El Hambre que nos acosa Marco Fidel Zambrano M. Mg. En Sociología Investigador IDEASA - USA El informe, correspondiente al año 2012, de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), sobre la Seguridad Alimentaria y Nutricional de América Latina muestra, una vez más que Colombia se encuentra rezagada con relación a los logros alcanzados en el continente. Casi cinco puntos porcentuales nos diferencian negativamente de los niveles alcanzados en promedio por los países vecinos. Lejos de ser erradicado, el problema del hambre se muestra fluctuante en Paraguay, recurrente en Costa Rica y crónico en un país como Colombia. Según indicadores del 2007, casi la mitad de la población del país (41%) manifiesta algún grado de inseguridad alimentaria, en tanto en el 2006 se mostraba como tres niños menores de cinco años morían al día por desnutrición. Las cosas no han cambiado de manera importante. La estructura del hambre en Colombia es una copia de la estructura de la desigualdad y la dificultad para construir una sociedad decente. El hambre debería ser considerada como la mayor humillación posible que puede sufrir un ser humano en tiempos de paz formal. Poco impacto tienen los compromisos que oficialmente suscribe el país para enfrentar el problema, las metas surgidas de la adhesión a las metas del milenio lentamente se han diluido con el paso de los días, con un resultado previsible: el incumplimiento de las metas pactadas. En tanto cada año, según la UNICEF, mueren cerca de 5.000 niños por problemas relacionados con la desnutrición. La inhumanidad se instala justo en el núcleo de la subsistencia sin que ello logre conmover al conjunto de la sociedad. Como resultado de la perversión de los mecanismos de mercado, el precio de diversos alimentos de primera necesidad se incrementa hasta en un cien por ciento. Los más débiles se van quedando atrás, con su voz más entrecortada, terminan por emitir mensajes de ayuda casi inaudibles. Igual muy pocos los quieren escuchar. Cuando se muere de hambre se hace en silencio. El futuro que se les depara a aquellos que logran sobrevivir al hambre tampoco es muy prometedor. Según informe publicado durante este mes de noviembre en el periódico Portafolio “…Las deficiencias en vitaminas y minerales pueden dar lugar a problemas de visión o ceguera (vitamina A), debilidad muscular, parálisis, trastornos nerviosos, problemas digestivos, piel agrietada (vitamina B), inflamación de la glándula tiroides, mal desarrollo cerebral (yodo), y anemia (hierro)…”. Esto sin contar la angustia diaria, sobre todo en los niños y adolescentes, por lograr un minimo alimento para asumir las tareas diarias. Difícil pensar que una sociedad pueda ser considerada justa y viable cuando la dieta de un niño en un pequeño municipio o una gran urbe, ciudadano formal al interior de esa sociedad, es agua de panela al desayuno, arroz y frijoles al almuerzo y de nuevo agua de panela a la comida, esto para los más afortunados dentro de los excluidos. Contar con los alimentos necesarios es un requisito de justicia para ejercer con autonomía la libertad y vivir la vida con dignidad. Los seres humanos afectados por el hambre no pueden ejercer como ciudadanos plenos y se convierten en una carga para la sociedad. El hambre que sufren, de acuerdo a los datos de la FAO, cerca de seis millones de colombianos, empobrecen al conjunto de la sociedad colombiana, impidiéndonos, desde la misma línea de partida, alcanzar una sociedad justa, viable y productiva. Razonamiento fácil de enunciar y extremadamente difícil de superar. El resultado directo del hambre es la desnutrición, la cual tiene efectos negativos que se expresan, según estudio adelantado por la CEPAL en el 2007 sobre los costos del hambre, en mayores gastos por tratamientos en salud, ineficiencia en los procesos educativos y menor productividad. De acuerdo a estudio adelantado por CEPAL/UNICEF en el 2008 los sujetos en mayor riesgo de desnutrición crónica son niños varones, terceros o posteriores en cuanto al orden de nacimiento, ubicados en zonas rurales y con padres de bajo nivel educativo e ingresos. Cuando estos niños migran con sus familias a las ciudades, se llevan el hambre consigo. Por esta razón en las grandes ciudades se genera un efecto de hambre agregada como resultado de la llegada de cientos de infantes desde diferentes zonas rurales. En Colombia, la sostenibilidad de los programas diseñados para enfrentar el hambre y la desnutrición no han sido parte de la solución, sino parte del problema. Como resultado del Programa Bogotá sin Hambre (2004-2008) se instalaron en la ciudad capital más de un centenar de comedores comunitarios destinados a atender a la población más vulnerable. Con el paso de los años la corrupción y la colusión entre servidores públicos y particulares terminaron por debilitar a tal grado la iniciativa que hoy requiere de un rediseño total. De igual manera las responsabilidades del Ministerio de Educación (MEN), Ministerio de Salud, ICBF y entidades territoriales han sido generalmente dispersas, inconexas y carentes tanto de un compromiso moral para erradicar el problema como de elementos de diseño institucional encaminados a garantizar su eficiencia. En tanto esto sucede, debemos asumir en nuestra conciencia individual y social, los cinco mil niños que fallecieron durante este año y los otros miles de niños, y adultos, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, que se encuentran conminados a pensar qué alimentos podrán obtener cada día.