PALABRAS EN EL DÍA DE LA ORDENACIÓN EPISCOPAL. + Alberto Sanguinetti Montero Catedral de Nuestra Señora de Guadalupe 20 de marzo de 2010 Sea alabado y bendito Jesucristo. Sea por siempre bendito y alabado. Con Él y por Él sea alabado y bendito Dios, su Padre, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase bienes del Espíritu Santo en los cielos y nos ha elegido y llamado antes de la creación del mundo a ser sus hijos, para alabanza de la gloria de su gracia con que nos agració en su Hijo amado (cf. Ef.1,1-6). Que la unción del Espíritu, el óleo de la alegría, rebose en nuestros corazones, nos una en la caridad y nos vuelva más y más ofrenda agradable a Dios. En este momento, habiendo participado juntos la intensidad de esta celebración, muchos, como es natural, esperan que mis palabras digan algo de lo que el nuevo obispo siente, lo que experimenta y de alguna forma lo que se propone para realizar en el futuro. Y yo, sin embargo, no quiero hablar de otra cosa que de Jesucristo, de su verdad, de su amor, de su belleza, que se refleja y se nos comunica en la Santa Iglesia. Sin embargo, espero poder conjugar ambas cosas. Porque, hermanos santos, partícipes de una vocación celestial, ¡qué hace este pobre hombre, el tercer hijo de Horacio y Rosina, sentado en la cátedra, como Pontífice, en nombre y representación del apóstol y Sumo Sacerdote de nuestra fe, Jesús, el Hijo de Dios, que penetró en el santuario del cielo y está sentado a la diestra del trono de la majestad en las alturas (cf. Heb. 3,1; 4,13, 8,10)!, qué hago yo sino ser un instrumento del Señor Jesús, para salvación de su pueblo, para el perdón de los pecados, y para que el pueblo santo, por la ofrenda de su vida, santificada en el sacrificio mismo de Cristo, se vuelva oblación agradable al Padre. Lo primero que quiero decirles, a lo primero que quiero invitarlos es a que reconozcamos el amor de Jesús, por quien fuimos creados, en quien somos salvados, Él que nos da la gracia de ser hijos de adopción y nos conduce al Padre. Él de quien cada uno de nosotros puede decir, con San Pablo: me amó y se entregó por mí (Gal.2,20). De tal manera hemos de conocer y hacer memoria del Jesucristo y de su amor, que en nuestros corazones y en nuestra vida nada se anteponga al amor a Jesús. Y aquí les hago una pequeña confesión. Cuando yo nací y por muchos años el día de mi cumpleaños estaba indicada la memoria de San Francisco de Borja; es por él que me impusieron como segundo nombre Francisco. La lectura de la fiesta era un texto de San Pablo, que yo leía y meditaba con frecuencia y que, con la gracia del Espíritu Santo se fue metiendo en mi corazón: “todo lo estimo pérdida, comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo perdí todo y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo y existir en él… para conocerlo a él y la fuerza de su resurrección y la comunión con sus padecimientos”. Y agrego lo que sigue: “No que lo haya logrado ya, ni llegado a la perfección, pero yo sigo mi carrera por ver si lo alcanzo, ya que fui alcanzado por Cristo Jesús… Mi única mira es, olvidando las cosas de atrás, y atendiendo sólo y mirando las de adelante ir corriendo hasta la meta” (cf. Fil.3, 810. Habiendo ya recorrido la mayor parte de la vida, corriendo hacia delante les digo: miren a Jesús, conozcan en él la realidad y el sentido de la existencia. Nada se anteponga al amor de Cristo, porque Él no antepuso ni su propia categoría de Dios al amor con que se entregó por nosotros y a los tesoros de gracia que derrama en nosotros desde el seno del Padre. La segunda realidad de la que quiero dar testimonio es la Iglesia Santa y Católica. Tomé como lema de mi escudo episcopal: amicus Sponsi. Es el testimonio de Juan el Bautista, que afirma que él no es el Mesías, él no es el Novio que viene a desposarse con la esposa virgen, con el pueblo santo, sino el amigo del Novio, del Esposo, que acompaña a la novia virgen, para las bodas, que testifica la alianza nupcial, que se alegra con inmensa alegría porque el Esposo posea a la Esposa, porque Cristo une consigo a la Iglesia y la llena de gracia y limpia hermosura. En esta perspectiva, guiado por Juan el Bautista, como obispo me confieso siervo humilde de Jesucristo, para que él crezca y yo disminuya, reconociendo, al mismo tiempo, que soy instrumento del que es Señor, que ha recibido todo poder en el cielo y en la tierra. Hoy, al dar el testimonio de Cristo, uno inseparablemente el de mi amor a la Iglesia, cuerpo de Cristo, Esposa del Verbo de Dios, lavada por la sangre del Cordero, a quien Jesús amó y por quién se entregó para presentarla ante sí sin mancha ni arruga ni nada parecido, sino santa e inmaculada (cf. Ef.5,25-27). La Iglesia obra de la Trinidad, a la confesamos una, santa, católica y apostólica. La Iglesia que es nuestra Madre, que nos ha engendrado por la fe y el bautismo, fecunda por la gracia del Espíritu Santo, la Iglesia que nos alimenta con la Palabra Divina y el cuerpo y la sangre de Cristo. Por esto, y mucho más, como amigo del Esposo, quiero exhortar a amar a la Iglesia, humana y divina, temporal y eterna, constituida por hombres llamados entre los pecadores y santa y santificadora, que da el perdón de los pecados y la vida eterna. Al mismo tiempo, mi ministerio episcopal, ha de ayudar a que la Iglesia, la comunidad de los bautizados y creyentes en Cristo, afirmados por el mismo Señor a través del ministerio de los sucesores de los apóstoles, cada vez ame más a su Señor. La Iglesia Esposa, que dice con las palabras del Cantar de los Cantares: “estoy enferma de amor (Cant.2,5)”. Y suplica con todas sus fuerzas: “atráeme en pos de ti. Corramos” (Cant.1,3). Yo no puedo sino alegrarme muchísimo de que esta Iglesia de Canelones, tiene el don inestimable de sus cuatro monasterios femeninos, en que las monjas viven y hacen presente a la Iglesia Esposa, dedicada a Cristo su Esposo, y nos recuerdan a todos que el misterio último, es decir, la realidad total de la historia es la unión nupcial del Verbo hecho carne, Jesucristo, con la humanidad reconciliada y vuelta cuerpo de la Esposa, son las bodas eternas del Cordero y de la Iglesia: misterio nupcial que se hace presente en cada Eucaristía y que el obispo debe cuidar y proclamar. La Iglesia, que debe guiar y cuidar el Obispo, ha de ser humilde en todo, reconociendo las debilidades y pecados de sus miembros, a los que llama a conversión y a los que le da el perdón y la vida nueva. Los cristianos no nos asombramos de que haya pecados, porque sabemos de la universalidad del pecado y de la muerte, y confesamos que Cristo vino a salvar a los pecadores, entre los cuales, cada uno con San Pablo, y antes que nada el obispo ha de decir: “y el primero de ellos soy yo” (1 Tim.1,15). Pero, la misma humildad de la Iglesia, la vuelve intrépida en anunciar la gracia de Cristo su Esposa y Señor. Por ello, proclama en todas las plazas del mundo la verdad del Evangelio, con plena libertad apostólica que no recibe como donación de ningún poder humano, sino de Dios mismo, libertad que la obliga a ir hasta el martirio en la confesión del nombre de Jesucristo. Con esa misma humildad la Iglesia no puede dejar de reconocer lo que Dios obra en Ella, que Cristo glorioso, que ha recibido del Padre todo poder en el cielo y en la tierra, asocia consigo a su Esposa, que es su Cuerpo y por medio de ella, salva al mundo, que la ha constituido Señora y Reina, y columna y fundamento de la verdad. Respetando la libertad de cada hombre, la Iglesia proclama la total verdad sobre Dios y sobre el hombre: esa es su misión, ese es su servicio al hombre, a los pueblos. Llamando a los hombres a la obediencia de la fe, la Iglesia, y de un modo particular el obispo, ha de enseñar con palabras y con hechos, que la máxima obra del hombre es adorar a Dios, y que el principio, el centro y la cumbre de toda la actividad y cultura humana está en la recta adoración del Padre, por Jesucristo en el Espíritu. En este sentido, el culto y la liturgia de la Iglesia Católica no son ni un adorno, ni un mero gusto cultural, sino la más plena verdad y realización de la existencia. La Iglesia, el Pueblo de Dios, es un pueblo consagrado al culto del Dios vivo, como culto público y cósmico. Ahora me vuelvo hacia ti, Iglesia de Canelones, con su presbiterio y sus diáconos. Mi Iglesia, la que me ha sido personalmente confiada. Les abro mi corazón con las palabras de San Pablo: desde el día de mi nombramiento yo no dejé de rogar por ustedes, y de pedir que lleguen al pleno conocimiento de la voluntad de Dios, con toda sabiduría e inteligencia espiritual, para que vivan de una manera digna del Señor, agradándole en todo, fructificando en toda obra buena y creciendo en el conocimiento de Dios; confortados con toda fortaleza por el poder de su gloria, para toda constancia en el sufrimiento y paciencia; dando con alegría gracias al Padre que los ha hecho aptos para participar en la herencia de los santos en la luz (cf. Col. 1,9-12). Al recibir esta cátedra de la Iglesia de Canelones, recibo el testimonio de su fe y perseverancia en el servicio del Evangelio, la multitud de personas y trabajos que enriquecen a esta diócesis. La presencia de ustedes aquí testifica la unción del Espíritu que han recibido, como para poder reconocer en este hombre, al enviado del Señor. Agradezco de un modo particular las múltiples deferencias que ya he recibido, en especial por parte de los sacerdotes, resumidas en el cáliz que me han regalado, con el que hemos celebrado la alianza nueva eterna. Entre las riquezas de esta Iglesia está la huella que dejó el modelo de pastores, el Siervo de Dios Jacinto Vera, cuyas reliquias están en esta Catedral. Él mismo, en su ardiente celo pastoral, llevó adelante las obras de la entonces iglesia parroquial de Guadalupe y pudo abrirla al culto. Sea él mi maestro, mi guía y mi sostén. Para que nos sintamos más vinculados yo y ustedes los miembros de esta diócesis canaria, me da mucho gusto evocar, aunque sea sucintamente las raíces familiares que me relacionan con esta tierra y esta sociedad. Por el lado materno, Don Juan Montero, el primero de esta familia que llegó de Galicia, como artillero del Rey, ya se había afincado en esta zona en 1773. Ya fundada la Villa de Guadalupe, aquí casó en 1800 con una hija de San Juan Bautista, hoy Santa Lucía, descendiente de fundadores de Montevideo, con quien tuvo sus hijos. Colaboró pecuniariamente con las colectas del Cura Párroco para el ejército artiguista antes de la batalla de Las Piedras, y aquí murió y se realizaron sus exequias en 1817. En esta ciudad, nació mi tatarabuelo, ya criollo y fue bautizado en 1810. Él también casó con una hija de San Juan Bautista, descendiente de fundadores de esa villa. Fue él amigo del Siervo Jacinto, que frecuentaba la casa. Permítanme también recordar que por el lado de mi padre estoy íntimamente relacionado con la actual ciudad de la costa. Cuando eran arenales que se movían con los vientos, yo de niño recorrí parte de esa zona a caballo con mi padre, cuando se intentaban plantar pinos, para fijar las arenas y poder abrir las calles. En esos parajes, recibida después de varias generaciones, tengo desde hace 25 años mi casita, de modo, que al menos temporariamente soy feligrés de esta diócesis desde tiempo atrás. Estas alusiones familiares, me invitan a recordar la presencia histórica de la Iglesia en esta tierra, en nuestra patria. Ahora que, con las hermanas repúblicas americanas, nos aprestamos a los festejos de los 200 años del proceso de la independencia, cabe que recordemos a aquellos cristianos católicos, que en sus tareas temporales se entregaron a esa causa. Conviene acordarse de tantos clérigos, que sostuvieron la causa criolla, pero es también necesario traer a la memoria la entrega de los laicos, a quienes competen especialmente los asuntos temporales, que trabajaron uniendo su patriotismo y su fe. Como un gesto concreto de su amor al culto católico, cabe mencionar hoy y aquí que el Gral. José Artigas, en plena resistencia a la invasión portuguesa, ordenó que se entregaran los diezmos de esta zona a D. Tomás de Gomensoro, para la obra de esta misma iglesia que el celoso cura párroco comenzó en 1816. La Iglesia Católica, como institución, con su fe, su cultura y sus obras, por todos sus miembros, tanto del clero, religiosos, religiosas y laicos, tiene una presencia señera en la historia nacional que es preciso y justo conocer, y también hacer conocer e integrar más vivamente en la conciencia y la vida de la Nación. Iglesia de Dios, Iglesia de Canelones, hermanos míos tan queridos, les he hablado con toda franqueza; mi corazón se ha abierto de par en par (cf. 2 Cor. 6,11). Decía San Juan Crisósostomo, que cuando la caridad se goza, allí se da la fiesta. Cierro esta reflexión sobre esta gran fiesta de hoy, con las palabras del himno litúrgico: Donde la caridad es verdadera, allí está Dios. Y también, cuidemos que no nos dividamos en el corazón, porque nos ha congregado en la unidad, Cristo Dios. Sólo me resta dar gracias. Discúlpenme que lo hago muy brevemente. Gracias a Dios, nuestro Señor: lo hemos hecho ofreciendo la Eucaristía. Gracias a la Santa Iglesia, todo el bien que les pueda dar, de ella lo he recibido. En particular gracias al Papa Benedicto, que me nombró para este ministerio. Agradezco al Señor Nuncio Apostólico, Mons. Anselmo Guido Pecorari por sus atenciones, al Arzobispo de Montevideo, en quien permítanme que salude a esa Iglesia, que es mi Madre, a sus fieles y su presbiterio, a Mons. Orlando Romero que ha servido por años esta Diócesis, a Mons. Carlos Collazzi y en él a toda la Conferencia Episcopal del Uruguay. Soy hombre de muchos amigos, y de amistades duraderas. No puedo referir una lista completa, pero quiero nombrar especialmente, a quienes viniendo de más lejos, personifican amistades de más de cuatro décadas: Mons. Marcelo Martorell, obispo de Puerto Iguazú en Argentina y Mons. Carlos Suárez, de México, que nos trae la comunión especial con las tierras que visitó la Virgen de Guadalupe. Gracias a todos los que de una y otra forma se hicieron presentes y me manifestaron alegría, consuelo, comunión en esta nueva responsabilidad que me ha sido conferida. Gracias a ustedes los aquí presentes, los que conozco desde hace años, los que no me conocían personalmente, pero han venido por su fe en el misterio del obispo. Quiero agradecer a mi familia presente, la que no puedo venir, y los que ya fueron llamados por Dios: muchos, espero, estarán acompañando en la comunión de los Santos. Muchísimas gracias a todos los que en estos días me rodearon de afectos, que se alegraron en el Espíritu, que me hicieron vivir una profundísima comunión. Quiero agradecer muy especialmente a los que colaboraron antes y ahora para que fuese posible esta celebración. Muchas gracias, porque aunque no soy el Esposo, sino el amigo del Esposo, ustedes me tratan como a Él mismo, reconociendo en el obispo al que es sacramento personal de Cristo, Cabeza y Esposo, como lo señala precisamente el anillo que ha sido puesto en mi mano, al que los fieles solían llamar ‘la Esposa’. Y yo, créanme, que así como los quiero entrañablemente y los llevo conmigo, me dejaré querer por ustedes. Que Santa María, la Virgen Madre de Dios, la que es nuestra capitana en los combates de la fe y guía en la esperanza y la caridad, la que es madre y patrona de esta Iglesia de Canelones con el dulce nombre de Nuestra Señora de Guadalupe, a todos nos proteja, nos sostenga y nos guíe hacia Cristo Jesús. “A Aquel que tiene poder para realizar todas las cosas incomparablemente mejor de lo que podemos pedir o pensar, conforme al poder que actúa en nosotros, a él la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones de los siglos de los siglos. Amén (Ef.3,20-21).