
en los que los cuidados paliativos han alcanzado mayores
éxitos20. La situación es mucho menos satisfactoria en otras
dimensiones que, paradójicamente y sin minusvalorar la importancia de los avances conseguidos en el control de síntomas, son los que más parecen preocupar a un mayor número de enfermos al afrontar la proximidad de la muerte.
En efecto, de las 12 principales razones que aducen los pacientes para solicitar el suicidio asistido en el estado norteamericano de Oregón21, donde tal práctica se encuentra amparada por la ley en el caso de que concurran determinadas
condiciones, nos encontramos con que: a) sólo 2 de ellas se
refieren a síntomas somáticos («dolor físico», en sexto lugar
y «fatiga», en el noveno); b) 7 se relacionan con la pérdida
de control o autonomía («pérdida de independencia» en primer lugar; «mala calidad de vida» en segundo lugar; «desear controlar el proceso de morir» en cuarto lugar; «pérdida
de dignidad» en séptimo lugar; «verse a sí mismo como una
carga» en octavo lugar; «incapacidad para cuidar de sí mismo» en décimo lugar, e «incapacidad para llevar a cabo actividades placenteras» en el undécimo); c) 2 tienen relación
con el sentido de la vida («estar preparado para morir», en
tercer lugar y «no encontrar sentido a la continuidad de la
existencia», en el quinto), y d) 1 con los aspectos emocionales («querer morir en casa», en duodécimo lugar).
El hecho es que, aun admitiendo estas razones, ni la eutanasia ni el suicidio asistido, incluso superando los problemas éticos que comporta su legalización, constituyen una
solución aceptable para la gran mayoría de los ciudadanos
que están próximos al final de su existencia22. En un trabajo
de revisión de la bibliografía acerca de los deseos de los pacientes aquejados por enfermedades graves23, se llega a la
conclusión de que lo que estos enfermos esperan de los
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profesionales sanitarios que los atienden es ayuda para: a)
aliviar su sufrimiento; b) reducir la carga que suponen para
sus familiares; c) estrechar las relaciones afectivas con sus
seres queridos, y d) incrementar la percepción de control
sobre sus vidas.
En una investigación realizada en España con 419 profesionales sanitarios (138 médicos y 281 enfermeras), la mayoría
de ellos pertenecientes a unidades de cuidados paliativos, a
los que se ha preguntado: «En el caso de que se estuviera
muriendo realmente, ¿en qué medida cree que los siguientes aspectos podrían ayudarle a morir en paz?», pudiendo
priorizar, entre 11 posibles opciones, sólo 2 de ellas, se han
obtenido los siguientes resultados24:
1. La mayoría (53,9%) destaca los aspectos emocionales
(«Poder sentirme cerca, comunicarme y estrechar los vínculos afectivos con mis personas queridas»). A los que habría que añadir «Pensar que mi muerte o desaparición no
supondrán una carga insoportable (económica, afectiva o
de otro tipo) para mis personas queridas» (23,9%) y 7,2%
«Pensar que podré morir en mi casa» (7,2%).
2. Otro sector sustancial (26,5%) elige la dimensión espiritual: «Pensar que mi vida ha tenido algún sentido». A los
que habría que unir un 6,2% que menciona «Creer en otra
vida después de la muerte» y otro 9,1% que refiere: «No
sentirme culpable (o sentirme perdonado) por conflictos
personales del pasado».
3. El factor de autonomía o control personal está representado por diversas situaciones: «Pensar que podré controlar
hasta el final mis pensamientos y funciones fisiológicas»
(19,6%); «Pensar que si la situación se me hace insoportable podré disponer de ayuda para morir con rapidez»
(9,1%).
4. Finalmente, aparece la confianza en los factores de control externo en relación con los factores somáticos: «Pensar
que los médicos pueden controlar mi dolor y otros síntomas
generadores de malestar» (26,3%); «Pensar que mi proceso de morir, si me produce sufrimiento, será corto» (8,6%);
«Pensar que si no tengo una esperanza real de recuperación no se prolongará artificialmente mi vida en una unidad
de cuidados intensivos» (9,8%).
Es interesante observar que, a pesar de que existen tendencias colectivas predominantes –posiblemente de carácter
cultural25,26– que distinguen el mundo latino del anglosajón,
y otras de carácter minoritario, lo cierto es que todas y cada
una de las opciones ofertadas son priorizadas por alguien,
lo que nos señala la gran variabilidad existente entre los factores que las personas –todas ellas profesionales sanitarios
en contacto cotidiano con la muerte– consideran que las
ayudarían a morir en paz. Para algunas, lo más importante
sería el apoyo emocional; para otras, la dimensión espiritual;
para un tercer grupo, su percepción de control, personal o
delegada, sobre la situación. Todo esto nos recuerda una
frase paradigmática de Cassell27: «la misma enfermedad
(disease), distinto paciente: diferente vivencia de enfermedad (illness), dolor, y sufrimiento».
Si se intenta profundizar un poco más en la comprensión
del problema, nos encontraremos con otra dimensión tan
importante como la variabilidad interpersonal: la variabilidad
temporal que se observa en una misma persona. En efecto,
tal como señalan Lazarus y Folkman28: «Definimos el afrontamiento como los esfuerzos cognitivos y conductuales
constantemente cambiantes que se desarrollan para manejar las demandas específicas externas y/o internas que son
evaluadas como excedentes o desbordantes de los recursos
del individuo» (la cursiva es nuestra). Un poco más adelante añaden: «Hablar de un proceso de afrontamiento signifi-
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ca hablar de un cambio en los pensamientos y actos a medida que la interacción va desarrollándose. Por tanto, el
afrontamiento es un proceso cambiante en el que el individuo, en determinados momentos, debe contar principalmente con estrategias, digamos defensivas, y en otros, con
aquellas que sirvan para resolver el problema, todo ello a
medida que va cambiando su relación con el entorno» (las
cursivas son nuestras). Y más adelante: «Al margen de su
origen, cualquier cambio en la relación entre el individuo y
el entorno dará lugar a una revaluación de qué está ocurriendo, de su importancia y de lo que puede hacerse al
respecto».
Por otra parte, una investigación llevada a cabo por Chochinov et al29 con pacientes oncológicos de una unidad de cuidados paliativos muestra la extrema variabilidad de su «deseo
de vivir». Aplicando sistemáticamente la misma escala análogica visual a los mismos enfermos cada 12 h durante 12
días, encuentran que algunos de ellos experimentan grandes fluctuaciones en su deseo de vivir en períodos extremadamente cortos, pasando, en pocas horas, del deseo de
«querer tirar la toalla» al de «vivir a toda costa».
Por su parte Husebo30, un médico noruego con experiencia
en cuidados paliativos, observa que las esperanzas de un
enfermo pueden cambiar de signo e intensidad varias veces
en el transcurso del mismo día. Asimismo, Emanuel et al31,
en un trabajo llevado a cabo con 988 pacientes en situación
de fin de vida aquejados de diferentes enfermedades, encuentran una gran inestabilidad a lo largo del tiempo en las
demandas de eutanasia. Por último, Frankl32, el psiquiatra
vienés creador de la logoterapia, tras su experiencia como
prisionero en el campo de concentración de Auschwitz, escribe que «el sentido de la vida difiere de un hombre a otro,
de un día para otro, de una hora a la siguiente. Así pues, lo
que importa –escribe Frankl– no es el sentido de la vida en
términos generales, sino el significado concreto de la vida
de cada individuo en un momento dado» (la cursiva es
nuestra).
Esta doble variabilidad interpersonal y temporal parece acotar los límites del camino que debemos seguir para el diseño de instrumentos que nos permitan investigar el proceso
de morir; lo que precisamos no son estudios transversales,
sino longitudinales y evolutivos, muy alejados de la estrategia metodológica tradicional utilizada, por ejemplo, por McClain et al33 en su investigación sobre la influencia del bienestar espiritual sobre la desesperanza en enfermos
oncológicos próximos al final de su existencia34.
El tiempo de que disponemos para llevar a cabo este tipo de
investigaciones será, en nuestras latitudes, extraordinariamente breve –entre 10 y 60 días35– si lo limitamos a la estancia del enfermo en la unidad de cuidados paliativos y no
planteamos la conveniencia de ampliar la investigación al
período anterior al ingreso del enfermo en dicha unidad con
el fin de tratar de prevenir situaciones que puedan conducir, posteriormente, a trastornos psicológicos pertinaces o
de difícil manejo13.
Estas investigaciones supondrán que puedan llevarse a
cabo observaciones sistemáticas frecuentes en el mismo
enfermo. Y dado que los instrumentos de evaluación que se
utilicen deben aplicarse a personas altamente vulnerables,
fatigadas y con posibles deterioros cognoscitivos, esta condición delimita sus características. En otras palabras, los
instrumentos para la evaluación subjetiva de enfermos en
situación de fin de vida deben ser: cortos, sencillos, fácilmente comprensibles, relevantes, éticos y, en lo posible, terapéuticos para que el propio paciente que nos proporciona
conocimiento sobre el proceso de morir pueda, a la vez, beneficiarse de la exploración que se está llevando a cabo19,36.
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En estas condiciones, parece obvio que los instrumentos
normalizados actualmente disponibles, que se han elaborado, en la mayoría de las ocasiones, en y para enfermos crónicos o ambulatorios, y con otros tipos de objetivo37, no son
adecuados para evaluar a los pacientes en una situación
tan peculiar como el proceso de morir.
Los instrumentos deberán constar, probablemente, de un
número muy limitado de preguntas, formuladas a través de
una secuencia de entrevistas semiestructuradas y dentro
del marco de una buena comunicación empática, realizadas, de ser posible, por un mismo profesional sanitario bien
entrenado en estrategias de asesoramiento (counselling), libremente aceptado por el enfermo.
En cuanto a diseño, tal vez el método más adecuado tendremos que buscarlo en los diseños intrasujeto38, y quizá
una alternativa a la secuencia de entrevistas semiestructuradas tendrá que ser, en algunos casos, las escalas observacionales, toda vez que en el proceso de morir las posibilidades de comunicación con muchos enfermos pueden
encontrarse disminuidas o anuladas.
En resumen, al margen del control de síntomas realizado de
acuerdo con los deseos del paciente en cada momento13,
disponemos ya de las características formales y funcionales
que deberán configurar nuestro instrumento, y de las dimensiones subjetivas que, probablemente, será necesario
analizar: autonomía-dependencia, sentido de la vida, soporte emocional. Hora es ya de que nos pongamos manos a la
obra.
Finalmente, quizá valga la pena reflexionar sobre el hecho
de que es posible que un enfermo que priorice la autonomía pueda morir en paz si considera que muere con dignidad controlando la situación, con independencia del apoyo
emocional que reciba o de si cree que su vida tiene o ha tenido algún sentido. O que otra persona que priorice el sentido de la vida pueda resistir la dependencia, el dolor, el sufrimiento o el alejamiento de sus seres queridos. O que una
tercera que ha perdido todo control y considere que su vida
ha sido estéril pueda encontrar la serenidad al sentirse valorada y arropada emocionalmente por los suyos. Pero para la
mayoría es posible que una combinación de las 3 dimensiones –las cuales se solapan entre sí y son, como se ha señalado, susceptibles de variar con el tiempo en función de los
cambios internos y externos que se produzcan– sea necesaria para alcanzar una aceptación serena de este hecho natural, único e irrepetible que es la muerte. Ésta sería, al menos, la hipótesis de partida.
En todo caso, es preciso recoger el difícil desafío de Callahan1 y llevar a cabo investigación metodológicamente seria
del proceso de morir, con un profundo respeto por el ser
doliente del que pretendemos extraer conocimiento sobre
los factores que le facilitan o dificultan tener una muerte en
paz y al que, simultáneamente, por encima de la obtención
de datos, debemos ayudar con las mejores armas de que
dispongamos en cada momento.
Estamos en los albores de una nueva etapa, una etapa de
profundo y renovado respeto por los seres humanos que
mueren y, a la vez, de entusiasmo por adentrarnos en el
misterio de la muerte con las armas que nos pueda proporcionar la investigación científica, teniendo siempre presentes las sabias palabras de Bertrand Russell39: «todo conocimiento humano es incompleto, inexacto y parcial».
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